Estados de ánimo

"Me gusta este lugar cargado de belleza, de sufrimiento, de miseria, poblado de fantasmas. Es un lugar que le hace a uno huir o lo atrae sin remisión. Nada es peor que la indiferencia.

Me gusta la población variada, llena de fantasía, de malicia y de creatividad.

En la soledad del encierro, caen las máscaras y las relaciones humanas son más auténticas y más ricas que en el exterior…"

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* * *

La reforma de 1994 que vinculaba las prisiones desde el punto de vista médico a la Asistencia Pública entró en vigor año y medio después, en 1996. Desde entonces han cambiado muchas cosas. Por fin nos hemos integrado oficialmente en el hospital Cochin y el servicio se ha convertido en una prolongación del que está a cargo del profesor Sicard.

El equipo médico y paramédico se ha reforzado, duplicándose prácticamente desde finales de 1995. Somos ahora unos cuarenta, y ya no hay demoras para ver a uno u otro médico. Tenemos derecho a cuatro servicios de escolta al día para enviar enfermos al hospital. Aparte de las restricciones penitenciarias, se puede decir que un preso recibe los mismos cuidados que una persona libre. Un cartel a la entrada del servicio indica claramente que se trata de la Asistencia Pública. Es una zona privilegiada no penitenciaria, pero controlada por funcionarios de prisiones. Al principio, los presos se sentían molestos por esta limpieza y casi lujo cuando en sus bloques no se había reformado nada. Pero ha acabado por gustarles este sitio que es para ellos una ventana de oxígeno y de diálogo.

Ironías del destino: nuestro servicio se llama ahora "unidad Georges-Fully". Era un médico penitenciario, al que asesinaron el 27 de junio de 1973 mediante un paquete-bomba. Decidía sobre las peticiones de gracia. Había recibido ofertas de los ambientes del crimen que él había rechazado, y eso le costó la vida.

Todo el personal paramédico, los funcionarios e incluso el personal de la plaza Vendóme, que nunca entran en contacto con los presos, tienen derecho a una prima de riesgo de unos 600 francos al mes (unos 90 euros). He pedido simbólicamente que los médicos, que hacen un trabajo peligroso, sobre todo durante la noche, tengan derecho también a ese plus. Me han respondido: "El riesgo no se paga, y los médicos están por encima de eso". El médico no tiene derecho a nada. Forma parte de la élite, y lo único que puede hacer es callar. Hasta existe la posibilidad de un apoyo psicológico para las enfermeras, pero no para los médicos.

Desde que no dependemos de Instituciones Penitenciarias, los funcionarios que temen ser agredidos por un preso sacan inmediatamente su spray de gas lacrimógeno. No sé si tienen derecho a hacer eso. Los médicos estamos en contra.

Yo también llevo un sprav ofrecido por la cárcel, pero sólo para el caso de que me ataquen en la calle. No lo utilizo con los presos.

Vivo en París, en Les Halles. Una tarde que salgo a cenar por mi barrio, voy a comprar cigarrillos y veo a un chico que se tambalea con una botella de cerveza en la mano. Lo reconozco: es un preso que acaba de salir de La Santé, y me digo que prefiero que no me vea. Trato de esquivarlo, pero en ese momento el mocetón, de un metro noventa, cubierto de tatuajes y con una cresta de gallo sobre el cráneo, me levanta del suelo y me dice: "¡Eres una puta! ¡Me diagnosticaste una hepatitis C, y no tenía nada!". Me tiemblan las piernas, trato de calmarle, y al final me suelta y me escapo… Era un toxicómano, estaba borracho y no podía prever su reacción: bien podría haberme asestado una puñalada…

El barrio de Les Halles es bastante caliente, por lo que me encuentro a menudo con ex-presos. Esta vez, la portera se quedó de piedra: acababa de cruzar por delante de mi puerta un tipo con un peinado afro imposible, ropas abigarradas, patines en los pies y un walkman pegado a la oreja. Me interpela gritando: "¡Eh, doctora!" Y aprovecha el encuentro para hacerme una pequeña consulta gratuita. Para agradecérmela, me pide permiso para besarme. Encuentro a otro en una tienda de antigüedades, que me suelta sin más: "¡Salud, tubib (médico, en Argelia)!". Mi marido estaba estupefacto.

Una noche vuelvo a casa hacia las cinco de la madrugada. Un negro con gafas de sol, en pantalón corto, me mira extrañamente. Tengo algo de miedo. Pido a los amigos que me han acompañado que esperen hasta que haya entrado en el edificio. Al día siguiente me entero de que se había acercado hasta el coche de mis amigos para decirles: "Por culpa de la doctora Vasseur me llevaron al centro de detención, pero la perdono. ¡Alá es grande!"

Al final de cada jornada, entre La Santé y mi casa, queda mi regreso en moto. La Santé es un lugar donde una es como una esponja, absorbiendo todas las historias de los presos, Zola a lo largo de todo el día. Después hay que salir de allí. Yo tengo la pintura, mi vida, mis hijos… Pero muchas enfermeras viven solas, lejos, pasan diez horas seguidas en La Santé y luego no tienen la posibilidad de realizar una actividad que las relaje, de escapar de todo esto y volver por la mañana como nuevas. Entonces, todo lo que tienen que decir de su vida privada lo sueltan en La Santé, y hay que escucharlas porque se sienten mal. La Santé es una especie de burbuja cerrada en la que vivimos todos juntos, un lugar cerrado en el que lo más mínimo, una nimiedad, una chispa, puede provocar un incendio y dar lugar a auténticos psicodramas. Y si no se entiende eso hay que irse a otro sitio…

Yo misma, cuando salgo por la tarde, no siempre consigo descomprimirme. A veces tengo una sobredosis. Es decir, que llego a casa y sigo pensando en la cárcel, es algo duro… Y así llevo seis años… En La Santé no se puede ser tibio. Es un lugar donde, o se es apasionado y se llega hasta el fondo, o se cubre uno de indiferencia y hace muy mal su trabajo. No se puede ser estrictamente profesional y técnico y no inmiscuirse, en tal caso no vale la pena. Así pues, hay que resistir y prestar atención a los cuidadores, que este lugar vuelve hipersensibles. Los presos dicen que quien pasa por prisión necesita luego cierto tiempo para emerger y reencontrar el mundo libre. A mí me hacen falta tres o cuatro días para quitarme la cárcel de la cabeza.

Malos días. Hoy me siento harta. El cansancio, el estrés, las incoherencias… Y además, ha habido varios fallecimientos. En este momento, es la ley de los grandes números.

Tengo ganas de huir. ¿Qué hacer? No se puede ser diplomática hasta la complicidad. Estoy obligada a hablar, y por tanto a arriesgarme. Me siento a menudo sola y aislada en esta situación difícil. Voy a acabar por ponerme a todo el mundo en contra.

Hoy, durante mis horas de servicio, me entero de que han tirado cuatro veces violentamente al suelo a un preso en el pasillo de la enfermería, bajo la mirada espantada de las enfermeras. Una sola médico estaba presente, que ha asistido a la escena sin moverse. Evidentemente, la regaño. Y tan sólo responde: "No he dado parte para no tener problemas…"

Más quejas de presos que tratan de jugar con sus enfermedades para hacer presión sobre nosotros.

Me he enterado también de que todos los asuntos de violaciones, en particular los de los travestidos de Fleury, han pasado al correccional y no a los jueces. Dos pesos, dos medidas.

Por otra parte, parece ser que la administración penitenciaria ha propuesto en otra prisión a un joven de dieciocho años, un tanto simple y víctima de una violación, un mes de tele y tabaco gratuitos como compensación, con tal de que no denuncie el hecho…

Para terminar, una investigación sobre veinticinco establecimientos penitenciarios europeos me hace saber que el 7 por 100 de los toxicómanos se han picado por primera vez en prisión, y que el 30 por 100 de ellos siguen pinchándose.

Otro fallecimiento: un preso se quejó de un ligero dolor en el pecho el domingo. El funcionario le dijo que escribiera al médico para pedirle una consulta. Llegó a la enfermería el lunes, se le hizo una radiografía, y sin dar tiempo a revelarla, se puso a escupir sangre y murió de repente. El director se muestra suspicaz, y con razón: es el cuarto fallecimiento en cuatro meses. Luego llegan los inspectores de policía, odiosos.

Un nuevo suicidio. El pobre se ha ahorcado con su pijama de papel. Estaba en celdas de aislamiento. Se colgó a las cinco de la tarde, durante la reunión del "pretorio". Tenía veinticinco años. La enfermera y el psiquiatra trataron de verle hacia las cuatro, pero nadie les quiso abrir la puerta.

Quince días después, un nuevo fallecimiento. Veinticinco años, infarto masivo. El médico sólo pudo constatar la muerte por la mañana. No siempre hay rondas nocturnas.

Un mes después, un preso se ahorca en su celda con una sábana colgada de los barrotes de la ventana. El preso con el que compartía la celda no ha visto nada. Lo encontraron muerto a las seis de la mañana. Esta mañana, a las nueve, ¿otro ahorcado? No, tan sólo un intento. Llegan los mismos bomberos. Ya conocen el camino, mejor que yo que vuelvo de diez días de vacaciones.

Cuando llamamos al Samur a La Santé no tenemos derecho a levantar al herido, y hay que llamar también a los bomberos, que no le van a encontrar una plaza en el hospital, de forma que hay que llamar obligatoriamente a los dos servicios.

Jornada agitada: al llegar, un problema con las ambulancias pagadas por Instituciones Penitenciarias. Los encargados no quieren venir, ya que la administración no les paga desde hace dos años. Telefonea el comisario: no hay más policías. No tenemos más que un preso en el distrito XIV. No es mi problema, no puedo ayudarles.

Amenazas de muerte a una enfermera por parte de un preso fuera de sí. Enfrentamiento entre un médico y una enfermera, que se echa a llorar. Bajo a hacer tres consultas. Uno que me grita durante tres cuartos de hora: "¡Todos están podridos!" Después ha intentado suicidarse… Veo a un cura acusado de pedofilia, pero no llego a establecer contacto con él. No me mira, no piensa más que en salir de aquí. El tercero, un abogado anoréxico, me reconcilia afortunadamente con los presos.

Carta certificada. La abro. Es otra carta llena de insultos, según la cual soy insolente y maleducada.

Hoy he visto a un preso que pedía un régimen alimenticio sin carne. Motivo: desde que cortó a un amigo en pedacitos no soporta la carne… ¡No es un invento!

Otro se ha puesto en huelga de hambre, y pide que vaya a verlo. Tiene una fractura de hace veinte años con deformación de la pierna. Quiere que le vuelvan a poner inmediatamente la pierna derecha. ¡Está loco! Le he dicho que le inscribiría en ortopedia. Pero insiste en que sea de inmediato, ya que quizá esté muerto dentro de quince días. Le respondo que yo también, lo mismo que el ortopeda.

Jornada espantosa. Algunos no quieren aguantar en la sala de espera, otros se niegan a venir.

Una denuncia contra mí, ¡cuando le he salvado la vida! Queja sobre un encarcelamiento que se remonta a hace un año.

Otro me insulta. No tiene confianza. Se trata de un tipo enorme, de un metro noventa. Ha llegado con un tratamiento para la tensión alta que le retiro, porque la tiene normal. Quiere un scanner cerebral. Como no hay razones para ello, se lo niego. Me lanza todos los insultos que conoce y afirma que, de todas maneras, yo estoy aquí para hacerles reventar. ¡Me echo a llorar, no puedo más!

Amenazas de muerte a un colega. Hay que avisar a la dirección y la policía. Como siempre, chantaje con no seguir el tratamiento si no es con el médico o la enfermera que eligen. ¿Qué hacer? ¿No ceder y correr el riesgo de una denuncia por falta de ayuda a una persona en peligro? Ya no sé qué hacer. Estoy cogida entre dos fuegos. Juegan con su enfermedad.

Me llaman a urgencias. Los análisis no son buenos. Hay que explicárselo sin inquietarles demasiado.

Recibo un fax de un profesor que ha firmado un certificado para que un preso pueda pasar unos días en una casa de reposo. ¡Los jueces se lo toman a broma, y yo también! Nos hundimos en pleno delirio. Es evidente que le han presionado para que firmara el certificado.

Salgo para cuatro días de descanso en Bretaña. ¡No puedo más! Regreso a la cárcel a las 9 de la mañana; todo parece tranquilo. Doy los buenos días, repaso el correo: llamadas de socorro, agradecimientos, insultos; en resumen, como siempre. Hay también una queja de la Cruz Roja: "El preso X no recibe cuidados", acompañado de un certificado médico que asegura que es seropositivo. En su expediente no aparece tal cosa. El preso no había querido decírnoslo.

Consulta con un preso que se presenta como X. Me cuenta que pertenece al servicio secreto. Dice que es cardíaco, y que le han atendido en el Hôtel-Dieu. Prosigo por tanto el tratamiento. Pero el tipo se niega a seguirlo durante semanas. Me inquieto. Lo hago examinar por el cardiólogo. Incluso está hospitalizado en cardiología. De hecho, nunca ha estado enfermo; se lo ha inventado todo por alguna razón que ignoro totalmente. Más increíble todavía: me acusa de envenenamiento. Dicho de otra forma, de haberle obligado a tomarse sus medicamentos. Hasta presenta una denuncia contra mí. Pero estoy a salvo: conservo siempre con cuidado la lista de las negativas a tomarse las medicinas. El asunto se cierra. Lo ponen en libertad, y al poco recibo una carta insultante en la que me amenaza, me dice que me está siguiendo. Se lo cuento a la dirección, donde me dicen que, en efecto, han observado al ex-preso en los alrededores de La Santé. Presa de pánico, voy a la comisaría de policía y pongo una denuncia; el hospital lo hace también conmigo. Pero en comisaría no han vuelto a encontrar la pista de ese individuo. Falsa identidad, falsa dirección…

Una historia que no se ve más que en la cárcel: un preso no tiene más que 44 francos, y tiene que pagar 53 francos por una prótesis dental. Instituciones Penitenciarias duda si darle los 9 francos que le faltan. Creo que se va a hacer una colecta. Finalmente me entero de que el servicio socioeducativo ha depositado 100 francos en el peculio del preso en cuestión.

Otra denuncia contra el servicio médico. Un paciente tiene cataratas en un ojo, pero está convencido de tener un glaucoma. Piensa que el oftalmólogo se equivoca. Cuenta lo que le parece a unos y a otros y se niega a que le examinen. Nuestra vida está podrida por este tipo de individuos, pero hay que dar curso a las denuncias. Sin embargo, yo sería la primera en asomarme a la trinchera si hubiera motivo…

Han dejado a una colega, una joven bonita, encerrada sola con Guy Georges para la consulta. Ni siquiera ojeaban por el mirador, ¡vaya una seguridad! Por otra parte, ella dice que no ha pasado miedo, porque el presunto asesino de la Bastilla es un chico sonriente que parece más bien simpático…

* * *

Cuando con cuarenta y cinco años cumplidos he tenido que repasar toda la medicina que conozco para un concurso que me permitiría la práctica hospitalaria en hospital, en el momento en que La Santé entraba a formar parte de la red de Cochin, mi madre agonizaba. Todas las mañanas iba a currar al hospital, y todas las tardes a cuidar a mi madre. Para aguantar la visión de mi madre agonizante me hundía en mis libros.

Y luego me aferraba a los buenos momentos y a los recuerdos asombrosos de La Santé.

A La Santé vienen artistas a realizar representaciones y a proyectar películas, o bien son los propios presos los que cantan, montan una pieza de teatro o graban un vídeo. Montaron El Proceso de Kafka, una obra no muy adecuada para levantarles la moral. Mathieu Kassovitz vino a presentar El Odio, que tampoco es lo más a propósito para evadirse… Pero siempre recordaré La flauta mágica que representaron unos presos, dirigidos por una cantante de ópera. ¡Fue extraordinario! Hasta lloré, viendo a toda aquella gente, malienses, rumanos, ghanianos, polacos, argelinos…, cantando todos juntos en alemán, era muy hermoso. Fui a varias representaciones, y hasta traje una vez a mi hijo, que se emocionó. Otros conciertos tienen lugar en el patio, para que todos los presos puedan oírlos (la sala de espectáculos, por otra parte, sólo cuenta con un centenar de asientos).

En prisión, las principales enfermedades son el aburrimiento y la ociosidad. Desde el momento en que se vuelca el interés sobre algo tangible, se olvidan las enfermedades y los sufrimientos. Cuando hay un concierto, una exposición, un espectáculo, los presos ya no se sienten enfermos, ni siquiera los sometidos a observación constante por alguna patología grave; lo que cuenta entonces es que se les dé remedios mágicos, inmediatos y potentes (como nosotros, cuando estando enfermos queremos ir a toda costa al trabajo). Este tipo de actividades debería de estar más extendido a fin de que el tiempo pasado en la cárcel no sea tan sólo de espera y deseo, sino un tiempo privilegiado para superar los déficits de cultura, de formación y de socialización. La cárcel desestructura, vacía del interior, priva al detenido de toda intimidad. Quienes tenían un oficio fuera lo pierden, la familia se ve perturbada, los hijos trastornados. Muchos presos no se atreven a hacerlos venir por miedo a sobresaltarlos. Los cursillos, los espectáculos, pueden servir de motor para corregirse. No todos tienen la fuerza ni la capacidad para leer o escribir. Los espectáculos favorecen los contactos, el sentimiento de pertenencia a un grupo.

La inauguración de mis exposiciones… Es la ocasión para reunirse con la gente de la administración penitenciaria, de La Santé, médicos, enfermeras, funcionarios de prisiones, ex-presos… Es algo insólito: toda esa gente se reúne en torno a una copa de punch y hablan entre sí… No me parece una provocación, sino que lo encuentro extraordinario: ¡Eso es la rehabilitación!

Ha habido una asombrosa exposición de pintura realizada por los presos en una sala donde había palomas de cartón con plumas pegadas. Los pájaros estaban colgados por las paredes. También había una Maja de Goya reconstruida con un maniquí calzado con zapatillas de piel, tipo grunge. ¡Se parecía más a una costurerita que a la célebre Maja! En medio de la sala había también un W.C. con espigas de trigo en su interior. Y sobre las paredes, poemas ampliados de los presos.

Otro recuerdo bonito. Un preso condenado a dieciocho años, que se encontraba en el servicio de psiquiatría. Al principio tuve muchos problemas con él, porque estaba convencido de tener un cáncer de pulmón. Le demostré, con las radiografías en mano, que no tenía nada, y eso le dio confianza. Para agradecérmelo, me hizo una serie de esculturas muy bellas de cerámica, mujeres acostadas, en cuclillas, con las piernas separadas, de todos los colores, platos, jarrones… Como en la cárcel todo es gratuito, como no tienen dinero y sienten necesidad de dar las gracias, recibimos poemas, cartas, pinturas o esculturas. En cuanto a las cartas, yo recibo decenas y decenas, felicitaciones de fin de año, postales, o peticiones de cita para enfermedades más o menos imaginarias. Graciosas, divertidas, emocionantes, a veces irritantes. Estaba la de un médico encarcelado que me decía que nunca podría olvidarme y que hablaba a menudo de mí con su familia. Un chino me daba las gracias por una aparición en la tele y concluía su carta sobre la cárcel con estas palabras: "Es en el lodo donde se encuentran las flores de loto". También está la del preso loco de rabia porque le había explicado que su eczema era de origen psicosomático y me escribía una larga carta llena de insultos diciéndome que si llegara a enterarse de que soy de izquierdas se cubriría de harina para esconder su vergüenza. ¡O la de otro preso que me pedía que le hiciera un seguimiento sistemático de las hepatitis A, B, C, D, E, F, G, H,…! Guardo para el final una de las más extraordinarias, la de un preso hipocondríaco, hospitalizado en psiquiatría, que sufría según él de una enfermedad en la mano y que me escribía para que le concediera "los instrumentos quirúrgicos precisos para la operación", a fin de llevarla a cabo él mismo (decía que había ejercido la cirugía durante más de diez años). Muy organizado, pedía incluso la ayuda de un médico o de una enfermera y un diccionario de medicina. Ni que decir tiene que no le hice el menor caso.

Los presos dan las gracias con lo que tienen a mano. A veces se reciben cosas que fabrican para los concesionarios, como estilográficas, champú o perfumes.

En lugar de decirme que respira mal, un preso me dice: "estoy sin alineamiento" Otro pide una vacuna BCBG en lugar de BCG. ¡Qué gracia!

Había un antillano muy amable y divertido. Cantaba a plena voz en la enfermería, y me preguntaba a menudo: "¿No tienes cien francos?" Quería comprarse un "sangüich". Llevaba siempre billetes de metro enrollados en los oídos. Cuando le pregunté para qué lo hacía, me dijo que era para escuchar Radio Antillas. Sufría una demencia de Korsakof debida al alcohol (probablemente le había pegado mucho al ron…).

Recuerdo a un negro magnífico con un cuerpo de ensueño. Se paseaba desnudo por su celda. Tenía alucinaciones: veía cuervos que se abatían sobre él. Telefoneé a la psiquiatra, que fue inmediatamente a verlo y gracias a su rapidez el preso fue hospitalizado con urgencia en psiquiatría.

En el fondo, ¿qué hay de interesante en este mundo cerrado? ¿Qué relación tengo yo como médico con estos presos, y como mujer con este mundo masculino? Un mundo al acecho, a la escucha, fuera de todo contexto social, sin Director General, sin marcas distintivas, todos vestidos igual

26 (todos llevan chandal y zapatillas de tenis, desde el magrebí de los arrabales hasta el Director general de una gran firma…), sin máscaras, en la desnudez del sufrimiento. Lo que nos apasiona es establecer un vínculo entre los presos y nosotros. Construir un puente, entender su forma de ver las cosas, aun protegiéndonos. Funcionar por instinto, como los presos. Su facultad de captación es fascinante: no hay necesidad de hablar, ni de ser demasiado amable: sienten y saben. Y son siempre ellos quienes nos ayudan a seguir.

Desde que me codeo con ellos, ha cambiado mi forma de pintar…