Médico-jefe
Asumo pues el cargo de médico-jefe sin ceremonial de entrega de poderes, pocos meses después de-mi llegada a la Santé. Me instalo en mi nuevo despacho: una enfermera a la que no debo de caer nada bien ha pegado una tira de papel opaco sobre el rótulo con ese título que había en la puerta, que permanece así durante dos días. ¿Muestra de solidaridad con el anterior? Más bien cómica, risible y mezquina. Voy a pasar una semana horrible. La adjunta se va a ocupar del SIDA. No sé exactamente qué va a hacer, porque ya hay un especialista encargado de eso. ¡Y a mí me toca pechar con todo lo demás! Cada vez que me ve, intenta algo así como una reverencia, mientras conspira a mis espaldas. Mucha tranquilidad y paciencia para aguantar y no perder la estabilidad.
La segunda semana está ya más tranquila, más cálida. Pero siento que sigue aquí para fastidiarme. Se encierra con los dos médicos encargados del SIDA procedentes de Cochin. No tengo ninguna relación con ellos. Se las ha arreglado para que vengan el viernes por la mañana, el día que se reúnen los jefes de servicio. Voy a tener que poner orden en todo esto suavemente, poco a poco. Por el momento, estar atenta, tomar precauciones y seguir los historiales de los enfermos sin cometer equivocaciones.
¡Mi enemiga sigue haciendo de las suyas! Antes de nada la describo: pequeña, redonda, con un bonito rostro, una cinta de terciopelo alrededor del cabello, una chaqueta austriaca. Es buen médico, y llegó aquí en una época heroica. Ha estado en La Santé durante diez años con un salario de miseria. Ha enviado a varios periódicos notas difamatorias sobre el servicio médico en los que dice que dejo morir a los presos. Como colofón, guarda información en un ordenador del que sólo ella tiene el código de acceso.
El año 1993 ha sido monstruoso, pues esa joven no ha dejado de ponerme la zancadilla y he tenido que esquivarla continuamente. Está ahí, sin decir y sin hacer nada. Para mí es un horror. Con una responsabilidad enorme, con informaciones que se me esconden y con clanes que llevan aquí desde hace diez años. Ha sido una pesadilla. Pero no iba a dejarle el campo libre y largarme. Sin embargo, llegué a pensarlo. Algunos me han ayudado a quedarme, ya sabrán ellos de quiénes hablo…
Un día ha venido el director y la ha sorprendido cosiendo. ¡Y la han echado por eso! ¡Qué disparate! Desgraciadamente, se ha marchado dejando su armario cerrado con llave. Va a ser preciso descerrajarlo.
“Wanted!” ¡Sólo falta la foto! Hay un aviso colocado por todas partes: "Prohibido a la doctora X (la ex adjunta) entrar en el establecimiento".
Jornada memorable: ha venido el cerrajero. Ha descerrajado las cerraduras de su despacho y hemos recuperado los historiales de los seropositivos. Sus efectos personales están en una caja de cartón envuelta en cinta adhesiva. Asunto concluido… pero ha durado ocho meses.
Una mañana solitaria, muy tranquila. Me dicen de repente que un preso acaba de cortarse un testículo en las celdas de aislamiento. Está castigado por haber echado abajo una puerta. Aúlla. Se le da un calmante y se le hace una radiografía por si se ha tragado una cuchilla de afeitar. Anda tranquilamente por el pasillo con el vigilante; de repente -estoy en el pasillo para ver a un preso- le veo correr como un loco y tirarse por la ventana, de cabeza. Afortunadamente, los cristales están blindados. Lo sujetan varios guardianes. Solicito que no continúe el aislamiento. (La última vez que se produjo algo parecido, el preso se suicidó. Lo encontraron colgado por la mañana). El guardián viene a verme para hacerme firmar, y me niego. Pido un psiquiatra.
Después, un leve coma diabético… y me voy a desayunar. Pero esta vez soy yo quien me siento mareada. Estoy muy cansada.
Acaba de llegar Bob Denard, el mercenario. Trae la maleta llena de medicinas, muchas de ellas desconocidas aquí. Me veo obligada a telefonear a la farmacia central, que no sabe responderme y me reenvía al centro de documentación. Afortunadamente dispongo de un tratamiento equivalente, si no tendría que poner un fax a Sudáfrica. Me entrega un historial, todo él en inglés. Llamo a un compañero cardiólogo. Por el momento el problema está solucionado. Vuelvo a ver a Bob Denard en su celda, está asombrado de las sórdidas condiciones de la prisión. Parece aturdido y muy tímido.
La enfermería está instalada en el bajo, cerca de las celdas de los VIP. Esta mañana he visto a Garretta, con el bigote descompuesto, conducido por dos guardianes. Había decidido visitarle hoy, pero va todos los días a ver al abogado a la hora que yo podría verle. Se arriesga a ir de nuevo ante el tribunal aunque no ha apelado. Debe de encontrarse en un estado espantoso. Al final le he visto y hemos pasado charlando tres cuartos de hora. Es muy simpático. Me llama desde los pasillos cuando paso… Siendo como es médico, quiere ser útil. Como por una ironía del azar, resulta que hay un hemofílico a quien hay que poner un braguero; como no tengo ni idea de cómo hay que hacerlo, hago venir a Garretta para que me aconseje.
Veo a Bob Denard, que me explica su intervención en las Comores. Una enfermera que lo cuenta todo, mal educada, entra en el despacho sin llamar para darme un dossier. Denard me mira, ha comprendido; me dice: "Si tiene problemas de autoridad, llámeme. He tenido hombres bajo mis órdenes. He dirigido un país. ¡Le voy a ayudar!"
Unos días después, la seguridad de los primeros días del pobre mercenario se ha desvanecido. Ha comenzado a cojear, le duele la cabeza: secuelas de la bala en el cráneo. Se ha hundido con la detención.
Esta mañana el cielo está negro. Da la impresión de ser noche cerrada y llueve a cántaros. Dieciocho recién llegados: Rumanos, turcos, polacos, gaboneses, angoleños… Parece una consulta para sordomudos, entendiéndonos por señas, porque ninguno de ellos habla francés. La prisión está vacía de personal, pocos enfermeros, pocos vigilantes, muchos están enfermos. Visita a las celdas de aislamiento: están heladas, todos los presos tienen gripe, moquean y les duele la garganta. Uno quiere Coréga para que no se le caiga la dentadura postiza, otro un producto para limpiar sus lentillas. Un pequeño asesino arrogante con cabeza en forma de pera tiene el cuello lleno de ganglios. Le envío a un especialista, pero se niega a que le traten. ¡Se cree un sultán! Ultima consulta antes de comer: un feo cráter supurante en una pierna, como para darme apetito…
La tarde comienza mal: me llaman con urgencia por un Black enloquecido, del tipo Noé pero con menos clase, con los hirsutos cabellos trenzados. Se ha cortado la muñeca y se hace el muerto. Unos meses antes intentó inmolarse con fuego. Está muy tocado psíquicamente. Lo han tratado en psiquiatría, y luego nada. Le hago un torniquete y pido una camilla. De repente, se alza como un áspid, muy agitado, y luego vuelve a caer al suelo, sin dejar de temblar. Llega la camilla. Los guardias lo levantan entre cinco, porque se niega a andar. Lo atan sólidamente. Le ponen, con muchas dificultades, sobre la mesa de consultas para suturarle la herida. Parece que entra en coma. Y entonces se lanza de nuevo al suelo como un loco. Hay que llamar a los guardias, y se necesitan ocho para sujetarle. Le inyecto un tranquilizante; nada, ningún efecto. Lanza grititos como una gallina a la que le costara poner un huevo. Le coso la muñeca. Ya parece estar mejor, más sereno, y habla razonablemente dándome las gracias. Llega el psiquiatra, lo llevan a su servicio. Una hora más tarde, cuando los calmantes dejan de hacerle efecto, vuelve a dispararse.
Me dicen que han despedido a un funcionario, al que habían pillado en flagrante delito con un travestido. ¡Qué día!
Sigue una consulta de un violador que saldrá el 2017 (se queja de trastornos de erección) y de un hipertenso encarcelado por sodomizar a sus hijos.
El ambiente está muy cargado en estos momentos: desmotivación, hartazgo, todos deprimidos, tanto los presos como el personal. Se acerca el solsticio de invierno, las fiestas. Mala época.
Llego una mañana. El vigilante de la entrada exige con rotundidad que me quite el casco. No me reconoce. Soy la única mujer que llega aquí en moto. Su evidente mala voluntad hace que me marche, exasperada, a aparcar un poco más lejos. Los recién llegados son muy variados: un director de empresa con mucha clase, sin afeitar, con una barba de tres días pero con buena presencia; un policía corrupto, que llora; un viejo asesino de setenta y ocho años que ha matado a su mujer de ochenta y dos -¿crimen pasional o hartazgo después de sesenta años de matrimonio?-; otro que se queja de un cáncer generalizado desde hace cinco: sin quimioterapia ni radioterapia, tendría que haberse muerto ya, es panadero-pastelero y su cara resplandece. Evidentemente se sabe la música y reclama alimentos muy especiales… Está siempre vigilante, amable pero suspicaz. No hay que dejarse engañar, ni olvidar que a menudo se trata de mentirosos, defraudadores, asesinos, ladrones. Cuando me nombraron médico-jefe dependíamos de Asuntos Penitenciarios y contábamos por tanto con los expedientes penales de los presos. Es decir, que abriendo la primera pagina del historial médico ya sabíamos qué había hecho el preso. Desde que dependemos de un hospital, no se conocen ya los motivos de su encarcelamiento. Durante los quince primeros días me paré a leer lo que habían hecho. Pero en seguida lo dejé, porque en el fondo eso no cambia nada. Actualmente todavía telefoneo una vez al año o dos a los archivos para preguntar qué ha hecho Fulano o Zutano. Sin el permiso del director de la prisión no me responden. En definitiva, sin duda es mejor no saber nada de los presos. Pero con frecuencia, frente a personalidades curiosas o delirantes, resulta imprescindible conocer el motivo del encarcelamiento.
Jornada normal, con su cortejo de miserias, de simulacros. Eco deforme de todas las miserias del mundo. Comida simpática con los vigilantes, la vigilante, la única de La Santé, y el farmacéutico. En el menú, vino nuevo a gogo…
Aquí es preciso adaptarse, hablar tan bien el árabe como el inglés, vigilar que un bosnio no se encuentre con un croata, o un palestino con un israelita. Afortunadamente, hoy hay vino. Entre el mediodía y la noche- me he bebido un litro.
Hoy he visto a los habituales que vienen más por discutir, por distraerse, que por sentirse verdaderamente enfermos. Los recién llegados: ladrones de guante blanco mezclados con magrebíes, malineses… Deben de morderse las uñas por haber cometido delitos viendo las condiciones de la prisión. Después me llaman con urgencia por un croata, grande como un armario. Está borracho, y tiene una fuerza colosal, lo sujetan cuatro guardianes y sus tres compañeros de celda. Me asusto, porque sus movimientos son violentos e incoherentes. Le he suministrado tantos tranquilizantes que está tendido, desnudo, en una celda de aislamiento.
Esta mañana, un recién llegado célebre: Paul Touvier, jefe de la milicia
La policía ha venido para interrogarme con motivo de un fallecimiento. Dos horas de preguntas. El historial no aparece. Afortunadamente, le he seguido el rastro en el cuaderno de urgencias: la víspera, el paciente ha pasado por consulta y estaba bien antes de trasladarlo a Fresnes.
Dos plantas crecen en mi papelera. ¿De dónde han salido? ¡¡De los escapes de la cisterna del agua!! Todo está tan estropeado y vetusto que puede crecer no sólo musgo, sino árboles.
En la sección de celdas de aislamiento, un preso me cuenta que está allí por haber dado una mala respuesta a un funcionario. Su ventana está rota. Fuma como un loco, medio desnudo sobre su colchón de espuma. Le han prometido cambiarlo de celda. Pero han pasado dos días y nada. Al día siguiente se dedica a hacer un poco de ruido, golpeando la puerta, a causa del calor. En efecto, el termómetro señala 28°C en el exterior. Los funcionarios arrojan una bomba lacrimógena en su celda y cierran la puerta para enseñarle cómo es la vida.
Esta mañana he visto a un antiguo atracador. Lleva ya quince años de encierro. Está en huelga de hambre y sed, y no se levanta de la cama. Quiere morirse, y su discurso es muy coherente. No quiere infligir su nuevo encarcelamiento a su mujer y a sus hijos, a los que no ha visto crecer. Se instaló hace un año en una granja y está aquí actualmente en prisión provisional por falsificación de documentos administrativos. Dice que es inocente. Aviso al juez y al director.
Esta mañana todo tiene que estar dispuesto para recibir al servicio de seguimiento anónimo y gratuito del SIDA. He bajado al sótano para escoger el material, que al final he podido encontrar entre un montón de objetos cubiertos por telarañas. Se trata del material para instalar una consulta. Las piezas están asquerosas, la electricidad no funciona, la camilla de examen es una vieja mesa sobre la que han puesto un colchón. La oficina está cubierta de manchas indelebles. Las cerraduras no funcionan. El armario se tambalea, le falta una pata. En cuanto al sillón donde se sientan para los análisis de sangre, se le sale la espuma por todas partes. Desolación, irritación, cólera. Vacilo. Por fin, rompo a reír, locamente, ya que aquí el ridículo no ha matado todavía a nadie.
Instituciones Penitenciarias ha decidido realizar una jornada de "puertas abiertas". Me gusta… Pero no hay que decir nada a los periodistas. El director está furioso conmigo, porque soy, según dice, demasiado charlatana. Hay que decir que todo va bien, cuando en realidad todo va mal.
La ley del 18 de enero de 1994 debería en teoría permitir al servicio público hospitalario tomar el relevo a la administración penitenciaria en cuanto al seguimiento médico de los presos. Cada establecimiento se acoplará con el hospital más próximo. Para La Santé será el hospital Cochin. Marzo de 1994: Misa mayor en la Casa de la Química, en París, con los ministros Pierre Méhaignerie, Simone Veil y Philippe Douste-Blazy. En mayo de 1994 llega a La Santé un director de hospital de la Asistencia Pública que comienza a reunir documentos y estadísticas y a reflexionar sobre diversos proyectos, luego desaparece y desde entonces no hemos vuelto a saber nada.
Imagínese: tiene usted una crisis violenta de asma, se le pone la máscara de oxígeno durante dos segundos, y ya va mejor. Entonces se la quitan y la dejan cerca de usted, pero sin que pueda alcanzarla. Pues bien, así es exactamente como funciona la medicina carcelaria.
Cada año pasan por La Santé unos 4.000 presos. Cada uno de ellos es sometido a un examen médico a su llegada, y con frecuencia se le detectan enfermedades que ignoraba. La mayoría de ellos no habían ido a ver a un médico en su vida. Se trata de una población marginada, sin acceso a cuidados médicos en el exterior, que llega en un estado de salud lamentable: el 70 por 100 de los internos tienen necesidad de atención médica. En otros casos, el shock del encarcelamiento, la ruptura con el exterior y la falta de higiene hacen que patologías hasta entonces contenidas se manifiesten rápidamente. A esto se añaden diversos trastornos psicosomáticos agravados por la falta de higiene, la superpoblación y la inactividad. Para hacer frente a esta demanda, estamos mal equipados: aparte del material radiológico que es nuevo y de un hermoso aparato para electrocardiogramas, no tenemos absolutamente nada. El asistente dentista es un funcionario voluntario, formado en unas pocas horas sobre el terreno, que no tiene ninguna noción de higiene. El preparador de productos farmacéuticos es un CES
En caso de hospitalización recurrimos al hospital asociado a la prisión de Fresnes, que no dispone de servicio de reanimación ni tiene suficiente personal ni medios para acoger a todos los enfermos. Cada vez más, nos vemos obligados a recurrir a los hospitales de la Asistencia Pública y en particular al hospital Cochin, que es el más cercano, para lo que nos hemos puesto de acuerdo con el profesor Sicard. Sin esperar al convenio, desde hace un año enviamos a los enfermos seropositivos allí para que les hagan un diagnóstico más afinado. Dos médicos de Cochin se encargan de las consultas. Las enfermeras y los médicos hacen lo que pueden para asegurar una buena medicina. ¿Pero dónde está la broma? Sus salarios son irrisorios -800 francos (unos 120 euros) por veinticuatro horas, 4.800 francos (unos 720 euros) al mes-, con un estatuto de estudiantes en prácticas. Sin posibilidad de compatibilizarlo con otro trabajo para los médicos extranjeros. Mi dedicación exclusiva de médico-jefe tiene una remuneración de 11.000 francos (unos 1.650 euros) al mes
Ante el inmovilismo y la irresponsabilidad de los políticos, ¿qué podemos hacer? Los decretos de aplicación de la ley de enero de 1994 no se han firmado todavía. Hace casi nueve meses que pasan del cajón de un ministro a otro. Mientras tanto, han dejado de-pagar las hospitalizaciones desde hace un año -lo que representa alrededor de un millón y medio de francos (unos 225.000 euros)-, y el presupuesto de farmacia se agotó en julio de 1994. Además, pronto dejarán de pagarnos 150.000 francos (unos 22.500 euros) mensuales, de los que la cuarta parte al menos corresponde a los seropositivos, por falta de medios. No se puede contratar a más personal médico, dada la congelación de plazas. Tampoco será posible ninguna mejora de los locales ni compra de material, puesto que no hay créditos. Ahora bien, la Asistencia Pública debe encargarse de las prisiones y la administración penitenciaria tiene que hacer obras, ¿pero dónde, cuándo, cómo? ¡Los presos entraron a formar parte de la Seguridad Social en junio de 1994, pero no es posible obtener su número de afiliado!
Cuidar y castigar, volver a la "mimología" y al trabajo artesanal anterior, es algo que ningún médico digno de ese nombre aceptaría. Entonces, lo que hacemos es seguir haciendo lo que es menester, sin preocuparse de cuánto cuesta, ¡pero las facturas pendientes deben de ser espeluznantes!
"Esto es una llamada de socorro antes de la catástrofe. Enero de 1994: Se aprueba una ley que transfiere la medicina carcelaria del Ministerio de Justicia al Ministerio de Sanidad, asociando cada establecimiento penitenciario al hospital más cercano… Octubre de 1994: nada, absolutamente nada… Señor ministro de Sanidad, esperamos que tome pronto una decisión. Acelere el proceso"
Ocho días después de esta carta, los decretos de aplicación aparecían en el Boletín Oficial…