22

La boda

—No, Goshy, no puedes ver a la novia antes de la boda, no puedes. ¡No es la tradición, Goshy, no es la tradición!

—¡Hmmmmm! ¡Hmmmmm!

Tenía que esperar una hora.

Los enanos y los feriantes dispusieron la carpa del escenario para la boda mientras Doopy supervisaba las operaciones y los importunaba quejándose de que no era «lo bastante bonita». Pero lo dejaron tan bonita como pudieron con tan poca antelación y Goshy parecía satisfecho con el resultado. Había adquirido un traje en alguna parte y su hermano lo había llevado por toda la carpa, pidiéndole su opinión sobre esto y aquello. No estaba disgustado, eso era lo único de lo que todos estaban seguros.

Doopy nunca había visto a la novia tan radiante. Había conseguido que Goshy saliera de la habitación y lo había convencido para que se quedase mirando por la ventana del salón durante veinte minutos mientras él la acicalaba. Le había puesto oropeles, bombillas y luces de Navidad.

A media tarde se habían reunido todos. Kurt, fiel a su palabra, había llevado al sacerdote, que estaba ante las sillas de plástico con los ojos desorbitados por el terror. Sostenía los votos matrimoniales con una mano temblorosa. La novia de Goshy estaba delante de él en una maceta encima de una mesa; sus hojas verdes amarillentas se mecían suavemente.

Consiguieron que Goshy entrara en la carpa, contoneándose con su traje como una especie de pingüino mutante. Habían encontrado a varias damas de honor entre las gitanas, y estas estaban esperando como todos los demás, contemplando hoscamente a la planta y a Goshy con silenciosa repulsión. Todos los que habían podido habían declinado la invitación a la boda y desde luego no se veía a los acróbatas por ninguna parte. Niñopez, Gonko, Croqueta, Yeti y Kurt Pilo eran los únicos invitados que habían asistido voluntariamente.

Bajo el escrutinio atento y afectuoso de Kurt, el sacerdote (que se había separado de sus dos incisivos) empezó a leer los votos. A juzgar por la expresión de su cara se estaba aferrando al último hilo de esperanza de despertar de aquella pesadilla. Le temblaba la voz cuando empezó.

—Queridos hermanos, nos hemos reunido aquí hoy… ah, para presenciar la unión, ah… entre…

Se estremeció y miró a todos los presentes. Kurt le puso una mano suavemente en el hombro, como para darle apoyo moral. El sacerdote dio un respingo, cerró los ojos y continuó dificultosamente.

—Para presenciar la unión entre, ah, Gosh… ¿Goshy? Y… —Doopy se acercó apresuradamente y le susurró algo al oído—. Y esta athyrium filix-femina. Eh, la importancia del amor está… presente en todas las enseñanzas de Dios… y, ah… —El sacerdote se tambaleó, a punto de desmayarse. Kurt le susurró algo al otro oído, a todas luces instándolo a que fuese al grano—. Si alguno de los presentes tiene alguna objeción… a que estos dos se casen, que hable ahora o que calle para siempre.

El silencio fue lo más estruendoso que J. J. había oído jamás.

—Yo os declaro… —dijo el sacerdote—, ay, que Dios nos ayude.

Kurt entrechocó las pezuñas en un caluroso aplauso. El resto de la concurrencia lo imitó gradualmente. Doopy le dio un codazo a Goshy en las costillas. Goshy había parecido confuso y sobresaltado durante toda la ceremonia, con los brazos apretados a ambos lados del cuerpo y los ojos desorbitados. Cuando se extinguió el aplauso todos se llevaron las manos a los oídos; un estridente ataque sónico salió disparado de la boca de Goshy, una nota que no resonó más que un segundo, hiriendo los oídos de todos los presentes como una bala.

—¿Qué significa eso? —preguntó Rufshod cuando los payasos se quitaron las manos de los oídos.

—Me parece que significa que está contento —contestó Gonko—, pero es una suposición.

La muchedumbre se dispersó mucho más deprisa de lo que se había formado. J. J. corría por delante de los demás. Anteriormente había irrumpido en el dormitorio de Rufshod para robarle un poco de polvo, pues había planeado algo para el joven Jamie. Entró en la habitación de Goshy, abrió el armario, descansó las posaderas en la bolsa de fertilizante que había dentro y se embadurnó frenéticamente con el maquillaje. Cerró la puerta corredera del armario; estaba estrujado y tenías las rodillas apretadas a ambos lados de la barbilla. Con ciertas dificultades derritió el polvo que había robado y pidió dos horas exactas de sueño.

Cuando los novios entraron en la habitación, no se movió.

Jamie despertó en el momento indicado en los estrechos confines del armario de Goshy. Se preguntó dónde estaba, por qué estaba allí y por qué olía a fertilizante. Se llevó las manos a los riñones, haciendo una mueca. Unas líneas rectas de luz delimitaban el contorno de la puerta del armario. Pegó el ojo a la rendija, tratando de dilucidar si se hallaba en algún peligro inmediato, pero no vio nada al otro lado.

Antes de que tuviera ocasión de recordar lo que había estado haciendo J. J. previamente a quedarse dormido, oyó un ruido cercano. Además era un ruido extraño, posiblemente emitido por una garganta humana, aunque era difícil decirlo; una especie de risa estridente, una mezcla entre un silbido y una garganta haciendo gárgaras con agua. De fondo se escuchaba un rumor como de papel.

Jamie abrió la puerta corredera lo más discretamente que pudo. La luz del farol inundó el interior.

Vio dos almohadillas carnosas, bulbosas, arrugadas y rosadas, una piel que parecía que nunca había visto la luz del sol. Entre ambas discurría un rastro de vello incipiente, así como una gota de sudor. Era un trasero que descansaba sobre dos muslos gruesos y llenos de pliegues, conectados a pantorrillas y a tobillos, alrededor de los cuales había un par de arrugados pantalones de payaso. El conjunto entero se movía con una cadencia acompasada y grotesca que solo podía ser sexual, aunque tuviese algo también de inaudito. Jamie alzó la mirada y vio que había una mesa a la altura de la cintura de la aparición y sobre esta una planta de la especie athyrium filix-femina, con hojas verdes amarillentas pinnadas, decorada con oropeles.

Jamie comprendió entonces que J. J. lo había encerrado en la suite de luna de miel. Venganza.

El trasero de Goshy arremetía y reculaba, hacia delante y hacia atrás, emitiendo ese horrible gargajeo sibilante con la garganta mientras las hojas de la planta se estremecían a causa de sus empellones. Sus nalgas formidables se cernían sobre Jamie. Los trinos se hicieron más apremiantes a medida que Goshy apretaba el paso. Ay, Dios mío, pensó Jamie. Temblando, volvió a cerrar la puerta. La madera crujió.

Goshy giró en derredor, con los ojos abultados y las facciones contraídas en rollos carnosos. Su pene, quince robustos centímetros de rosa púrpura recubiertos por un condón, se bamboleaba de un lado a otro. Su rostro centelleaba con una furia enajenada y lívida. Entonces empezaron los gritos.

El ruido inundó todas las habitaciones de la carpa, breves punzadas de sonido violento, cada estallido más sonoro que el anterior. Jamie se acurrucó en el fondo del armario, temblando, mientras Goshy se cernía sobre él, sin subirse los pantalones, erecto y gimoteante. La planta estaba muda en la mesa. Alguien aporreó la puerta. Goshy dejó de chillar y pareció que tomaba una decisión. Cogió algo del suelo y se adelantó un paso hacia Jamie. Era un serrucho.

—¡Socorro! —gritó Jamie.

—¡Goshy! —exclamó Doopy.

Gonko y Doopy derribaron la puerta e inspeccionaron la escena: Goshy estaba armado y excitado; Jamie estaba encogido a sus pies. Goshy se volvió hacia ellos y Jamie aprovechó aquella oportunidad para escabullirse como un conejo y atravesar corriendo la puerta y el salón hasta el parque. Corrió hasta que las piernas dejaron de sostenerlo y entonces se dobló por la cintura para vomitar.

Al cabo de un rato se percató de dónde estaba y descubrió que se hallaba cerca de la tabla de la cerca, el acceso a aquel extraño espacio fuera del parque de atracciones. Sin saber adónde ir, empujó la tabla hasta que esta cedió y pasó al otro lado.

En la carpa de los payasos, Gonko yacía en el suelo de la habitación de Goshy, ligeramente preocupado. Le preocupaba morirse de risa.

Tal como indicaban las falsas órdenes, dejaron la caja de fuegos artificiales junto a la casa de la risa, donde Sven creía que nadie se tropezaría con ella puesto que, que él supiera, a nadie le divertía pasar el rato junto a la casa de la risa. Los fuegos artificiales estaban cubiertos por un saco de patatas vacío y, después de que Sven la visitara ese mismo día, la carga incluía cinco cartuchos de dinamita extra. Estaba considerando volar la carpa de los payasos entera, pero en aquella ocasión no tendría la oportunidad de hacerlo, gracias a Shalice y a un empleado del circo conocido como Slimmy, el enano fumador.

Slimmy tenía la costumbre de salir a hurtadillas de su casa todas las noches a las seis para disfrutar de un puro en las sombras de la casa de la risa, lejos de sus enemigos entre la gente menuda. El mal hábito de Slimmy comportaba arrojar la cerilla encendida al neumático desechado que estaba tumbado a un metro veinte de la caja en la que él se sentaba. Había llevado la cuenta; hasta el momento había colado la cerilla en el neumático 12 566 veces, lo que apenas pasaba del cincuenta por ciento. Aquella tarde la rutina diaria de Slimmy, que no había cambiado desde hacía sesenta años, le saldría cara. Slimmy encendió el puro, arrojó la cerilla y vio cómo surcaba el aire, rozaba el borde del neumático y aterrizaba fuera de su vista. Slimmy gruñó irritado antes de hacer una muesca en la columna de «errores» de su mente.

La cerilla aterrizó justo encima de una mecha que salía de la caja de explosivos como una cola. Slimmy oyó el tenue siseo al encenderse la mecha, pero aún tuvo tiempo de disfrutar de tres cuartos del puro antes de la explosión. Murió haciendo algo que le gustaba.

El estallido arrancó una de las paredes de la casa de la risa y resonó por toda la feria. Todas las cabezas excepto la de Shalice se volvieron hacia el sonido. Los escombros salieron disparados hacia el cielo y se desplomaron como mortíferos misiles sobre los tejados y los caminos, agujereando las carpas y haciendo añicos las ventanas. Dos enanos, que estaban a punto de llegar a las manos por una partida de dados, fueron aplastados por una sección de techo voladora que puso fin a su disputa.

En la carpa de los payasos Gonko se incorporó, musitó «maldita sea», y salió corriendo al salón justo a tiempo de ver que un ladrillo aterrizaba en la entrada. Sintió el repentino impulso de visitar a Winston.

Fue a las habitaciones de todos los payasos, llamando a las puertas o apretando la oreja contra los paneles para escuchar. Winston y J. J. estaban ausentes.