13
La noche de la función
El día dio paso a la noche y el parque de atracciones quedó bañado en las tinieblas, interrumpidas aquí y allá por estallidos luminosos en el callejón de las casetas, algunos tan brillantes que los colores parpadeaban a través de la ventana del salón de los payasos.
Alrededor de las siete los demás payasos se pusieron nerviosos y alborotados ante la inminente función. Doopy se quejaba por todo y por nada, y parecía que Rufshod estaba compitiendo con él para sacarlos a todos de quicio. Goshy deambulaba de un lado a otro, silbando como un periquito, con una expresión de alarma distraída en la cara. Winston se mantenía apartado, estirando los tendones de la corva en un rincón, eludiendo el contacto visual con J. J. cuando sus caminos se cruzaban.
J. J. vio a Gonko en el salón por primera vez desde el estallido de aquella mañana. El jefe de los payasos estaba de un pésimo humor; había cogido a Doopy por el cuello de la camisa y lo estaba amenazando por haber cometido alguna infracción. Tenía una tremenda quemadura en la espalda de la camisa, que se había consumido parcialmente, dejando una franja de carne ampollada de un espantoso tono púrpura.
Gonko se volvió y lo vio.
—¡J. J.! —vociferó—. ¿Dónde demonios has estado todo el día?
J. J. levantó las manos y se encogió de hombros, asustado, invocando al señor «No me hagas daño»; en esta ocasión su actuación resultó un tanto convincente.
—¡Deja de tomarme el pelo! —rugió Gonko—. Queda una hora para la función. Vas a ir a verla, te va a gustar y vas a aprender algo. Si vuelves a escabullirte te grapo las pelotas al suelo. ¿Dónde está Rufshod?
Rufshod entró dando brincos en el salón, se dirigió hacia Gonko y anunció:
—Yo te cogí los pantalones, jefe. Fui yo.
Gonko le dirigió una mirada amarga.
—Pégame —pidió Rufshod, postrándose de rodillas—. Por favor…
Gonko le dio la espalda, meneando la cabeza con repugnancia. Doopy se encargó de hacer los honores. Cerró un puño grueso y redondo y le propinó un puñetazo desmañado, como si la reina arrojase una derecha cruzada, pero funcionó; Rufshod se desplomó de espaldas sangrando por la nariz.
—Caramba, lo siento muchísimo, Ruf —se disculpó Doopy—. No quería, no señor, es que yo…
—¡Escuchadme! —gritó Gonko. Los payasos lo obedecieron. Gonko dirigió a todos los presentes una mirada de aversión—. De acuerdo. Si esta noche las cosas no salen bien algunos resultarán gravemente heridos… por mí. Sufro estrés ejecutivo. Me gustaría mucho inflaros a hostias a todos. Pero que mucho. Tenedlo presente antes de que volváis a cagarla. Vámonos.
Doopy se acercó a Gonko arrastrando los pies y le susurró algo al oído. Gonko asintió y añadió:
—Sí. Además, enhorabuena a Goshy, que va a casarse dentro de poco. No permitas que eso te cambie, Goshy.
Los demás payasos le dieron una palmadita en la espalda a Goshy y este los observó con curiosidad, como si no los hubiera visto en la vida. Los payasos partieron hacia la carpa que albergaba su escenario con un aire de sombría determinación.
Pasaron ante la carpa de los acróbatas, en la que habían instalado filas adicionales de asientos que habían retirado de la de los payasos durante el día. Gonko hacía visibles esfuerzos para controlar su ira. El espectáculo de los acróbatas ya había empezado y se oían los «oohs» y las «aahs» del público mientras los acróbatas desafiaban a la muerte a gran altura.
George Pilo abordó a los payasos entre bastidores en la carpa. Era la primera vez que J. J. lo veía de cerca y sintió una repulsión instintiva que distaba mucho del sobrecogimiento que le había inspirado Kurt. George echaba chispas por los ojos, que estaban a la altura del ombligo de Doopy, aunque sonreía con la boca. Gonko se puso tenso y movió nerviosamente los hombros, pero empleó un tono suave cuando dijo:
—Vaya, hola, George. ¿Has venido a vernos? ¿Quieres reírte con nosotros?
—No —contestó George, cuyo tono era al mismo tiempo condescendiente, quejumbroso y burlón—. He venido a recordaros que seguís estando sobre aviso y que esta noche debéis ofrecer una función perfecta. Nada menos. ¿Os habéis dado cuenta de lo que ha pasado con las sillas? ¿Con el número de sillas?
—Sí, George, nos hemos dado cuenta —dijo Gonko.
—He quitado tres filas de vuestra carpa y las he puesto en la carpa de los acróbatas —señaló George de todos modos—. Ellos tienen más público. Se lo han ganado.
—Gracias, George, por llamarme la atención sobre eso —dijo Gonko—. Dime, George…
—Además —lo atajó George, que a todas luces disfrutaba interrumpiéndolo—, llevo todo el día buscándote, Gonko. Medio circo se ha enterado de tu pequeña trifulca. Has molestado a los primos. Los has distraído.
—George, hubo un incidente con el mago…
—No creas que no te pondré sobre aviso a ti personalmente si es necesario. Ya sé que te acuestas con Kurt, pero a mí no me caes bien, Gonko.
—No tenía ni idea, George.
—No me cae bien ninguno de vosotros —exclamó George, agitando un brazo como un chimpancé. Se acercó tanto a Gonko que apretó la cara contra su barriga, la cual amortiguó sus palabras. Gonko bajó la mirada hacia los ojos blancos y húmedos que lo fulminaban sin pestañear—. Las cosas están cambiando por aquí —le advirtió George—. Cambiando. ¿Me has oído? Para algunos se ha acabado la fiesta. Para algunos.
—Gracias por el consejo, George —susurró Gonko.
George Pilo lo miró enfurecido un instante antes de marcharse acaloradamente, emprendiéndola a golpes con todo lo que se interponía en su camino.
—No me gusta George, Gonko. ¡No me gusta!
—Cierra la puta boca —espetó este.
Un sonoro estallido de aplausos estalló en la carpa contigua de los acróbatas.
—Es la hora de la función —murmuró Winston.
Se oían los quedos murmullos de los espectadores y J. J. se sintió embargado por la excitación; la idea de estar ahí arriba poniéndose en ridículo frente a un puñado de desconocidos casi le hacía desear no haber faltado al ensayo.
Gonko les indicó a todos que se congregasen a su alrededor.
—Atención —dijo—. Tal como hemos ensayado, sale Doops y después Ruf. Empieza con el número de robarle el pañuelo. Yo saldré a hacer de policía. Sacadle todo el provecho que podáis a los tres primeros minutos, pero en el ensayo eran flojísimos, así que si no se ríen saldré antes. Goshy saldrá cuando yo le ponga las esposas a Doops; Winston, empújalo escaleras arriba para asegurarte de que sale en el momento indicado. Doops, como meta la pata esta noche pienso darle motivos para silbar. J. J., tú observa, presta atención y como te escaquees te rompo el puto cráneo. De acuerdo. Vamos.
Doopy subió las escaleras dando tumbos hasta el escenario cuando se encendieron los focos, inundando de calor el escenario. Su aparición, fuera lo que fuera lo que hiciese, provocó una breve carcajada, y J. J. se subió a una caja de madera para observar. Rufshod exhaló un resoplido y saltó al escenario, desplegando toda su locura como si fuera un muelle, elevándose en el aire a cada paso. El público pareció contener el aliento ante aquella aparición saltarina y caricaturesca, una figura desdibujada de brillantes colores que surcaba el aire. Doopy hizo un mohín afligido cuando perdió la atención de los espectadores y miró tristemente a Rufshod, haciendo aspavientos y tratando de volver a ser el centro de atención. Rufshod se burló de él, señalando triunfalmente al público: «Ja, ja, me están mirando a mí». Doopy, la imagen del desamparo, retrocedió arrastrando los pies hasta el fondo del escenario y se detuvo como si se le hubiera ocurrido una idea. A continuación, se bajó los pantalones y se quedó con unos calzoncillos a rayas y los brazos extendidos a la manera de un director de orquesta. El haz de luz volvió a enfocarlo y Rufshod se detuvo en seco, mortificado, mientras Doopy le tiraba besos al público. Se acercó a Doopy y le sacó el pañuelo del bolsillo de la camisa como represalia. Doopy, que seguía teniendo los pantalones alrededor de los tobillos, aparentó indignación y levantó torpemente los puños, provocando una carcajada. Doopy hizo una reverencia volviéndose hacia los espectadores, olvidándose de la pelea, y, mientras estaba distraído, Rufshod le propinó una patada en el trasero.
Entre bastidores, Gonko musitó:
—Está mogollón de oxidado, pero servirá. —Se puso un uniforme de policía británico con una estrella de sheriff y una porra. Con un estrafalario paso de la oca se pavoneó hasta el escenario, sacó un silbato del bolsillo y sopló. Entonces todo se fue al garete.
Cuando se oyó ese silbido agudo se produjo una pequeña explosión entre las vigas del techo, seguida de un siseo, y empezó a alzarse humo del suelo. Rufshod y Doopy se vieron envueltos enseguida en una densa nube gris. Gonko se detuvo bruscamente y miró en derredor alarmado.
J. J. se volvió hacia Winston.
—¿Esto es parte de…?
—No. No lo es —contestó Winston adustamente—. Es un sabotaje.
Winston señaló a Goshy y ambos subieron al escenario. Goshy tenía los brazos apretados rígidamente a ambos lados del cuerpo. Se dirigió hacia su hermano y se perdió rápidamente en la nube de humo. Cuando J. J. vio a Winston por última vez este estaba arrodillado en el suelo, manoteando entre el humo en busca de su origen. La nube se espesó y al cabo de poco tiempo el humo se propagó sobre las hileras de asientos, provocando las toses del público. A J. J. le lagrimeaban los ojos y sentía un áspero cosquilleo en la garganta. En el escenario, Goshy, angustiado, silbaba como una tetera.
—¡Hmmmmmm! ¡Hmmmmmmm!
Se escuchó un amortiguado «no tiene gracia».
Gonko bramó a pleno pulmón:
—Como encuentre al… sucio hijo de puta… —Pero se vio obligado a interrumpirse en ese punto cuando lo acometió un acceso de tos. Los espectadores también estaban echando los pulmones por la boca. Se oyeron confusos gritos de pánico y los sonidos que producían al encaramarse a los asientos de plástico para dirigirse en estampida hacia las salidas. Los payasos se bajaron del escenario tambaleándose, resoplando y tosiendo, excepto Goshy, que seguía silbando como una tetera. El grupo se dirigió a la portezuela y se detuvo al otro lado, respirando entrecortadamente. Goshy miraba en derredor alarmado, sin dejar de chillar; su rostro estaba haciendo las mismas contorsiones grotescas que J. J. había visto ese mismo día; toda la carne estaba amasada en forma de gruesos anillos.
—Goshiiiii —exclamó Doopy, dirigiéndose a trompicones hacia su hermano y sujetándolo por los hombros—. Nos han echado con una bomba de humo, Goshy. Han cogido y nos han echado… ¡Nos han echado a todos con una bomba de humo! —Doopy abrazó a su hermano, intentando que se tranquilizara, pero el silbido de la tetera no cesó.
Tras la portezuela contigua, los acróbatas estaban recibiendo un estruendoso aplauso.
Los payasos se sentaron en silencio alrededor de la mesa de juego nueva que Rufshod les había robado a los leñadores. El silencio no era lo que J. J. había esperado; había esperado fuegos artificiales, al menos por parte de Gonko. Este, por el contrario, se echó hacia atrás en la silla con una expresión especulativa en su semblante. Winston estaba hablando:
—Bombas de humo. Se pueden conseguir en el puesto de bromas del callejón de las casetas. Te dan cien a cambio de unos granos de polvo. —Sostuvo una de ellas entre el dedo pulgar y el índice; era un objeto pequeño, semejante a una pelota de ping-pong negra—. Si las agitas estallan y echan humo. Deben de haber caído una docena desde el techo hasta el escenario.
—¿Cómo lograron que explotasen cuando Gonko tocó el silbato? —quiso saber Rufshod.
—De eso no estoy seguro. Puede que solo fuera una coincidencia. A lo mejor alguien le dijo a un feriante que se subiera a las vigas con una bolsa llena. Habrá que preguntarle al gitano que se ocupa de los focos si ha visto algo.
—El que lo haya hecho la ha cagado —declaró Gonko. Su tono era sosegado—. Pero bien. Va a necesitar una fregona y una tirita, lo digo en serio.
—¿Hay alguna forma de averiguarlo? —preguntó Rufshod—. ¡Ya sé! Miraremos en la…
J. J. lo atajó con un violento ataque de tos y una mirada cortante. Rufshod comprendió el mensaje. Winston los observó atentamente a ambos y se sumió en un silencio pensativo.
—¿Miraremos dónde, Ruf? —dijo Doopy—. ¿Miraremos en la dónde?
—Ah, pues… miraremos en la carpa —contestó Rufshod.
—¿En la carpa de quién, Ruf? —insistió Doopy.
—Del que lo haya hecho.
Doopy meditó cuidadosamente sobre aquello y exclamó:
—¡Sí! Sí, es una idea estupenda. Hagámoslo, Gonko, miremos en la carpa del que lo haya hecho y así sabremos quién…
—Todos sabemos quién ha sido —lo interrumpió Gonko—. Llevan mallas. Ayer nos desearon que saliera bien la función. J. J. les había tirado barro, que Dios bendiga su corazoncito. Y no temáis, les daremos su merecido. Pero escuchadme todos y escuchadme bien. No vamos a vengarnos todavía. No leáis entre líneas, lo digo en serio. Por ahora vamos a ser tan buenos como unos pastelitos. —Gonko los miró sucesivamente con los ojos entrecerrados—. No vamos a olvidarnos de esta noche. No tenemos prisa. De momento encajaremos el golpe; y mira que nos han jodido bien, hay que reconocerlo. Pero nosotros también vamos a joderlos a ellos. Va a ser una campaña de jodienda permanente, pero tenemos que hacerla bien. Ahora vienen los preliminares. Despacio y suavecito.
—¡Toc, toc! —se oyó una voz desde la portezuela.
—Ah, ya estamos —musitó Gonko.
George Pilo entró acompañado de alguien que le pisaba los talones, un hombre grueso con los ojos tan juntos que parecía que compartían una sola cuenca; parecía que el manipulador de materia le había decorado el rostro. A juzgar por el traje y la corbata, J. J. supuso que se trataba del contable, la mascota de los Pilo, y quien había orquestado la política de competencia entre los payasos y los acróbatas. A su lado, George parecía absolutamente jubiloso.
—¡Gonko! —exclamó—. Vamos a tener, lo que podríamos llamar, una conversación abierta sobre la función de esta noche. Para empezar, ¿crees que habéis estado a la altura de vuestras propias expectativas?
—Estamos un poco oxidados, para ser sincero —contestó Gonko serenamente.
—¡Un poco oxidados! —repitió George, radiante—. Eso me gusta. No me extraña que estés al mando de este grupo, eres un tío con gracia. Roger y yo estábamos haciendo cuentas, lo que podríamos denominar un análisis de los costes y los beneficios de la función. Esta noche, Gonko, vuestra actuación les ha costado la vida a nueve primos. Nada menos que nueve primos que no hemos cosechado, muertos en la estampida. Ahora bien, la mayoría de los espectadores abuchean cuando no les gusta una función, así que supongo que una estampida suicida indica que «un poco oxidados» da en el clavo. ¿A cuánto equivalen nueve primos en polvo, Roger?
Roger el contable soltó el maletín y sacó a toda prisa una calculadora del bolsillo. Pulsó algunos números y anunció:
—A nueve bolsas, señor Pilo.
—¡Nueve bolsas! —exclamó George, con una sonrisa de oreja a oreja—. Nueve bolsas, Gonko. Roger, ¿cuánto íbamos a pagarles a los payasos por la actuación de esta noche?
El contable pulsó más números.
—Nueve bolsas —respondió.
—¡Exacto! —asintió George—. ¿Y cuánto es nueve menos nueve?
Roger hizo el cálculo.
—Es, ah, cero, señor Pilo.
—¡Tienes razón! Un número redondo. ¿Qué te parece eso, Gonko?
Gonko abrió la boca para hablar y volvió a cerrarla cuando George estampó una hoja de papel en la mesa. Le dirigió una mirada desinteresada y preguntó:
—¿Qué es eso, George?
—¡Un aviso de suspensión! —exclamó George.
Gonko exhaló un suspiro.
—¿Y si te dijera que han saboteado nuestra actuación?
George afectó una expresión reflexiva y se balanceó hacia delante y hacia atrás sobre los talones.
—Si me lo dijeras, te pediría que me enseñaras la montaña de pruebas que presumiblemente tienes para probar tu descabellada alegación más allá de toda duda. —Gonko alzó la bomba de humo—. Ten presente qué es lo que constituye la duda —advirtió George, y Gonko arrojó la bomba de humo a un lado—. Luego te recordaría que los artistas son los únicos responsables de su actuación, incluyendo el mantenimiento de las instalaciones y, o, si fuera pertinente, del escenario. Eso es lo que hipotéticamente te diría si hipotéticamente hicieras esa afirmación. Por supuesto, podrías presentar una apelación ante el director, cuya decisión sería definitiva y vinculante. Y ese director sería… yo, Gonko.
—Gracias por aclarármelo, George.
—No hay de qué. ¡Ha sido un placer! Gracias a ti por respetar el procedimiento debido. Eso es exactamente lo que le dije a la adivina cuando desapareció su bola de cristal. Así que vuestra actuación queda suspendida indefinidamente. Pero no te preocupes, tengo otras tareas para vosotros.
—No me gustan las otras tareas —gimió Doopy—. ¡No me gustan!
—Cállate, Doops —dijo Gonko.
—Presentaos en mi caravana el viernes que viene por la noche para hacer trabajos externos —ordenó George—. Trabajaréis directamente para mí. ¿A que hemos tenido suerte los dos? —George giró sobre sus talones y salió sin decir otra palabra. El contable se apresuró a seguirlo.
En la mesa, Gonko arrojó el aviso al suelo, se levantó y se fue. J. J. se volvió hacia Winston.
—¿Qué significa eso de trabajos externos?
—¿A ti qué te parece? —replicó Winston—. Trabajos fuera del parque. En el lugar de donde vinimos antes de que acabásemos aquí.
En su dormitorio, J. J. se preguntó cómo reaccionaría Jamie ante los acontecimientos de aquella jornada. Había sido un gran día para ambos, con muchos senderos estrechos que se devanaban a través del campo de minas, por así decir… Qué demonios, J. J. podría haberlos matado a ambos varias veces.
Le haré un favor, se dijo J. J. No me quitaré el maquillaje. Sí, me lo agradecerá.
Así pues, J. J. el payaso se tumbó para dormir. Pero la almohada y la sábana desbarataron ese gesto tan considerado. Los sueños son vívidos en el circo y, al cabo de apenas un par de horas agitándose y sudando, el maquillaje se borró.