18
Reunión por la libertad
Jamie siguió escondido en su habitación, esperando a que llegara el momento de presentarse en el salón. Parecía que había mucha tensión en ese momento: Doopy y Rufshod seguían discutiendo a propósito de la partida de cartas. La disputa se había prolongado durante toda la mañana; en algún momento Rufshod había hecho enfadar a Goshy y se había producido un estallido de alaridos agudos, seguido por los gritos enfurecidos de Rufshod y los quejidos de Doopy, que le suplicaba a Gonko que interviniera para «salvar al pequeño Gosh Gosh». Finalmente Jamie salió, jugó a las cartas con los demás y mantuvo la boca cerrada. Los payasos no le prestaron especial atención. El ensayo acabó como había empezado y aunque tenía los nervios crispados consiguió superarlo. Goshy ya estaba enfadado gracias a Rufshod y el rodillo rebotaba hacia Jamie con una velocidad asesina aunque este se había alejado todo lo que Gonko le había permitido para arrojarlo. Gonko le señaló a Jamie que durante las funciones debía permitir que el rodillo lo golpeara en la cara o, si estaba en su mano, en la entrepierna. Cuando terminaron Goshy siguió de cerca a Jamie cuando este se bajó de la esterilla de gimnasio. Jamie gritó. Doopy acudió corriendo a tranquilizar a su hermano, diciéndole algo que le heló la sangre a Jamie.
—¡No, todavía no, Goshy, todavía no!
Jamie volvió corriendo a su habitación y se quedó sentado, respirando profundamente. ¿Todavía no? ¿Qué demonios se suponía que significaba eso? Esperaba que sencillamente los payasos hubieran percibido la presencia de una persona «normal» entre ellos; al parecer tenían un don para eso. Quizá J. J. saliera en defensa de ambos si fuera necesario. Era extraño que fueran camaradas de armas al tiempo que enemigos. De momento lo único que podía hacer era tratar de superar lapsos de cinco minutos… ¿Que seguía vivo? Estupendo, pasaba a los cinco siguientes, intentando no contar las horas que todavía restaban para el final de la jornada. Santo Dios, iba a ser un día largo.
Alrededor de las seis Gonko convocó a los payasos en el salón. Se estaba partiendo de risa. Tomaron posiciones alrededor de la mesa de juego.
—Tenéis que oír esto, chicos —dijo Gonko, restregándose un ojo como si le hubiera brotado una lágrima de alegría, aunque tenía la cara seca como el papel de lija—. Para empezar, esta noche no habrá chapucillas. George está demasiado enfadado.
—¿Qué ha pasado, Gonko? —preguntó Doopy—. Goshy quiere saberlo, tienes que decírselo, Gonko, ¡tienes que decírselo!
—Nunca había visto a George tan acalorado —prosiguió Gonko—. Hasta ha intentado pegarme, ¿podéis creerlo? ¡Maldita sea! Los bajitos, ¿qué se le va a hacer?
—¿Qué problema hay? —insistió Winston. Su tono era despreocupado, pero Jamie tenía la impresión de que Winston no hacía ninguna observación a la ligera y tomaba nota cuidadosamente de todo cuanto oía.
—Kurt se ha vengado —explicó Gonko, jubiloso—. Le ha hecho un amago a George, pero la forma en que lo ha hecho… Ah, es fantástica. Instaló en su cama alambres eléctricos conectados a un generador que había colocado en el tejado de la caravana. Cuando accionase un interruptor, un millar de voltios pasarían por la cama de George. Esperó a que se fuera a dormir y entonces derribó uno de los bloques que sostenían la caravana para que se zarandease. George se levantó de la cama pensando que estaba cabreado, pero aún le faltaban veinte segundos para saber lo que es cabrearse de verdad. Abrió la puerta para gritarle al que estuviese ahí fuera y volvió a la cama dispuesto a echar una cabezada. De eso se trata: había estado dos horas en el catre y Kurt podría haber accionado el interruptor en cualquier momento. Pero lo más hermoso es que lo dejó vivir. Esperó a que George se acercase y entonces apretó el interruptor, y ¡bum! La puta cama se iluminó. George salió gritando a la noche y cuando tuvo tiempo para pensar se dio cuenta de que Kurt había estado jugando con él. Podría habérselo cargado apretando un botón, pero lo dejó vivir, ¡solo para darle por el culo!
Rufshod se cayó de la silla, presa de un ataque de risa.
Gonko añadió:
—Kurt hasta se molestó en dejar en el escritorio de George una Biblia abierta en la que había subrayado «no matarás». Ah, las rivalidades entre hermanos.
—Entonces, ¿qué pasa esta noche, Gonks? —preguntó Winston.
—Esta noche saldremos a comprarle un regalo de cumpleaños a Kurt, eso es lo que pasa. ¿Quién se apunta?
—Yo —dijo Rufshod.
—¿Nadie más? De acuerdo. Con dos debería ser suficiente.
—¿Qué vais a comprarle? —dijo Winston.
—Ya lo verás —contestó Gonko, sonriendo—. Puede que así recuperemos nuestra actuación, chicos. Kurt nos va a querer hasta la muerte.
Gonko y Rufshod emprendieron su misión privada poco después. Gonko estaba de buen humor ahora que había decidido lo que iba a regalarle a Kurt, y había algo ominoso en ello. Jamie solo esperaba que ninguno de sus amigos ni familiares se cruzase en el camino del cabecilla de los payasos ahí fuera.
Los demás payasos se dedicaron a sus asuntos. Goshy estaba teniendo una noche romántica con su futura señora. Doopy estaba jugando al solitario, haciendo trampas y asegurándole lo contrario a todos los que pasaban: «No, no, ni hablar, de verdad, pregúntaselo a Goshy». Alrededor de las nueve el salón estaba en silencio. Winston entró y le indicó a Jamie que lo siguiera. Los dos se dirigieron al callejón de las casetas a través de los tenebrosos senderos, y Jamie tenía la clara sensación de que unos ojos los miraban desde sitios oscuros, sin pasar nada por alto. Shalice venía por el mismo camino en dirección opuesta y Winston lo aferró por el hombro, lo llevó detrás de una pequeña caravana y tiró de él para que se agachara. Esperaron a que pasara. Shalice receló al ponerse a su altura, miró hacia atrás por encima del hombro, se apretó la capucha y desapareció enseguida.
—Ten cuidado con ella —susurró Winston—. Probablemente es más peligrosa que ningún otro artista.
—¿Más que Gonko? —dijo Jamie.
—Desde luego. Tiene más ases en la manga que él. Muchos más.
Winston lo precedió a través de otro de los aparentemente interminables recovecos del callejón de las casetas. A su alrededor se escuchaban los sonidos nocturnos de la vida gitana, conversaciones en español, música exótica, ancianas riéndose como arpías y el olor ligeramente repugnante de la comida que estaban cocinando. Llegaron a un punto en el que la elevada cerca de madera del perímetro apareció al final de un callejón sin salida, detrás de una carretilla averiada. Winston apretó las manos contra la cerca, empujándola con todas sus fuerzas; los hombros le temblaban a causa del esfuerzo. La tabla se movió emitiendo un pequeño crujido, echándose hacia atrás sin llegar a tocar el suelo, pues estaba sujeta por un lazo de cuerda instalado en el otro lado.
—Tardamos mucho en encontrar un paso a través de la cerca —explicó Winston, jadeando ligeramente—. Estaba muy apretada. —Miró hacia atrás por el callejón, frunció el ceño y pasó a través de la abertura en la valla, metiendo la tripa para caber. Cuando estuvo al otro lado le indicó a Jamie que lo siguiera—. Ten cuidado, a ver dónde pisas —le recomendó—, quiero decir que tengas mucho cuidado.
Cuando Jamie había apretado la oreja contra la cerca, antes de destruir la parada de los monstruos, había percibido el tenue siseo del océano. Ahora el sonido se había magnificado, pero lo único que atisbaba a través de la cerca era la noche, un gigantesco lienzo negro en el que no se veían nubes ni estrellas. Cuando atravesó la abertura encontró bajo sus pies un angosto rellano que circundaba la tapia, y más allá de este… el olvido. Era como si el parque de atracciones estuviera en una pequeña isla que flotaba en un oscuro sótano del universo, pero ¿dónde se escondían las estrellas? Antes de que cruzara la cerca, la luna estaba en el cielo. Allí fuera había un vacío invisible absoluto en lo alto y a sus pies, más allá del estrecho rellano de turba. A Jamie le flaquearon las rodillas ante aquella visión. Winston lo agarró fuertemente del hombro, pellizcándole y pronunciando bruscamente su nombre. El dolor lo despabiló, pero por Dios que había estado a punto de desmayarse y caer por el borde. Hacia abajo, para siempre, cayendo hasta morir de inanición.
—Date prisa y acostúmbrate a eso —dijo Winston—. Tengo que arreglar la cerca. Nunca se sabe quién puede pasar.
—Vale —asintió Jamie al tiempo que tragaba saliva—. Estoy bien.
—Cógeme la mano —dijo Winston tras haber encajado nuevamente la tabla con el hombro—. Más adelante el camino se ensancha un poco. —Disponían de un espacio de medio metro para caminar. Jamie cerró los ojos y se apretó contra la madera, que lo arañaba al andar. Aunque no se lo pareció, debió de pasar apenas un minuto antes de que Winston anunciara—: Vale, ahora es más fácil andar.
El rellano sobresalía unos seis metros; turba desnuda, polvorienta y del color de la arena.
—¿Dónde está este sitio? —preguntó Jamie.
—No hace falta que susurres —contestó Winston—. Nadie puede vernos ni oírnos, ni saber nada de nosotros. Por eso salimos aquí fuera. En cuanto a dónde estamos… Justo al lado del infierno. En un pequeño bolsillo del mundo reservado exclusivamente para el espectáculo. Supongo que podría decirse que en usufructo. Los jefes de Kurt se apoderaron de esta extraña finca. Probablemente él olvida que tiene jefes, pero los tiene. Su padre hizo muchos amigos. Aunque claro, la verdad es que eran sus amos. En cuanto a lo que son, no lo sé exactamente.
Jamie se estaba mareando; a diez pasos de un océano de infinitud negra, aquella conversación era enervante. Caminaron el uno al lado del otro mientras circundaban la cara exterior de la cerca del perímetro.
—La primera vez que sales da miedo —comentó Winston—. Pero no hay otro sitio en el que podamos reunirnos todos y estar seguros de que nadie nos oye. Los demás ya deberían haber llegado.
En efecto, enseguida oyeron voces que conversaban más adelante. Doblaron un recodo de la cerca en el que el terreno se convertía en una plataforma más ancha, del tamaño de una cancha de baloncesto. La pared del precipicio, una losa de roca ámbar, se extendía más allá de donde alcanzaba la vista. Algunas personas se habían reunido en la plataforma y Jamie reconoció a muchas de ellas. Vio a Randolph, de los acróbatas; a Niñopez, así como al resto de la parada de los monstruos, menos a Croqueta; a Stu, el domador de leones; a un puñado de enanos y a una docena de gitanos con la cara sucia, incluyendo al que operaba la campana de «pruebe su fuerza». Cuando vio que llegaba Jamie sus facciones se crisparon en una expresión amenazante y exasperada.
Aquella expresión se reflejaba en todas las demás caras, y Jamie comprendió que su invitación de aquella noche había sorprendido a la mayoría. El grupo guardó silencio y observó a los payasos que se acercaban.
—Bueno, me parece que algunos ya conocéis a Jamie —dijo Winston—. Y creo que todos conocéis a J. J.
—¿Qué tal? —musitó Jamie ante el gélido silencio.
—Jamie, este es el movimiento por la libertad —anunció Winston.
Randolph rompió el silencio.
—Winston, ¿en qué estabas pensando? No podemos confiar en él. Es un payaso de los pies a la cabeza.
—Es igual que Gonko, solo que más estúpido y más cobarde —añadió uno de los feriantes. Jamie lo reconoció; había recibido atenciones especiales de J. J. en el callejón de las casetas.
—Tengo motivos para fiarme de él —explicó Winston—. Podéis confiar en Jamie. Puede que no sea así cuando se pone el maquillaje. Pero incluso en ese caso, tampoco espero que J. J. nos dé problemas.
—Tiene razón —lo secundó Niñopez, aunque su semblante denotaba disgusto, y en el semblante de Niñopez el disgusto era algo especialmente desagradable—. J. J. no dirá nada. Tenemos pruebas de que fue J. J. el que atentó contra la parada de los monstruos y colgó el estandarte de la libertad.
—¿Qué pruebas? —exigió Randolph.
Winston sacó la fotografía del bolsillo. En ella se veía a Jamie en lo alto de la escalera, atando un extremo del estandarte a las viguetas. Randolph la miró atentamente con la ayuda de una cerilla encendida y se la pasó a los demás. El grupo dio muestras de relajarse, aunque apenas una pizca.
—Ah, eso está mejor —observó Randolph—. Confío en que haya más copias de esta foto.
—Así es —dijo Winston—. Escondidas para que no les pase nada. Algunos de los presentes también saben dónde se encuentran, por si acaso a J. J. se le ocurre liquidarme. Ahora, demos la bienvenida a Jamie a bordo. Dios sabe que no nos vendrá mal otro par de manos. Y quién sabe, a lo mejor J. J. nos resulta útil. Es el que se llevó la bola de cristal.
—Será mejor que la mantengas oculta —le advirtió Randolph a Jamie—. Si la recuperan…
—Se acabó, sip —lo atajó Winston, mirando deliberadamente a Jamie—. Nunca se sabe cuándo la adivina nos puede estar espiando por encima del hombro. Ya es bastante peligrosa sin la bola. Es un maldito milagro que los Pilo no hayan hecho gran cosa para recuperarla. Si hubiéramos sabido que iban a quedarse de brazos cruzados se la habríamos quitado hace mucho tiempo.
—No creo que debamos dejársela —intervino uno de los gitanos—. Deberíamos traerla aquí y tirarla por el borde.
—Puede que tengas razón —convino Niñopez—. Jamie, ¿estás seguro de que puedes mantenerla a salvo? ¿Estás seguro de que J. J. también lo hará?
Jamie asintió.
—A J. J. le encanta. No la cambiaría por nada del mundo.
—Sigo sin estar cómodo con eso, pero podemos ocuparnos de ello más adelante —dijo Niñopez—. De momento, tu misión consistirá en protegerla. Si a J. J. se le ocurre algo, no creas que no podemos delatarlo, aunque te cueste la vida, amigo mío. No eres el único que tiene algo que perder, ¿entendido?
—A mí no me tenéis que convencer —contestó Jamie, y sintió que se apreciaba cierto rubor en su rostro. Se estaba cansando de las contrariadas miradas de soslayo que le dirigían los demás y no recordaba haberse presentado voluntario para ser payaso.
Winston se aclaró la garganta.
—Vamos, no perdamos el tiempo tomándola con Jamie. Si está aquí es que podemos confiar en él. Niñopez, ¿quieres ponerlo al corriente?
—Claro. —Niñopez se puso en pie y todos los demás se sentaron. Se aclaró la garganta, haciendo que se le hincharan las agallas a ambos lados del cuello—. Jamie, hay ciertas cosas que debes saber, tales como por qué el circo tiene que ser clausurado. No se trata solamente de salvar nuestras vidas y las vidas de las personas del exterior que acaban aquí. Este sitio es un tumor en el mundo que nunca será detectado. Estoy seguro de que ya has oído un poco al respecto y has visto lo suficiente con tus propios ojos.
La voz de Gonko se filtró a través de los recuerdos de J. J.: «¿Qué te parecen cincuenta millones de primos muertos…?».
—Empezamos a reunirnos —continuó Niñopez— cuando comprendimos que nuestro sufrimiento no terminaría nunca. Los monstruos fuimos los primeros que consideramos la rebelión, y salta a la vista el motivo. Cuando llegamos a este sitio éramos seres humanos sanos y funcionales. Míranos ahora. Nos han deformado, nos han despojado de nuestra humanidad, nos han mutilado y arruinado. Mira a Sebo. ¿Tú podrías vivir así?
Jamie miró a Sebo, cuya piel resbalaba formando arroyuelos que le goteaban de los dedos, formando un charco de color carne que se solidificaba a sus pies.
—Uno se acaba acostumbrando —repuso Sebo, como si estuviera haciendo gárgaras con agua.
—Y Yeti —añadió Niñopez—, al que han convertido en una bestia expuesta, un simio en un zoológico, y al que obligan a comer cristales todos los días de función. Ha habido otros monstruos que no han podido seguir soportando el tormento y han puesto fin a su vida. —Niñopez hizo un ademán con el brazo señalando al abismo y un escalofrío descendió por la columna vertebral de Jamie—. ¿Cómo aguantarías tú una agonía semejante? —continuó Niñopez—. Y no hemos sufrido por una causa noble, Jamie. Hemos sufrido por la maldad. ¿Sabes lo que hace el circo con los «primos»?
—No —admitió Jamie—. Me parece que sé lo de la adivina. Da órdenes subliminales, o como se diga. Lo intentó conmigo el primer día.
—Sí, ya has visto lo que hace. ¿Sabes cuáles son los resultados de sus órdenes? Desastres, asesinatos, delitos y sufrimiento por todo el mundo. Shalice podría empezar una guerra si se lo ordenaran. No me cabe duda de que ya lo ha hecho.
—¿Qué pasa con los demás? —preguntó Jamie—. Los acróbatas, tú y yo. ¿Qué hacemos? ¿Para qué servimos?
—Somos ladrones, Jamie. Les robamos algo más precioso que la vida. ¡Ojalá fuera tan sencillo como matar a los que caen en nuestra trampa! Cada una de las partes del espectáculo está diseñada para arrebatarles a los primos lo más precioso que poseen: el alma humana, Jamie. Las robamos a mansalva. Empezó hace mucho tiempo. Kurt Pilo padre fundó el circo a modo de granja de almas humanas, y eso es lo que sigue siendo. En el curso de sus viajes Kurt padre robó muchos objetos prohibidos, reliquias y libros que se habían mantenido ocultos a los ojos del mundo por una buena razón. Al cabo de un par de décadas había descubierto los secretos más profundos del mundo, guiado por una intuición demasiado aguda para que fuera suya. Sin duda lo estaban utilizando, aunque él no lo supiera. Viajó por todo el mundo en su ávida búsqueda de tesoros. Fue el pirata más abyecto del planeta, aunque un completo desconocido en la historia humana. Recorrió senderos de magia negra que nunca se habían recorrido. Sus poderes aumentaban cada vez que desvelaba un nuevo secreto, y estableció líneas de comunicación con fuerzas que habían sido desterradas del mundo largo tiempo atrás. Las habían desterrado para dejar espacio a la humanidad. Tienen cuerpo de todopoderosos reptiles depredadores y poderes que a nosotros nos parecen divinos. Nos devorarían si tuvieran la ocasión. Somos un manjar para ellos, Jamie, una deliciosa golosina. Son adictos a nosotros.
»Nadie sabe quién expulsó a esas bestias del mundo de los humanos. Puede que fuera Dios, si es que existe… Puede que fueran chamanes de tribus que desaparecieron en el tiempo hace mucho, o puede que fuera la propia madre naturaleza. Esos cabrones demoníacos se vieron confinados en esta pequeña esfera tenebrosa, anhelando el mundo por el que antaño habían campado a sus anchas. Pasaron hambre y esperaron durante mucho tiempo, y durante mucho tiempo nadie supo sus secretos. Nadie supo de su existencia.
»Las reglas del mundo exterior no se aplicaban en su prisión, y como esas reglas eran incapaces de contenerlos, hacían falta otras leyes que trascendieran las leyes naturales. Y aporrearon las paredes de su celda hasta que alguien los oyó. Ese alguien fue Kurt Pilo padre. En el curso de sus estudios descubrió un modo de comunicarse con esos seres prisioneros. Hicieron un trato con él. Lo atrajeron hacia ellos. Él accedió a proporcionarles lo que tanto deseaban, lo que eran incapaces de tomar por sí mismos. Ellos lo ayudaron a engañar a la muerte, al igual que a todos los que trabajaban para él. El polvo nos ayuda a hacerlo. Si Kurt júnior no se hubiera impacientado por dirigir el circo personalmente, Pilo padre aún estaría entre nosotros.
»Cuando los seres humanos son atraídos hasta este sitio, es como si ya estuvieran muertos. Como no están familiarizados con las dimensiones y las fronteras que mantienen encerrados a estos depredadores glotones, cualquier humano es presa fácil; robarle el alma es tan sencillo como hipnotizar a alguien y ordenarle que se quite la ropa. Y en ese punto intervenimos nosotros. Cada uno desempeña una función diferente a la hora de persuadir a los primos de que renuncien a lo más precioso. Nos pagan con una parte de lo que robamos; el polvo. Es el alma humana hecha añicos, como si fuera una estatua de cristal, y desechada, pues aquí, donde las leyes naturales no son exactamente las mismas, el alma se puede traducir en algo físico y tangible, casi como la carne. Algunos lo llaman polvo de los deseos o polvo de las oraciones… pero es polvo de almas.
»Para que un humano renuncie a su alma es necesario persuadirlo, engañarlo. Así como las personas tienen un punto de inflexión en el que deciden que la vida es insoportable y escogen la muerte, también tienen un punto de inflexión en el que renuncian a la fuerza que subyace bajo la vida física. En algunos casos basta la codicia. Esos se pierden en el callejón de las casetas. Adelante, ganen un premio. Los codiciosos juegan para ganar chucherías y baratijas, pero mientras están sometidos al hechizo de la feria apuestan y pierden más de lo que saben. Cristalitos de diamante caen al suelo como perlas de sudor. Los enanos las recogen por la noche.
»Los acróbatas apelan a la vanidad. Son criaturas hermosas que deslumbran a todos los que observan sus movimientos; los presumidos y los inseguros los envidian. La voz del circo, de los cabrones demoniacos, les susurra silenciosamente al oído y los desnuda con sus promesas: “Esa belleza puede ser tuya. ¿Qué harías tú con tanto poder, con tanta elegancia?”. Cristalitos de diamante caen al suelo. Los enanos los recogen por la noche.
»Y lo mismo con todos nosotros. La función de Mugabo apela a los que ambicionan el poder, aunque él no lo sabe. Mientras hace sus insignificantes trucos, los espectadores escuchan un susurro casi inaudible al oído: “Ese poder puede ser tuyo. ¿Qué harías tú con tanto poder?”. Del mismo modo, los leñadores apelan a los frágiles, los débiles y los oprimidos. Los payasos apelan a los rebeldes, los crueles, los que son malvados por naturaleza; todo el mundo posee la capacidad de hacer el mal. La función de los payasos siempre incluye la usurpación de una figura de autoridad. ¿No te has dado cuenta?
Jamie recordó la función que había presenciado, en la que Gonko se había subido al escenario ataviado con un uniforme de policía británico.
—¿Comprendes la pauta, Jamie? —continuó Niñopez con su extraño tono agudo—. Hay algo para cada debilidad humana en alguna parte del espectáculo. Todo el mundo tiene un punto de presión, y como las polillas a las llamas se sienten llamados hacia la atracción que mejor puede ordeñarlos. A pesar de eso, algunos se resisten y se aferran a sus almas con insólita tenacidad. Entonces intervenimos los monstruos. Nuestros cuerpos espantosos pulverizan esa fuerza y horrorizan a los fuertes hasta que se doblegan.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Jamie, meneando la cabeza.
—Hemos pasado mucho tiempo en este lugar, Jamie —contestó Niñopez—. Cualquiera que tenga una vista aguda y un oído fino puede ver cómo se desarrolla el proceso si observa y escucha el tiempo suficiente. Escucha las conversaciones de los primos que pasean; escucha lo que dicen. Escucha a Kurt cuando alardea de que su padre fue un pionero y un precursor. Todas las respuestas están aquí… Pero que no parezca que estás intentando encontrarlas. Puede que sobrevivas, al igual que nosotros.
—Una cosa más —insistió Jamie—. La adivina. Si no roba las… no sé… las almas de la gente, ¿qué es lo que hace?
—Las personas entran de una pieza y salen como carcasas vivientes. Pero eso no es suficiente para los Pilo. Quieren infligir todo el caos y el dolor que puedan en el mundo exterior. Para ello Shalice desencadena series de acontecimientos que desembocan en desastres como si fueran fichas de dominó. El primo al que imparte una orden es la primera ficha que cae. Nuestra teoría es que se trata de una venganza de los que fueron desterrados a esta prisión. A lo mejor quieren causar tanto dolor que su carcelero se vea obligado a negociar con ellos. Nadie lo sabe.
Winston se aclaró la garganta.
—Niñopez, me parece que ya hemos perdido bastante tiempo con las explicaciones. Jamie ha entendido lo básico, ¿verdad, Jamie? Lo cierto es que deberíamos ponernos manos a la obra.
—Tienes razón, Winston —asintió Niñopez—. Gente, dadle la bienvenida a Jamie a nuestras filas. Ya le hemos contado bastantes cosas acerca del espectáculo. Ahora veamos qué es lo que podemos hacer al respecto.
»Vale, como he mencionado, el circo no puede ver cómo trabajamos —dijo Niñopez. Hablaba deprisa; el tiempo se les había escapado un poco y la noche estaba llegando a su fin—. Por primera vez podemos operar sin ser vistos, gracias a Jamie y la bola de cristal. Estas son aguas inexploradas para nosotros. Es la primera oportunidad que tenemos de acabar con todo, y puede que sea la última. El atentado contra la carpa del escenario de los acróbatas fue el primer acto de rebelión abierta y ha provocado incertidumbre entre los que se hallan al mando. Yeti y yo nos ocupamos del derrumbamiento en persona durante una semana de intenso trabajo, escabulléndonos por la noche mientras los demás dormían. El subsiguiente atentado de Jamie contra nuestro espectáculo estaba destinado a absolvernos de las sospechas. A continuación debemos provocar tensiones que ya existen. Entre los payasos y los acróbatas debe llegar la sangre al río. Debemos volver a Mugabo contra Shalice. Debemos volver a los Pilo contra todos de alguna manera. Si la toman con todos, ¿quién sabe? Puede que la rebelión tenga una oportunidad.
»Todos sabéis quién odia a quién y qué viejas deudas no se han saldado aún. Quiero que penséis en cómo podéis exacerbar ese odio, explotar las rivalidades existentes y crear otras nuevas. Sed audaces, pero tened cuidado.
Al oír todo aquello, Jamie sintió que el entusiasmo se acrecentaba poco a poco en su interior. La idea de acabar con el espectáculo y reclamar su antigua vida inflamó algo en su interior, una chispa de esperanza donde solo había habido cenizas. También había un miedo mortal; J. J. enseguida estaría al corriente de todo cuanto se había dicho, sabría el nombre y la cara de todos los rebeldes.
—En el circo existe inestabilidad suficiente para destruirlo —estaba diciendo Niñopez—. La competencia entre las atracciones que ha estado fomentando la dirección nos será de gran ayuda. ¡Aprovechaos de todas las rivalidades! ¡Agitad a todo el mundo! Debemos convertir el espectáculo en una pequeña zona de guerra y hacer que se deshilache por las costuras. Sabotead las atracciones. Que no se libre nadie… sobre todo nosotros. Cualquiera que quede ileso será el primer sospechoso.
—¿Puedo preguntar qué conseguiremos con todo eso exactamente? —intervino Jamie.
Niñopez lo miró a los ojos.
—Sucederá algo, Jamie. Las fuerzas que dirigen este espectáculo son inestables en el mejor de los casos, como un barril de productos químicos explosivos que no han agitado ni han golpeado con fuerza nunca. Nadie ha puesto en entredicho el farol de Kurt, sus subordinados nunca se han rebelado y nadie lo ha desafiado excepto su hermano. Ha habido infracciones de algunos edictos, sí, y los responsables han sido severamente castigados para que nadie se atreviera a volver a rebelarse, y que Dios nos ayude si nos pillan. Pero olvidaos de eso. Aunque luchamos contra todo el espectáculo, nuestro verdadero objetivo es Kurt. Si se enfada lo suficiente puede pasar cualquier cosa… hasta la destrucción absoluta.
En resumen, la respuesta es que no lo sabes, se dijo Jamie.
Winston volvió a interrumpir a Niñopez para recordarle que el tiempo apremiaba. Niñopez puso fin a la reunión y llamó aparte a varios individuos para discutir en privado planes específicos. Jamie esperó con Winston junto a la cerca. Randolph y algunos otros estaban volviendo en fila por el estrecho rellano de turba hacia la entrada al parque. Contra el fondo de negrura absoluta parecían minúsculos, como insectos desfilando por un dedo de tierra. El rugido de un océano distante parecía dispuesto a engullirlos a todos con una aplastante ola negra. Finalmente Niñopez se acercó a Jamie y le dirigió una mirada crítica. Sus agallas se agitaron, algo que aparentemente sucedía cuando estaba preocupado.
—Jamie —dijo—, he de decirte algo que no me gusta, pero es necesario. En realidad quiero dirigirme a J. J., y sé que me estás escuchando, J. J. Quiero que sepas que si te vuelves contra nosotros no dudaremos en matarte. Hay demasiado en juego para andarnos con tonterías. Recuérdalo bien, J. J. Te aconsejo que disfrutes del tiempo que te queda en el circo. Disfruta tus privilegios mientras puedas. Diviértete si te apetece. Ataca a los gitanos. Sabotea a los leñadores. Atormenta a los acróbatas. Pero hagas lo que hagas, déjanos en paz. Si lo haces, nosotros te dejaremos en paz a ti.
La intensidad abandonó la mirada y la voz de Niñopez.
—Recuérdalo, Jamie. Tiene que oírlo.
Jamie tragó saliva y asintió. Winston le dio una palmada en la espalda.
—Vámonos —dijo—. Hemos pasado demasiado tiempo aquí fuera.
—Sí —admitió Niñopez—, no debería haberme extendido tanto. Hasta luego, Winston. Jamie. —Niñopez echó a correr delante de ellos y Jamie contuvo el aliento al ver al encargado de la parada de los monstruos recorriendo aquel angosto sendero tan deprisa. Winston y él lo siguieron a buen paso; Winston le puso las manos sobre los hombros para guiarlo.
Un empujón bastaría, no pudo evitar pensar Jamie. Soy una molestia. Un empujón hacia la izquierda. Una caída larga.
Al fin llegaron a la estaca de la cerca, la desencajaron y volvieron al parque. Jamie nunca se había alegrado tanto de estar allí, aunque no esperaba que aquella sensación durase.