CAPITULO I
EL ALZAMIENTO
Hace unos días
Hay muchas citas o refranes populares que se podrían aplicar a lo que sucedió a primera hora del 7 de mayo de 2010, pero lo que está claro es que pilló a todo el mundo con la guardia baja. La sociedad creía, de forma equivocada, haber aprendido a vivir en compañía de los zombis sin saber lo que estaba por venir.
Cuando las aguas comenzaron a retroceder bruscamente en las costas occidentales del Mediterráneo, pocos podían imaginar lo que estaba a punto de suceder. El que más o el que menos lo había visto en algún que otro documental, aunque por desgracia, estaba instaurada la creencia popular de que aquello no podía pasar en Europa. Allí no había olas gigantes, aquello era cosa del sureste asiático.
Mas no era así, y un gigante de agua de varios metros de altura chocó contra la costa con una violencia como no recordaba haberse soportado en miles de años, penetrando con una fuerza devastadora y arrasándolo todo a su paso. Pero lo peor estaba aún por llegar. Unos viejos conocidos estaban a punto de regresar de nuevo de entre los muertos.
Seis horas después del maremoto, Barcelona.
La ciudad se había convertido en un auténtico caos, con gente corriendo de un sitio a otro en busca de sus seres queridos. Al haber sucedido la tragedia tan temprano aquel viernes, miles de personas murieron ahogadas en el metro, yendo a su lugar de trabajo o acompañando a sus hijos a la escuela. Fue un desastre de magnitud desproporcionada, y aunque al cabo de unas horas los servicios de intervención rápida y de asistencia ya estaban funcionando a pleno rendimiento, pocos podían esperar la macabra sorpresa que el destino les tenía aguardando a la vuelta de la esquina.
Cerca de la Plaza de España, donde un destacamento militar había situado su improvisado campamento, se produjo el primer alzamiento de la nueva era. Los soldados habían situado tanques junto a la fuente central de la plaza, cerca de los tres camiones que les habían transportado hasta allí y formando una especie de círculo de defensa preventiva.
—Deprisa, ¡comiencen a ayudar a los heridos! —indicó el capitán Navarro, encargado de asistir a las víctimas del maremoto de aquella zona y de buscar posibles supervivientes en la devastada y remodelada plaza de toros, convertida ahora en un gran centro comercial derruido—. Divídanse en dos grupos, Rodríguez dirija uno hacia la zona del centro comercial, Boix tome el segundo y marche hacia los palacios de convenciones, creo que hoy tocaba Salón del Cómic y aquello estaba repleto de freakies disfrazados de superhéroes.
Con la rapidez que les confería su entrenamiento militar, los soldados se dirigieron hacia sus objetivos con la idea de asistir a los heridos e intentar salvar el mayor número de vidas posible, bajo aquel panorama desolador. Si por un lado se podía ver destruida la cúpula que cubría la remodelada plaza de toros con sus toneladas de hormigón y cemento derrumbados sobre docenas de inocentes compradores que se habían visto sorprendidos por el otro, los pabellones del centro de convenciones se habían venido abajo acabando con la vida de cientos, tal vez miles, de madrugadores chavales que habían acudido en masa para reclamar la firma de tus ídolos del mundo del cómic, venidos desde los Estados Unidos en su mayoría.
Los rostros de los militares eran un poema, había muertos por todos lados. Por un lado, cuerpos destrozados por los múltiples derrumbamientos, y por el otro los de aquellos que habían perecido ahogados bajo la gigantesca ola.
Pero la sorpresa golpeó con más fuerza si cabe cuando, sin haber podido preverlo, los cadáveres comenzaron a levantarse casi de forma simultánea. Los soldados no sabían muy bien cómo actuar ante lo que estaba sucediendo. ¿Estaban acaso aquellos seres despertando de un sueño, o se trataba de algo mucho peor? No podías creer que se tratara de zombis, ya que según habían estudiado durante todos aquello años, estos tardaban varios días en volver a levantarse tras su muerte. ¿O acaso toda aquella teoría era errónea? Sea como fuere, aquellos tipos se erguían de forma torpe, cansina, con movimientos bruscos.
Todo transcurrió en cuestión de unos segundos eternos, durante los que gran parte de los soldados perdieron la vida por dudar de cómo debían actuar.
—¿¡Se puede saber qué demonios están haciendo!? —exclamó el capitán Navarro cuando, escuchando los gritos de sus hombres ante los mordiscos de los zombis, se giró para observar la escena.
Alrededor de una veintena de sus soldados acababan de ser heridos y con un destino que todos ellos conocían.
—¡No se queden ahí parados, por Dios! —Gritaba el capitán Navarro sin cesar—. Repliéguense, defiéndanse… Llevan años entrenándose para una situación como esta.
Pero todo parecía inútil. Los nervios atenazaban a todos los presentes que no sabían si disparar a sus compañeros heridos o esperar algún tipo de milagro.
—Pero señor, no pueden ser zombis, la amenaza estaba erradicada —dijo el cabo González.
—¿Erradicada? ¿Es usted imbécil? ¿Entonces qué demonios tiene delante? Disparen, joder, disparen de una puñetera vez —volvió a ordenar Navarro.
La treintena de soldados supervivientes retrocedieron algunos pasos en un intento desesperado de alcanzar el refugio de los camiones, a la vez que ejecutaban algún tímido disparo.
—¡A la condenada cabeza! —les recordó el capitán Navarro viendo que sus hombres seguían sin reaccionar según su adiestramiento—. ¡Y a discreción!
A lo largo de los siguientes segundos, los soldados sujetaron con firmeza sus armas rogando para que no les temblara el pulso e iniciaron un fuego que duró unos tres minutos. Intentaban limpiar el área. En aquel preciso instante, las torretas de los tanques se giraron hacia las puertas del centro de convenciones, de donde empezaban a salir más zombis.
Los grandes cañones de los tanques empezaron a escupir sus primeros proyectiles, que acertaron con precisión milimétrica en el objetivo, ante los vítores de los soldados supervivientes que observaban con regocijo cómo los zombis volaban por los aires en pedazos.
—¡Chupaos esa, malditos hijos de perra! —exclamó el cabo González.
Pero las sorpresas estaban lejos de terminar. El sargento Carlos Ferrer, jefe de la unidad de inspección de terreno, alcanzó a tientas sus binoculares de última generación y comenzó a observar la escena con espanto.
—¡Pero están todos ustedes locos! —gritó fuera de sí, perdiendo su habitual compostura inquebrantable—. ¡Están masacrando a civiles! Están intentando salir de los pabellones en busca de ayuda, ¡cesen el fuego!
El capitán Navarro agarró sus prismáticos y pudo confirmar que el sargento Ferrer, para no variar, llevaba razón. Habían matado a un par de centenares de pobres desgraciados que, ataviados con disfraces de personajes manga y blandiendo sus acreditaciones —Dios sabe con qué objetivo—, trataban de huir del interior del recinto, donde los zombis debían ya de campar a sus anchas.
Aquello no estaba yendo nada bien. Se suponía que ellos debían de estar preparados para aquel tipo de circunstancias mejor que nadie, que habían realizado miles de simulacros con escenarios como aquel. Pero aun así, habían subestimado la cruda realidad, que se imponía como una pesadilla mucho mayor de lo que podían haber imaginado.
La cabeza del capitán Navarro daba mil vueltas, y por primera vez en su vida se veía atenazado por los nervios, con la mirada de todos sus hombres clavadas en él. Y lo peor estaba por llegar; un nuevo descuido que habría de costarles muy caro.
De repente, desde los restos del FNAC Arena, emplazado en la planta sótano de la antigua plaza de toros, comenzaron a salir algunos de sus hombres, corriendo como almas que llevaba el diablo. Entre gritos, algunos se giraban y disparaban al interior, de forma aleatoria, contra toda forma humana que les persiguiera.
Nadie había reparado en que debían avisarles de lo que estaba sucediendo, y se habían visto sorprendidos por los cientos de compradores compulsivos y vendedores que habían comenzado a resucitar.
—Ha sido una masacre —suspiró el capitán Navarro viendo cómo apenas lograban escapar una docena de sus hombres de aquella ratonera.
—¿Q-qué hacemos? —preguntó el cabo González.
El capitán Navarro dudó durante unos segundos; los últimos que habría de perder sin reaccionar como su rango dictaba.
—Comprueben que sus compañeros no estén heridos —ordenó con determinación—. Y suban a los camiones. ¡Nos vamos!
—Pe… pero… señor, las órdenes del Alto Mando eran aguantar la posición —balbuceó el cabo González.
—No sé desde cuándo da usted las órdenes, cabo González, pero en todo caso le autorizo a quedarse, si así lo desea —espetó el capitán Navarro—. Defienda el lugar con su sangre y con la de todos los que quieran quedarse con usted —dijo señalando a su alrededor, hacia los cientos de zombis que, surgidos de todas las calles que circundaban la céntrica plaza, comenzaban a avanzar hacia ellos—. El resto nos vamos para intentar sobrevivir.