CAPÍTULO 28
EL PRECIO DE LA LIBERTAD

Marc no tenía claro el tiempo que había pasado desmayado. Calculaba que debían de haber sido poco más de unos minutos, aunque sí era consciente de que había recuperado de nuevo el control sobre su mente. Cuando miró a su alrededor no pudo evitar sentir una repulsión indescriptible ante la esperpéntica escena que había orquestado, lo cual sin duda le fue bastante bien para ayudar en la coartada que tendría que improvisar para justificar aquel desastre.

—Tranquilo, tranquilo, siga recostado —le dijo el cabo que le sostenía la cabeza—. Ya pasó todo, ha tenido bastante suerte.

—¿Perdón? —Fue lo único que alcanzó a decir Marc notablemente mareado.

—Han sido atacados por un zombi, pero parece que ha tenido suerte, joven —añadió la voz del general Serrano, a su espalda—. En breve le haremos un reconocimiento para determinar el alcance de sus lesiones, aunque no debería preocuparse mucho porque, de estar infectado, el trasto que lleva enganchado en la muñeca le habría hecho saltar en pedazos.

Desoyendo los consejos, Marc comenzó a incorporarse con la ayuda del cabo. La escena era mucho peor de lo que recordaba. No podía creerse que él fuera el único culpable de aquella carnicería; solo recordarlo le producía unas enormes arcadas y fuertes retortijones.

Pero parecía que no habría tregua para él, porque en unos segundos sonaron de nuevo unos disparos no muy lejanos, provenientes del jardín.

—¿Qué demonios está sucediendo? —preguntó el general Serrano, mientras se acercaba al ventanal roto y se asomaba con discreción.

—Señor, al parecer han descubierto a uno de esos malditos zombis corriendo unos metros más al norte —explicó uno de los soldados que permanecían fuera—. Creo que ya lo han abatido.

—¿Creo? ¡Como que creo! —vociferó el general Serrano—. Asegúrense, por el amor de Dios, y despejen esta zona de esas alimañas sarnosas.

Fue entonces, apenas hubo acabado de pronunciar aquella orden, cuando el general escuchó un extraño sonido a sus espaldas, como un martilleo sobre el parquet cubierto de sangre.

Cuando se giró para intentar determinar el origen del ruido, lo primero que vio fue el rostro lívido y tembloroso de los seis soldados presentes y del propio Marc, que miraban en su dirección, o más en concreto hacia el suelo. Casi sin atreverse a bajar la mirada, dirigió poco a poco la vista hacia sus pies, solo para comprobar cómo se movían los restos reanimados del general López Piqueras. La cabeza, todavía sujeta al tronco, parecía querer avanzar hacia él y se golpeaba una y otra vez contra el suelo, provocando aquel macabro repiqueteo.

Pero la insania no parecía acabarse allí. A unos metros, junto a uno de los enormes sofás de la sala, uno de los soldados pareció reventar de repente. Una pequeña explosión tuvo lugar y el soldado cayó al suelo entre gritos. Ante la pasividad de todos los presentes, el general Serrano desenfundó su arma y comenzó a disparar hasta vaciar su cargador. Primero reventó la cabeza rediviva del general López Piqueras, y posteriormente remató al pobre desgraciado que acababa de caer al suelo, al explotarle en las manos el brazo del general que contenía el dispositivo de seguridad, accionado al detectar los síntomas de contagio y transformación de su portador.

—No me lo puedo creer —suspiró el general Serrano, incapaz de determinar por sí mismo qué hacer a continuación. Ante tal indecisión, se volvió hacia Marc—. Creo que será mejor que no le pregunte qué sucedió en esta sala mientras permaneció cerrada, ya que esta historia está plagada de fisuras. Qué digo fisuras, grietas, fallas del tamaño de la de San Francisco. No hay nada que cuadre, y lo peor es que no encuentro ninguna explicación mínimamente racional a todo este condenado asunto.

—Mírelo por el lado positivo, mi general, nos hemos librado de un dictador y hemos dado con el zombi culpable de todo ello —argumentó Marc, tratando de sonar convincente.

El general Serrano miró hacia el exterior, intentando no preguntarse qué hacía fuera aquella silla que, obviamente, había sido lanzada desde el interior del salón en el que se encontraban.

—¿Usted se encuentra bien? —preguntó el general Serrano.

—Creo que sí —respondió Marc, escondiendo los agujeros de bala infligidos por el arma del difunto general Piqueras y sintiendo cómo su cuerpo se iba regenerando poco a poco.

—Pues lárguese de aquí de inmediato, y siga limpiando Madrid de zombis, o lo que sea que estén haciendo ahí fuera —ordenó el general Serrano—. Nosotros haremos lo propio limpiando la sala y dando por cerrado este asunto. A partir de ahora cuente con todo nuestro apoyo. Intentaremos reagrupar a tantos hombres como podamos para que puedan ayudarle en el exterminio de esos apestosos descerebrados.

—Muchas gracias, general, me alegra comprobar que no estaba equivocado cuando le juzgue inicialmente —se congratuló Marc.

—Usted en cambio me desconcierta, joven —respondió Serrano—. Pero sea como sea, su trabajo parece estar resultando mucho más efectivo que el del resto de nosotros, por lo que poco tengo que objetar a sus métodos.

Tras el saludo de rigor, Marc abandonó la sala dando gracias por la suerte que había tenido y con la mente plagada de preguntas con respuestas que no sabía si eran incorrectas o simplemente no resultaban de su agrado.

¿Se había acaso él convertido en un mero instrumento más de la Madre Naturaleza que esta usaba a su antojo cuando necesitaba? ¿Era él ahora el brazo ejecutor de una posible entidad sobrenatural? Y lo peor de todo aquello era preguntarse hasta qué punto dominaba su propia mente o era dueño de sus actos. Tal vez su imaginación estaba sobreexcitada, pero el caso es que, impulsado o no por elementos externos, acababa de cometer un acto que iba en contra de todos sus principios básicos, convirtiéndose en juez, jurado y verdugo. Y lo peor era que sentía que, aunque el modo en que todo había sucedido no había sido el más adecuado, el resultado, con aquel tipo muerto, resultaba de lo más conveniente.