MERE SAHIBA
La voz musical que salía de los altavoces preguntó:
—Mere sahiba, kaun jaane gun tere?
Sartaj no tenía respuesta para esta pregunta. Estaba sentado con las piernas cruzadas en una veranda del Templo Dorado, al borde del parkarma. A su derecha estaba el santuario de Baba Deep Singh, y enfrente el Harmandir Sahib estaba teñido de un dorado delicado, rojizo, por el sol de primera hora. Sartaj y Ma habían llegado a la entrada del templo puntualmente a las tres de la mañana, y habían entrado y observado la procesión que llevaba al Guru Granth Sahib sobre el agua, hasta su sede. Sartaj logró abrirse camino entre la multitud, y por unos pocos segundos colocó el hombro en el palki y ayudó a llevar el libro sagrado, y después volvió con Ma, con nostalgia por las oleadas de excitación y certeza que una vez sintió en esta tierra sagrada. En ese momento estaban sentados hombro con hombro, y el sol había salido, y el parkarma estaba abarrotado de gente, y el cantante hizo su pregunta.
Sartaj y Ma habían llegado a Amritsar el día anterior. Ella estaba muy cansada cuando llegaron a la casa del hijo de su mausa-ji, y se quedaron despiertos hasta tarde, en una cena larga con muchos primos y tías y parientes lejanos casi olvidados. Pero aun así le pidió a Sartaj que pusiera el despertador para las dos y media, y salieron hacia el Harmandir Sahib en la oscuridad. En aquel momento tenía las manos juntas sobre el regazo, y se mecía atrás y adelante con suavidad mientras movía los labios.
—¿Tienes hambre, Ma?
—No, beta. Ve y consigue algo de comer.
—No, estoy bien.
Sartaj estaba bien, más o menos, pero estaba preocupado por Ma. Estaba encerrada en algún mundo privado de recuerdo y dolor y oración, muy lejos de él. Tenía los ojos húmedos, y se daba toquecitos frecuentes en las comisuras de la boca con el chunni. Y rezaba, tan bajito que él no podía distinguir qué silabad estaba recitando. No sabía qué o por quién se estaba lamentando, o cómo hacer que se sintiera mejor.
—¿Te estás acordando de Papa-ji? —preguntó él.
Lentamente ella levantó la cabeza y se giró hacia Sartaj. Tenía los ojos marrones y enormes y sorprendidos, y de repente él tuvo la sensación de estar mirando a alguien a quien no conocía.
—Sí —contestó—. Papa-ji.
Pero no se lo estaba contando todo, había cosas de las que no hablaría. Sartaj lo sabía, y se sintió avergonzado, como si se hubiera metido en una habitación oscura que se suponía que no tenía que ver.
—Tengo hambre —dijo—. ¿Te quedarás aquí?
—Sí. Ve.
De modo que la dejó, y bordeó la alberca de superficie ondulada, a lo largo del parkarma. Había peregrinos sentados en las verandas, y dos niños pequeños se pusieron a correr por delante de Sartaj, perseguidos por su madre. Esta los agarró por los hombros e hizo que caminasen de vuelta hacia el padre, y el mayor de los niños sonrió a Sartaj, dejando al descubierto que le faltaba un diente delantero. Sartaj sonrió, y siguió paseando. La piedra estaba caliente bajo sus pies desnudos. Su recuerdo más temprano sobre Harmandir Sahib era el de tener fríos los dedos de los pies, y Papa-ji sujetándole la mano y guiándole con rapidez por el baño de pies fuera del complejo. Bajó a saltos los fríos escalones de mármol, deslumbrado por el reflejo dorado en el agua de la sarovar. Sabía que le habían traído aquí antes, de niño, pero eso era lo que recordaba en ese momento, aquella mañana de invierno, cuando caminaba entre Papa-ji y Ma, cogido de sus manos. Entonces no era capaz de leer los nombres de los mártires y soldados caídos de las placas de mármol incrustadas en los muros y pilares. Ahora le resultaba difícil esquivar los nombres de los muertos, apartar la mirada de las listas colocadas en el lugar por regimientos del ejército indio y familias apenadas. Ahí había una placa, en el muro justo al lado del paso elevado que conducía al Harmandir. Un capitán del octavo batallón de la infantería ligera de Jammu y Cachemira había caído en Siachen. Dos años después de su muerte, su esposa —que también era capitán— donó 701 rupias y colocó la placa en su memoria. Ahora había pasado más de una década, y Sartaj se preguntó si la esposa todavía sufría. Estaba seguro de que sí. Sartaj imaginó al marido, lejos, sobre cimas irregulares, escalando un muro de hielo como un espejo. El marido era muy joven, y valiente, y estaba mucho más arriba de cualquier asentamiento humano, y estaba escalando hacia la muerte. Y Sartaj pudo ver a la esposa, con su uniforme militar, con el rostro levantado hacia la salida del sol. Sartaj caminó, y lloró.
¿Por qué estaba llorando? Lloraba al muerto, el capitán, pero también a sus enemigos, que le habían esperado en aquel campo de batalla congelado, respirando aire entrecortadamente y atrofiándose los pulmones. Lloraba por todos los nombres de todas las placas, y por los mártires sikhs de los cuadros del museo del piso de arriba que resistieron defendiendo su fe y fueron torturados y destrozados y ejecutados. Lloraba por los seiscientos cuarenta y cuatro nombres de la lista del museo, por los sikhs asesinados cuando el ejército asedió el templo en 1984, y lloraba por los soldados que fueron abatidos a balazos sobre aquellas mismas piedras. Sartaj paseó. Se limpió la cara, y completó el círculo alrededor de la sarovar. Ma todavía estaba allí, con la espalda apoyada contra el pilar, los ojos cerrados. Él pasó por su lado, y empezó a caminar alrededor del parkarma de nuevo. Un anciano le miró con curiosidad, con dulzura, y Sartaj se dio cuenta de que estaba llorando otra vez. No había cálculo que pudiese determinar exactamente cuánto se había sacrificado o cuánto se había ganado, solo quedaba este reconocimiento de la pérdida, del dolor soportado y asimilado. En aquel momento, el calor llegó a los pies de Sartaj, y él le dio la bienvenida y siguió caminando. En su vuelta alrededor del Estanque del Néctar, encontró una especie de paz. No esperaba que Vaheguru le perdonase, ni siquiera si su fe fragmentada, escéptica, en Vaheguru le daba el derecho a pedir perdón. No sabía si era un buen o un mal hombre, o si sus acciones se originaban en la fe o en el miedo. Pero había actuado, y en ese momento el paseo le hacía daño y le consolaba. De modo que siguió paseando, en círculo, más allá del Dukh Bhanjani Ber, que curaba todas las aflicciones, y más allá de la plataforma de Ath-sath Tirath. Dio la vuelta, y después otra vez. Olvidó cuántas vueltas había dado, y que estaba caminando, y solo quedó el movimiento de su cuerpo, el agua reluciente y la canción.
—¿Sartaj?
Ma tenía una mano en su codo.
—Solo estaba paseando —contestó él.
Se limpió la cara con la manga, y la condujo de vuelta a la sombra del pasillo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.
Alargó la mano, le enderezó el cuello de la camisa. Era su madre de nuevo, con el ceño fruncido con preocupación y el deseo de verle completamente limpio y elegante. La extraña que había visto en ella un rato antes había desaparecido. Oculta, quizá.
—Nada, Ma. ¿Estás lista para irte?
Lo estaba, y recorrieron el parkarma hacia la salida. Pero entonces Sartaj se detuvo. Aquella mañana de invierno de hacía mucho tiempo, cuando vino aquí con Papa-ji y Ma, Papa-ji quiso que se diese un chapuzón en la alberca. El propio Papa-ji se quitó la camisa y los pantalones, y se metió en el agua con sus kachchas a rayas azules. «Ven, Sartaj» —le llamó, haciendo señas. Pero Sartaj se escondió detrás de Ma, y se negó a ir—. A un sher como mi hijo no le importa un poco de frío —animó Papa-ji—. «Venga». Pero no era al frío a lo que le tenía miedo Sartaj. Se había vuelto tímido de repente. Se percató de la masa en los hombros morenos de Papa-ji, y se sintió flacucho y pequeño, en absoluto un sher. No quería que le mirase toda aquella gente. Así que negó con la cabeza y se aferró a Ma, y ella le consintió: «Deja al niño en paz, ji, cogerá un resfriado». Y Papa-ji se rió y salió de la alberca, mientras el agua caía en cascada sobre los escalones, el kara brillante contra la amplitud de su muñeca.
Ahora era verano, y a Sartaj no le quedaba timidez.
—Creo que me daré un chapuzón —le dijo a Ma.
Ella estuvo encantada, pero fue práctica como siempre.
—¿No tienes una toalla ni nada?
Él negó con la cabeza, y se encogió de hombros. Ella le esperó junto al Dukh Bhanjani Ver, sosteniéndole sobre el antebrazo la ropa doblada con cuidado. Él descendió los escalones, girando los pies de lado sobre la piedra húmeda. El agua estaba sorprendentemente fría, y le apretó por los costados. Había muchos hombres en el agua alrededor de Sartaj, y murmullo de oraciones. Juntó las manos y sumergió la cara en el agua, y los sonidos se suavizaron. Muy lejos, por debajo, había un manantial antiguo que conducía al centro de la respiración del mundo. Una oleada prolongada, un movimiento lento en el agua, le golpeó contra el pecho, le reanimó y le sostuvo. Notaba un estruendo suave en los oídos, un susurro, como olas en la playa oídas desde muy lejos. Estaba dentro de él, aquel sonido. Por un momento, todo el peso de Sartaj se desvaneció, sintió que se levantaban sus brazos envejecidos y su estómago flojo, y flotaba. Subió, y le cayeron gotas brillantes de las pestañas, y le sonrió a Ma.
Ella levantó la mano que tenía libre, con la palma hacia él, y le devolvió la sonrisa.
En el compartimento de vuelta a Mumbai, sus compañeras de viaje eran dos hermanas, una de dieciocho años y la otra de veinte, y sus padres. Las dos chicas llevaban salvar-kamizes elegantes en rojo y verde, y pusieron canciones de Kishore Kumar en un casete portátil. Aunque eran muy educadas, y primero le preguntaron a Ma si le importaba. No le importaba, así que todos recorrieron a gran velocidad la campiña panjabí con la cadencia de Geet gaata hoon main y Aane waala pal, con el continuo golpeteo de las ruedas por debajo. Ma entabló pronto una conversación profunda con la madre de las chicas, acerca de todo, desde cuánto había cambiado Amritsar hasta un joyero que ambas conocían en Andheri. Sartaj habló con el padre.
—Fui a Bombay hace veintitrés años —contó el hombre.
Se llamaba Satnam Singh Birdi, y era carpintero. Había ido a la ciudad solo con sus habilidades y el nombre de un conocido de su padre anotado en un pedazo de papel. El contacto del pueblo no funcionó, el amigo de su padre fue indiferente, de modo que en aquellos primeros días Satnam Singh durmió en aceras y pasó hambre. Pero era un buen trabajador, encontró empleos trabajando para otros carpinteros y empresas de decoración. Su especialidad eran los armarios elaborados, las mesas ornamentadas, los despachos. Al cabo de siete años se fue para montar su propio servicio de carpintería con dos de sus hermanos, y habían prosperado. El hermano más joven se pasó media vida, casi, en la ciudad, y siempre fue bien vestido, llevaba móvil y hablaba inglés. Era su testaferro, atraía clientes y negociaba los contratos. Se habían expandido, y ellos mismos contrataban a muchos carpinteros. Vaheguru había bendecido a la familia, y ahora Satnam Singh y su esposa tenían un apartamento bonito en Oshiwara. Las niñas habían crecido, y eran estudiantes estupendas, de matrícula de honor.
—Esta —explicó Satnam Singh— quiere ser médico. Y la pequeña dice que quiere pilotar aviones.
La pequeña reaccionó de inmediato al suspiro tolerante en la voz de su padre.
—Papa —dijo con aspereza—, muchas mujeres son pilotos hoy en día. No es nada inusual.
Y se sumergieron de forma inmediata y feliz en lo que de forma evidente era una discusión familiar que venía de largo. Ma —la madre de Sartaj— se puso de parte de la pequeña, para sorpresa de su nueva amiga, la otra madre.
—Eso está muy bien —comentó Ma—. ¿Por qué hay que frenar a las chicas?
Sartaj les escuchó hablar a todos, a Satnam Singh Birdi y su esposa Kulwinder Kaur y sus hijas Sabrina y Sonia, y le sorprendió la inyección de alegría que se extendió por su pecho como jarabe tibio. Se contuvo, porque no había base para aquella esperanza. Era solo una familia, una historia. Y, sin embargo, ahí estaba: ese hombre y esa mujer habían viajado lejos, y habían trabajado, y habían construido una vida. Ahora sus hijas miraban hacia delante buscando más. No era demasiado. Sin duda ya habrían tenido tragedia y tribulación, y Sabrina y Sonia llegarían, con el tiempo, a sus propios desengaños y derrotas. Pero Sartaj no pudo evitar una sonrisa en el rostro, y se rió en voz alta ante las ocurrencias de Sabrina con su madre.
Comieron todos juntos, compartieron paraunthas y bhindi y puris, y frutas compradas en las estaciones. Después de comer, los mayores durmieron, y las chicas quisieron escuchar historias policiales de gente famosa. Sartaj les contó unas cuantas adecuadas a su edad, sobre estrellas y magnates del cine, y le fue entrando el sueño. Tuvo que aceptar, al final, que era uno de los mayores, y escaló hasta su litera y durmió profundamente, arrullado por el balanceo del tren.
El olor a chai le despertó, chai y pakoras. Se quedó tumbado y quieto unos minutos, disfrutando de la promesa del momento, del placer de su propio cuerpo descansado, de la urgencia creciente del silbido y la velocidad, de la llegada a casa con Mary esperándole. Después bajó, y comió. Las chicas sacaron dos paquetes de cartas, y repartieron una mano de rummy, incluyendo a todo el mundo. Ma dijo que no había jugado en años, que era demasiado vieja para jugar bien, pero después resultó ser una jugadora hábil y astuta. Engañó en las manos que ganó con un brillo en los ojos, y jugó su baza con ferocidad, soltando la carta dando un golpe.
—Vah, ji —dijo Kulwinder Kaur—, eres toda una experta. ¡Vaya cartas lanzas cada vez!
Mucho más tarde, después de cenar y cuando la familia Birdi estaba dormida, Sartaj se sentó a los pies de la litera de Ma, abajo. Sabía que ella no se podría dormir hasta mucho más tarde. Estaba recostada, boca arriba, con las rodillas dobladas. Por detrás de su cabeza, los campos pasaban a toda velocidad, asombrosos y bellos en la estela de la luz de la luna.
—¿Ma? —preguntó Sartaj en voz baja.
—¿Sí, beta?
—Ma, hay una chica…
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
Ella se rió. Sartaj no podía verle la cara, pero sabía cuál sería el aspecto, cuando inclinaba la barbilla hacia abajo y movía la cabeza de lado a lado.
—Yo también soy una policía-vali —contestó—. Tengo amistades que me cuentas cosas. Sé muchas cosas.
—Es cierto. Las sabes.
Cambió de postura y se puso de lado, con una mano bajo la mejilla.
—Eso es bueno, beta. —En ese momento no estaba bromeando en absoluto—. Un hombre debería estar con una mujer. Así es. No puedes pasar la vida solo.
—Pero a ti te gusta estar sola —respondió Sartaj.
Tal vez era la oscuridad lo que hacía posible que le hablara con tanta claridad, mostrándole con qué diligencia guardaba Ma su propia independencia.
—Eso es distinto —replicó ella—. Lo he visto todo de la vida, Sartaj. He cumplido con mi obligación.
Utilizó la palabra en inglés duty, obligación, y Sartaj se acordó de Papa-ji diciendo: «Arre chetti kar, dooty par jaana hai». Era extraño pensar en el amor como obligación, imaginar que el salvar-kamiz y la paranda de color rojo de Ma habían sido como una especie de uniforme, que quizá el cuidado diligente de la salud, el aseo y la alimentación de él y Papa-ji no había sido natural, sino de alguna forma cultivado y sacrificado de manera consciente. De modo que esa figura familiar que descansaba junto a él había llevado su propia vida privada en todos los hogares que habían compartido, tenía su propia historia de cada cumpleaños, cada viaje. De nuevo Sartaj tuvo el sentimiento inquietante de que aquella mujer, su propia madre, Prabhjot Kaur, era también alguien a quien no conocía. Le dolió el corazón, solo ligeramente, pero de aquel dolor surgió un cariño nuevo por esa extraña con quien había vivido todos aquellos años. Ella había trabajado muy duro, sin reconocimiento, sin recompensa. De modo que quizá era una policía-vali mal pagada incluso más de lo que ella misma creía. Él sonrió, y preguntó:
—¿Te duelen los pies?
—Un poco.
Sartaj le masajeó los tobillos, le apretó los pies. El tren cogió velocidad, y atravesó un puente largo con aquel traqueteo retumbante que mezclaba euforia y nostalgia. Quienquiera que fuese esa mujer, sentado a sus pies, Sartaj no se sentía solo, ni aislado. Había sido muchas cosas para él. Habían sido madre e hijo, pero también eran Prabhjot Kaur y Sartaj Singh, habían sido un sostén mutuo durante muchos años, y eran amigos. Fuera de la ventana, el río se alzaba hacia el horizonte en un derrame vasto de luz helada color plata. Sartaj sostuvo los pies de su madre, y con el peso frágil de sus huesos sobre la mano, pensó: está mayor. Se permitió pensar en su muerte, y se estremeció de pronto, pero no se puso triste. Toda relación llegaba cargada con la pérdida, todo apego con la posibilidad de la traición. Este enigma no podía evitarse, ni se podía escapar de él, y no se ganaba nada con quejarse. El amor era obligación, y la obligación era amor.
Sartaj se encontró pensando en esas ideas filosóficas, y sonrió ante su propia necedad. Debo de estar cansado, pensó. Dio palmaditas a los pies de Ma, después en silencio subió a su litera. Se acurrucó sobre una sábana blanca, y una canción de aquella tarde surgió de debajo de las ruedas al moverse. ¿Era una canción de Kishore Kumar, qué era? Podía oír la melodía, pero ¿cómo era la letra? Estiró la sábana hasta la barbilla y, en voz muy bajita, tarareó la canción e intentó recordarla.
Mary quería poner barro sobre la cara de Sartaj.
—No es barro —dijo indignada, pero eso era exactamente lo que parecía, barro en un bote pequeño de color rosa.
—Sí, lo es —replicó Sartaj—. Te has ido abajo y lo has cogido de debajo de alguna de las plantas.
Estaban sentados uno frente al otro, sobre la cama de él. Era la primera vez que ella visitaba su apartamento, y Sartaj se había pasado la tarde ordenándolo y limpiando el polvo que se había acumulado durante su viaje a Amritsar. Mary llegó a las seis y media, con una pequeña mochila azul sobre el hombro. Él le tomó el pelo acerca de lo joven que parecía, como una universitaria elegante, y luego hicieron el amor. Después, le contó el viaje, y lo mugriento que se había sentido, a pesar de ir todo el tiempo en un compartimento con aire acondicionado. En aquel momento ella salió de un salto de la cama y hurgó en su mochila y volvió con el bote de barro.
—Es un tratamiento facial muy caro, Sartaj —explicó Mary—. En el salón de belleza, la gente paga mucho por él, no te imaginas. Mira, tiene frutas y esencias. Te rejuvenecerá la piel, te quitará todas las impurezas del tren, todo ese polvo y arenilla. Es como multani mitti, solo que mejor.
Se movió hacia delante, de modo que se sentó a horcajadas sobre los muslos de él. Llevaba una sábana alrededor de la cintura, y el pelo descendía hacia la curva de sus hombros desnudos.
—Arre, no te muevas, baba.
Metió dos dedos en el bote, y le aplicó el material en la frente. Se notaba cómo se expandía el frescor, fresco y terso.
—Echate el pelo hacia atrás.
Ella trabajaba con cuidado y lentitud, con la lengua entre los dientes. Él se estiró hacia delante, y ella se rió y dejó que la besara, pero solo un momento, y después lo empujó hacia atrás con la base de una mano sobre el hombro. Él se tumbó sobre una almohada y observó los ojos de ella, el marrón tamizado de su piel. Tenía arrugas poco profundas en los labios, y él examinó la curva de sus pestañas. Cuando terminó, y asintió con satisfacción, él le cogió el bote y cogió un poquito y lo deslizó por la línea del pómulo de ella. El material era rojo y más suave que el barro común, muy uniforme y tamizado, y se deslizaba con facilidad. Le pintó la cara, trabajando de arriba abajo. Cuando llegó al cuello, Sartaj inclinó la cabeza hacia atrás, notando cómo la arcilla ya le estiraba su propia piel, y hubo un momento de asombro cuando la vio entera, porque era Mary pero no del todo Mary. El rojo creaba una máscara sobre ella, de forma que los rasgos eran los que conocía bien pero el rostro estaba quieto y era impenetrable y desconocido.
—No pareces tú —le dijo.
Ella asintió.
—Ahora tenemos que dejar que se seque —comentó—. Quince-veinte minutos.
Así que se quedaron sentados, con las manos de ella sobre el pecho de él, y él cogiéndola por la cintura. Sartaj observó que el rojo cambiaba de color, se volvía más claro, y aparecieron grietas. Era como mirar una antigua estatua de piedra, excepto por los ojos de ella en el centro, brillantes y resplandecientes. Era inquietante de algún modo, esta abstracción de Mary en otra cosa, algo impersonal, de modo que apartó la mirada, por encima del hombro de ella. La puerta del armario estaba abierta, y en la parte exterior estaba el espejo grande que había clavado mucho tiempo atrás, para comprobar su imagen antes de salir cada día. En ese momento pudo verse a sí mismo y a Mary, perfilados y simétricos, y parte de su propio rostro, las mejillas rojas bajo la mata de pelo suelto. Había un desconocido ahí, un hombre igualmente desconocido. Respiró, y volvió a mirar a Mary, muy tranquilo, y la sujetó muy fuerte.
La respiración de ambos se arremolinó en el silencio y se volvió más fuerte que el sonido de las calles detrás de la ventana, y las llamadas de los pájaros apenas se notaban en sus respiraciones. Mary le había dicho que el tratamiento le rejuvenecería la piel, pero más allá de tensarle la piel, el barro parecía tener efectos más profundos. Estaba ahí con Mary, y no temía ni la felicidad ni el sufrimiento que hubiera más adelante. Volvía a estar vivo, como si se hubiese liberado de algo. No entendía por qué era así, pero estaba satisfecho por no entenderlo del todo. Con estar vivo era suficiente.
—Está seco —comentó Mary—. Vamos a quitarlo.
La guió al baño de la mano, y le quitó la sábana y la metió detrás de las toallas. Ella giró los gritos que había en la pared, y un chorro de agua salió volando por la habitación estrecha. Ella se rió, girándose hacia él, y su sonrisa agrietó la arcilla. Él también se rió, sin ninguna razón. Se lavaron la cara el uno al otro, y el barro recorrió sus cuerpos y quedaron cubiertos por un glaseado, y Sartaj vio a Mary —a la Mary de quien sabía algo— surgir de la capa de rojo, y quiso tocar todas y cada una de sus partes, y lo hizo.
Un grupo de hombres del ayuntamiento estaba trabajando en un agujero de la calle. No estaba trabajando en realidad, estaba de pie alrededor del agujero, mirándolo, y aparentemente esperando a que pasase algo. Mientras tanto, un embudo inmenso de tráfico empujaba hacia el cuello de botella. Sartaj estaba en algún lugar hacia la parte de delante, en su moto. Le cortaban el paso un autobús BEST y dos autorickshaws, y nadie podía irse a ninguna parte, de forma que todos esperaron de modo amigable. El autobús estaba abarrotado de gente que iba a trabajar, y los autorickshaws llevaban a estudiantes universitarios a sus clases. Había muchachos trabajando en el tráfico estancado, vendiendo revistas y agua y estatuas chinas chabacanas de un hombre riéndose con las manos sobre la cabeza. Un par de mendigos lisiados iban de coche en coche, dando golpecitos con sus muñones sobre los parabrisas. Sonaban dos radios en algún lugar cercano, mezclando canales. Sartaj lo absorbió todo, incrédulo por haber echado de menos todo eso mientras estuvo fuera, y estar contento de haber regresado. Incluso aquel hedor particular de tubos de escape y alquitrán ardiendo y acalorado, incluso eso resultaba delicioso. Debo de estar loco, pensó. Y se acordó de Katekar, que estaba loco de la misma forma, que se quejaba sin parar pero confesaba añorar la ciudad cuando iba al pueblo de sus parientes políticos. «Una vez que te toca el aire de este lugar —había dicho Katekar—, eres negado para cualquier otro sitio». Y movió el dedo en círculos al lado de la frente, y rió, sacudiendo los hombros.
El autobús se movió, y Sartaj viró bruscamente hacia delante, arriesgándose a un encuentro con toneladas de metal, y después pasó por el lado de los hombres del ayuntamiento y a través del agujero. Aceleró hacia delante. Una curva engalanada con carteles brillantes de películas nuevas le condujo cerca de una playa, y el mar estaba en calma y marrón. Había una nueva construcción cerca del naka de Kailashpada, un andamio descomunal de acero se clavaba en el suelo. Los peones habían levantado sus tiendas rojas y azules a su sombra, y bebés desnudos gateaban sobre los montones de grava. Sartaj aminoró por un par de perros blancos y larguiruchos que cruzaron la carretera con toda la intención, exactamente como si tuviesen una reunión importante en cinco minutos. Sopló una brisa contra el pecho de Sartaj, y él se sintió feliz.
Cruzó con facilidad las verjas de la comisaría, y aparcó frente a la oficina central de la zona. Desde donde estaba sentado, podía ver a través del área de recepción hasta el pasillo que daba al despacho del inspector adjunto y la sala de interrogatorios. Kamble estaba sentado en el escritorio justo enfrente de la puerta principal, inclinado y escribiendo algo en un registro. Había un hombre y una mujer sentados delante de él, apoyados el uno en el otro, arrimando los hombros. Al lado un agente llevaba esposado a un detenido. El roce de una jhadoo contra la piedra llegaba desde un balcón de arriba, repitiéndose con lentitud. Majid Khan llamó a un inspector, y la mueca expresiva de su improperio amistoso hizo sonreír a Sartaj.
Sartaj se bajó de la moto. Puso los pies sobre el pedal, uno tras otro, y con un pañuelo que tenía de sobra los pulió hasta que relucieron. Después deslizó un dedo alrededor de la cintura, sobre el cinturón. Se dio unas palmaditas en las mejillas, y se repasó el bigote con el índice y el pulgar. Estaba seguro de estar magnífico. Estaba listo. Entró y comenzó otro día.