Inmersión

Una enorme puerta verde sin cerrojo, una pequeña entalladura con una reja. Por una mirilla me observa un guardián con aire de sospecha. Me pregunta el motivo de mi visita y me pide mi tarjeta de identidad. Espero. Hace frío. Estamos en abril. El guardián regresa con una enorme llave. Por fin entro.

Primero el sistema para detectar metales. Como no podía ser de otra forma, pita. Vacío mis bolsillos, registran mi bolso. "Por favor, deje aquí su casco de moto, voy a llamar para ver si la esperan". ¡Vaya si me esperaban aquel día! Dejo mi tarjeta de identidad. El guardián me da una escarapela. Un vigilante con camisa blanca viene a buscarme. Abren una reja, después otra. Llego entonces a una especie de cúpula extraña, con muros desconchados, de donde parten seis caminos que parecen no tener fin. En medio de esta encrucijada, una multitud de guardianes ríen alrededor de una torre central, toda de vidrio, muy "kitsch"; también hay grupos de gente charlando. Unos tienen escarapelas verdes, otros rosadas, otros blancas. Más tarde me entero del significado de esos colores… rosado para los abogados, verde para los médicos, blanco para los visitantes, las monjas o los curas. Un reloj circular, de tamaño imponente, parado desde hace más de quince años. Otra pieza estanca entre dos puertas, rejas por todas partes y una enorme puerta sin ninguna abertura: Tras ella, las celdas de aislamiento

1. Un funcionario viene a abrir con una cantidad impresionante de llaves. Subo por una escalera de caracol. Finalmente llego arriba.

Las puertas están alineadas, como las de las habitaciones frías, estrechas, pesadas. El médico-jefe me recibe. Me cuenta lo que hay que hacer y sobre todo lo que no hay que hacer. No hay que confraternizar con los boqueras

2, y hay que estar permanentemente alerta, vigilante. No ser altivo pero hacerse respetar y a la vez amar. ¡Qué programa! "Al principio van a ponerla a prueba -me dice-, luego se calmarán. Pasará momentos difíciles". Bueno, encajo. Debo aún ver al director. No está, regresaré.

A mi regreso, el mismo jaleo. El director es un hombre encantador, con un ligero acento del sur. Debe de ser fanático del "rugby", porque ha reemplazado el globo terráqueo de su mapamundi por un balón ovalado, cubierto de firmas. Me presenta su "casa".

Primero el bloque de los especiales. Se trata de los travestidos que no han sido operados.

3 Con ellos los homosexuales. Aislamiento para los exaltados, los castigados. Detrás de las celdas de aislamiento los peligrosos, condenados a largas penas, en trámite de ser transferidos. Más allá, los sometidos a tratamiento psiquiátrico y todos los demás, encajados de cuatro en cuatro en celdas minúsculas y agrupados en cuatro sectores según sus etnias. Los africanos juntos, los magrebíes, etc.

Debo hacer una prueba con los médicos antiguos. Voy a verles. Todos son simpáticos, un poco agobiados, sobre todo el que ejerce hoy. Tiene cara de estar traumatizado. Está aquí desde hace un mes. No es precisamente tranquilizador… Me cuentan las urgencias, los chistes de los funcionarios, historias de ahorcados, de suicidas, de hombres que se tragan tenedores, etc. En ese momento me pregunté dónde me encontraba.

Primera consulta. Los presos aguardan con paciencia en la sala de espera como cualquier ciudadano; la única diferencia es que en sus fichas aparece el motivo de la condena, la fecha prevista para la excarcelación y varios nombres precedidos por la letra X, puesto que los presos a menudo regresan bajo falsas identidades. Están todos angustiados, agobiados y todos, claro está, son inocentes. Reclaman duchas, pastillas para dormir, pomadas… Muchos tienen enfermedades de la piel, pústulas, ampollas y granos diversos. Un cafecito y volvemos a empezar. Consulta en el sector alto

4. Enfermos más serios y siempre la misma súplica, el mismo sufrimiento… Un travestí muy extrovertido me cuenta sus proezas sexuales en las duchas con todo detalle. Me siento muy molesta y apenas me atrevo a mirarle a los ojos. Termina la consulta. Me muestran una lista de medicamentos con fecha caducada que deben ser administrados con prioridad. Estoy aterrada. Me traen la maleta de urgencias. Parece una caja de herramientas. Mide cerca de un metro y pesa, como mínimo, quince kilos.

A la mañana siguiente los lugares ya me son familiares, los gestos casi automáticos. Me coloco la bata que tuvo a bien darme la administración penitenciaria. Es de un color indefinido, azul muy pálido, algo violácea en algunos lugares, zurcida en los bolsillos de forma zafia… Ante mi asombro, me responden que la administración no tiene mucho dinero. Y aún no han concluido mis sorpresas…

Gira de inspección por las celdas de aislamiento. Debo permanecer en retaguardia porque si ven a una mujer todos se van a enfermar. Me escondo detrás de las puertas. Sin embargo, puedo observar. De todas maneras tendré que dejarme ver cuando llegue mi turno de pasar consulta. Las celdas son minúsculas. No hay nada en ellas, salvo un bloque de espuma que les sirve de colchón y una manta. Una ventana que no se abre, la penumbra, un olor insoportable por la mañana, en ayunas; se mezclan el moho, el salitre, el tabaco, el sudor, la orina… La reja permanece cerrada y la consulta se realiza a través de los barrotes. Visita relámpago con funcionarios simpáticos que me ofrecen amablemente un café… Los médicos lo llaman el "exprés aislamiento".

Otra reja más y continúa la visita a los otros bloques. Veo telas de rejilla metálica por todas partes. El funcionario me explica que son para evitar los intentos de suicidio, porque se ha dado el caso de que los presos se lancen al vacío desde los pisos superiores. Un olor de miedo, una mugre espantosa, sobras de comida en el suelo. De la tubería del lavadero se escapa un vapor impresionante. Los muros de las celdas sudan, chorrean agua. Comprendo por qué muchos de los presos padecen asma, enfermedades de la piel, bronquitis, rinitis, sinusitis, etc.

Primera noche de prueba; estoy en un turno doble con otro médico… Por la noche los funcionarios son aún más desconfiados; un cuarto de hora de plantón frente a la puerta porque no encuentran mi famosa escarapela verde. Finalmente, la puerta se abre. Apenas llego, hay que ver a un preso en el pabellón de los locos. Un exaltado peligroso, un joven bien plantado, con acento canadiense, que sufre digamos que de ciática… Se ha atado la pierna como si fuera un salchichón con una cuerda muy apretada. Siete guardianes están presentes. Me entero, después de haberle puesto una inyección, de que se trata de un preso encarcelado por violación con asesinato. Los funcionarios me previenen: nunca debo entrar la primera a una celda en caso de que hubiera una toma de rehenes. Se nota que soy nueva. Mi segundo paciente es un toxicómano al que le hace falta la droga y reclama tranquilizantes; no hay problema, tengo muchos en los bolsillos. Comienzo a sentir dolor en el brazo de transportar esta maldita maleta que pesa una tonelada; la coloco en el armario que le está reservado. Encuentro material de reanimación que, dicho sea de paso, es "extraordinario"; ¡está cubierto de polvo, y los frascos de Plasmion

5 están caducados desde hace cuatro años! De alguna manera, es tranquilizador que no se utilice muy a menudo. Por el contrario, el aparato de oxigeno sirve a veces para los asmáticos o para los que han intentado ahorcarse. Es mi primera guardia y estoy nerviosa. Miro con detalle el libro de urgencias: muchos puntos de sutura (de siete a cincuenta puntos según el caso); muchos se cortan en los brazos y a veces en todo el cuerpo. Algunos se mutilan el miembro. Hacia la una de la mañana puedo al fin regresar a dormir a mi casa, pero el funcionario que está de servicio duerme también. Imposible salir. Tengo que golpear, tocar el timbre, hacer ruidos… finalmente llega, pasados tres cuartos de hora, y abre apenas la puerta blindada. Salgo: es buena la libertad. Solo he estado cuatro horas en "La Santé" y tengo la impresión de haber permanecido tres días.

A la mañana siguiente la consulta está compuesta esencialmente por diabéticos que hacen el ramadán y caen como moscas y de presos recién llegados que han empezado una huelga de hambre en señal de protesta. Caminan arrastrando las zapatillas como si arrastraran cincuenta kilos en los pies. Seis de ellos se quejan de dolor en las caderas: sin reparo alguno se quitan los pantalones.

Cambio la innoble bata sucia y enmohecida por una que al menos tiene el mérito de ser blanca aunque me llega a los tobillos. La robo de un armario. Pertenece al preso que hace las radiografías: podré quedarme con ella, porque días más tarde lo ponen en libertad.

Aprovecho para pedir una grapadora para los puntos de sutura. Si hubiera pedido la luna habría tenido el mismo efecto. No tenemos medios. En cambio los medicamentos inútiles que cuestan 400 francos [unos 60 euros] por caja no suponen ningún problema.

Primera guardia nocturna sola. Comienzo a reconocer a los presos. "Cuidado, me dicen los funcionarios, quitándose la palabra, va a tener usted una mala noche". Llega un preso. Tiene un absceso grande en la mano. Naturalmente no tengo nada, no tengo bisturí para perforar. Cojo una aguja para dar puntos de sutura; él tiene un aspecto enloquecido. Como constata mi apuro, me dice: "Soy un hombre". ¡De eso ya me había dado cuenta! Las cucarachas corren por la enfermería, se pasean, se meten en todo, en los potes de desinfectante: tengo miedo de aplastar una con la mano. Al final de la consulta, el hombre me pregunta si puede volver a verme mañana. Necesita seguridad. Está asustado, y yo también.

Un joven de figura angelical, con frondosos y crespos cabellos negros, que caen sobre sus hombros, acróbata de oficio, debe ir a juicio; le esperan quince años por violación con secuestro. Parece como un niño de primera comunión de principios de siglo. Me cuenta que no tiene zapatos y se pasea en viejas zapatillas de tenis de caucho. No tiene derecho a recibir otras del exterior, porque pueden servir de escondrijo a cuchillas o drogas, y no tiene dinero para comprarse unas en la prisión. ¡El problema es que tiene una micosis gigante en los pies y que el primer remedio sería suprimir el uso del caucho!

Hoy tendremos con nosotros a una estrella: un colega, el doctor Garretta

6, llega esta tarde.

Me llaman para ver a unos toxicómanos, a los que les falta su dosis habitual; acaban de llegar del depósito

7, donde desde hace dos días no han recibido ningún tratamiento para aliviarlos. Temblorosos, postrados, sin calcetines y con los zapatos sin cordones, sosteniendo el pantalón sin cinturón, tienen un triste aspecto. Me despiertan a las dos de la mañana. Un preso tiene una crisis de epilepsia. Me encuentro después de un laberinto de escaleras más bien sucias en una celda con siete funcionarios y un preso. Somos doce en total en diez metros cuadrados. Ni siquiera tengo espacio para colocar mi maleta. Una pequeña bombilla alumbra la pieza; no puedo leer el nombre de los medicamentos en los frascos. No veo absolutamente nada. El hombre está en el suelo, todos sus miembros tiemblan. Termino en el suelo a cuatro patas para examinarlo. Entre el pánico general pierdo un pendiente: estoy allí buscando a tientas mi aro… ¡Finalmente encuentro el frasco que necesito y mi pendiente y todo vuelve al orden!

Me presentan a un boxeador macizo, de Malí, que dice ser americano. Parece como loco. Acaba de fracturarle la mano a un guardián. Está completamente desnudo en una celda de aislamiento vacía y se come sus excrementos. Me siento asustada.

Otro preso en aislamiento está muy agitado. Declara haberse tragado unas cuchillas de afeitar. No hay huella de esos objetos en la radiografía. Traigo tranquilizantes que el guardián le deposita en la boca a través de la reja. Regreso atónita al cuarto de guardia. La primera noche será larga. No puedo dormir: este jodido teléfono al pie de la cama puede sonar en cualquier momento. Tomo un tranquilizante. El despertar es un poco difícil, porque no estoy acostumbrada. Sé que me esperan veinte presos esta mañana. Golpeo con los dedos insistentemente en la cantina para pedir un café y un bollo.

El día es duro. Consulta tras consulta. Acabo de pasar por primera vez veinticuatro horas en prisión. Y mi sustituto no llega… las siete de la tarde, las ocho, nadie llega. Termino llamándole por teléfono. Su mujer me responde que duerme. Olvidó que estaba de guardia. Ya no tengo cigarrillos: hago la ronda de los funcionarios. Quiero salir y respirar.

En un día he comprendido lo que significa estar encerrado.

* * *

Casualidad del calendario; el día de mi primera guardia es también el del entierro de mi hermano. Lo recuerdo muy bien. No conocía a nadie en "La Santé". Pero por otro lado eso me convenía porque estaba muy afectada. La guardia era la ocasión de pensar en otras cosas, sabiendo que, por la mañana, me iba a remplazar otro médico para poder asistir al entierro.

* * *

Segunda guardia. La noche es tranquila. No hay ni una urgencia. Por la mañana desfilan los presos que llegan del depósito. Muchos han recibido una paliza de los policías. Al final de la consulta de los recién llegados, se van para ser instalados en una celda. Marchan de dos en dos, trabados por una cadena en los pies, con un estrépito espantoso. Esta mañana hay docenas de palomas sobre las rejillas metálicas anti-suicidio. Las plumas vuelan, caen los excrementos. Casi habría que caminar con un paraguas; una se siente como si estuviera en una pajarera gigantesca. En algunos momentos se abren paso los rayos de sol. Yo deambulo por este decorado casi irreal con mi gran maleta negra. Un preso se encuentra extendido en el suelo con los brazos en cruz. Violentos temblores lo sacuden de vez en cuando. Puedo hablarle y calmarle. Los otros, al ver mi actitud, aprovechan para pedir tranquilizantes. Me he encontrado con un grupo de exaltados. Los funcionarios les regañan, sube el tono, el jefe del grupo grita: "¡No somos bestias!" Siento un poco de temor de que la situación pueda degenerar, pero conmigo son más bien amables.

Un preso se ha cortado el cuello a la altura de la garganta esta tarde. Mi colega le dio cincuenta puntos de sutura. El candidato al suicidio está, por precaución, en celdas, para evitar otra catástrofe, y yo camino de puntillas para no despertar a los demás. Es un hombre inmenso, muy flaco, con el rostro entumecido y cubierto de equimosis. Iluminado por la débil luz de la bombilla, parece un queso. Reclama tranquilizante Trimesta. Tiene el acierto de reconocer todos los remedios que le presentamos, los conoce en todas las formas y colores, aunque los nombres que les da son un poco estrafalarios. No se le puede engañar fácilmente. Me veo obligada a darle el medicamento a través de los barrotes, como se hace con un simio. Me invade una risa nerviosa incontrolable. Sin embargo la situación no es cómica, simplemente es absurda. Ese pobre hombre no es una bestia furiosa, sino un depresivo sin futuro, que ha intentado poner fin a sus días. Más larde me llama un buen mozo, soberbio. Debe de hacer pesas. Casi no alcanzo a tomarle la tensión por lo musculosos que son sus brazos. Tiene una condena de quince años por asesinato con premeditación. Está enfermo de SIDA y me previene amablemente para que tome precauciones en caso de ponerle una inyección. Desde esta mañana se siente mal, con náuseas, y sus ojos están amarillos. Los guardianes me dejan una media hora con él. Incluso han cerrado la puerta y han pedido a los demás presos que salgan. Pero encontrarme a solas encerrada con un asesino, aunque simpático, me produce cierto escepticismo en cuanto al concepto de seguridad que tienen en este lugar.

En este mundo cerrado hay celos, se rivaliza por nimiedades. Sin embargo, hay mucha gente de valía detrás de los muros del Boulevard Arago. Y los mejores no son necesariamente quienes una supone. Los presos son a menudo hombres de bien que no tuvieron suerte y se pasaron al otro lado por múltiples razones. Recuerdo por ejemplo el abogado que cayó por estafa. Esperando su proceso, lloraba abatido en su celda. Su hija había sido violada y él no había podido ayudarla. Era su única hija y le había rechazado. Sin embargo, desde la prisión le escribió mucho, pero ella jamás le respondió.

Me llaman en pleno almuerzo: una urgencia, un preso se ha cortado en el brazo. Está muy agitado, busco el material de sutura, es seropositivo, orina sangre. Estoy tan nerviosa que le hago una sutura multicolor, con hilos rojos, azules y verdes. El está contento, los enfermeros se burlan, yo no. Transpiro: hice bien en entrenarme con trozos de pato, la piel es mucho más dura… y no he tenido oportunidad desde hace mucho tiempo de hacer ninguna intervención quirúrgica. Comienzo la consulta. Aún hay otra urgencia, una crisis de epilepsia en el bloque C, el de los magrebíes, y esta vez no se trata de un engaño. Puede suceder, me han dicho, que las urgencias sean simuladas, pero ésta es de verdad. El hombre se ha mordido la lengua y sangra como un buey, en su boca hay coágulos como mermelada de grosellas que estuviera en ebullición. Hay un charco de sangre en el suelo. Un Valium en la cadera, luego otro. La crisis pasa. Ahora que está de pie, pretende suicidarse. Me veo obligada a dormirlo con una tercera inyección. Para coronar el día una fractura de tobillo: hago un yeso excelente con una talonera. Parece un zapato para ir a bailar al Balajo

8. Bromeamos: el preso querría que le hiciera lo mismo en el otro tobillo.

Tercera guardia. La noche comienza mal. Un diabético se queja de sus achaques; está tan débil que no puede desplazarse hasta la enfermería. Después de encontrar su historial, no sin dificultades, debo pasar todas las rejas para verlo en su celda. Historias de llaves que pueden llegar a hacernos enloquecer… termino teniendo cuatro llaveros en las manos. Tengo calor, corro de un lado a otro. De repente un grito: "¡un muerto!" Me marcho corriendo seguida por diez funcionarios. Por culpa del pánico nos olvidamos de mi maleta de urgencias y del oxigeno. Sudo y mi corazón late fuertemente. Les indico a los funcionarios que hay que ir a buscar el material. Se oyen ruidos espantosos, ¡los televisores han estallado! Un preso golpea tan fuerte que la puerta blindada de la celda se bambolea. Llego sofocada, después de subir cuatro pisos a paso de competición. Delante de mí un negro burlón, con aire patibulario. Uno me dice que es una crisis de epilepsia, otro me responde: "¡Ya le hemos reanimado, todo va bien!" Yo ya no comprendo nada. ¡En efecto, el negro grande que ríe es el muerto resucitado! Alivio. Hay que ocuparse del diabético y resulta que no tengo los medicamentos necesarios. Me vuelvo a buscarlos. Siempre hay problemas de llaves. El diabético, supuestamente en coma, está muy agitado, me lanza el medicamento a la cabeza y me amenaza con un taburete. Me marcho furiosa.

A las tres de la mañana, otra urgencia. El preso ya está en celdas de aislamiento. Se pueden seguir sus huellas. Está acurrucado como un caracol en un charco de sangre, totalmente desnudo, al fondo de la celda. Tiembla. En medio de la sangre intento ver donde tiene la herida. Hay ocho funcionarios conmigo; el hombre me hace una seña para que me acerque. Tan pronto doy un paso, los funcionarios me siguen. Termino inclinada sobre él, con los funcionarios pegados a nosotros porque no quieren que me hable. Me susurra al oído "Son ellos quienes me han hecho esto". ¿Será verdad? ¿A quién creer? Los guardias se acercan para escuchar y no puedo responder. Grabé el mensaje… Son las cuatro, imposible dormir. Las siete, de nuevo el timbre del teléfono. Un preso se niega a ir al tribunal. Dice que sufre de ciática. Voy a verlo. No tiene nada.

Los presos: una decena, de los cuales ninguno habla francés. Interrogatorio de sordomudos, ayudados por gestos. La pregunta: "¿Tiene usted enfermedades sexuales?" provoca en ellos pavor o risa. Las celdas de aislamiento están repletas. La noche se llena de exaltados. Todos los hombres están desnudos, con sus ropas amontonadas delante de las puertas. No se cuál fue el menú de anoche, pero todos tienen cólico y vómitos. Tengo los pies destrozados. Consulta a las 10. Justo el tiempo de desayunar y luego… a ver a veinte personas.

No es fácil mantener la cabeza fría entre las pequeñas dolencias cotidianas y las enfermeras desbordadas. El médico-jefe, imbuido de autoridad, me reprocha una firma ilegible, cuando estoy agotada, extenuada. Comienza a desesperarme: Mi boca se tensa, aprieto los dientes. Los demás se ríen. Estoy a punto de explotar, pero consigo conservar la calma. Mi seguridad le desestabiliza. Hoy no tendrá el placer de verme estallar.

De nuevo me voy a recorrer los corredores mugrientos, llenos de manchas sospechosas, de detritus, de sobras de comida, de animales diversos, grandes ratas, cucarachas, pequeños ratones. Los muros se caen a pedazos, los baldosines están rotos, los tubos de agua gotean y en algunos ya comienza a asomar el moho. Mugre en todas partes, además de lo decrépito que está el edificio.

Pierdo el empaste de una muela. Como hoy estoy un poco más tranquila decido ir a ver a la dentista, una mujer rubia bastante bella con un fuerte acento, rostro cerrado, labios como láminas de cuchilla. Me abre la boca como se le abre a un caballo, con terrible brutalidad. Luego me entero de que trabajó en las prisiones de Europa del Este… Estoy aterrada por su maldad. Me dice: "Usted tiene una dentadura espantosa, esta muela está podrida, hay que extraerla". Observo al funcionario que le sirve de asistente… una sonrisita cómplice cuando ella está de espaldas, y salgo disparada. Parece ser que todos los presos se quejan: arranca todo tipo de dientes, incluso los sanos, sin anestesia. ¡Una verdadera carnicería!

Es increíble observar el comportamiento de la gente aquí, nada moderado: o bien se dedican a ayudar al prójimo y mejorar la suerte de estos pobres bribones, o en ellos vengan la amargura de su propia mediocridad. Entre estos dos extremos oscila la vida.

Apenas llego salgo con mi maleta hacia una celda. El hombre tirita. Tiene la piel violácea y sufre mucho. También hace mucho teatro. Veinte muchachos me esperan, ninguno habla francés. Debo hacer gestos o arreglármelas con un inglés chapurreado. Me da la impresión de que entienden mejor mi francés.

Llego a las celdas de aislamiento. Un preso totalmente excitado golpea la puerta desde el día anterior. Los funcionarios se ponen guantes de caucho: son siete y piden refuerzos. Ni siquiera veo su rostro, porque apenas abren la puerta, se precipitan sobre él, lo tumban sobre el suelo y allí lo mantienen. Me llaman; llego con la jeringa lista. El hombre se defiende como un diablo. Debo encontrar el sitio adecuado en la nalga entre las cabezas de los guardianes…

Me esperan dos travestidos. Mis ojos no pueden creerlo, no entiendo nada: Uno tiene un ojo a la funerala y por lo que veo es una mujer. Pero no hay mujeres en esta prisión: finalmente me doy cuenta de que es un travestí cuando le digo: "señora" y él se ríe y me responde "señor" con una voz muy gruesa. El otro es aún más raro, más afeminado, voz de falsete, pero no tiene apariencia de mujer. Se queja de arañazos en la cara, quiere pomadas, porque tiene miedo de que le queden cicatrices: pelea clásica de travestidos entre el grupo sudamericano y el del Magreb.

Todavía otra pelea y cuatro chequeos. Es una celda de muchachos violentos, agresivos, que se acuchillan a menudo. No puedo efectuar el chequeo porque se echaron unos sobre otros y ahora están todos en celdas de aislamiento. El calor de este mes de julio no les ayuda y se agitan cada vez más. Termino el día colocando una buena escayola.

Esta mañana, cuando llegué -había intercambiado mi guardia con un colega-, fui a celdas de aislamiento… El diabético que me había agredido el otro día con un taburete, la cebra de las diez mil cicatrices que se acuchilla por todas partes, está allí también. Su juicio está pendiente y espera su traslado a Metz, donde acogen a los psicópatas. Ha engordado y hace ejercicios de musculación. Está cada vez más enorme: me pille tranquilizantes mientras le cuesta trabajo abrir los ojos hinchados por el sueño, apenas se tiene en pie. Un mes después me entero de que se ha suicidado… precisamente en Metz.

Vuelvo a bajar después de la consulta para ver a un preso. Tengo ante mis ojos su expediente; ya ha cumplido dieciocho años de condena por múltiples asesinatos. Decido examinarlo en la celda, puesto que es demasiado peligroso para llevarlo a la consulta. De repente, gritos, alaridos. Oigo que alguien dice: "¡Médico!". Golpean en la puerta metálica que hace un ruido infernal. El guardián abre e intenta hacer razonar al iracundo. Imposible, tendremos que dominarlo. Siete se le encaraman. Un funcionario al que conozco bien porque a menudo hablamos de pintura y que apenas mide un metro sesenta está a caballo sobre su cabeza. Está congestionado. Logro verle la nalga y le pincho. El hombre se agita tanto que al retirarle la aguja un movimiento desafortunado hace que se la incruste en la cadera a uno de los funcionarios. Le entra pánico y se imagina que el hombre tiene SIDA. Se va corriendo a la enfermería para que le desinfecten.

Hoy apenas tengo tiempo para ponerme la bata: debo ver a los nuevos. Uno de ellos habla peul, un dialecto de Guinea. A la vista no hay ni un intérprete. Otro habla zulú. El último habla un inglés aún más chapurreado que el mío. Toxicómanos de cinco gramos de heroína diarias; están acostados sobre la mesa en un estado lamentable. Distribuyo tranquilizantes. Y además hay un hombre muy elegante que parece venir de otro planeta, un "cuello blanco" como se les llama aquí. Para acabar veo a unos del Zaire que rechazan la prueba del SIDA. Tienen derecho a hacerlo, la ley les autoriza. Algo absurdo porque entre el 5 y el 10% de la población carcelaria es seropositiva y hay un gran riesgo de contagio… ¡Sólo el seguimiento de la sífilis es obligatorio!

X tiene otra vez una crisis. La última vez se tragó unas cuchillas de afeitar y esta vez sus gafas con montura y vidrios. Radiografía a toda prisa: Encontramos la montura, pero no los vidrios. Las cuchillas ya han desaparecido. Los presos son unos picaros: se las tragan enrolladas en cinta aislante invisible en la radiografía, pero que les evita la perforación. Tienen el estomago de hormigón, es cuestión de costumbre.

El encargado de las radiografías fue encarcelado en Fresnes por una estafa que cometió fuera de prisión. Era un buen hombre, simpático y abnegado que trabajaba aquí desde hace veinte años. Me preparaba el café por las mañanas. Siempre estaba alegre, optimista. Me siento triste e impresionada.

El día se acaba. Estoy en consulta; me llaman con urgencia: un preso está en el suelo, crisis nerviosa o de epilepsia. Llego con mi jeringuilla. Peleas, luchas, es pesado, escucho a los presos que juegan al fútbol. C un aguacero y ya no oigo nada más. Tenía la intención de visitar los patios, la sala de deportes, pero no hay ni un minuto de tranquilidad. La consulta se acaba, el último paciente fue detenido en el hospital cuando acaba de ser intervenido por una peritonitis. Su cicatriz no cerró, se encuentra en muy mal estado. Llora y yo le consuelo. No acabo de llegar a mi cuarto de guardia cuando suena el teléfono. Un paquistaní, que no habla ni una palabra de francés, está muy agitado. Quiere dejar de pensar. No me explico como soporta las dosis de alucinógenos y tranquilizantes que se mete. El día ha sido duro. Ahora soy yo quien esta enferma… tanto estrés, tanto pánico, carreras por los largos pasillos. Parece que a este pequeño mundo le falta imaginación: si uno se corta en tal sitio, una hora después otro se corta en el mismo lugar.

Algunos se ahorcan, pero afortunadamente son casos más raros porque les quitan los cinturones, los cordones, etc. Sin embargo es increíble lo que se pueden tragar: cuchillas de afeitar, llaves, monedas, pinzas para uñas, cuchillos, tenedores, cucharas, tornillos, pernos, clavos, anteojos… A veces, en ciertos vientres encontramos una verdadera batería de cocina. Un preso se queja de náuseas y de dolor de estómago. Dice que ya no puede comer. Radiografía y ¡oh, sorpresa! Una cuchara sopera está atravesada en el estómago, seguida de un tenedor; a nivel del intestino un llavero con cinco llaves, una decena de monedas de veinte céntimos y un paquete de cuchillas de afeitar. Como le dice el radiólogo: "¡Comprendo que no tenga hambre!"