CAPÍTULO 20
PRIMERA RONDA
El viaje de Marc de regreso al centro de Madrid en helicóptero fue rápido, incluso con la polizonte de última hora, que había decidido acompañarle bajo el pretexto de estar cansada de cómo se llevaban las cosas por parte de sus superiores en la base: Esto es peor que una dictadura. Estoy rodeada de chiflados, cobardes y zombis —adujo la teniente Mirella justo antes de subir por sorpresa al helicóptero, en el momento en que este se disponía a elevar el vuelo. Marc se alegró, y no solo por motivos que pudieran ir más allá de lo estrictamente profesional, sino porque necesitaba gente en la que poder confiar si quería tener una mínima posibilidad de éxito en la complicada misión que se le presentaba.
De nuevo, desde el aire, y a pesar de la oscuridad de la noche que caía sobre ellos, pudo ver en qué situación se encontraban. Los zombis ya comenzaban a campar a sus anchas por los arrabales de Madrid, caminando de un sitio a otro y dando cuenta de un pobre desgraciado que, creyéndose más listo que los demás, había decidido no buscar refugio y salir a saquear todo cuanto pudiera, para sacar beneficio de aquella situación.
La gente observaba con impotencia la escena desde las ventanas, con la incertidumbre de no saber qué iba a suceder con sus vidas en el futuro cercano. ¿Podrían volver algún día a la vida normal y pasear por aquellas calles, o estaban condenados a morir de inanición, enfermedad o locura en aquellas tumbas para vivos en que se habían convertido sus hogares? Aquella situación le recordaba a Marc las escenas que había vivido en Mallorca, cuando la invasión inicial de los zombis acabó con la ciudad de Palma completamente sitiada y a merced de aquellas criaturas.
Al cabo de unos minutos pudo comprobar cuán cerca estaban ya algunos zombis del parque del Retiro. Se encontraban cruzando la Avenida de la Paz. Algunos bajaban ya por la de Alcalá desde la Monumental a buen ritmo, con los zombis correosos a modo de avanzadilla, dejando desconcertados por completo a cuantos curiosos se encontraban observando la situación. Más de uno de los confiados ciudadanos madrileños, mientras observaba la procesión por la ventaba abierta de su primer piso, veía cómo uno de aquellos seres, de un salto, se encaramaba hasta el alféizar sobre el que se apoyaba y acababa penetrando en su vivienda, dejando un rastro de muerte y desolación a su paso. Desde luego, aquellos seres malditos parecían jodidas arañas que trepaban a una velocidad increíble para atrapar y despedazar a sus incautas presas.
Por fin, una vez en tierra, Marc advirtió a sus hombres.
—Ya están aquí, en una media hora llegarán los primeros —comenzó diciendo—. Quiero que la mayor parte de ustedes se concentre en la zona noroeste, que es la primera por la que aparecerán. Posteriormente, vayan reforzando la zona sur y este, ya que no tardarán en bordeamos por el Paseo de la Reina Cristina y la Estación de Atocha.
A continuación, tras dar algunas órdenes puntuales, se reunió con Tony.
—¿Se han seguido las instrucciones con respecto a la zona centro? —preguntó ansioso.
—Al pie de la letra, aunque no tengo del todo claro que el plan pueda funcionar —respondió Tony—. Sea como sea, en estos momentos no disponemos de muchas opciones.
Marc se comunicó, plano en mano, con el comisario principal Armando Guerrero y fue comprobando durante un buen rato que se hubieran ejecutado con minuciosidad las instrucciones confiadas a Tony, aunque la conversación fue interrumpida al final por los primeros disparos, que comenzaron a sonar por la zona de la calle de O’Donnell, cerca de la Puerta de Madrid.
—Ya están aquí —suspiró Marc, mientras daba indicaciones a Tony y la teniente Mirella para que le siguieran hacia el noreste del parque.
En efecto, cuando al cabo de unos minutos llegó hasta la puerta noreste, los zombis ya asomaban entre sombras por el gigantesco edificio de la torre de Valencia, en la intersección de O’Donnell con Menéndez Pelayo. Marc podía observar los nervios en el rostro de los soldados apostados tras las verjas del parque, al ver llegar a los zombis entre las iluminadas farolas.
—¿Aguantarán? —preguntó Tony observando las puntiagudas verjas de algo de más de dos metros que rodeaban todo el perímetro del parque.
—Las verjas sí, nuestros hombres… espero que también —respondió Marc apesadumbrado.
Debía de haber alrededor de cincuenta soldados apostados en la esquina, disparando a discreción a los primeros zombis que iban apareciendo.
—Uno a uno, ahorrad munición —ordenó la teniente Mirella al ver cómo algunos soldados repetían blanco al disparar sobre los mismos zombis que sus compañeros—. Tened paciencia, habrá para todos.
Los zombis fueron llegando al principio de un modo que parecía casual, en pequeños grupos de seis o siete. Caminaban como si fueran contemplando el inerte paisaje de cemento que les rodeaba, mirando a los curiosos madrileños, inalcanzables para ellos, y que a su vez los contemplaban a ellos de forma tímida y asustada, desde sus casas.
Pero el tercio cambió al cabo de unos veinte minutos, cuando llegó el primer grupo masivo de caminantes. Los soldados comenzaron a disparar a discreción, acertando por lo general en la cabeza de sus objetivos, casi como temiendo fallar y recibir la reprimenda de la impetuosa teniente Mirella. Los zombis no tardaron en ocupar por completo el ancho de la verja, dejando asomar sus brazos estirados por entre el hueco de sus barrotes y haciendo retroceder a los soldados, que eran ya incapaces de contemplar la calle, infestada como estaba ahora por las aquellas criaturas del averno.
—Comiencen a desplegarse —apremió Marc, viendo cómo los zombis se iban expandiendo calle abajo—. ¡Sepárense, sepárense y no dejen de disparar!
En pocos minutos, la escena se tornó en pesadilla. Miles de zombis fueron llegando, cubriendo por completo el perímetro norte del parque en su más de un kilómetro de extensión, ante la mirada perpleja de los defensores.
—Es como intentar vaciar el mar con un cubo de playa —meditó Tony—. Con los hombres con que contamos tendremos que dispersamos demasiado para cubrir todo la zona… Tocaremos a un soldado cada cinco o seis metros.
—Cada trece, para ser exactos —puntualizó Marc—. El Retiro debe de tener poco más de cien hectáreas, y nosotros somos cerca de trescientos efectivos.
—Como los espartanos —sonrió tímidamente la teniente Mirella.
—Sí, aunque espero tengamos un mejor final —apostilló Marc, sin permitirse el lujo de esbozar gestos de humor, concentrado como estaba en la coordinación del grupo—. Me preocupa más nuestra situación a medio plazo, esto así es insostenible…
—Pero fuiste tú el que sugirió venir hasta aquí… —le recordó Tony, algo desesperanzado.
—Sí, pero no contaba tan pronto con este enjambre de zombis, creía que se esparcirían algo más por Madrid, y no que se cernirían casi por completo sobre nosotros como buitres. Para esos zombis parecemos ser una especie de faro en la oscuridad, como la miel para las abejas, y debemos de resultarles los únicos objetivos alcanzables para su limitadita mente.
—Eso será hasta que se den cuenta de la que hay organizada en Gran Vía —dijo Tony.
—Precisamente por eso conviene ganar todo el tiempo que podamos —añadió Marc.
—De todas formas, no acabo de ver el problema —señaló la teniente Mirella—. En teoría ellos no pueden entrar y nosotros podemos matarlos…
—En efecto, en teoría, pero en la práctica ya sabemos lo que acaba sucediendo siempre con ellos —dijo Marc sin perder de vista la escena—. Este parque es demasiado grande como para que no acaben entrando de una forma u otra. Estos malditos son especialistas en burlar las más enrevesadas instalaciones defensivas creadas por el hombre, casi por inercia. Les he visto conquistar castillos, fortalezas… Imagínate lo que pueden hacer con un parque como este, de un kilómetro por un kilómetro. Me extremaría que, ante este panorama, no estuvieran dentro en un par de horas.
—Pero es simple cuestión de tener paciencia —siguió argumentando la teniente Mirella, como si tratase de convencerse a sí misma—. Si seguimos así, en un día están todos muertos.
—Al ritmo actual, y disparando todos sin parar durante dieciocho horas al día, calcula que emplearíamos unos diez días en llevar a cabo tan titánica tarea —puntualizó sin poder evitarlo Marc—. Debe de haber alrededor de diez millones de zombis en camino. Cada hombre mata, siendo generosos, de dos a cuatro zombis por minuto, entre lo que tardan en decidir objetivo, apuntar, disparar…
—Bueno, pues diez días —insistió Mirella.
—Diez días pueden resultar muy, muy largos… Has de contar con el agotamiento de los hombres, con que no pase nada en ese tiempo que les permita entrar y, sobre todo, con un hecho irrefutable como es el de que no tenemos diez millones de balas, y no sé dónde íbamos a apilar el mismo número de zombis muertos. Por cierto, busca galones de capitán, quedas ascendida desde este preciso momento, creo que te lo has ganado a lo largo de todos estos días.
Mirella se quedó callada, tanto por el desolador dato de las balas como por la sorpresa del ascenso, no teniendo muy claro la validez del mismo, mientras detrás de ella escuchaba a Tony.
—Lo de las balas debemos mantenerlo en secreto, no se lo digas al resto de la tropa si no quieres desmoralizarlos —solicitó, intentando quitar hierro al comentario de su compañero.
Alrededor de la una de la mañana, al cumplirse la hora del inicio de los disparos, Marc intentó recordar la última vez que habían dormido. Llevaban una semana en la que la actividad estaba resultando extenuante.
—Echemos un vistazo al perímetro e intentemos dormir un poco —propuso Marc—. Capitán, se queda al cargo de supervisar la defensa, en caso de que hubiera cualquier problema avíseme de inmediato.
Durante una media hora, más tiempo del que inicialmente había previsto, Marc paseó junto a la verja comprobando que todo estuviera bien e instando a que se fueran relevando durante la noche en la tarea de defender el lugar, con la idea de que durmieran un poco, ya fuera en las zonas cerradas, como el Palacio de Cristal o los propios helicópteros, situados en el centro mismo del parque, para que estuvieran más protegidos del atronador ruido de las armas escupiendo sus balas.
—Bueno, ahora nos tocará irnos a dormir a nosotros, confiando en que mañana los zombis sigan ahí fuera y no hayan logrado penetrar nuestras defensas —dijo Marc con cara de cansancio.
—¿Alguna idea de dónde podemos ir a descansar?
—Busquemos sitio en algunas de las casetas, o veamos qué tal está el Palacio de Velázquez, que está bastante cerca, un poco más abajo.