3
Acechando durante la vigilia
Sintió que algo no encajaba en cuanto se bajó del taxi. Pasaban veinte minutos de la medianoche. La calle estaba en silencio y no había ninguna prueba visible que sustentase aquella sensación, pero allí estaba. Aquí pasa algo… Algo va mal.
La cortina del dormitorio de Steve se agitó ligeramente ante sus ojos como si alguien acabara de apartarse de la ventana. La luz se apagó.
Jamie se detuvo un breve instante en la puerta de su habitación con el dedo sobre el interruptor de la luz, aguzando el oído sin saber por qué. De pronto todo le parecía demasiado silencioso.
Accionó el interruptor, soltó la bolsa y emitió un sonido como si lo estuvieran estrangulando; parecía que un ciclón había arrasado el dormitorio. La televisión estaba rota, tenía una fisura en la pantalla con la forma aproximada de la suela de una bota. El monitor del ordenador presentaba una herida semejante y estaba tirado en el suelo como una cabeza cortada. La ventana estaba rota y, a través del agujero dentado, vio sus calzoncillos colgados en la cerca del vecino. Los peces muertos estaban flotando y habían escrito las letras R. I. P. con lápices de colores en la pecera, junto con el boceto de un pene. Los pedacitos del teclado, que valía mil cuatrocientos dólares, estaban diseminados por el suelo. Había algo en la almohada que parecía un enorme montón de mierda humana, enroscada como una gruesa serpiente muerta. El cajón de la mesita de noche estaba en el suelo y su contenido esparcido por todas partes. No se veía la bolsita de terciopelo por ninguna parte.
Pero, ¿qué significaba todo aquello? Alguien lo había hecho. En aquel vertiginoso momento eso le parecía lo más absurdo de todo, como si un terremoto hubiese sido una explicación más racional. Por amor de Dios, ¿por qué? ¿Quién haría una cosa así?
Cuando salió de la habitación esperaba que la escena se desvaneciera por completo como un espejismo si volvía a entrar en ella. Con los hombros encorvados, meneando la cabeza, subió la escalera de atrás dando tumbos hasta la cocina. Puso la tetera en el fuego y entonces lo asaltó el hedor del vómito; el fluido de intenso color rojo había atascado el fregadero y salpicaba el suelo. Sus zapatos estaban en un charco que se estaba secando. Contempló el vómito fascinado hasta que la tetera emitió un chillido que lo despertó con un sobresalto.
Goshy. La idea se le pasó por la cabeza como si fuera un ruido de fondo. Aturdido, se sirvió agua en la taza, sacó la leche del frigorífico y advirtió que alguien había dejado un murciélago muerto en el estante del medio, junto a un recipiente de ensalada de patata. Los colmillos blancos estaban congelados en una mueca. Jamie lo contempló inexpresivamente, bebió un sorbo de café y dejó que la puerta se cerrara.
Salió de la cocina y entró en el salón. Recorrió los destrozos con la mirada antes de detenerse en las palabras «cerditos políticos» que alguien había escrito con helado de chocolate en la pared. Tales palabras le resultaban familiares. Tras un momento, cayó en la cuenta de que se trataba del mensaje que había escrito «la familia» Manson con la sangre de sus víctimas después de la carnicería. Había una delgada cuerda balanceándose del ventilador del techo, la cual tenía forma de soga y se encontraba ceñida al cuello de un osito de peluche. Le habían desgarrado el trasero para meterle un trozo de papel. Jamie lo extrajo y leyó el mensaje escrito en letras mayúsculas con lápices de colores: «Adiós, mundo cruel». En el suelo había trozos de plástico y de alambre dispuestos en forma de letras y Jamie se dio cuenta de que se trataba de los restos del teléfono. Las letras formaban las palabras: «No está en casa». De algún modo, advirtió distraídamente que aquella demostración de vandalismo requería cierto grado de paciencia y concentración, como si se hubieran propuesto que contrastase con la violencia fortuita que la rodeaba; habían prestado una atención casi artística a cada una de las agresiones.
Bebió un sorbo de café con el pulso firme y tranquilo. Junto a la televisión destrozada había un pequeño objeto rojo que atrajo su atención. Se inclinó para recogerlo, pensando al principio que se trataba de una pelota de goma. Estaba unida a una cinta de plástico blanco: era una nariz de pega. La balanceó un momento sujetando la tira con el dedo índice y después la dejó caer entre los escombros.
En ese instante se percató del llanto que salía de uno de los dormitorios. Se dirigió lentamente hacia el origen del sonido; los despojos desparramados por el pasillo se quebraban y crujían bajo sus pies. Pasó ante la puerta de Marshall, el amigo de los yonquis. Pasó ante la puerta de Nathaniel, que malversaba el dinero de las facturas. Ambas habitaciones estaban en silencio; el llanto salía de la de Steve. La puerta estaba abierta y la luz apagada. Jamie se detuvo en la entrada, esperando y bebiendo sorbos de café. Los sollozos se interrumpieron. Oyó la respiración entrecortada de Steve, que moqueaba ruidosamente. Finalmente susurró:
—¿Jamie?
—Steve —dijo Jamie con una voz muy lejana—, ¿qué ha pasado? ¿Por qué está…? ¿Por qué está la casa hecha un puto desastre, Steve?
Fuera, en algún lugar, una sirena de policía aulló antes de desvanecerse a lo lejos. Jamie vio la oscura silueta de Steve moviéndose encima de la cama.
—No lo sé —contestó al fin Steve—. Vinieron unos tíos y… No me acuerdo exactamente… Una parte… una parte la hice yo, porque si no lo hubiera hecho…
Jamie parpadeó.
—Vinieron unos tíos, ¿eh, Steve? Estás seguro, ¿no? ¿Qué tíos, exactamente? —En el fondo de su mente, Jamie lo sabía; la nariz de payaso no había sido una pista sutil. Era casi un juego deliberado aferrarse a un motivo más cuerdo: que lo hubiera hecho Steve.
Steve volvió a derrumbarse. Jamie supuso que había percibido en parte la amenaza que se intensificaba rápidamente en la entrada… «Cerditos políticos», con dos cojones, solo que no tenía que escribirse con helado. Jamie se adentró un paso en la oscura habitación. Steve se retorció sobre el colchón y los muelles de la cama chirriaron. Jamie alargó la mano para encender la luz.
—No, no lo hagas… —empezó Steve.
El dormitorio se iluminó. La cara redonda de Steve estaba embadurnada con un grasiento arco iris de maquillaje. Le habían emplastado una enorme sonrisa roja con pintalabios alrededor de la boca. Tenía la cabeza y el pelo completamente tiznados de un blanco aceitoso. Sus lágrimas rodaban sobre aquella máscara macabra, trazando riachuelos en las mejillas. Tenía una nariz de payaso de plástico rojo colgada del cuello y llevaba una camisa con puños blancos con volantes y un estridente estampado de flores. La habitación había recibido el mismo tratamiento que el resto de la casa. La lámpara de lava de Steve había dejado de existir. El estéreo estaba destripado. La mitad del suelo presentaba marcas negras de quemaduras semejantes a cicatrices de latigazos.
Jamie soltó la taza, que se rompió y le salpicó los pies de café caliente.
—¿Steve? —susurró.
—Esos tíos —dijo Steve entre gimoteos— vinieron y… me sujetaron y me pusieron… esto. Supongo que debían de ser drogatas, amigos de Marshall. A lo mejor les debe dinero o algo así y vinieron a saldar cuentas. Estaban vestidos como… payasos.
Claro que lo estaban. Jamie se puso en cuclillas, aquejado de una repentina jaqueca.
—¿Cuántos eran? —preguntó.
—Me parece que eran tres. Empezaron abajo. Se oían golpes y cristales rotos… Pensé que eras tú, así que bajé a decirte que te callaras, ¿sabes? El flaco me agarró y… —Steve agitó las manos delante de la cara—. Había otros dos. Uno de ellos no dejaba de decir «no tiene gracia, no tiene gracia». Y el otro no dejaba de hacer un… un ruido extraño…
—Como una tetera hirviendo —murmuró Jamie.
Steve no dio muestras de haberlo oído.
—El flaco tenía un cuchillo. Me dijo que si no los ayudaba a destrozar la casa me rajaría. Así que los ayudé.
—Los ayudaste —repitió Jamie.
Steve le dirigió una mirada de reproche.
—¿Qué iba a hacer? Eran tres contra uno. Ese tío iba a pincharme, tendrías que haberlo visto. Quería pincharme, de verdad. Tuve que hacer lo que me decían. Rompieron la tele…
—Esa pintada de helado en la pared, ¿quién la hizo?
—El payaso flaco —dijo Steve—. No sé por qué. Ni siquiera sé lo que significa.
—¿Y el vómito de la cocina?
—Es mío —susurró Steve, limpiándose la nariz con la manga—. Pero eso pasó antes de que vinieran. Me tomé algo y lo devolví enseguida. Llevo así todo el día.
«Algo». Los ojos de Jamie se posaron en una taza mediada de café frío que había en la mesita de noche de Steve. Después miró la taza rota que estaba a sus pies, mientras el café se desparramaba por el suelo, enfriándose. Afloró un recuerdo desagradable: se vio echando un poco de aquel polvo misterioso en la leche para vengarse de Steve por haber estado en la ducha y por haberle robado la comida. Jamie apenas tuvo tiempo para esbozar una sonrisa desprovista de alegría antes de que lo acometiesen las náuseas, que le atenazaron el estómago como si le hubieran propinado un puñetazo, llegaron al fondo de la garganta y manaron a borbotones hasta las mejillas. Jamie salió corriendo por el pasillo, tropezándose con los escombros y los despojos, y llegó por los pelos al fregadero de la cocina.
Cuando acabó se echó agua del grifo en la boca con manos temblorosas y trató de quitarse el sabor de boca. Detrás de sus ojos bailaban lucecitas blancas. Se quedó mirando su reflejo en la ventana de la cocina. ¿Ahora qué?, se preguntó.
Ahora vendrían los payasos. No tenía ningún sentido, pero de algún modo lo sabía: iban para allá.
Pero resultó que eso no era completamente cierto. Ya estaban allí.
Jamie estaba en el cuarto de baño, lavándose la boca con dentífrico, cuando oyó un ruido leve abajo, en su dormitorio. Se interrumpió e inclinó la cabeza hacia un lado, esperando que hubiera sido su imaginación. Pasó medio minuto de silencio y entonces los payasos anunciaron su presencia. Un topetazo, un chirrido, un balbuceo, el silbido de una tetera y un estrépito.
Venía de su habitación. Jamie gimió y salió corriendo del cuarto de baño, entró en la cocina, resbaló en el vómito y se estrelló contra el suelo. La caída fue dolorosa y ruidosa. Más abajo, los sonidos de la demolición cesaron para dar paso a un silencio escudriñador que fue interrumpido por una exclamación sofocada («¡Gonko, no tiene gracia!»), seguida del sonido de la madera arrancada.
Jamie se puso en pie y buscó un cuchillo grande en un cajón, pero lo mejor que encontró fue un rodillo. Salió pitando por la puerta de atrás con el rodillo en la mano, sintiéndose ridículo; probablemente no era el arma que usaba Genghis Khan para ocuparse del negocio. Cuando bajó la escalera se detuvo a escuchar.
—¡Gonko, por favor! —prorrumpió apasionadamente el payaso quejica, justo antes de que se produjera un enorme estruendo, y de inmediato un silbido más tenue y ominoso, el sonido de algo que era pasto de las llamas.
Jamie emitió un gemido de pánico y fue corriendo a su habitación. Un fulgor anaranjado titilaba al otro lado de la puerta. Los tres payasos le estaban dando la espalda. El quejica con mechones de cerdas negras estaba levantando cuidadosamente la almohada de la cama de Jamie; parecía que estaba rescatando el montón de mierda de las llamas que se propagaban por la manta como quien sostiene a un bebé dormido. Goshy, que estaba a su lado, se volvió para ofrecerle a Jamie una visión de su perfil. Su rostro aún conservaba aquella expresión de sorpresa, como si lo estuviera viendo todo por primera vez. Siguió arrastrando los pies, reparó en Jamie y entrecerró los ojos con un aire completamente calculador. Abrió y cerró la boca en silencio.
El payaso delgado también se dio la vuelta y lo miró con los ojos entrecerrados; sus facciones estaban surcadas de arrugas y líneas marcadas y las sombras danzantes del fuego proyectaban un resplandor diabólico sobre ellas.
—Ah, hola, amiguete —dijo con falsa alegría—. Precisamente estábamos hablando de ti.
Los tres se abalanzaron sobre Jamie; Goshy tenía los brazos abiertos como un niño de tres años que necesita que lo abracen, el delgado embestía como un pendenciero futbolista británico y el quejica avanzaba a trompicones, tropezándose. El fuego se estaba propagando por la cama de Jamie a sus espaldas; habían arrancado los tablones de la pared y los habían arrojado al colchón para alimentar las llamas.
Jamie retrocedió un paso y levantó las manos, disponiéndose a combatir, pero sabía que estaba condenado. Jamás se había peleado con nadie, lo más parecido que había tenido a una pelea fue un intercambio de amenazas de muerte en un atasco. Se le doblaron las rodillas a causa del miedo y arrojó el rodillo con todas sus fuerzas. Sorprendentemente, el proyectil dio en el blanco; el rodillo fue dando vueltas en línea recta hacia Goshy, se estrelló contra su barriga flácida y a continuación, más sorprendentemente aún, rebotó y salió despedido hacia Jamie, como una mancha borrosa de madera que volaba hacia sus ojos. Jamie se volvió para protegerse la cara y el rodillo lo golpeó en la sien. Cayó al suelo y se desmayó, quedando completamente a merced de los payasos.
Cuando Jamie volvió en sí solo recordaba que el mundo de la vigilia era un lugar desagradable y se obligó a desmayarse de nuevo. Aquello funcionó durante un par de minutos, pero era difícil quedarse allí mientras alguien le estaba clavando una piqueta en la sien con un ritmo acompasado de cuatro por cuatro. Se aferró la cabeza y gimió lastimosamente; entonces sintió que algo también andaba mal por debajo de la cintura. Tenía algo alojado en el recto; que Dios lo ayudase, allí estaba. Se dio palmaditas en el trasero con una mano temblorosa y sintió que sobresalía algo duro. Cuando lo extrajo el desagradable roce le arrancó un gruñido de dolor. Era una nota de papel enrollado.
Pum, pum, pum. Cuando se incorporó se intensificó el ritmo de la estaca que le estaban clavando en la cabeza. Percibió un olor cercano, un hedor absolutamente putrefacto a cerveza rancia y basura. Abrió los ojos y vio que habían redecorado su habitación. Habían arrancado la madera de la pared; al parecer, los payasos habían estado trabajando en una especie de dibujo (se adivinaba algo que quizá fuera una cara sonriente), pero aquella tarea debía de haber sido demasiado para ellos. La cama se había convertido en un montón de ceniza del que sobresalían algunos muelles y alambres. Alguien había metido a rastras el contenedor de reciclaje de la calle y había esparcido por el suelo el contenido de botellas rotas que se había acumulado durante meses.
Se puso en pie, se tambaleó y volvió a ponerse en cuclillas. Sus ojos se posaron en el interruptor de la luz; estaba rodeado de clavos que habían hundido en la pared desde el otro lado, de modo que las puntas le pinchasen la mano a cualquiera que buscase a tientas en la oscuridad. Casi admiraba las molestias que se habían tomado los payasos.
En el escritorio había algo que no tenía ningún sentido: un jarrón de margaritas intacto, hermoso en medio de aquella devastación. Y entre los despojos calcinados de lo que antaño había sido su cama había algo que parecía una tarjeta de felicitación. Se acercó tambaleándose, aplastando cristales rotos con los zapatos, y la recogió. Tenía forma de corazón rojo y rezaba: «Para una persona especial». Le habían estampado un beso con un pintalabios.
Los engranajes de su mente rechinaron y chirriaron como un motor desfalleciente. ¿A qué venía tanta cortesía en medio de tanta destrucción?
Miró el armario, que ahora estaba vacío. El uniforme de trabajo estaba encima, pulcramente doblado, planchado y listo para el siguiente turno en el club. En el tablero del fondo del armario alguien había clavado una zarigüeya muerta a modo de parodia de la crucifixión.
Una gota cayó del techo y le salpicó la cabeza. Jamie se restregó la mojadura mientras la jaqueca palpitaba al compás de sus latidos. El contorno de su cuerpo estaba delineado en el suelo entre los cristales rotos y los desechos. Al lado estaba el papel que se había sacado del recto. Desdobló la nota y leyó la escrupulosa caligrafía en tinta dorada.
Me ha encantado el número del rodillo. Nos vendría bien. Y tú también. Tienes dos días para pasar la audición. Será mejor que la pases, colega. Vas a unirte al circo. ¿A que es la mejor noticia que te han dado nunca? Y una mierda que no. Tienes suerte de que el nuevo aprendiz no esté cumpliendo. Acabaré matando a ese hijo de puta, ya lo verás.
Gonko, en nombre de Doopy, Goshy, Winston y Rufshod
División de payasos del circo de la familia Pilo
P. D.: Si me vuelves a robar, te corto las pelotas.
Jamie estrujó la nota con el puño y la dejó caer al suelo, preguntándose qué significaba aquello.
Según el despertador (que, de algún modo, seguía funcionando) disponía de una hora para arreglarse para el siguiente turno. Cuando pasó ante el cuarto de baño de abajo vio que habían metido el resto de su ropa en el retrete. Otra gota húmeda se filtró a través del entarimado y aterrizó en su cabeza. Volvió a enjugársela, casi sin pensar en lo que estaba haciendo, pero el nuevo olor que había traído consigo atrajo su atención. Se miró el dorso de la mano y comprobó que tenía una mancha marrón en los nudillos. Sorprendido, miró al techo. Las aguas residuales se estaban filtrando a través de las oquedades de las tablas de arriba como nieve derretida.
Jamie se las ingenió para salir tranquilamente y poner la cabeza debajo del grifo de la lavandería antes de caer redondo y vomitar en silencio.
Arriba, la casa era una pesadilla. Al parecer los payasos habían amañado de algún modo la instalación para que expurgase todo lo que había descendido por las cañerías en la memoria reciente. La porquería se había desparramado por el suelo de la cocina, el cuarto de baño y el pasillo y se arrastraba poco a poco hacia los dormitorios como una marea que subiera lentamente.
Jamie acudió al trabajo con la determinación de un cartero. Cuando llegó al club otros empleados, así como algunos miembros, le preguntaron si se encontraba bien. Les dijo que estaba bien mientras miraba fijamente a un kilómetro de distancia. Después del ajetreo de las seis de la tarde recibió dos llamadas telefónicas. La primera era de Marshall, que le llamaba desde una cabina telefónica exigiendo una explicación. Jamie le colgó. La segunda también era de Marshall, aunque ahora el tono había dado paso al pánico histérico. Le suplicaba una explicación. Jamie volvió a colgarle y a continuación desconectó el teléfono.
Apenas podía reaccionar cuando se topaba con alguien. La palpitante jaqueca se atenuó poco a poco hasta que se convirtió en algo tolerable. Cuando el reloj dio las dos, señalando el final de su turno, cogió la llave maestra y se dirigió a una de las habitaciones desocupadas, colgó un letrero de «no molestar» en la puerta y se desplomó en la cama.
La luz de la luna se filtraba por la ventana. Jamie paladeó el silencio; las gruesas paredes de granito impedían que pasaran los ruidos de la ciudad. A escasos metros de distancia las calles estaban rebosantes de la última ronda de juerguistas que iban en busca de más alcohol y un polvo, como cualquier otro sábado por la noche en Brisbane. Las mujeres, ataviadas como jamones glaseados y relucientes a causa del calor, procuraban aparentar que habían salido del plató de Sexo en Nueva York. Si uno las observaba atentamente podía identificar las afectaciones de las estrellas norteamericanas a las que idolatraban; los gestos, las inflexiones y los intentos de ser atrevidas. Mientras tanto los hombres, ajenos a todo, se embutían en pantalones vaqueros y camisas de vestir empapadas de sudor, todos ellos preparados para un rodeo, dando tumbos en manadas concupiscentes. La maldición de la clase obrera estaba en todo su apogeo. Jamie, tumbado, encontraba aquella idea reconfortante: la certidumbre de que las cosas estaban en su sitio. Había momentos en los que hasta los ambientes más anodinos podían ser reconfortantes; saber que no cambiarían nunca significaba que al menos había algo con lo que se podía contar.
Aquella noche no esperaba conciliar el sueño, pero descubrió que estaba a punto de quedarse dormido y cerró los ojos de buena gana para aprovechar las horas de respiro que se avecinaban.
Tenía algo clavado en la nuca. La habitación todavía estaba oscura. Despertó como alguien que hubiera salido de debajo del agua, jadeando y aferrándose a la manta. Había vuelto a tener sueños desagradables: más payasos, que en esta ocasión lo estaban interrogando para averiguar su paradero. «Hasta pronto», le había prometido el delgado.
Eran las cuatro y media. Jamie se llevó la mano detrás de la cabeza y cogió algo que parecía de plástico. Buscó a tientas la lámpara de la mesita de noche. Como había adivinado, tenía una nariz de payaso roja en la mano. Se vio obligado a sofocar el impulso de echarse a llorar, porque aquello le parecía la gota que colmaba el vaso. Pero sabía que no lo era. Aún no habían terminado. Puede que los payasos todavía estén aquí, ¿sabes?, se dijo.
Se levantó de un salto, despabilándose bruscamente al comprender que la nariz de payaso no era una mera extensión natural de la pesadilla. Han estado aquí. Era casi seguro que aún estaban en el edificio. Quizá siguieran en la habitación.
Miró frenéticamente a su alrededor, debajo de la cama, dentro del armario y en el cuarto de baño anejo. Todo estaba despejado. Estiró las mantas, pero cuando se daba la vuelta para marcharse reparó en algo que había en la cara interior de la puerta. Era otro murciélago muerto, por supuesto; ¿qué iba a ser si no? Lo habían sujetado con un clavo que le atravesaba el cráneo; la carita salvaje estaba petrificada en un gruñido. Le habían metido un trozo de papel en la boca como si fuera un cigarrillo. Jamie torció el gesto cuando extrajo el papel, lo desenrolló y leyó:
¿Has dormido bien? Te quedan treinta horas para pasar la audición. Haznos reír, colega. Esa es la tarea. No nos importa cómo lo hagas. No nos importa quién salga herido ni quién muera. Si consigues que nos riamos, pasas. Y lo mismo para tu amigo. Le quedan veintidós horas para pasar la audición.
Gonko, en nombre del circo de la familia Pilo
Jamie se metió la nota en el bolsillo y abrió la puerta, haciendo una mueca ante el murciélago muerto, que se la devolvía. En el pasillo todo estaba en calma; un levísimo atisbo de la luz del amanecer se filtraba entre las altas vigas. No había ni rastro de movimiento en la penumbra. Se oía tenuemente el sonido de una aspiradora en una de las habitaciones. Jamie fue corriendo al ascensor, apretó el botón y, cuando se abrieron las puertas, oyó que una voz lejana gritaba: «¡No tiene gracia!».
Se quedó helado y emitió un sonido sofocado, pero cuando hubieron transcurrido un par de segundos de silencio supuso que la voz solo había sido una imaginación suya; la idea no resultaba tranquilizadora. El ascensor lo llevó hasta el vestíbulo, donde encontró las puertas principales cerradas con llave, como las había dejado. No había señales de vida en los soportales del exterior, los portones estaban cerrados a cal y canto en ambos lados. ¿Cómo habían entrado los payasos, si no lo habían hecho por las puertas principales? Pensó en la puerta que había junto a la cocina, que daba a una callejuela que se empleaba para recoger la basura. Podrían haber escalado la cerca y haber forzado la puerta de algún modo, pero los habría visto toda la gente de la calle. La única otra forma que se le ocurría era que hubieran escalado el costado del edificio en plan Spiderman, y se hubieran colado por una ventana elevada.
Se sentó un momento ante el mostrador de recepción y aguzó el oído. Lo único que se escuchaba era el sonido, un tanto apacible, del tráfico amortiguado de la flota de taxis que llevaban a casa a los juerguistas borrachos del exterior. Encendió los dos monitores de seguridad que tenía al lado y las pequeñas pantallas arrojaron una tenue luz grisácea en el vestíbulo oscuro. La cámara le ofreció una imagen en blanco y negro de la cocina, que estaba vacía. Al cabo de unos segundos dio paso a uno de los pasillos, que también estaba desierto. Luego el callejón de atrás, con hileras de contenedores negros. Todo estaba en calma allí fuera. A continuación, el sótano.
Y allí estaban.
La escena no lo asustó de verdad hasta que hubieron pasado unos segundos. Goshy, el payaso, estaba mirando fijamente a la cámara, directamente a Jamie, y la sensación de contacto visual era sumamente real. Goshy tenía el brazo extendido y un mechero en la mano; la llamita bailaba como si fuera una extensión del dedo pulgar, ardiendo en la pantalla gris, distorsionando la imagen a su alrededor. Detrás de Goshy había… unos, dos, tres payasos más; se habían traído a un amigo. Los tres estaban atareados al fondo. Jamie vio que el payaso delgado enarbolaba un hacha antes de que la imagen del monitor diese paso a otro pasillo vacío y luego de nuevo a la cocina.
¿Por qué el sótano?, se preguntó Jamie. Un mechero. Fuego. ¿Por qué? ¿Qué están…?
Entonces se asustó. Había tres gigantescas cubas de madera instaladas en las paredes del sótano que estaban conectadas con las cañerías que ascendían como venas por las paredes del club hasta la cocina, el bar y la tintorería. En aquellas cubas había muchísimos litros de productos de limpieza, alcohol isopropílico, trementina y éteres. Todos eran sumamente inflamables; todos estaban listos para estallar.
Se le escapó un gemido de los labios y se aferró con ambas manos al mostrador de recepción. El fuego se propagaría por las cañerías, inflamando las paredes de todos los pisos desde dentro. El club se habría convertido en una espectacular trampa mortal llameante antes de que se presentasen los bomberos. Llegarían demasiado tarde para salvar a los famosos de Brisbane calcinados en la cama.
Jamie cogió el teléfono. Le temblaba la mano. El monitor volvió a hacer sus rondas sin que se viera ni rastro de otras personas. Jamie marcó para acceder a una línea exterior y llamó a los servicios de emergencias. El timbre sonó tres y hasta cuatro veces. El monitor enfocó la cocina. Finalmente respondió una voz femenina:
—¿Policía, bomberos o ambulancias?
El monitor dio paso al pasillo.
—Policía —susurró Jamie con tono áspero.
—Policía —anunció otra voz femenina.
—Hola. Tengo un problema con unos paya… unos tíos. Me parece que van a… —Su voz se apagó cuando el monitor enfocó de nuevo el sótano. No había payasos. Al fondo, las cubas de madera estaban insertas en las paredes como siempre.
—¿Sí? —insistió la voz del auricular.
Jamie se quedó mirando el monitor hasta que la imagen volvió a la cocina, en la que uno de los chefs se disponía tranquilamente a encender los hornillos, bostezando.
—¿Sí? ¿Dónde se encuentra?
Jamie colgó el teléfono y se quedó sentado mirando fijamente los monitores mientras estos llevaban a cabo el circuito otras dos veces. No había payasos en el sótano. Quizá no los hubiese habido nunca.
Salió por la puerta, atravesó los soportales, abrió el portón y se alejó rápidamente a grandes pasos. Le resonaba en los oídos la pregunta «¿dónde estaba la noche del sábado diez de febrero?». En dos ocasiones se volvió a mirar por encima del hombro para asegurarse de que el edificio aún estaba en pie y fue corriendo a la parada de taxis de la calle Edward, atento a las camisas floreadas abultadas, los pantalones a rayas y las caras maquilladas.
Esperó a un taxi, sumándose a la cola de la última remesa de borrachos que se habían congregado para que los devolvieran a casa con sus resacas y sus despertares desagradables. Se veía a algunos que se tambaleaban resueltamente hacia el casino, el único sitio de Brisbane que servía cócteles a la hora del desayuno. Jamie sentía que tenía los ojos tan vidriosos como el más borracho de ellos.
Hacía tiempo que no se hallaba en comunión con aquella tribu, esperando un taxi a la salida del sol, mientras el hígado bregaba con el trabajo acumulado. Al captar los sonidos y los olores que ahora lo rodeaban se preguntó qué aliciente había tenido jamás. Era sencillamente lo que acostumbraba a hacerse en aquella ciudad… La veintena de una persona eran los años del alcohol; o de las drogas, para quienes tenían esas inclinaciones. El año anterior había llegado a beber hasta diez cervezas los días laborales, reservando las mejores para los fines de semana. Nadie se había percatado de que tenía un problema: la gente emitía sonidos aprobatorios, lo elogiaba, por amor de Dios. Cuando miraba hacia atrás, casi no daba crédito. Todas las casas que visitaba estaban decoradas con colecciones de botellas vacías, pósteres que rezaban «tequila: ¿ya le has dado un abrazo al retrete hoy?», chistes de bares, artículos de bares, tapones de botellas pegados a las paredes, santuarios enteros dedicados al consumo desaforado de alcohol. Estaba dondequiera que uno mirase, de modo que nadie se daba cuenta de ello.
En la parada de taxis los borrachos que lo rodeaban se propinaban empellones, se convertían en un peligro para ellos mismos y para los demás, y representaban sus balbucientes melodramas. No había camisas con estampados floreados, pantalones a rayas ni narices de plástico rojas. Allí fuera los payasos ni siquiera le parecían posibles.
Un taxi se detuvo delante de él. Una pareja de borrachos se lo disputaron a empujones. Jamie se abrió paso entre ellos haciendo una insólita demostración de carácter y cerró la portezuela antes de que el macho tuviera ocasión de entrechocar la cornamenta con la suya. Le indicó al conductor que se dirigiese a New Farm, se dio una palmadita en los bolsillos para asegurarse de que tenía dinero y encontró la nota que había sacado de la boca del murciélago muerto; tenía en las manos una prueba material de la existencia de los payasos.
Te quedan treinta horas para pasar la audición. Haznos reír, colega…
El taxi enfiló la calle Brunswick, sorteando el silencioso tráfico que se componía enteramente de otros taxis. Las primeras luces del alba tiraban de la noche como si fuera la manta de una cama deshecha, mostrando a los últimos juerguistas y chicas de la calle que volvían a casa dando tumbos.
Se detuvieron junto a la casa, una espaciosa queenslander de madera en lo alto de una calle empinada. Jamie pagó al taxista y trató de hacer acopio de la energía suficiente para ser curioso. Marshall estaba en la escalera de atrás con una manguera en la mano. Aquello era inédito: los muchachos estaban limpiando. La cara de Marshall estaba petrificada por el asombro y la confusión, y ¿quién podía culparlo por ello? El agua resbalaba escalera abajo, dejando asquerosos churretones de mierda en el costado del edificio.
Jamie, asqueado, meneó la cabeza y dio la vuelta hacia la puerta de delante. El agua fluía lentamente delante de él hasta la alcantarilla. Había una horrible pestilencia en el aire. En la entrada descubrió que los vecinos lo estaban mirando fijamente a través de la ventana, meneando la cabeza. No podía decirles gran cosa. Les saludó a modo de disculpa, se encogió de hombros y entró.
Habían retirado la mayor parte de los escombros del salón y el pasillo. Alguien había sacado un ambientador en un vano intento de disimular el hedor. Además, habían borrado las palabras «cerditos políticos» de la pared. Cuando pasó ante la habitación de Steve se oyó una sofocada exclamación de alarma. Se abrió la puerta y Steve asomó la cabeza, con los ojos desorbitados y asustados.
—¿Jamie? Gracias a Dios. —Por un momento creyó que Steve iba a darle un abrazo; tenía un extraño brillo en los ojos—. Jamie, han vuelto.
Jamie lo observó con cansancio y esperó el resto.
—Los payasos han vuelto —añadió Steve a modo de explicación—. ¿Sabes?
—Me imaginaba que no te referías a los testigos de Jehová. ¿Qué ha pasado?
Steve le asió el brazo y lo arrastró al dormitorio. Él se sentó en la cama y Jamie en una silla, los dos únicos objetos que no habían sufrido ningún daño. Parecía que Steve se había restregado meticulosamente la cara, que era redonda y de tez rosada, pero se percibían vagamente algunos vestigios del maquillaje.
—Volvieron mientras estaba durmiendo —dijo Steve, inclinándose hacia delante y hablando en susurros—. Quieren que yo… que los dos, me parece… aprobemos una especie de examen. Si no lo hacemos, volverán. No sé qué es lo que son, pero lo dicen en serio. Creo que a lo mejor forman parte de una… ¿Cómo se dice? Es algo religioso…
—Una secta.
—Eso. Ya sabes, como esos bromistas que salen en las noticias, los que interrumpen las grandes finales. A lo mejor hay cien tíos de esos bien organizados, ¿sabes?
Jamie se encogió de hombros.
—No lo creo, pero no se me ocurre nada mejor. ¿Qué ha pasado?
—Cuando me desperté el flaco estaba sentado encima de mi pecho con las piernas cruzadas. Los demás estaban detrás de él, mirándome fijamente. Me dieron un susto de muerte, tío. Cuando grité, el flaco sacó una especie de aerosol y me llenó la boca de espuma de afeitar. Casi me ahogo. Me dijo algo parecido a «te quedan veintidós horas para aprobar el examen». Le pregunté qué demonios tenía que hacer y me contestó: «Haznos reír». Eso fue todo. Después se fueron.
Jamie asintió.
—También han estado en el club. Amenazaron con volarlo por los aires.
Steve alargó la mano y manoseó la pierna de Jamie.
—¿Qué es lo que son? ¿De dónde han salido?
Jamie se encogió de hombros.
—Sé lo mismo que tú. ¿Qué les has dicho a los demás? Me refiero a la porquería.
—Les he contado lo mismo que a ti. Que vinieron unos tíos. Pero les dije que eran unos moteros que andaban buscando a uno de los amigos yonquis de Marshall que les debía dinero. Marshall se asustó bastante.
—No está mal la historia. Se lo creyó, ¿eh?
—Sí. Está cagado de miedo. Nathaniel también se lo creyó. Se ha ido a alguna parte. Dijo que volvería cuando se calmasen las cosas.
Jamie se levantó para marcharse. El hedor de las aguas residuales se estaba debilitando, pero seguía presente como una mancha en el aire y no quería que Steve le explicase cómo había conseguido dormir a pesar de ella.
—¿Los payasos no te dijeron nada más? —le preguntó desde la entrada.
—No lo sé, dijeron un montón de cosas raras. El flaco… es un puto psicópata, tío. Me parece que se llama Gonka.
—Gonko.
—Sí. Oye, Jamie…
Ahora me va a decir que tiene miedo, pensó Jamie. Esto es estupendo, ahora somos camaradas de armas. Él y yo contra el mundo. Estupendo.
—Tengo miedo, Jamie.
Steve hizo ademán de darle un abrazo. Jamie se alejó rápidamente. Marshall, nervioso, estaba frotando, mojando y barriendo el pasillo con una energía casi sobrehumana. Parecía que en lugar de café se había tomado un poco de metanfetamina antes de ponerse manos a la obra. Cuando pasó Jamie farfulló como una ametralladora:
—Escucha Jamie, lamento el desorden. Mira, no te preocupes, los moteros no van a volver, te lo garantizo, he hecho algunas llamadas, me he encargado de todo, me parece que solo ha sido un malentendido, lo siento mu…
Jamie le dio con la puerta en las narices fingiendo cólera. El suelo de su dormitorio aún estaba alfombrado con cristales rotos. El único cambio era que había una fina capa de mierda sobre los escombros que se había filtrado a través del entarimado de arriba. El jarrón de margaritas y la tarjeta de San Valentín estaban donde las había dejado. Llevó a cabo las primeras tentativas de limpiar el nido. Tardó un par de horas en eliminar hasta el último vestigio de las aguas residuales y empaparlo todo con desinfectante. Barrió la ceniza y los alambres que antaño habían sido la cama y colocó algunos cojines en su lugar.
Cuando se tendió en medio de aquella devastación sus ojos se posaron sobre la tarjeta y de repente no pudo sino reírse. Se quedó tumbado unos minutos, presa de una leve histeria que amenazaba con estrecharlo con más fuerza y no soltarlo nunca.