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Supervivientes

Cuando se disiparon los rugidos procedentes de la casa de la risa, Jamie se puso en pie temblorosamente y miró a su alrededor como un ciego. No se percataba de los despojos ensangrentados que lo rodeaban. La masacre de Kurt no había pasado por alto a nadie. Niñopez y los demás rebeldes habían obtenido la libertad de la única forma en la que podían.

Sin saber adónde ir, Jamie se dirigió a la carpa de los payasos. En la mesa de juego había una partida de solitario abandonada. Deambuló por las habitaciones, en las que todo seguía igual que antes, como la cama en la que había despertado cada mañana ante la culpa y los recuerdos torturados y las sorpresas que le dejaba J. J. Se quedó sentado un minuto y después se levantó para dirigirse a la habitación de Winston, aturdido.

Winston estaba dentro, sentado en la cama. Jamie se frotó los ojos y parpadeó para asegurarse. Winston volvió la cabeza lentamente hacia la puerta.

—Funcionó —dijo en voz baja.

—¿Qué…? —empezó Jamie. Al pie de la cama de Winston había al menos un centenar de bolsitas de terciopelo, todas ellas vacías.

—Unos dos años de salario de una sola sentada —dijo Winston—. No he parado de engullirlo hasta que no he podido más. No sabía si funcionaría… No hacen ninguna excepción a las reglas. A lo mejor ya había acabado todo y no les importaba. He deseado escapar de este lugar tantas veces… He negociado, he suplicado, ya sabes. Nunca me concedieron ese deseo. Te dan lo que quieras excepto… la libertad.

Jamie se sentó al pie de la cama. Winston tenía la mirada perdida en el espacio.

—Déjalo —dijo Winston con el atisbo de una sonrisa en la cara—. ¿Qué es lo que ha pasado ahí fuera? Parecía divertido, fuera lo que fuese.

Jamie le refirió lo que recordaba, basándose en gran medida en los recuerdos de J. J., y deteniéndose en el momento en el que J. J. había formulado su deseo. El difunto J. J.

—No sé si Kurt sigue… ahí fuera —añadió Jamie.

—No lo creo —dijo Winston—. No sé si habrás oído esa espantosa competición de gritos, pero parecía que los jefes de Kurt le estaban ofreciendo la jubilación.

Jamie se estremeció. El mundo exterior se había acallado. A lo lejos oyeron una voz que gritaba, aullando al cielo de alegría.

—Parece que Georgie sigue vivo y coleando —musitó Winston—. Cree que ha ganado. Veré lo que puedo hacer al respecto. —Se levantó y le arrojó a Jamie una tarjeta unida a una tira de cuerda; un pase—. Aquí tienes. Deberías volver a casa.

—¿Qué vas a hacer tú?

Winston se rio en voz baja, y la carcajada se convirtió en un suspiro.

—A lo mejor yo también me marcho. Aún no lo sé. Me gustaría relajarme unos años antes de quitarme de en medio. —Sacó una pequeña pistola del bolsillo—. Hasta luego, Jamie. Voy a aguarle la fiesta a George.

—Winston… —dijo Jamie. Winston se detuvo en la entrada sin darse la vuelta. De pronto Jamie tenía demasiadas cosas que decir, pero no sabía por dónde empezar. Se quedó mudo, tratando de hallar palabras imposibles.

—No pasa nada —lo atajó Winston con tono cansado—. No has pedido nada de esto. Ni yo. A lo mejor nos vemos fuera alguna vez. Adiós, hijo. Lárgate de una puñetera vez.

—No te olvides del cura —dijo Jamie—. Está fuera, al otro lado de la cerca.

Winston asintió y se fue. Jamie quiso acompañarlo y salir ahí fuera a librar la última parte de la batalla, pero también quería huir. ¿Qué habría hecho J. J.? Habría huido. Jamie dejó que J. J. tomase la última decisión por él, aunque tal vez más adelante se odiase por ello. Huyó.

Aturdido, atravesó a la carrera el pantano ensangrentado en el que se había convertido el callejón de las casetas. Los cadáveres yacían amontonados y despedazados. Kurt lo había hecho todo en cuestión de minutos. Jamie cerró los ojos en un intento de apartar aquella visión de su mente. Pasó ante la campana de «pruebe su fuerza», las cabezas de payaso giratorias, la barraca de «dispare a un pato y gane un premio» y la noria paralizada contra el cielo artificial. Cuando llegó al ascensor y abrió la puerta oyó un sonido lejano: dos detonaciones huecas, pop, pop, y una pausa seguida de una tercera detonación.

—Espero que hayas acabado con él —susurró Jamie. Tiró de la palanca en dirección a la ciudad de Brisbane y volvió a casa.

Nadie les dijo a los recaudadores de entradas lo que había sucedido aquella noche, por supuesto. Ellos vivían fuera del parque de atracciones. Instalaron sus puestos en la feria del condado de Woomera, conforme a las instrucciones que habían recibido. Algunas personas iban a pasar un día extraño.