12
El día de la función
Cuando avanzó un poco la mañana los payasos se reunieron para ensayar por última vez antes de la función. Gonko empezó con una arenga para que todos tuvieran la cabeza en su sitio, aunque ellos estuvieran tocados de la cabeza y el sitio estuviera resquebrajado y se desmoronase. Por lo menos consiguió que le prestasen atención, lo que no era moco de pavo. Estaban todos presentes menos el aprendiz, al que Gonko no esperaba ver en mucho tiempo. Esperaba habérselo dejado claro al prenderle fuego… Estás despedido, capullo. Presumiblemente estaría merodeando en el callejón de las casetas, pero los artistas despedidos no solían durar demasiado. Lo que el circo decidiese hacer con él, no era problema de Gonko.
Comprobó su reloj de pulsera; aún quedaba una hora para que empezasen a llegar los primos. En aquella ocasión vendrían de una feria regional de Nueva Gales, una de esas en las que los asistentes deambulan de un lado a otro oliendo mierda de vaca y mirando dactilopinturas de preescolares mientras les roban la cartera. El momento culminante del calendario de aquellos pobres diablos. Aquel día se divertirían, a buen seguro.
Gonko pasó revista a la tropa con los ojos entrecerrados. El nuevo, J. J., se había escondido al fondo del grupo, intentando pasar desapercibido. Parecía cohibido y asustado, intimidado. Sin duda esperaba salirse con la suya mientras fuese nuevo, y eso no tenía nada de malo; Gonko se alegraba de comprobar que estaba adquiriendo personalidad. Siempre y cuando J. J. fuera compatible con el resto del grupo no habría problema. El aprendiz era un incompetente como artista y como camarada de armas, lo que era apenas un poco menos importante; las disputas facciosas en el circo no eran cosa de risa.
Anteriormente Gonko había dado un apacible paseo matutino, había pasado ante la barraca de Shalice y había observado con satisfacción los desperfectos y la consternación de la adivina. Rufshod había hecho algo, y eso era estupendo, pero lo más importante era que Gonko ignoraba de qué se trataba. Era difícil mentirle a Shalice, con sus galimatías psíquicos y cosas por el estilo. La adivina había reparado en su presencia cuando estaba paseando y fue corriendo a exigirle respuestas. Por suerte estaba demasiado agitada para formular astutamente las preguntas.
Gonko se llevó aparte a Rufshod antes de la arenga, este lo puso al corriente, y le complació saber que J. J. le había cogido el tranquillo a las cosas. Elevó la recompensa a dos bolsas y Ruf repartió el botín con el nuevo. Alentador.
Ahora al trabajo.
—Escuchadme. ¡Que cerréis la puta boca! —les espetó a los payasos. Doopy estaba limpiándole las orejas a Goshy con un bastoncillo de algodón mientras su hermano trinaba, pero parecía que lo estaban escuchando—. La función de esta noche es importante —prosiguió Gonko—. No olvidéis que aún estamos sobre aviso. Como os dije ayer, fingid que os importa y dad un buen espectáculo. Nunca se sabe, es posible que el bueno de Kurt decida dar ejemplo con nosotros si volvemos a meter la pata. Tampoco me gusta que se rían de mí los acrocabrones. ¡Doopy, presta atención!
—Perdona, Gonko, es que yo…
—Ahora poneos en fila. J. J., todavía no estás listo para subirte al escenario, porque te has estado escaqueando de los ensayos como si fueras Ricitos de Oro y yo el lobo feroz. —J. J. parecía avergonzado y se encogió detrás de los hombros de Winston. Gonko decidió seguir fingiendo que se creía aquella actuación y suavizó el tono—. No pasa nada. Eres nuevo aquí. Antes o después le cogerás el tranquillo a las cosas. Es un gran cambio. Todos hemos pasado por eso antes, ser nuevos y estar confusos. —J. J. siguió encogiéndose, como si le hubieran hecho un reproche—. Pero quédate a observar, J. J. Puede que aprendas algo. ¿De acuerdo?
—Sí, señor —tartamudeó J. J.
—Buen chico. Está bien, guapos, a por ello. ¡Venga!
Doopy logró persuadir a su hermano de que se subiera a la esterilla y los payasos repasaron el número. Gonko los observaba con una mirada crítica; la actuación estaba cogiendo forma. Goshy adoptaba una adecuada expresión de sorpresa cuando le aporreaban en la cabeza con un bate de béisbol (probablemente porque, en efecto, estaba sorprendido) y su cráneo emitía los sonidos adecuados cuando Rufshod lo golpeaba con un martillo. ¡Pop! Ruf, por su parte, esquivaba con facilidad las hachetas que le arrojaba Gonko, y el número de Doopy de bajarse los pantalones salía sin ningún problema. Winston parecía un tanto descolorido y cansado. A lo mejor sufría cierta tensión. Gonko frunció el ceño; fuera lo que fuese, el polvo debería subsanarlo, y el viejo recibía un salario más que justo.
Aunque no estaba entusiasmado, Gonko parecía satisfecho ante el hecho de que la actuación no hubiese sido una repetición de la catástrofe de la otra noche. Exclamó:
—Se acabó.
Los payasos se dispersaron. Gonko se volvió para tener unas palabras con J. J. acerca de los puntos más sutiles del número, pero este había desaparecido.
J. J. no había asistido al ensayo, pues se había escabullido en cuando Gonko se había dado la vuelta. Estaba seguro de que mientras se le humedecieran los ojos y le temblase la voz podría hacer lo que le diera la gana. De momento deseaba echarle otro vistazo a la bola de cristal, que había decidido que era un regalo del cielo. No le extrañaba que la adivina fuese tan estirada; debía de saberlo todo de todo el mundo, probablemente había hecho acopio mental de posibilidades de chantaje para todo un siglo. J. J. quería participar en ello.
Además, aún quedaban muchas preguntas sin respuesta acerca del espectáculo. No solo tenía curiosidad por él mismo, sino por Jamie, que parecía un poco más intranquilo por todo aquello. Primero, quería averiguar más cosas sobre Kurt Pilo. Muchas más. Quería averiguar lo que era capaz de hacer aquel monstruo grandullón cuando se enfadaba lo bastante. También estaba la cuestión de los primos. ¿De dónde salían? Parecían personas normales, de las que comen tartas, ven partidos de fútbol y procrean. Se presentaban a centenares. J. J. ahondó rápidamente en los recuerdos de J. J. en busca de alguna mención del circo de la familia Pilo. No encontró ninguna. Pero un espectáculo como ese debía de llamar la atención; ¿cómo era posible que asistieran tantas personas cada pocos días y lo mantuvieran en secreto cuando volvían a casa? Tampoco era que todos los visitantes fueran… ja ja, escucha esto… asesinados cuando acababa la noche.
¿Verdad?
Hm… no. No, no lo creía. Asesinados no, pero… algo les pasaba cuando estaban allí. ¿Qué ganaba el circo montando el espectáculo? Sin duda no se trataba solamente del importe de las entradas.
En todo caso, había trazado un plan para la jornada: ver el circo en acción de principio a fin en la bola de cristal.
Cuando volvió a su habitación para cambiarse de ropa vio unos flamantes pantalones nuevos, muy similares a los que llevaba Gonko, extendidos encima de la cama. Frunció el ceño y se los puso, ignorando la ligera sospecha de que era extraño que los hubiese encontrado allí. Después de vestirse se paseó por el camino principal. Ya estaban llegando algunos primos, apenas un puñado de familias y ancianos que deambulaban lentamente por el sendero con los ojos vidriosos.
Lo que necesitaba era un lugar apartado desde donde pudiera espiar desde bastidores. Observó con los ojos entrecerrados el tejado de la carpa de los payasos, que se elevaba por encima de las atracciones y las casas de los gitanos que lo rodeaban. Allí arriba se estaría estupendamente. Volvió corriendo al dormitorio a coger la bola de cristal y la envolvió en una funda de almohada. Cuando se disponía a salir corriendo un ruido lo detuvo en seco. Al principio creyó que se trataba de una sirena o una alarma, pues era una nota prolongada que subía y bajaba en un disparatado tono agudo:
—¡Eeeeeeeeeeeee, eeeeeeeeeeeee, eeeeeeeee!
Era lo más escalofriante que había oído jamás. Cuando se apagaba empezaba de nuevo; era al mismo tiempo un aullido canino y un camión de bomberos que venía de alguna parte de la carpa. J. J. se tapó los oídos con las manos; Dios, era ensordecedor. El sonido continuó despiadadamente.
—¡Eeeeeeeeeeeee, eeeeeeeeeeeee, eeeeeeeee!
Aterrorizado pero curioso, se dirigió hacia el origen del sonido y vio que Doopy salía apresuradamente al pasillo.
—¡Chicos! —exclamó—. ¡Chicos, venid a ver esto! ¡Venid a ver esto, chicos! Caramba, ¡qué feliz está!
—¡Joder! —gritó J. J., incapaz de soportarlo más—. ¿Qué demonios es eso?
—Vamos, J. J. —insistió Doopy, que se acercó dando brincos para tirarle de la manga—. Es Goshy. Es Goshy y ella le ha dicho que sí. ¡Le ha dicho que sí, J. J.! Sabía que lo haría, J. J., ¡lo sabía!
¿Goshy? ¿Ella le había dicho que sí? ¿Qué tontería era esa? Doopy lo arrastró de la camisa hasta el dormitorio de Goshy. Lo que vio le heló el corazón. Goshy estaba de pie en medio de la habitación con una expresión que no era apropiada para un rostro humano. Los ojos estaban tan abiertos que parecían a punto de estallar; los labios se habían retraído antinaturalmente sobre las encías revelando unos dientecillos blancos y afilados de animal; y la piel se había plegado alrededor de la frente, las mejillas, el cuello y las orejas como rollos de masa, como si alguien hubiera intentado arrancársela mediante un masaje. Sus ojos impíos se volvieron hacia J. J. en lo que este solo podía imaginar que era una mirada de arrobamiento. Entonces volvió a aullar.
Cuando apartó la vista de aquella monstruosidad, J. J. comprendió a qué se debía todo aquello. Había un helecho en una maceta negra encima de una mesita. De sus tallos brotaban finas hojas de color amarillo verdoso. En uno de los tallos más gruesos había un anillo de oro con un diamante. Era la prometida de Goshy. Doopy le manoseó la espalda de la camisa.
—¿A que es fantástico? —susurró—. ¿A que es estupendo?
J. J. no tuvo fuerzas para disentir. Le flaqueaban las rodillas. A su lado Goshy aullaba y aullaba sin cesar. J. J. retrocedió poco a poco.
Cuando todo estuvo en silencio salió con la bola de cristal oculta detrás de la espalda y buscó una forma de subirse al tejado de la carpa. Dio golpecitos a la pared con los nudillos y le sorprendió comprobar que era dura como una tabla o un caparazón. Pero cuando intentó ascender no encontró puntos de apoyo ni asideros. Mientras cavilaba sobre la empinada pared metió la mano en el bolsillo con ademán distraído. Le sorprendió sentir algo duro y frío allí dentro. Lo sacó: era una pica de acero, de las que usaban los alpinistas. Frunciendo el ceño, se puso la bola de cristal debajo de la axila y metió la mano en el otro bolsillo. Había otra.
Estaba seguro de que no se hallaban en sus pantalones cuando se los había puesto.
—Mira por dónde —murmuró, y hundió las picas en la pared con un sonoro golpe seco. Se metió la bola de cristal bajo la parte delantera de sus enormes pantalones, ascendió por el costado de la carpa y descubrió que los músculos de sus brazos no se resentían lo más mínimo a causa del esfuerzo. Fueran cuales fuesen los efectos psicológicos del maquillaje, físicamente era polvo de ángel.
Cuando llegó al tejado disfrutó de su primera panorámica a vista de pájaro del parque de atracciones. Parecía más grande desde allí arriba que desde el suelo. Los asistentes merodeaban con los mismos andares aturdidos, accediendo poco a poco a las diversas carpas y puestos. Al sur se hallaba el callejón de las casetas, una colmena de gitanos surcada por una larga ruta de atracciones, y detrás de este, el poblado de chabolas. J. J. apenas distinguía al enjambre de ratas feriantes que realizaban trabajos de última hora en los puestos y los juegos.
Cuando se volvió hacia el norte divisó el brillo del sol que se reflejaba en el tejado de la caravana de Kurt. Allí sola parecía inocente y discreta, a todas luces no era otra cosa que una barraca de conserje repleta de fregonas y escobas. Entonces vio que se abría y se cerraba la puerta de la caravana y salía una persona. Era difícil asegurarlo desde tan lejos, pero le dio la sensación de que se trataba de la adivina, que tal vez había informado al jefe de la incursión de la noche anterior. A continuación, J. J. trató de asomarse al otro lado de la cerca de madera que había detrás de la caravana de Kurt y advirtió algo insólito: no se veía más que una luz blanca y nebulosa. Al cabo de un momento se vio obligado a apartar la mirada; le hacía daño a la vista.
—Hay que fastidiarse —masculló. Solo podía suponer que el circo se encontraba en un profundo valle, en alguna parte, donde había mucha niebla.
Ah, bueno, que se preocupara Jamie de eso. Ahora tenía que ocuparse de otros asuntos: los de los demás. Se sacó la bola de las ingles, la extrajo de la funda de almohada y se sentó en el tejado con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en el poste maestro. Hizo lo mismo que había hecho Rufshod, le dio golpecitos al cristal y movió las manos sobre él, y enseguida apareció una imagen.
Al cabo de unos minutos le había cogido el tranquillo. Cuando movía los dedos sobre el cristal, a la izquierda, a la derecha, arriba y abajo, la imagen avanzaba en todas direcciones, atravesando incluso tejados y paredes. Si movía rápidamente la mano la imagen pasaba de un extremo del parque al otro. En ese momento la bola le estaba ofreciendo un plano cenital, pequeño pero diáfano, de un puñado de primos que desfilaban como zombis por el camino principal. Algunos tenían cámaras, pero ninguno sacaba fotos. Dirigió la imagen hacia el callejón de las casetas, de donde aparentemente procedían. Siguiendo su rastro llegó hasta un punto en el que el camino de tierra terminaba por las buenas. Era un callejón sin salida; no había portones ni puertas. En una caseta había un feriante viejo y gordo con aire aburrido y harto de la vida, que estaba sentado rascándose el muslo. J. J. frunció el ceño y enfocó la caseta. En ella estaba pintada la palabra «entradas».
Bueno, eso lo explica todo, joder, se dijo. Se disponía a retroceder para espiar en otra parte cuando de la nada salieron dos primos; se trataba de una pareja de jóvenes que permanecían de pie, aturdidos, junto a la caseta del viejo feriante. En un momento había un trecho de hierba pisoteada y al siguiente dos personas… Sin destellos ni vórtices, al menos que él hubiese visto. Si parpadeabas te lo perdías: allí estaban. Y cuando parpadeó aparecieron otras dos personas un poco más a la derecha; eran unas abuelitas, y una de ellas llevaba una muleta.
Siguió empujando la imagen hasta que llegó a la carpa del mago. Casi se había olvidado de aquel capullo chiflado. Yo sí que te voy a hasé el truco del coneho… ¡Chof! Ejerció presión sobre el cristal con los dedos, sobrevolando el tejado de Mugabo. Aún no se habían congregado los primos para el espectáculo de magia y todas las sillas de plástico se encontraban desocupadas. En el escenario estaba el mago de piel oscura como la medianoche, que parecía medir tres metros con aquel turbante. Mugabo estaba a todas luces sumido en una aflicción privada, con el rostro sepultado entre las manos. Al cabo de un momento las apartó y J. J. comprobó que no estaba llorando, sino enfurecido. Estaba hablando solo; no, gritando, meneando la cabeza, con las venas del cuello hinchadas y rechinando los dientes. Mugabo trató de serenarse respirando acompasadamente, masajeándose la nuca y alisándose la larga túnica de color crema. Pero no lo consiguió: cinco segundos después estaba gritando de nuevo. Le dio una patada a una silla de la primera fila y J. J. gruñó sorprendido cuando se produjo una pequeña avalancha de chispas al contacto del pie del mago con el plástico.
J. J. se frotó la barbilla y reflexionó. Sin duda era un tipo formidable. A lo mejor eso era todo; poseía poderes fabulosos, pero estaba encasillado sacando conejos de una chistera y rollos de pañuelos de la manga. Se preguntó qué sucedería si Mugabo sencillamente se negara a actuar. ¿Quién se encargaría de meterlo en cintura?
La pregunta obtuvo respuesta de inmediato cuando Gonko entró en la carpa del mago. El cabecilla de los payasos, sonriendo, se dirigía confiadamente hacia el escenario con las manos en los bolsillos. Mugabo le enseñó los dientes, agazapándose como un gato montés a punto de saltar, arañando el aire con los dedos. Señaló a Gonko con un dedo acusador y gritó algo enseñando los dientes.
—Será mejor que tengas cuidado, Gonks —susurró J. J.
Pero Gonko no parecía preocupado en modo alguno. Su expresión denotaba desprecio, casi lástima. Con un ágil salto se encaramó al escenario. Mugabo retrocedió hacia la pared hasta que Gonko lo acorraló. Entonces se echó a un lado, tropezó con algo y Gonko se plantó encima de él, asintiendo con la cabeza y dedicándole una sonrisa benigna, sin sacar las manos de los bolsillos. Mugabo se apartó de Gonko a rastras, impulsándose con los pies. Gonko sacó una mano del bolsillo para señalar la chistera que estaba al revés y con apenas unas palabras bien escogidas le provocó una espiral de cólera. El mago se disponía a atacar, J. J. lo veía en su cara, pero Gonko seguía hostigándolo y sonriendo. Venga, te desafío…
Sucedieron muchas cosas durante los escasos segundos que siguieron. En primer lugar, Mugabo estalló y mordió el anzuelo. Se puso en pie de repente, alzando las manos por encima de la cabeza como si fueran pistolas a punto de disparar…
Con la misma rapidez, Gonko dio un salto hacia atrás y sacó las manos de los bolsillos. Parecía que estaba buscando un arma, pero no encontró sino un puñado de pelusa. Se quedó mirándose las manos con una expresión de consternación. J. J. no vio lo que sucedió a continuación, pues la bola de cristal se iluminó con un cegador destello blanco. A lo lejos oyó un débil crujido en el aire, como la detonación del tubo de escape de un automóvil. Cuando se desvaneció el fulgor de la bola, J. J. observó que Gonko estaba huyendo a toda prisa de la carpa para salvar la vida. Mugabo lo siguió unos pasos sin bajar las manos, vociferando. J. J. oyó débilmente sus gritos por encima del ruido de fondo. Mugabo renunció a la persecución, se tranquilizó y volvió pavonéandose al escenario con aire triunfante.
J. J. apartó la mirada de la bola un instante, intentando comprender lo que acababa de pasar. Recordó que Gonko había tenido las manos en los bolsillos desde el principio, como si esperase encontrar algo en ellos que le sirviera para defenderse. Prueba be: las picas de alpinista. Estaba seguro de que no había nada en los bolsillos cuando se había puesto aquellos pantalones. Entonces se acordó de todas las cosas que había visto a Gonko sacarse de los bolsillos: hachetas, cuchillas, etcétera.
Justo cuando conectaba la línea de puntos, oyó que alguien exactamente debajo estaba gritando a pleno pulmón. Era Gonko.
—Como encuentre al hijo de puta que me ha robado los pantalones… No me importa que sea un payaso, un acróbata, un amigo del alma o un pariente, un objeto inanimado… un cuerpo astral… yo mismo… una piedra o un plato de pepinillos… algo que sea completamente imposible de matar, escúchame: te mataré. Encontraré la forma de hacerlo aunque me cueste cien años… Encontraré… la… ¡formaaaaa!
Cada pausa de aquel discurso estaba llena de ruidos y golpes; al parecer, Gonko estaba matando algunos objetos imposibles de matar en ese preciso instante: mesas, sillas, ventanas y cualquier cosa que estuviera a su alcance, cualquier cosa en absoluto.
Entonces J. J. metió un pulgar en la cintura de los pantalones y la estiró hasta que pudo leer la pequeña etiqueta blanca del interior: «Gonko».
Pasaron los minutos. Abajo, los gritos de Gonko habían degenerado hasta convertirse en alaridos incoherentes que este profería con los dientes apretados, acentuados por los sonidos esporádicos de tablas astilladas, crujidos, estallidos y golpes. Se escuchó un estruendo que estremeció levísimamente el tejado en el que J. J. estaba sentado. Quizá hubiese arrojado la mesa de juego contra la pared… No era una mala demostración de fuerza. J. J. se tendió a la espera de que volviesen la paz y la tranquilidad. Refrenó el impulso de gritarle «cállate». Sonrió al pensar en lo asustado que estaría Jamie cuando recordase aquello más adelante.
Arrastró el dedo sobre la bola para apartarse de Mugabo y dirigirse hacia una especie de conmoción que había estallado en la calle principal. Algunos primos habían oído a Gonko y se detuvieron, desorientados, como durmientes perturbados por un ruido del exterior. Algunas ratas feriantes se congregaron al borde del camino y se volvieron hacia la carpa de los payasos, preguntándose a qué se debía tanto revuelo. Abriéndose paso a la carrera, empujándolos a un lado, había alguien al que J. J. no había visto antes. Aunque le resultaba vagamente familiar… De hecho, se daba un aire a Kurt Pilo, sobre todo en los ojos, la frente y los labios.
Y cayó en la cuenta. ¡George Pilo! Ahh, este es el otro jefazo, el hermano de Kurt.
El parecido con Kurt terminaba en la cara. George era muy pequeño: apenas mediría un metro veinte. A pesar de eso (o quizá debido a ello), tenía mal genio. Se dirigió a la carpa de los payasos, donde Gonko continuaba emitiendo aullidos guturales y dando patadas a las cosas. Cuando George doblaba un recodo del camino en dirección a la entrada, Gonko salió airadamente, librándose por los pelos de que lo viera. George entró y J. J. oyó que gritaba con tono estridente:
—¿Quién es el que está molestando a los primos? ¿Es Gonko?
Le contestó una voz amortiguada; parecía la de Winston. George escupió una sarta de obscenidades y se fue vociferando; sus gritos se apagaron según se perdía en el bullicio del circo que cobraba vida.
J. J. examinó el intercambio de palabras entre los feriantes y los primos durante otras tres horas, intentando comprenderlo todo. Los primos se reían de los chistes, compraban las baratijas y los recuerdos de los puestos y se comportaban como ovejas que hubiesen tomado Ritalin. Los gitanos aceptaban su dinero, pero parecía que no les interesaba; en dos ocasiones vio que se les caían monedas y billetes al suelo y no se molestaban en recogerlos. Observó durante algún tiempo el ensayo de los acróbatas y, a pesar de los recientes acontecimientos, se vio obligado a reconocer que tenían un número muy logrado. Saltaban y daban vueltas, caminaban sin miedo por la cuerda floja y volaban por el aire sin que pareciese que iban a perder el equilibrio ni siquiera un instante. Advirtió que si alguien saboteara una pieza de su equipo probablemente firmaría su sentencia de muerte.
También presenció el espectáculo de magia de Mugabo. El mago hizo el truco del conejo con entusiasmo festivo y ademanes ampulosos y grandilocuentes; le había sentado estupendamente expulsar un poco de vapor. J. J. también espió a sus colegas los payasos. Vio a Goshy sentado en su habitación, mirando fijamente a la planta sin mover un músculo. Doopy estaba haciendo trampas jugando al solitario y miraba por encima del hombro para asegurarse de que nadie lo sorprendía. Rufshod estaba tendido junto a su cama, profundamente dormido, tras haber perdido el conocimiento dándose cabezazos contra la pared.
Lo único que había postergado, deliciosamente asustado ante lo que pudiera ocurrir, era hacerle una visita a Kurt Pilo. Desplazó la imagen a través del parque en dirección a aquella sección abandonada en el norte. Como de costumbre, allí solo había algunas ratas feriantes que caminaban deprisa mirando al suelo. J. J. enfocó la pequeña caravana a través del techo y vio al dueño y propietario sentado ante su escritorio. Kurt tenía la cabeza calva y reluciente inclinada sobre una Biblia. Empuñaba un rotulador con su monstruosa mano; al parecer estaba subrayando sus pasajes favoritos. Sus labios de trucha estaban arqueados hacia arriba en aquella sonrisa que parecía su expresión inmutable. A su lado, encima del escritorio, había un cuenco de gran tamaño lleno de algo que al principio J. J. tomó por palomitas de maíz. Cuando los inspeccionó más de cerca comprobó que aquellos diminutos objetos blancos eran dientes de todas clases: grandes, pequeños y nacarados. Kurt alargó la mano hacia el cuenco y se metió uno en la boca, chupándolo como si fuera una piruleta. J. J. hizo una mueca cuando Kurt lo aplastó con las mandíbulas con un crujido y se lo tragó.
—Qué hijo de puta tan siniestro —susurró J. J. mientras Kurt pasaba con delicadeza las páginas de la Biblia. Cuando lo dijo, Kurt alzó la cabeza como si hubiera oído algo. Miraba directamente hacia delante, frunciendo el ceño con aire perplejo, aunque la sonrisa seguía en sus labios como algo muerto. A continuación, lenta y ominosamente, inclinó la cabeza hacia arriba hasta que miró directamente a J. J. a través del cristal. Los ojos de Kurt se ensancharon. Al igual que las comisuras de sus labios. A J. J. le dio un vuelco el corazón y se le cerró la garganta. Kurt alzó lentamente una mano por encima de la cabeza para saludarlo amablemente.
J. J. movió rápidamente la mano hacia un lado sobre el cristal para alejarse de la caravana. La imagen se posó en la casa de la risa, en la que había un vagón desocupado en los rieles.
No te preocupes, se dijo mientras el pulso se le acompasaba poco a poco.
Oía que Gonko seguía deambulando abajo; aún estaba agitado, pero ya no entraba en erupción. J. J. supuso que había llegado el momento de bajar y esconder los pantalones. Se acercó corriendo al borde de la carpa para inspeccionar la caída: con toda probabilidad era suficiente para romperse algo, pero tenía prisa. Se dejó caer de culo, se preparó para el dolor y se deslizó por la empinada pared aferrando la bola de cristal con un brazo. Había hecho bien al no preocuparse; los bolsillos de los pantalones se hincharon como globos, convirtiéndose en dos pequeños paracaídas que atraparon el viento y frenaron el descenso. Cuando llegó al suelo volvieron a plegarse dentro de los pantalones.
Entró corriendo. El devastador estallido de Gonko había causado estragos en todas partes. Cuando regresó a su habitación J. J. envolvió la bola en una toalla vieja acartonada a causa del sudor y las manchas de sangre. Se quitó los pantalones y los dobló con cuidado. A continuación regresó al salón y los metió debajo de uno de los escombros más voluminosos. Con un poco de suerte, Gonks creería que habían estado allí desde el principio.
Comprobó su reloj. La una en punto. Si no le fallaba la memoria, Yeti estaría haciendo en ese preciso momento su número de comer cristales. J. J. atravesó el parque corriendo en calzoncillos, internándose entre los primos y las ratas feriantes, resistiendo el poderoso impulso de ahuyentarlos y escupirles. En la carpa de la parada de los monstruos se había congregado una muchedumbre que pululaba en torno a Yeti, que estaba sentado en el suelo con aire triste ante una colección de adornos de cristales de colores. Steve estaba a su lado, con una jeringuilla y toallas al alcance de la mano, y asintió a modo de saludo cuando J. J. se abrió paso a empujones entre los espectadores. Steve parecía solícito y orgulloso de estar al servicio del espectáculo; J. J. tuvo que admitir que el tipo tenía más nervio que Jamie.
Al cabo de un momento, Yeti se llevó lentamente a la boca un pingüino de cristal azul, cerró los ojos y masticó, gimiendo mientras le resbalaba la sangre por la barbilla. J. J. estalló en carcajadas.
Steve lo miró con el ceño fruncido, al mismo tiempo que se arrodillaba para enjugarle la sangre a Yeti con la toalla. Los espectadores murmuraron y algunos se encogieron y se apartaron del espectáculo. Las lágrimas manaban de los ojos de Yeti mientras cogía a tientas un tigre de cristal de color verde brillante.
—¡Trágatelo! —chilló alegremente J. J.—. ¡Bon appetit, cabronazo peludo!
Los ojos apesadumbrados de Yeti se posaron en J. J.; la rabia se encendió en su rostro cuando vio que el que se estaba burlando de él no era un primo, sino un artista. Enseñó los dientes y se puso en pie gruñendo.
—¿Qué? —repuso J. J., mirando a Steve, que estaba al lado de Yeti, meneando la cabeza. Se volvió a los espectadores—. Ese es su trabajo, ¿no? Es un espectáculo, ¡puedo decir lo que me salga de los cojones! ¿Creéis que a mí no me abuchean cuando estoy haciendo el payaso en el escenario?
Yeti se adelantó un paso hacia él, vacilando y arrastrando los pies. Una mano le tiró del hombro hacia atrás entre la muchedumbre. Winston y Niñopez lo acompañaron a la salida.
—¡Esperad un segundo! —protestó J. J.—. Quiero ver el resto de la función.
—Me parece que no —contestó Niñopez con tono cortante.
J. J. enarcó las cejas.
—¡Ay, venga! —se lamentó.
—No. Creo que Winston está dispuesto a acompañarte de vuelta a tu carpa.
—¿Qué?
—Venga, J. J. —intervino Winston, abriéndose paso a empujones entre la muchedumbre de primos—. Es el espectáculo de Niñopez. Son sus reglas. Vámonos.
—¿Qué problema tiene? —dijo J. J. mientras Winston y él se dirigían a la carpa de los payasos.
—Tienes que entender que a Niñopez realmente le importan sus monstruos —explicó Winston—. No es como Gonko. Niñopez tiene un poco de compasión. Me parece que lo ha molestado que te rieras así de ese pobre diablo.
—¿Pobre diablo? —exclamó J. J.—. ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué pasa con mis derechos?
Winston lo asió por el hombro. J. J. se sorprendió tanto que se calló.
—Exacto, pobre diablo. Piensa en él. Era una persona normal. Ahora tiene que hacer eso todos los días de función. ¿Lo entiendes? Todos los días de función durante años y años. Tienes mucha suerte de que te haya alejado de él, te habría arrancado la cabeza en un segundo, estúpido.
Winston lo soltó y siguió andando. J. J. intentó entender aquello de la compasión, pero era sencillamente incapaz. Seguía pareciéndole hilarante; ahora todavía más, de hecho. Cuando pensaba en ello tenía que esforzarse para no reírse. Winston lo miró de soslayo, asqueado.
Llegaron a la carpa de los payasos y Winston se detuvo para contemplar la destrucción. Silbó quedamente y comentó:
—No me gustaría ser el que se ha llevado esos pantalones.
—Ya, a mí tampoco —asintió J. J., haciéndose el inocente como un auténtico profesional. A continuación añadió—: Espera. ¿Qué? ¿Qué quieres decir? —Winston siguió caminando. J. J. fue corriendo a interponerse en su camino—. ¿Qué quieres decir con eso, Winston? ¿A qué viene ese rollo de «tengo un secreto»?
El viejo payaso lo miró fijamente un momento y señaló el dormitorio de J. J. con la cabeza. Entraron. J. J. se sentó en la cama, escrutando la expresión de Winston.
—Uno acaba identificando los tipos de payasos —explicó Winston—. Y de personas. Ya los he visto a todos. A algunos, como Gonko, es peligroso conocerlos. A otros no es peligroso conocerlos, pero sí confiar en ellos. —Winston lo miró a los ojos—. Yo no soy de ninguno de los dos tipos, para que lo sepas. Pero no sé cuál es tu caso, J. J.
¡Winston dejó aquí esos pantalones!, se dijo J. J. con una súbita certeza. Este cabrón puso aquí dentro esos pantalones. A propósito.
—Ha habido payasos como tú antes —continuó Winston—. Lo he visto todo, joven J. J., créeme. Sé qué es lo que pasa cuando los de tu calaña campan a sus anchas. Ahora bien, es posible que veas algunas cosas, cosas que nos incumben a mis amigos y a mí. Si esas cosas llegaran a saberse me metería en un buen lío. No me cabe la menor duda de que tú, J. J., desembucharías todo lo que supieras si te conviniese. Así que… no está de más tomar precauciones. No está de más asegurarse. —Winston se levantó para marcharse—. Te he hablado con franqueza —añadió—. Eso significa que puedes confiar en mí.
Winston se marchó. J. J. se quedó mirando al viejo, boquiabierto de asombro.
Pasó la hora siguiente devanándose los sesos. Winston estaba en lo cierto: J. J. le habría dado una puñalada por la espalda solo para echarse unas risas; de hecho, había estado tratando de hallar una forma de hacerlo. Supuso que el viejo estaba fuera de su alcance por el momento, fuera lo que fuese lo que tramaba en su tiempo libre.
Por supuesto, J. J. procuraría averiguar de qué se trataba exactamente.