CAPITULO I
REGRESO AL PASADO

Hace algunos años, 3 de enero de 1992

—Señores y señora, bienvenidos a la base de la Libertad. —El robusto y casi lampiño sargento Meyers se dirigió así a los científicos recién llegados, repitiendo un discurso que estaba cansado de pronunciar, lo cual no se molestaba en ocultar en el tono de su voz—. Como ya saben, han pasado a engrosar las filas del insigne ejército norteamericano. Han recibido tina instrucción previa que estoy seguro que, en la mayoría de los casos, deja mucho que desear. Espero que al menos les haya quedado claro lo que implica la firma que han estampado en su contrato.

»Por lo que a mí respecta, no son más que meros reclutas a mi cargo y, por su propia seguridad, como tales serán tratados. Han perdido su condición de civiles, a la que podrán regresar cuando lo deseen simplemente cancelando su contrato. Y no teman, esto no es como en las películas; no tengo el menor interés en que eso suceda, pero han de tener claro que ni podemos concederles privilegios con respecto al resto de personal militar de la base, ni correr riesgos por ser transigentes con ustedes. No van a experimentar con conejos ni manipular compuestos químicos, sino que trabajarán con algo mucho más peligroso: los zombis. Imagino que todos ustedes estarán familiarizados de un modo u otro con esos hijos de la gran puta y no hará falta que les alerte sobre el peligro que corremos todos los integrantes de esta base por el simple h de compartir el aire con ellos». Supongo que estarán cansados, así que continuaremos con esta charla después de la cena. ¿Alguna pregunta?

Tras unos segundos de silencio, uno de los científicos levantó la mano y habló en un perfecto inglés pronunciado con acento galo:

—En ningún momento se nos comunicó que fuéramos a estar bajo un estricto régimen militar, a las órdenes de un sargento frustrado con aspiraciones de gloria que pudiera proyectar ese sentimiento sobre nosotros.

El sargento Meyers suspiró fatigado, con las manos apoyadas en las caderas. Siempre que llegaba un grupo de científicos nuevo contaba con el típico pedante antisistema para el que ya tenía una respuesta tipo preparada.

—Imagino que es usted el señor… ¿Dupuis? Según el informe que he leído de todos ustedes, ha llevado a cabo su entrenamiento e instrucción bajo las laxas normas de la Academia Militar de Fort Los Ángeles, donde compruebo que no le han enseñado qué significa el respeto hacia la cadena de mando ni qué supone la disciplina Supongo que no hará falta que le recuerde que nadie le obligó a firmar el suculento contrato de seis cifras que ha conducido su gordo y flácido culo hasta nosotros. Dicho lo cual, y llegados a este punto, tiene dos opciones: firmar la revocación de su contrato como asalariado del ejército, o iniciar su estancia con nosotros con una semana en el calabozo arrestado por insubordinación, sirviendo de paso como ejemplo para el resto de sus compañeros, que espero saquen algo en claro de su desacato.

Dupuis permaneció en silencio unos segundos para acabar empeorando la situación con su siguiente intervención.

—No creo que tal decisión esté en sus manos…

—Quiero suponer que el señor Dupuis es inteligente y ha optado por una tercera opción: dos semanas arrestado en una de nuestras cómodas celdas por insubordinación frente a un superior.

En esta ocasión Dupuis calló y agachó la cabeza. Acompañó al joven policía militar que le conduciría hasta el lugar donde llevaría a cabo su confinamiento, que al final sería de solo ocho días, ya que el apremio existente resultaba un motivo de indulgencia y de mayor peso que la estupidez circunstancial del científico de tumo.

El resto de nuevos reclutas, trece en total, fueron acompañados hasta su nuevo alojamiento. Nada lujoso, pero desde luego, mucho mejor que los casi insalubres barracones donde habían estado viviendo durante el período de instrucción. Se trataba de pequeños chalets dispuestos para acoger a tres o cuatro personas. Allí podían continuar con sus estudios y experimentos fuera de la jornada laboral de ocho horas. Este tipo de «privilegio» con respecto al resto de militares de la base —que sí vivían en barracones— era relativamente reciente; se inició cuando los mandos descubrieron que muchos de aquellos científicos continuaban con su trabajo después de su jornada, cosa que los recién instaurados sindicatos no tardaron en prohibir. Aunque lo militares tampoco se demoraron en dar con una solución bastante sencilla, ofreciendo la posibilidad, con aquellos chalets perfectamente equipados, de que pudieran llevarse el trabajo a casa. Al principio hubo cierto malestar entre el resto del personal de la base, pero pronto quedó claro que un buen número de científicos continuaba su investigación hasta altas horas de la madrugada, enfrascados en todo tipo de elucubraciones biológicas, algebraicas o físicas, con lo que nadie tuvo ya nada que objetar.

En el fondo, acabaron siendo un ejemplo para toda la base, ya que se dedicaban en cuerpo y alma a su cometido sin emitir queja alguna. Incluso sus mayores detractores tuvieron que callar cuando los peores vaticinios no se cumplieron. ¿Qué clase de ser puede trabajar dieciséis horas, dormir cuatro y no cometer un error de consideración al día siguiente? ¡Y estamos hablando de errores que podrían costamos la vida a todos! El veterano General de División Brubaker, al mando de la base y con dos estrellas de cinco puntas en sus hombros, hizo caso inicialmente a aquellos agoreros asignando una vigilancia extra a aquellos científicos que parecían más faltos de sueño. Pero no tardaron en descubrir que debían estar hechos de otra pasta, ya que no solo no parecían necesitar dormir sino que despertaban más motivados. Aunque no lo decían de manera abierta, más de uno pensó que si hubieran patentado lo que fuera que se estaban tomando para aguantar aquel ritmo se habrían hecho ricos mucho antes.

El chalet hasta donde fue conducido el recién ascendido cabo Marc no difería mucho de los otros. Contaba con una planta baja con comedor comunitario, un gran televisor a color, cocina y una salita con una gran mesa para reuniones. Aunque la mayor parte del trabajo era desempeñado en las habitaciones individuales, ubicadas en el piso superior.

Por lo general, la paz solía remar en todas las bases reconvertidas para uso científico y dedicadas al estudio de los zombis. Aunque Marc no tardó en percibir el germen de lo que podría acabar siendo un problema latente. Entre el grupo de recién llegados, científicos en su mayoría sustraídos de otras naciones devastadas por el holocausto Z e incapaces de competir económicamente con las ofertas de los EE.UU., había dos norteamericanos de los que Marc no había oído hablar hasta el momento, y que no parecían estar a la altura intelectual del resto. Conocía, por supuesto, al reaccionario doctor Dupuis, al retraído Karlstad —proveniente de alguna provincia perdida del interior de Alemania— al brasileño Santos y a otros tantos cuyas disertaciones había seguido antes y después de la Gran Plaga, en revistas y demás publicaciones científicas. Pero de aquellos dos norteamericanos no había oído hablar en la vida y su presencia parecía destinada únicamente a cubrir el cupo de autóctonos.

Poco a poco fue olvidándose de ellos y centrándose en sus investigaciones con el grupo de trabajo que le había sido asignado. Y es que, para facilitar el orden en los avances que llevaba a cabo el personal, los científicos fueron clasificados por grupos de trabajo. De esta forma, mientras que el grupo Alpha estudiaba una posible vacuna para el virus Z del ADN, los Beta estaban enfrascados en determinar de qué se alimentaban aquellos seres. Por su parte, los Delta se dedicaban a buscar rastros de raciocinio en los zombis, el grupo Epsilon intentaba establecer algún tipo de comunicación con ellos y Kappa trataba de lograr cierto grado de adiestramiento. El grupo de Marc, el Gamma, se centraba en intentar descubrir el origen mismo de la plaga, sobre el que había todo tipo de teorías, a cada cual más bizarra.

El equipo de los norteamericanos estaba dentro del recién formado grupo Zeta, del que nadie parecía saber nada, pero que a su vez se nutría de todo cuanto iba descubriendo el resto. Marc, que no acababa de entender por qué se denominada grupo Zeta y no Omega, como la última letra del abecedario griego, albergaba serias sospechas de que su objetivo era la búsqueda de una aplicación militar de los zombis. Dicho de otra manera, intentar convertirlos en supersoldados.

En el fondo, aquello le era indiferente. Sus trabas morales desaparecían en beneficio del pensamiento más práctico: tenía a su disposición los mejores medios e instalaciones que pudieran existir. Si se obviaba a los rusos, cuyo secretismo hacía palidecer incluso al mantenido en aquella base por los Zeta. Claro que él no hablaba ruso, y el trasladarse a Moscú no lo veía como una opción especialmente recomendable, a pesar de que todo lo que oía de su máximo dirigente era positivo.

Al cabo de una semana, cuando ya se había olvidado de los norteamericanos y estaba junto sus compañeros, inmerso en sus estudios, se le acercó el doctor Edmon Bendis, el más joven de los dos componente del grupo Zeta. Era un chico prodigio que ni tan siquiera había alcanzado todavía la veintena.

—Necesitaría ver tus notas —espetó el joven Bendis, que lucía su habitual peinado perfecto.

—¿Para qué? —preguntó Marc, levantando un instante la mirada de sus apuntes.

—Simple rutina —respondió el otro, mientras se tomaba la libertad de coger algunos de los documentos que Marc tenía sobre su mesa con total naturalidad.

—Será mejor que vuelvas a dejar eso donde estaba —advirtió Marc, visiblemente molesto. Era una persona muy reservada, si había algo que no le gustaba era que se tomaran aquella clase de libertades sin su consentimiento—. No sé cuál será tu modo habitual de actuar, pero en lo que a mí respecta, convendría que no implicara tocar mis cosas.

—¿Perdona? Creo que no acabo de entenderte, debe de ser que no termino de captar tu inglés —ironizó Bendis—. Me parece muy osado por tu parte venir a mi país y tomarte esa clase de libertades. Simplemente considero que el trabajo de los que estáis en esta sala podría sernos de gran ayuda en el grupo Zeta.

—Hasta ahora no he tenido ningún problema para hacerme entender en tu idioma. Aunque me alegra que mantengamos esta charla, a lo mejor así recibo un poco de información sobre lo que hacéis en vuestro reducto apartado del resto de la base —comentó Marc a voz alzada, tratando de captar la atención de sus compañeros, aunque estos ya permanecían atentos desde la llegada del norteamericano—. Estoy convencido de que te disponías a informarme acerca de cómo encaja vuestro trabajo con nuestras investigaciones sobre la ausencia de descomposición de los zombis.

Bendis, captando a la perfección la falta de diplomacia de Marc, decidió atajar aquella charla, que no estaba resultando como tenía previsto de antemano.

—He intentado ser todo lo amable que he podido —dijo con fingida resignación, ante los ojos de incredulidad de Marc—, pero creo que no has percibido que no te lo estaba pidiendo, sino que te estaba ordenando que me dieras acceso a los informes de vuestras investigaciones.

—Veo que la estulticia de la que haces gala no se circunscribe a mi inglés, sino que alcanza a tus conocimientos militares. ¿Ves estos galones? —preguntó Marc, señalándose el distintivo que llevaba sujeto en la hombrera de su chaqueta, al que hasta aquel momento no había encontrado utilidad alguna—. Son de cabo, que es la graduación mínima que nos dan de origen a los europeos cuando nos embarcamos en este tipo de misiones transoceánicas. Para mí no representan nada con respecto al resto de mis compañeros, aunque en esta ocasión me va a ser de cierta utilidad, ya que no alcanzo a ver sobre tu hombro insignia de graduación de ninguna clase.

Bendis enrojeció al instante. Era un joven atractivo, de familia acaudalada y acostumbrado a que se le abrieran todas las puertas, y aquellas frases —en las que se colaban una o dos palabras que no conseguía entender— le habían descolocado por completo. Tampoco ayudó el hecho de que notara los gestos de burla de todos los presentes.

Herido en su orgullo, Bendis se retiró sin mediar palabra. Pero no pareció rendirse, ya que minutos después apareció de nuevo junto a su compañero, quien sí que lucía galones sobre su hombro, aunque tampoco era de una graduación militar elevada.

—Creo que esta pantomima ya ha durado más que suficiente —dijo el cabo primero Week con tono seco—. Entrégame de una puñetera vez lo que te ha solicitado y no perdamos más el tiempo.

Marc se incorporó de inmediato, dispuesto a encararlos.

—Podéis recurrir al régimen militar cada vez que lo consideréis oportuno, pero en lo que a mí respecta, carecéis de la más mínima autoridad moral o legal —increpó el científico sin perder la compostura—. Firmé un contrato según el cual solo estoy obligado a entregar mi trabajo al oficial científico de guardia, y mi vista no alcanza a ver a ningún subteniente en la sala.

Este cabrón se las sabe todas, pensó Bendis, incapaz de disimular en su rostro el gesto de asombro ante su réplica. ¿Quién en su sano juicio era capaz de memorizarse las ordenanzas de aquella forma?

—Me da igual tu asqueroso contrato —contestó enfurecido el cabo primero—, ¡te estoy dando una orden!

—¿Una orden? ¿Se puede saber qué me estoy perdiendo aquí? —dijo el sargento Meyers irrumpiendo en la estancia e interviniendo en aquella trifulca que estaba tomando tintes de pelea callejera—. ¿Desde cuándo se echa mano entre el grupo científico de las graduaciones simbólicas que ostentan por el mero hecho de abandonar sus casas y coger un avión? ¿Han olvidado acaso las princesitas quién es el jodido enemigo al que nos enfrentamos?

—Pero señor —apuró a responder Bendis en tono justificatorio—, necesitamos esos informes para poder aclarar un punto con respecto al fortalecimiento muscular en caso de una segunda resurre…

Bendis calló automáticamente al darse cuenta de que había hablado más de la cuenta. Tampoco es que importara mucho, ya que de poco serviría aquella información sin los datos complementarios que manejaban en el Grupo Gamma. Pero en todo momento, el objetivo había sido mantenerlo en secreto, y era evidente que Marc sabía ahora que estaban intentando resucitar a muertos vivientes.

¿Qué será lo próximo?, pensó.

—Perfecto, pues tendrá ese informe dentro de tres días, cuando se lo solicite a su compañero según el protocolo —concluyó Meyers.

—¿De… dentro de tres días? —tartamudeó Bendis.

—Sí, tres días —repitió el sargento—, cuando salgan del puto calabozo en el que permanecerán recluidos, con todo el tiempo del mundo para pensar en la que debería ser su prioridad, tanto aquí como fuera de estas instalaciones, si es que alguna vez tienen que luchar de nuevo mano a mano contra los zombis. Y tengan en cuenta que la próxima vez les patearé el culo personalmente y me encargaré de que se pasen una semana a pan y agua para ver si de así espabilan.

En esta ocasión, tanto Marc como Bendis cumplieron el castigo hasta el final, siendo liberados de su encierro el viernes por la noche, cuando la mayoría de sus compañeros habían abandonado la base para disfrutar de su primer fin de semana de permiso. Con pocas ganas de hablar, comenzaron a caminar por los pasillos del edificio central, en cuyo ala norte estaban ubicadas las zonas de confinamiento.

El silencio reinaba en aquellos estrechos corredores iluminados a duras penas por las luces de emergencia, aunque tras doblar una esquina, Marc creyó oír algo a sus espaldas; había sonado como el ruido de un cuchillo al caer al suelo y el eco había retumbado por los pasillos hasta llegar a ellos.

Bendis fue el primero en girarse y ver a varias figuras lejanas caminando en su dirección. Le era imposible distinguir de quiénes se trataba, aunque aquella forma de andar tan característica no dejaba lugar a dudas.

—¿S-son lo que creo que son? —preguntó Bendis, sin acabar de creérselo.

—No es posible, no aquí… —respondió Marc con incredulidad—. Hace un momento no estaban.

—¡Salgamos de aquí y busquemos ayuda! —propuso Bendis, dejando de lado sus diferencia personales—. Sin armas no tenemos nada que hacer contra ellos.

Comenzaron a correr sin dejar de mirar atrás. De repente, aquellas criaturas del infierno iniciaron lo que parecía ser también una carrera en pos de ellos. Casi podían sentir a sus espaldas la ansiedad famélica de aquellos seres putrefactos.

—¿¡Qué está sucediendo!? —preguntó Marc con los ojos fuera de sus órbitas—. ¿Qué cojones de experimentos habéis estado haciendo en la Zona Zeta? —añadió, maldiciendo a su compañero, quien, tras girar al galope una esquina frenó de golpe haciendo que Marc se diera de bruces contra él.

—¿Por qué has tren…? —comenzó a decir Marc, justo antes de reparar en lo que tenía a su frente.

A escasos veinte metros, cerrándoles el paso por completo, avanzaba otro grupo de zombis, que al verlos se lanzó a por ellos del mismo modo que la turba que ya ganaba terreno desde el otro lado.

—Estamos perdidos —musitó Marc en tono derrotado.

Apenas los separaban unos metros de los dos grupos de zombis, cuando la luz de emergencia se apagó y los dejó sumidos en la más absoluta obscuridad. Estaban acabados. Casi a ciegas, Marc consiguió asestarle un puñetazo a un zombi que había alcanzado a Bendis y le estaba mordiendo con fiereza el brazo. El joven científico chillaba desesperado.

De pronto, Marc sintió cómo otro de aquellos monstruos le mordía sin piedad su propio brazo, provocándole una herida por la que comenzaron a manar irnos fino hilos de líquido carmesí. No pudo evitar soltar un alarido mientras lanzaba su puño con todas sus fuerzas sobre el rostro del zombi. Fue entonces cuando sucedió algo que ninguno de los dos esperaba: la criatura se llevó las manos a la cara y comenzó a gritar, al tiempo que las luces se encendían.

—¿Qué coño está pasando aquí? —preguntó Marc contemplando incrédulo la escena que tenía delante.

—¿No pensaríais que os ibais a librar de las novatadas? ~respondió el falso zombi que había recibido el puñetazo en la cara—. Aunque no sé quién ha salido peor parado.

—¿Pero estáis mal de la cabeza? —añadió Marc señalando la herida todavía sangrante de su brazo—. ¿No podíais inventaros otro rito de iniciación más estúpido? Esto es un centro de investigación avanzada, no una puta universidad repleta de adolescentes descerebrados.

—Menudas ideas de bombero —intervino un perplejo Bendis, contemplando a sus compañeros, que se habían disfrazado de zombis ataviados con ropas desgarradas y casquería.

—Ya está bien, todo el mundo a su pabellón a dormir la mona —ordenó el sargento Meyers, que acababa de aparecer, sin poder reprimir una de sus escasas sonrisas—. Ya nos hemos divertido bastante por hoy. Mañana nos espera un largo día de trabajo.

—Pero mañana teníamos el día libre —protestó Bendis.

—En efecto, lo tenían —respondió el sargento Meyers—. Pero hay que recuperar el trabajo de esos tres días que han perdido ustedes dos en el calabozo. De modo que ya pueden agradecérselo mutuamente e ir a descansar lo que puedan esta noche.