5
La audición de Jamie
—¿Qué hora es, Gonko? Gonko, ¿qué hora es?
Gonko, el cabecilla de los payasos, esperó un par de minutos antes de contestar a Doopy, que entretanto se puso tan nervioso que acabó gimoteando como un perro. Esos pequeños ataques de angustia no lo molestaban. Los quejidos de Doopy eran como el empapelado; familiares.
—¡Venga, dímelo, Gonko, no tiene gracia!
Gonko sacó un reloj de bolsillo, dejando que la cadena de plata colgase alrededor de la muñeca. La cadena tenía forma de soga en miniatura. El reloj indicaba que al joven Jamie le quedaban veinte minutos para pasar la audición.
—Gonko, no tiene…
—Veinte minutos, Doops —murmuró Gonko.
Los tres payasos, Goshy, Doopy y Gonko, estaban sentados en su carpa en el parque de atracciones del circo de la familia Pilo. Era el mayor espectáculo de la Tierra, aunque aparte de Jamie ni una sola persona en el mundo de los vivos conocía su nombre.
—¿Dónde está Rufshod, Gonko? Gonko, ¿dónde está Rufshod?
Doopy lo sabía perfectamente. Lo único que le estaba pidiendo era que le negase una respuesta para de ese modo atormentarse, lamentarse y cagarse de miedo. Gonko lo complació negándose a contestarle; de lo contrario, Doopy le habría preguntado otra cosa al cabo de unos instantes. La respuesta habría sido que Rufshod estaba en la cama, pues Gonko lo había machacado hasta que había perdido el sentido. El hecho de que Rufshod hubiera disfrutado enormemente de aquella paliza no venía al caso; tenía que recibir un castigo por aquella gamberrada. Rufshod era el que le había metido la bolsa de polvo en los pantalones a Goshy inmediatamente antes de que este se escapara y se perdiera.
Cuando recuperaron el polvo el plan había consistido en darle por el culo a Jamie durante una temporada para después matarlo, pero el número del rodillo le había provocado un ataque de risa histérica a Gonko, en la medida de sus posibilidades, que se limitaban a arquear ligeramente hacia un lado la línea recta que formaban sus inflexibles labios. Había observado a Jamie con más atención, con la colaboración reluctante de la adivina, espiándolo con la bola de cristal, y le había gustado lo que había visto.
Gonko miró de nuevo el reloj y musitó:
—¿Dónde está ese puto payaso? —Se refería al aprendiz.
—Ah, vaya, no estoy seguro —repuso Doopy, que le estaba limpiando afanosamente la boca a Goshy con un pañuelo. Goshy pestañeaba satisfecho al recibir las atenciones de su hermano, apretando los brazos a ambos lados del cuerpo con las manos laxas—. Me parece que lo he visto, ejem, en casa de Shalice. Me parece que eso es lo que he visto, Gonko. Y me parece que ese es el que he visto, me parece. —Doopy frunció el ceño—. ¿Te acuerdas de que me has preguntado dónde estaba, Gonko? ¿Te acuerdas? Acabas de preguntármelo. Acabas…
—Shh.
—Perdona Gonko, es que yo…
Gonko miró el reloj por tercera vez y se lamió los dientes, disgustado. Le había costado una fortuna en sobornos que la adivina le prestase la bola de cristal para ver la audición; no estaba en su lista de felicitaciones navideñas.
Doopy se volvió bruscamente hacia él.
—No me cae bien el aprendiz, Gonko, ¡no me cae bien!
Doopy no estaba bromeando. El aprendiz se había enemistado con todo el mundo y apestaba a sabotaje inminente. Eso no era bueno. Ya tenían bastantes enemigos en el parque sin que hubiera uno en su propio equipo.
En ese momento el aprendiz apareció en la entrada de la carpa. Entró discretamente con los hombros encorvados, sosteniendo la bola de cristal de la adivina entre las manos. Gonko observó contrariado sus andares taciturnos y sigilosos. Todos sus movimientos parecían advertirle «estoy esperando a que te des la vuelta».
Gonko lo miró a los ojos. Un artista más astuto no le habría sostenido la mirada, pero el aprendiz se la devolvió con insolencia. Gonko se levantó rápidamente con un movimiento fluido para amedrentarlo. Funcionó. Le arrebató la bola de cristal de los brazos con mucho cuidado, la depositó en la mesa y le espetó:
—Largo.
El aprendiz se marchó a hurtadillas, despacio, tal como había entrado. Aguardó junto a la portezuela, justo dentro de la carpa, desobedeciéndolo deliberadamente, para que así el cabecilla de los payasos le repitiera la orden. Eso también era una imprudencia. Gonko se detuvo y metió la mano en el bolsillo, pues de pronto había decidido matar al ceñudo payaso en el acto. Pero en ese momento el aprendiz desapareció furtivamente.
Gonko lo siguió con la mirada mientras se alejaba, manoseando un instante la hoja que había sacado del bolsillo; a continuación escupió y la soltó. Goshy emitió un silbido. Gonko supuso que expresaba una leve desaprobación, aunque el único que lo sabía a ciencia cierta era el propio Goshy.
La luz de la vela se reflejaba como un ojo amarillo en la superficie de la bola de cristal. El cabecilla de los payasos puso la palma de la mano sobre el cristal frío y musitó la palabra: «Jamie». El cristal se nubló como si hubiese alguien dentro exhalando humo ante la superficie lisa. El reloj de Gonko decía que a Jamie le quedaban quince minutos.
Le concederé un pequeño margen de tiempo, se dijo Gonko, mientras reflexionaba sobre el joven. Tras su empeño por llevar una vida racional, en la que todo estuviese claramente delimitado y ordenado, había una fuente de excentricidades a la espera de que la explotasen, aunque Jamie pugnase instintivamente por impedir que rebosara. Parecía una batalla diaria. Y cuanta más resistencia opusiera, más sensacionales serían los resultados cuando se derrumbase temporalmente o se corrompiera para siempre. Nadie se corrompía más que alguien que estaba hecho por entero de líneas rectas.
El cristal se aclaró; allí estaba el nuevo recluta. Gonko supuso que el hostigamiento lo había llevado al borde de una crisis nerviosa y estaba complacido con la campaña; la coordinación había sido perfecta y ahora el tipo estaba prácticamente maduro. Los otros dos payasos se agolparon junto al cabecilla, inclinándose sobre la bola de cristal. Goshy profirió una exclamación, que daba a entender «oh, oh». Era imposible afirmar lo que significaba; quizá fuera una muestra de reconocimiento cuando el joven alto y pelirrojo apareció en la superficie de la bola de cristal.
—Calla, Goshy —le dijo Doopy a su hermano—. Goshy, calla. Ya empieza.
El centro comercial de la calle Queen estaba atestado de turistas que disfrutaban del calor y de ciudadanos que anhelaban librarse de él. La primera remesa de trabajadores del lunes por la tarde se encaminaban penosamente a la estación de tren con sus trajes y sus corbatas. A las cuatro y dos minutos se produjo una perturbación entre la gente, que volvió la cabeza mientras el silencio se adueñaba de la calle Queen. Se escuchó un sonido en lo alto del complejo, tan estruendoso y penetrante que solo era vagamente reconocible como un grito humano. A continuación hubo una serie de explosiones, semejante a una ráfaga de ametralladora procedente del mismo sitio. Todos se quedaron mirando; en lo alto del centro comercial había una nube de humo gris que se elevaba lánguidamente hacia el cielo.
Volvió a escucharse aquel grito estridente y prolongado, que se difundió entre el gentío.
—¡Hay una bomba! ¡Hay una booooommmmmbaaaa!
Cinco años de atentados terroristas en los titulares se habían cobrado un precio; todos los presentes se quedaron petrificados y el pánico se propagó entre la muchedumbre como una onda sobre la superficie del agua. Las fulminantes explosiones continuaron. Dos policías corrieron cautelosamente hacia el humo al tiempo que se llevaban la mano al cinturón. De repente un hombre alto, delgado, pelirrojo y, lo más importante, desnudo irrumpió entre los compradores, corriendo por la calle con pasos desgarbados. Tenía una mata de vello púbico rojo justo encima del pene, el cual oscilaba frenéticamente. Sus andares habrían encajado en una parodia de los Monty Python: levantaba las rodillas haciendo una especie de paso de la oca, dando brincos en lugar de zancadas y batiendo los codos a modo de alas. Llevaba el rostro oculto bajo una funda de almohada. Veía a la gente que lo rodeaba a través de sendas rendijas a la altura de los ojos, distinguiendo apenas formas desdibujadas y obstáculos a su paso.
Se había pintado una esvástica invertida de color verde en el pecho y una cara sonriente en la espalda. La pintura se estaba corriendo debido al sudor y los símbolos quedaron reducidos a una mancha verde enseguida. Lo perseguían tres policías estupefactos, agentes de mediana edad que confiaban en vérselas solo con ladrones de poca monta durante la jornada. Trataban de darle alcance, pero Jamie tenía los pies ligeros a pesar de sus estrafalarios andares. Como si fuera un futbolista, sorteaba bruscamente a las familias, los estudiantes universitarios y los turistas japoneses, que lo enfocaban con sus cámaras. Jamie volvió a chillar a pleno pulmón:
—¡Hay una bomba! ¡Hay una bomba!
La funda de almohada se resbaló y Jamie quedó momentáneamente cegado. Sin tiempo para lamentarlo, se la arrancó de la cabeza y dejó que flotase suavemente hasta la acera para que la policía la recogiese a su antojo. El humo se estaba extendiendo en dirección al casino, formando una impresionante bruma grisácea. Los estallidos y las explosiones se intensificaron y luego cesaron.
No había ninguna bomba. Los estallidos y las explosiones estaban causadas por los fuegos artificiales que Jamie había adquirido en un modesto establecimiento de Fortitude Valley. Después de pintarse en un aseo público y recorrer la calle Queen, sin otra cosa que una gabardina había enrollado un grueso manojo de fuegos artificiales alrededor de uno de los arbustos que había en lo alto del complejo. Ignoraba si aquello impresionaría a los payasos, ni siquiera sabía si lo verían de algún modo, pero era lo único que se le había ocurrido. De no haber sido por los sobresaltos que había sufrido su mente ante el acoso de los payasos (la sangre de Steve había sido la gota que había colmado el vaso) habría llamado a la policía para ahorrarse las molestias.
Pero mientras atravesaba a la carrera el centro comercial los problemas de la semana anterior prácticamente se esfumaron. La adrenalina no se parecía a nada que hubiera sentido anteriormente. Su mente marchaba al ralentí, como una cinta rebobinándose hacia delante. No sentía la acera bajo sus fuertes pisadas, el estiramiento de los músculos de las piernas ni los golpes de las pelotas contra los muslos. Sentía que podía alzar el vuelo.
Claro que no podía seguir corriendo eternamente entre la gente que abarrotaba el centro comercial. Llegó ante una muralla de personas y no encontró modo alguno de abrirse paso. Se precipitó a toda velocidad contra dos colegialas uniformadas que cayeron entre chillidos. Sintió que una de sus mochilas le rozaba el pene y fue un milagro que no aterrizase de lleno encima de ellas. Desde el suelo vio que un equipo de las noticias de las siete se detenía ante el semáforo al fondo del complejo. Un cámara se inclinó a través de la ventana con una sonrisa en la cara, enfocando a Jamie.
Este se puso en pie trabajosamente, tapándose la entrepierna demasiado tarde, y las colegialas volvieron a chillar. Aquello no quedaría bien en las noticias. Comprobó por encima del hombro que la policía estaba ganando terreno. Delante había otros dos agentes que corrían directamente hacia él. Aspiró una honda bocanada de aire y se lanzó a correr en dirección a la plaza del Rey Jorge. El parque estaba lleno de palomas, turistas, asalariados y estudiantes que estaban leyendo en la hierba. Se abrió paso entre ellos a la carrera, mientras su cuerpo seguía bombeando adrenalina, entumeciendo las molestias y los dolores. Entumeciendo las repercusiones. Solo habría repercusiones si dejaba de correr. Y Jamie no pensaba hacerlo…
Todo acabó cuando lo sacaron de la plaza del Rey Jorge humillado, desnudo y esposado. Una agente de policía, con una expresión de absoluta neutralidad, le arrojó una toalla para que se tapara.
—No lo entienden —había gritado al ser derribado—. Los payasos… Tuve que hacerlo… Los payasos me obligaron…
Le leyeron los cargos en la sala de interrogatorios. Exhibicionismo, escándalo público, agresión (las colegialas), posible agresión sexual (las colegialas), alteración del orden público, posesión de fuegos artificiales ilegales y obstrucción a la justicia. Le advirtieron que le harían saber si presentaban otra acusación cuando hubieran consultado a la policía federal: había nuevas leyes antiterroristas según las cuales los avisos de bomba falsos debían considerarse amenazas auténticas. Lo que significaba que Jamie podía ser oficialmente un terrorista. En ese punto fue cuando se le pasaron las ganas de llorar para echarse a llorar de verdad.
Por si fuera poco quedaba la cuestión del posible asesinato de Steve, que Jamie no se atrevió a mencionar. Sabía que debía decírselo, pero por el momento ya tenía suficiente con responder a sus preguntas; lo había asaltado un terrible agotamiento después del subidón de adrenalina de la carrera y lo único que deseaba era arrastrarse hasta un sitio cálido y cerrar los ojos.
La policía lo soltó a medianoche. En ese momento se le ocurrió una idea espantosa: Puede que en realidad todo esto esté en tu cabeza. Puede que lo hayas imaginado todo, desde la primera vez que viste al payaso en la carretera. ¿Sabes una cosa? Si realmente estás tan loco puede que también seas responsable de las manchas de sangre que había en la habitación de Steve. A lo mejor lo hiciste mientras dormías. A lo mejor subiste a hurtadillas y lo descuartizaste. A lo mejor fuiste tú quien destrozó la casa. Puede que estés metido en un buen lío, no solo con las autoridades, sino aquí, dentro de tu cabeza. Puede que nunca vuelvas a ver la luz del día.
No pudo alegar nada durante la larga caminata de vuelta a casa. Si se obraba un milagro y Steve se encontraba en ella sano y salvo, tal vez pudiera internarse discretamente en un manicomio y tratar de olvidar todo aquello.
Cuando llegó a casa descubrió una nota sobre el lecho de cojines. Se quedó mirándola desde la puerta, tambaleándose ligeramente. Se quedó así durante casi cinco minutos durante los cuales creyó que se le había detenido el corazón. La ciudad entera se había acallado en el exterior.
Se dirigió a la cama y cogió la nota. Decía:
Enhorabuena.
Gonko, circo de la familia Pilo.
En la carpa de los payasos, Goshy no había dejado de emitir silbidos temblorosos que semejaban el trino de un periquito. Aquellos sonidos carecían de un significado concreto, no eran sino una indicación de que algunos de sus circuitos seguían encendidos y operativos, de que a su manera Goshy seguía haciendo tic, tac.
Los payasos habían presenciado el espectáculo a través de la bola de cristal desde que Jamie se había pintado hasta que dos agentes lo habían sacado a empujones de la comisaría, sujetándolo mientras él pataleaba. Desde el principio Doopy había hecho comentarios como: «Ah… Vaya… ¿Qué está…? ¿Dónde está…? Vaya…».
La boca de Gonko había girado sobre su eje; un observador atento se habría percatado de que estaba sonriendo. Mientras se llevaban a Jamie con las manos esposadas a la espalda y una mueca de creciente amargura en la cara, Doopy se volvió hacia Gonko y le preguntó:
—¿Lo ha hecho bien, Gonko? Gonko, ¿lo ha hecho bien? Gonko, ¿te acuerdas de que te he preguntado si lo ha hecho bien?
Los ojos de Gonko se movieron de soslayo en las cuencas.
—Me parece que lo ha hecho estupendamente.
—Sí, a Goshy también se lo parece, ¿a que sí, Goshy? ¿A que sí?
—Oh, oh.
Gonko puso la palma de la mano sobre el cristal como si estuviera extinguiendo una vela.
—Es mejor que subirse al maldito tejado —musitó—. Lo reconozco.
Goshy emitió un silbido atonal. Los payasos se levantaron. Habían usado a un hombre atado y amordazado a modo de sofá. Se llamaba Steve y estaba inconsciente.
—Le concederemos un par de horas al joven J. J. para que se atormente y luego iremos a buscarlo —anunció Gonko—. Que Ruf me mande una nota cuando vuelva en sí. Y llevaos a este —empujó el bulto inconsciente con la bota— fuera de mi vista.
Aquella noche Jamie no se despertó cuando unas manos lo levantaron suavemente del suelo; Gonko se encargó de ello. Entre todas las armas que componían el arsenal del cabecilla de los payasos, el cloroformo era un tanto ortodoxo pero efectivo, y nunca secuestraba a nadie sin él. Apretó un pañuelo blanco contra el rostro durmiente de Jamie durante seis segundos y después volvió a metérselo en el bolsillo.
Lo acompañaban Rufshod y Doopy, que también habían estado presentes durante la adquisición de Steve. De hecho, la sangre que había en la habitación de este era de Rufshod, que la había derramado para llamar la atención. Los tres metieron a Jamie en la bolsa de cadáveres que habían llevado consigo a tal efecto. A Gonko le gustaba la idea de que un hombre despertara de improviso dentro de una bolsa de cadáveres; arqueó los labios mientras subía la cremallera. Los otros dos payasos cogieron el fardo y transportaron a Jamie a la carretera. Había una camioneta con el motor en marcha aparcada junto a la casa; era el único sonido que se oía en la calle iluminada por la luna. Depositaron la bolsa en la caja. Doopy y Rufshod se disputaron ferozmente el asiento del acompañante, arrastrando los zapatones de payasos por la cuneta. Ganó Doopy. Rufshod saltó a la caja con Jamie. Gonko arrancó a toda velocidad, desviándose durante el trayecto para aniquilar a dos gatos vagabundos. Doopy le dijo que no tenía gracia.
Se detuvieron a un kilómetro de distancia junto al solar de una obra en el que estaban construyendo un edificio de apartamentos. Era donde Gonko había tomado prestada la camioneta. Saltó del asiento del conductor, abrió el capó y sacó un hacha de sus pantalones. Asestó varios tajos al motor, simplemente por tocar los cojones; los golpes metálicos resonaron en la noche silenciosa como si fueran disparos. Sacó del bolsillo una tarjeta de cumpleaños y escribió en ella: «Gracias por el préstamo, Bob». El propietario de la camioneta se llamaba Bob. Bob no conocía a Gonko y Gonko no conocía a Bob; el propósito del ejercicio era darle por el culo a Bob. Gonko dejó la tarjeta en el salpicadero, sacó una rosa del otro bolsillo y la depositó junto a la tarjeta.
Los tres payasos saltaron la verja y bajaron consigo a Jamie con delicadas maniobras. Doopy aseguró que le dolía la espalda, pero Doopy era gilipollas. Los payasos se dirigieron a un aseo portátil instalado en un rincón del solar. Entraron sujetando verticalmente la bolsa de cadáveres. Estaban muy apretados. Gonko llevaba en la mano una tarjeta de plástico que sostuvo sobre el cerrojo. Se encendió una lucecita roja y una palanca bajó del techo. Gonko tiró de ella hacia un lado y el suelo descendió con un chirrido como si fuera un ascensor, pues eso era exactamente lo que era. Había varios en aquella ciudad, así como varios miles en todo el mundo. Una plataforma se deslizó sobre ellos para ocupar el lugar del suelo en el que ahora se hallaban. El ascensor dio una violenta sacudida. Era un descenso muy prolongado.
Al fin se detuvieron, no antes de que Doopy se tirase un pedo que infectó aquel reducido espacio con un hedor tan nauseabundo que todo el mundo se puso a toser.
—Qué bonito —comentó Gonko, con lágrimas en los ojos. Doopy se disculpó profusamente, pero Doopy era gilipollas. Las puertas del ascensor se abrieron.
Era de noche en el circo. A su alrededor se recortaban las siluetas de las endebles casuchas de los gitanos como toscos troquelados de cartón encima de un papel oscuro. La noria se elevaba contra el cielo desprovisto de estrellas como el esqueleto encorvado de un animal enorme. Algo aulló a gran distancia. Los payasos volvieron a casa, arrastrando a su nuevo recluta por los pies.