9
J. J. el payaso
—Se parece bastante a una celda —dijo Winston. Su habitación era mucho más espaciosa que la de Jamie; tenía una cama de verdad y estantes repletos de baratijas y artículos coleccionables, sobre todo puzles con los que pasaba el rato. Había un pececito que nadaba en una pecera junto a la ventana y dos ratones que correteaban en una jaula de cristal—. Frank y Simon —anunció mientras sacaba a uno de los ratones blancos con sus manos viejas y nudosas—. El pez todavía no tiene nombre, aunque no sé para qué iba a quererlo. Aun así, son los compañeros más agradables que se puede tener por aquí. Este es Jamie —le dijo al ratón, acariciándolo con un dedo mientras este olisqueaba el aire antes de devolverlo cuidadosamente a la jaula.
En la mesita de noche había una fotografía en blanco y negro de una mujer que sostenía a un bebé. A juzgar por la indumentaria, la fotografía era anterior al siglo XX. Winston siguió su mirada.
—Mi esposa y mi hija. Bueno… no son ellas —dijo, rascándose nerviosamente el cráneo—. No tuve ocasión de llevarme una foto cuando me trajeron a este lugar. Esta la encontré en el callejón de las casetas. Simplemente me recuerda que tenía esposa e hija. Las dos murieron hace mucho tiempo.
Jamie asintió, concluyendo en privado que el viejo era inofensivo pero estaba chiflado. En el suelo había periódicos; algunos se hallaban plastificados para que se conservaran. Jamie comprobó la fecha del más cercano: el 9 de octubre de 1947.
—¿Coleccionas periódicos viejos? —preguntó.
—Nop. Colecciono periódicos del día en el que los publican —explicó Winston—. Es una de las pocas formas de mantenerse al tanto de lo que ocurre ahí fuera. Guardo algunos, es como tener un diario.
—¿Cómo te haces con ellos?
—Bueno, a veces nos encargan misiones en el mundo exterior. Ya te acostumbrarás a que las cosas cambien muy deprisa ahí fuera, joven Jamie. Cuando quieras darte cuenta, el jefe nos mandará a por algo y habrá motocicletas voladoras por todas partes.
¿Que ya me acostumbraré?, se dijo Jamie. No lo creo. Puedes «maquillarme», sea lo que sea lo que signifique eso, pero después pienso dedicar los diez minutos de tiempo libre a buscar la puerta principal y correr como alma que lleva el diablo, diga lo que diga la adivina al respecto. No acabo de entender por qué nunca se te ha ocurrido ese plan, viejo.
Winston rebuscó en el estante superior de un armario, musitando y gruñendo para sus adentros, aunque al parecer no se daba cuenta de ello.
—Ah, aquí está —dijo al tiempo que sacaba un bote de plástico y se sentaba en la cama—. Los efectos son bastante drásticos, sobre todo al principio. Estarás un poco errático, bueno, supongo que durante los dos primeros años por lo menos. Las personalidades necesitan tiempo para… fusionarse, supongo. Lo más probable es que salga por la puerta un tío muy distinto al que ha entrado hace unos minutos. —Winston suspiró—. Acabemos con esto. Cierra los ojos.
Jamie obedeció. Winston sumergió la mano en el bote y Jamie sintió que le embadurnaba las mejillas, la nariz, la frente y la barbilla con un maquillaje pastoso y frío. Olía como una desagradable combinación de crema de protección solar y gasolina.
—Listo —declaró Winston después de ponerle una nariz de plástico roja.
Jamie abrió los ojos.
—No me siento diferente.
—Mírate en el espejo. Está ahí, junto a la puerta.
Jamie encontró un espejo de mano y lo cogió. Miró su reflejo, observando la capa gruesa y grasienta de maquillaje blanco que le cubría el rostro. En efecto, se sintió diferente casi de inmediato. Primero sintió que unos dedos le hacían cosquillas y le pinchaban en el estómago. Los músculos de sus piernas se flexionaron como si fueran muelles en tensión. Se le subió la sangre a la cabeza rápidamente, el calor le produjo picores y unos puntitos níveos bailaron detrás de sus ojos. Se le quedó la mente en blanco como si todos sus pensamientos se hubieran interrumpido como una cinta de audio… Y cuando apretaron de nuevo el play los pensamientos ya no eran los suyos.
Winston le preguntó desde la cama:
—¿Me pasas el espejo, por favor?
Cuando J. J. se dio la vuelta sintió que había despertado bruscamente de un sueño, que había interrumpido el contacto con unos ojos hipnóticos, los suyos. Se adelantó un paso hacia la cama y descubrió que estaba sonriendo al viejo payaso.
—¿Quieres el espejo, Winston? —preguntó con un tono demasiado afable—. Puedo darte el espejo, Winston.
—Pues dámelo —dijo este, observándolo con recelo.
J. J. sostuvo el espejo en la palma de la mano y lo arrojó hacia Winston. El tiro se quedó corto y el espejo se estrelló contra el suelo, haciéndose añicos. J. J. se quedó mirando las esquirlas un momento, sonrió de nuevo a Winston, preguntándose si acaso debía darle una bofetada al viejo, y a continuación se giró y salió corriendo de la habitación, levantando los zapatones y doblando las rodillas.
Winston suspiró.
—Cuanto mejor es el hombre, más malo es el payaso —musitó mientras recogía los trozos de cristal. Así eran las cosas, al parecer.
Damian, el guardián de la casa de la risa, entró en el salón de los payasos empujando una carretilla llena de botes de maquillaje. Gonko cogió once y los apiló en un rincón sin decirle una sola palabra a Damian, que se marchó caminando tan despacio como un cadáver ambulante.
Gonko había extendido una esterilla de gimnasio en el suelo y se subió encima, irguiéndose como un sargento de instrucción mientras los payasos se congregaban hoscamente a su alrededor.
—¡Eh! —les gritó Gonko—. ¡Demostrad un poco de entusiasmo, coño!
Los payasos se miraron unos a otros, titubeando. Doopy, vacilante, dio una palmada. Rufshod lo imitó. Goshy abandonó al fin el puesto de centinela ante la ventana, miró atentamente a los demás y empezó a aplaudir sin doblar los codos, observando el movimiento de sus manos con los ojos como platos, fascinado y boquiabierto. Gonko alzó las manos para acallarlos, pero ellos continuaron, de modo que suspiró y se sentó, esperando a que cesara aquel arranque. Era demasiado temprano para blandir el puño de hierro.
Vio por el rabillo del ojo a J. J., que estaba atravesando el salón de puntillas. Quizás intentaba ausentarse del ensayo. Gonko lo observó con interés, entrecerrando los ojos y preguntándose qué tipo de payaso tendrían entre manos exactamente ahora que lo habían maquillado.
—¡J. J.! —exclamó—. Ven aquí y ponte en fila. —J. J. se quedó completamente quieto, frunciendo los labios como una drag queen—. Venga. Ven aquí —repitió Gonko. J. J. se adelantó un paso hacia la esterilla de gimnasio—. Así se hace —lo alentó Gonko, como si estuviera llamando a un animalillo tímido—. Vamos. Ponte en fila, J. J. Tenemos que ensayar. Buen chico. Ven de una vez.
J. J. dio otro paso. Gonko suspiró; se imaginaba que aquello iba a durar todo el puto día, aspirando y espirando. Se puso en pie, dispuesto a arrastrar a aquel cabrón de la oreja. J. J., asustado, retrocedió un paso. Va a echar a correr, se dijo Gonko.
—¡Ah, no, ni de coña! —chilló.
Los demás payasos se aburrieron de los aplausos y se volvieron para observarlo. J. J. retrocedió otro paso. Gonko perdió la paciencia, se abalanzó contra J. J. y este echó a correr, chillando como un loro tropical mientras escapaba. Gonko, exasperado, echó los brazos al cielo y dejó que se fuera. Conocía muy bien a los de su clase.
—Es uno de esos —musitó contrariado.
J. J. se tranquilizó al comprobar que Gonko no lo estaba persiguiendo. No estaba dispuesto a hacerle la pelota al profesor solo porque le hubieran dado una paliza al último aprendiz.
Una muchedumbre de gitanos ataviados con ropajes coloridos iba corriendo de un lado a otro, haciendo recados.
—Ratas feriantes —musitó J. J. cuando pasó junto a una pareja de ancianas—. ¡Apartaos de mi camino! —les chilló—. Está pasando un payaso. Que os follen. ¿Me habéis oído?
Y, ante la agradable sorpresa de J. J., las atemorizadas mujeres se echaron atrás para que pasara. En sus ojos desorbitados se veía respeto… Claro, también se veía un atisbo de odio en estado puro, pero qué demonios.
—Podría acostumbrarme a esto —dijo J. J.—. Eso es, respetadme, ratas feriantes. ¡Apartaos, capullos roñosos! —Y ellos se apartaban. Saben quién es el que manda, pensó. ¡Qué bien! Atravesó directamente un grupo de ellos, ordenándoles que se quitaran de su camino, derribando las cajas que llevaban en las manos y poniéndoles la zancadilla.
Cuando se aburrió de aquello deambuló a la deriva hasta que llegó al callejón de las casetas. Atravesó la arcada de madera. Ante él se devanaba un largo camino de tierra con puestos de juegos a ambos lados. Más adelante se hallaban las atracciones, entre las que se contaban la noria, el tiovivo y un artilugio mecánico en el que los coches daban vueltas sobre algo que parecía una peonza gigantesca. Divisó a lo lejos un extenso poblado de casuchas de mala muerte y a las gitanas que fumaban cigarrillos en las puertas, charlando entre ellas. J. J. se percató complacido de que las ratas feriantes procuraban retirarse cuando pasaba, haciendo que restallaran los tirantes con los dedos pulgares. Estaban reparando y limpiando los puestos cercanos: el tiro al pato, las anillas del marinero borracho y la máquina de discos que hacía juegos malabares. Se detuvo ante las cabezas giratorias de cinco payasos de yeso que tenían la boca abierta de par en par. Una vieja rata feriante de ojos cansados estaba limpiando con un trapo el estante de los premios que había detrás. Se volvió haciendo una mueca cuando J. J. se aclaró la garganta, se bajó la cremallera y metió el pene en la boca del payaso del centro.
—¡No, señor! —gimió la rata feriante—. ¡Debo mantener esto limpio![5]
J. J. sonrió a modo de disculpa, como si no pudiera controlarse ni lo más mínimo, mientras la orina anaranjada resbalaba por la garganta de yeso del payaso hasta la caja numerada. Ante el inmenso placer de J. J., la rata feriante no hizo sino gemir. Se subió la cremallera, dijo «que Dios le bendiga, señor», y siguió paseando camino abajo, observando los puestos de juegos y los feriantes que había dentro, afanándose para parecer ocupados. Se detuvo ante el puesto de «pruebe su fuerza», en el que había un enorme mazo apoyado contra la torre de la campana. Detrás de esta había una rata feriante calva con un grueso mostacho sacándole brillo a la campana de latón sobre una escalera de pie. J. J. lo miró con los ojos entrecerrados.
—¡Oiga! —chilló.
El feriante soltó el trapo y estuvo a punto de caerse de la escalera. Le preguntó con acento español:
—¿Qué? ¿Qué es lo que quiere?
—¿Puedo intentarlo, señor? —le pidió J. J. con un tono falsamente risueño—. Quiero ver lo fuerte que soy.
—A mí me parece bastante fuerte —replicó el feriante—. Déjeme en paz.
J. J. asió el mazo, que le pesaba entre las manos.
—¡Vamos allá! —gritó jovialmente—. ¿Está listo ahí arriba?
El feriante bajó la escalera, rezongando para sus adentros.
—¡A la de tres! —exclamó J. J.—. Una. Dos. ¡Tres! —A la de tres dio una vuelta y arrojó el mazo a lo lejos; este se perdió de vista, dando vueltas sobre sí mismo mientras sobrevolaba los tejados. El feriante lo contempló con la boca abierta—. ¿Qué? —dijo J. J.—. ¿No se hace así? —Riendo, se dirigió al siguiente puesto.
J. J. se entretuvo de esta forma durante la hora siguiente, hostigando a los feriantes, dando patadas a los puestos, robando los premios de los juegos, escupiéndoles y pidiendo a gritos que le llevasen una cerveza. Era el señor de la mansión y era lo más divertido que podía imaginar… hasta que se topó con los acróbatas.
Más adelante había tres cuerpos ágiles ataviados con mallas brillantes de licra blanca que presentaban un aspecto deslumbrante. Estaban charlando con una rata feriante de mediana edad. Uno de ellos estaba apoyado en un poste junto a un puesto de perritos calientes. El bulto de las coquillas debajo del látex era un tanto descarado, y J. J. profirió un gruñido. Se acordó del enfrentamiento de la noche anterior.
Con aire de determinación, de que estaba cumpliendo con su deber para con la tribu de los payasos, J. J. se subió los calzones y se dirigió tranquilamente hacia ellos con ademanes de vaquero; la tierra crujía bajo sus botas. Se acercó hasta que distinguió sus voces. ¡Estaban intercambiando recetas de panqueques, por amor de Dios! Cogió dos puñados de barro espeso y negro de un charco que había a sus pies, exclamó «¡J. J.! ¡J. J. el payaso!», y se los arrojó al acróbata más cercano.
—¡Aj! —farfulló este cuando se le fue la cabeza hacia atrás. J. J. había escogido bien el momento; el acróbata tenía la boca abierta al producirse el impacto. J. J. se rio estentóreamente. La víctima se limpió el barro de los ojos, escupiendo y tosiendo.
—Ah, ¿eso te parece gracioso? —le preguntó uno de ellos.
—Así es —intervino otro—. Cree que es un cachondo. Este es el chico nuevo.
—¿Obedeces órdenes, chico nuevo? ¿O todo esto ha sido una brillante idea tuya?
Parecía que los acróbatas estaban tan aturdidos a causa de la indignación que se lo preguntaban sencillamente para verificar lo que creían haber visto. Sin dejar de reírse, J. J. cogió otro puñado de fango maloliente y se dispuso a lanzarlo.
—Yo no lo haría —le advirtió el acróbata más cercano—. Ah, ah.
—Por eso nunca serás un payaso —dijo J. J., y arrojó el nuevo puñado, que dio en el blanco, golpeando en el cuello al acróbata que había hablado. Este retrocedió, resollando.
J. J. cerró los ojos y emitió un aullido de júbilo, de modo que no vio lo que lo golpeó. Algo se estrelló contra su cara y lo derribó al suelo. Perplejo, alzó la vista y comprobó que dos acróbatas se dirigían hacia él. El tercero se había quedado atrás y estaba girando la pierna por encima de la cabeza para estirar los músculos; al parecer había sido una patada. Le había parecido un mazazo.
J. J. estaba asombrado; ¡habían contraatacado! Se puso en pie trabajosamente. ¿Sabía pelear? No estaba seguro.
—¿Ah, sí? —bramó—. ¡En guardia! —Levantó sus puños torpes y desmañados.
—Eso está mejor —comentó un acróbata mientras lo rodeaban—. ¿Quieres ver hasta dónde podemos levantar la pierna, payasito?
El acróbata le hizo una demostración; su bota pasó volando junto al rostro de J. J. como una mancha blanca. Este sintió que el aire le acariciaba la mejilla.
—¿A que no está mal, Sven?
—No está mal, Randolph. Pero yo ya sé hasta dónde podemos levantar la pierna. Debe de haber otra cosa que podamos averiguar.
—¿Qué te parece… cuántas patadas podernos dar?
—Tuskan, ¡eso es perfecto! Podemos establecer un nuevo récord. ¿Cuál fue el último? Mil patadas, ¿verdad?
—Más o menos. Es decir, cada uno.
—No me dais miedo —exclamó J. J., que acto seguido giró en redondo y salió disparado. Chillando de pánico, se internó a la carrera entre la muchedumbre de ratas feriantes, que se apartaron de su camino dando tumbos. Cuando oyó que los acróbatas le pisaban los talones, la espiral de pánico cedió terreno a un terror tan puro que estuvo a punto de dejarlo ciego. En su huida derribaba a los feriantes para bloquearles a los otros el paso. Oyó que un acróbata maldecía al tropezar y se arriesgó a mirar por encima del hombro; había dos que seguían persiguiéndolo. Lloriqueando, atravesó velozmente la arcada de madera y se desvió a la derecha, confiando en dirigirse al santuario de la carpa de los payasos. Pero estaba desorientado a causa del terror y descubrió que se hallaba junto a la casa de la risa. Pasó corriendo delante del guardián ataviado con su funesta túnica, se escondió en una callejuela que discurría entre dos casuchas y esperó, tratando de acallar la respiración y el llanto. Un minuto después pasaron dos acróbatas con la pechera manchada de barro que no habían desistido de su cacería. Miraron en su dirección y J. J. se agachó para ocultarse, lamentándose de aquella injusticia casi lo bastante alto para delatarse. ¿Por qué nadie le había prevenido del peligro? ¿Por qué las ratas feriantes no habían visto cómo se desarrollaba aquella situación y se lo habían advertido? Le parecía tan terriblemente injusto que prorrumpió en sollozos audibles y apasionados, demasiado agitado para acallar los ruidos.
El desdichado J. J. pasó una hora en aquella callejuela tratando de consolarse. Cuando logró sobreponerse, las lágrimas había trazado riachuelos en el maquillaje y algunas gotas blancas le salpicaban el pecho. Inclinó la cabeza hacia un lado para escuchar, pero solo oyó el distante tac, tac, tac de los leñadores que estaban ensayando. Mirando hacia atrás con recelo, enfiló el camino principal preguntándose adónde podía ir, ya que al fin y al cabo había faltado al ensayo.
Alguien pronunció su nombre.
—¿J. J.? ¿Jamie?
Estuvo a punto de venirse debajo de inmediato, pero no se trataba de los acróbatas. Era Winston.
—¡Gracias a Dios! —exclamó J. J., tan aliviado que se postró de rodillas—. Eres tú.
Winston se acercó a buen paso, resoplando.
—¿Sí? ¿A quién estabas esperando?
—A nadie. Esa acusación me ofende. Yo no le he tirado barro a nadie.
—Eso explica el barro que tienes en las manos, idiota —dijo Winston. Suspiró—. Por lo menos ahora sé lo que ha pasado. ¿Quieres contarme tu versión de la historia?
—No.
Winston lo asió por el hombro y lo arrastró hasta una carpa cercana. Su tono era cortante.
—Ahora escúchame. Es la primera vez que te pones el maquillaje, así que comprendo que no eres completamente responsable de tus actos, pero se acabó la diversión. Contrólate.
J. J. se echó a llorar de nuevo.
—Basta —le espetó Winston—. Eso es exactamente lo que estoy diciendo. —Sacó un pañuelo y empezó a limpiarle el maquillaje de la cara, pero J. J. lo apartó de un empujón.
—Todavía no —pidió—. Aún estoy intentando, ya sabes, tranquilizarme un poco.
—De acuerdo —accedió Winston—. Pero no te apartes de mi vista durante el resto del día. ¿Entendido? Ahora dime qué es lo que ha pasado con los acróbatas. ¿Les has tirado barro? ¿Eso es todo?
J. J. asintió y trató de contener una risita; se le escapó de todas formas, pero consiguió que se convirtiera en un sollozo afligido.
—Fue en defensa propia —afirmó—. Ellos me insultaron. Yo estaba intercambiando recetas de panqueques en el callejón de las casetas cuando aparecieron de la nada y me rodearon. El resto es algo confuso. Me parece que me empujaron por la espalda. Dos veces. Al caerme debí de mancharme las manos en un charco sin darme cuenta. Cuando me levanté moví las manos de esta forma —hizo una demostración—, para protegerme de los golpes. Debió de salpicarles un poco de barro. Eso fue suficiente. Me han perseguido por todo el circo. Están locos, Winston.
Winston lo observó con el rostro imperturbable y exhaló un suspiro.
—Me alegro de que entre Doopy y Goshy no tengan un solo cerebro. Eso ha salvado no pocas vidas. Rufshod tiene medio y causa daños más que suficientes. Tú tienes uno entero, hijo, o lo suficiente para meterte en serios problemas. Si quieres hacerte daño, adelante. Pero no nos metas a los demás. Hoy has iniciado un drama que nos afectará a todos.
J. J. asintió con la cabeza, comportándose como un nieto atento.
—¿Los acróbatas te han contado otra versión de lo sucedido? —le preguntó.
—Nop. Pero se han presentado en nuestra carpa, así que supimos que había pasado algo. No se acercan a nosotros cuando estamos ensayando. Nosotros tampoco interrumpimos sus ensayos. Es una especie de tregua que firmamos porque hace algún tiempo la cosa se estaba poniendo fea, yo diría que homicida. Pero hoy, cuando estábamos trabajando en un número, han entrado, nos han deseado suerte en la próxima función, y eso ha sido todo.
—Parece terrible —comentó J. J.
—Nos están mandando un mensaje, idiota. Ya se ha vuelto a liar. Hasta ahora no habían sido más que palabras. Me imaginaba que habías empezado tú. Hablaron de ti. Dijeron: «El chico nuevo se va a portar de maravilla». Comentaron que ibas a ser una auténtica superestrella. Nos estábamos preguntando qué era lo que habías hecho. Rufshod está impaciente por que le cuentes todos los detalles.
Una idea desagradable irrumpió en el júbilo de J. J.
—Ah… ¿Y el jefe?
—Gonko no ha dicho nada. Solo me ha pedido que te encontrase. —Winston se pasó una mano por la cara—. ¿Solo les has tirado un poco de barro? ¿Eso ha sido todo?
—Te lo juro.
—Ya. Entonces a lo mejor no es demasiado grave. Ya veremos. —Salió de la carpa y J. J. lo siguió—. Supongo que nadie te ha enseñado esto como es debido —suspiró Winston—. Yo podría encargarme de ello. Como de todo lo demás.