CAPÍTULO 11. Extraña reunión

El número 140 de la calle Valery estaba al lado de la casa del amigo de Paul, a su derecha, casi escondida entre árboles y arbustos donde la policía se había apostado la noche anterior. Los muchachos dejaron sus bicicletas al lado de la avenida, donde un Buick sedán cuatro puertas aguardaba pacientemente. En el garaje del fondo pudieron ver un «Cadillac» antiguo que parecía no haber salido de allí hacía años. Una lona cubría el capó y el parabrisas.

Un camino de grava llegaba hasta la casa entre árboles y arbustos. Con tanta vegetación, apenas se veía la calle desde la puerta principal. Júpiter hizo sonar el timbre y los cuatro muchachos aguardaron expectantes. Nada ocurrió.

—¿Estás seguro de que dijo que viniéramos en seguida? —preguntó Pete.

—Eso es lo que dijo —replicó Júpiter.

De pronto en algún lugar de la casa se oyeron voces... voces airadas. Júpiter volvió a llamar al timbre con insistencia.

Tampoco hubo respuesta, pero ahora las voces se callaron.

—Tal vez el timbre no funciona —dijo Bob.

—Podríamos entrar por la puerta lateral —sugirió Pete.

Los muchachos volvieron al camino y buscaron una puerta lateral o posterior. No encontraron nada por el lado del garaje.

—¿Qué es eso? —exclamó Paul con los ojos muy abiertos.

En el patio posterior había un platillo metálico de un metro de diámetro sostenido por tres patas y apuntando al cielo.

—Es una parábola receptora de satélites —dijo Júpiter.

—Recibe señales de los satélites artificiales —explicó Bob—. La TV y la radio transmiten a través de un satélite para que podamos recibir programas en directo desde Nueva York y Europa, e incluso China. Con una de estas parábolas se pueden captar programas sin pagar a la compañía de TV por cable.

—Eso me suena a Jarvis Temple —dijo Pete. —¿Muchachos?

La llamada venía de la puerta principal. Y los Tres Investigadores se apresuraron a volver a ella. Willard Temple estaba en lo alto de los escalones mirando a su alrededor algo confuso.

—Ah, estáis ahí.

—Como nadie contestaba —dijo Júpiter—, fuimos en busca de otra puerta.

—Yo estaba en la parte de atrás recibiendo instrucciones de mi tío. Entrad.

El sobrino, bajito pero esbelto, del anciano Jarvis Temple les condujo a través de un amplio recibidor estilo Victoriano con un suelo de parquet pulido y brillante, y puertas correderas, hasta un enorme salón con muebles pasados de moda. Willard Temple vestía de nuevo un traje oscuro muy clásico y sonrió forzadamente a los muchachos.

—Mi tío no se encuentra muy bien hoy, muchachos, de manera que ha decidido acostarse. Me ha pedido que discutamos la posibilidad de que trabajéis para él, para conseguir la devolución del águila.

—En realidad —repuso Bob— ya estamos en el caso. Trabajamos con Paul para atrapar al rompe-ventanas, y es el mismo caso.

—Claro —repuso Willard Temple—. Lo había olvidado.

—De todos modos —intervino Júpiter con presteza—, no veo la razón para que no podamos encontrar su águila al mismo tiempo. Nos ayudaría a atrapar al culpable si supiéramos dónde puede venderse esa moneda y quién podría comprarla.

—Canastos —exclamó Pete—. Debe ser realmente difícil venderla. Quiero decir que todo el mundo la conoce, ¿no? Y todos sabrán que ha sido robada. Así que ¿quién iba a comprarla?

—Los coleccionistas no suelen ser muy escrupulosos, Segundo —le dijo Júpiter—. La mayoría no tocarían siquiera esa moneda, pero hay otros que la desearían a toda costa. Por poseerla, para contemplarla en privado... y sin dejar que nadie sepa jamás que está en su poder.

Willard Temple asintió.

—Júpiter tiene razón, muchachos. Hay pocos coleccionistas así, pero algunos de ellos se encuentran entre los más ricos y pueden pagar cualquier precio. Y, en cuanto en dónde puede ser vendida esa moneda, siempre hay marchantes indeseables que operan con semejantes coleccionistas,

—Sin embargo —dijo Júpiter—, no es fácil. El ladrón tiene que saber cómo ponerse en contacto con el marchante o coleccionista sin escrúpulos.

—Muy difícil —convino Willard Temple—. Tiene que estar muy familiarizado con todo el mundillo de coleccionistas de monedas.

—Quizás usted pueda decirnos quiénes son algunos de esos marchantes ilegales para poder vigilarles —dijo Júpiter.

—¿Yo? —El joven Temple meneó la cabeza y se pasó los dedos por sus cabellos castaño claro con gesto nervioso—. No, me temo que no sé gran cosa del mundo de la numismática. Nunca me he interesado por la afición de mi tío.

—Entonces tendremos que preguntárselo a él —replicó Júpiter.

Willard Temple parpadeó.

—¿A mi tío? Oh, claro. En cuanto él quiera, si es que decide contrataros. —Miró su reloj de pulsera—. Bien...

Júpiter miraba aquel salón antiguo.

—¿Y no podríamos examinar algunas de las monedas de su tío? De este modo sabríamos qué andamos buscando. No veo ninguna por aquí.

—Oh, no. Las guarda en su despacho —replicó Willard Temple volviendo a consultar su reloj.

—¿Podríamos ver las monedas? —insistió Júpiter.

—¿Verlas? Sí, claro. Por aquí.

Les hizo salir del salón al vestíbulo y, una vez allí, les condujo a una puerta del fondo. La abrió con una llave de su llavero. El pequeño estudio era todo madera oscura y libros, con una gruesa alfombra marrón en el suelo e hileras de vitrinas. En ellas habían monedas de todas clases, descansando sobre terciopelo azul oscuro. Willard Temple señaló una vitrina.

—Estas son monedas americanas. Ésta que está a la izquierda es la otra doble águila de tío Jarvis, pero no vale tanto.

Los jóvenes se apiñaron ante la vitrina para contemplar la enorme moneda de oro en su nicho de terciopelo azul. Brillaba bajo la luz interior de la vitrina. Del tamaño de un dólar de plata, la moneda mostraba un águila voladora de perfil, con las alas sobre su cabeza recortándose contra los rayos divergentes de un sol naciente.

—¿De cuándo es? —preguntó Bob.

—Ésta es de 1909 —dijo Willard Temple—. La fecha está en la otra cara con una figura de pie que representa la libertad. Es una hermosa moneda, pero sólo vale unos dieciocho mil dólares.

Pete lanzó un silbido.

—A mí me parece un buen precio. Y esa moneda ni siquiera es muy antigua.

—No es la fecha lo más importante, sino la rareza y su estado de conservación. A principios de este siglo no se acuñaron muchas monedas de oro porque el papel moneda se hizo más popular que las monedas demasiado pesadas.

—¿Pero por qué el águila que le han robado vale mucho más? —preguntó Paul—. ¡Un cuarto de millón de dólares! ¡Es increíble!

—Ah, la moneda robada tiene un relieve ultra marcado. Eso quiere decir que el águila y la libertad sobresalen mucho sobre el fondo. Es el mismo dibujo... ambos son de Augustus Saint-Gaudens, pero la del relieve tan marcado sólo se emitió durante un año, 1907. Es bonita porque sí y sumamente rara.

—¿En qué clase de estuche iba el águila robada? —quiso saber Bob.

—En un estuche de piel negra del tamaño de un paquete de cigarrillos, con dos bisagras y un botón que al ser apretado abría el cierre —explicó Willard Temple—. En su interior estaba forrado del mismo terciopelo azul de las vitrinas, pero la moneda estaba dentro de un sobre de plástico para protegerla del uso.

Bob, Pete y Paul contemplaron la magnífica moneda de oro, mientras escuchaban a Willard Temple. Júpiter recorría la estancia.

—Señor Temple —dijo el rechoncho jovencito—. No he visto ningún aparato de TV en su casa.

—Mi tío aborrece la televisión —rió Willard Temple—. No tenemos tele en la casa.

—¿Entonces qué hace esa parábola receptora en el patio?

—¿Parábola? —El sobrino volvió a parpadear—. Oh, Sara y yo tenemos una tele en el cuarto de estar. Mi tío está ahora descansado allí, si no, os enseñaría lo que hace ese receptor de satélite.

—Ya —dijo Júpiter asintiendo con la cabeza—. ¿Entonces supongo que hemos de volver más tarde, o es usted quien nos contrata en nombre de su tío?

—Yo creo... —comenzó a decir Willard Temple.

De pronto la puerta del despacho se abrió de par en par y el propio Jarvis Temple apareció bajo el marco con su bastón y miró fijamente a los muchachos.

—¿Qué están haciendo éstos en mi estudio? —rugió el anciano al entrar cojeando en la habitación—. ¿Tratando de decidir qué moneda robarán a continuación?

—Su sobrino nos ha traído aquí, señor —repuso Júpiter con calma—. Si hemos de ayudarle a encontrar su águila, necesitamos saber qué aspecto tiene. Ahora, si pudiera decirnos...

—¡Ayudarme a encontrar mi águila! —El anciano de cabellos grises les miraba lleno de asombro—. ¡No os dejaría acercaros ni a un kilómetro de mi águila! ¡A ninguno de los cuatro! ¡Fuera de mi casa!

—Pero su sobrino... —comenzó Júpiter.

Pete le atajó con calor.

—¡Él nos telefoneó y dijo que usted quería contratarnos! Nosotros no hubiésemos...

El viejo Jarvis se puso como la grana.

—¡Mi sobrino es un mentiroso! ¿Contrataros? ¡De eso nada! ¡Fuera, he dicho!

Y alzando el bastón con aire amenazador se abalanzó sobre los cuatro jóvenes, pero antes de que pudiera descargarlo encima de ninguno de ellos, Sara Temple entró corriendo en el estudio y se lo arrancó de la mano al anciano furioso.

—¡Tío! ¿Qué estás haciendo?

La muchacha con el bastón en la mano miró a su tío llena de espanto. Jarvis la miró a su vez.

—¡No sé lo que estáis haciendo, pero quiero que estos delincuentes juveniles salgan inmediatamente de mi casa!

Y dicho esto, el anciano cogió su bastón y salió cojeando del estudio. Willard y Sara le miraron marchar desalentados. La joven morena, dos dedos más alta que su primo mayor, seguía llevando sus enormes gafas de sol, pero vestía maillot y leotardos rojos como si hubiera estado haciendo ejercicio. Miró tristemente a su tío que se alejaba.

—Lo sentimos mucho, chicos. Estos días mi tío sufre ataques de amnesia. Es la tensión que le produce la pérdida de la doble águila. Yo oí cómo pedía a Willard que os telefoneara, pero ahora no se acuerda. Pero me figuro que lo mejor será no contrataros oficialmente hasta que se muestre más razonable.

Willard Temple asintió.

—Si cambia de opinión volveré a llamaros.

Una vez fuera de la casa victoriana, los muchachos recogieron sus bicicletas en la avenida.

—Vaya —dijo Paul—; el viejo Jarvis olvidó por completo que le había dicho a Willard que nos llamara.

—No sé —se burló Pete—. A mí ese viejo me ha parecido muy despierto.

—Sí —convino Júpiter pensativo mientras contemplaba al pequeño Datsun rojo ahora aparcado en la avenida—. De todas formas, será mejor que vayamos a ver qué encontramos en la camioneta de Paul antes de que oscurezca.