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La audición de Steve

Cuando despertó de un sueño inconstante constató que la jaqueca resultante del «número» del rodillo había desaparecido al fin. El sol de media tarde relucía sobre los cristales rotos; el ejército de bordes dentados arrojaba afiladas aristas luminosas. Se levantó para abrirse paso entre las esquirlas en dirección a la puerta antes de detenerse en seco: había una hoja de papel adherida al picaporte. Dio un paso hacia atrás y gruñó cuando se le clavó un trozo de cristal en el talón. Se lo arrancó del pie con lágrimas en los ojos, añadiendo algunas gotas de sangre a los escombros. Cogió la nota con una mano temblorosa y comprendió que su cordura pendía de un hilo muy fino.

La nota decía:

Te quedan veinte horas, colega. Espero que hayas planeado algo.

Gonko, del C.F.P.

Jamie se detuvo un instante con un peso en el estómago, como si se hubiera tragado una masa de arcilla del tamaño de un puño. Por un momento sintió un escalofrío por dentro y estuvo a punto de venirse abajo. Después masculló: «Que se jodan».

Y eso fue todo: habían dejado de importarle los payasos. En serio, ¿qué iban a hacerle? ¿Matarlo? No. Jamie había crecido en los suburbios y sabía que la muerte no era más que un monstruo lejano sacado de las películas y los titulares de los periódicos. Si volvían a presentarse, llamaría a la policía. Si no dejaban de hostigarlo le preguntaría a uno de los delincuentes amigos de Marshall dónde podía comprar una pistola.

Consiguió encontrar una tirita entre los escombros y se cubrió el corte del talón. Como no tenía otra cosa se puso el uniforme de trabajo y se dirigió a la escalera de atrás, donde comprobó que los churretones de mierda se habían secado, formando diseños en el costado de la casa que el sol había calcinado. Arriba había remitido el hedor y alguien había estado trabajando con alcohol metílico. Varios platos y tazas habían sobrevivido a la catástrofe y se hallaban en el sitio acostumbrado, sucios junto al fregadero. Jamie se puso un café y dio un paseo por la casa en un estado de calma imperturbable. Algo en el salón atrajo su atención desde el pasillo.

Había un hombre sentado en el sofá que lo miraba fijamente, con una camisa holgada con estampado de flores, la cara pintada de blanco, una gran nariz roja y zapatones del mismo color. Era Goshy. Goshy, el payaso.

A Jamie se le aceleró el corazón. Parpadeó; allí no había nadie. Se lo había imaginado todo. Ningún problema. Solo era una especie de psicosis inducida por el estrés.

—Se me está yendo la puta olla de verdad —murmuró con asombro y tuvo un ataque de risa. Respiró profundamente, reprimió un ataque de pánico más grave, estuvo a punto de echarse a llorar y oyó que alguien sollozaba. Steve. Jamie llamó a su puerta.

—¿Quién es? —preguntó Steve. El pobre diablo parecía presa del pánico. A la hora de la verdad, Steve era uno de esos tipos que estaban tan acostumbrados a dar patadas a los perros que no soportaban que les propinasen una a ellos. Jamie tenía esa ventaja, podía soportar un golpe psicológico. Tenía mucha práctica; sabía cuándo debía prepararse y cómo distribuir el impacto.

Reprimió el impulso de silbar como una tetera ante la puerta de Steve.

—Soy yo —dijo en cambio.

Abrió la puerta y vio a su compañero de piso sentado en la cama con los ojos enrojecidos y las mejillas húmedas. Y pensar que Steve había sido un macho alfa hacía menos de cuarenta y ocho horas. Jamie experimentó una intensa emoción sociópata; no le gustó, pero no pudo evitarlo. Observó a Steve con un desapego condescendiente mientras este se enjugaba los ojos y sorbía por la nariz.

—¿Han vuelto? —le preguntó.

Steve señaló la cómoda. Al lado de una foto enmarcada de su madre y una revista porno había una nota doblada, idéntica a la que había encontrado Jamie. La desdobló y leyó:

Catorce horas, llorón chupapollas. Manos a la obra.

Gonko, C.F.P.

—No sé qué es lo que quieren de mí —gimoteó Steve. Empezó a balbucear que iba a llamar a la policía, que nunca había deseado nada de aquello, etcétera, pero Jamie no lo estaba escuchando; estaba reflexionando. En primer lugar, el tono de la nota de Steve no era nada amistoso. En el escritorio había otras dos que le habían dejado los payasos y Jamie las leyó.

Treinta horas. El tiempo se agota, caraculo.

Gonko, C.F.P.

Diecinueve horas. Deja de lloriquear, maricón.

Gonko, C.F.P.

En comparación, las notas que había recibido Jamie eran cordiales. En segundo lugar, el tiempo que les restaba a ambos era distinto. Ah, sí, Jamie estaba en el trabajo cuando los payasos los visitaron por primera vez. Eso suponía una diferencia de aproximadamente seis u ocho horas; lo que significaba que tendría ocasión de averiguar lo que le pasaba a Steve si suspendía la «audición».

—Me da miedo dormir por las noches —se lamentaba Steve—. Me da miedo salir de casa. Ni siquiera puedo hacerme una paja sin pensar en esos cabrones.

Jamie se fue para que Steve sufriera solo. Robó un par de botas del dormitorio de Marshall, bajó la escalera y se dispuso a limpiar.

No le quitó la vista de encima al despertador en ningún momento. Pasaron dos horas en las que retiró los fragmentos de vidrio más voluminosos. A continuación empuñó una pala y amontonó las esquirlas restantes.

El despertador dio las diez. Había empezado a abordar las manchas y los olores y a entresacar los objetos recuperables del siniestro. Para entonces a Steve le quedaban seis horas, más o menos.

Tic, tac. Tic, tac.

Se había tumbado en los cojines para descansar un instante y había vuelto a quedarse dormido inesperadamente. Se despertó sobresaltado cuando alguien aporreó la puerta. Se levantó y la abrió bruscamente. Era Steve.

El pulso de Jamie adoptó enseguida una cadencia frenética.

—¿Qué quieres?

El tormento se traslucía en el rostro de Steve.

—Tengo que pensar en algo.

Jamie cerró los ojos.

—¿De qué estás hablando?

—Para pasar la audición. ¿Sabes?

Ah, sí. La mente de Steve no rebosaba creatividad precisamente. Jamie contestó:

—Mira, olvídalo. Si vuelven, llama a la policía. Eso es todo.

—Sí, pero… ya sabes, ¿qué pasa si…?

—¿Has recibido otra nota?

—No. Pero… no puedo dormir. No dejo de mirar el reloj. He intentado trazar un plan, por si acaso, pero no se me ocurre nada.

—No me extraña —repuso Jamie, una observación que una semana antes no se habría atrevido a hacer en voz alta—. Supongo que no estás hecho para ser payaso, Steve. Vete. Estoy durmiendo.

Steve le dirigió una mirada de cachorro apaleado por encima del hombro mientras se marchaba. Jamie volvió a tumbarse.

Se despertó a las siete de la mañana; había dormido demasiado. Se puso en pie dificultosamente, sin saber si tenía miedo o no. Se había cumplido el plazo de Steve.

Subió la escalera. Desde la ventana de la cocina vio un coche patrulla aparcado junto al costado de la casa. ¡La policía!, exclamó su mente como una sirena. Ha pasado algo… ¡Han volado el club! Estoy condenado.

Entonces oyó voces procedentes del pasillo. Se dirigió subrepticiamente al salón para escucharlas. Los agentes estaban hablando con Marshall.

—Sí, no lo sé —estaba diciendo este—. La última vez que lo vi estaba en el tejado. No sé qué es lo que estaba haciendo allí.

—¿Y no habrá nada parecido en su habitación? —aventuró uno de los policías.

—¡No lo sé, tío! —gimió Marshall—. No sé quién tiene putas drogas en su habitación y quién no. ¿Por qué no vas a echar un vistazo? El poli eres tú, ¿no?

Jamie volvió sigilosamente a la cocina y aguardó hasta que la policía se hubo marchado. Entonces oyó que Marshall maldecía y tiraba cosas.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Jamie desde la puerta.

Marshall giró en redondo. Estaba extremadamente delgado y lucía una perilla afilada que supuestamente le confería aspecto de druida. Su dormitorio estaba adornado con símbolos celtas, buena parte de los cuales presentaban cortes y quemaduras desde las visitas de los payasos. Tenía en la mano una citación para comparecer en un juzgado. Extendió un tembloroso dedo índice justo debajo de la nariz de Jamie.

—Esos… putos cerdos… han encontrado una pipa y una bolsita de hierba, por amor de Dios. ¡Me han pillado por tener hierba! —Escupió y meneó la cabeza—. Ni siquiera era maría de buena calidad. ¿Saben ellos cuánto speed ha pasado por esta casa? —Señaló una caja de zapatos que había en el suelo, al lado de la cama, y murmuró—: Hace un mes estaba guardando heroína por valor de cincuenta de los grandes ahí dentro. ¡Y me pillan por tener hierba!

Hacía mucho que Jamie había dejado de sorprenderse ante la visión de la vida que tenía Marshall. Se encogió de hombros.

—Oye, ¿has visto hoy a Steve?

—No lo sé, tío. No puedo creerlo…

—He oído algo de que se había subido al tejado.

—¿Eh? Sí, estaba en el tejado.

—¿Por qué?

—No lo sé. Estaría colocado hasta las trancas o algo así. Estaba gritando algo de que esperaba que fuera suficiente. Si es el que me ha echado encima a la policía, te juro por Dios que… ¡Hierba!

Jamie dejó así a Marshall. Subirse al tejado… Seguro que no; era imposible que Steve hubiera tenido una ocurrencia semejante para la audición. Era algo tan banal que casi funcionaba. Meneando la cabeza, Jamie llamó a la puerta de Steve. No hubo respuesta. Entró sin permiso.

Y se quedó petrificado.

Había sangre en la cama. Sangre en la almohada. Sangre en el suelo. En las paredes. La huella roja de una mano resbalando por la pared.

Jamie se tambaleó y estuvo a punto de desmayarse. Le dio un vuelco el estómago. Sangre… Jamás había visto tanta sangre.

En la almohada había una hoja de papel doblada de igual forma que las restantes notas. Trató de acercarse a recogerla, pero sus piernas se negaron a seguir acercándose a aquella pesadilla roja. Consiguió que se apartaran poco a poco de la puerta y la cerró suavemente a sus espaldas.

No te preocupes, se dijo. Aún queda tiempo. Mucho tiempo. Puedo pasar la maldita audición.

Desde el pasillo se oía a Marshall lamentándose de la redada antidrogas, ajeno a lo que había en la habitación contigua. Jamie miró el reloj y se preguntó cómo era posible que su vida se hubiese arruinado hasta tal punto en un espacio de tiempo tan corto. ¿Acaso una semana antes las cosas no habían sido normales? Quizá no especialmente felices, pero… ¿normales?

Debía estar en el club dentro de una hora. De algún modo creía que, de un modo u otro, no sería así.

—Vamos a zanjar esto —susurró.