CAPÍTULO 11
UNA COMIDA DE DIOSES

A las diez de la mañana la caravana se puso en marcha. Fue en ese momento cuando Marc cayó rendido en su asiento, tras pasarse toda la noche en vela. No es que estuviera cansado ni necesitara tanto descansar, pero el traqueteo del vehículo y el sol que entraba por la ventana lograron vencer su resistencia sin mucho esfuerzo.

El viaje estaba siendo bastante rutinario. Rodaban por la AP2 a toda la velocidad que era capaz de darles el vehículo, topándose muy de vez en cuando con algún otro automóvil que circulaba por el tramo contrario en dirección hacia Dios sabía dónde. Por su carril solo vieron a un vehículo que circulaba precisamente en dirección contraria, motivo por el que Tony tuvo que esquivarlo para evitar una colisión frontal.

—¡Loco! —exclamó con bastante enfado, al pasar por su vera a toda velocidad.

—¿Dónde demonios irá con tanta prisa? Por ahí solo hay zombis y destrucción —dijo el capitán Navarro.

—Debe de ser el héroe de tumo, que va en busca de algún familiar perdido en tierras catalanas, del que no sabe nada desde el maremoto —añadió la teniente Mirella.

De vez en cuando, más de lo que les gustaría, tenían que esquivar algún zombi perdido que caminaba por la autopista. Al principio se detenían para volarle la cabeza, pero al cabo de una veintena, cansados, decidieron esquivarlos para seguir su camino.

Aunque lo que más les preocupaba era dónde demonios debía de estar la horda de zombis que había abandonado las zonas costeras, desde los Pirineos a Valencia. Estaba claro que no se habían esfumado y que, por el estado de la autopista por la que circulaban, la normalidad no había vuelto a la península, por lo que aquella masa de cadáveres ambulante debía de seguir suelta haciendo de las suyas.

Posiblemente, de haber continuado Marc despierto se habrían evitado el espectáculo que no tuvieron más remedio que observar alrededor de una hora más tarde, al poco de pasar cerca de Villafranca de Ebro. El sargento Pomar se encontraba al mando de la autocaravana, pensando sobre todo en los pechos de su superior, de modo que se limitó a conducir hacia el oeste de forma automática, esquivando los vehículos que de vez en cuando se encontraban abandonados.

De esta forma se aproximaron demasiado a Zaragoza, por lo que el sargento, sin pensárselo dos veces, dirigió el vehículo hacia la autopista circunvalatoria. Allí pudo comprobar que la presencia de vehículos era notable.

—Pero qué demonios… —dijo, al encontrarse la autopista hasta arriba de coches que iban de un sitio a otro sin orden ni concierto.

El siguiente en hablar fue Marc, que despertó de repente llevándose las manos a la cabeza con gesto de dolor, como si le fuera a reventar. Entonces profirió sonoros gritos.

—¿Qué te pasa? —se apresuró a preguntarle Tony, acercándose hasta la cama.

—N-no lo sé, es como si me fuera a reventar la cabeza —dijo mesándose los cabellos—. Ha sido como un espasmo repentino en mitad del sueño… Como si…

Marc no logró acabar la frase, apenas levantó un poco la cabeza pudo ver por el cristal frontal qué había más allá de la zona donde estaban.

—Están aquí, todos están aquí… —dijo Marc de forma críptica.

—¿Quiénes? —preguntó la teniente Mirella, acercándose.

—Los zombis, todos… Pero qué demonios hace ese sargento cenutrio, nos está llevando derechos hacia ellos.

Fue entonces cuando todos prestaron atención y vieron la ciudad de Zaragoza por el cristal, escupiendo humo desde muchos de sus edificios.

—No sé cómo salir de aquí —dijo justificándose el sargento Pomar—. Intenté no entrar pero esto es infernal, no hay Dios que se oriente. Esto está diseñado por el mismísimo diablo.

—¿El diablo? ¡Pero serás inútil! —dijo Marc fuera de sí, en una actitud poco propia de él, casi pareciendo que en cualquier momento iba a lanzarle un mordisco a la yugular—. Nos estás conduciendo a la muerte, ¡quita de ahí inmediatamente!

Y sin esperar respuesta empujó al sargento fuera del asiento del piloto, haciendo que el vehículo estuviera a punto de salirse de la calzada, sin que nadie se atreviese a decir algo al respecto.

—Uh… tranquilos, es común en él tener malos despertares —dijo Tony a modo de disculpa—. Sin duda se ha levantado con algo de jaqueca.

Marc no abrió la boca, se limitó a intentar esquivar todos aquellos vehículos que tenían enfrente a ellos, yendo sin ningún tipo de sentido por ambos carriles y en ambos sentidos, y sin el más mínimo respeto por las normas de circulación.

Tony y el resto de ocupantes del vehículo creyeron en varias ocasiones estar a punto de chocar, aunque en última instancia Marc siempre lograba esquivarlo todo. Aún así, llevaban la marca de los guardarraíles de serie en ambos laterales del coche.

Y lo malo era que si intentaban no mirar al frente, se encontraban con la vista de una ciudad en fase de destrucción, con las llamas presentes en muchos edificios y la visión de gente corriendo de un sitio para otro. Lo peor era el sonido que llegó casi de repente; pasaron del más absoluto de los silencios al completo caos conformado por el ruido de los vehículos que iban de un lado a otro haciendo sonar el claxon y colisionando entre ellos. Aunque la siguiente sinfonía fue todavía más dolorosa, el sonido de una ciudad agonizante. Fue también de forma súbita, como si el propio viento quisiera hacerles partícipes de la tragedia que se estaba escribiendo a escasos metros de ellos: sirenas de ambulancias y policías, disparos por doquier y lo peor, siempre lo más horrible de aquellos casos, el sonido de la gente chillando por sus vidas de forma desesperada.

Una nueva tragedia se sumaba a la larga lista de las presenciadas por Marc y el resto de acompañantes, aunque poco podían hacer, excepto intentar huir del lugar y contar con alguna posibilidad de luchar otro día en mejores circunstancias y con alguna oportunidad, por mínima que fuera.

Varias veces, Marc, en medio del trance en que parecía estar sumido, giró la cabeza hacia la ciudad, como sintiendo una leve llamada. No tenía muy claro si era para unirse a su familia política o para acudir al rescate del grupo de humanos al que él creía seguir perteneciendo. Fuera lo que fuera, desechó la idea por completo y siguió conduciendo e intentando escapar de aquel esperpéntico caos. Al poco logró dar con una salida que indicaba Madrid. Por desgracia, muchos otros parecían ver en aquella ruta el camino al paraíso, o al menos la huida del infierno, por lo que la autopista estaba atestada.

Marc se maldijo por aquel fallo de novato al ver el monumental atasco formado enfrente de él, que estaba siendo aprovechado por los oportunistas zombis para dar habida cuenta de los ocupantes de los vehículos. Estos, indefensos, intentaban escapar para darse de bruces con sus caníbales perseguidores. Pero él no lo dudó ni un momento.

—Agarraos fuerte —dijo segundos antes de dar un volantazo y reventar el guarda raíles que tenía a su derecha.

Inició una carrera campo a través que, poco después, sirvió de ejemplo al resto de conductores que, haciendo lo propio, comenzaron a seguirle.

—Tu amigo sabe cómo manejar un vehículo —dijo la teniente Mirella, con un tono que parecía hasta cierto punto libidinoso y que desconcertó a Tony.

La caravana, poco preparada para aquella superficie irregular, pese a tener ruedas grandes y resistentes, comenzó a avanzar a trompicones. Dio tumbos de forma continua y levantando una polvareda monumental, por k> que Marc descendió la velocidad. Se trataba de llegar a Madrid cuanto antes, pero sin errores que pudieran conducirles al desastre; por detrás, por los retrovisores y a través de todo aquel polvo, ya podía ver a varios vehículos con las llantas destrozadas o volcados, de modo que convenía tomárselo con calma. Con ir a treinta o cuarenta kilómetros por hora bastaría para mantener alejados los cientos de zombis que habían iniciado la persecución de todos aquellos vehículos. Una vez dieran con alguna carretera en dilección oeste la cogerían y podrían retomar el ritmo.

No fue hasta al cabo de unas horas, tras bordear un bosque, cuando vieron algo relativamente parecido a una carretera, ya que el asfaltado brillaba más por su ausencia que por su presencia en aquella calzada que se disponían a tomar.

—Algo es algo —dijo Marc para sí mismo, con tono de satisfacción y sin soltar el volante. Tenía una determinación casi enfermiza en su mirada, que imponía el suficiente respeto entre el resto de los presentes como para que nadie cuestionara nada de lo que estaba haciendo.

Durante unos segundos, Marc dudó sobre el camino a seguir en aquella calzada. Intentó determinar dónde estaba el norte y el sur, el este y el oeste, hasta que al final miró hacia arriba y, por la posición del sol, decidió que debía de tomar el tramo que seguía hacia la izquierda.

A lo largo del camino Marc continuó callado sin mediar palabra, siguiendo solo su instinto y mirando los indicadores del vehículo. Poco a poco, a través de aquel desierto camino de cabras, lograron llegar hasta una carretera secundaria donde el vehículo logró retomar parcialmente su ritmo. Aunque apenas quince minutos más tarde, paradojas del destino, la caravana comenzó a frenarse con lentitud hasta detenerse por completo.

—Me lo temía —dijo Marc.

—¿Qué sucede, hemos pinchado? —preguntó la teniente Mirella, acercándose a Marc y sujetándole con disimulo el brazo con sus manos.

—Me temo que no, creo que nos hemos quedado sin gasolina —confesó Marc mientras escuchaba el lamento general de sus compañeras—. Hacía un buen rato que sospechaba que sucedería, aunque tenía la esperanza de que lográramos dar antes con alguna gasolinera en esta carretera perdida en mitad de ningún sitio.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó con tono de deseperación el sargento Pomar.

—Creo que cuando a estos cacharros se les acaba el combustible, lo más natural es buscarles más —dijo Tony, intentando no sonar demasiado hiriente.

—Bien, convendría no perder el tiempo y ponernos en marcha cuanto antes —dijo el capitán Navarro—. Comencemos a caminar antes de que se ponga el sol.

—Debemos dividimos en dos grupos —respondió Marc, señalando con la mano—. Si os fijáis, a pocos metros de aquí la carretera se bifurca.

—Genial, esto mejora por momentos —dijo el sargento Pomar.

—Yo marcharé hacia el norte —dijo Marc, haciendo caso omiso del sargento—, y en todo caso viajaré junto a Tony.

—Mi capitán, si le parece bien, yo iré con ellos —dijo la teniente Mirella, casi sin dejar de acabar la frase a Marc.

—Está bien, intentemos encontrar algo de gasolina y regresar cuanto antes —respondió el capitán Navarro—. El primero que localice algo de combustible que regrese a la caravana. Démonos un máximo de seis horas antes de volver para comprobar si el otro grupo localizó algo.

—También podríamos hacer un disparo al aire para comunicarnos en caso de localizarlo —propuso el sargento Pomar.

—Claro, y alertar de esa forma a cualquier muerto viviente que pueda haber en la zona —suspiró Tony mientras cerraba la puerta de la caravana con llave y comenzaba a caminar carretera arriba, con resignación.

—Una lástima que los móviles no funcionen —dijo la teniente Mirella mientras caminaba—, de lo contrario sería sencillo localizar con mi Iphone alguna gasolinera cercana.

—Nos hemos vuelto demasiado tecnológico-dependientes —comentó Tony, intentando decir algo interesante ante la despampanante teniente. Ella no respondió y se limitó a seguir caminando. Retrasó el paso y se dirigió a Marc—. ¿Va todo bien?

—Me imagino que no puedo quejarme habiendo tanta gente que ha perdido la vida estos días, pero no puedo evitar sentirme insignificante. Aquí estoy, perdido en mitad de la nada, mientras lejos se desarrolla una batalla por el destino del mundo.

—Hombre, lo de lejos es cuanto menos relativo —añadió Tony.

—Sabes a lo que me refiero. Por toda Europa, o incluso en ciudades cercanas españolas, se están librando batallas por la supervivencia de la raza humana, y nosotros, mientras tanto, estamos aquí perdidos. Impotentes, buscando una mísera lata de gasolina.

—Una lata o un bidón, porque me temo que con un par de litros no llegaríamos muy lejos —dijo Tony, en un intento de desdramatizar la visión de su amigo.

—Ya se han perdido dos o tres continentes, y a este paso perderemos el resto en el plazo de una o dos semanas. Me gustaría de una forma u otra poder formar parte de esa batalla. Además, desde que comenzamos nuestro periplo no he tenido tiempo de sentarme delante de una mísera mesa de laboratorio para poder comprobar algunas cosas que me rondan la cabeza. Siempre vamos de un lugar a otro sembrando destrucción.

—Bueno, eso también es relativo. Más bien creo que hay pocos lugares actualmente donde no se recoja destrucción y fatalidad. De todas formas, no te preocupes, ese momento llegará y de una forma u otra el meollo nos dará alcance. Parece que no podamos evitar estar en medio de la tormenta.

—Vaya, o sois dos ególatras enfermizos que se creen muy importantes o realmente estoy junto a dos gafes en grado de cenizo máximo —dijo, desde varios metros más adelante la teniente Mirella.

—Se trata de una conversación privada —dijo Tony poniendo especial énfasis en la palabra «privada».

—Déjala, no puede evitarlo. Es su naturaleza femenina, fisgona y entrometida —añadió riendo Marc.

—Aún así, no me parece del todo correcto —argumentó en el mismo tono jocoso Tony.

—No la enfades, que luego no te dará cariño, y te aseguro que sé de lo que hablo y no querrías perdértelo por nada del mundo. Lo sabe hacer todo bastante bien —apuntó Marc, sin poder creerse lo que acaba de decir.

—Cariño, eso estuvo totalmente fuera de lugar —dijo la teniente Mirella—. No la chupo bastante bien, la chupo como pocas otras mujeres en el mundo. Supongo que por la misma naturaleza femenina antes mencionada, que hará que si alguno de vosotros quiete tener relaciones sexuales conmigo tendrá antes que ofrecerme para empezar un streptease de categoría.

—Es un poco mandona y autoritaria. Pero, sobre todo, tozuda y firme. De modo que ve pensando en algo original para el desnudo de esta noche —dijo Marc, sin dejar de mirar fatigado el suelo.

—¿Quietes decir que tú y ella…? —dijo Tony sin acabar de creérselo—. ¿Esto va en serio, cuándo…? Es decir…

—Calla y concéntrate —dijo la teniente Mirella—. Aunque imagino que hacer varias cosas a la vez no está dentro de tu naturaleza masculina.

Tony no volvió a abrir la boca en un buen rato, incrédulo ante lo que acaba de escuchar. Se limitó a mirar su reloj y ver cómo pasaba el tiempo sin que lograran localizar ninguna gasolinera.

—Esto es desesperante —dijo al final, bajo el implacable sol de mediodía que caía sobre ellos complicándoles más el caminar—. Ni rastro de gasolinera alguna en esta asquerosa carretera.

—Llevamos unas tres horas caminando y me temo que el panorama no cambiará mucho —agregó la teniente Mirella en el mismo tono pesimista y cansado que su compañero.

—Deberíamos planteamos buscar opciones —señaló Marc.

—En estos momentos solo se me ocurre una, y es seguir caminando minando hasta Madrid, y no la veo muy factible tanto técnica como físicamente —dijo Tony—. De modo que, o encontramos una gasolinera…

—O buscamos un nuevo vehículo —matizó Marc—. Sena una opción viable.

—No está mal pensado, cerebrito —dijo la teniente Mirella—. Hemos estado tan obstinados buscando una gasolinera que hemos omitido cualquier otra posibilidad, como el encontrar algún vehículo alternativo.

—Pues levantemos la mirada del suelo y dispongámonos 3 localizar alternativas en estos desolados parajes —dijo Marc con algo más de ánimo.

—¿Alternativas como esa casa de ahí? —indicó Tony señalando hacia un montículo donde se apreciaba lo que parecía ser una granja que casi no se podía divisar, debido a la distancia a la que se encontraba.

—Si no estuvieras tan sudado te daría un beso —dijo la teniente Mirella.

—Creía que el besar a hombres sudados encajaba dentro del perfil de tus gustos —comentó Tony, mientras ponía rumbo hacia la casa—. Estemos atentos, no sabemos qué nos encontraremos ahí arriba.

Poco a poco se fueron aproximando al lugar, que parecía estar envuelto en la más absoluta de las tranquilidades. Excepto el ruido del grupo caminando, no lograban apreciar el más mínimo sonido. Ni siquiera el de algún pájaro despistado o algún rastro de brisa recorriendo el alto césped sin cuidar por el que caminaban.

La granja, que estaba ya a escasos cien metros de distancia, parecía ser la única estructura habitable de los alrededores, o al menos no apreciaban ninguna otra desde el pequeño terraplén por el que iban ascendiendo. La granja que tenían delante era bastante simple: una casa central de dos plantas y buhardilla, junto a la que se situaba una gran edificación con techo triangular rojo que hacía las veces de establo, pajar y granero. Pero a pesar de haber gallinas y conejos pululando en el patio por el que entraban, ninguno de ellos parecía emitir sonido alguno, limitándose a pasear de un lugar a otro en sus jaulas; únicamente el caballo giró sus ojos hacia ellos notando su presencia, y el perro hizo un leve movimiento de cabeza para observarles desde el suelo.

—Debe de ser el calor que hace —dijo Tony, intentando buscar una explicación lógica a todo aquello.

—A lo mejor están zombificados —manifestó la teniente Mirella.

—¡¿Hooola?! —exclamó Marc haciendo caso omiso de los comentarios de sus compañeros, consciente de que el tiempo se les acababa y de que algo no iba nada bien en aquel lugar.

Tuvieron que pasar dos minutos antes de que estucharan un ruido que provenía del interior del recinto central, desde donde podían oír unos pasos acercándose hacia la desvencijada puerta que no tardó en abrirse chirriando y rompiendo la quietud casi mágica del lugar. Ante ellos apareció la figura de un tipo encorvado y delgado, de barba sucia y luciendo un sombrero y ropas de aspecto raído, tiempo atrás desgastadas.

—¿Qué demonios se supone que han venido a hacer en mis tierras? —dijo con voz ronca el tipo cincuentón, que sujetaba con firmeza una escopeta entre las manos.

Los tres se miraron sin acabar de creerse la escena, hasta que finalmente Marc determinó erigirse como portavoz del grupo, ante la aparente timidez de sus sorprendidos compañeros.

—Buscamos un poco de gasolina, nos hemos quedado tirados a algunos kilómetros de aquí y necesitamos encontrar algo de combustible con el que poder continuar hasta dar con la siguiente gasolinera.

—Ah, si es solo eso, no se preocupen. El motor de mi viejo generador está alimentado por una cisterna subterránea que se encuentra casi al completo, por lo que podré darles todo el que puedan llevar consigo —dijo el hombre, invitándoles a entrar con la mano—. Pasen, pasen, encantado de que estén aquí. Me llamo Saturnino, aunque en las cercanías me conocen como Satur.

—Muchas gracias, ¿vive aquí solo? —preguntó Marc ya desde el interior de aquella casa que parecía no haber sido restaurada desde que fue construida, y en la que la suciedad campaba a sus anchas.

—¿Solo? No, hombre, qué va, tengo a mi Paca —respondió incrédulo por la pregunta—. ¿Qué hombre puede vivir sin una buena hembra cerca?, si usted señorita me perdona la expresión. Ya me entienden, Dios nos hizo así, con nuestros deseos y nuestras lujurias.

Marc decidió no contradecirle y limitarse a seguirle el juego, con la esperanza de poder abandonar aquel lugar acompañados de algunos litros de gasolina.

—Claro, claro… blanco y en botella. No se preocupe, no le molestaremos mucho. Si es tan amable nos gustaría comprarle algo de combustible y nos marcharemos —continuó Marc.

—¿Comprar? —preguntó de forma retórica y extrañado—. No me quiera tomar por estúpido, señor, sabe perfectamente que con toda la que está cayendo su dinero y el de cualquiera vale de bien poco. A menos que sepa negociar con esos zombis.

»Si lo desea se la puede llevar, sin más, que somos hombres de bien. Aunque si aquí la señorita quisiera hacerme algún trabajillo, ya me entiende, pues no le diría que no. Con el permiso de mi Paca, claro…

A pesar de que normalmente resultaba complicado sorprenderles, Marc y Tony no pudieron evitar que sus ojos se abrieran como platos ante aquellas palabras que parecían estar pronunciadas de forma seria, aunque la que se quedó petrificada fue la propia teniente, a la que le entraban arcadas de solo imaginar la escena.

—Ya, veo que no, que la chica es una estrecha a pesar de llevar el uniforme del ejército. Si al final son todas iguales, mucha igualdad, mucha igualdad pero solo para lo que les interesa. En fin, si supieran el tiempo que ha pasado desde que no me hacen una buena mamada… sin pagar, claro.

Y diciendo esto abrió una puerta por la que asomaban unas escaleras que conducían en apariencia al sótano.

—Tomen estas garrafas y llénenlas todo lo que quieran —dijo Satur señalando al sótano—. Yo iré a buscar a la Paca para que al menos les conozca, no solemos tener muchos visitantes por estos lares. Al menos vivos.

Y diciendo esto, soltó una carcajada que no pudo sino helar la sangre de Marc, que ya bajaba por las mal iluminadas escaleras; estuvo a punto de advertir a Satur que tuviera cuidado ya que, tal y como presentía con su sexto sentido, seguramente había zombis acercándose al lugar, pero al final decidió que si acababan matándole no supondría una grave pérdida para la humanidad.

—Huele bastante mal —murmuró Tony—. Un olor muy familiar.

—No me extraña, este tipo debió de ganar el premio estatal al puercazo del año —dijo la teniente Mirella tapándose la nariz como pudo para evitar continuar inhalando aquellos apestosos efluvios—. Aquí no ha limpiado nadie desde el levantamiento del Generalísimo.

Marc no dijo nada, mantuvo el semblante serio mientras pensaba e intentaba unir las piezas de aquel rompecabezas. Algo no le cuadraba en todo aquello y casi ni se sorprendió cuando aquel tipejo cerró la puerta de golpe tras ellos y comenzó a reír de forma más alocada e histriónica si cabe.

—Somos estúpidos —se limitó a decir Marc—, no sé de qué me sirve saber en ocasiones que hay zombis cerca si luego no puedo ubicarlos con exactitud.

—¿Significa esto que…? —preguntó Tony.

—Sí, amigo. Intuyo que no hace falta ser muy listo para saber qué hay escaleras abajo —confirmó Marc.

La teniente Mirella descendió un par de escalones más en la penumbra, intentando evitar el run run del viejo motor de gasolina y centrándose en el resto de sonidos que les rodeaba. Fue entonces cuando, de forma clara e inequívoca, escuchó el familiar sonido gutural de los zombis.

—Me temo que no son ni uno ni dos —dijo la teniente Mirella con la voz temblorosa, en un tono que reflejaba el miedo que sentía y que no se molestaba en ocultar, al estar más preocupada en sus escasas posibilidades de supervivencia.

—¡Detente! —dijo Marc, aunque la teniente no le escuchó y se limitó a bajar un par de peldaños más, pistola en mano, y a contemplar la escena.

El sótano estaba en la más profunda de las penumbras y apenas se podían ver algunas sombras gracias a los escasos rayos de luz que penetraban furtivos por las rendijas de las tablas, que tan bien dispuestas tapaban todos los ventanucos que daban al exterior. El lugar era mucho mayor de lo que en un principio cualquiera de ellos hubiera podido siquiera sospechar; habían hecho obras a conciencia a lo largo de los últimos años y no podían alcanza a ver el fondo del mismo, que se escapaba a bastantes metros de las escaleras.

—C-chicos, hay zombis, muchos —dijo la teniente Mirella como hipnotizada.

La militar era conocedora do lo cercana que estaba de la muerte, casi esperando que aquellas supuestas imágenes de toda su vida pasaran por delante de ella. Ellos eran tres y delante debía de haber más de un centenar de zombis.

De hecho, el primero de los zombis estaba ya justo delante de ella. Por su mente pasaron todas las posibilidades en las que era capaz de pensar en milésimas de segundos. Desde comenzar a disparar matando a todos cuantos pudiera, a subir escaleras arriba intentando derribar la puerta o, la más misericordiosa de todas, volarse la cabeza y poner fin de forma piadosa a su existencia.

La escena parecía transcurrir a cámara lenta. Hacía cinco segundos que la puerta se había cerrado, ella descendió un par de escalones y topó con el primero de los zombis. Fue entonces, mientras levantaba el arma para disparar al zombi que ya aferraba su muñeca dispuesto a hincarle el diente, cuando sintió la firme mano de Marc sujetándole el brazo.

A partir de ahí no entendió nada de lo que sucedió, ya que el zombi la soltó casi al momento, como olvidándose de ella y perdiendo todo su interés. Mientras, Marc la estiraba escaleras arriba recibiendo apenas un segundo después un fuerte puñetazo de Tony que la dejó inconsciente.

—Qué coordinación la nuestra —se limitó a decir Tony—. Y sin planearlo.

—No teníamos opción —dijo serio Marc—. Si queremos mantener nuestra tapadera y no convertimos en freaks o conejillos de indias de algún general.

—Tapadera… ni que fuéramos infiltrados zombis.

—Sabes perfectamente lo que sucedería si mi condición de semihumano capaz de pasar inadvertido entre los zombis saliera a la luz.

—Semihumano o semizombi —sonrió desde atrás Tony—. Y ahora, ¿qué hacemos?

—Coge en brazos a la teniente y avancemos por aquí abajo, quiero ver qué tiene montado este hijo de puta. Yo te sujetaré.

Tony comenzó a caminar sin tener muy claro si aquella idea era la mejor, aunque con bastantes ganas de salir de aquel cerrado lugar cuanto antes. Debía de haber más de un centenar de zombis hacinados. Bastantes más, de hecho. Aunque con su visión nocturna mejorada, Marc podía divisar cómo un poco más adelante había una especie de túnel algo más libre de aquellos seres.

—Vamos —dijo Marc de forma decidida. Comenzó a caminar y a empujar a algunos zombis con su hombro.

—Ve con cuidado —dijo Tony intentando no soltar a la teniente—. Los noto más tensos y virulentos que de costumbre.

—Deduzco que, tal y como me temía, el efecto inmunológico se diluye en función del número de personas que estén en contacto conmigo. Aunque a lo largo de estas últimas semanas creo que he logrado ejercitarlo y entrenarlo un poco.

—Claro, imagino que lo potenciaste haciendo ejercicios prácticos con cuadernos de trabajo o leyendo algún manual al uso —bromeó algo tenso Tony al notar el fétido aliento de un zombi en su rostro—. ¿Cómo es posible que estos seres desprendan algún tipo de hálito apestoso si se supone que no respiran y sus órganos no funcionan?

—¿Te parece lógico hacer ese tipo de preguntas aquí en medio, rodeados de zombis deseosos de mordemos e incapaces de entender qué les frena a hacerlo? —preguntó Marc algo crispado—. Tu necesidad irrefrenable de respuestas se está convirtiendo en un irritante defecto cada vez más frecuente.

Al cabo de irnos minutos, tras avanzar a duras penas entre el grupo, lograron llegar a una zona algo menos poblada de zombis.

—Por fin. Aquí la densidad por metro cuadrado es menor —suspiró Marc intentando inhalar un poco de aire más limpio con el que llenar sus pulmones y dejando a la teniente Mirella en el suelo sin soltarla—. Estoy muerto, cómo pesa.

—Lo de estar muerto en tu caso es relativo y una verdad a medias —bromeó Tony.

—Muy divertido el reírse de los pobres tulliditos infectados como yo —respondió Marc sofocado por el esfuerzo—. Aunque ahora que lo dices, tal vez sea el momento de llevar a cabo un experimento.

Tony no formuló pregunta alguna, asustado ante la perversa mirada que contemplaba en el rostro de Marc y por la idea que pudiera estar flotando por la, en ocasiones macabra, mente de su amigo.

—Tranquilo, tan solo será un momento y no dolerá… espero —y diciendo esto se zafó de Tony soltando al mismo tiempo a Mirella.

Tony tardó unos seis segundos en reaccionar, los mismos que emplearon los zombis que les ignoraban hasta aquel momento en girarse, con inyectados ojos de odio, y comenzar a caminar hacia ellos.

—¡Estás loco! —exclamó Tony, al tiempo que notaba la templada mano de su amigo que le cogía tanto a él como a la teniente.

—Tranquilo, simplemente quería observar el tiempo de reacción de esas criaturas —confesó Marc con traviesa cara de culpabilidad.

Tony, todavía con rastros de terror en el rostro, parecía dispuesto a iniciar una perorata de reproche cuando notó de nuevo alejarse la mano de Marc.

—¿P-pero…? —dijo, esta vez al instante, Tony.

—No te preocupes, solo quiero comprobar algunas cosas ahora que tenemos ocasión.

Ante la inquietante mirada de Tony, que no sabía si arremeter a puñetazos contra Marc o abrazarle con todas sus fuerzas para evitar volver a perder el contacto físico con él, decidió limitarse a ver cumplido el experimento y rezar para que todo fuera bien.

En esta ocasión, los zombis tardaron un poco menos en reaccionar, aunque regresaron a su letárgico caminar en cuanto la mano de Marc rozó la de la teniente Mirella y Tony.

—Puede que baste el contacto de las auras o la proximidad química para detenerlos —observó curioso Marc, sin perder detalle—. Habrá que tenerlo en cuenta en el futuro… Aunque…

Y diciendo esto, tragó saliva para después escupir sobre la teniente Mirella, que continuaba tendida inconsciente en el suelo.

Después, hizo lo propio sobre el rostro de su amigo, que no de su cada vez más en aumento incredulidad ante todo lo que estaba sucediendo.

—¡Marc, más allá de ser un cabrón eres un cínico peligroso que debería experimentar con su put…! —Comenzó Tony fuera de sí, bastante cansado ya de toda aquella situación. Notando además cómo de nuevo la mano de su amigo aflojaba su fuerza soltándose—. P-pero

Marc no dijo nada, se limitó a observar confiado en tener razón.

—No te preocupes, estoy seguro de que si los conejillos de indias fueran consultados negarían su voluntad al sometimiento de todos los experimentos de los que son objeto —improvisó Marc, intentando quitar hierro al asunto y evitar que el enfado de Tony fuera a más, aunque sintiéndose mal al no poder evitar con aquella frase recordar su pasado como militar de investigación en los EE.UU. y lo que allí hizo en nombre de la ciencia.

Pero el caso es que el experimento parecía funcionar, ya que los zombis no mostraban en principio ningún tipo de animadversión ni deseo de devorarles, aún incluso liberados del contacto directo con Marc.

—Sea lo que sea, está ahí; la solución al gran misterio de los zombis la tenemos frente a nuestras narices, pero no logramos verla —dijo Marc visiblemente frustrado—. Tenemos un enorme puzle con la mayoría de sus piezas sobre la mesa y no logramos encajar ni una.

—Me parece perfecto, pero mejor te dedicas a montarlo en otro momento. Tu asquerosa saliva no parece tener un efecto permanente —señaló Tony, notando cómo una vez pasados unos minutos algunos zombis comenzaban a sentirse alterados y lanzarles soslayadas miradas de odio.

Marc pareció dar por concluidos los experimentos ya que sin mediar palabra y con un rostro afligido que parecía reclamar cierta indulgencia por sus acciones experimentales, levantó de nuevo en brazos a la teniente Mirella y comenzó a caminar con Tony agarrado a él.

—Vamos, dejaremos las conclusiones para otro día —se limitó a decir mientras caminaba hacia uno de los extremos del sótano.

—Da la sensación de que han excavado varios túneles —dijo Tony, intentando dejar los reproches para otra ocasión mientras veía tres orificios excavados en distintos puntos de la pared.

—Sí, parecen lo que deberían de ser teóricas vías de escape que me temo han acabado cumpliendo una función más perversa —dijo Marc mientras se adentraba en uno de los estrechos túneles cavados en el subsuelo— No te sueltes, seguro que tendremos que pasar cerca de algún zombi despistado.

En efecto, apenas cinco metros más adelante, un zombi obstruía su camino, aunque Marc lo empujó, sin más miramientos tumbándole en el suelo y pasando por encima de él.

—Veo que tu familia política no es rencorosa —dijo Tony mientras esquivaba al zombi caído, temeroso de que en cualquier momento este cesara en la ignorancia de su presencia y comenzara a lanzarle furiosos mordiscos en las piernas.

El túnel continuó extendiéndose a lo largo de algunos metros más, bifurcándose en varias ocasiones. Marc escogió al azar el camino a seguir sin perder de vista algunos agujeros de un metro de diámetro situados en el techo, por los que entraba bastante luz, y que parecían dar a la superficie.

Al cabo de unos veinte metros, después de dos bifurcaciones más y tras toparse con otros cuatro zombis despistados, Marc se detuvo.

—No cabe duda, se trata de una ratonera.

—Más bien una razonera —añadió Tony.

—Ingeniosidades lingüísticas al margen, está claro que lo que este chiflado lleva a cabo aquí abajo no es otra cosa que una recolecta indiscriminada de apestosos zombis.

—Pero ¿con qué macabra finalidad podría alguien dedicar su tiempo a semejante estupidez? —preguntó Tony ante el comentario de su amigo.

—Desconozco el propósito y en realidad me importa bien poco la extraña justificación que haya dado su mente para llevar a cabo este siniestro mausoleo viviente. Aburrimiento, simple locura, experimentación científica de un paleto chiflado… Como si pretende comérselos el día de mañana.

—¡Parece que tengamos que dar con todos los locos del cada vez que damos juntos dos pasos! —suspiró Tony con dato tono de frustración.

—Por desgracia, creo que hay más locos de los que pensábamos cuando éramos más jóvenes y no me extraña que la naturaleza haya iniciado su particular purga —dijo sin dejar de caminar, como confirmando su teoría sobre el motivo de la exigencia de los zombis.

Marc no volvió a abrir la boca y se limitó a andar durante algunos minutos más hasta dar con un enorme portón de madera al final del túnel.

—Fin de trayecto —dijo Marc algo cansado y dejando de nuevo a la teniente Mirella en el suelo—. Detrás de esa puerta está la salida. Al menos una de ellas, imagino.

En efecto, tras girar un mecanismo bastante simple que hada las veces de cerradura, el pesado portón se abrió chirriando y disparando un enorme haz de luz sobre ellos. La claridad despertó a la teniente.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó algo desconcertada, sin aparentes muestras de recordar nada del golpe propinado por Tony.

—Te caíste por las escaleras y perdiste la conciencia —se apresuró a decir Tony, experto en mentiras imposibles.

—Pero… aquella aglomeración de zombis en el subterráneo —dijo la teniente mirando a su alrededor, algo perdida.

—No habla tantos como parecía y eran extraordinariamente torpes y lentos —apuntó Tony—. No resultó muy complicado pasar entre ellos y llegar hasta aquí.

La teniente se reincorporó algo mareada y poco convencida de la explicación que acababa de recibir. Aunque su mente era incapaz siquiera de imaginar cualquier otra elucidación.

—¿Y ahora? —preguntó Tony.

—Imagino que debería decir que llegó el momento de la venganza —dijo Marc pensativo—, aunque creo que deberíamos llevar a cabo un ejercicio de introspección reflexivo-pragmática y limitarnos a cumplir con nuestra misión.

—Lo que traducido significa coger la gasolina y salir corriendo —apuntó Tony en tono explicativo, mientras comenzaban a caminar colina arriba.

—No te preocupes, recibirá su merecido —dijo Marc mientras ascendía, atento a cualquier signo presencial de aquel loco de la colina—. Mira allá a lo lejos.

En efecto, a poco menos de un kilómetro se divisaban las huestes zombis caminando bajo el sol y abarcando por completo la campiña española.

—Debe de haber miles —balbuceó la teniente Mirella.

—Millones —corrigió conciso Marc, sin dejar de subir y secándose el sudor de la frente—. Deduzco que junto a aquel tanque debe de estar el depósito, por lo que busquemos algún recipiente donde envasarlo y larguémonos del lugar.

Mientras Marc y Mirella se dedicaban a buscar cualquier tipo de envase donde poder recoger el, en aquel momento, preciado líquido, Tony decidió caminar hacia la casa alegando el tener controlado al tal Satur, aunque con la idea clara de intentar descubrir algo más de aquel lugar. Fue entonces cuando, asomándose por la ventana, contempló otra escena que recordaría durante bastante tiempo. Sentados alrededor de una mesa, comiendo con la más tranquila de las parsimonias, estaba el tal Saturnino junto a un chaval de unos quince años con aspecto de tener más bien pocas luces. Les acompañaba una mujer en silla de ruedas que intuyó debía de ser la tal Paca.

Pero lo peor de todo aquello era el menú. Sobre la mesa, atado y bien atado, había un zombi que no dejaba de menearse de forma convulsiva, intentando liberarse de sus ataduras, y que al contrario de lo habitual, estaba siendo devorado con paciencia por aquella familia de locos.

Tenedor y cuchillo en mano, iban cortando con calma al zombi, que no era consciente de lo que estaba sucediendo y que no cejaba en su sistemático empeño por morder a aquellos que con enorme templanza le iban devorando poco a poco. La cabeza de Tony, que él creía ya sembrada de cualquier tipo de espanto, comenzó a darle vueltas. En un par de ocasiones temió perder el conocimiento o comenzar a vomitar, producto de las náuseas que estaba experimentando. Saturnino no paraba de hurgar con el tenedor en el intestino de aquel pobre desgraciado, girándolo como si de un vulgar espagueti se tratara, rebuscando y recreándose en aquel cadáver viviente. El chaval, aquel jovenzuelo con cara de atontado y mirada perdida, se limitaba a morder un trozo de carne que ni tenía idea de qué era ni parecía sentir el más mínimo interés en descubrirlo.

Pero la peor era la supuesta Paca. Si Saturnino ya de por sí resultaba repelente a los ojos de sus congéneres, la visión global de aquella mujer resultaba complicada de definir con palabras. Era grotesca, fea, tanto por la forma de los pliegues de sus arrugas como por las verrugas que campaban por su rostro, gordas como garbanzos. No era de extrañar que estuvieran así si su dieta principal era aquella. Aunque lo peor vino cuando observó cómo, disimuladamente, Paca tocaba en un par de ocasiones el miembro viril del zombi y sonreía de forma discreta y con cara lasciva. Ahí fue cuando no pudo más y vomitó, una y otra vez, rezando para que nadie en el interior de aquel manicomio le escuchara.

Asomó durante un segundo la cabeza de nuevo por la ventana y pudo comprobar que todos seguían su particular festín sin advertir su presencia, por lo que sin deseos de complicarse la vida decidió limitarse a abandonar la escena y reunirse con sus compañeros. Ellos, un poco más abajo, parecían haber logrado reunir varias garrafas de agua y llenarlas de gasolina.

—¿Estás bien? —preguntó Marc al notar el tono lívido en el rostro de Tony.

—Sí, no te preocupes. Luego os cuento, pero vayámonos de aquí cuanto antes.

Y diciendo esto, agarró sus dos garrafas de cinco litros y partió junto a sus amigos, no sin bastantes ganas de regresar y no dejar con vida a ninguno de aquellos chiflados.