15
La reunión de fieles de Kurt
Habían pasado cuatro días desde la función en la que habían perecido aplastados nueve primos y los payasos se habían visto relegados a realizar chapucillas fuera del parque de atracciones. George Pilo iba a encomendarles su primera misión aquella noche y los payasos estaban nerviosos.
Aquella tarde (para el disgusto de todos, no solo de los payasos) estaba prevista una de las «reuniones de fieles» de Kurt, una nueva tradición bimestral inspirada por su reciente interés en todo lo bíblico. Todos los empleados de importancia del circo, lo que solo excluía a los gitanos, la horda de enanos y los seres tenebrosos que merodeaban en la casa de la risa, se reunían de buen grado para oír a Kurt pronunciando un discurso, dando ánimos a sus subordinados, pavoneándose y contando chistes de buen gusto. Las reuniones de fieles estaban ostensiblemente diseñadas para fomentar cierta sensación de comunidad en el espectáculo, pero las buenas intenciones de Kurt, como de costumbre, distaban mucho de dar en el blanco.
Mientras tanto, era muy importante que J. J. mantuviese la bola de cristal oculta del resto de los payasos. Le había dicho a Rufshod que ya no la tenía, que la bola había desaparecido por las buenas y que presumiblemente se la habían robado. Rufshod se había creído aquella historia y desde entonces se había paseado por la carpa abatido y malhumorado. En cuanto a Jamie, no aguantaba ni cinco minutos por las mañanas sin maquillarse a toda prisa. Echaba un vistazo a su alrededor, se estremecía como si se hubiera despertado en una pesadilla después de haber tenido sueños apacibles y J. J. tomaba el mando.
Últimamente había estado intentando averiguar qué era exactamente lo que podía hacer con el polvo de los deseos. Al parecer había límites estrictos; por ejemplo, había engullido una pequeña cantidad y había deseado la muerte de todos los acróbatas. Después de formular aquel deseo casi había sentido que las palabras se posaban en algún lugar del limbo como una cuerda extendida sobre el agua que aún no se hubiera hundido. Cuando abrió los ojos y fue corriendo frenéticamente a la carpa de los acróbatas se llevó una decepción: todos seguían vivitos y coleando. Había vuelto a su habitación para repetir el deseo con una dosis mayor de polvo, pero tampoco había tenido suerte. Entonces había tenido una pataleta; había dado patadas a las paredes y refrenado las lágrimas durante una hora. Entristecido, formuló otro deseo; en esta ocasión simplemente deseó ver a Rufshod tropezándose con sus propios pies. En el salón vio que a Rufshod se le enganchaban los pantalones en la esquina de la mesa de juego y acababa cayéndose de cabeza.
En ese momento J. J. comprendió que estaba malgastando todo su alijo y le preguntó a Gonko cuáles eran los límites.
—Todo vale, siempre y cuando no altere el equilibrio de las cosas —le explicó Gonko. Cuando le preguntó en qué consistía el equilibrio de las cosas, Gonko espetó—: Mira, cualquier cosa que no perjudique directamente al espectáculo. Dentro de lo razonable. Cuanto más uses para pedir un deseo, más probable es que te lo concedan.
J. J. pasaba el resto de su tiempo de ocio atormentando a las ratas feriantes. Les arrojaba cosas, derribaba sus puestos, propinaba patadas a las mujeres delante de sus maridos, escupía a los hombres en la cara, robaba sus mercancías a brazos llenos y las arrojaba en las letrinas, lanzaba el mazo de «pruebe su fuerza» sobre los distantes tejados cada pocas horas, devoraba su comida y en general se comportaba como una terrible amenaza. Los feriantes lo soportaban con paciencia, procuraban evitarlo y esperaban a que se disipara su interés en ellos, pero eso no tenía visos de suceder pronto; eran lo más divertido que J. J. encontraba. A veces las ratas salían corriendo a buscar a los acróbatas para que los protegieran y los tres entraban en tromba en el callejón de las casetas con sus mallas y sus coquillas abultadas para perseguirlo por todo el parque, obligándolo a esconderse y sollozar silenciosamente hasta que se marchaban. Cuando se iban, volvía a hostigarlos, empezando por el que lo había delatado.
J. J. estaba en su habitación, sacando brillo a la bola de cristal de Shalice con un trapo, cuando una voz profunda resonó alegre en el salón:
—¡Toc, toc!
¡Kurt! J. J. profirió un grito ahogado y fue corriendo al salón. Kurt estaba en la entrada, con una sonrisa jovial en sus labios muertos. Gonko salió de su habitación y le dijo «no queremos nada», como si fuera un vendedor ambulante. Kurt se rio entre dientes, complacido.
—Pasa, jefe —dijo Gonko. Kurt entró y observó la carpa con aquella sonrisa serena. Sus mejillas relucían de buen humor y parecía encontrar algo gracioso dondequiera que mirase; solo su frente sugería que lo que era tan gracioso era la idea de que todo lo que lo rodeaba se ahogase en un río de sangre.
Gonko se acercó con una sonrisa que parecía discordante con su rostro, como si la naturaleza no hubiera querido que sus músculos se estirasen de aquella forma. Kurt, risueño, le dio una palmada en el hombro. J. J. observó atentamente a Gonko, intentando averiguar cómo había conseguido el jefe de los payasos ganarse la amistad de Kurt con tanta facilidad; supuso que se trataba de la ausencia de miedo. Sin embargo, Gonko estaba teniendo buenos modales.
—Hoy hay una reunión de fieles, ¿verdad, jefe? —dijo Gonko.
—Sí —contestó Kurt con un suspiro complacido—. Ah, y lamento oír eso de las chapucillas. Pero sé que estaréis a la altura, muchachos.
—Sí, bueno, a las duras y a las maduras, ya sabes, jefe.
—Eres un buen hombre. —Kurt le dio otra palmada en el hombro—. La verdad es que solo he venido para que me dejarais un paraguas. Ya sabes de cuáles, uno de esos pequeños que desvían las cosas que caen del cielo. Cosas más grandes y más pesadas que la lluvia.
—Claro, no hay problema, jefe. ¡Rufshod!
Rufshod salió de alguna parte y Gonko le ordenó a grandes voces que le llevase uno de los «paraguas de la risa», y a continuación entabló una conversación en voz baja con Kurt. J. J. trató de escucharlos a hurtadillas, acercándose a ellos todo lo que se atrevía con el pretexto de buscar alguna cosa, pero ellos guardaban silencio en cuanto se acercaba demasiado. Rufshod volvió enseguida con un pequeño paraguas verde. Kurt lo cogió. Parecía minúsculo en su mano gigantesca.
—Muchísimas gracias —dijo—. Os lo devolveré tras la reunión de fieles, no creo que lo necesite después. Chao, payasos. —Kurt se alejó a buen paso.
Gonko se dirigió a la mesa de juego y repartió una mano de póquer a las sillas desocupadas, que rápidamente se llenaron de payasos.
—Oye, Gonko —dijo Doopy—. ¿Qué le ha pasado al aprendiz, Gonko? ¿Gonko? ¿Qué le ha pasado al…?
—Ah, ese. Ayer tuvimos un pequeño encontronazo en el foso de los leñadores —contestó Gonko, escupiendo por encima del hombro—. Ya debe de estar medio cocido. Aparte de eso, Doops, estoy seguro de que le va bien.
—¡Le pegó a Goshy! —exclamó Doopy—. No debería haberle pegado a Goshy, no señor.
—Siempre has sido un tipo altruista, Doops —comentó Gonko—. Ahora escuchadme, capullos. Lo de las chapucillas es un insulto, pero vamos a encajar el golpe y a seguir ensayando. Se acerca el cumpleaños de Kurt, así que lo único que tenemos que hacer es regalarle algo mejor que todos los demás y nos devolverán nuestra función. No hace falta ser un genio, chicos.
—¿Qué es lo que has planeado, Gonko? —le preguntó Winston.
—Todavía estoy dándole vueltas. ¿Cuál es el último capricho de Kurt? No he prestado mucha atención. La religión, ¿verdad?
—Sip. El cristianismo —asintió Winston.
—Ah, sí. Tiene que ser más fácil comprarle algo que durante la fase musulmana. —Gonko se frotó la barbilla con ademán pensativo—. Bueno, no lo sé. ¿A lo mejor un trozo del Arca de Noé? ¿Una Biblia firmada por Jesús? ¿Una teta de monja? Lo que sea. Estoy abierto a sugerencias.
J. J. percibió movimiento junto a la portezuela cuando George Pilo irrumpió sin invitación.
—Vaya, hola, George —dijo Gonko—. ¿Cómo te va la vida?
George, ignorándolo, señaló a J. J. y a Rufshod y les espetó:
—Vosotros dos, venid conmigo. —Se dio media vuelta y salió tan deprisa como había entrado. Rufshod lo siguió gruñendo junto con J. J. George los condujo al interior de la carpa que albergaba el escenario de los acróbatas y se detuvieron delante del escenario, frente a las numerosas hileras de sillas desocupadas. Convencido de que aquella excursión era una especie de castigo por haber robado la bola de cristal, J. J. empezó a gimotear, al borde de una explosión de llanto.
Rufshod lo miró con incredulidad.
—¿Qué demonios te pasa? —susurró—. Te estás viniendo abajo.
—Tengo miedo —contestó J. J. Se volvió hacia George Pilo y exclamó—: ¡Yo no lo hice!
Pilo se volvió, se dirigió pesadamente hacia J. J. y apretó la cara contra su barriga, mirándolo con sus ojos maliciosos y relucientes. J. J. sintió que los labios de George se movían sobre su estómago cuando este dijo:
—Me importa un comino lo que hicieras o no hicieras, aunque lo digan en la elegía de tu puta madre. Hoy es la reunión de fieles. Me vais a ayudar a prepararla. Puedes llorar si quieres, pero trabaja mientras lloras. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijo J. J., sorbiendo por la nariz y enjugándose las lágrimas.
George se desacopló y atravesó enérgicamente el escenario, echando la cabeza hacia atrás para examinar las viguetas. A lo largo de las mismas había ganchos, poleas y cuerdas que sujetaban los focos. Había dos plataformas de gran altura a ambos lados del escenario que sostenían la cuerda floja, que en aquel momento no estaba atada. Los acróbatas no usaban red de seguridad; debajo de aquella instalación de altos vueltos no había más que el escenario de madera.
George miró hacia arriba con ojo crítico durante un minuto.
—Vale —anunció al fin y señaló a un punto detrás del escenario, donde había varias cajas de madera—. ¿Las veis?
—Sí, señor —dijo J. J. sumisamente—. Las vemos.
—Bien. Ponedlas encima de las viguetas. Todas. Ahí arriba, junto al foco que tiene una equis pintada. Atadlas con una cuerda que se pueda desatar de un fuerte tirón.
—¿Cómo demonios vamos a hacer eso? —gimió Rufshod.
—No me importa —admitió George—. Pero si no habéis terminado dentro de dos horas estaréis vendiendo pasteles en el callejón de las casetas durante el resto de vuestra vida. La pastelería del payaso despedido, eso es justo lo que necesita este circo. Ahora, manos a la obra.
George sonrió, paladeando su consternación un momento antes de marcharse hecho una furia. Rufshod examinó las cajas y echó los brazos al cielo.
—¿Cómo demonios vamos a…? ¡Mira esas putas cajas! Están llenas de cajas de arena, por amor de Dios. ¿Para qué demonios quiere que las pongamos ahí arriba? ¡Ni siquiera podemos levantarlas!
—Ya lo sé —dijo J. J.—. ¿Sabes esa, cómo se llama? ¿Cama elástica? La que usan los acróbatas. ¿Por qué no subes ahí arriba y yo te tiro las cajas?
—Tío, ¿por qué siempre me toca hacer estos trabajos? —rezongó Rufshod.
—¿Dónde está la cama elástica?
—Probablemente en la carpa donde viven los acróbatas.
—¡Ah, no!
—Ah, sí. Y como yo tengo que jugarme la vida subiendo ahí arriba, tú puedes ir a pedirles que nos dejen usarla.
—No.
—Sí.
—¡Noooooo! —Aquello se prolongó hasta que Rufshod señaló que las dos horas se habían reducido a una hora y cuarenta minutos. J. J. se imaginó trabajando junto a las ratas feriantes, profirió un grito y se dirigió a la carpa de los acróbatas. Cuando llegó, estos se burlaron de él y lo provocaron durante media hora mientras hacía todo lo posible para que cooperasen. Se arrastró, los aduló, probó la psicología invertida, amenazó con ponerse en huelga de hambre, les hizo el vacío, se hizo el estrecho, se ofreció a espiar a los demás payasos, jugó la baza étnica… Finalmente le arrojó una roca a Sven, lo que hizo que se levantaran y lo invitasen a repetirlo. En ese punto J. J. se encogió y se arrojó al suelo, gimiendo, y aquello dio resultado; le dijeron que les daba asco, que se la llevara y se fuera. Sollozando, sacó la voluminosa cama elástica de la carpa a rastras, mientras los acróbatas le aseguraban que por cada arañazo que encontrasen en ella le romperían tres huesos. J. J. se lo creyó y lloró aún más fuerte mientras regresaba a la carpa del escenario, empujando la cama elástica de lado como si fuera una rueda hexagonal. Las ratas feriantes le sonreían al pasar y gruesos churretones de lágrimas y maquillaje le resbalaban por las mejillas. Les gritó que se alejaran o se las pagarían, ¿es que no lo oían? ¡Se las pagarían todos!
En la carpa del escenario Rufshod estaba posado peligrosamente en las viguetas.
—¿Por qué has tardado tanto? —bramó, y estuvo a punto de resbalar.
—No utilices ese tono —contestó J. J.—. No tienes ni idea de lo que he tenido que soportar. —Arrastró la cama elástica hasta el escenario y con profusas protestas depositó las cajas al lado—. Esto ha sido una idea estúpida —dijo—. ¿Cómo voy a saltar lo suficiente?
—Este es el equipo de la función de los acróbatas —repuso Rufshod—. No está de adorno. La función se basa en el equipo. Estas cosas funcionan.
J. J. dejó caer una de las cajas en la cama elástica, esperando que la madera desgarrase la tela, pero se mantuvo firme y rebotó con un chirrido de los muelles. J. J. saltó sobre la caja, intentando adquirir un poco de impulso. Para su sorpresa la caja surcó el aire enseguida, elevándose más a cada salto; era turbador verla dando vueltas sobre sí misma, pero su trayectoria se mantenía perfectamente recta.
—Ya te he dicho que estas cosas funcionan —exclamó Rufshod desde arriba—. No sé cómo voy a cogerla, pero ya veremos.
Solo dispuso de unos pocos segundos para averiguarlo, porque al cabo de un instante la caja estaba dando volteretas en el aire a su lado. Rufshod trató de cogerla cuando llegaba a su punto más alto y a duras penas consiguió depositarla en la vigueta antes de rodearla con gruesas cuerdas y atarla. Subieron la segunda caja sin demasiadas complicaciones y cuando aterrizó encima de la vigueta le aplastó los dedos de los pies a Rufshod, para alegría de este.
George Pilo había entrado y los estaba observando mientras trabajaban. No repararon en su presencia hasta que la última caja estuvo en marcha. Cuando Rufshod se disponía a cogerla George se anunció bramando:
—No ha sido tan difícil, ¿verdad?
Aquello distrajo a Rufshod lo suficiente para que perdiera el equilibrio y se cayera de la vigueta. Se estrelló contra el suelo un segundo antes que la caja, que aterrizó encima de él con un crujido como el de un huevo gigante al hacerse pedazos. Rufshod exhaló un sonoro resoplido y se quedó inerte.
J. J. miró boquiabierto a George, cuyo rostro no denotaba ninguna emoción mientras metía la mano en el bolsillo y sacaba dos bolsas de terciopelo.
—Con dos cajas bastará —dijo—. Por las molestias. —Le arrojó una bolsa a J. J. y otra en dirección a Rufshod y se marchó apresuradamente sin añadir nada más.
J. J. oyó un gemido procedente de debajo de la caja y acudió corriendo cuando Rufshod sacudió las piernas. Increíblemente seguía vivo.
—¿Puedes oírme? —preguntó J. J.
Rufshod balbuceó; una burbuja de sangre brotó de una aleta de su nariz y estalló.
J. J. sopesó sus opciones, una de las cuales consistía en rematar a la única persona que podía delatarlo por haber participado en el robo de la bola de cristal. Se decidió por afanarle la bolsa de terciopelo y volvió corriendo a la carpa de los payasos. Cuando entró los demás estaban jugando al póquer excepto Goshy, que estaba tendido en el suelo junto a la mesa, trinando. J. J. se detuvo jadeando en la entrada.
—¿Qué quería George? —dijo Gonko.
—Rufshod… ¡Está muerto! —exclamó J. J. con el tono que había ensayado mentalmente de camino. Rompió a llorar y añadió—: Casi.
Gonko ni siquiera apartó la mirada de su mano.
—¿Estás de coña? —preguntó.
—¡No, señor!
—¡Capullo desconsiderado! —chilló Gonko, arrojando las cartas—. ¡Tenía una escalera de color!
El grupo se dirigió a la carpa que albergaba el escenario de los acróbatas, aunque ninguno de ellos parecía tener demasiada prisa. Encontraron a Rufshod convulsionándose bajo la caja de madera, mientras se formaba poco a poco un charco de sangre en la hierba. Estaba emitiendo quedos gemidos de placer, si J. J. no se equivocaba.
—Ah, J. J., me habías dado esperanzas —dijo Gonko, empujando a Rufshod con la bota—. Esto no es nada. Esto es un colocón para Ruf, probablemente lo mejor de la semana para este cabrón asqueroso. Hace falta mucho más para matar a un payaso, querido. Los payasos son difíciles de matar, no te confundas.
Gonko golpeó la caja con la bota y la madera se resquebrajó; la caja rodó hacia un lado revelando la camisa empapada en sangre de Rufshod y su pecho horriblemente aplastado y lleno de bultos.
—Vale —dijo Gonko—. J. J. y Winston, vosotros dos sois lo más parecido a una pareja de enfermeras que hay en este grupo. Despegadlo del suelo y llevadlo a nuestra carpa. Si muere en el camino, os lo descontaré del sueldo.
Llevaron a Rufshod a la carpa y lo arrojaron sobre su cama, donde se quedó tendido con los ojos desorbitados y la cara empapada en sudor.
J. J., que se había creído merecedor de un poco más de atención, estuvo cabizbajo hasta las cinco en punto, cuando Gonko convocó a los payasos y juntos se dirigieron a la reunión de fieles de Kurt.
Los acróbatas les tendieron una emboscada. Dos feriantes cercanos se hicieron a un lado precipitadamente, y entonces salieron de un brinco de un callejón para bloquearles el paso.
—¡Tú! —exclamó el que se llamaba Sven, señalando a J. J.—. ¿Dónde está nuestra cama elástica?
—Donde la he dejado, marica estúpido —lo imprecó J. J., que no estaba dispuesto a tolerar ninguna impertinencia por parte de aquellos tipos cuando los demás payasos se hallaban presentes para pelear en su lugar—. ¡Que te follen! —agregó.
—¿Qué te habíamos dicho, hombrecillo? —intervino el que se llamaba Randolph, cuadrándose mientras se adelantaba hacia J. J.—. Que si no nos la devolvías te partiríamos por la mitad. Me parece que eso es lo que te habíamos dicho.
—Sí, me parece que fue así, amor mío —asintió Sven.
—De acuerdo entonces —prosiguió Randolph, flexionando lentamente las piernas y poniendo el talón a la altura de la cara de J. J.—. Los demás, apartaos. Esto será rápido y doloroso.
Gonko suspiró.
—Venga, tíos. Nosotros encajamos vuestra bromita de las bombas de humo. Dejad tranquilo al pobre J. J., ¿qué os parece? Así estaremos en paz.
—¿Bombas de humo? —repitió Randolph—. No sé de qué estás hablando. No nos eches la culpa de que tu espectáculo se caiga a pedazos. Sois un puñado de principiantes que no reconocerían el entretenimiento aunque os propinara una patada en la cara. ¡Mirad! —Randolph dio un elegante salto en dirección a J. J., levantando el talón para golpearlo. Era tan grácil que J. J. se encontró admirando el cuerpo en movimiento en lugar de apartarse. Gonko, sin embargo, no estaba tan fascinado como él; se interpuso entre Randolph y J. J., sacó una barra de hierro de sus bolsillos y golpeó al acróbata en las costillas con un ruido sordo y musical. Randolph salió despedido por los aires, dando vueltas como un saltador de trampolín antes de aterrizar bruscamente en la hierba.
Los demás acróbatas observaron el cuerpo caído de su camarada y se volvieron hacia Gonko, rodeándolo con un aire intimidatorio que J. J. no habría creído posible en unos hombres que llevaban mallas. Gonko se encaró con ellos enarbolando la barra de hierro, enseñando los dientes y asintiendo con la cabeza. Entonces sucedió algo inesperado: Goshy salvó el día. Todos los presentes, probablemente todos los que se hallaban en el parque de atracciones, se taparon los oídos con las manos cuando hendió el aire un ruido insoportable, más estridente que una sirena antiaérea, atronador como una explosión. Los payasos y los acróbatas se desplomaron, sepultando la cabeza entre los brazos. A continuación los acróbatas se pusieron en pie a duras penas y salieron corriendo.
J. J. había sido el primero en caer al suelo. Miró de soslayo a Goshy, cuyas facciones se habían contraído tensamente formando rollos pastosos alrededor de la boca y el cuello. Lo que más extraño encontraba J. J. era que Goshy les estaba dando la espalda a los demás mientras miraba atentamente la piqueta de un puesto gitano cercano. Era imposible creer que hubiera seguido la confrontación ni que se hubiera propuesto ponerle fin con aquel acceso; con toda probabilidad era algo que habría hecho de todas formas. Una gota de sangre le resbaló de la oreja.
El alarido cesó al fin. Doopy fue corriendo junto a su hermano.
—¡Goshy! —dijo con un suspiro sobrecogido—. Lo has hecho bieeeen. ¡Lo has hecho muy bien, Goshy!
Goshy tenía los brazos apretados rígidamente a ambos lados del cuerpo. Se volvió hacia Doopy, dio tres pasos arrastrando los pies, lo miró como si nunca lo hubiese visto antes y emitió un silbido quedo. Gonko se quitó los tapones para los oídos que se había sacado de los bolsillos y le dio una palmada en la espalda a Goshy. J. J. sintió un escalofrío mientras Doopy le limpiaba la sangre de la oreja a su hermano.
Los payasos reanudaron la marcha. Los feriantes se asomaban a las ventanas cuando pasaban, preguntándose qué demonios había producido ese ruido. Todos los que se hallaban en el parque se estaban preguntando lo mismo. Incluso Goshy.
Un charco de la sangre de Rufshod seguía tiñendo la hierba junto al escenario. Los payasos fueron los segundos en llegar. Los primeros habían sido los acróbatas, que los fulminaron con la mirada desde el otro lado de la estancia. Gonko les tiró un beso. Rápidamente llegaron los demás artistas para postergar la tensión, ya que no aliviarla. Entre ellos estaban los leñadores, hombres fornidos y musculosos vestidos con vaqueros que, a juzgar por sus modales, no necesitaban los músculos para sostener un gran peso de materia cerebral. Se rascaban y miraban en derredor con la mirada perdida. Algunos miembros de la parada de los monstruos estaban presentes, incluido Yeti, dos metros diez cubiertos de largo pelaje y un semblante profundamente apesadumbrado y amable. Niñopez empujaba la cabeza cortada en un carrito de la compra. Los monstruos se instalaron al fondo de la sala. Niñopez irradiaba afabilidad en todas direcciones. Al parecer era el único que no tenía enemigos. J. J. se preguntó cómo lo conseguía.
Mugabo entró dando tumbos, como si hubiera llegado accidentalmente, y tomó asiento en el extremo izquierdo de la sala, con aire confuso. Shalice llegó a continuación y miró a su alrededor con sus ojos inflamados para tomarles la medida a todos los presentes. J. J. se agachó detrás de Doopy para que no lo viera. George Pilo entró en tromba tras ella, un metro veinte de cólera resentida, y se quedó a cierta distancia detrás del podio, sin mirar a nadie. Observaba atentamente las cajas atadas a las viguetas. Alguien, presumiblemente el propio George, había añadido otra cuerda que descendía por la viga maestra del trapecio y terminaba a sus pies.
De repente, J. J. cayó en la cuenta de que las cajas estaban justo encima del podio que había instalado George y palideció bajo el maquillaje al comprender su propósito. George se disponía a asesinar a Kurt… ¡y él, J. J., lo había ayudado a prepararlo! El miedo lo inundó como agua helada y se retorció en su asiento. Quizá hubiera tiempo para avisar al jefe…
Entonces este entró, recorriendo el pasillo entre las hileras de sillas, con las manos en los bolsillos, mirando a sus empleados con aquella sonrisa. Se dirigió directamente al podio y alzó las manos como para acallar a los espectadores, aunque estos no estaban hablando. J. J. se encogió aún más en el asiento, temeroso de mirar.
—Buenas tardes —dijo Kurt con una voz profunda y rica—. ¿Cómo estáis? ¿Que cómo estoy yo? Supongo que bien. No me han matado desde la última vez que hablamos, y lo mismo podría decirse de vosotros, de lo cual me alegro. Hemos estado ocupados esta semana. Dos funciones. Eso es mucho trabajo y os merecéis un aplauso. Casi todos habéis estado a la altura del listón de entretenimiento que el circo de la familia Pilo espera de sus artistas. Nuestro objetivo es proporcionar una inolvidable experiencia de entretenimiento a cualquiera que visite nuestro espectáculo. Así es como se sobrevive tanto tiempo en este negocio, amigos. Entreteniendo. Todo el mundo tiene derecho a entretenerse.
Aquella cháchara frívola se prolongó durante varios minutos, mientras los artistas miraban a cualquier parte menos al podio. J. J. observó nerviosamente a Kurt mientras este se cernía sobre todos los presentes, desgarrando el aire que lo rodeaba, haciendo ademanes civilizados con sus enormes manos como un león vestido de etiqueta.
—Ahora bien, hay algunas cuestiones desagradables. —La sonrisa de Kurt se convirtió en el ceño bonachón de un paciente maestro de escuela—. Hay diecisiete personas que han tomado el nombre de Dios en vano. Shalice lo ha hecho dos veces mientras copulaba, así que supongo que se le puede perdonar… Aunque suplicarle al salvador que te folle es un poco excesivo, Shalice. No podemos pedirle tanto. El monstruo Croqueta lo ha hecho una vez, hablando en sueños; buen trabajo, Niñopez, tienes mano dura. Entre los payasos, Rufshod lo ha hecho seis veces, Gonko diez, Winston dos y J. J. treinta y dos. Mi querido hermano George lo ha hecho once veces. Esta vez no habrá avisos por infracción, pero mantengamos las formas, por favor. Hay muchas palabras. ¿Por qué hemos de usar la del señor? Tengamos eso presente.
Ante la mención de George, J. J. escrutó el escenario, pero George se había esfumado. En ese momento un movimiento atrajo su atención y vio que algo tiraba de la cuerda que ascendía por la torre del trapecio y discurría por el techo. En lo alto, una de las cajas sufrió una pequeña sacudida, se inclinó hacia un lado y ambas cajas cayeron.
Abajo, Kurt no perdió el compás del discurso, ni siquiera cuando las dos cajas se estrellaron contra el escenario a ambos lados de su cuerpo. En la mano tenía el paraguas que le habían prestado los payasos, que se había puesto justo encima de la cabeza una fracción de segundo antes de que las cajas le aplastasen el cráneo lampiño. El estruendo que produjeron las cajas al precipitarse contra el escenario de madera despertó bruscamente la atención de los artistas; las cajas se rompieron a causa del impacto y el contenido de las bolsas de arena rajadas se derramó con un débil siseo.
Kurt ni siquiera miró las cajas caídas. A sus espaldas, George estaba poniéndose colorado y haciendo aspavientos como un chimpancé presa de un ataque. Kurt dobló tranquilamente el paraguas y lo dejó a un lado mientras les recordaba a sus subordinados que no debían preguntarse qué podía hacer Jesús por ellos, sino qué podían hacer ellos por Jesús.
J. J. se mordió las uñas. No pasaba nada. Gonko y Winston apenas manifestaban un vago interés en el intento de asesinato.
—¡Winston! —susurró J. J.—. ¡Yo puse ahí esas cajas!
—¿Y qué? —replicó Winston.
—¿Cómo que y qué? ¿Es que eres corto de entendederas, joder?
—Silencio, por favor —dijo Kurt desde el podio. J. J. profirió un gañido de temor antes de poder contenerse. Winston se inclinó hacia él y le dijo:
—Esto no es nada que no hayamos visto ya mil veces. No importa que ayudaras a George. Probablemente la semana que viene Kurt te pedirá que lo ayudes a cargarse a George. Haz lo que te digan y mantén la boca cerrada.
Kurt estaba concluyendo su discurso. George se marchó discretamente, tropezándose con sus propios pies y temblando de rabia.
—Parece que George creía que esta vez tenía una oportunidad —comentó Winston.
—Será divertido recibir órdenes de ese capullo esta noche —rezongó Gonko, y escupió.
Kurt terminó instándolos a que ese año no tirasen la casa por la ventana con sus regalos de cumpleaños, aunque podían hacerlo un poco si realmente lo deseaban. Todos los artistas se agitaron, aliviados de que el final de la reunión estuviera próximo.
De pronto se escuchó un sonoro crujido. Al parecer procedía de las viguetas. J. J. miró hacia arriba sobresaltado cuando la carpa entera pareció temblar. Las torres del trapecio se bambolearon y el silencio se propagó entre los espectadores. Winston se metió inmediatamente debajo de la silla. Hasta Kurt se interrumpió y miró lenta y curiosamente a su alrededor. En ese momento las vigas maestras se derrumbaron hacia delante como árboles derribados y se oyó un restallido como el de una bandera ondeando en un viento fuerte. Sobre las viguetas horizontales se desplegó un estandarte atado a la misma vigueta en la que había estado Rufshod. Era una sábana blanca y había una palabra pintada en ella con letras rojas: «Libertad».
Entonces la carpa se desmoronó. Las vigas maestras se vinieron abajo, las viguetas se desplomaron hacia dentro y se produjo un estruendo desgarrador. Se elevó un chillido en el exterior de la carpa cuando esta se desplomó sobre sí misma, enterrándolos a todos bajo una gruesa tela. Hubo sordas colisiones cuando se rompieron los soportes metálicos y de madera, estrellándose contra las hileras de asientos. J. J. apenas tuvo tiempo de esconderse debajo de la silla antes de que un poste se precipitase justo a su lado. El suelo se estremeció a causa del impacto.
La voz de Kurt Pilo se escuchó entre los escombros desde el podio. Parecía ligeramente divertido.
—Vaya —dijo—, eso no me lo esperaba.
El aparente sabotaje habría de ser el origen de muchas conversaciones a lo largo de los días posteriores. Era extraño que no hubiese muerto nadie en lo que había venido a ser un intento de asesinar a todos los artistas. El vandalismo a una escala más pequeña no era insólito; siempre había alguien que se la tenía jurada a otro y la mayor parte de los componentes del espectáculo habían visto más cosas de las que les convenía, un afrodisiaco para la violencia fortuita. Por supuesto, la bandera había descartado la posibilidad de un accidente. ¿Libertad? Era una palabra bonita, pero nadie sabe cómo interpretarla.
Las primeras acusaciones se dirigieron contra George; a sus espaldas, claro. El hecho de que se hubiera escabullido de la carpa había resultado terriblemente conveniente. Si George era el culpable, se planteaban serias preguntas acerca de cómo debían pedirle cuentas; después de todo, era el segundo al mando y Kurt ya lo quería muerto. Pero George no tuvo que responder de ninguna acusación. A todos los miembros del espectáculo les habría encantado verlo retorciéndose por puro placer, pero nadie creía realmente que lo hubiera hecho él. La naturaleza caótica del atentado, que había dejado tanto en manos del azar, carecía de la firma de un maniático del control como George… Sencillamente no era su estilo.
Los que salieron peor parados fueron los acróbatas. Su escenario estaba en ruinas y su actuación se vio relegada a la alternativa más pequeña: la carpa que albergaba el escenario de los payasos. Cuando se produjo el anuncio, los que salieron peor parados fueron los payasos, y los acróbatas vieron la luz al final del túnel. No obstante, su espectáculo se vio reducido a números básicos sobre una esterilla de gimnasio hasta que reconstruyeran su escenario, lo que no sería nada sencillo, puesto que nadie sabía exactamente cómo manipular la maquinaria para darle el efecto mágico necesario.
Los monstruos también estaban desconsolados, pues Niñopez había resultado gravemente herido; un poste maestro le había aplastado la cabeza. Lo único que lo salvó fue una visita al manipulador de materia. Mientras tanto Mugabo, presa del pánico, había desencadenado una pequeña tormenta de fuego, fundiendo parcialmente algunos aparatos que, por lo demás, se habrían podido arreglar. Ahora juraba que no volvería a actuar nunca y se negaba a permitir que alguien se acercara lo bastante para tratar las quemaduras que se había infligido a sí mismo.
El resto de las heridas habían sido de poca consideración. J. J. no tenía más que un hematoma en el hombro y una oscura mancha húmeda en la parte delantera de los pantalones a causa de una combinación de miedo y demasiados polos de helado. A otros les pitaban los oídos por culpa de Goshy, cuyos exabruptos y alaridos en medio de la catástrofe no habían ayudado a nadie. Después había estado hiperactivo durante horas, hasta que finalmente el silbido de la tetera se convirtió en el trino del periquito y todo el mundo consiguió relajarse.
—Bueno —comentó Gonko cuando ocuparon sus puestos ante la mesa de juego—, menudo espectáculo, ¿eh?
—¿Quién lo ha hecho, Gonko? —preguntó Doopy—. ¿Quién lo ha hecho? No deberían haberlo hecho, Gonko, no señor. Le dieron un susto a Goshy, Gonko, ¡le dieron un susto a Goshy!
—Por lo que parece también le dieron un susto al pequeño J. J. —observó Gonko—. A lo mejor quieres cambiarte de pantalones, corazón.
—Solo es sudor —le aseguró J. J., cruzando las piernas para disimular la mancha.
—Parece que Niñopez está bastante grave —intervino Winston mientras repartía una ronda de blackjack.
—Eso es terrible —declaró Gonko, descargando el puño sobre la mesa—. Niñopez no le ha hecho daño ni a una mosca. Pienso rajar de arriba abajo al culpable.
—¿Quién lo hecho, Gonko? —repitió Doopy—. ¿Quién ha sido el que lo ha hecho, Gonko? ¿Quién ha sido el que ha hecho lo que ha…?
—No tengo ni idea, Doops. Pero es una buena pregunta… Siempre has sido un tipo inquisitivo. ¿Quién iba a querer matar… a todo el mundo? ¿Y qué era esa mierda de «libertad»?
Algo encajó en la cabeza de J. J. Recuerda esa palabra. Libertad. ¡Winston! ¿Por qué no lo había recordado antes? Volvió la cabeza hacia Winston con la misma deliberación que había demostrado ante el juego de los payasos en el callejón de las casetas, igual de boquiabierto. Winston le dirigió una mirada despreocupada y comentó:
—Qué raro, ¿verdad? Odiaría estar en los pantalones… o sea, en los zapatos, del que haya colgado ese estandarte.
J. J. entendió la indirecta, pero siguió boquiabierto. Winston volvió a mirarlo brevemente y chilló:
—J. J., ¿piensas apostar o te vas a quedar sentado chupándosela al hombre invisible toda la noche?
Aquello provocó una risita por parte de Gonko y J. J. cerró la boca.
—Sí que estás nervioso —le dijo Gonko a Winston—. Nunca te había oído hablar así.
—Sí, bueno, pasará algún tiempo hasta que nos devuelvan nuestro espectáculo, ¿verdad? —dijo Winston—. ¿Has oído lo que ha dicho George? Les han dado nuestro escenario a los acróbatas. ¿Cuánto tardarán en reconstruir el suyo?
—¡Joder, tienes razón! —gimió Gonko.
J. J. decidió que había llegado el momento de marcharse, pues permanecía tan incrédulo que no podía cerrar la boca delante de Winston.
—¡Oye! —rugió Gonko cuando se escabulló de la mesa—. ¿Adónde cojones vas? ¿Qué clase de partida de póquer se puede jugar con tres jugadores? —J. J. gimoteó y salió corriendo—. Nadie se cree esa mierda de actuación —exclamó Gonko a sus espaldas—. Te conozco, colega, te conozco muy bien.
Cuando volvió a su habitación J. J. se sentó en la cama y trató de pensar. Winston aún lo tenía cogido por los huevos, pero ¿acaso él no lo tenía también cogido por los huevos? Libertad. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué se lo había dicho a Jamie en un momento de sentimentalismo? Qué, ¿acaso creía que Jamie tenía alguna posibilidad de escapar del espectáculo? ¿Ese era el plan del viejo?
—Me parece —susurró J. J.— que quizá, sí, ese es su plan.
Se tumbó, reflexionando, y se golpeó la cabeza contra algo redondo y duro. Una sonrisa se dibujó en su cara mientras daba golpecitos a la bola de cristal. Sabía cómo iba a pasar el día siguiente. Sacó la bola de cristal de la funda, la acarició y dijo:
—Tú y yo contra el mundo, nena.