42 Grados a la sombra

Una tormenta espantosa. El chofer del taxi tiene la nariz sobre el volante, no se ve ni a dos metros de distancia. Se equivoca de camino. Delante de la puerta de La Santé, les hago señales a los guardias. No tengo la impresión de que el taxi quiera parar aquí y menos aún con el coche de la policía ahí parado, no comprende el motivo de la aglomeración. El médico al que yo reemplacé me espera amablemente tumbado en el sofá. Lee Esperando a Godot. Charlamos, bebemos un poquito de Côtes du Khône y hablamos de literatura: Beckett, Camus, Celine. Suena el teléfono: un preso se ha caído de la cama en el segundo piso. Tiene la rodilla bloqueada, no puede flexionarla, los otros ocupantes de la celda se burlan; no puedo acercarme a él, el más mínimo roce le hace gritar. Lo bajamos, amarrado en una camilla. Normalmente son los bomberos quienes deben bajarla porque hubo un drama hace poco tiempo: una camilla se volteó en el vacío y el preso quedó aplastado sobre el pasillo en medio de las rejas. Se abrió la cabeza… El tipo continúa gritando: ya padeció una operación de rodilla un poco extraña, si he de creer en sus explicaciones, y prefiero enviarlo al hospital de Fresnes. La noche transcurre en calma. Son las seis y ya es día; solo hay cuatro entradas y puedo dejarme llevar por la pereza en la cama. A las siete y media una pelea. Un pobre tipo es el chivo expiatorio de sus compañeros presos. Tiene el pómulo ensangrentado y se queja de las costillas. En la radiografía descubriremos fracturas recientes y otras más antiguas. Le pegan con regularidad. Intervengo para que lo alejen de sus torturadores, pero hasta que no hay un muerto a nadie le importa un bledo.

Es el día de las peleas. El tiempo es tormentoso, está pesado, la delación va por buen camino: tráfico de jeringuillas, un fulano está loco… Los hombres mienten, hablan de lo que se les pasa por la cabeza. Uno dice que se orina en la cama, que huele mal y que necesita duchas suplementarias. Y en todo este fárrago de mentiras, hay verdaderos enfermos que no dicen nada.

Me encaramo sobre un radiador para mirar hacia el patio. No soy la única. Todo el mundo está en la ventana porque es el paseo de los especiales, los travestidos. Hace mucho calor. Estas "damas" llevan vestidos muy ligeros y de lejos pueden crear ilusiones. Algunas están en sujetador y se broncean, otras se untan crema en la espalda… Los presos gritan obscenidades desde las ventanas y dan golpes sobre los barrotes… Un solarium insólito en una prisión de hombres.

Puesto que el calor lo favorece, los parásitos corren por los colchones y los hombres están cubiertos de granos. Nunca había visto tantas enfermedades de la piel.

Apenas tengo el tiempo de colocarme la bata y me llaman: un hombre sangra y vomita sangre. Una historia turbia: se cayó solo de su cama. Es muy frecuente aquí… Al limpiarlo me doy cuenta de que tiene rasguños en todo el cuerpo y en el cuello. Seguramente una pelea, pero no habla de ello. Tiene miedo, miedo de ir a una celda de aislamiento, miedo de los otros presos que querrán un arreglo de cuentas con él, en cuanto vuelva la espalda. En el momento de la consulta les hacemos salir. Escupe grandes coágulos de sangre. El piso se mancha. Intento limpiarlo con una esponja, pero me desborda la fuerza de la hemorragia. Los funcionarios no se mueven y me observan mientras lo hago. Ellos quieren guantes, le tienen pavor al SIDA. Les explico que así no se contagia. En el instante en que ven una gota de sangre quieren protegerse. Pido un poco de hielo. Me traen una bolsa de diez kilos. ¡Tres vasos hubieran bastado! El otro médico que charlaba conmigo se fue a una celda donde un ansioso toxicómano comenzaba a escandalizar. Termino por llamar al hospital porque el hombre continúa sangrando abundantemente y tiene la nariz tan grande como una patata, además de un enorme esguince en el tobillo.

Corro de un pasillo a otro, con más o menos quince llaves en los bolsillos. A mi paso los ratones cruzan tranquilamente ante mí. Intento extraer los coágulos de la nariz del hombre con una jeringa grande, pero grita apenas lo toco. Media hora más tarde, la hemorragia se detiene y el hombre termina riéndose de las historias de los funcionarios. Pero la ambulancia está en camino y le aconsejo no hacerse el gracioso cuando llegue, de lo contrario me van a maldecir en el hospital de Fresnes porque ya es media noche. Un funcionario me ofrece un cigarrillo y un zumo de frutas. El director nos llama por un preso que acaba de llegar. Saltó sobre una mina cuando era legionario y tiene un brazo inerte y le faltan algunos dedos. Hoy, después de un robo fallido, atravesó una luna de vidrio y se cortó los tendones del otro brazo. Sin brazos no lo vamos a poder dejar aquí, además de que en el momento de arrestarlo le rompieron la clavícula. ¡Es un tipo a pedazos! Le cachean antes de que lo examine. Debe de ser un hombre peligroso: para ganar tiempo yo había propuesto examinarlo antes, puesto que por encima de la cintura es inválido. Me responden que con este hombre nunca se sabe, ¡aún puede utilizar sus piernas! Dos funcionarios vigilan en la puerta y no me quitan ojo. Debe de ser un hueso duro de roer, pero como no tiene brazos no veo qué riesgo puedo correr. Cuando lo digo me miran como si estuviera loca.

Un tipo en chandal, muy seguro de sí mismo, pasa con aire arrogante. Bromea con los funcionarios mientras toma un café. Nunca lo he visto antes y pienso que se trata de un profesor de deporte. Pregunto. Se trata de un asesino a sueldo. Tiene mal aspecto y una sonrisita sádica. ¡A veces es difícil saber quién es quién!

Me vuelven a llamar para una angina de pecho. Encuentro entonces a mis dos golfos con cadenas en los pies, seguidos por unos quince funcionarios que se burlan. El que sangra está amarrado por el pie que tiene un esguince y el que ya no puede utilizar sus brazos no tiene más que un pierna… porque está amarrado al otro. Tienen un aspecto lamentable. Se diría que son Cuasimodo y su ayudante.

Esta mañana, sólo a un médico de cabecera encarcelado por abandono de familia y no pagar la pensión alimenticia. Fue detenido sin poder organizar su sustitución, y está muy traumatizado por haber permanecido dos días encerrado con toxicómanos y violadores, enloquecido con la mugre y las condiciones de detención similares al medioevo. Tiene pánico al SIDA y a la sodomía. Le consigo una celda donde estará sólo. Lo vuelvo a ver por la noche. Me sonríe, aliviada su angustia.

Hay insultos: "Los médicos penitenciarios son carniceros, veterinarios". Somos sádicos similares a los policías. Me voy de la sala de curas desesperada. Por la tarde lo mismo, con un proxeneta arrogante que me pregunta si tengo título, y quiere ver los prospectos de todos los medicamentos como si quisiera envenenarlo. Después de una media hora explicándole todo, mientras los otros esperan, termino por enervarme y lo echo fuera. Me trata de idiota y de puta: el funcionario que ve su actuación viene a buscarlo y se lo lleva a una celda de aislamiento.

Esta noche a todos los travestidos se les suprimieron de golpe sus tranquilizantes por un error de la farmacia. Para protestar se hicieron cortes por todas parles con cuchillas de afeitar. Afortunadamente sus cuchillas no están muy afiladas. El último paciente, un palestino refugiado político, condenado a muerte en su país, no falló, sus cortes son múltiples y profundos. Es un hombre simpático. Charlamos, se calma, le vuelvo a coser. Aparece frente a mí una rata tan grande como un gato. Los funcionarios ven un partido de fútbol en la tele y sólo una explosión podría hacer que se movieran.

Muchos presos esa mañana, algunos encantadores, incluso sonrientes. Me entero de que a menudo los grandes criminales son los que están más a gusto. Un gran mozo gallardo, bronceado, con una coleta, muy simpático, está aquí por asesinato con premeditación. ¡Me encantaría ser una pulguita para indagar en sus cerebros!

No hay tiempo de profundizar. Crisis de angustia, parálisis histérica, ahogos, dolores de estómago, etc.

Esta tarde un hombre se tragó un jabón de Marsella, un jabón entero. Corro al bloque de aislamiento. La celda es resbaladiza como una pista de patinaje sobre hielo. El hombre está en el suelo, con los brazos en cruz y burbujas en la nariz y en la boca. Está muy agitado. Cree que todos los días alguien entra en su celda a darle palizas: ¿paranoia o realidad? Aquí nada me extraña. Provoca compasión y risa, con todas esas pompas de jabón que vuelan a su alrededor en cuanto grita… Llegan los bomberos, dos jóvenes totalmente aterrorizados por este exaltado que vocifera por la injusticia. Finalmente los funcionarios traen una silla con un espaldar grande de hierro, como para cargar. Le atan los tobillos y las manos a las patas de la silla con esposas y una cadena. La silla solo tiene dos ruedas en la parte posterior. Le dan vueltas como un carrito y la arrastran con la cadena que sirve de manillas. El grupo se aleja con el tipo que sigue gritando enojado, haciendo pompas.

Una llamada. Un preso acaba de enterarse de la muerte de su esposa, fallecida en una ambulancia de una crisis de asma. Deja una hija de diez años sola, sin ningún familiar en el lugar donde viven. A la familia no la han avisado. Es viernes. Son las nueve de la noche y la niña corre el riesgo de quedarse sola durante tres días. Aviso a la familia cuando llego a casa, porque al parecer está prohibido hacerlo desde la prisión.

Me he tomado diez días de vacaciones. Es como si hubiera estado fuera meses. "Mira, una reincidente", se dicen las enfermeras a mi llegada. La primera llamada viene del bloque de aislamiento, donde me reclaman dos tipos enormes y musculosos, a los que ya conozco. Apenas me ven se ponen a dar golpes en las puertas y los vecinos les imitan. Encantador comité de recepción. Uno de los dos es un tragasables reincidente que tiene la costumbre de comer cuchillas y otros objetos metálicos. En el vientre tiene una verdadera ferretería. El otro debería lógicamente dormir, dadas las dosis de tranquilizantes que se traga a lo largo del día. Es como una cebra con mil cicatrices. Golpea hasta que obtiene un cigarrillo. Entre la multitud hay un tercero que quiere que yo lo examine, pero le pregunto por qué, ya que conoce su diagnostico de memoria. Me describe todos sus síntomas como si fuera un médico. Al escucharle debería llamar inmediatamente al Samur. Pero la descripción de su malestar es demasiado técnica para ser verdadera. Al ver que no le sigo el juego, me hace llamar con urgencia, so pretexto de estar vomitando sangre. Algunos finos hilos de sangre manchan su palangana. Pero no hay que engañarse, sin duda se las ha producido mordiéndose el interior de la boca. Estos hombres están dispuestos a todo, no son enfermos ordinarios. Yo estoy acelerada, agitada; los males psicológicos son tan extraños y desconcertantes. La vida carcelaria engendra diversas patologías, una mezcla de síntomas que parecen enfermedades reales, de hecho psicosomáticas, y síntomas leves que parecen raros. ¡Algunos se retuercen de dolor aunque sus exámenes son negativos!

Otra llamada: un travestido está echado en su celda. Sufrió un malestar y ya no se mueve. Al hacer su ronda uno de los guardianes lo vio, pero su puerta estaba bloqueada, y era imposible abrirla. Vamos a tener que esperar a que alguien venga a forzar la puerta. Mientras tanto hay una pelea: un negro grande tiene una llaga en la cabeza y sangra como un buey. Tiene los cabellos tan crespos y apretados que incluso entre tres intentamos afeitarle sin lograrlo. Es horrible. Doy tres puntos de sutura que se deshacen, vuelvo a empezar. El travestido se despierta. Debe de haber tomado muchos somníferos: lleva puesto un corsé de encaje, estilo Belle Époque muy apretado, y como respira con dificultad le pido a uno de los funcionarios que me ayude a desabrocharlo. Sus falsos senos de silicona saltan como dos balones. Es un gran momento…

Medianoche. Por fin estoy en mi cuarto de guardia. Una paloma atrapada en los vidrios del baño hace un ruido espantoso mientras trata de liberarse. Por la mañana está muerta de agotamiento y yo también.

Me llaman, un preso con los ojos desorbitados sostenido por dos guardianes. Está cubierto de sangre. Se ha cortado en la cabeza, en el cuello, en los brazos. Está delirando, cuenta historias de cuando era niño, de su hermano. Tan pronto me aproximo a él se agita, sus ojos negros lanzan miradas de odio. Poco a poco se calma. ¡La presencia de ocho funcionarios en una habitación de diez metros cuadrados tampoco ayuda!

Tres presos se han peleado a cuchillo. Estoy rodeada de sangre hasta más o menos la medianoche. Al día siguiente vuelvo a empezar: múltiples heridas. El tiempo es pesado, el sol, el calor sofocante de las celdas, les vuelve locos.

Me rechazan en Fresnes a uno con trombosis hemorroidal. El hombre tiene una bola detrás y sufre mucho. Debo arreglármelas sola con las explicaciones del médico de Fresnes. Parece ser fácil. Pido ayuda a un funcionario para separarle las nalgas mientras le hago la incisión. El funcionario se siente molesto, el preso aprieta las nalgas. El otro funcionario, viendo el asunto por la mirilla, puesto que he cerrado la puerta de la sala de curas, avisa a sus compañeros. Se reúnen unos diez a burlarse detrás de la puerta. La situación parece a una mala escena pornográfica. Cojo la bomba de anestesiar y le doy un golpe en el ano. El preso se levanta de sopetón gritando, se sube el pantalón y dice que le quema. Todo el mundo se burla, hasta el propio interesado. Finalmente parte al día siguiente rumbo al hospital para que le operen.

En este momento los hombres caen como moscas debido al calor. En las celdas hay una temperatura de 30°C. Los presos tienen derecho a dos duchas por semana en el mejor de los casos con agua caliente. Algunos presos sin recursos y quienes no tienen contacto con el exterior lavan su ropa en la ducha y a menudo deben contentarse con duchas frías. Si quieren duchas suplementarias hay que solicitárselas al médico por razones de salud. Se requiere una enfermedad en la piel para que se concedan.

Cuatro Blacks escuchan misa con un crucifijo colocado debajo del televisor. Se han atado toallas mojadas alrededor de la cabeza. Un Black grande se ha tirado al suelo desde su cama a una altura de dos metros. Debo encaramarme sobre un taburete cojo para examinarle: un funcionario sujeta el taburete para evitar que me caiga. La escena debe de ser divertida.

Esta mañana me llama un estudiante de medicina de veinticuatro años, con una inmensa patología y una maleta de medicamentos; está en cuarto año. ¡No ejercerá aquí mucho tiempo!

Un chino acaba de estrellar la cabeza contra los barrotes de su celda pues se niega a ir a una celda de aislamiento después de una agresión. Su cabeza se ha abierto como una granada muy madura, la sangre salpica, pero él no quiere que yo me acerque y grita pidiendo un interprete de chino. Mientras esperamos que se calme, su cabeza se ha triplicado de volumen y el hematoma es enorme, imposible suturarlo. Me contento con dormirlo con un somnífero. En dirección al hospital con una venda estilo Lawrence de Arabia…