8
Winston el payaso
Jamie encontró el camino de regreso a la carpa de los payasos y se sentó en un tronco delante de ella. Los sonidos lejanos y finales de los feriantes, que se retiraban para pasar la noche, llegaron a sus oídos desde el callejón de las casetas. En lo alto, el firmamento se desplegaba como un vasto lago negro, sin rastro de las estrellas ni de la luna.
Estaba intentando poner el día en perspectiva, aunque sin éxito. El espectáculo al que había asistido se le presentaba en instantáneas desdibujadas e inconexas. La historia de la adivina lo había afectado terriblemente, pero no tenía motivos para no creer en lo que había visto. Y le mortificaba pensar que las cosas pudieran terminar de aquella forma; nunca había tenido grandes aspiraciones, se habría conformado con el paquete estándar: un trabajo, una casa, una esposa y dos o tres niños. Vacaciones suficientes para ver un poco de mundo y una partida de golf de vez en cuando. No era pedir demasiado y habría estado dispuesto a trabajar para conseguirlo.
Así pues, ¿aquello era una segunda oportunidad? Quizá, pero lo cierto era que Shalice no había contestado a ninguna de sus preguntas originales. Quién, qué, por qué, dónde, cómo… esos engorrosos detallitos.
Se volvió al oír el sonido de pasos y vio a Gonko, que lo estaba mirando con los ojos entrecerrados.
—Descansa un poco —le aconsejó Gonko—. No es una buena idea salir solo después de que anochezca. Aquí no.
—¿Por qué no? —replicó Jamie, abatido.
Gonko escrutó la penumbra que los rodeaba.
—Quédate a averiguarlo si quieres. Los enanos no le tienen demasiado afecto a nadie que no sea un enano. Ni a nadie que sí lo sea. Y no son los únicos que salen por las noches. Vamos. Arriba. Adentro.
Jamie suspiró. Se levantó y siguió a Gonko al interior de la carpa. Las sombras que proyectaban los faroles de queroseno bailaban en las paredes; la bolsa de cadáveres aún estaba en el rincón. Jamie y Gonko se sentaron ante la mesa de juego, donde Doopy y Rufshod estaban en medio de una mano de póquer. No se veía por ninguna parte a Goshy ni al aprendiz.
—Dale a J. J. en la siguiente mano —dijo Gonko, arrojando un puñado de extrañas monedas de cobre delante de él. Los payasos miraron brevemente a Jamie, pero no le prestaron más atención y este se alegró de ello. Se acomodó silenciosamente para regodearse en su confusión.
—¿Qué le pasa a tu hermano? —le preguntó Gonko a Doopy, que estaba repartiendo las cartas alrededor de la mesa—. En serio, no me vengas con historias. Quiero saber por qué últimamente no podemos terminar una sola actuación. Antes o después Kurt nos hará una advertencia si no acabamos la función.
Doopy miró por encima del hombro para asegurarse de que no lo estaban escuchando.
—Bueno, Goshy… Es que tiene un problema. Con su novia. Con su novia, Gonko.
—Te escucho —dijo Gonko.
—Goshy… —Doopy volvió a mirar por encima del hombro—. Se lo ha peído, Gonko.
—¿Se lo ha pedido?
—Sí, eso es lo que ha hecho. Goshy ha cogido y se lo ha peído.
—Ya. ¿Y?
—Y está triste porque ella no le contestó. ¡No le dijo nada, Gonko! Nada de nada. Se quedó callada. Se quedó ahí sentada como si tal cosa, Gonko, tendrías que haberlo visto.
Gonko cogió las cartas.
—Doops —dijo—, es una puta planta. ¿Cómo le va a contestar?
Jamie se inclinó hacia delante.
—¿Es una qué?
—Es un helecho —explicó Gonko—. Goshy está enamorado de un helecho. Probablemente está en su habitación con ella en este preciso momento, susurrándole cursiladas. Sabe Dios.
Jamie rememoró la primera noche que había visto a los payasos, el asqueroso ruido sordo que había hecho Goshy al estrellarse de cabeza contra la acera delante de la… Sí, de la tienda de artículos de jardinería. No pudo evitar soltar una carcajada nerviosa.
—¿De verdad?
—Sí, pero… —Gonko le indicó que guardara silencio con un gesto—. Ese es el problema, ¿eh? —le dijo a Doopy—. ¿Está echando a perder nuestras actuaciones porque el maldito helecho no le ha dicho que sí?
—¡Sí, Gonko! —exclamó Doopy—. Sabes, estoy enfadado con ella. Debería haberle dicho algo. Debería haberle dicho que sí, eso es lo que debería haberle dicho, sí señor.
—Bueno —dijo Gonko, reclinándose en la silla—, tendremos que conseguir que le responda de alguna manera.
—El MM —intervino Rufshod, al tiempo que arrojaba dos cartas y cogía otras tantas de la baraja—. Podríamos hacer, ya sabéis, que cambiase a la planta. Para que pudiese hablar.
—No —sentenció Gonko, estampando el puño sobre la superficie de la mesa—. Ese capullo asqueroso no va a entrar aquí. —Se volvió hacia Jamie—. ¿Has visto la parada de los monstruos hoy?
Jamie asintió.
—El MM es el manipulador de materia —explicó Gonko—. El escultor de la carne. Es un arte antiguo y olvidado que practicaban algunos cabrones repugnantes en la Edad Media, solo que entonces solían usar cadáveres. El MM ha convertido a los monstruos en lo que son. Un capullo repugnante. Es un tipo bajito de ojos esquivos que lleva sombrero. Vive en la casa de la risa, que, entre tú y yo, no es cosa de risa, y no sale casi nunca, excepto cuando alguien ha estado armando jaleo y el jefe quiere darle un susto para meterlo en cintura. Tiene un perro asqueroso que lleva consigo a todas partes para que lo proteja. Algunos gitanos han perdido a parientes, pero si lo atacasen serían los siguientes que acabarían en su estudio. No te acerques a él, aunque tengas buenas razones para estar enfadado. Se dice que captura a los feriantes desprevenidos para practicar.
—Voy a cargarme a ese perro —intervino Rufshod—. Mira qué mordisco me dio. —Puso la pantorrilla encima de la mesa y se subió los pantalones. Tenía una cicatriz alargada, gruesa y amoratada que iba desde el tobillo hasta la rodilla.
—Eso es una quemadura —objetó Gonko—. Te la hiciste tú, no el perro.
—Tuve que, ya sabes, quemar la mordedura. Para que no se infectara.
—Parece que duele, Ruf —comentó Doopy—. ¡Parece que duele! Oye, Ruf, ¿te acuerdas de que te he dicho que parece que duele? ¿Te acuerdas de que…?
—A Ruf no le molesta que le duela un poco —le confió Gonko a Jamie—. ¿A que no, Ruf?
A Rufshod le brillaron los ojos.
—No me molesta —asintió—. Mira. —Puso la mano extendida encima de la mesa y sacó un cuchillo de alguna parte. Se lo entregó a Jamie—. Córtame —le pidió.
Jamie contempló el cuchillo.
—Me parece que no…
—Venga —insistió Rufshod—. Córtame. Hazlo.
—¿Por qué no te cortas tú mismo? —preguntó Jamie.
—Si lo hago yo no es igual. Clávamelo. Córtame. Haz algo.
—Una cosa a la que vas a tener que acostumbrarte —terció Gonko, al tiempo que sacaba una hacheta de acero de uno de sus bolsillos aparentemente sin fondo— es un poco de violencia de vez en cuando. Sienta bien. Es tonificante, como una ducha fría. —Dio vueltas a la hacheta en la mano, como antes había hecho con el cuchillo—. Te acostumbrarás a un poco de violencia —le aseguró—. O te acostumbrarás un poco demasiado, como Rufshod. Pero sobre gustos no hay nada escrito, ¿verdad, Ruf?
Con un movimiento fluido Gonko alzó la hacheta, cerró los dedos alrededor del mango y descargó el borde romo sobre la maltrecha y nudosa mano de Rufshod. Se escuchó un estampido carnoso de huesos hechos polvo. Rufshod gritó, se aferró la muñeca y se cayó del asiento, mientras tintineaban las campanillas de su sombrero. Rodó por debajo de la mesa, dándole patadas al tiempo que se lamentaba.
—Ahí lo tienes, puro slapstick —aseveró Gonko, guardando la hacheta—. Así estará contento durante semanas. ¡Deja de dar patadas a la puta mesa! Ahora, ¿dónde estaba? El MM. No te acerques a él. Puede cambiar a la gente. Podría cogerte el brazo y añadirle cosas. Plumas, por ejemplo. Podría darte alas si quisiera. ¿Has visto a Niñopez?
Jamie asintió.
—Niñopez tiene ese aspecto gracias al MM —dijo Gonko—. Es asqueroso, ¿verdad?
—Sí —admitió Jamie—. Pero parecía… amable.
—Niñopez es un buen tipo. Es el hijo de puta más majo de todo el espectáculo.
Jamie se enderezó en la silla y aspiró una bocanada de aire entrecortada. Gonko lo observó.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Steve —dijo Jamie—. Lo dejé allí, en la parada de los monstruos… Ay, no…
Se levantó y salió corriendo de la carpa, internándose en el abrupto sendero y confiando en haber tomado la dirección correcta. Más adelante, la casa de la risa despedía un fulgor anaranjado en las tinieblas; ahora lo recordaba, la parada de los monstruos estaba cerca. Apretó el paso, ignorando a los enanos que se congregaban en los callejones y los ojos que lo observaban desde los resquicios de las cortinas.
Gonko lo seguía a buen paso, con las manos en los bolsillos. Cuando Jamie se detuvo para recuperar el aliento, Gonko le dio una palmadita en el hombro.
—Tranqui, tío —le dijo.
—Tengo que encontrar a mi compañero de piso —insistió Jamie—. Estaba en la parada de los monstruos.
—Sí, claro —dijo Gonko—. Echaremos un vistazo, pero nos daremos prisa. Sígueme. —Gonko lo apartó del camino principal y se abrió paso entre las casuchas y algunos puestos cerrados. Se detuvieron a pocos metros de la carpa de la parada de los monstruos y Gonko se llevó un dedo a los labios—. Shhh.
A través de la portezuela de la carpa no se veía más que el tenue resplandor amarillo de las incubadoras. Se escuchaba el sonido de gemidos doloridos procedentes del interior; desde aquella distancia Jamie no podía asegurar si era la voz de Steve o no. Una figura tenebrosa atravesó la entrada en dirección a la casa de la risa. Delante de ella caminaba un gran perro negro sujeto con una correa. El perro volvió la cabeza hacia Jamie y Gonko y gruñó, pero su amo no miró en aquella dirección.
—Es ese —susurró Gonko—. No te acerques más a él. —El manipulador de materia se perdió de vista enseguida. Añadió—: Si ha estado en este barrio es probable que tu amigo no tenga un buen día. Recuerdo que el jefe mencionó que necesitábamos más monstruos. Espero que no le tuvieras demasiado cariño a tu colega. Apriétate los machos. Vamos allá.
Los gemidos se intensificaron a medida que se acercaban a la portezuela. Los ejemplares de la parada de los monstruos parecían dormidos. Una cabeza cortada sumergida en una pecera miraba hacia delante sin pestañear.
Entonces Jamie lo vio: Steve estaba vivo y aparentemente ileso. Los gemidos eran de Yeti, que estaba tendido boca arriba; la sangre que manaba de sus encías salpicaba su cuerpo peludo y gigantesco. Steve le estaba limpiando el pelaje con un trapo húmedo que a continuación escurría en un cubo de plástico. Niñopez estaba en cuclillas a su lado, acariciando la cabeza de Yeti como una enfermera.
—Yeti bueno —estaba diciendo Niñopez con su voz de helio—, Yeti bueno. Los dolores se calmarán; te prepararé un poco de polvo. —Niñopez se volvió hacia Steve—. Se recuperará rápidamente; siempre lo hace. Algunos días se libra de comer cristales, pero hoy el señor Pilo estaba observando. Ah, y tendrás que fregar la jaula de Sebo cada dos horas los días de función cuando hayamos encendido la calefacción. Supongo que te pedirán que ayudes a los feriantes del callejón de las casetas, pero intenta hacer ese trabajo por la mañana… Te necesitaré aquí por las tardes… —La voz de Niñopez se apagó y miró a Jamie y Gonko, que estaban esperando y observando a través de las portezuelas.
Gonko le tiró de la manga a Jamie antes de irse. Jamie siguió al cabecilla de los payasos.
—Ese colega ha tenido suerte —comentó Gonko con una risita—. Por lo menos hasta ahora. Siendo el chico de los recados de los feriantes nunca tendrá influencia por aquí. Pero qué coño, podría haber sido peor.
Jamie tragó saliva y asintió con la cabeza, sorprendido ante el alivio que sentía de que Steve, precisamente, estuviera bien.
Cuando volvieron a la carpa, Gonko le ordenó a Rufshod que dejara de lamentarse y le enseñase a Jamie su nuevo hogar. La carpa de los payasos era más grande de lo que parecía desde el exterior; al otro lado del salón, atravesando una entrada cubierta con una lona, había un pasillo que discurría en un amplio semicírculo y se bifurcaba hacia varias habitaciones. A Jamie le habían asignado la habitación del aprendiz, un espacio atestado que no era mucho más grande que un armario. Había una estantería de madera podrida y algo que parecía una camilla de enfermero que hacía las veces de su nueva cama. El suelo estaba repleto de cajas y arcones con uniformes de payaso y partes de bromas averiadas. Vio un pulsador para la palma de la mano, una flor de la que brotaba un chorro de agua, una pajarita giratoria y algunos artilugios menos inocentes: cuchillos, cartuchos usados, consoladores y jeringuillas. Había docenas de narices de plástico rotas y un par de escayolas de yeso con sangre seca, que se había endurecido formando costras del color del óxido.
El aprendiz estaba durmiendo en la camilla de enfermero. Se había embadurnado el despojo fracturado que era su rostro con una gruesa capa de grasiento maquillaje blanco.
Rufshod salió corriendo al verlo y regresó con Gonko, que miró al aprendiz con los ojos entrecerrados y enseñó los dientes. Se puso en cuclillas junto a la camilla, sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió una.
—J. J. —dijo—, no creas que tratamos así a todos los nuevos reclutas.
Aplicó la cerilla a los pantalones del aprendiz. Una lengua de fuego se arrastró sobre el tejido estampado de flores, expeliendo delgados penachos de humo negro. Gonko se apostó en la entrada y lo observó con una sonrisa. El aprendiz se agitó y se dio la vuelta mientras el fuego se propagaba por la camisa; entonces pestañeó y abrió bruscamente los ojos. Emitió un chillido estrangulado y sofocado antes de levantarse de un brinco y salir corriendo hacia la noche. Gonko alargó la bota y le puso la zancadilla cuando pasó. El aprendiz se puso en pie y se alejó tambaleándose mientras el fuego llameaba sobre sus hombros. Sus gritos se desvanecieron a lo lejos rápidamente.
—Toda tuya, J. J. —dijo Gonko, sacudiéndose las manos, antes de marcharse seguido por Rufshod.
Jamie se acostó en la camilla, contento de que lo hubiesen dejado solo para poder reflexionar sobre el lío en el que se había metido. Si la adivina le había dicho la verdad («estrictamente hablando, ya no estás en el mundo»), tal vez escapar no fuera cuestión de saltar la cerca y echar a correr.
Se le ocurrió entonces que siempre tenía la opción de hacer enfadar a Gonko si realmente deseaba que le dieran el pasaporte en el circo.
A la mañana siguiente lo despertó el golpeteo de las piquetas de las carpas y el parloteo distante de voces ásperas, y se incorporó, sorprendido al comprobar que había dormido. La camilla era sorprendentemente cómoda y sus sueños habían sido vívidos y alucinógenos.
Se frotó los ojos y profirió un grito sobresaltado: había alguien en la habitación con él.
—Shh —dijo el desconocido—. Baja la voz. —Era un viejo payaso al que Jamie no había visto antes. En su rostro sobrecogedoramente avejentado había líneas de expresión, patas de gallo y bolsas flácidas bajo los ojos. Saltaba a la vista que su cuerpo había sido antaño fuerte como un toro y que seguía siendo bastante robusto bajo el uniforme de payaso con pajarita, camisa a rayas, zapatones y pantalones. Le colgaban de la cabeza unos finos mechones de cabello blanco y no llevaba maquillaje. Sus ojos enrojecidos y húmedos observaban a Jamie apesadumbrados—. Así que han atrapado a otro —comentó con un suspiro—. Otro que se une al espectáculo.
Jamie miró a su alrededor en busca de armas; sus ojos se posaron en un cuchillo oxidado que tenía al alcance de la mano entre el desorden.
—¿Quién eres? —le preguntó, apartándose lentamente del desconocido y haciendo que la camilla chirriase.
—Me llamo Winston —respondió el payaso con voz pausada y lastimera—. Y tú debes de ser J. J. El payaso J. J.
—Jamie, más bien. Y sí, supongo que lo soy.
—No pretendía asustarte —le aseguró Winston mientras jugueteaba con el sombrero hongo entre las manos—, pero tampoco quería despertarte. Hace un momento parecía que estabas descansando plácidamente… Supongo que pensé que de ahora en adelante necesitabas descansar todo lo que pudieras. —Winston se rascó el cuello distraídamente, poniendo en movimiento numerosos pliegues de piel arrugada—. No me acuerdo de cuándo me atraparon a mí —prosiguió con un suspiro—. Fue hace mucho tiempo. Lo único que sé es que no me estaba metiendo con nadie, maldita sea.
Jamie se preguntó a qué se debía aquella visita, aunque no se le ocurría ninguna forma amable de preguntárselo. Pero al parecer el viejo payaso había seguido el hilo de sus pensamientos.
—Supongo que he venido a darte el pésame —dijo—. Esta vez has ido a caer en las brasas, hijo. Estás hasta el cuello de problemas. Si te sirve de consuelo, a mí me pasó lo mismo.
El silencio se prolongó mientras Winston se quedaba con la mirada perdida. Jamie miró la puerta que había detrás de este, preguntándose si en el futuro sería posible cerrarla con llave.
—No te vi actuar ayer —dijo para romper el silencio.
—¿Eh? Ah, Gonko me dio la noche libre —explicó Winston—. Le dije que me dolía la espalda. Parece que los chicos volvieron a estar en plena forma… Han echado a perder todas las funciones desde hace un mes. Pero no importa. Supongo que tendría que explicarte todo cuanto pueda. A lo mejor eso te ayuda a coger el tranquillo a la feria y evita que te maten o algo peor.
—Peor, ¿eh?
—Claro que sí —le aseguró Winston, mirándolo a los ojos, y lo hizo con tanta gravedad que un escalofrío recorrió la columna vertebral de Jamie.
—Bueno, ¿qué te parece si me explicas esto? —propuso Jamie al cabo de un breve silencio—. ¿Qué es lo que tengo que hacer en este lugar? No soy un payaso. No sé por qué me han reclutado. ¿Cómo he de comportarme?
—Eso ya llegará —contestó Winston—. Hay maneras de sacar al payaso que hay dentro de ti.
—Maravilloso. —Jamie se pasó una mano por el pelo y musitó—: ¿En qué demonios me he metido?
—Ay, maldita sea, lo siento, hijo —dijo Winston; de repente se le quebró la voz y le afloraron lágrimas a los ojos. Jamie estaba perplejo. Oye, que no es culpa tuya, quiso decirle.
Winston se pasó una mano por la cara y consiguió controlarse. A continuación, se inclinó hacia delante y bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro:
—De acuerdo, te contaré lo siguiente. Quítate el maquillaje por las noches. Póntelo cuando sea necesario pero, por amor de Dios, quítatelo de vez en cuando. Querrás acordarte de quién eras antes de que acabaras aquí. Si olvidas eso, lo perderás todo y jamás sabrás lo que ha sucedido. —Winston le había aferrado el brazo a Jamie mientras se desahogaba y se lo apretó.
—¿Qué tiene que ver el maquillaje? —preguntó Jamie.
—Ya lo verás. Los próximos días estarás caminando en la cuerda floja… Quítatelo siempre que puedas, ¿entendido?
—No —admitió Jamie, soltándose el brazo—. No lo entiendo. Pero vale, me lo quitaré.
—Buen chico. ¿Qué más debería decirte? —reflexionó Winston, rascándose la cabeza—. Maldita sea, sí que estoy confuso últimamente.
Jamie se encogió de hombros.
—A lo mejor puedes hablarme del resto de los payasos. ¿Cómo es que tú eres tan… normal, comparado con ellos?
—Yo no soy normal, hijo —repuso Winston con una carcajada desprovista de alegría—. Yo no soy normal. Estoy más cerca de serlo que los demás, pero eso es todo. Por eso te he dicho que te quites el maquillaje de vez en cuando. No querrás acabar como ellos y olvidarte de lo que eras. Que nosotros sepamos, ellos siempre han sido lo que son ahora. Ya has visto a Goshy y a Doopy. ¡Míralos, por amor de Dios! Los dos han perdido la chaveta por completo.
—Goshy —repitió Jamie, y se estremeció—. Actúa como un jodido lunático.
—No actúa. Ya ni él mismo sabe lo que se le pasa por la cabeza. No te acerques a él, Jamie, por lo menos hasta que te conozca. Doopy generalmente no es tan malo, pero también se le va la olla.
Jamie asintió mientras resonaba en sus oídos la escena del día anterior: «¡Oye, oye, oye, oye, oyeeee!». Una bofetada, un chasquido y un golpe sordo. Preguntó:
—¿Qué hay de Rufshod? Parece un buen tío.
Winston asintió.
—Suele serlo. Pero se mete en líos y a nosotros también. Va haciendo gamberradas por todo el parque. Fue el que le guardó el polvo en los pantalones a Goshy y dejó que se escapara. Si alguna vez te dice: «Ven conmigo, tengo una idea», no vayas.
—¿Y Gonko?
Winston miró por encima del hombro.
—Ya has visto a Gonko lo suficiente —susurró—. Es bueno si eres un payaso. Es difícil saber qué es lo que lo saca de quicio. No la tomará contigo a menos que le des un auténtico motivo. Hay que reconocérselo. Aquí los hay peores, créeme.
Se escuchó el sonido de voces desde fuera de la pequeña habitación de Jamie.
—Ahora baja la voz —le aconsejó Winston—. Los muchachos se han despertado.
—Pero… ¿qué es este lugar? —preguntó Jamie—. ¿Para qué sirve el polvo? ¿De dónde salen esas personas, la gente a la que vi ayer?
—Primos. Así los llamamos. Los primos no son más que personas normales que no se dan cuenta de que se han equivocado al doblar un recodo. No se acuerdan de nosotros y no vuelven nunca. El polvo, los primos, lo que hacemos de verdad… Todavía no puedo contarte todo eso. Serían demasiadas cosas demasiado pronto, cuando de todas formas la mayoría tendrás que verlas para creerlas. De momento solo te explicaré cómo sobrevivir. Demasiadas cosas demasiado pronto podrían… —Su voz se apagó.
De repente la puerta se abrió violentamente y apareció el rostro enloquecido y de ojos saltones de Rufshod.
—¡Conspiración! —gritó, y el corazón de Jamie dio un salto hasta la garganta. Winston giró en redondo y la emprendió con Rufshod, al que cogió de la oreja.
—Lárgate, jodido advenedizo —gruñó.
Rufshod soltó una carcajada estridente y se esfumó. Jamie exhaló un suspiro lento y prolongado.
—No te preocupes —dijo Winston, disponiéndose a marcharse—. No sospechan nada de mí. —Hizo una mueca como si se le hubiese escapado algo y añadió apresuradamente—: Claro que nunca he hecho nada. Será mejor que me vaya. Recuerda lo que te he dicho del maquillaje.
Winston el payaso se alejó con pasos lentos. Jamie se quedó sentado, meditando sobre lo poco que le había contado. Se preguntó si podía confiar en el viejo y qué tenía que perder si apostaba a que sí.
Los payasos se habían congregado ante la mesa de juego del salón, enfrascados en una conversación entre murmullos, y a Jamie lo asaltó de pronto la certidumbre paranoica de que Winston y él habían infringido alguna regla, de que su cara estaba a punto de convertirse en una masa quebrantada y pulposa como la del aprendiz.
Gonko miró a Jamie y le ordenó a Rufshod que le trajera un uniforme.
¿Por qué tengo esa sensación acerca de la conversación?, se preguntó Jamie. El viejo odia el circo… Lo odia. Los demás no.
Rufshod volvió y le arrojó a Jamie un fardo de tela.
—No lo tires, asquerosa mierda infestada de moscas —gritó Gonko, al tiempo que descargaba un puño sobre la mesa—. Es el uniforme. ¡Demuestra un poco de orgullo!
Procurando demostrar orgullo a su vez, Jamie volvió a su habitación para vestirse. La ropa le quedaba demasiado grande, pero le ceñía el pecho y la cintura lo suficiente para que no se le cayera. Se sentía ridículo: los pantalones tenían estampados de perritos persiguiendo pelotas rojas, la camisa tenía tantos volantes y los colores eran tan estridentes que casi le hacían daño a la vista y los zapatones le impedían caminar con normalidad, obligándolo a ir dando tumbos, contoneándose de un lado a otro. Después de vestirse volvió dificultosamente al salón y los payasos prorrumpieron en aplausos.
Doopy se levantó para acercarse a Jamie y se quedó mirando la camisa, los pantalones y los zapatos con fascinación infantil.
—Caramba… Parece un payaso —comentó Doopy, completamente pasmado—. ¡Parece un payaso, Gonko!
—Muy astuto, Doops —dijo este—. Claro que lo parece. Estaba en lo cierto acerca de ti, J. J.
Todos se quedaron mirando a Jamie con expectación. Este titubeó nerviosamente, preguntándose qué era lo que debía hacer; quizás esperasen que pronunciara una especie de discurso. Los miró sucesivamente a los ojos; todos estaban sumergidos bajo gruesas capas de grasiento maquillaje blanco y despedían un peculiar brillo demente. Jamie notó que le palpitaba dolorosamente el corazón y sintió deseos de escapar. Se aclaró la garganta y dijo:
—Gracias por…
Goshy tenía los ojos entrecerrados; primero parpadeó con el izquierdo y después con el derecho. El silencio se prolongó como un túnel largo y oscuro. Se limitaron a mirarlo fijamente, sus miradas penetrantes lo atravesaban… Por amor de Dios, ¿qué era lo que querían de él?
—¿Queréis dejarlo de una puta vez? —gritó Jamie, incapaz de soportarlo más.
Antes de que tuviera ocasión de lamentarlo, los payasos se pusieron a aplaudir con entusiasmo. Goshy fue el único que no se unió a ellos, apretando obstinadamente los brazos a ambos lados del cuerpo.
—Me alegro de tenerte a bordo, J. J. —declaró Gonko—. Ahora que todo el mundo borre esa puta sonrisa de su cara. Es hora de que tengamos una reunión y estoy cabreado con todos y cada uno de vosotros. Malas noticias. Nos han hecho una advertencia.
En torno a la mesa estallaron gemidos y quejas que se prolongaron durante varios minutos, apartándose disparatadamente del tema como en el juego del teléfono estropeado. Gonko esperó pacientemente a que terminasen.
—Y dijeron que Goshy la había empujado —estaba diciendo Doopy—, pero no es cierto, yo lo estuve vigilando todo el rato, él no hizo nada malo, es que se cayó a un lago, un gran lago rojo, y ella le pidió que la empujara, pero él, él… —Doopy terminó vacilante al percatarse de que era el único que seguía hablando.
Gonko escupió por encima del hombro y prosiguió.
—Como sabéis, no es la primera vez que nos hacen una advertencia, pero es la primera desde hace mucho tiempo. Supongo que es porque la vieja bruja de la adivina se ha chivado de nosotros. Y por ese contable que ha contratado Kurt.
—¿Te importa explicarle eso un poco a Jamie, Gonk? —sugirió Winston.
—¿Eh? Ah, por qué no. J. J., hace algún tiempo Kurt se quedó con un primo extraviado que le pareció divertido y lo nombró su contable. El tío le propuso a Kurt la estúpida idea de que el circo iría mejor si competíamos entre nosotros. Así que pusieron al domador de leones a la misma hora que Mugabo, a los leñadores a la misma hora que la función diaria de la parada de los monstruos y a nosotros a la misma hora que los acróbatas.
—No me gusta que nos pongan a la misma hora que los acróbatas… —gimoteó Doopy.
—Ahora bien —lo atajó Gonko—, no es nada permanente. Yo diría que a Kurt simplemente lo entretiene el jaleo que está armando. Me sorprendería que pasaran otros seis meses antes de que Kurt se aburra del contable y le arranque la puta cara de un mordisco. Esa tontería de la competencia no es más que una fase. De modo que si todos le seguimos la corriente, y fingimos que nos importa, no nos pasará nada. Pero la siguiente función tiene que salir bien. Lo digo en serio. Es una orden, cabrones.
—¿Qué piensas hacer con ella? —preguntó Winston.
—¿Con Shalice? No podemos hacer gran cosa —contestó Gonko—. Esa guarra tiene una bola de cristal, ya lo sabes. Lo vería venir con ese siniestro rollo de la empatía con el futuro. Y, por supuesto, iría contra las reglas de Kurt que, por ejemplo, le pusiera precio a su cabeza… —Gonko dirigió una mirada de soslayo a Rufshod—. Un precio de, por ejemplo, una bolsa llena… —Siguió mirando de soslayo a Rufshod—. En efecto, iría contra las reglas, aunque cierto hijo de puta pudiera redimirse…
—¡Dale, Rufshod! —exclamó Doopy—. ¡Dale bien!
—Cállate, gilipollas —siseó Gonko—. Ni una palabra de esto. Es muy astuta, así que debemos andarnos con ojo. Podría estar observándonos en este preciso momento. Esta parte de la conversación se ha acabado.
Goshy se puso en movimiento por primera vez aquella mañana. Se dirigió contoneándose con urgencia a la ventana y se asomó entre las cortinas. Doopy se levantó y lo observó atentamente, como si los movimientos de Goshy tuvieran una gran importancia profética. Pero Goshy se quedó quieto como un maniquí.
Gonko dijo:
—Eso nos deja una cosa. Es día de paga.
Winston se percató de que Jamie estaba mirándolo y asintió. Gonko cogió un saquito que tenía detrás de los pies, rebuscó en su interior y extrajo una bolsita de terciopelo semejante a la que Jamie había cogido aquella noche después de que se le hubiera caído del bolsillo a Goshy. Gonko le arrojó una bolsa a cada payaso, entregándole la de Goshy a Doopy. Un pequeño tintineo de cristales emanó de las bolsas.
Gonko miró a Jamie y le advirtió:
—Esto es un adelanto. Considéralo una bienvenida al circo, J. J. Pero no me tomes por Santa Claus… La siguiente tendrás que ganártela.
Le lanzó la bolsa a Jamie. ¿Esto es el salario?, pensó. ¿Para qué demonios sirve? Si ya me lo he tragado… Ahondó entre los confusos recuerdos del día anterior, los granos de polvo que había visto desparramados por el suelo durante la función de Mugabo y los enanos que los recogían por la noche.
—De acuerdo, capullos, se acabó la reunión —vociferó repentinamente Gonko—. Diez minutos libres y volvemos para el ensayo. Que todo el mundo se ponga maquillaje nuevo. Winston, tú eres abuelo. ¿Quieres maquillar a J. J.?
Winston asintió. Le indicó a Jamie que lo siguiera y fueron a la habitación de Winston. Goshy se quedó junto a la ventana, inmóvil como un árbol, sin emitir ningún sonido ni parpadear ni una sola vez.