CAPÍTULO 14. Júpiter acierta otra vez
A la mañana siguiente durante el desayuno, el padre de Paul le miró con incredulidad.
—¿Un hombre montado en una bici de carreras con casco, gafas, auriculares y mochila? ¿Y dispara contra los cristales de los coches con una pistola de aire comprimido?
—¡Es cierto, papá! Júpiter y los muchachos lo demostraron anoche.
Paul le contó a su padre todo lo del ciclista y de la Cadena Fantasma.
—¿Cadena Fantasma? —el señor Jacobs abrió mucho los ojos.
Paul explicó cómo la Cadena Fantasma había demostrado primero que las ventanillas se rompían por todo Rocky Beach, y no había sido sólo las de la camioneta, y que luego sorprendieron a aquel individuo de la bicicleta en plena actuación. Su padre comenzó a asentir con la cabeza mientras escuchaba demostrando su aprobación, y la incredulidad que reflejaban sus ojos se fue convirtiendo en admiración.
—Palabra, Paul, que es una idea realmente genial. Cadena Fantasma, ¡ummmm! Buen nombre —dijo el señor Jacobs y se echó a reír—. ¿Y qué explicación dio ese gamberro ciclista cuando le detuvo la policía?
—No... no se lo hemos dicho todavía a la policía.
—¿Que no se lo habéis dicho a la policía? —el señor Jacobs frunció el entrecejo—. ¿Por qué no? ¿No intentaréis capturarle vosotros?
—No, papá —dijo Paul.
—¿Entonces, qué?
—Nosotros... nosotros no sabemos quién es —dijo Paul angustiado—. Quiero decir que no sabemos su nombre, ni dónde vive, o qué aspecto tiene sin el casco, las gafas y el equipo de ciclista.
—¿No sabéis quién es? —el señor Jacobs miró a su hijo y parpadeó.
—¡Huyó antes de que pudiéramos atraparle, papá! ¡Pero lo averiguaremos! Quiero decir... de algún modo.
—Ya —el señor Jacobs volvió a su desayuno—. Vamos, Paul. Ya sé que quieres volver a conducir la camioneta, pero aunque has realizado un buen trabajo cuidando de la tienda durante mi ausencia, no te permitiré tocar la camioneta hasta que me expliques cómo se rompieron las ventanillas.
Desconsolado, Paul terminó su desayuno. Luego decidió ir en su vieja bicicleta a la chatarrería. Tal vez a Júpiter, Bob o a Pete se les hubiera ocurrido algún medio de identificar al hombre de la bici de carreras, aunque él no veía cómo. Había pasado la noche muy inquieto dando vueltas y estrujándose el cerebro y sin dar con nada que pudiera solucionar su problema.
Cuando Paul llegó a la chatarrería encontró a Pete y a Bob en la puerta del taller.
—¿Dónde está Júpiter?
—Es una buena pregunta—repuso Pete.
—No está aquí, Paul —explicó Bob—. Hemos estado esperando casi una hora en el puesto de mando, y no ha aparecido.
—Fuimos a la oficina, pero allí sólo estaba Konrad, y tampoco sabía dónde está Jupe —dijo Pete
—Pensábamos que podía haberse marchado en el camión con tío Titus —añadió Bob.
—De modo que decidimos esperarle aquí —dijo Pete encogiéndose de hombros—. El puesto de mando es demasiado deprimente. Estar mirando el mapa con todas sus chinchetas, y escuchar esa voz que nos engañó para que el ciclista pudiera escapar.
—¿Alguno de vosotros tiene alguna idea para poder atrapar al hombre de la bici?
Los dos jóvenes detectives menearon la cabeza desanimados. Los tres se sentaron en el porche del taller en silencio. Transcurrió media hora, pero Júpiter seguía sin aparecer. Entonces vieron el camión que entraba en el patio. Todos aguardaron expectantes, pero únicamente se apearon Hans y el tío Titus. Los muchachos corrieron a la oficina.
—¿Ha visto a Jupe, señor Jones? —le preguntó Bob.
—Desde anoche, no, muchachos —replicó el tío de Júpiter—. Se fue a la cama muy deprimido. Ni siquiera se comió su bocadillo de última hora. Y me parece que no ha desayunado tampoco.
—¿No tomó su bocadillo antes de acostarse? —se maravilló Bob.
—¿Ni ha desayunado? —añadió Pete sin poder creerlo.
—¿Dónde puede haber ido? —dijo Paul.
—No lo sé —repuso tío Titus—, pero cuando le veáis, decídnoslo, por favor. Su tía está un poco preocupada.
Los muchachos asintieron antes de regresar lentamente a la puerta del taller.
—¿Qué puede estar haciendo? —preguntó Paul a los dos investigadores.
—Puede que tampoco le haya apetecido venir al puesto de mando —replicó Bob.
Pete asintió con un suspiro. Paul miró con tristeza hacia la puerta principal de la verja donde Hans y Konrad estaban descargando las últimas adquisiciones de tío Titus del camión.
Bob se apoyó desalentado contra el banco de trabajo.
De pronto, sin saberse de dónde salía, una voz dijo:
—¿Es que vosotros tres os vais a quedar ahí sin hacer nada? ¡Tenemos que trabajar para resolver este misterio! ¿Es que tengo que esperaros todo el día?
—¡Jupe! —exclamó Pete.
—¿Dónde está? —Paul miró alrededor del taller.
—¡Ahí! —Bob señaló al transceptor que Júpiter había colgado en el taller—. ¡Está en el remolque! ¡Vamos!
Bob y Pete se disponían ya a gatear por el túnel dos cuando recordaron que Paul era demasiado corpulento para pasar por él. Dieron media vuelta y los tres jóvenes rodearon la chatarra hasta llegar a la vieja puerta de roble del túnel tres. Pete la abrió con la llave herrumbrosa y no tardaron en atravesar el viejo calentador y llegar al puesto de mando. Júpiter se hallaba sentado ante su mesa sonriendo con aire de suficiencia y mirando con benevolencia el mapa con sus hileras de chinchetas de colores.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Bob—. ¡Te hemos estado esperando toda la mañana!
—Oh, entré por la parte de atrás —replicó Jupe sin darle importancia.
—Tío Titus dijo que estabas muy deprimido —le dijo Pete en tono acusador—. ¡Pero no pareces muy deprimido que digamos!
—¿Deprimido? —replicó Júpiter—. ¿Por qué iba a estar deprimido, cuando estamos a punto de solucionar lo que parecía el caso más desesperante de toda nuestra carrera?
—¿Cómo? —preguntaron los tres al unísono.
Júpiter sonreía con aire de superioridad.
—En realidad la solución la disteis vosotros anoche, pero yo estaba demasiado deprimido para prestar atención. Y sólo a media noche, medio desfallecido por no haber tomado mi bocadillo, me di cuenta de lo que Bob había dicho y con lo que todos vosotros estuvisteis de acuerdo.
—¡Qué! —exclamaron los otros exasperados.
—¡Que tenemos que averiguar por qué el ciclista rompe los cristales! —El Primer Investigador continuó sonriendo a los otros tres—. Vosotros teníais razón. Todo lo que hemos de hacer ahora es imaginar por qué rompe los cristales y sabremos quién es.
Los tres oyentes permanecieron sentados y mudos. Se miraron unos a otros y al fin volvieron sus ojos hacia Júpiter.
—Yo no lo sé, Primero —dijo Bob indeciso.
—Vaya —objetó Paul— aunque supiéramos el porqué, podría haber un montón de gente con la misma razón.
—No —replicó Júpiter con firmeza—. Yo creo que no, Paul. Yo creo que una vez sepamos por qué se rompieron las ventanillas tendremos un área muy reducida donde buscar al culpable.
—A mí me parece poco probable —repuso Pete—, pero Jupe siempre tiene razón, de modo que, ¿por qué no intentarlo? ¿Por qué ese ciclista ha roto todos esos cristales? ¡Tal vez porque odia las ventanillas!
—O \os automóviles —replicó Bob—. Le gusta estropearlos.
—No — Júpiter meneó la cabeza—. En ese caso dudo que se hubiera limitado a romper uno por manzana. Es más probable que hubiese roto todos los que hubiera podido en el mismo sitio y luego desapareciera. Por el contrario, aquí tenemos un meticuloso plan para espaciar las ventanillas rotas. Yo creo que procura no atraer la atención y hacer que cada incidente parezco un caso aislado.
—Bien, ¿y qué me dices de un gamberro meticuloso? —sugirió Paul—. Quiero decir, que disfruta rompiendo cristales, pero sin embargo no quiere que le atrapen.
—Los gamberros no planean sus actos con tanto cuidado, Paul —analizó Júpiter—. El gamberrismo es simplemente odio. Gente que se siente ultrajada, hundida, engañada o discriminada en el mundo y quiere volverse contra ese mundo que le hiere. El gamberrismo es en general completamente espontáneo, se comete en un momento de arrebato, y, por consiguiente, es fácil de descubrir.
—Pues éste no es nada sencillo —convino Paul.
—Correcto, Paul —asintió Júpiter—. Este tipo ha calculado muy bien el modo de camuflar lo que estaba ocurriendo y cómo protegerse. La verdad es que un gamberro no queda satisfecho si nadie conoce sus fechorías. Tal vez no quiera que le atrapen, pero sí que la gente sepa lo que ha hecho y por qué.
—Está bien —dijo Bob—, ¿qué te parece por venganza, Primero?
—¿Por vengarse de quién, Archivos?
—De los fabricantes de automóviles. Alguien que le ha salido mal su coche y por eso odia a «Ford», a «Toyota», o cualquier otra firma de automóviles.
—Entonces habría roto las ventanillas de una sola marca de coches. No tendría sentido vengarse de una compañía que no hubiera fabricado el trasto. Además, ¿por qué romper únicamente la ventanilla? ¿Por qué no ocasionarle daños mayores?
—De todas formas —Indicó Pete—, tú querrías destrozar los automóviles que aún poseyera la compañía, y no los que ya hubiera vendido a la gente.
—De acuerdo —repuso Bob—, tal vez quiera vengarse de algunos propietarios de automóviles.
—Hay demasiados coches implicados, Archivos. El ciclista no puede odiar a cientos de personas.
—¿Y si fuese un vulgar irresponsable? —dijo Paul.
—Muchacho, ese tipo no actúa como un irresponsable —dijo Júpiter.
Pete suspiró.
—Supongo que no.
—¿Jupe? —dijo Bob—. ¿Y qué tiene que ver la doble águila en todo esto, al fin y al cabo? Tal vez todo el montaje haya sido para encubrir un solo robo. Ya sabes, destrozar todas esas ventanillas para ocultar el hecho de que lo que quería en realidad era romper únicamente un cristal para robar el águila. Júpiter asintió pensativo.
—Lo he estudiado muy a fondo, pero, puesto que no ha robado nada más, parece descartarle. Si tú quieres ocultar un propósito criminal repitiendo los mismos actos, harás las mismas cosas. Para ocultar un robo, por este sistema, sería necesario cometer muchos robos, no romper muchos cristales. Tal como están las cosas, el robo se hace más patente.
—Pues entonces... —Pete pensaba intensamente.
—Podría ser que... —comenzó Paul.
—Tal vez... —Bob se interrumpió y meneó la cabeza—. No se me ocurre ninguna otra razón, Primero.
—Estoy seguro de que lo conseguiríamos si lo intentásemos de verdad, pero no creo que sea necesario. Caben muchas posibilidades, pero hay sólo una razón probable en realidad... como bien indicó Pete anoche.
—¿Yo? —Pete se extrañó—. ¿Cuándo dije eso?
—Cuando dijiste que el culpable debía ganar algo rompiendo cristales. Muchachos, ¿quién se beneficia de la rotura de cristales en los automóviles?
—¿Beneficiarse? —dijo Paul—. ¿A quién puede beneficiar una ventanilla rota?
Pete casi gritó:
—¡A los fabricantes de cristales!
—¡No —exclamó Bob—, a los que los fabrican, no, a los que los colocan*. Los que reparan los cristales rotos.
—Exacto, Archivos —Júpiter sonreía—. Los que cambian los cristales rotos de los automóviles son los únicos que pueden sacar provecho de las ventanillas rotas.
Paul, que tenía el entrecejo fruncido, dijo:
—Pero Júpiter, casi todas las estaciones de servicio y talleres de reparación cambian los cristales rotos. ¿Qué beneficios hay aquí para tanta gente?
—Eso también me ha extrañado al principio —convino Júpiter—. Por eso me levanté temprano esta mañana y fui a visitar varias estaciones de servicio y talleres de reparación. Les pregunté dónde compraban los cristales de las ventanillas. Algunos, pocos, se los envían desde Los Ángeles o directamente de los fabricantes de coches, pero la mayoría tienen su distribuidora local. ¡Y chicos, en Rocky Beach existe únicamente una compañía que venda cristales de todas las marcas de automóviles... la Cristalería Margon!