CAPÍTULO 9. Reporteros por un día
Eran apenas las ocho cuando los cuatro muchachos se reunieron en casa de Bob a la mañana siguiente. El hombre de Archivos e Investigación había explicado a su padre lo que necesitaban, y el señor Andrews había cursado las pertinentes credenciales de periodistas.
—Os contrato a todos oficialmente como reporteros condicionales o independientes, por un dólar diario y con la misión de entrevistar a varios policías sobre el caso del rompecristales.
El señor Andrews entregó a cada uno un cheque por un dólar y una tarjeta oficial impresa.
—Ahora trabajáis para mi periódico, aunque sólo sea por hoy.
—Gracias, papá —dijo Bob—. Te lo agradecemos mucho. Muchísimo.
Los otros jóvenes detectives, tras darle las gracias a coro, montaron en sus bicicletas y se fueron directamente a la jefatura de policía. Paul Jacobs fue en una bicicleta vieja y oxidada que sacó de su garaje.
—Cada uno de nosotros entrará solo y pedirá permiso para entrevistar a un policía que haya tomado parte en las vigilancias nocturnas. Mostrad vuestros credenciales y, si os ponen alguna objeción, decid que el comisario Reynolds está de acuerdo. De este modo conseguiremos hablar con cuatro hombres distintos —explicó Júpiter durante el camino.
—¿Y qué les preguntamos, Jupe? —quiso saber Pete.
—Necesitamos saber si vieron algo inusitado, o si ocurrió algo especial —repuso Júpiter—; pero, por encima de todo, queremos que nos digan cuantas personas pasaron por allí cada noche, que ellos recuerden.
Pete fue el primero en entrar en jefatura, y luego Bob. Cuando al fin entró Júpiter después de Paul, y se acercó al sargento de guardia, necesitó todas sus dotes de persuasión, más una no demasiado amable sugerencia de que podía llamar al comisario Reynolds, para que al fin el Primer Investigador fuese autorizado a interrogar a un policía.
Pete encontró al policía dentro de su coche patrulla justo cuando el hombre iba a comenzar su turno.
—¿Que cómo van esas investigaciones acerca de los cristales rotos? No tenemos nada, chaval. Ni un solo sospechoso, ¿sabes? Es perder el tiempo. Debiéramos habernos dedicado a impedir que se cometieran crímenes reales y no escondernos para atrapar a una pandilla de chiquillos.
—¿Está usted seguro de que son chiquillos los que rompen las ventanillas de los automóviles? —preguntó Pete.
—Tienen que serlo, Crenshaw —dijo el joven policía—; como yo no voy a ser patrullero toda la vida, eso puedes apostarlo. De modo que estar vigilando porque unos malditos crios rompen cristales, no es la idea que tengo del trabajo importante que yo debería estar realizando como policía, ¿sabes?
—Bien, ¿y la gente que pasaba? ¿Vio a mucha?
—Oh, vimos pasar a muchísima gente —repuso el policía—. ¡Eso es todo lo que vimos... gente y más gente! Nadie se paraba. Ni nadie arrojó nada contra las ventanillas de los coches ni las golpeó con un martillo o cualquier otra cosa.
—¿Y a quiénes vio pasar? —insistió Pete—. ¿Lo recuerda?
—Claro que lo recuerdo. Me acuerdo de todos. Voy a ser detective muy pronto, de modo que puedes apostar a que me acuerdo. Por lo menos de los principales.
—Los anotaré —dijo Pete abriendo su libreta de notas.
El joven miró el bloc y carraspeó nervioso.
—Bueno, veamos. La primera noche que estuve de vigilancia, pasaron, er...bien, un viejo en un Cadillac que aparcó y estuvo esperando, hasta que salió una señora de una casa y se marcharon. Y... er... sí, dos mujeres mayores que paseaban a sus perros y dos tipos en bicicleta. Uno de ellos llevaba un casco de ciclista y escuchaba con auriculares algún aparato que llevaba a la espalda. Los auriculares son peligrosos, ¿sabes? En muchos estados está prohibido usarlos cuando se conduce un automóvil o se monta en bicicleta o en moto.
—¿A quién más vio? —insistió Pete.
—¡Um! Bien, pues no sé. Sólo a un montón de gente que no hacía nada. Quiero decir, que sabíamos que habían sido unos chicos, de modo que para qué vigilar tanto, ¿no te parece?
El sargento que recibió a Bob en una habitación donde se celebraban los interrogatorios le ofreció una Coca-Cola y sonrió. Ya conocía a los investigadores.
—¿De modo que ahora eres periodista, Bob? Yo creía que erais detectives.
—Lo somos, sargento Trevino, pero tenemos que averiguar todo lo que ustedes vieron estando de vigilancia. El comisario dice que no podemos leer los informes.
—No, se necesita una orden del juzgado —convino el sargento Trevino—. ¿Sabe el jefe que ahora sois reporteros?
—En cierto modo fue idea suya. Libertad de prensa y todo eso.
El policía rió.
—Está bien, entonces haz tus preguntas.
—Sabemos que no vieron a nadie rompiendo cristales, ¿pero vieron algo sospechoso?
—Nada en absoluto —repuso el sargento—. Todos los que se detuvieron esas noches vivían en la manzana y no hicieron más que aparcar y entrar en sus casas.
—Bien, ¿y qué hay de la gente y los vehículos que pasaron sin hacer nada? ¿Recuerda a alguno de ellos?
—Pues claro que me acuerdo. Lo anoté todo —dijo el sargento Trevino sacando un pequeño bloc del bolsillo de su camisa y hojeándolo—. Pasaron dos hombres en un «Cadillac» verde; un hombre con barba en un «Volkswagen» gris; un muchacho en bicicleta repartiendo periódicos; dos señoras mayores con una muchacho que llevaba un tirachinas; cuatro personas paseando sus perros; un...
—¿Alguna de ellas llevaba un bastón con puño de plata y un gran danés? —preguntó Bob con presteza—: Me refiero a los que paseaban perros.
El sargento Trevino consultó su libretita.
—No; había dos perros de lanas... un griffon y un pequinés... y un schnauzer y un doberman.
—Oh —dijo Bob decepcionado.
El sargento continuó leyendo sus notas.
—Dos niños de la Liga Infantil de uniforme jugando a la pelota, un joven melenudo conduciendo un «Porche», un hombre con casco, gafas, mochila y auriculares montado en bicicleta; tres miembros de una banda de motociclistas que se hace llamar La Muerte Gris; dos furgonetas «Chevrolet» seguidas, una detrás de la otra; cuatro atletas en chándal; tres hombres que al parecer regresaban a sus casas del trabajo; un cartero repartiendo correo certificado; tres boy scouts que regresaban con retraso; dos vagabundos...
Paul entrevistó a su policía en el vestuario donde el hombre se estaba poniendo ropa de civil después de finalizar su jornada de trabajo. Era un patrullero bajito que no cesaba de mirar su reloj.
—Estoy a punto de largarme, amigo. De todas formas no ocurrió nada durante las patrullas.
—Iré lo más rápidamente posible, señor, se lo prometo —le dijo Paul.
El policía frunció el ceño.
—Está bien, ¿qué es lo que quiere saber?
—Bien, sabemos que no vieron a nadie que rompiera ventanillas, ¿pero observaron ustedes algo sospechoso o tan sólo desacostumbrado?
—No, nada —volvió a mirar su reloj, se calzó la segunda bota de montar en moto, y se levantó dispuesto a marcharse.
Paul se apresuró.
—¿Puede decirme a quiénes vieron esas noches? —le disparó—. Me refiero a la gente que pasaba por delante de ustedes.
—¿Toda la gente que pasó? —el policía miró a Paul fijamente.
—Sí, señor, sí lo recuerda.
—¡Debe estar bromeando, joven! ¿Todos lo que pasaron y no hicieron nada en absoluto? —Bostezó—. Escuche, ya hice mi informe. No ocurrió nada. Ahora tengo cosas que hacer, ¿entiende? —dijo encaminándose a la puerta.
—Perdone. Comprendo que es difícil recordarlo todo.
El policía bajito se detuvo y dio la vuelta.
—¿Qué quiere insinuar? ¿Crees que no me acuerdo de nada? Por lo menos lo que vale la pena recordar, no sólo la gente que pasaba sin hacer nada. Y me acuerdo muy bien de todas las falsas alarmas.
—¿Falsas alarmas? —dijo Paul a toda prisa.
El policía asintió.
—Tuvimos algunos sustos.
—Hábleme de ellos —le rogó Paul.
El cansado agente miró una vez más su reloj y suspiró.
—Está bien. Hubo lo de esa camioneta vieja. En la parte de atrás iban una pandilla de chicos cantando y armando toda clase de alborotos. Nosotros vigilábamos en mitad de la manzana y allí se detuvieron y saltaron del vehículo. Durante un rato tuvimos el convencimiento de que iban a romper los cristales, pero al final sólo se dedicaron a jugar a perseguir a uno saltando las cercas y las bocas de riego, los arbustos e incluso los automóviles hasta que llegaron a la esquina. Luego volvieron a montar en la camioneta y se largaron.
Paul lo iba anotando todo. El fatigado agente bostezó de nuevo antes de continuar.
—Luego hubo lo de los tres motociclistas punks de la banda La Muerte Gris. Entraron en la manzana muy despacio y empezaron a describir círculos y ochos mirando a través de todas las ventanillas de los coches como si quisieran robar algo, sólo que no desmontaron de sus motos. Al fin se fueron a la manzana siguiente sin dejar de trazar círculos.
Paul tomó unas cuantas notas más y asintió. El joven policía volvió a suspirar.
—Y por último, pasó ese tipo alto equipado como un hombre del espacio con auriculares y montado en una bici de carreras. Por un momento aminoró la marcha, pero luego aceleró y se marchó de la manzana.
Paul continuaba escribiendo mientras asentía de vez en cuando. Terminó, alzó la cabeza y estaba solo. El agotado policía se había ido.
El teniente Samuels miró a Júpiter de hito en hito.
—Yo no creo en los muchachos que se consideran lo suficiente listos como para resolver crímenes, Jones. Lo que hacen es interponerse en el camino de los verdaderos policías.
—Siento que piense usted así, señor —le dijo Júpiter con toda cortesía—. No obstante, el comisario Reynolds no está de acuerdo con usted. Hemos podido prestarle una ayuda valiosa en algunas ocasiones. El teniente Samuels enrojeció.
—¿De veras crees que unos chavales son tan buenos como los policías entrenados?
—Quizá no, señor. Pero algunas veces podemos hacer cosas que no harían los policías... precisamente porque somos chavales.
Samuels miró al joven y rechoncho detective y se sentó en su pequeño despacho, sin ofrecer asiento a Júpiter. —¿Qué es lo que quieres de mí?
—Simplemente la descripción de todos los que pasaron por delante de ustedes mientras vigilaban.
—¿Y eso es todo? —dijo el teniente con sarcasmo—. Tú sabes que nadie puede acordarse de toda la gente que pasó, y el informe escrito es confidencial, cosa que ya te dijo el comisario.
—Dijo que el informe oficial era confidencial —indicó Júpiter—, pero también dijo que podía preguntarle a usted lo que quisiera, y estoy seguro de que habrá tomado buena nota de todo.
Al verse atrapado, el teniente hizo girar la silla de su escritorio. Luego sus ojos se animaron.
—De acuerdo, pero entro de servicio dentro de cinco minutos. Puedes volver cuando haya terminado dentro de cuatro horas, o puedo hacer que una de nuestras empleadas te pase a máquina mis notas cuando tenga tiempo y tú puedes esperar afuera.
A Júpiter no le cupo más opción que esperar en el corredor. Incluso el comisario Reynolds hubiera estado de acuerdo en que el trabajo del teniente era lo primero. Aguardó en un banco más de tres horas. Samuels pasaba de vez en cuando y le dedicaba una sonrisa desagradable. Los otros muchachos hacía mucho que habían terminado y se habían ¡do cuando Júpiter consiguió al fin que le entregasen las notas mecanografiadas. Tras leerlas rápidamente se levantó y fue corriendo a coger su bicicleta.