CAPÍTULO
7
BATALLA POR MILÁN Y POR ITALIA
Perdidas las comunicaciones con la división 132 de unidades Ariete, el Alto Mando comenzó a preocuparse seriamente. Poco antes de que se pusiera el sol del segundo día, los helicópteros iniciaron un par de salidas de reconocimiento intentando localizar a los tanques, pero siempre recorriendo poco más de cien kilómetros y en pura misión de observación pasiva.
—Aquí Francesco De Vito desde unidad central A129 Mangusta a centro de operaciones. Seguimos sin rastro de la acorazada, es como si se la hubiera tragado la tierra. Quedamos a la espera de recibir instrucciones.
—Regresen de inmediato —dijo una voz al otro lado del aparato—. No podemos arriesgamos a perder también las unidades aéreas en algún absurdo incidente.
—Recibido, señor, pero ¿no estará usted insinuando que hemos perdido a la 132 acorazada…?
—¿La ve usted por algún lado? —dijo la voz al otro lado del aparato.
—No, pero…
—¿Ve en cambio zombis bajo usted?
—Sí, de hecho cada vez son más… Parecen provenir de todas partes, en su mayoría del sur.
—Pues espero que eso responda a su pregunta. Comuníquese con el resto de unidades y regresen a Milán cuanto antes.
Las sospechas del general Alessandro Di Sirio se estaban confirmando. Desde que amaneció, la actividad zombi cercana a la ciudad se había reactivado e iba en aumento. De forma inexplicable, los zombis desaparecieron al poco de partir la acorazada y ahora parecían estar regresando. Nada que de momento no pudieran controlar, pero sin duda un dato que de continuar así podría acabar volviéndose peligroso. Sobre todo por carecer de cifras fiables en cuanto al número de enemigos a los que se enfrentaban.
Ni ese día ni el siguiente tuvieron la menor noticia de la 132 Acorazada, y las peores sospechas se cumplieron al mediodía del cuarto día cuando en vez de zombis esporádicos comenzaron a verse ingentes masas de caminantes aproximarse a Milán. Ya estaban ahí, y de alguna forma se las habían arreglado para acabar con las más de cien unidades de tanques que habían partido días atrás. Aquello no haría ninguna gracia a las tropas y de extenderse el rumor entre los civiles, la moral, ya de por sí quebrantada, acabaría por hundirse. Hacía dos días que los altercados eran cada vez más frecuentes ya que entre los recién llegados a la ciudad escaseaban cada vez más los víveres y medicamentos, aglutinados en masa por los milaneses en sus casas, repletas hasta arriba de todo tipo de latas de conserva.
Los mandos estaban muy preocupados. Las condiciones precarias en que vivía la gente hacinada en las propias calles exigían una pronta resolución del conflicto, por lo que convenía poner fin a todo aquello de una vez por todas. Pero el caso era intentar adivinar qué sucedería aquella vez, qué pasaría que acabaría convirtiendo la ventaja técnica y táctica en una nueva victoria para aquellos descerebrados. Di Sirio comenzaba a estar cansado de ver cómo una y otra vez se menospreciaba a aquel rival que, de momento, parecía ganarles todas las batallas. Él, por si acaso, ideó un plan de huida preparado y no tendría problema moral alguno en llevarlo a cabo en caso de que fuera necesario. No era un cobarde, pero le tenía bastante aprecio a su vida y no estaba dispuesto perderla por culpa de sus confiados compañeros. Los mismos que días atrás se rieron a carcajada limpia cuando comenzó a preocuparse por el destino de la unidad acorazada.
Las defensas de la ciudad estaban levantadas, el perímetro completamente cubierto. Se habían cavado trincheras, levantado algunos muros y creado fosos. Ahora solo quedaba esperar y, una vez estuvieran más cerca, comenzar a acribillarlos. Di Sirio tenía especial curiosidad por ver lo que sucedía con la esperanza de que en aquella ocasión todo saliera bien.
En un principio se barajó la idea de adelantar algo las defensas con varios pelotones que salieran al encuentro de los zombis, pero las patrullas de A129 Mangusta confirmaron que tras aquella avanzadilla llegaba de forma continua un número imposible de determinar de zombis, esparcidos aquí y allá, desperdigados.
—¿Seguimos sin noticias de la A132? —preguntó casi para sí mismo el general Di Sirio.
—Desde arriba no divisamos nada —respondió el teniente coronel Luca Ciliberto desde su aeronave—. Solo vemos zombis y más zombis, que al parecer se van reagrupando conforme se aproximan a la ciudad.
—Perfecto, de momento regresen y ahorren energías, las necesitarán —dijo como si de una profecía se tratase el general Di Sirio mientras miraba al resto de mandos presentes—. Señores, ya están aquí, esperemos que la suerte nos favorezca aunque sea por una sola vez.
A lo largo de aquel día y durante toda la noche, los ataques contra los zombis que se acercaban a Milán no cejaron. Por un lado, a través de las unidades de artillería, y por el otro mediante los helicópteros A129 Mangusta y los pocos aviones presentes en la zona. Todo método era poco con tal de hostigar a aquel irritante enemigo que no dejaba de avanzar sin importarle en absoluto las bajas.
Al mediodía, la concentración de zombis fue aumentando de forma considerable hasta alcanzar las inmediaciones de la ciudad. Motivo por el que varios destacamentos pusieron pie en tierra y comenzaron a abrir fuego sobre ellos, que uno tras otro iban cayendo y llenando los campos y carreteras de zombis. De mantenerse aquel ritmo, podrían sobrevivir y salvar la ciudad sin muchas dificultades.
Con el paso de las horas, las bajas en el bando de los zombis se contaban ya por miles, disminuyendo de nuevo la concentración de los mismos. La noche estaba cerca y convendría reponer fuerzas para la batalla que se cernía sobre ellos para el día siguiente, ya que de momento, parecía como si los zombis les dieran un respiro. Quién sabía, pudiera ser que después de todo, en cualquier momento, incluso apareciera la A132, pensaba el general Di Sirio mientras se acostaba en su cama para dormir algunas horas.
Debió de pasar más horas durmiendo de las que el general Di Sirio preveía ya que cuando escuchó los golpes en la puerta de su habitación el ambiente se notaba muy fresco.
—¡General, general! Rápido, se le necesita con urgencia en la sala de reuniones —gritaba el cabo Alorda aporreando la puerta.
El general Di Sirio se preguntaba qué habría sucedido aquella vez. No le cabía ninguna duda de que fuera lo que fuera no eran buenas noticias y estaba seguro de que estarían relacionadas con alguna de esas tretas casuales de aquellos malnacidos.
—Nos han pillado con los pantalones bajados y bien bajados. ¿Quién iba a prever algo así? —Escuchó vociferar el general Di Sirio nada más llegar al general Giacomelli, que observaba el campo de batalla desde aquel elevado ático que habían requisado y desde el que divisaban gran parte de las inmediaciones de la ciudad—. ¡Ya es casualidad, demonios!
Al general Di Sirio le entraron ganas de reventarle la cara a puñetazos a su compañero. No acababa de entender cómo era posible que no lo vieran: aquellos zombis del demonio debían de estar regidos de alguna forma por algún ente o conciencia común; aquello había pasado de rayar lo imposible a sobrepasarlo con creces, al menos dentro de los parámetros que él barajaba, ya que estaba visto que sus compañeros seguían atribuyendo todo aquello a la mala fortuna o la simple casualidad.
Al parecer, a lo largo de la noche, mientras los temerosos mandos reponían fuerzas escondidos bajos las sábanas, los zombis se habían ido aglutinando alrededor de la ciudad y ahora la rodeaban por completo. Si bien el día anterior los zombis parecían provenir solo del sur, ahora debían de haberse juntado numerosos grupos venidos del resto de puntos cardinales hasta formar un cerco perfecto que se iba estrechando y cerniendo sobre ellos de forma paulatina.
—Increíble, resulta imposible enfrentarse a un enemigo así, son imprevisibles —murmuró Di Sirio entre admirado y sorprendido—. En cuanto nos confiamos o nos relajamos un poco nos machacan sin misericordia.
—¿Qué esperan las unidades aéreas para despegar de la base? —exclamó el general Giacomelli.
—Hemos perdido el contacto con ellos —respondió el general Torranelli—. Llevamos diez minutos intentando contactar pero nadie responde en el aeropuerto.
—¡Será posible que se hayan dejado sorprender! —exclamó casi fuera de sí Giacomelli—. Esto es un despropósito, parecemos una panda de aficionados que no aprenden de sus errores.
Di Sirio había dejado de escuchar a sus compañeros hacía rato del mismo modo en que nadie le había escuchado a él cuando había intentado alertarles de lo que sucedería si se confiaban lo más mínimo. Ahora no tenía tiempo que perder, en cuanto se supiera en las calles lo que estaba a punto de suceder sería imposible llevar a cabo el plan de escape que tenía previsto. Aún así, se asomó por la barandilla de la terraza a echar un último vistazo y contemplar el sobrecogedor espectáculo de millones de zombis avanzando al unísono con lentos pero seguros pasos hacia los soldados que no dejaban de disparar. Cuando observó al primero de ellos arrojar su arma al suelo y comenzar a correr supo que era el momento de abandonar discretamente la sala. Miró de reojo al piloto de helicóptero que permanecía con ellos y tras hacerle la señal convenida se excusó de sus compañeros.
—Si me disculpan, iré al servicio unos minutos y, si les parece, a mi regreso intentamos abordar con serenidad el problema —dijo Di Sirio.
—Menos mal de Di Sirio —escuchó este decir a Torranelli antes de irse—, seguro que se le ocurre algo para darle la vuelta a todo esto, de entre todos siempre ha sido el que más ha sabido sobre esos seres.
Pero Di Sirio no regresaría. El piloto de helicópteros Marianelli dejó la sala unos minutos después indicando que iba al encuentro de su unidad ubicada en el helipuerto improvisado en la Plaza del Duomo y se reunió en el recibidor con Di Sirio. Juntos alcanzaron el helicóptero que tenían reservado en un helipuerto privado y, sin pensárselo dos veces, aunque con ciertos remordimientos por ambas partes, pusieron rumbo al norte.
—¿Hacia dónde, señor?
—Hacia el norte, Marianelli, siempre hacia el norte. Y en adelante, puedes llamarme Alessandro, creo que hemos dejado nuestra vida militar en cuanto cogimos este helicóptero. Al menos de momento.
—Parece que las cosas se están poniendo complicadas allá abajo —dijo Marianelli echando un vistazo por la ventana y viendo cómo la gente comenzaba a correr por las calles sin un destino fijo—. ¿Cree que…?
—No, Marianelli, no nos hagamos ilusiones. Milán está perdida y condenada. Con toda esa gente aglomerada en la calle y el ejército huyendo en desbandada no tienen la menor esperanza.
»Y lo curioso es que esta vez no les va a hacer falta ningún golpe de mano para ganamos, esta vez se basarán en su habitual aplastante número y en nuestra tradicional confianza —pensó el general Di Sirio contemplando el panorama—. Nos ha faltado cualquier tipo de estrategia, nos hemos fiado de las armas y les ha bastado con reagruparse a lo largo de la noche.
—Esperemos que les lleguen refuerzos en breve.
—Sí, esperemos —dijo sin el menor convencimiento Di Sirio observando cómo las primeras filas de zombis contactaban con los humanos y daban habida cuenta de ellos.
No tenía ni idea hacia a dónde pondrían rumbo, desde luego más allá de los Alpes, pero al menos sobrevivirían a aquel día para contarlo.