CAPÍTULO 12
FIN DE TRAYECTO
Estaban a punto de cumplirse las seis horas pactadas por los dos grupos, cuando Marc pudo ver por fin a lo lejos la silueta de la caravana. Se encontraba bastante cansado, ya que el peso de aquellas dos malditas garrafas de gasolina que llevaba consigo resultaba una carga más y más pesada conforme pasaban los minutos. Al principio, se sintió un poco preocupado por la teniente Mirella, por aquello de pertenecer al sexo débil, pero no tardó en darse cuenta de que de los tres, ella era la que menos cansada parecía estar. Seguro que por el entrenamiento militar, quiso pensar, sin poder evitar sentirse un poco machista por sus prejuicios iniciales.
Pero el caso es que allí estaba la autocaravana, justo en el lugar donde la habían dejado, aparcada a la sombra de un árbol solitario. Sin poder evitarlo, soltaron las garrafas y se arrojaron al suelo rotos por el cansancio, como haría un maratoniano que acaba su carrera tras horas de infatigable lucha.
—Deberíamos comenzar a llenar el depósito —dijo Tony al cabo de unos cinco minutos.
—Adelante, todo tuyo —respondió la teniente Mirella, tumbada boca arriba y contemplando las nubes deambular por el cielo.
Fue en ese momento cuando, de repente, escucharon un disparo no muy lejano que les puso a todos en estado de alerta. Lo primero que pensó Tony es que el grupo de tarados de la colina les habían seguido, aunque no tardaron en darse cuenta de que lo que en realidad sucedía.
El otro grupo regresaba a la autocaravana, aunque para desgracia de todos lo hacían acompañados por un numeroso grupo de zombis que les seguían de cerca. Y algunos de ellos corrían como locos.
—¡Disparadles, atajo de retrasados! —exclamó Tony cuando los tuvo cerca.
—¿Disparar? ¿Estás loco? ¿¡Pero tú has visto cómo corren esos!? —replicó el sargento Pomar casi sin aire.
—Pero qué huevos tendrá que ver una cosa con otra —escupió Tony indignado por tanta estupidez.
—Los zombis se supone que no corren, y esos malditos de ahí abajo sí lo hacen —razonó el sargento Pomar con los pantalones ya húmedos—, ergo, no creo que reventarles el cráneo sirva de mucho.
—Qué demonios tendrá que ver eso —dijo Tony, pistola en mano, sin creerse lo que estaba escuchando. Apuntó y apretó el gatillo reventándole la cabeza al zombi que iba en vanguardia del grupo—. Hala, uno menos.
—M-mueren… ¡Mueren como el resto! —dijo totalmente emocionado el sargento Pomar.
Apuntó también con su pistola y acertó al tercer disparo a otro de los zombis que se aproximaban a la carrera.
—Pero… ¿y si no son zombis, y si son infectados? Puede ser gente contaminada de algún modo pero no transformada —dijo vacilante el capitán Navarro.
—¡Y qué más da lo que sean! —exclamó Tony sin creerse la discusión que estaba teniendo en aquel momento—. Su única intención es acabar con nosotros, o no les veis la cara.
—No perdáis el tiempo y ayudadnos a rellenar el depósito de gasolina —dijo Marc contemplando la situación—. Son demasiados y no tardarán en llegar sus hermanitos los lentos, y no serán solo un par de docenas como esos que vienen a la carrera.
Marc, Tony y la teniente Mirella comenzaron a vaciar las primeras garrafas en el depósito de gasolina. Intentaron desperdiciar lo mínimo posible a pesar de que los nervios no eran buenos aliados en aquel momento.
—¡Venga, venga! —Gritaba con tono desesperado el capitán Navarro, mientras acertaba de un disparo en la cabeza a uno de los zombis que a toda velocidad se abalanzaba sobre ellos—. Están a apenas doscientos metros.
—Vaciemos otra garrafa y larguémonos de aquí. No nos da tiempo a rellenarlo más —dijo Marc viendo a las decenas de zombis que corrían como demonios en dirección a ellos.
Divisó ya a lo lejos a un numeroso grupo que se les acercaba con lentitud.
Justo en el momento en que Tony introducía la llave en el contacto de la caravana, el primero de los zombis llegaba, golpeando con fuerza la puerta; un segundo y un tercero hicieron lo propio casi en el mismo momento, escogiendo el cristal frontal como zona de aporreo.
—¡Vamos, vamos! —dijo Tony con impaciencia. Rezando para que aquel trasto se pusiera en marcha y que el combustible con el que habían repostado funcionara y les alejara de aquel lugar.
Por fin, varios segundos más tarde y con diez zombis más golpeando con total brutalidad y locura la caravana, el motor se puso en marcha.
—Gracias al cielo —suspiró Tony apretando el acelerador al máximo y llevándose por delante a los tres zombis que permanecían impertérritos en el frontal del vehículo.
—Intenta consumir lo mínimo posible —recomendó Marc—. Calculo que con lo que hemos puesto tenemos para recorrer unos ciento cincuenta kilómetros. Alejémonos todo lo que podamos de aquí, llenemos el depósito con el resto de garrafas y busquemos una gasolinera.
El vehículo tardó alrededor de una hora y media en quedarse sin combustible, momento en el que, como habían planeado, aprovecharon para vaciar el resto de recipientes en el tanque de combustible. No apartaron la mirada de la carretera, como esperando ver aparecer en cualquier momento al galope a aquellos seres infernales. Fueron Marc y Tony los primeros en descender del vehículo, mientras el resto permanecía casi sumido en una especie de letargo. Condicionados por el recuerdo de aquellas pesadillas en forma de zombis veloces, una visión que tardarían en procesar convenientemente y que les perseguiría en sus sueños durante mucho tiempo.
A partir de ahí, la intención era la de localizar una carretera principal en la que encontrar algún lugar donde repostar y llenar el depósito hasta arriba para de ese modo llegar hasta Madrid cuanto antes.
—Son implacables, caminan noche y día sin parar —suspiró el capitán Navarro bajando del vehículo tras hacer acopio de fuerzas.
—En efecto, caminan y caminan sin importarles si se les interpone un río, una cordillera o el mismísimo infierno —dijo Marc—. Siempre encuentran la forma de salvar cualquier tipo de obstáculo. Y nosotros, años después, seguimos menospreciándoles, subestimándoles…
—Veo que te has levantado optimista —apuntó la teniente Mirella asomando la cabeza.
—Puedes hacer todas las bromas que quieras —dijo Marc—, pero apostaría lo poco que llevo encima a que seguiremos así hasta que quede un puñado de humanos sobre la faz de la tierra. E incluso ellos continuarán confiados, pensando que el problema se solventará solo, por osmosis o degeneración espontánea. «Si son solo zombis», dirá el último de nosotros antes de ser mordido por uno de ellos.
—Ya, pero filosofadas al margen, ¿de dónde han salido esos que corrían? —preguntó curioso el sargento Pomar, ante el silencio de Marc, que prefirió no contestar para no tener que escuchar con posterioridad preguntas mucho más comprometidas al respecto.
—Quién sabe y qué importa —esquivó Marc—. La cuestión es que están ahí y que vienen de todos lados, desde el sureste los de Valencia, desde el noreste los de Girona, y desde la zona meridional los de Barcelona. A estas alturas, toda la costa mediterránea debe de ser algo a medias entre un desierto africano y un cementerio viviente. Como nos descuidemos nos encontraremos rodeados por completo de esos carroñeros del demonio.
—¿Rodeados? Imposible, nosotros vamos motorizados y ellos caminan —dijo el sargento Pomar entre risas—, y al ritmo que van tardarán semanas en alcanzar Madrid, o incluso a nosotros.
—Si hay algo que me enerva es la manifestación orgullosa de la necedad humana —dijo Marc comenzando a perder los estribos—. No escuchas, ¿verdad? No, cómo va a ser capaz de escuchar un trozo carne como tú, que apenas si puede vertebrar dos frases simples consecutivas. ¿Cuándo sucedió el maremoto? Da igual, qué sabrás tú. A la velocidad de esos monstruos hace días que debieron de llegar a Valencia, Alicante o incluso Málaga…
—¿Málaga? Está usted loco —contestó el sargento, algo molesto por el tono de Marc—, y no consentiré que un civil chiflado me falte al respecto, y menos un lunático alarmista…
El sargento Pomar no logró acabar la frase, Marc lo agarró por las solapas del traje de camuflaje y lo alzó varios centímetros del suelo, golpeándolo contra una de las paredes de la autocaravana.
—¿Loco?, ¿me está llamando loco alguien que no sabe hacer una condenada y simple división? —espetó Marc fuera de sí.
Mientras, el sargento logró a duras penas desenfundar y apuntar al científico en el pecho, todavía con los pies colgando.
—¿Vas a disparar, miserable hombrecito? —Soltó un Marc furibundo sintiendo cómo la rabia le invadía por momentos aunque intentando recuperar el control—. ¡Vamos, dispara, a qué esperas!
Tony y el coronel Moore fueron los primeros en reaccionar y separarles, no sin miedo de que el arma de fuego desenfundada acabara arrojando su contenido sobre uno de ellos.
—Valencia debió de caer hace días —continuó hablando Marc, agarrado esta vez por un Tony que casi no podía retener a su amigo—. Hay trescientos cincuenta kilómetros de distancia con respecto a Barcelona, y la velocidad media de esos seres está estimada entre unos tres y cinco kilómetros por hora. En un día, a buen ritmo, pueden recorrer unos ciento veinte kilómetros, de modo que en tres o cuatro días debieron de llegar, ver y arrasar.
Mientras Marc notaba cómo su cerebro lograba dominar el ansia, el resto del grupo reflexionaba ante lo que acababan de escuchar sin prestar más atención al rostro desencajado de su compañero. Tony intentó calmarle.
—P-pero… eso quiere decir que… —Se detuvo el coronel Moore— podrían estar ya en Madrid…
—Sí, en efecto. Les hubiera bastado unos siete u ocho días para recorrer los seiscientos kilómetros entre ambas ciudades. Aunque deduzco que se habrán ido deteniendo por el camino para ir nutriendo sus filas con cuánta ciudad se hayan ido cruzando —dijo Marc ya calmado—. De modo que, por favor, valoren un poco más al enemigo o serán la perdición de todos nosotros.
Nadie habló a lo largo de las siguientes horas. Marc se limitó a permanecer callado intentando mantener la calma, ya que poco a poco comenzó a notar el inicio de un fuerte dolor de cabeza que iba aumentando en intensidad y cuyo origen desconocía.
No tardaron en localizar una gasolinera abandonada, donde rellenaron tanto el depósito como las botellas que seguían llevando consigo, en previsión de que volvieran a estar escasos de combustible.
Poco a poco, rotándose al volante, se fueron acercando a Madrid a gran velocidad con la esperanza de no volver a tener ningún tipo de encuentro inesperado o situación complicada.
—Debemos de estar aproximándonos, hemos pasado cerca de Guadalajara —dijo el sargento Pomar sujetando con fuerza el volante y apretando a fondo el acelerador.
—Sí, aunque no hubiera estado de más el coger en la gasolinera un mapa de carreteras en condiciones —añadió Tony desde el asiento de copiloto.
Marc le miró. Su amigo estaba pendiente de la calzada por donde— circulaban a toda velocidad de la mano de aquel inconsciente que amparaba y justificaba aquella celeridad argumentando el no haber visto otro vehículo en kilómetros a la redonda.
Fue entonces cuando sucedió, justo en el momento en el que Tony estaba a punto de recomendarle de nuevo al sargento Pomar que redujera la velocidad. El militar conducta a unos ciento sesenta kilómetros por hora y a la salida de una curva se toparon con la retaguardia. El sargento Pomar, poco ducho en reflejos, tardó en reaccionar y no fue hasta escuchar el alarido de Tony cuando frenó pisando a fondo el pedal.
Aun así, ya fue tarde. A poco menos de doscientos metros de ellos, cubriendo el amplio de la calzada y hasta donde alcanzaba la vista, había zombis. Miles, millones de ellos seguramente.
La carretera chirrió durante unos cuatro segundos, sintiendo sobre ella toda la intensidad de las gomas del neumático en plena efervescencia de frenado. El sargento Pomar, en un intento por esquivarlos, quiso salirse de la autopista. Logró que la caravana diera algunos bandazos y botes antes del choque contra los zombis que cerraban la comitiva. El impacto fue tremendo, amortiguado solo por el cuerpo de algunos zombis pillados de imprevisto y que caminaban desperdigados.
El sargento, que nunca se ponía el cinturón de seguridad por pura chulería, salió disparado por el cristal delantero, salvando con ello la vida del resto de sus compañeros, que tardaron bastantes segundos en reaccionar. Y es que, por fortuna, los zombis no parecían estar muy interesados de momento en el contenido de aquel trasto de hojalata y comenzaron a disfrutar desmembrando a aquel pobre desgraciado que les había caído llovido, literalmente, del cielo. Entre chillido y chillido del pobre militar, los integrantes del vehículo fueron recuperándose del impacto y del shock e intentaron situarse mentalmente.
—¿S-son…? —Alcanzó a apenas balbucear la teniente Mirella.
—Sí, zombis, millones de ellos, rodeándonos —dijo Marc al descubrir el origen de su dolor de cabeza, y llevándose la mano a la sien. Sintió cómo un hilillo de sangre le caía por el costado derecho de la misma.
—No puede ser, no puede haber tantos —repetía sin cesar la teniente Mirella, mientras el capitán Navarro permanecía frente al cristal rezando para que ninguno de aquellos seres se percatara de su presencia.
—Me temo que tendremos que abandonar la caravana —dijo con tono flemático el coronel Moore, en un intento de lograr que alguien tuviera alguna brillante idea que a él se le escapaba en aquellos momentos—. Si es que nos dejan.
—¿Abandonarla? ¿Pero a dónde podemos ir?, estamos rodeados —dijo Tony conteniendo los nervios y manteniendo la calma Sin dejar de preguntarse constantemente si la habilidad de Mait serviría de algo en aquellas circunstancias con tantos zombis y siendo ellos en aquellos momentos cinco.
—Lo mejor será permanecer ocultos —dijo Marc—. Intentar que no nos vean con la esperanza de que se vayan siguiendo su camino.
Tony comenzó a retroceder hacia la parte trasera de la caravana en silencio, aunque su gozo duró poco. No hicieron el más mínimo ruido pero aun así, uno de los zombis que estaban agolpados en tomo al grupo que se encontraba devorando al sargento Pomar comenzó a girar su cabeza con lentitud hasta casi desencajarla y entrar en contacto visual con los ocupantes de la caravana. Fue en aquel preciso momento cuando el zombi abrió la boca y soltó una especie de graznido que provocó que la teniente Mirella vomitara; había intentado controlar las náuseas para no expeler el contenido de su estómago y mostrar lo que consideraba ella como un síntoma de debilidad, aunque escuchar con total claridad en el silencio del lugar cómo aquellos malditos engendros masticaban vivo a su compañero no ayudaba.
—Lo siento —dijo limpiándose la boca—, no lo entiendo, se supone que no son capaces de emitir sonidos.
—No lo eran, al menos hasta hace unos segundos —dijo Marc completamente atónito—. Casi seguro que alguno de ellos, en algún momento cercano y en algún punto del planeta lo ha logrado por fin, transmitiéndole la habilidad por osmosis a sus congéneres.
El resto de sus compañeros no tenían muy claro lo que Marc había pretendido decir, y les daba igual. Como tampoco les importaba lo más mínimo si aquel bicho gritaba, recitaba a Shakespeare o cantaba ópera. Les habían visto, estaban rodeados y la situación no podía presentarse peor.