CAPÍTULO 16. Una visita interesante
Cuando vieron a Paul y a Júpiter cruzar la calle, Bob y Pete aguardaron otros dos minutos junto a la puerta lateral y luego volvieron apresuradamente a la zona de los almacenes. No había nadie allí. Había tan sólo una ventana en la pared posterior del edificio principal en la parte alta y correspondiente a la tienda, y todas las puertas y muelles de carga estaban cerrados.
Los dos muchachos entraron en el primer almacén.
Era una estructura de una sola planta de metal ondulado. En su oscuro interior se alineaban largas filas de estantes llenos de cajas de madera con planchas de cristal y en su parte superior grandes hojas envueltas en grueso papel marrón. Bob y Pete escucharon para asegurarse de que estaban solos. El silencio era absoluto.
Los muchachos se movieron rápidamente entre las filas de estanterías buscando alguna pista del ciclista rompecristales. Había muy pocos lugares donde poder esconderse. Las paredes estaban desnudas y las estanterías llenas.
Bob miró debajo de todos los estantes y Pete detrás. No encontraron nada. Al fondo del recinto había una pequeña separación para un despacho, pero ahora era únicamente utilizado como otra zona de almacenamiento de cajas de madera y cristales pesados. El único armario del despacho estaba vacío.
Regresaron a la puerta del almacén y desde allí se asomaron cautelosamente para vigilar el patio desierto. Los dos Investigadores podían oír los automóviles que entraban y salían del aparcamiento de clientes de la fachada, pero no entró ningún coche ni ningún camión en la zona de los almacenes.
—Nadie a la vista —dijo Pete.
Corrieron a través del espacio abierto entre los edificios. —¡Pete! —exclamó Bob.
¡La puerta posterior del edificio principal que daba al patio se estaba abriendo!
Júpiter se dirigió rápidamente al final del mostrador, donde el empleado se disponía ya a salir por la puerta que daba al patio.
—Buen hombre, creo que ahora nos toca a nosotros. Mi asunto es muy urgente. El tiempo es oro. El empleado empujó la puerta. —Volveré en seguida, chaval.
—Chaval, buen hombre, es una palabra vulgar —replicó Júpiter—. Yo prefiero que me llamen «señor». Y es urgente que consiga un cristal nuevo para la ventanilla de mi «Rolls-Royce» para que Paul, aquí presente, pueda instalarla en seguida y conducirme a Los Ángeles sin pérdida de tiempo. Si usted está demasiado ocupado para atenderme, quizás tendré que hablar con el propietario de la compañía.
El empleado, con la mano en el pomo de la puerta entreabierta, vaciló.
—Vamos, vamos —dijo Júpiter con altivez—. ¿Quiere que hable con el dueño? ¿El señor Margon si no me equivoco? Creo que papá tiene negocios con el señor Margon, ¿no es cierto, Paul?
El Primer Investigador volvió su rostro redondo con su mejor expresión altiva hacia Paul, que tuvo que hacer esfuerzos para no reír. El muchacho mayor borró toda sonrisa de su cara y se dispuso a seguir la comedia.
—Me parece que sí, master Jones —dijo haciendo una imitación perfecta de Worthington.
Aquello ya fue demasiado para el vendedor. Cerró la puerta y volvió a ocupar de nuevo su puesto tras el mostrador para atender a Júpiter.
—Er... —dijo el empleado—. Me parece que no tenemos cristales de la marca «Rolls-Royce».
—¡Seguro que bromea! —el rostro redondo de Júpiter era la imagen del más completo asombro.
El empleado, nervioso, palideció.
—Bueno, puede que los tengamos. Iré a mirar.
—Si es usted tan amable —Júpiter inclinó la cabeza con benevolencia—. Es el modelo de 1937 Nube de Plata.
El empleado tragó saliva, asintió con la cabeza y desapareció entre las filas de estanterías del fondo repitiendo en voz baja el nombre del modelo.
Atrapados entre los edificios y la brillante luz del sol, Bob y Pete permanecieron petrificados mientras la puerta de edificio principal permanecía abierta.
Luego se cerró despacio.
—Uau —suspiró Pete.
—Vamos —le apremió Bob—. ¡Entremos en el otro almacén antes de que salga alguien de verdad!
Recorrieron a toda prisa la distancia que les faltaba para llegar a su objetivo. A la media luz del interior, el segundo almacén les pareció exactamente igual al primero con estanterías que se perdían en el fondo. Pero aquí los estantes estaban llenos de marcos de ventanas, espejos, puertas de cristal, mamparas, y otros artículos de cristal.
Los dos muchachos repitieron su registro por arriba y por abajo de las estanterías. Tampoco encontraron nada. Volvieron a la entrada, se asomaron, y al no ver a nadie y sin apartar la vista de la puerta del edificio principal recorrieron el espacio bañado por el sol para llegar al tercer almacén que era el más pequeño. Allí, en la penumbra interior, los estantes que cubrían las paredes estaban cargados de todos los accesorios necesarios para ventanas y puertas de cristal, espejos y mamparas. En el centro, un banco largo con las herramientas para cortar cristales y todo lo preciso para su montaje.
Bob se dirigió hacia el fondo por la parte izquierda, y Pete lo hizo por la derecha. No encontraron nada de interés. El despachito de la parte de atrás estaba atiborrado de cartones, y artículos domésticos... servilletas de papel, jabón líquido, vasos de papel, filtros de café y tazas de plástico.
—¡Archivos!
Pete había encontrado una lona impermeable encima de unas cajas al fondo del pequeño despacho. La levantó. Debajo había una bicicleta de carreras apoyada contra la pared.
—¿Es ésta? —se preguntó el Segundo Investigador.
—No puedo asegurarlo —Bob dudaba—. Estaba tan oscuro las dos noches que la vi, que no pude distinguir el color.
—El sillín está colocado a la altura de un hombre alto... muy salido hacia fuera —observó Pete.
El Segundo Investigador se echó hacia atrás para verla mejor, y se apoyó contra una de las grandes cajas de servilletas de papel, y casi se cae pues la caja se escurrió por debajo de él. Bob contempló la caja que aún se mecía.
—Esto es muy ligero para estar lleno de servilletas de papel —dijo—. Pero me parece que aquí dentro hay algo. Veamos.
Abrieron la caja y en su interior encontraron un casco, un par de guantes, una mochila con un receptor de radio digital, unos auriculares, una camiseta amarilla de ciclista, pantalones negros de punto, y zapatillas de corredor.
Júpiter conservó su porte arrogante hasta que regresó el vendedor.
—No tenemos cristales para «Rolls-Royce» —anunció el empleado—. Podemos pedírselos, pero tardarán dos semanas.
—¡Esto es inaudito! —exclamó Júpiter—. Completamente absurdo. Un distribuidor debe tenerlos en el acto a disposición del cliente, por eso he venido yo mismo en persona.
—Lo siento —dijo el empleado y sonrió, recobrando su confianza al poder negarse a un cliente—. Dos semanas si lo encarga.
En la ventana Paul se puso tenso. —¡Ju...er, master Jones!
Júpiter se volvió distraídamente hacia el lado donde Paul miraba por la ventana que daba al patio. ¡En la ventana del almacén más pequeño vio un gran signo de interrogación dibujado con tiza!
—Bien —anunció a toda la tienda en general—. Tendremos que ir a Los Ángeles sin cristal. El aire me sentará bien, ¿eh? Vamos, Paul.
Sin dirigir ni una sola mirada más a los asombrados clientes y vendedores, Júpiter salió sonriendo seguido de Paul.
Una vez en el exterior, la sonrisa desapareció de los labios del robusto Primer Investigador. Paul y él cruzaron la calle y fueron hasta el pie de la colina para recoger sus bicis y salir pedaleando a toda marcha en dirección a la chatarrería para llamar al comisario Reynolds.
Bob y Pete se acurrucaron bajo la ventana del almacén pequeño. Habían transcurrido unos diez minutos desde que dibujaron el signo de interrogación para anunciar su hallazgo.
—No pueden tardar más de media hora —calculó Bob—. Unos diez minutos para llegar a la chatarrería, tal vez otros diez para contárselo todo al comisario Reynolds, y diez o quince más para que la policía llegue aquí.
—Ojalá pudiéramos capturarlo nosotros —dijo Pete.
—Nosotros hemos resuelto el caso —dijo Bob—. Y ese individuo puede ser peligroso. No olvides que no hemos encontrado su pistola.
—No obstante desearía... —comenzó a decir Pete.
En aquel preciso momento un Corvette color miel entró por la puerta lateral con un fuerte chirrido de neumáticos y .girando violentamente para ocupar uno de los lugares vacíos en el aparcamiento detrás del edificio principal. Un joven se apeó y echó a andar por el patio.
—¡Mira, Segundo! —susurró Bob.
El joven era alto y delgado. Su cara pálida estaba enmarcada por cabellos oscuros y largos que le llegaban hasta el cuello de su americana sport color azul marino. Tenía la nariz aguileña y la boca de labios finos. Había cierto nerviosismo en sus ojos. Con sus pantalones grises y botas negras se dirigió al edificio principal como si fuese el dueño.
—Seguro que encaja perfectamente con la idea que Jupe tiene del aspecto del ciclista —exclamó Bob en voz baja.
Observaron cómo el joven entraba en el edificio principal. Pete miró su reloj.
—Será mejor que anotemos el número de su matrícula —dijo—. Puede que se marche antes de que ellos lleguen.
El Segundo Investigador estaba aún anotando el número, cuando la puerta posterior del edificio se abrió de par en par y el joven salió como una flecha en dirección al almacén donde Pete y Bob estaban acurrucados debajo de la ventana.
—¡Viene hacia aquí!
Los dos muchachos buscaron donde refugiarse. —¡La última estantería!
Cerca de la puerta, el estante bajo tenía un espacio vacío detrás de un cartón grande. Los dos se metieron allí.
La puerta se abrió con estrépito, y el joven corrió hacia el fondo. Los investigadores podían oírle respirar aguadamente. Cuando reapareció llevaba puesto el casco, las gafas colgando del cuello, las ropas metidas en la mochila, y ésta colgada del manillar de la bicicleta que empujaba hacia la puerta.
—¡Se lleva todas las pruebas! —susurró Pete irritado—. ¡Si las destruye no podremos probar nunca que él es el rompe-cristales!
—No podemos detenerlo, Segundo. ¡Es demasiado arriesgado!
Pero Pete ya había salido a gatas de su escondite. Bob siguió a su amigo hasta la ventana.
—Lo está metiendo todo en su coche.
En el exterior, el joven pálido luchaba frenéticamente por meter su bicicleta de carreras en su «Corvette».
—A mí no me parece peligroso —dijo Pete.
Y antes de que Bob volviera a protestar, Pete salía por la puerta yendo directamente hacia el coche deportivo. Cuando el joven frenético vio a Pete, dejó caer la bici y metió medio cuerpo en el coche. Pete empezó a correr.
El joven se volvió con una pequeña pistola en la mano. Con ella apuntaba a Pete.