23

Ondas de choque

En el cielo artificial de la feria no había luna ni estrellas, condiciones que propiciaron que los rebeldes por la libertad acudieran furtivamente a la reunión de emergencia y, considerando las circunstancias, suponían una de las escasas bendiciones con las que podían contar. Estaban apesadumbrados porque adivinaban que su efímera resistencia, que durante tanto tiempo habían pospuesto, estaba llegando a su fin y que volverían a verse relegados al mayor secretismo, sin saber en ningún momento cuándo los estaban observando ojos indiscretos. Ninguno de ellos esperaba que Jamie apareciese aquella noche y cuando este los encontró, sentados en medio de un lúgubre silencio, sus miradas encolerizadas le hicieron preguntarse si no habría sido más prudente arriesgarse con Goshy. Un empujón, un empujón…

Randolph se puso en pie.

—¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? —le espetó—. ¿Has venido a regodearte ahora que estamos todos muertos?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jamie, alejándose todo lo posible del borde del precipicio.

—No ha sido culpa de nadie —intervino Niñopez, poniéndole una mano tranquilizadora en el hombro a Randolph—. Siéntate, Jamie.

Randolph retrocedió, escupiendo y maldiciendo para sus adentros.

—No es culpa de nadie, pero Randolph está en lo cierto —dijo Niñopez—. Ahora podemos darnos por acabados. Los Pilo han recuperado sus ojos y sus oídos. No hay nada que podamos hacer.

—Podríamos volver a robarla, ¿verdad? —sugirió Jamie—. Ya la hemos robado una vez.

—¿Algún voluntario? —murmuró Niñopez—. Winston, enséñaselo.

Winston se levantó la camisa sin decir palabra y Jamie tuvo que sofocar un grito. Un destello rojo manó repentinamente como si fuera sangre; parecía que le habían arrancado el centro del pecho para reemplazarlo por carbones ardientes. La carne de alrededor estaba humeante y ennegrecida. Olía a carne asada.

—Duele —anunció Winston en un susurro—. El dolor era bastante grande, ¿sabes? El manipulador de materia me dijo que volviera dentro de una semana para que me devolviese a la normalidad. Usé el polvo para pedir que se calmara el dolor, pero no ha cesado por completo. Pero duele menos, ahora solo está caliente. Lo que no aguanto es el olor. El olor es un poco excesivo.

Jamie sintió una punzada en el fondo de la garganta; habría sido muy sencillo que fuese él.

—Lo siento —dijo, poniéndole una mano en el hombro.

—No es culpa tuya —dijo Winston—. Creo… que la adivina tuvo una visión, eso es todo. Pero no pasa nada, no sabe nada del resto de nosotros.

—¿Qué hacemos ahora? —intervino uno de los enanos—. Mañana es día de función. Aún podemos impedirlo.

—No —contestó Winston con tono distante—. Me parece que a lo mejor deberíamos olvidarnos de todo esto. Si decidís quedaros en el espectáculo haced lo que podáis, arregláoslas. Hay cosas peores que estar aquí. No merece la pena luchar contra ellos. El mundo ha sobrevivido hasta ahora desde hace miles de años… No merece la pena luchar contra ellos.

El extraño rostro de Niñopez parecía de piedra.

—Winston, nadie te culpará si decides quitarte de en medio. Pero yo no pienso hacerlo. No hacer nada duele más que luchar contra ellos.

—No estés tan seguro de eso —repuso Winston—. Han sido bastante indulgentes conmigo. Podría haber sido peor. Deberías ver a los pobres diablos que tiene en su estudio… —Winston bajó la voz y se levantó para marcharse—. Hasta luego a todos. Tengo que dormir un poco. Necesito otra dosis de polvo. Está empezando a calentarse un poco.

Lo siguieron con la mirada mientras caminaba despacio, arrastrando los pies, aletargado. El domador de leones corrió tras él para ayudarlo a cruzar el estrecho sendero sin peligro. Cuando se perdió de vista Niñopez tomó la palabra:

—¿Alguno de los presentes puede renunciar a la lucha ahora que habéis visto lo que le han hecho a nuestro amigo?

—No —dijeron voces aisladas de los asistentes. No hay mucha convicción, pensó Jamie.

—Ya habéis visto lo que les hacen a los rebeldes —prosiguió Niñopez—. Tenemos que seguir presionándolos. Los Pilo han recuperado sus ojos y sus oídos, pero no puedes mirar en todas partes al mismo tiempo. Yo estoy dispuesto a arriesgarme para atacarlos. ¿Hay alguno de los presentes que no esté dispuesto a hacer lo mismo?

—No —contestó Jamie. Randolph lo miró con sorpresa y desdén. Jamie le sostuvo la mirada—. Haré lo que sea necesario —añadió.

—Demuéstralo —replicó el acróbata.

—¿Cómo?

—Vamos, Randolph… —terció Niñopez.

—¿Qué? —insistió Jamie, que estaba perdiendo los nervios. Se puso en pie apretando los puños. Los enanos lo observaron con interés, como si anticipasen una pelea—. ¿Cómo puedo demostrároslo? —dijo.

—Lo que tenemos que hacer —dijo Niñopez, imponiéndose con tono de laboriosa paciencia— es estremecer a Kurt Pilo hasta la médula. Lo único que ha recibido es una obediencia aduladora. Tenemos que hacer que sienta que están tirando de la alfombra, aunque no sea más que una ilusión.

—¿Cómo? —repitió Jamie sin quitarle la vista de encima al acróbata—. Haré lo que queráis. La parte más arriesgada del trabajo. Lo que sea. Decidlo.

Niñopez lo miró mientras sus agallas subían y bajaban.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Sí.

—Muy bien, Jamie. Puedes ocuparte del trabajo que pensaba encargarle a Randolph: el allanamiento.

—¿Un allanamiento? Vale, muy bien. ¿De qué?

—De la caravana de Kurt —dijo Randolph, y sonrió. Ahora es cuando te echas atrás, decía la sonrisa—. Irrumpe en la caravana y destrózala. El trabajo es todo tuyo.

Antes de que Jamie tuviera ocasión de contestar las cabezas se volvieron hacia el estrecho sendero; Winston estaba corriendo hacia ellos. Sus pasos eran inestables y parecía en peligro inminente de caerse por el borde; el polvo y los guijarros que sacudía con los zapatos rodaban por la pendiente del precipicio, perdiéndose para siempre. Cuando consiguió doblar el estrecho recodo muchos suspiraron de alivio. Apoyó un brazo en la cerca y se esforzó por recuperar el aliento. Tenía los ojos desorbitados.

—¿Qué pasa? —dijo Niñopez, corriendo hacia él. Los demás lo siguieron.

—Ha pasado algo —explicó Winston. Aspiró un poco de aire antes de continuar, jadeando entre las palabras—: Ha habido un atentado. En la casa de la risa… una explosión. Que todo el mundo vuelva ahora mismo, todos… tienen que estar presentes. Daos prisa.

—Pero ¿esto no lo ha hecho ninguno de nosotros? —dijo uno de los enanos, enarcando una ceja poblada ante los demás—. ¿Verdad?

—¿Alguien está implicado? —preguntó Niñopez. Nadie levantó la mano. Niñopez se volvió hacia Winston—. Cuéntanos todo lo que sepas, y deprisa.

—No sé mucho —admitió Winston—. Me lo ha dicho un feriante, media casa de la risa está hecha pedazos. Los Pilo están allí. Kurt se ha puesto raro. Está… cambiando.

Niñopez se puso tenso.

—¿Cambiando? ¿Cómo que cambiando?

—Cambiando de forma, de cara. Hablando raro… Creo que esto ha sido demasiado para él. Creo que se está viniendo abajo. Vamos, volved ahí dentro. Todos.

El grupo empezó a volver en fila por el sendero. Niñopez alzó la mano y exclamó:

—¡Esperad! —Se interrumpió y parecía que estaba devanándose los sesos rápidamente—. Vale —dijo—, escuchadme. ¡Que todo el mundo intensifique los ataques! Olvidaos del peligro el resto de la noche y seguid adelante a toda máquina. Algunos de nosotros serán atrapados, castigados y asesinados o algo peor, pero no importa. Puede que este sea el último sacrificio que tengamos que hacer jamás. ¡Puede que esta sea la última noche del circo! Jamie, sigue adelante con tu misión; ahora, mientras Kurt está alejado de la caravana.

—¿Qué quieres que haga exactamente? —preguntó Jamie, considerando seriamente por primera vez para qué se había presentado voluntario.

—Venga, usa la cabeza —dijo Niñopez con irritación—. Sabes qué es lo que le molesta a Kurt. La desobediencia. Así que desobedécelo, Jamie, por amor de Dios. Ataca su espacio personal y no tengas escrúpulos. ¡Vete! Si no estás dispuesto a hacerlo dilo ahora y mandaré a otra persona.

Jamie gimió. Mientras volvía corriendo hacia el sendero oyó que Niñopez le decía a Winston que ejecutara el plan de Goshy de inmediato. Jamie se preguntó qué demonios significaba eso y se sintió vagamente reconfortado ante el hecho de que no le hubieran asignado aquella misión. Lanzó una última mirada hacia atrás y vio a Niñopez dándoles palmadas en la espalda a los demás y vociferando instrucciones.

Bueno, si J. J. realmente quería ver cómo Kurt perdía los nervios tal vez tuviera una oportunidad… si acaso Jamie vivía lo suficiente para volver a maquillarse. Atravesó la abertura de la cerca, respiró profundamente y fue corriendo a la caravana de Kurt.

Había transcurrido una hora desde la explosión. Una multitud considerable se había congregado para observar. El costado de la casa de la risa había sido arrancado como una costra y una repugnante luz roja se escapaba al aire nocturno como sangre filtrándose en el agua. En el piso de arriba estaba el manipulador de materia, recibiendo un poco de desagradable aire fresco, era la primera vez que se convertía en el centro de atención en su enigmática vida. El hombrecillo de cara amarillenta contemplaba a la multitud que lo contemplaba a él, en el marco de un estudio que parecía una habitación de hotel en el infierno. La pared de atrás estaba hecha de carne, un entramado plano y palpitante de piel y venas. La explosión había esparcido por la habitación sus horribles creaciones hechas de partes humanas y animales, que yacían moribundas y sangrantes; algunas estaban incrustadas en la pared. Allí era donde se fabricaban los monstruos, donde se castigaba a los que rompían las reglas, donde de tanto en tanto se donaban un par de primos como juguetes para el escultor de carne, sorprendido e incapaz de moverse, que era el blanco de todas las miradas. Finalmente se arrastró hasta perderse de vista detrás de una de sus palpitantes estatuas, dejando a la multitud preocupada por algo que los perturbaba aún más: Kurt Pilo.

Kurt y George habían aparecido en la escena casi inmediatamente después del estallido, pero al ver el humor de su hermano, George había huido enseguida. Los labios de Kurt estaban arqueados hacia arriba como en la anatomía de una sonrisa. Sus grandes dientes amarillos se asomaban entre los labios separados y una extraña carcajada retumbaba desde el fondo de su garganta, como si los dientes fueran los barrotes de una jaula que confinaba a un alegre lunático. Feriantes veteranos, que hasta ahora habían pensado que lo habían visto todo, se alejaron discretamente del propietario mientras este merodeaba entre los escombros soltando aquella carcajada.

—Oh, jo, jo, jo, jo, jo, jo, jooooo —se carcajeaba Kurt.

Parecía que estaba intentando tomarse aquel incidente como una broma a su costa, y estaba luchando con uñas y dientes para aferrarse a una apariencia de su acostumbrado buen humor. El esfuerzo era inmenso; sus ojos despedían un fulgor blanco enajenado, la piel bronceada de las mejillas estaban tan tirante que parecía que iba a resquebrajarse y se le había alargado la mandíbula. Los dientes estaban fuertemente apretados contra la piel tensa de las mejillas. Tenía las manos apretadas y temblorosas.

—Oh, jo, jo, joooo —dijo—. Vaya, vaya, esta sí que es buena, jo, jo, jo, alguien se está divirtiendo, hay, ohhhh, jo, joooo, hay, jo, jo, traidores y yo estoy… —Su voz se apagó con un sonido semejante al de un cocodrilo gruñendo desde profundidades abismales y primitivas antes de que la carcajada volviera a escucharse. Se paseó entre los escombros, aplastando yeso y cristales que crujían bajo sus pies. La multitud empezó a retroceder.

Gonko estaba entre ellos, observando al jefe con los ojos entrecerrados. Había visto a Kurt agitado antes, hacía mucho tiempo. No era una visión bonita. Ahora sí que se está agitando, pensó Gonko. La verdad es que se está enfadando más a cada segundo. Esto podría ponerse feo. Puede que sea un buen momento para esfumarse… Gonko se marchó de inmediato.

La camisa de Kurt había empezado a hincharse alrededor de los hombros. Emitió una sarta de carcajadas particularmente estruendosa y el misterioso bulto de carne le desgarró la espalda de la camisa, convirtiéndose en una poderosa joroba. La multitud se dispersó por completo.

En la carpa de los payasos, Gonko vio a Winston apartándose de la portezuela principal. Gonko le dirigió un asentimiento, contento de ver que se encontraba fuera de peligro, y entonces se interrumpió; Winston tenía una mano detrás de la espalda, ocultando algo.

—¿Qué tienes en la mano, colega? —preguntó Gonko.

—Nada, Gonks —contestó Winston—. ¿Lo ves? —Sacó la mano, que estaba vacía—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Está pasando algo grave —dijo Gonko—. Quiero que se reúna a todo el mundo. Este no es momento para jueguecitos.

—Iré a buscar a J. J. si quieres —sugirió Winston.

Gonko asintió.

—Hazlo. —Gonko le dirigió una mirada crítica que decía «sé que estás tramando algo, viejo, pero ¿es algo que necesito saber o algo que no quiero saber?».

Winston suponía que se trataba de lo primero. A su espalda tenía un puñado de hojas pinnadas de color verde amarillento que se había apresurado a guardar en la cintura de los pantalones. Lo que Gonko no había advertido, gracias a las estrellas, era el fino rastro que se extendía desde Winston hasta la habitación de Goshy. El rastro estaba destinado a acabar en la barraca de la adivina. Winston aspiró una honda bocanada de aire y se dirigió hacia allí, ignorando el dolor del pecho mientras la franja brillante que había en él empezaba a calentarse.

Mientras tanto, en la caravana de Kurt, Jamie estaba intentando controlarse. La adrenalina estaba haciendo que le temblaran las manos. Al parecer Kurt no sospechaba que alguien tuviera el descaro de allanar su caravana, pues la puerta no solo no estaba cerrada con llave sino que se hallaba ligeramente entreabierta. Jamie aspiró una honda bocanada de aire, se dijo que mantener la bocaza cerrada de vez en cuando podía resultar una ventaja para la supervivencia, subió los escalones y entró. Olía a zoológico en aquella caravana oscura y estrecha, iluminada solo por un pequeño farol de gas instalado encima del escritorio, alrededor del cual flotaban polillas y mosquitos. Jesús lo contemplaba desde media docena de crucifijos de plástico.

—Bonito toque, señor Pilo —susurró Jamie—. Gracias.

A la carga. Empezó arrancando las páginas de las Biblias amontonadas encima del escritorio. Las páginas de todos los libros estaban coloreadas de arriba abajo con rotuladores. Jamie dejó caer al suelo las cubiertas y las páginas arrancadas. ¿Era bastante desorden? No lo creía. ¿Qué habría hecho J. J.? Él habría sabido cómo montar una escena. A lo mejor habría hecho algo parecido a esto…

Jamie hizo una mueca y se bajó los pantalones. Se sentó encima del escritorio y descargó todo lo que tenía, los intestinos y la vejiga, lo que no resultaba sencillo en aquellas circunstancias. Se limpió con páginas de la Biblia que a continuación pegó en la pared. Quitó un crucifijo y lo empleó para extender la porquería por el escritorio. La orina fluía formando arroyuelos que goteaban al suelo. ¿Qué más podía hacer? El archivador de la pared del fondo, detrás del escritorio… Le dio un tirón y se vino abajo produciendo un estrépito que le hizo torcer el gesto. Los dos cajones de arriba se desencajaron, derramándose su contenido: no se trataba de documentos, como esperaba Jamie, sino de miles de bultitos blancos que cayeron y se desparramaron por el suelo como pedrisco. Dientes. Miles y miles de dientes.

Apenas había pasado un par de minutos allí, pero suponía que ya había hecho suficiente. Cuando se disponía a marcharse escuchó un topetazo y un gemido quedo procedentes del escritorio. El momento de pánico fue como una descarga eléctrica; se quedó mirando fijamente hacia la puerta, tan delirante de terror que realmente vio a Kurt allí de pie, sonriendo serenamente y prometiéndole la muerte con sus ojos bestiales. Jamie parpadeó y la imagen se desvaneció. Examinó el escritorio y reparó en una pequeña palanca semejante a un freno de mano instalada junto al cajón inferior Tiró de ella sin saber qué esperar y se accionó un muelle. Se oyó el sonido de la madera al deslizarse y surgió un pesado cajón hacia la puerta de la caravana. Allí, dentro de un compartimento hueco, estaba tendido el sacerdote, el regalo de cumpleaños de Kurt, temblando con una mirada de animal asustado.

Jamie se inclinó para desatarle las cuerdas que le habían anudado alrededor de las muñecas. El sacerdote se debatió y trató de resistirse.

Shh, voy a dejarle salir —dijo Jamie—. No haga ningún ruido, ¿de acuerdo?

—Gracias a Dios —gimió el sacerdote, aunque las palabras salieron de forma extraña. Jamie comprendió el motivo; no le quedaba ni un solo diente en la boca.

—¿Puede andar? —le preguntó. El sacerdote se puso en pie y estuvo a punto de desmoronarse. Jamie le prestó un hombro y ambos salieron tambaleándose de la caravana.

Shalice estaba observando al mago desde su barraca mediante la bola de cristal. La barraca estaba a oscuras y las luces de la caravana estaban encendidas, de modo que si Mugabo decidía que había llegado la hora de atacar, Shalice tendría un poco de tiempo extra para escapar. En dos ocasiones había salido resueltamente con los ojos brillantes, pero en ambas ocasiones se había detenido, había reflexionado y había vuelto a entrar. El resto del tiempo el humor del mago fluctuaba entre la cólera furiosa y la calma deprimida de mirada perdida. Durante los momentos de calma musitaba para sus adentros, enfureciéndose gradualmente hasta que se apoderaba de él una rabia imponente que hacía que se mesara los cabellos, arrojara chispas por las manos y gritara como un animal. Shalice no dudaba de que ella fuera el motivo de su ira; había leído su nombre en sus labios una docena de veces. También había visto la aparente causa del problema: la destrucción de su estúpido laboratorio. Por alguna razón la culpaba a ella, algo que tendría que investigar cuando se hubieran calmado las cosas.

Por el momento decidió que había visto suficiente. Mugabo tenía que desaparecer.

Cuando estaba tornando aquella decisión llamaron a la puerta. Con un hábil movimiento de la mano enfocó el exterior de la barraca con la bola y vio con cierta sorpresa a George Pilo allí fuera.

—¡Abre! —vociferó este.

Shalice fue a abrir la puerta.

—¿Qué pasa, George?

—No utilices ese tono conmigo —estuvo a punto de gritar George—. Aquí está sucediendo algo. Quiero la bola. Dámela.

Qué capullo, se dijo ella.

—George, por favor… este es un mal momento. Si quieres mirar algo, yo lo haré.

—¡Qué demonios! —tronó George, apretando la cara contra el vientre de Shalice y mirando hacia arriba con aquellos ojos semejantes a dos maliciosos bultos cartilaginosos blancos—. ¿Estoy al mando, Shalice? —preguntó—. ¿Te parece que ese es el hilo básico de nuestras interacciones? Podría haberme pasado siete pueblos, pero ¿qué te parece?

Shalice se encogió alejándose de él, repelida por aquel estrecho contacto.

—Sí, George. Creo que te corresponde una parte de la jefatura.

—Muy bien —dijo George, sin morder el anzuelo—. Pues dámela. Te devolveré la bola un día antes por cada palabra que no me respondas.

—George…

—¿He dicho día? A lo mejor quería decir año.

—No lo entiendes —insistió Shalice, aunque sabía que era inútil—, mi vida está en peligro…

—Vaya —exclamó George—, ¡cuéntamelo todo! Dejaré que el circo se derrumbe mientras me quedo aquí sentado para que llores en mi hombro. ¿Alguna vez te he dicho que me importan tus sentimientos, Shalice? Debo de haberlo hecho. Permíteme dejar las cosas claras, puta estúpida. Dame la bola.

Shalice le entregó la bola sin mirarlo. George se apoderó de ella, escupió por encima del hombro y atravesó airadamente la puerta tan deprisa como le permitían sus napoleónicas piernas. Los ojos de Shalice refulgieron a sus espaldas.

—Se acerca tu hora, hombrecito —murmuró mientras cerraba la puerta y echaba la llave.

George parecía un sargento instructor en miniatura en una película proyectada al doble de velocidad con fines cómicos mientras volvía rápidamente a su caravana, pero en su cara no había ninguna sonrisa. Se abrió paso violentamente entre todos los que se encontraban en su camino. Dos emociones profundamente contradictorias fluían por su cuerpo: el amargo triunfo porque la nave de Kurt se estaba hundiendo y la cólera indignada porque alguien se había atrevido a atentar contra el espectáculo. Si George se saliera con la suya morirían todos menos él… Su paladar solo conocía sabores amargos.

Cuando llegó a la caravana depositó la bola de cristal encima del escritorio y la contempló echando chispas por los ojos. Kurt seguía merodeando por la casa de la risa, aunque ya no quedaban espectadores. Le había salido una formidable joroba en la espalda y se le había alargado la mandíbula mucho más de lo normal, de modo que no podía cerrar los labios, que seguían formando los sonidos «oh, jo, jo, joooo».

Cuando enfocó la caravana de Kurt con la bola, George vio algo que le puso los ojos como platos. El payaso nuevo, Jota algo, estaba recorriendo furtivamente el sendero con el sacerdote de Kurt. George emitió un breve gruñido que podría haber sido una carcajada. Cogió una de las libretas del contable y anotó en ella: «Culpables». El primer nombre de la lista, J. el payaso. George se dirigió a la carpa de los acróbatas. Solo estaba en casa uno de ellos, Randolph, que por alguna extraña razón estaba vaciando una bolsa de estiércol encima de los muebles. ¿Por qué demonios estará ensuciando sus propias cosas?, se preguntó George. A continuación Randolph puso una nariz de payaso de plástico roja en el sofá de ante sepultado en estiércol y salió corriendo. George meneó la cabeza, asombrado, y añadió el nombre de Randolph a la lista.

Durante la hora siguiente se dedicó a observar en la bola aquellos extraños incidentes, que, de no haber sabido lo contrario, habría jurado que estaban perfectamente organizados. De tanto en tanto musitaba «eso cuenta» o «te pillé» y garabateaba otro nombre en la libreta. Vio a varios enanos y gitanos que conocía de nombre vandalizando esto, prendiendo fuego a aquello, echando abajo esto y cubriendo de excrementos aquello. Al poco tiempo la lista se componía de una docena de nombres. George llamó al contable, que entró apresuradamente en la caravana dando tumbos.

—Llévale esto a Kurt —le ordenó George, entregándole el papel—. Me parece que todavía está en la casa de la risa. Si no, inténtalo en su caravana.

El contable asintió con la cabeza, temblándole la papada, y se fue. De todas formas, George ya no precisaba sus servicios.

Kurt había dejado de deambular por los alrededores de la casa de la risa. Estaba en la entrada de su caravana, examinándola lentamente, reparando en cada uno de los detalles del despacho mancillado; los dientes derramados, el excremento humano, las Biblias desgarradas y el cajón del escritorio abierto en el que ya no se hallaba el sacerdote. Solo había dicho una cosa mientras estaba allí de pie observando todo aquello, un apenas audible:

—Oooh, jo, jo, jo.

Ni siquiera el alarido penetrante y lejano, atronador como una explosión, que resonó cuando Goshy descubrió lo que quedaba de su esposa, hizo que se estremeciera.

Alguien se aclaró la garganta a sus espaldas. Kurt dio un respingo como si lo hubieran despertado de un trance y giró en redondo. Si el que se había aclarado la garganta hubiera visto la sonrisa que había en el rostro de Kurt habría guardado silencio, se habría dado la vuelta y se habría alejado a toda prisa, pues la conmoción que le había provocado el ataque a su despacho se había manifestado físicamente. Parecía que de repente su cara se había dividido en dos secciones; la frente y las sienes estaban como siempre, pero la nariz sobresalía como un nudillo doblado, casi como un pequeño espinazo que se abultaba debajo de la piel. Los labios y las mejillas estaban tirantes. Los dientes descollaban como afilados nudillos de marfil sucio. Kurt Pilo ya no parecía un ser humano; la mitad de su cara se había convertido en un arma dentada más parecida a la mandíbula invertida de un tiburón que a la de un hombre. Ese rostro era lo último que había visto Pilo padre a este lado de la tumba.

La mandíbula descendió como un puente levadizo. Kurt musitó:

—¿Hmmm?

El contable dispuso de una fracción de segundo para palidecer y mearse encima antes de que Kurt le arrancase limpiamente la cabeza, que cayó sobre la hierba con un golpe sordo; las gafas se habían resquebrajado, pero seguían intactas. Kurt se sacó un pañuelo del bolsillo y se dio delicadas palmaditas en las mejillas. Sus palabras solo estaban articuladas a medias, pero eran joviales.

—¿Qué es lo que he hecho? Menuda se ha armado. He de controlarme.

Alargó la mano (los huesos de los dedos habían crecido más que la piel) y recogió cuidadosamente la nota que el contable había dejado caer al suelo. La recorrió rápidamente con la mirada, aunque sus ojos tardaron un momento en reconocer de nuevo las letras y las palabras. Conocía los nombres enumerados, así como las caras. Los culpables.

—Oooh, jo, jo, jo —prorrumpió Kurt mientras dejaba la caravana para dirigirse a la carpa de los payasos.

El semblante de Goshy estaba cambiando de color a cada instante; la piel se le había puesto sucesivamente azul, amarilla, verde, negra y escarlata antes de adoptar el repugnante rosa de siempre. Estaba paralizado ante la puerta de su dormitorio, como una figura vagamente humana esculpida con un montón de manteca y pintarrajeada con colores chillones. La maceta negra se hallaba tirada en el suelo delante de él; la tierra, desparramada por el suelo en la forma tosca de una gigantesca lágrima marrón. Las hojas pinnadas de color verde amarillento configuraban un rastro que salía por la puerta.

Doopy parecía haber presentido el ambiente desde la distancia y salió corriendo de su habitación, exclamando:

—¿Goshy? ¿G… G… Goshy? —El alarido de Goshy les ocasionó un lacerante dolor de oídos a todos los que se hallaban en el parque de atracciones. La bombilla de la lámpara se hizo añicos. A Doopy le manó un hilillo de sangre de la oreja mientras contemplaba la maceta vacía—. Ay, Goshy —gimió sin aliento—. ¡Ay, Goshy, no!

Goshy señaló el rastro de hojas sin doblar el brazo y abrió y cerró la boca en silencio.

—Lo sé, Goshy —dijo su hermano—, a lo mejor deberíamos seguirlo, sí señor, deberíamos ver adónde va, Goshy, ¡a lo mejor deberíamos hacerlo! Venga, Goshy, vamos…

Mugabo era presa de una desenfrenada rabia paranoica. Aunque intentaba reprimirla, el fuego le suplicaba que lo dejara salir a jugar, susurrándole: ¡Libérame! Esto está seco, seco y crujiente, podemos hacer que brille y se vuelva de color naranja y negro, tú y yo, hagámoslo, venga, tú tienes tus motivos y yo los míos, vamos a quemar, quemar, quemar, quemarrrrrrrr

—No —graznó débilmente a modo de respuesta—, no, tengo que… pensar… asegurarme de que es… ella de verdad… estar… seguro…

Aquella batalla se había librado durante dos noches y Mugabo estaba perdiendo. El fuego alzaba el tono implacablemente. Está sequísima, como todos los demás, como manojos de paja, hagamos que chisporroteen, escupan y brillen

—¡Cállate! —vociferó enérgicamente Mugabo. Las hogueras se acallaron un instante, dando a Mugabo la ocasión de respirar, de tranquilizarse…

Entonces el grito de Goshy le hirió los oídos tan dolorosamente como si fuera un dardo. ¡Ha sido ella!, exclamaron las hogueras. ¡Mira lo que ha hecho!

Mugabo se tendió en el suelo, temblando incontrolablemente.

—Mira lo que ha hecho —susurró.

Hagamos que…

—Brille —dijo, y se levantó, derribó la puerta y se adentró en la noche.

Después de que se fuera George, Shalice había consultado las cartas y sabía que el ataque era inminente. Había trabajado sin descanso durante ese corto espacio de tiempo y la trampa ya estaba lista. Una breve escala en el callejón de las casetas y los preparativos estuvieron completos: una palabra a cuatro gitanos, una orden subliminal y voilà, todo listo. Comprobó su reloj de bolsillo; dentro de dos minutos Mugabo estaría acabado, lo habrían sacado al fin de su miseria. En ese preciso momento los gitanos habrían acabado de cargar leña en una carretilla destinada a los leñadores. Había cuatro bloques de hormigón dispuestos en el camino, tal como le habían indicado las cartas. Cuando la carretilla pasara ante la barraca de Shalice se inclinaría hacia un lado, se saldría de la carretera sobre una rueda y se estrellaría contra la puerta, donde se encontraría Mugabo, que sería aplastado como un insecto. No era un plan perfecto y dejaba algunas cosas en manos del azar, pero era lo mejor que había podido hacer con tan poca antelación.

Alguien llamó a la puerta. Shalice, incrédula, comprobó el reloj de bolsillo; había llegado pronto. Un minuto y cuarenta segundos; sus cálculos habían sido erróneos. Era imposible. Había puesto en marcha cadenas de acontecimientos mucho más elaboradas con una sincronización perfecta. ¿Un error de un minuto cuarenta? Bien podrían haber sido años.

Pum, pum, pum de nuevo en la puerta. ¿Años? A lo mejor no era tan malo; solo tenía que retenerlo allí durante setenta segundos más. Se apartó de la puerta por si la derribaba y se tendió boca abajo.

—¿Quién es? —preguntó.

—¡Abre la puerta, Shal! ¡No deberías haberlo hecho, no señor, de verdad que no!

—¡Hmmmmm, oooooooo, hmmmmmmm, eeeeeeeeee!

Espera un segundo…

—¿Quién es? —insistió Shalice, que a continuación añadió—: Ay, mierda, apartaos de la puerta. Largaos, os lo advierto, alejaos de la puerta.

—Asquerosa, no deberías haberlo hecho, no señor, ahora tenemos que matarte, sí señor, bien muerta, no deberías haberlo hecho, no señor…

Shalice se levantó para dirigirse a la puerta.

—Escuchadme, idiotas, no sé cuál es vuestro problema ni me importa, pero…

¡Beeeeyoooo wip! —chilló Goshy.

Shalice torció el gesto y se llevó las manos a las orejas.

—Pero si no os alejáis de la puerta…

Demasiado tarde. Se oyó un sonido metálico semejante al de un hacha golpeando una cadena y un estruendo de cascos. Shalice se apartó de la puerta de un brinco justo a tiempo de ver cómo esta se venía abajo cuando la carretilla se estrellaba contra ella en el momento señalado. La puerta se derrumbó hacia dentro y había algo viscoso y aplastado adherido a ella, ataviado con colores brillantes, flores estampadas y rayas.

Doopy había recibido el impacto en el cuello. Si hubiera sido en el torso tal vez se habría salvado… Los payasos eran difíciles de matar. Goshy seguía retorciéndose. Volvió sus ojos marsupiales hacia Shalice; su expresión era la misma de siempre, como había sido desde que Goshy era Goshy. El ojo izquierdo estaba desorbitado por la sorpresa al ver a su hermano convertido en una esponjosa bolsa de payaso muerto, mientras el derecho calculaba fríamente la parte de Shalice que le arrancaría primero cuando se pusiera al alcance de su mano.

Shalice, por su parte, ignoraba el motivo de que Goshy siguiera vivo y coleando, agotando el tiempo que le quedaba esperando el momento oportuno para atacar. Se estaba preguntando por qué le habrían dicho las cartas astrales que se acercaba Mugabo solo para que los gemelos monstruosos se presentaran ante su puerta con algún agravio. La muerte de dos payasos iba a requerir muchas explicaciones a la mañana siguiente.

De repente estallaron un fulgurante destello de luz blanca y una lengua anaranjada de fuego cuando Mugabo arremetió contra Goshy con todo lo que tenía. Había visto a Goshy delante de la puerta emitiendo el mismo sonido que lo había sacado de casa unos minutos antes. Shalice, que no estaba armada para la confrontación, fue corriendo al fondo de la barraca, presa de violentas palpitaciones, y se escondió debajo de la mesa, mordiéndose los nudillos, contando lo que creía que iban a ser sus últimos segundos. Vaya forma de acabar, pensó. Y lo había visto venir. Atrapada como una rata y quemada. Tenía en mis manos el poder de una diosa y sin embargo no he podido librarme de esto.

Pero Mugabo, al haberse consumido su furia, estaba contemplando los restos de los dos payasos, perplejo. En los confusos recovecos de su mente le parecía que Goshy había sido el antagonista desde el principio, de modo que se alejó de la barraca de la adivina dando tumbos por el sendero. Las hogueras de su cabeza se habían callado por el momento.

Pasaron los minutos y Shalice comprendió que iba a vivir. Pero en los minutos transcurridos se le presentó una nueva visión, tan clara y vívida que casi creyó que ya se había producido. Pero no; se avecinaba, veloz y mortífera, y aún quedaba tiempo para encontrar la salida del parque de atracciones. De las páginas de un volumen de la estantería sacó un pase que había escondido hacía mucho tiempo para un caso de emergencia, atravesó furtivamente las sombras en dirección al callejón de las casetas y la salida. Se le echaba encima; Kurt se le echaba encima.

De camino vio a Steve, el nuevo ayudante de Niñopez, agachándose para atravesar la arcada de madera del callejón de las casetas con un perrito caliente en la mano y grasa por todo el cuerpo tras haberse ocupado de las atracciones. A este chico le queda una hora de vida, se dijo Shalice. Se estremeció y se interrumpió en medio de un paso. En su mente vio a Winston en la caravana de Kurt, temblando de miedo ante el castigo inminente. Se había librado de muchas desgracias a cambio de unas pocas, pensó. Asió el brazo de Steve, lo miró a los ojos y le dijo:

—Ven conmigo. Nos vamos.

—¿Qué? —repuso Steve, frunciendo el ceño—. ¿Por qué?

—Por Kurt. Se acabaron las preguntas. Vamos.