CAPÍTULO 5. Peligro en la chatarrería
A la salida del Túnel Dos, Bob se asomó con cautela.
¡Una figura vestida de negro, se hallaba acurrucada en el rincón más alejado del taller exterior!
Al parecer el intruso estaba trabajando en algo encima del suelo. Bob se estiró para ver qué era. Su hombro pegó contra un costado de la tubería haciendo que la chatarra exterior cayera con estrépito.
La figura se volvió. ¡No tenía rostro!
Luego Bob vio el brillo de dos ojos penetrantes y comprendió que el resto de la cabeza y el rostro estaba cubierto por un pasamontañas negro. Sus ojos miraban directamente a Bob. ¡Le había descubierto!
—¿Quién es usted? ¿Y qué es lo que quiere? —gritó Bob saliendo a gatas de la tubería.
La sombra negra cogió lo que había estado manipulando y salió del taller. Bob se levantó de un salto y corrió hacia la entrada. ¡Vio la sombra voladora saltando como un gamo por encima de la chatarra en dirección al túnel tres! ¡Júpiter lo atraparía!
El intruso desapareció de su vista detrás de un montón de ladrillos viejos. Bob escuchó, pero transcurrió un minuto y nada oyó. ¿Dónde estaba Júpiter?
Al cabo de otro par de minutos Bob fue lentamente hasta el lugar donde había visto la figura por última vez. Pero no había nadie cerca del montón de ladrillos. Se echó al suelo y se arrastró hasta la esquina de un montón de trastos viejos y se asomó. Un movimiento rápido llamó su atención. Alguien escapaba sigilosamente por la puerta lateral de la cerca.
Bob aguardó conteniendo la respiración. Quienquiera que fuese no llevaba la cara cubierta. Un rayo de sol iluminó la figura. ¡Era Pete! Bob se puso en pie de un salto. Pete al verle le saludó con la mano en silencio, haciendo con la mano y el brazo las señales pertinentes para hacerle entender que no había visto ni oído nada. Bob alzó su dedo pulgar para indicarle que había visto al intruso.
¡Y en aquel preciso momento se oyó el estrépito producido al derrumbarse un montón de maderas justamente delante!
Bob agitó la mano con violencia para indicar a Pete que diera la vuelta y se encontraran en el lugar donde sonó el ruido. Pete, tras asentir, desapareció. Bob comenzó a avanzar con cuidado por encima del montón de muebles desechados y recogidos por tío Titus. Al fin llegó al montón de maderas que se habían desmoronado o habían sido arrojadas encima de una gran montaña de chatarra, casi tan grande como la que ocultaba su puesto de mando. Pete apareció por el otro lado del montón.
—¿Le has visto? —preguntó Pete sólo con el movimiento de los labios.
—No he visto a nadie —Pete meneó la cabeza. —¡Socorro!
Los dos muchachos se quedaron helados. El grito provenía del interior del enorme montón. —¡Socorro! Pete exclamó: —¡Es Jupe! —De prisa —dijo Bob.
Corrieron entre las hileras de chatarra almacenada, abriéndose paso por las estrechas sendas. —¡Socorro!
La llamada parecía venir de la izquierda. —¡Socorro!
Ahora había sonado a la derecha.
Bob y Pete se detuvieron en la cima de la montaña de desperdicios y miraron a su alrededor. Era imposible moverse en línea recta. Frenéticamente se fueron abriendo camino a través de un laberinto de pasillos estrechos, bloqueados de pronto por montones de puertas viejas que se habían caído, bloques de cemento y aparatos antiguos.
—¡Socorro!
—¡Jupe! —gritó Pete—. ¡Si puedes oírnos sigue gritando!
—¡Para que podamos encontrarte! —gritó Bob a su vez.
—¡Socorro... Socorro... Socorro... Socorro...!
Las llamadas de auxilio del Primer investigador les guiaron por los retorcidos caminos de aquella jungla; tan pronto se oían cerca, luego lejos, hasta que al fin sonaron muy cerca.
—¡Ahí! —exclamó Bob.
Era una vieja cámara frigorífica de una carnicería. Habían colocado una gruesa barra que atravesaba el pesado aldabón para que la puerta no pudiera abrirse desde dentro. Los gritos apagados cesaron.
—¡De prisa! ¡Ahí dentro no hay mucho aire! —gritó Pete.
Quitaron la barra y abrieron la pesada puerta.
—¿Jupe? —gritó Bob.
El Primer Investigador estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared posterior de la cámara frigorífica, rodeado de ganchos y estantes para colgar la carne. No se movía.
—¿Primero? —le dijo Pete preocupado—. ¿Estás bien?
El robusto investigador suspiró. — —El viejo truco de la puerta abierta —dijo con disgusto—. Y he caído como un vulgar aficionado.
—¿Quién era, Jupe?—preguntó Bob—. ¿Le viste?
—Todo lo que vi fue una sombra negra cuando salía del túnel tres. Me vio y echó a correr hacia aquí después de derribar ese montón de maderas. Corrí tras él, pero sólo logré verle de vez en cuando entre todos estos montones. Luego le vi entrar en esta cámara frigorífica. Por lo menos eso creí yo. Debió esconderse detrás de la puerta abierta porque cuando entré aquí y miré a mi alrededor él estaba detrás de mí. Me empujó y cerró la puerta. Tiré de la manecilla para poder salir, pero la puerta no se abrió.
—¡Podías haberte quedado sin aire! —exclamó Bob.
Júpiter volvió a suspirar.
—Esta vieja cámara está tan llena de agujeros que no hay peligro de eso. Archivos. Me engañó, chicos, y no tengo idea de quién es ni qué aspecto tiene.
—¡Tuangggggg! ¡Zasl
Otro fuerte estruendo resonó por el Patio Salvaje. Esta vez parecía que había caído algo metálico. Los tres muchachos salieron corriendo de la cámara frigorífica.
—¡Todavía está en el patio! —gritó Pete.
—¡Tal vez le cueste más salir de aquí ahora, que entrar! —dijo Bob.
—Vamos, chicos —les apremió Júpiter.
Los Investigadores se abrieron camino lo más rápidamente posible. Una vez llegaron a un espacio más despejado, echaron a correr en dirección al último derrumbe. Había sonado junto a la cerca posterior. Los muchachos corrieron hasta allí sin ver la figura negra ni oír más ruido.
—¡Mirad! —gritó Pete—. ¡Ahí arriba!
Un alero de hojalata corría encima y a lo largo de toda la cerca para proteger la chatarra del sol y la lluvia. Enganchado en el borde del alero había algo parecido a un ancla de cuatro brazos, con una gruesa cuerda anudada en la anilla del vástago central.
—¿Qué es eso? —se preguntó Bob.
—Un arpón o garfio para trepar —replicó Jupe—. ¡Se lanza y se engancha en lo alto de una pared, cerca, o acantilado y ya puedes trepar por la cuerda!
Mientras los Investigadores contemplaban el arpón, la cuerda atada a él se aflojó ondeando como una serpiente. El garfio se desprendió del alero y fue arrastrado por encima de él hasta caer al exterior del patio:
—¡De prisa! —exclamó Júpiter—. ¡La Puerta Roja!
Mientras los muchachos corrían junto a la cerca para llegar a su salida secreta, oyeron el ronquido del motor de un automóvil en la calle. Bob se apresuró a alzar la aldaba, y tres tablas se abrieron dejando una abertura por la que los tres muchachos salieron a la calle a tiempo de ver un pequeño coche rojo que desaparecía doblando la esquina. —Demasiado tarde —gimió Pete.
—¿Visteis quién era? ¿Y el número de la matrícula? —gritó Bob.
—Podría ser un MG —declaró Pete añadiendo a continuación—, pero no estoy seguro, y no vi el número de la matrícula.
—Ni yo tampoco —confesó Júpiter.
Permanecieron en la calle ahora desierta mirando hacia el lugar por donde había desaparecido el automóvil.
—¿Qué estaba haciendo aquí? —preguntó Bob.
—Seguro que quería entrar en el patio sin ser visto —dijo Pete—. Por eso utilizó el arpón y la cuerda.
—Volvamos con Paul —decidió Júpiter—, ruego veremos si podemos averiguar qué es lo que ese intruso andaba buscando.
Los Investigadores volvieron a entrar por su puerta secreta. En ella habían pintado un perro que contemplaba tristemente cómo ardía un edificio en un gran mural del incendio de San Francisco en 1906. Uno de los ojos del perro era un nudo de la madera. Júpiter lo sacó, metió la mano por él y descorrió el cerrojo para abrir las tres tablas de la Puerta Roja. Una vez dentro, los muchachos utilizaron la Puerta Cuatro y siguieron un estrecho pasillo entre la chatarra hasta llegar al panel deslizante de la parte de atrás de su oculto remolque. Júpiter golpeó: tres, uno, dos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Paul con ansiedad al abrir el panel.
Júpiter se lo contó y luego quiso saber:
—¿Te pareció conocer al intruso, Paul?
—No —repuso él—. ¿Qué estaba haciendo aquí?
—Eso es lo que hemos de averiguar —declaró Júpiter—. Salgamos y registremos la chatarra alrededor del remolque. Tal vez encontremos alguna pista de lo que ese intruso pretendía.
Júpiter abrió la marcha hacia su taller.
—Por los ruidos que oímos —dijo—, nuestro visitante debió trepar por sí solo, de manera que uno de nosotros registrará por ahí.
—Me parece que Bob es el más ligero —dijo Paul.
—¡Pues claro, chico! —rió Pete.
—Sé muy bien lo que pesa Archivos, Segundo —dijo Júpiter picado—. Bob trepará por la chatarra. Y el resto de nosotros...
—¡A... ja! —La voz resonó como un cañonazo—. ¡Os atrapé, tunantes!
Tía Matilda estaba en la entrada del taller con los brazos en jarras. No había medio de escapar sino era por el túnel dos y descubriendo su salida secreta.
—Pete Crenshaw: ayer dejaste las hierbas a medio arrancar. Y tú, Júpiter Jones, hay tablas desclavadas en la cerca todavía. Tú y Bob id a clavarlas. Vuestro nuevo amigo puede ayudar a Pete.
—Pe... pero... tenemos un caso importante —tartamudeó Júpiter.
—¡Tonterías! ¡SI no trabajáis, no permitiré visitas durante todo el verano! Y lo digo en serio, jovencito.
Y dando media vuelta se marchó. Los cuatro muchachos la vieron desaparecer cariacontecidos en dirección a la oficina.
—Se acabó nuestro caso —gimió Pete.
—Ella puede ponernos las cosas muy difíciles —convino Bob.
Júpiter asintió.
—Sí, tendremos que acabar nuestras tareas. Pero que nadie diga que no somos capaces de combinar el trabajo de tía Matilda con el nuestro. De modo que dos de nosotros seguiremos arrancando hierbas y arreglando la cerca, mientras los otros dos vuelven a ocuparse de buscar pistas. Podemos intercambiar nuestras ocupaciones cada hora si os parece.
Todos estuvieron de acuerdo. A media tarde habían adelantado mucho el trabajo en la cerca y el parterre de flores, e incluso se las arreglaron para comer algo. Pero apenas encontraron indicios del paso del intruso.
—Desde luego estuvo encima de la montaña de chatarra —informó Bob—.Algunos de los objetos que ocultan nuestra línea telefónica han sido apartados. Yo los he vuelto a poner en su sitio, pero estoy seguro de que los han movido.
Fue a última hora de la tarde cuando Paul descubrió un disco diminuto color plata, menos de la mitad de tamaño y grosor que una moneda de diez centavos.
—Estaba en el taller cerca de tu interfono —explicó Paul—. No lo hubiera visto de no ser porque ha brillado al sol.
—Es una pila para aparatos electrónicos miniatura —exclamó Júpiter—. ¿Había algo más donde lo encontraste? ¿Algún micrófono espía o transmisores?
—Sólo esto —dijo Paul extendiendo la mano. En ella habían varios pequeños fragmentos de plástico y algunos trozos de cable.
—Parece que alguien lo pisó, fuera lo que fuese —dijo Bob.
Jupe estudió las piezas y luego declaró:
—Yo creo que era un micrófono espía.
—¿Quieres decir que alguien nos ha estado espiando? ¿Escuchando lo que hablábamos?—exclamó Pete.
—Exacto —replicó Jupe—. Busquemos un emisor... una caja de plástico o algo parecido a un micrófono miniatura, o algún aparato electrónico.
Pero a la hora de cenar los muchachos no habían encontrado nada más. Tía Matilda supervisó su trabajo y le advirtió a Júpiter que sería mejor que lo terminase al día siguiente. Desanimados, los muchachos se reunieron en el taller.
—La Cadena Fantasma —dijo Júpiter— ha demostrado que se han roto los cristales de los coches por toda la ciudad... demasiados para ser una mera coincidencia. Debe haber alguna razón para romperlos. Tenemos que saber por qué se hace, antes de descubrir quién lo viene haciendo.
—¿Pero cómo, Júpiter? —preguntó Paul.
—Debemos estudiar las chinchetas del mapa. Estoy convencido que la respuesta está ahí. Y además, volveremos al escenario del crimen. Estoy seguro de que los cristales del «Rolls-Royce» caerán más pronto o más tarde.
—¿Esta noche, Jupe? —preguntó Bob con ansiedad.
—No; es demasiado tarde para pedir el coche. Lo intentaremos de nuevo mañana por la noche. ¡Quizás esta vez el rompecristales dé el golpe y podamos atraparle con las manos en la masa!