CAPÍTULO 26
ATANDO CABOS

Hacia el mediodía, Marc era consciente de que todo marchaba según lo previsto. La potencia de fuego proporcionada por las fuerzas de seguridad españolas que partieron desde la Plaza de Callao, los soldados de la Sexta Flota entrando desde las afueras y los propios ciudadanos disparando desde sus casas, propiciaron que todo fuera mucho mejor de lo previsto y que la ciudad comenzara a limpiarse a un ritmo muy superior al que pudieran haber calculado al principio. Por primera vez en mucho tiempo, parecía que las cosas salían acordes con el plan establecido.

Por si fuera poco, un grupo de ingenieros norteamericanos, en pleno hostigamiento zombi, había logrado dar con la avería que había provocado el apagón general. Toda la culpa había sido de una de las centrales eléctricas invadida por los zombis, que acabó colapsando al resto, y que al final fue recuperada a costa de la vida de cinco soldados.

Tras comerse un bocadillo, un poco más tarde de las dos, Marc determinó que era hora de acudir hasta el Palacio de Buenavista, en la Plaza de Cibeles, para visitar al general López Piqueras. No estaba muy lejos y caminando no tardaría mucho en llegar.

Conforme avanzaba pudo comprobar cómo las calles por las que caminaba estaban libres de zombis, y la gente, armas en mano, salía de sus casas con la idea de acabar de limpiarlas. Aquel día podía significar un nuevo comienzo para la humanidad, a menos que a la tramposa Madre Naturaleza le volviese a dar por hacer de las suyas y se sacara un terremoto de la mano que se lo tragara todo, o se inventara un agujero negro que engullera la ciudad por completo. Pero de momento todo parecía permanecer en una inquietante calma, quién sabía si porque Ella consideraba que los humanos habían condonado su deuda por el mal causado al planeta, o porque su etéreo enemigo se guardaba algún as en la manga. Debieron de pasar unos diez o quince minutos cuando por fin vio la Cibeles y alcanzó el Palacio de Buenavista.

—Deberá dejar aquí todas sus armas —le informó un cabo, en el segundo de los estrictos controles a los que sometían a todos los visitantes en aquel lugar.

—¿Son para proteger al general de los zombis, o simplemente no se fían de mí? —respondió Marc, dejando su pistola sobre la mesa y disponiéndose a ser cacheado.

—Son las órdenes —argumentó el cabo, mientras le inspeccionaba para comprobar que no portara más armas consigo.

—Espero no encontrarme con ningún zombi y tener que defenderme de él a mordiscos —objetó Marc—, porque tendría gracia venir hasta aquí para morir de una manera tan tonta.

El cabo guardó silencio durante unos segundos, mientras miraba a su alrededor para comprobar que nadie les escuchara.

—La verdad es que no hace ni unas horas que estamos por aquí y todavía no se ha acabado de inspeccionar el lugar —confesó el cabo—. Procure ir con cuidado, parece haber rumores sobre la presencia de algún que otro de esos malnacidos. Cuando llegamos nos encontramos las puertas abiertas y a los pocos habitantes del lugar asesinados.

—Eso me pasa por hacer bromas que no debería —lamentó Marc, algo arrepentido de su comentario ante la perspectiva de encontrarse con algún zombi dentro.

Tras caminar por algunos pasillos, acompañado por el cabo, llegaron hasta una enorme puerta de madera custodiada por dos soldados de rostro imperturbable.

—Puede pasar —instó el cabo—, el general le está esperando.

Marc entró en la habitación y la puerta fue cerrada pesadamente por dos soldados que, de pie, la flanquearon montando guardia. El cabo permaneció fuera, sentado con semblante paciente en un banco a la espera de que el encuentro acabara. Desde donde estaba, debido sobre todo al grosor de la puerta, no podía escuchar nada de cuanto sucedía en el interior de la habitación, aunque no tardó en oír algún que otro grito de enfado. Estuviera sucediendo lo que estuviera sucediendo, parecía que la conversación había dejado de ser cordial por las dos partes.

Debieron de pasar unos minutos más cuando escuchó con claridad el ruido de lo que debía de ser el ventanal que daba al patio rompiéndose e, instantes más tarde, los disparos de un arma de fuego.

El cabo se levantó con rapidez, dirigiéndose a la puerta, donde los dos soldados apostados junto a ella permanecían de pie, petrificados, incapaces de tomar una decisión al respecto.

—Vamos, cobardes del demonio —les urgió el cabo—, ¿a qué esperan? ¡Abran la condenada puerta de una vez!

Los dos soldados intentaron abrir la puerta sin resultado alguno.

—Está cerrada desde el interior —concluyó uno de ellos.

—Ya lo veo. Pues échenla abajo —insistió el cabo, mostrando maneras de futuro sargento.

Tras un largo minuto, la puerta seguía en pie, aunque no tardaron mucho en unirse varios soldados más, al escuchar los gritos y el estruendo. Poco tiempo después lograban entrar, aunque el panorama no podía ser más desolador.

Por la superficie de toda la habitación aparecían esparcidos restos humanos, y la sangre parecía haber tiznado suelo y paredes en lo que debía de haber sido una orgía destructora. El cuerpo del general, o lo que quedaba de él, estaba irreconocible. Solo los galones de la chaqueta parecían indicar la identidad de los restos de su poseedor. El rostro estaba destrozado, desfigurado, mientras que del cuerpo únicamente se había salvado el tronco; el resto de extremidades estaban dispersas aquí y allá, encima del escritorio un brazo, sobre el sofá una pierna…

Boca abajo, sangrando también, y en apariencia inconsciente, estaba el general hispanoamericano que había acudido de visita. Presentaba claros síntomas de haber sido atacado y estaba igualmente cubierto de sangre.

—¿Está vivo? —preguntó uno de los soldados que acababa de entrar, mientras de fondo se escuchaba el sonido de varios de sus compañeros vomitando al contemplar la escena.

—No lo sé —respondió el cabo—. Pero salgan ahora mismo a buscar al condenado zombi que hizo esto y asegúrense de que pague por ello.