20

Provocando incendios

Winston no era el único que estaba atareado en el frente del sabotaje. En el parque de atracciones había varios artistas que estaban descubriendo sorpresas desagradables en sus hogares.

Mugabo acababa de hacerle una visita a Kurt Pilo. Kurt lo intimidaba y lo enfurecía al mismo tiempo; cuando el mago estaba desvelado por las noches dedicaba la mayor parte del tiempo a imaginárselo como un gigantesco montículo de cenizas humeantes, pues Kurt era el que transmitía las instrucciones referentes a los degradantes trucos que debía llevar a cabo en cada función. El truco del conejo, que apareciesen monedas de detrás de las orejas de los niños de la primera fila, conectar y desconectar anillos plateados, sacarse de la manga tres metros y medio de pañuelos coloridos… Todo se hacía conforme a las órdenes de Kurt. Los que ponían en práctica aquellas órdenes eran igual de malvados y Mugabo había hecho confusos y embrollados juramentos de venganza contra todos ellos: Gonko, Shalice, los leñadores, incluso Niñopez… aunque este había sido decididamente más amable con él que los demás.

Aquella tarde se había propuesto cantarle las cuarenta a Kurt y la cólera lo había consumido el tiempo suficiente para que hiciese acopio del atrevimiento necesario para llamar a la puerta de su caravana. Cuando del interior surgió la amable respuesta, «¿hmmm?», a Mugabo se le agarrotaron las manos, convirtiéndose en palos rígidos, le temblaron los labios y la rabia lo abandonó. Si no hubiera estado mentalmente perturbado habría recordado que lo mismo le había sucedido docenas de veces anteriormente.

En la caravana, Kurt había escuchado sus argumentos, aunque Mugabo no había sido capaz de presentarlos demasiado bien. Bajo la mirada de Kurt se convertía en una ruina temblorosa.

—No puedo hasé el truco del coneho —había tartamudeado—. ¿Puedo hasé el truco del fu… fuego?

—Ah, Mugabo —dijo Kurt, tan jovial como siempre—, ya hemos discutido esto antes, ¿no es cierto? Tu actuación no va a cambiar. Haces unos trucos encantadores. Si te dejamos hacer el truco del fuego asustarás a los espectadores. Eso sería pasarse de la raya, mmm, sí. Solo necesitan atisbar tus asombrosos poderes. Solo necesitan probarlos.

—Mis trucos son… —Mugabo emitió un sonido como si escupiera. No se atrevía a seguir discutiendo con el señor Pilo.

—No, eres muy duro contigo mismo —repuso Kurt, cuyos labios de pez estaban congelados en aquella sonrisa—. Pero que muy duro. Peligrosamente duro. Hay un motivo para que te hagamos hacer el truco del conejo. Has de ganarte a los espectadores y seducirlos mediante el asombro y el entretenimiento. No debes asustarlos ni abrumarlos con fuegos artificiales.

Mugabo deseaba desesperadamente discrepar, pero Kurt se estaba levantando de detrás del escritorio. Se estaba acercando a él. Mugabo trató de cuadrarse y sostenerle la mirada, pero no le sirvió de nada. Kurt se metió algo pequeño y blanco en la boca; se escuchó un crujido mientras masticaba y tragaba.

Mm. Hablando de conejos… encantadoras mandíbulas… mm. Encantadoras. ¿Dónde estábamos? —Se le habían nublado los ojos—. Ah, sí. Voy a decirte una cosa, Mugabo. ¿Qué te parecería hacer una función privada para los empleados del circo? Entonces podrías hacer los trucos que quisieras. ¿Qué te parece?

A Mugabo le parecía repugnante; odiaba a casi todo el mundo y no tenía ningún deseo de exhibirse para que se divirtieran, lo abuchearan y se burlasen de él. Pero Kurt se cernía sobre él…

Ehtá bien —susurró, derrotado una vez más.

—¡Estupendo! —exclamó Kurt, dándole una palmada en la espalda con una gigantesca pezuña—. Lo programaré para dentro de una semana. Ahora vete a preparar la actuación. Se acerca el día de la función ¡y tienes que sacar al conejo del sombrero! Sacarlo como si fuera la última vez. Ese adorable conejito, Mugabo. Eres un buen hombre, un buen hombre. Vete y que Dios te bendiga.

Cuando volvía a casa la rabia de Mugabo se acrecentaba un poco a cada paso. Enseguida lo cegaría, el nebuloso resplandor candente que había detrás de sus ojos le impediría ver. Se cree muy grande, pensó amargamente Mugabo. El problema era que estaba en lo cierto; sí que era muy grande.

Le temblaban las manos cuando llegó a casa. Detrás del escenario había un pequeño laboratorio en el que pasaba sus horas de ocio chapoteando en pociones y medicinas. Lo entristecía mucho que nadie acudiese a pedirle un sorbo de vez en cuando, pues tenía algo para curarlo todo; al menos eso era lo que imaginaba. En ese momento sentía que se imponía un tónico para calmar sus nervios, para no estallar durante la tarde. El burbujeante mejunje púrpura podía ser lo indicado; si no era un tónico para los nervios, no tenía ni idea de lo que era.

Observó con el ceño fruncido las sillas de plástico desocupadas cuando pasó junto a ellas, pero se detuvo en seco al llegar al escenario. Alguien había escrito en el suelo con pintura blanca: «¿Te crees un gran mago? Haz el truco del conejo, escoria».

Mugabo cayó de rodillas farfullando, leyendo y releyendo la pintada. Un grito áspero brotó del fondo de su garganta. Allí estaba la prueba en letras mayúsculas: el mundo estaba contra él, riéndose a sus espaldas. Lo único que no acertaba a comprender era si aquel vándalo lo había insultado porque hacía el truco del conejo o porque no lo hacía demasiado bien.

Tampoco le importaba. Extendió el brazo sobre la pintada y emitiendo ese mismo grito áspero arrojó fuego al mensaje; la palma de su mano hizo las veces de manguera de la que surgió un chorro de llamas anaranjadas. Las palabras se ennegrecieron y humearon, convirtiéndose de inmediato en una franja de entarimado calcinado e ilegible. Haciendo un gran esfuerzo logró controlarse antes de prenderle fuego a todo el escenario. Cogió uno de los numerosos sacos que tenía a mano y apagó las llamas.

Aún pasaría algún tiempo hasta que Mugabo se levantara para encontrar entonces su laboratorio de pociones en ruinas, con matraces rotos, pociones derramadas y fórmulas anotadas hechas jirones. Habían escrito el mismo mensaje en las paredes: «¿Te crees un gran mago?», junto con: «Ni siquiera puedes adivinar el futuro, escoria».

En la bañera, Shalice era plenamente consciente de que la estaban observando a través de la bola de cristal que le habían robado. Al igual que Kurt, podía percibir su presencia como una sombra fría en lo alto.

Seguía esperando pacientemente a que el ladrón cometiese un desliz. Al parecer los Pilo no eran conscientes de lo rara y preciosa que era la bola, pues tanto Kurt como George habían ignorado sus peticiones de ayuda. Tal vez los venerables hermanos Pilo se decidiesen a entrar en acción si se producía un nuevo ataque de los misteriosos vándalos. Tal vez debiera organizar ese ataque ella misma.

Levantó la pierna sobre la espuma, dejando que el agua caliente resbalara por la espinilla. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa perezosa jugueteaba en su rostro.

—Sigue mirando, cerdo —susurró—. Te encontraré.

Cuando se estaba reclinando, intentando decidir lo que haría con el ladrón cuando lo capturara (Dios sabía que tenía muchas opciones), se le presentó algo. Se trataba de una visión ciertamente poderosa, una imagen clara y apremiante. Era Mugabo, que estaba entrando en su barraca con los ojos y las manos en llamas. Se vio a sí misma volviéndose para hacerle frente mientras un chorro de llamas anaranjadas se abatía sobre ella.

Se le aceleró el pulso y tuvo que reprimir el impulso de levantarse de inmediato, cerrar las puertas y apagar las luces. Tenía que esperar y captar todas las pistas posibles de la visión. Finalmente esta se desvaneció; lo último que atisbó fue a Mugabo sobre su cuerpo ardiente, enseñando los dientes y gritando. Cuando se disipó la visión Shalice salió de la bañera y se secó con una toalla, atenta por si se oían pasos en el exterior. Fue corriendo a su barraca, cerró la puerta con llave y se sentó, devanándose los sesos. A continuación descolgó las cartas astrales de la pared, así como las cartas de tarot, y fue a esconderse a la casa de su amante. Iba a ser una noche agitada.

La estruendosa explosión que se produjo en la barraca de Mugabo algún tiempo después hizo que muchos volvieran la cabeza. Vieron una columna de fuego que salía disparada hacia el cielo, como si un cometa hubiese aterrizado en una gigantesca cama elástica. Una oleada de aire caliente se abatió sobre el parque de atracciones.

El fuego estalló dos minutos después de que Mugabo entrase en su laboratorio de pociones y viera lo que le había sucedido a su santuario. Se había contenido hasta llegar al tejado, donde ahora yacía inconsciente tras haber consumido todas sus energías.

Kurt Pilo se asomó a la ventana de la caravana mientras se extinguían las últimas llamas. Enarcó las cejas y se reclinó delante del escritorio. Era evidente que el mago estaba ensayando para su función privada; esa había sido una brillante ocurrencia ejecutiva. Mientras que su padre habría despellejado al mago, lo habría sodomizado y se lo habría servido a cucharadas a las criaturas de la casa de la risa, Kurt júnior se encontraba con los artistas a mitad de camino. En eso consistía la buena administración, sí señor.

—Va a ser todo un espectáculo —comentó Kurt, sin dirigirse a nadie.

Los acróbatas habían pasado el día en el callejón de las casetas, seduciendo a las mujeres y entablando amistad con los hombres, de modo que regresaron tarde para descubrir que habían vandalizado su equipo y sus muebles, y tomaron una decisión unánime: los payasos iban a estar meando sangre y cagando sus propios dientes durante los próximos días.

—No, no, no —dijo Randolph—, deberíamos tomárnoslo con calma, dejar que suden un rato, que se pregunten qué es lo que se les viene encima.

—A lo mejor —admitió Sven—, pero hagamos lo que hagamos tenemos que saldar esta mierda de una vez por todas.

—¿De una vez por todas? La única forma de saldarla es eliminarlos a todos —exclamó Tuskan.

—Entonces a lo mejor eso es lo que hay que hacer —propuso Sven.

—¿No querrás decir que los matemos a todos? —preguntó Randolph.

—Por lo menos a uno o dos —respondió Sven.

—¿A quiénes?

—A ese viejo cabrón. ¿Qué os parece?

—¿A Winston? —dijo Randolph—. No, ese no es el peor. A otro.

—Entonces ¿a quién?

—Al nuevo —sugirió Randolph—. El pelirrojo, el que ha estado hostigando a los feriantes. Comosellame.

Se llamaba J. J. y Randolph no confiaba en él ni por un segundo. Los demás convinieron en que sería un magnífico ejemplo para los demás payasos.

J. J. guardó la bola y se tendió, preguntándose si habría alguna forma de impedir que la almohada borrase el maquillaje durante la noche. Se disponía a pedirle a Rufshod que volviese a maquillarlo a la mañana siguiente cuando sus manos sintieron algo debajo de la almohada, una hoja de papel doblada. La desdobló y comprobó que se trataba de una carta de Jamie. Presumiblemente debería haberla encontrado de inmediato aquella mañana. Decía lo siguiente:

Querido J. J.:

Siento haber usado tanto polvo, pero no tenía otra forma de dormir, después de haberme despertado cubierto de sangre. Sé que hemos tenido nuestras diferencias, pero me gustaría proponerte una tregua. Según parece, después de haber usado el maquillaje durante unos años habré desaparecido por completo. Hasta entonces, déjame estar y yo te dejaré estar a ti. ¿Qué dices?

J. J. arrugó el papel con el puño y lo arrojó a un lado. Una sonrisa se extendió sobre su cara.

—Esto es lo que te digo, colega.

Una figura furtiva atravesaba las sombras, pasando junto a la barraca del domador de leones y bajo el arco de madera del callejón de las casetas. Solo los ojos más agudos habrían distinguido al payaso J. J. mientras merodeaba como un espantapájaros, empuñando un hacha que de vez en cuando giraba como si fuera un bastón y a veces se echaba al hombro como si fuera una sombrilla. Se le oía débilmente silbando «Qué será, será».

Nadie lo oyó cuando abrió suavemente la puerta de la barraca instalada tras el puesto de «dispare a un pato y gane un premio». Dentro vivía (por el momento) una gitana que hacía collares de conchas. Era la feriante más anciana del espectáculo, había formado parte de este desde antes de que Kurt júnior heredase el circo y recordaba el sonido de la voz enfurecida de Pilo padre cubriendo de improperios a sus subordinados, recordaba lo que les sucedía en aquella época a las muchachas gitanas que habían cometido el error de nacer hermosas.

Algunos oyeron su penetrante alarido cuando su estancia en el espectáculo llegó a su fin, algunos oyeron el porrazo quedo que producían los golpes de la cabeza del hacha, pum, pum, pum. Nadie se levantó para investigar, pues no era nada nuevo. Los feriantes hicieron lo que siempre hacían cuando algo pasaba durante la noche: se aseguraban de que las puertas y las ventanas estuvieran cerradas con llave, se santiguaban y volvían a la cama, preguntándose a quién le había llegado el turno en aquella ocasión.

J. J. seguía sonriendo cuando escribió la respuesta a Jamie en la puerta del armario con un dedo ensangrentado. Dejó un segundo mensaje a lápiz en la pared del pasillo por si Rufshod iba a maquillarlo a la mañana siguiente, pidiéndole que aquella vez lo dejase en paz. J. J. quería que Jamie lo viese.

Jamie lo vio. Se despertó con el balbuceo del circo que se preparaba para el inminente día de función y se sobrepuso a una momentánea sorpresa; no había esperado volver a hacer uso del cuerpo durante una buena temporada.

Apartó la mirada hacia la puerta del armario y recordó desesperado el asesinato de la noche anterior.

En la puerta habían escrito con sangre las palabras «trato hecho».

Puso una caja delante de la puerta para reflexionar un rato sin que lo interrumpieran. El plan había dado resultado, y el plan consistía en conseguir ser él mismo otro día.

J. J. había mordido el anzuelo. Había sido más astuto que su encarnación de payaso. Si lo había logrado una vez, podía volver a hacerlo. Pero de algún modo tenía que seguir adelante, provocando nuevas represalias y borrándose la mente de algún modo cuando llegara la hora de volver a maquillarse.

Se dirigió a la habitación de Winston y llamó a la puerta. Respondió una voz soñolienta.

—Ay, ¿qué pasa ahora? ¿Es que no puedo quedarme en la cama ni una maldita mañana?

Jamie entró y le refirió lo que había sucedido desde el momento en que Rufshod lo había maquillado el día anterior, y le explicó que necesitaba más polvo. Winston escuchó, asintiendo con la cabeza como si ya hubiera adivinado la mayor parte.

—Te propongo un trato, Jamie —dijo—. Tengo polvo suficiente para que sigas ocultándole tus recuerdos, probablemente durante todo el tiempo que haga falta. Yo casi nunca lo uso, me da escalofríos y hace que me sienta francamente mal. Así que si vienes a mí siendo Jamie te daré todo lo que necesites. Si vienes siendo J. J. te mandaré a paseo. Pero quiero que hagas algo a cambio.

—Claro, lo que sea.

—Dame la bola de cristal. No quería quedármela, porque me expone a más riesgos innecesarios. Pero lo he pensado. Es muy arriesgado que se la quede J. J. Pero que muy arriesgado. No me hace falta que vea todos mis movimientos.

Jamie suspiró al imaginar cuánto se enfurecería J. J., pero no estaba en posición de oponerse. Asintió.

—Buen chico —dijo Winston—. La guardaré en un lugar seguro, comprenderás que no te diga dónde. Ahora prepárate para el día. Es el cumpleaños de Kurt. Pon tu mejor cara de póquer. De hecho, yo en tu lugar usaría un poco de polvo ahora mismo y me maquillaría. Es preferible que seas tú quien decida cuándo aparece J. J. a que Rufshod lo saque cuando no estés preparado. Si te coge desprevenido y no has borrado tus recuerdos, estaremos…

Winston se interrumpió y ladeó la cabeza; había alboroto en el salón, gritos y el sonido de algo rompiéndose.

—¿Qué es eso? —gimió Winston—. A la mierda, que se las arreglen solos. Voy a seguir durmiendo un poco más.

Winston le arrojó una bolsa de terciopelo y se desplomó sobre la cama con una tormenta de chirridos de los muelles. Jamie le dio las gracias y se marchó.

Cuando pasaba delante del salón oyó un crujido de madera que resonó como un disparo y vio a un acróbata volando por el aire antes de aterrizar bruscamente en el suelo.

Jamie se detuvo para observar, ocultando la mayor parte del cuerpo en el pasillo y asomando solo la cabeza por la esquina. Gonko estaba cerca del acróbata con una tabla de madera en las manos. Goshy, Doopy y Rufshod se encontraban a su lado; parecía el colofón de una lucha muy breve.

—¡Estaba haciendo algo, Gonko, te lo juro! —exclamó Doopy—. ¡Mira lo que tenía en la mano, Gonko, míralo!

Gonko se agachó y cogió algo del suelo, una jeringuilla llena de un líquido diluido.

—Tienes razón como siempre, Doops —dijo—. Siempre has sido un tipo perspicaz. Sí que estaba haciendo algo. Claro que sí.

El acróbata estaba intentando levantarse, pero tenía la rodilla doblada en un ángulo extraño. Gonko se acercó y lo empujó suavemente para que cayera de espaldas.

—Me atrevo a decir que esto no es la vacuna del tétanos, Sven. ¿Qué pasa? ¿Qué es eso de colarse en nuestra carpa?

El acróbata intentó levantarse de nuevo y Gonko le propinó una patada en el pecho, aunque no con tanta suavidad esta vez.

—Será mejor que me dejes marchar —le escupió Sven—. Haré que te tengan haciendo chapucillas el resto de tu vida. No volverás a hacer otra función.

—Ya conoces las reglas —repuso Gonko—. Estás en nuestra carpa sin nuestro permiso. Podemos hacerte lo que nos salga de los cojones. Escúpelo. ¿Qué tienes contra J. J.?

Jamie abrió los ojos de par en par.

—Ya sabéis lo que habéis hecho —contestó Sven—. Os lo merecéis. Os debemos una.

Gonko se volvió a mirar a los demás payasos con expresión confusa. El acróbata intentó alejarse arrastrándose. Goshy empezó a silbar como una tetera. Gonko enarboló la tabla como si fuera un golfista disponiéndose a golpear, pero George Pilo lo interrumpió.

—¡Oye! —gritó George desde la entrada—. ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

—Hola, George —dijo Gonko, con la tabla aún levantada por encima del hombro—. Yo diría que estoy protegiendo nuestra propiedad. Estaba a punto de hacerle a este tío… ¿Qué es lo contrario a un estiramiento facial?

—Un aplastamiento facial —intervino Doopy—. Me parece que eso es lo que es, Gonko. Goshy y yo estábamos hablando de eso hace un momento. Un aplastamiento facial.

—Bien dicho, Doops. Sí, George, este tío se ha colado aquí con un arma asesina. ¿Qué te parece eso?

—Me importan un comino vuestras disputas —dijo George, dirigiéndose a Gonko y apretando la cara contra el ombligo de Gonko, mirando hacia arriba con sus ojos húmedos, blancos y malévolos—. No quiero verte peleando con otros artistas, Gonko. Eres un miembro destacado del espectáculo. Se supone que debes dar ejemplo.

—Estaba dando ejemplo, George —repuso Gonko.

—Pienso reduciros la paga por las chapucillas de esta noche —anunció George. Gonko se estremeció y por un momento pareció que estaba a punto a aplicarle un procedimiento de aplastamiento facial a George Pilo, pero soltó la tabla y sonrió amablemente.

—Es duro pero justo, George, como siempre —dijo.

George se volvió hacia el acróbata.

—Mírate la pierna, idiota. Dentro de poco hay una función y tú vas y te quedas incapacitado. Arrástrate hasta el MM para que te la arregle. Le diré que vas a ir a verlo.

Una sombra de temor surcó el rostro del acróbata y una sonrisa se dibujó en el de Gonko. George se marchó. El acróbata se alejó arrastrándose, dejando a los payasos disfrutando de una ronda de palmaditas en la espalda. Jamie se esfumó, pero al cabo de dos minutos Gonko se hallaba delante de su puerta.

—¿J. J.?

—¿Sí? —contestó Jamie—. Estaba a punto de ponerme el maquillaje ahora mismo…

—¿Has estado dando por el culo a los acróbatas? —preguntó Gonko.

—No.

—Entonces ¿por qué quieren matarte?

—No sabía que quisieran matarme.

—Pues parece que así es. Doops dice que este se coló aquí de madrugada esta mañana. Doops lo encerró en el armario y volvió a la cama. El acróbata consiguió salir de allí de algún modo y trató de colarse en tu habitación para ponerte una inyección de algo. No creo que quisieran regalarte un chute de morfina.

Jamie se encogió de hombros.

—¿Por qué a mí?

—Eso es lo que me gustaría saber, colega. ¿No les has hecho nada? ¿No les has tirado barro ni nada parecido?

—No. Te lo juro.

Gonko lo observó con atención.

—Es posible que tengas razón, o es posible que seas un mentiroso de primera. Cualquiera de las dos cosas me parece bien. Pero no hagas nada todavía. Ya llegará el momento de vengarnos. De momento todo va a ser buen rollo, ¿entendido? Vive y deja vivir y todas esas moñadas. En este momento los payasos preferimos pasar desapercibidos, créeme. Hay algún gracioso que va por ahí tirándolo todo. El jefe no lo aguantará mucho más, me apuesto lo que quieras.

Jamie asintió.

—Y ponte el maquillaje —dijo Gonko mientras cerraba la puerta.