42. Control

Chia miró fuera y vio que ya no llovía. Detrás de la valla, en el parque de estacionamiento había una multitud de pequeñas figuras inmóviles con velas en las manos. Algunas estaban de pie encima de camiones, y parecía haber otras en el tejado del edificio de detrás. Chicas. Chicas japonesas. Todas parecían mirar el Hotel Di.

El hombre corpulento le decía a Rez que alguien había anunciado que él había muerto, que lo habían encontrado muerto en ese hotel, y la noticia estaba en la red y la estaban tratando como si fuera efectivamente cierta.

El ruso sacó su teléfono y ahora hablaba con alguien en ruso.

—Míster Loress —dijo, bajando el teléfono—, oímos que viene la policía. Esta nanotécnica está severamente prohibida, es un problema serio.

—Estupendo —dijo Rez—. Tenemos un coche en el garaje.

Alguien dio un golpecito a Chia en el codo. Era Masahiko, que le devolvía la bolsa. Masahiko puso dentro el Sandbenders y cerró la cremallera. El ordenador de él estaba en la bolsa de cuadros.

—Ponte los zapatos —le dijo a Chia. Él ya se había calzado. Eddie era un nudo retorcido sobre la alfombra; estaba así desde que el ruso le había arreado el puntapié. Ahora el ruso volvió a acercársele, y Chia vio que Maryalice, sentada en la alfombra junto a Eddie, se encogía acobardada.

—Eres un hombre con suerte —dijo el ruso a Eddie—. Respetaremos nuestro acuerdo. El isótopo será entregado. Pero no queremos más tratos contigo.

Sonó un clic, y otro, y Chia vio que el hombre corpulento sin oreja izquierda plegaba lentamente el hacha mirando a Rez.

—Tener eso que tú tienes es un delito grave, Rez. La concentración de tus fans ha hecho que acuda la policía. Será mejor que lo tenga yo.

Rez miró al hombre corpulento.

—Yo lo llevaré, Keithy.

Chia creyó ver una súbita tristeza en los ojos del hombre corpulento.

—Está bien —dijo—. Ya es hora de irse. —Guardó el arma en la chaqueta—. Vosotros dos, venid. —Y señaló la puerta a Chia y a Masahiko. Rez siguió a Masahiko, el ruso detrás de él, pero Chia vio que la llave de la habitación estaba encima de la pequeña nevera. Se abalanzó sobre ella, se la guardó y se quedó mirando a Maryalice.

La boca de Maryalice, ahora sin pintura, parecía vieja y triste. Era con toda seguridad una boca que había sido lastimada muchas veces, pensó Chia.

—Ven con nosotros —dijo Chia.

Maryalice la miró.

—Ven —insistió Chia—. Está llegando la policía.

—No puedo —dijo Maryalice—. Tengo que cuidar de Eddie.

—Explica a tu Eddie —dijo Blackwell acercándose a Chia en dos pasos— que si le habla a alguien de esto lo buscaremos y le achicaremos los zapatos.

Pero Maryalice no parecía oír, o si oyó, no levantó los ojos, y el hombre corpulento sacó a Chia de la habitación y cerró la puerta. Chia siguió al ruso del traje color canela por el estrecho pasillo; los tubos de neón le iluminaban desde abajo las elegantes botas de vaquero.

Rez se disponía a entrar en un ascensor con Masahiko y el ruso cuando el hombre corpulento lo tocó en el hombro.

—Tú te quedas conmigo —dijo, y le indicó a Chia que entrara en el ascensor.

Masahiko apretó el botón.

—¿Tenéis vehículo? —preguntó el ruso a Masahiko.

—No —dijo Masahiko.

El ruso gruñó. El olor de la colonia mareaba a Chia. La puerta se abrió a un pequeño vestíbulo. El ruso se precipitó fuera por delante de Chia, mirando a todas partes. Chia y Masahiko lo siguieron. La puerta del ascensor se cerró.

—Hay que buscar un vehículo —dijo el ruso—. Adelante. —Lo siguieron a través de la puerta de cristal, hasta el sitio donde el Graceland de Eddie parecía ocupar al menos la mitad del parque. Junto a él había un Sedan japonés, gris plateado, y Chia se preguntó si no sería de Rez. Alguien había cubierto con unos rectángulos de plástico negro las matrículas de los dos coches.

Chia oyó que la puerta de cristal se abría de nuevo y al volverse vio que Rez salía con la unidad nanotec debajo del brazo como una pelota de rugby. Detrás de él estaba el hombre corpulento.

De repente, un individuo realmente furioso, de esmoquin blanco y brillante, apareció corriendo sobre las cintas de plástico color rosa que cerraban la entrada. Con las manos sujetaba por el cuello de la chaqueta a otro más pequeño, que trataba de desasirse. De repente, el hombre más pequeño los vio y gritó ¡Blackwell!, y en ese momento consiguió librarse, pero el hombre del esmoquin blanco alargó una mano y lo sujetó por el cinturón.

Ahora el ruso gritaba en ruso y el hombre del esmoquin blanco pareció verlo por primera vez. Soltó el cinturón.

—Tenemos la furgoneta —dijo el otro.

El hombre corpulento sin una oreja se acercó al del esmoquin blanco, lo miró fijamente.

—Está bien —dijo el hombre corpulento volviéndose a Rez—. Tú conoces la norma. Todos la conocen. Lo mismo que al salir de aquella casa de St. Kilda con el bastardo de Melbourne, ¿de acuerdo? —Puso la chaqueta sobre la cabeza y los hombros de Rez y le dio una fuerte palmada en el brazo. Se alejó sobre las cintas de color rosa, apartó una y levantó los ojos—. ¡Demonios! —dijo—. De prisa, todos vosotros juntos, con Rez en el centro, a la furgoneta. Antes de que cuente tres.