20. Monkey Boxing

Entre las estaciones había un estremecimiento gris más allá de las ventanas del tren silencioso. No como de superficies que se deslizan a toda velocidad, sino como si vibrara allí una materia concreta a un ritmo crítico, instantes antes de la aparición de una nueva entidad.

Chia y Masahiko habían encontrado dos asientos, entre un trío de niñas con faldas de cuadros y un hombre de negocios que leía un grueso cómic japonés. En la portada aparecía una mujer con los pechos como bolas de bramante, pero cónicas, los pezones como los ojos saltones de una víctima de tira cómica. Chia observó que el artista había dedicado mucho más tiempo a dibujar el bramante, exactamente cómo estaba dispuesto y anudado, que los pechos propiamente dichos. La mujer, con la cara empapada de sudor, intentaba huir de alguien o algo cortado por el borde de la portada.

Masahiko se desabrochó los dos botones superiores de la túnica y sacó un objeto cuadrado, negro y rígido, de unos quince centímetros, no más grueso que un cristal de ventana. Lo limpió con los dedos de la mano derecha hasta que aparecieron unas líneas de luz coloreada. Aunque esas líneas eran más tenues allí en el tren, desdibujadas por la luz fluorescente, Chia reconoció el objeto cuadrado: el panel del ordenador que había visto en la habitación de Masahiko.

Masahiko estudió la información que aparecía en el monitor, la actualizó y frunció el ceño desaprobando el resultado.

—Alguien ha estado preocupándose por mi dirección —dijo—, y en la de Mitsuko… —¿El restaurante?

—Nuestras direcciones de usuarios.

—¿Qué busca?

—No sé. No estamos conectados.

—Sólo a través de mí.

—Háblame del Sandbenders —dijo Masahiko guardando el panel de control y abotonándose la túnica.

—Empezó con una mujer que era diseñadora de interfaces —dijo Chia, contenta de cambiar de tema—. El marido era joyero y murió a causa de ese debilitamiento de la corriente nerviosa, antes de que descubrieran cómo remediarlo. Pero también era un verde convencido, y detestaba la manera como se hacía la electrónica para los particulares, un par de pequeños circuitos integrados y unas plaquetas dentro de las carcasas de plástico. Las carcasas eran simplemente reclamos para el ojo, ganchos para la venta, decía él, hechas para arrojarlas a la basura si nadie las reciclaba, y generalmente nadie lo hacía. Así, antes de ponerse enfermo, acostumbraba deshacer el hardware, el de la diseñadora, y a poner las piezas reales en cajas que fabricaba en la tienda. Hay que decir que construyó una sólida caja de bronce para una unidad de disco óptico con incrustaciones de ébano y esculpió las superficies de control en marfil, turquesa y cristal de roca. Ideó más cosas, sin duda alguna, y fue evidente que a mucha gente le gustaba, era como tener la música o la memoria, lo que fuera, en algo que parecía estar ahí… Y a la gente le gustaba tocarlo todo: el metal, una piedra lisa… Y una vez que tenías la caja, cuando los fabricantes lanzaban un nuevo modelo, bueno, si la electrónica era algo mejor, simplemente tirabas la vieja y ponías la nueva en tu caja. Así seguías teniendo el mismo objeto, simplemente con mejores funciones.

Los ojos de Masahiko estaban cerrados, y él parecía mover la cabeza levemente, aunque tal vez sólo por las sacudidas del tren.

—Y resultó que a algunas personas también les gustaba eso, y mucho. Empezó a recibir encargos de esas cosas. Uno de los primeros fue el encargo de un teclado, y las teclas fueron recortadas de un viejo piano, con las letras y los números en plata. Pero entonces el hombre se puso enfermo…

Masahiko abrió los ojos, y ella vio que él no sólo había escuchado sino que estaba impaciente por oír más.

—Así, cuando él ya estaba muerto, la diseñadora de software empezó a pensar en todo eso, pues quería hacer algo que convirtiera lo que había estado haciendo en una cosa diferente. Luego vendió sus acciones en todas las compañías para las que trabajaba y compró unas tierras en la costa, en Oregón…

Y el tren llegó a Shinjuku, y todos se pusieron de pie, encaminándose a las puertas; el hombre de negocios cerró el cómic de los pechos y se lo puso debajo del brazo.

Chia se echó hacia atrás para mirar el edificio más extraño que hubiera visto nunca. Tenía la forma de un anticuado robot, una figura humana simplificada; las piernas y los brazos en alto eran de plástico transparente sobre una estructura de metal. El torso de ladrillo, en rojo, amarillo y azul, estaba dispuesto de acuerdo con esquemas muy simples. Escaleras convencionales, escaleras mecánicas, plataformas deslizantes serpenteaban a través de los miembros huecos, y columnas de humo blanco emergían a intervalos regulares de la boca rectangular de la cara del monstruo. Detrás, el cielo era todo gris, plomizo.

—Tetsujin Building —dijo Masahiko—. Ahí no estaba Monkey Boxing.

—¿Qué es ese edificio?

—El Osaka Tin Toy Institute —contestó él—. Monkey Boxing está en esa dirección. —Se puso a consultar los hormigueantes botones del panel. Masahiko apuntó hacia la calle, más allá de un restaurante de fast-food llamado California Reich; el logo comercial era una estilizada palmera de acero inoxidable encima de unas cruces retorcidas, como esas que los chicos se dibujaban en las manos en la clase de historia europea. Entonces el profesor se había mofado abiertamente, pero Chia no podía recordar que los chicos dibujaran alguna vez una palmera. En cualquier caso, dos de ellos se habían puesto a discutir sobre cómo se suponía que había que dibujar las partes retorcidas de la cruz, a la izquierda o a la derecha, y uno de ellos había lanzado al otro un fogonazo, como los que lanzaban siempre con aquellas cámaras de flash desechables, y el profesor había tenido que llamar a la policía.

—Novena planta Wet Leaves Fortune Building —dijo él. Salió del ascensor y se encontró en un espacio abarrotado de gente. Chia lo siguió, preguntándose cuánto tiempo iba a durar el jet lag, y cómo se suponía que debía separar esa fatiga del simple hecho de estar cansada.

Tal vez lo que ahora sentía Chia era lo que el programa de ciencias políticas de su último colegio llamaba impacto cultural. Le parecía que cada cosa, cada pequeño detalle de Tokio, era diferente, capaz de producir una especie de presión, algo que le lastimaba los ojos, como si se le estuvieran cansando de tener que advertir todas las diferencias: un pequeño árbol de la acera cubierto con una especie de chaqueta de mimbre, el color aguacate-neón de un teléfono público, una chica de aspecto serio con gafas redondas y una camiseta gris en la que se leía «Vagina libre». Chia había mantenido los ojos muy abiertos para captar todas estas cosas, como si acabaran de procesarlas para ella, pero ahora tenía los ojos cansados y las diferencias empezaban a crecer. Al mismo tiempo sintió que, tal vez, si miraba de manera adecuada, podía hacer que todo aquello volviera a Seattle, a una zona del centro de la ciudad por la que acostumbraba pasear con su madre. Nostalgia. La correa de la bolsa se le clavaba en el hombro cada vez que bajaba el pie izquierdo.

Masahiko giró en una esquina. Parecía que en Tokio no había callejones detrás de las grandes avenidas, los sitios donde la gente arrojaba las basuras, y tampoco almacenes. Sin embargo había calles pequeñas, y otras más pequeñas detrás, pero nadie podía adivinar lo que iba a encontrar allí: un puesto de reparación de zapatos, una lujosa peluquería, una chocolatería, un quiosco de revistas donde descubrió un ejemplar del mismo inquietante cómic de la mujer envuelta en bramante de arriba abajo.

Otra esquina y se encontraron de nuevo en lo que ella tomó por una calle importante. En cualquier caso, allí había coches. Chia observó que uno entraba por una rampa y desaparecía. Sintió una punzada en la cabeza. ¿Y si aquél fuera el camino que conducía al club de Eddie, el Whiskey Clone? En cualquier caso, el local estaba en aquella zona, ¿verdad? ¿Cómo era de grande la plaza de Shinjuku? ¿Y si el Graceland se detenía ahora junto a ella? ¿Y si Eddie y Maryalice estuvieran buscándola?

Cruzaron la rampa en la que había desaparecido el coche. Miraron dentro y vieron que era una especie de estación de servicio.

—¿Dónde es? —preguntó ella.

—En Wet Leaves Fortune —dijo él, señalando hacia arriba. En las esquinas de cada planta había logos cuadrados en relieve, altos y estrechos. El edificio era más o menos como todos los demás, aunque el de Eddie parecía más grande.

—¿Cómo entramos ahí?

Masahiko la condujo hasta una especie de vestíbulo, una arcada en la planta baja ocupada por tiendas que parecían establos. Demasiadas luces, espejos, cosas para vender, todo revuelto. Entraron en un ascensor estrecho que olía a humo añejo. Él dijo algo en japonés y la puerta se cerró. El ascensor les cantó una melodía pegadiza. Masahiko parecía irritado.

En la novena planta la puerta se abrió y se encontraron frente a un hombre cubierto de polvo con una cinta negra alrededor de la cabeza, encima de los ojos. El hombre miró a Chia.

—Si es usted la de la revista —dijo—, se ha adelantado tres días. —Se quitó la cinta de la cabeza y se secó la cara con ella. Chia no estaba segura de si era japonés o no, o qué edad podía tener. Los ojos eran pardos, espectacularmente sanguinolentos bajo unas cejas pobladas, y la cinta sujetaba el cabello negro peinado hacia atrás y surcado por hebras grises.

Detrás de él había un bullicio y una confusión persistentes, hombres que gritaban en japonés. Uno de ellos empujaba una carretilla de plástico naranja, llena de cables enrollados, veteados de yeso, fragmentos de plástico pintados de rojo y oro. Parte de un techo suspendido se soltó con un estruendo de alambres que golpearon el suelo. Más gritos.

—Busco el Monkey Boxing —dijo Chia.

—Querida —dijo el hombre—, llega usted un poco tarde. —Vestía un mono negro, con las mangas cortadas a la altura de los codos; los brazos al descubierto mostraban unos círculos burbujeantes y líneas azules, una especie de decoración seudoprimitiva. Se limpió los ojos y miró de soslayo a Chia—. ¿Es usted de la revista de Londres?

—No —dijo Chia.

—No —asintió él—. Incluso para ellos parece usted un poco joven.

—¿Es esto Monkey Boxing?

Otra sección del techo se vino abajo. El hombre cubierto de polvo la miró.

—¿De dónde dijo usted que era?

—De Seattle.

—¿Oyó hablar de Monkey Boxing en Seattle?

—Sí…

El hombre sonrió débilmente.

—Es curioso: oír hablar de Monkey Boxing en Seattle… Está usted en el escenario del club, querida.

—Soy Chia McKenzie…

—Jun. Yo soy Jun, querida. Propietario, diseñador, DJ. Pero ha llegado usted demasiado tarde. Lo siento. Todo lo que quedaba de Monkey Boxing se lo llevan en esas carretillas. Escombros, nada más. Como cualquier otro sueño roto. Mientras duró fue estupendo, y aún mejor durante parte de tres meses. ¿Oyó hablar de nuestro Templo Shaolin? ¿Toda aquella historia del monje guerrero? —Suspiró de una manera extraña—. Era el cielo. Cada instante. Los camareros de Okinawa llevaron la cabeza rasurada, después de las tres primeras noches, y empezaban a vestir las ropas color naranja. Yo me excedí. Fue una visión, ¿comprende usted? Pero ésa es la naturaleza del mundo fluido, ¿no es así? Estamos en el dominio del agua, después de todo, y uno intenta ser filosófico. Pero ¿quién es su amigo? Me gusta ese pelo…

—Masahiko Mimura —dijo Chia.

—Me gusta esa túnica negra —dijo el hombre—. Mishima y Dietrich en la misma nuez, si se hace bien.

Masahiko arrugó el entrecejo.

—Si ya no existe el Monkey Boxing —dijo Chia—, ¿qué va a hacer ahora?

Jun se volvió a poner la cinta en la cabeza. Parecía menos complacido.

—Otro club, pero no quiero ocuparme del diseño. Ahora van a decir que lo he saldado. Supongo que sí. Seguiré dirigiendo el local, un bonito sueldo y un apartamento con él, pero el concepto… —Se encogió de hombros.

—¿Estaba usted aquí la noche en que Rez dijo que quería casarse con la idoru?

La ceja se le plegó detrás de la cinta.

—Tuve que firmar acuerdos —dijo Jun—. ¿No es usted de la revista?

—No.

—Si no hubiera venido aquella noche, supongo que todavía estaríamos en pie y funcionando. Y en realidad él no era lo que nosotros buscábamos. Habíamos tenido a María Paz, que acababa de romper con su novio, el monstruo de las relaciones públicas, y los periodistas acudían como moscas. Aquí hay una prensa gigantesca, ¿lo sabía usted? Y habíamos tenido a Blue Ahmed de Chrome Koran y la prensa apenas le hizo caso. Sin embargo, para Rez y sus amigos la prensa no fue un problema. Enviaron a ese agente fornido que parece como si hubiera estado utilizando su cara como un machete. Vino a mí y dijo que Rez había oído hablar del local y quería venir con unos cuantos amigos, y si podíamos preparar una mesa con un poco de intimidad… Bien, realmente, tuve que pensar: ¿quién es Rez? Luego llamaron, por supuesto, y yo dije plenamente de acuerdo, y pusimos tres mesas juntas en la parte de atrás, incluso un cordón morado en el sitio de los invitados, arriba.

—¿Y vino? ¿Rez?

—Ciertamente. Una hora después estaba aquí. Sonriendo, dando la mano, firmando para quien se lo pedía, aunque no había demasiada demanda, realmente. Cuatro mujeres con él, y otros dos hombres, sin contar el guardaespaldas. Un traje negro muy bonito. Yohji, pero quizá malo de llevar. Para Rez, quiero decir. Había salido a comer, eso parecía. Tomó unas copas. Algunas risas, ¿me sigue? —Se volvió y dijo algo a uno de los operarios; el hombre llevaba unos zapatos que parecen calcetines de piel negra.

Chia, que no tenía idea de lo que había sido realmente Monkey Boxing, imaginó a Rez sentado a una mesa con otra gente, detrás de un cordón morado, y en primer plano una multitud de japoneses haciendo lo que los japoneses hacían en un club como ése. ¿Bailar?

—De repente, nuestro muchacho se incorpora y se encamina al lavabo. El gigantesco guardaespaldas hace como si también se levantara para seguirlo, pero nuestro muchacho le indica que desista. Grandes carcajadas en la mesa; el gigantesco guardaespaldas no está muy satisfecho. Dos de las mujeres deciden ponerse de pie, quieren ir con él; él no está de acuerdo, les dice que no se muevan, más carcajadas. No obstante, nadie prestaba mucha atención. Cinco minutos después yo fui a la cabina, con una pareja de norte-africanos sumamente inexpertos; tenía que juzgar a la multitud, congraciarme con ella, averiguar cuándo debía olvidarla. Pero entonces él pasó entre ellos, y sólo uno o dos lo notaron, y no dejaron de bailar.

—¿Qué clase de club era ése, donde nadie dejaba de bailar por Rez? —Así pensaba yo, y de repente él se aparece delante de mí. Amplia sonrisa. Ojos divertidos, aunque no juraría que era por algo que había hecho en el lavabo, usted ya sabe lo que quiero decir.

Chia meneó la cabeza. ¿Qué quería decir?

—¿Y qué me parecía, dijo con la mano en mi hombro, si él le hablaba a la multitud? Dijo que había estado pensando en algo durante mucho tiempo, y ahora lo había decidido y quería decírselo a la gente. Y el fornido guardaespaldas estaba allí, meramente materializado, queriendo saber si había algún problema. En absoluto, dijo Rez, dándome una palmada en el hombro, pero repitiendo que iba a hablar con la multitud.

Chia miró los hombros de Jun, preguntándose cuál de ellos había recibido la palmada de la mano real de Rez.

—Y lo hizo —dijo Jun.

—Pero ¿qué dijo? —preguntó Chia.

—Un sinfín de cosas, querida. Evolución y tecnología y pasión; la necesidad humana de encontrar belleza en el orden emergente; su propia acuciante necesidad de llegar a lo último con alguna muñeca de software. Bolas. Todo. —Empujó hacia arriba con el pulgar la cinta de la cabeza, que se le volvió a caer—. Y por eso, por abrir la boca en mi club, Lo hizo que ese maldito de Rez comprara mi club. Y también me compró a mí, y he firmado acuerdos, pero no hablaré de eso con ninguno de ustedes. Y ahora, si usted y su encantador amigo me lo permiten, querida, tengo trabajo.