GANESH GAITONDE ES RECLUTADO DE NUEVO
Me arrestaron un jueves por la tarde. Vinieron a por mí a Gopalmath, a mi casa. Los policías eran una visión bastante habitual en mi darbar, conocían muy bien mi dirección exacta, dónde vivía. Nunca me había ocultado. A veces venían a buscar a alguno de nuestros hombres, a veces a hacerme preguntas, a veces incluso a pedirme un favor a escondidas. Yo siempre les daba la bienvenida, les daba chai y galletas y respuestas y después los mandaba seguir su camino. Esta vez eran el muchchad Majid Khan y tres subinspectores que no conocía, y diez agentes, todos de paisano.
—Sentaos, sentaos —dije—. Arre, traedles bebidas frescas —grité.
Pero Majid Khan no se sentó. Sus hombres se desperdigaron por la habitación, y Majid Khan soltó:
—Parulkar saab ha conseguido una orden de arresto esta mañana. Tengo que arrestarte.
—Tu Parulkar saab está loco, el maderpat —contesté—. No tiene ni una sola prueba contra mí. Ni un solo testigo.
—Ahora lo tiene —replicó él—. Pillamos a ese chutiya de Nilesh Dhale, de Malad, la semana pasada. Llevaba una pistola encima, y otra en la maleta. Así que Parulkar saab te tiene por esconder a criminales y por complicidad en actos criminales, y también por posesión de armas ilegales. Y que estuviera en la maleta significa que estaba siendo transportada, así que también por traslado y venta de armamento. Sumará actividades antinacionales. ¿Qué más necesita? Después de darle dos bofetadas en la cara, Dhale canta como un pájaro. Para mañana, Parulkar te habrá implicado en la conspiración para matar a Mahatma Gandhi.
—No le pasé ninguna pistola a ese bastardo de Dhale, ¿verdad? ¿Por esta tontería vais a arrestarme? Parulkar no puede probar nada de eso.
—No es necesario probarlo, ya lo sabes. Todo lo que necesita es tenerte dentro por un tiempo, eso lo sabes.
Lo sabía muy bien: vivía bajo la TADA, y bajo la TADA un tiempo podía durar una década. Con esta ley podían mantenerme dentro mientras durase cualquier juicio, sin fianza, nada, ni siquiera si duraba seis años, o diez. Al final de todo podías ser absuelto por completo, pero aun así habrías pasado años tras los barrotes. Por eso Suleiman Isa y sus lugartenientes principales se habían marchado al extranjero, por miedo a la TADA y a las eliminaciones falsificadas. Este Majid Khan era bastante respetuoso, pero era un inspector menor, y conocía mis conexiones con los rakshaks, que podían estar en el poder tan pronto como tuvieran lugar las próximas elecciones, al año siguiente. Pero en ese mismo momento había un gobierno del Partido del Congreso en el estado, y su Parulkar saab estaba cercano a ellos, de modo que yo tenía que entrar en la cárcel.
—Ven tranquilamente —dijo Majid Khan con mucha deferencia—. Tengo diez hombres más de paisano ahí fuera, todos armados. Y dos camionetas más al girar la esquina, a dos minutos de aquí. Cualquier problema y tendremos una guerra que ninguno de nosotros quiere.
Estaba diciendo esto porque Bunty y dos de los chicos estaban de pie en la puerta, haciendo frente a los policías. Por mi expresión podían ver que algo iba mal. Pude oír gritos de preocupación desde fuera, y pies que corrían. Bunty y los chicos podían oponer resistencia, pero yo estaría muerto. Mirando a Majid Khan lo supe. Estaba siendo cuidadoso, mostrando interés por su futuro, pero si se daba el caso era el hombre de su jefe, y desenfundaría la pistola. Había muchos que se alegrarían enormemente si me matase a tiros: Suleiman Isa. Parulkar y sus amigos en la policía, una administración del Congreso repleta de aliados de Isa, una docena de industriales que nos pagaban mes tras mes. No, la resistencia era estúpida, y, en esta vida, con quienquiera que estuviese casado, la cárcel era mi sasural. Lo aguantaría, y con facilidad, porque era Ganesh Gaitonde. Así que calmé a Bunty, y le dije que se ocuparan de todo, y que tuvieran cuidado. Me despedí rápidamente de mi esposa y mi hijo, y me fui.
La policía tenía una orden de prisión preventiva para catorce días, y la ampliaron y reampliaron seis veces. Durante ochenta y cuatro días me tuvieron en el calabozo de Savara, cerca de Kailashpada. Había una habitación, de tres por tres, un colchón sucio, un matka de agua del grifo sin filtrar, un cubo, un agujero apestoso en el suelo a modo de letrina, y yo. Parulkar me mantuvo solo, alejado de cualquiera de mis hombres que pudiera pasar por el calabozo de camino a la cárcel, alejado de amigos así como de enemigos. Me llevaron a los tribunales con una capucha en la cabeza, esposas en pies y muñecas, solo yo en un jeep con cinco fusileros.
—Eres un invitado especial —me dijo Parulkar—. Nuestro invitado VIP.
Los trayectos en coche al juzgado eran el único momento en que sentía el sol, e incluso entonces tenía miedo porque si iban a eliminarme sucedería durante esos viajes. La historia sería: los hombres de Gaitonde intentaron rescatarle, Gaitonde trató de escapar, así que tuvieron que dispararle. Había pasado años rodeado de mis hombres, de la comodidad de sus armas, y ahora estaba aprendiendo de nuevo lo que significa estar solo de verdad. Todos los días me despertaba con el silbido de la luz de tubo del pasillo fuera de mi celda, y esperaba morir. La muerte había estado cerca de mí durante mucho tiempo, pero ahora sentía que caminaba, a cada momento que pasaba, al borde de un abismo enorme, y que la diferencia entre la luz del sol y el abismo era tan solo un ligero empujón por parte de uno de los hombres de Parulkar. Todas las noches me daba miedo dormirme, porque no sabía si me despertaría.
Y, todos los días, me interrogaban. Los días que lo hacía Majid Khan o uno de los otros inspectores, el interrogatorio transcurría con rapidez, con rondas de té y yo inventándome historias sobre pistoleros muertos. Me empujaban, hacían preguntas rápidas, intentaban cazarme en contradicciones y errores.
—Pero dijiste ayer que Sandeep Aggarwal le llevó el dinero a Bada Badriya en junio, ¿cómo pudo saldar sus deudas en abril?
Eran listos, pero no tan listos como yo, me encantaba contarles historias. Tenía muy buena memoria, me acordaba de todas las conexiones entre los relatos que inventaba, y de esa forma me mantenía coherente, y les frustraba e intrigaba. Era mejor estar en la sala de interrogatorios con sus ventanas y los árboles altos de fuera y el aire fresco a estar en la tumba sofocante de una celda. Y por toda su curiosidad de policías y deseo urgente de saber todo lo que yo sabía, nunca me pusieron la mano encima Tenían vidas por construir, carreras por las que trabajar. Si mis amigos rakshak iban a convertirse en ministros del mañana, y mañana yo recordara a estos pequeños policías con mala intención, mañana mismo serían destinados a Aurangabad. Así que nos comportamos como hombres juntos, y me llevaron buena comida del hotel del otro lado de la calle, y paan, y ropa limpia. Para mis dolores de estómago, que empezaron el primer día que pasé en el calabozo, me llevaron tabletas de podhina y jaljira.
Pero cuando Parulkar dirigía los interrogatorios era un juego totalmente distinto. Siempre era de noche. Se sentaba en un sillón, se quitaba los zapatos, bastante relajado. Me tenía de pie en medio de la habitación, directamente debajo de la luz que colgaba, y siempre ponía a dos de sus inspectores de pie detrás de mí. Hacía sus preguntas como si estuviese hablando con un amigo sobre el viaje que iban a hacer a Lonavla el sábado siguiente, sin prisas y tranquilo. Pero después seguían los golpes, ráfagas de palizas repentinas contra mis pantorrillas que hacían que me tambalease hacia delante, golpes intensos en la espalda, que me vaciaban de aire. Hacían que cayese de rodillas una y otra vez, y, jadeando en el suelo, le odiaba. Me levantaban cada vez, y él volvía a empezar. Preguntas, preguntas. Su rostro oculto más allá del círculo de luz, su barriga levantada hacia mí. Resistí. Lo que no podía soportar era el insulto de los golpes secos en la parte trasera de la cabeza, las palmadas que escocían y me hacían saltar las lágrimas de los ojos, los destellos entumecedores que me encendían los ojos desde dentro. Cuando Majid Khan estaba presente durante una de las sesiones de Parulkar, sentía su odio en los puñetazos que me daba en la parte baja de la espalda, toda esa ira que ocultaba por el bien de su supervivencia. Cuando se sentía liberado por las órdenes directas de Parulkar, me golpeaba fuerte. Durante el quinto interrogatorio, ese gordo bastardo de Parulkar empezó a reírse de mí.
—Mirad al gran Ganesh Gaitonde llorando como una nena —soltó—. Mirad cómo berrea.
No lo hacía. No estaba llorando. Me limpiaba lágrimas de jillas, pero eran por los estallidos agudos en los oídos, que hacían que las lágrimas comenzasen de inmediato. Era automático, mi cuerpo reaccionaba como lo haría al tener polvo de carbón en los ojos, y no tenía nada que ver con estar llorando. Pero ese maderchod de Parulkar estaba seguro. Se inclinó hacia delante en la silla para reírse de mí, y mirando su nariz de cerdo gordo, sus dientes pequeños, supe que me mataría. Era el hombre de Suleiman Isa, y estaba ligado a sus amos políticos, y, a diferencia de sus subordinados, estaba bastante dispuesto a hacerme daño, me partiría los huesos, no pararía con las palmadas de la patta, me golpearía los pies con lathis y me ataría electrodos a los golis. Había recorrido mucho trecho de la calle con sus aliados como para tenerme miedo. Entre él y yo no habría acuerdo, y me haría sufrir.
Así que decidí llorar para él. Tenía que jugar bien de forma precisa, era un viejo, viejo khiladi, y había interrogado a miles de hombres, había hecho que se rompiese cada uno de ellos. Había ascendido porque era astuto como un cuervo viejo, había caminado de puntillas por toda una vida de trampas, había observado con esos ojos suyos un tanto bizcos. Si lloraba demasiado fuerte, o con demasiada facilidad, se daría cuenta, sabría que era un fraude. Así que actué al contrario, como si estuviese avergonzado, como si tratase de ocultarlo, como si estuviese tratando de buscar coraje. Como si me estuviese estremeciendo por los golpes a pesar de mí mismo, y me estuviese astillando bajo ellos. Le di su victoria, una fácil pero para la cual sin embargo trabajó. Cuando al final supliqué, rebosaba de orgullo y satisfacción, de forma grasienta.
—Entonces dame algo —pidió—. Dame algo y te mandaré de vuelta a tu celda. Mañana incluso puedes ir a ver al médico y conseguir medicinas para tu estómago. Muéstrale todos tus achaques.
Lo hice. Le di a dos pistoleros, pequeños freelance que podías contratar por tres mil rupias. Trabajaban para todos, para Suleiman Isa, para nosotros, para cualquier otro, se les podía comprar. Así que se los vendí a Parulkar a cambio de un poco de paz, una radio en mi celda, y visitas al médico. Se mostró muy satisfecho cuando le conté los tres sitios en los que dormían, y más satisfecho cuando los cogieron aquella misma noche y los eliminaron antes de que saliese el sol. Debían de haber avisado ya a los periodistas aquella tarde, porque la historia salió en los periódicos de la tarde del día siguiente, completa con fotos de los tipos muertos.
Así que después confió en el poder que tenía sobre mí. Justo la tarde siguiente me enviaron a ver al médico, un médico que fue a verme a la comisaría y se reunió conmigo en la habitación junto al despacho de Parulkar. Me palpó el estómago, extendió recetas en papelitos, me dijo que tenía demasiada tensión y se fue. Le pasé el papel al agente que me había llevado a la habitación y me había vigilado durante el reconocimiento. Era un tipo llamado Salve. Hablé con Salve. Le dije que consiguiera el medicamento, y que mi abogado le daría el dinero. Y que mi abogado le ayudaría en cualquier cosa que necesitase, que Salve podía contar conmigo. Que podíamos ser amigos. Que tener amigos era una buena cosa en este mundo, en esta kaliyuga en la que vivimos. Salve estaba asustado, pero escuchó. Mi abogado le pagó por las medicinas, y añadió diez veces más que eso a modo de propina. Toma, le dijo a Salve, un regalo de bhai. Un hombre como Salve, con sus tres hijos y esposa y familia amplia y extensa de madre y padre jubilado y hermana viuda y sus hijos, un hombre así necesita dinero. Debe tenerlo. De modo que Salve cogió mi dinero, y entonces tuve un enlace con mis hombres, que estaban fuera. Mi abogado había llevado mensajes antes de esto, y había traído noticias, pero era bueno tener a Salve. Estaba en el calabozo todos los días, me escoltaba de un lado a otro, me llevaba comida y agua y pilas para la radio, y también informes de la banda, y preguntas, y peticiones. Al principio no nos fiábamos de utilizarlo, pero, a medida que obtuvo más de nosotros, se volvió nuestro. Para el final de mis días en preventiva, entre él y mi abogado sentía que volvía a dirigir mi banda. Estaba conectado, reconectado.
Pero todo ese pase de mensajes no me salvaba de las cuatro paredes de la celda, del silencio por la noche cuando los pasos en las escaleras lejanas me recorrían la parte trasera del cráneo y hacían que me retorciese inquieto e incapaz de dormir. Por las tardes me quedaba tumbado sudando sobre el suelo, intentando refrescarme los hombros, las caderas. Había olvidado cómo estar solo. Había vivido tanto tiempo con mis hombres y mi esposa e hijo, tan cerca de ellos, que en esa celda sentía que me estaba cayendo por un vacío, constantemente a la deriva en una nube de sombras. Me habían puesto al final de una curva sin salida en el pasillo, detrás de una puerta exterior que me aislaba de los otros prisioneros. Estaba solo. La radio chisporroteaba y sintonizaba, y yo le colocaba la antena con mil ajustes delicados, la sujetaba contra un lado de la pared que amplificaba el volumen. Y entonces, cuando podía sonsacarle una canción, me consumía la nostalgia. Con los trinos delgados, crepitantes, de canciones de los sesenta, revivía mis propios días de hacía una década, de hacía un mes. Y cuando paraban las canciones, sentía que las preguntas cobraban vida en mi cabeza, como un nido de parásitos: ¿qué hay en el futuro? ¿Qué ha ido mal en el pasado, para llevarme a esto? ¿Por qué no era más poderoso que Suleiman Isa, más famoso? ¿Por qué mi banda solo tenía una tercera o una cuarta parte de poder e importancia? ¿Mi contrabando de armas me daría más poder, más conexiones? ¿Me volvería más grande? Desde que empecé a trabajar con Bipin Bhonsle y su Sharma-ji, tenía la sensación de estar participando en un juego muy amplio, un juego tan grande que a pesar de mi crecimiento reciente en él me sentía como un enano. Había vuelto a empequeñecer, y esto era espantoso y emocionante al mismo tiempo. En esta batalla enorme, que daba vueltas, Bhonsle y Sharma-ji eran mis aliados, y había creado mis vínculos con ellos, les había escogido como ellos me habían escogido a mí. Estaban de mi lado, eran mi equipo. Pero ¿cuál era el propósito? ¿Dónde estaba el final de la guerra? ¿Por qué? ¿Por qué? Este «por qué» me rondaba en la cabeza, dando vueltas y vueltas, como una rata atrapada en una caja de hierro. ¿Por qué? Y en su estela este «por qué» dejaba detrás un agujero esculpido por sus zarpas hundidas, una desolación aguda e hiriente. Lo único que llenaba esta cavidad, que la curaba hasta la mañana siguiente, era el amor.
Cada semana, Subhadra visitaba la comisaría con mi hijo. Debería haber venido cada día, pero Parulkar utilizaba sus visitas como palanca. Solo me concedió estas visitas semanales después de que empezase a alimentarle con información, y dijo que me dejaría ver a mi mujer e hijo más a menudo si cooperaba de forma más completa. Pero no iba a darle demasiado, él se consideraba astuto, pero yo era su baap. Así que jugábamos nuestro juego, Parulkar y yo, y esperé de lunes a lunes a mi familia.
Amaba a mi hijo. Se llamaba Abhijaya, y me dejaba indefenso. Creí haber amado a otras personas antes, pero entonces descubrí que o las había deseado, o había dependido de ellas, eso era todo. Nunca había sabido lo que era el amor de verdad. Cuando hablaban del amor en las películas, seguían con lo de que el amor verdadero significaba no querer nada para ti mismo, y que solo deseabas la felicidad del otro; lo descarté todo como parloteo poético lanzado por hombres y mujeres débiles que no tenían la fortaleza de coger lo que querían. Pero ahora, sujetando en los brazos este pequeño cascabel escurridizo, supe que todo era cierto. Tenía un año, estaba muy seguro de sí mismo, y alargaba la mano hacia mi cara y restregaba las manos por mi barba de varios días y se reía. Sentía una irresistible fuerza efusiva y suave, un sentimiento que me subía y bajaba por la columna: un hombre tiene un vínculo con su propia sangre que desciende hasta el latido central, el nervio y el hueso. Me había convertido en padre de forma distraída, de pasada, pero nada que hubiese conocido antes era como esta corriente de conexión parecida a una tormenta que pasaba desde ese mocoso diminuto hasta mí. Le dejaría hacerme cualquier cosa, y yo haría cualquier cosa por él. Con él no tenía que proteger ninguna grandeza propia de un estadista, no tenía que ampliar ningún poder.
Pero le dije a Subhadra que debía tener cuidado con su dignidad en esos agujeros llenos de policía, que tenía que aprender a ser fuerte, a ser una madre para los chicos, que aparte de nuestro propio Abhijaya tenía estos otros cien hijos, cientos de hijos, toda la fuerza de la banda. Le dije que tenía que proteger mi izzat tanto dentro del calabozo como fuera de él, que tenía que ser fuerte. Ahora parecía más madura, no mayor pero con capas de experiencia bajo aquel rostro todavía aniñado. Ahora simplemente había más de ella, como si las partículas dotantes de la niña inconstante que había sido se hubiesen asentado unas con otras, se hubiesen vuelto más densas y fuertes, y estaba esta Subhadra que escuchaba en silencio y daba buenos consejos y saldría fuera y les diría a mis hombres qué hacer. Bunty era mi principal apoyo, pero Subhadra no lo era menos, y todo el mundo lo sabía. Los chicos lo tomaban como algo natural, pero ella me había sorprendido, yo, que me enorgullecía de no sorprenderme nunca, estaba pasmado por ella y su hijo, y no me importaba que de alguna manera esas dos criaturas frágiles hubiesen vencido por completo mi wicket.
Ahora estaban jugando. Subhadra se ocultaba la cara con las manos y se dejaba ver, y Abhi se reía cada vez. Estaba contento de verles.
—¿Cómo tienes hoy el estómago? —preguntó Subhadra, desde detrás de sus manos.
Era una buena chica. Había intentado que comiese cestas de ciruelas, que insistía en que harían desaparecer todas mis dolencias. Bromeaba con ella, y mecía a mi niño, y era feliz.
Y cuando mi mujer y mi hijo se habían marchado, cuando Parulkar había terminado con sus atenciones hacia mí, cuando Majid Khan había alejado su cortesía venenosa, cuando Salve se había marchado con su obediencia arrastrada, cuando estaba solo y daba vueltas por mis tres metros de espacio, me perseguía ese bastardo de Salim Kaka, que una vez me había llevado en un barco a buscar oro. Le maté mucho tiempo atrás, y nunca me había preocupado por ello, pero ahora no podía escapar de él. Estaba ahí en mi celda, caminando a mi lado, dando una de sus zancadas enormes por cada dos de las mías, guapo con su lungi rojo. Le disparé, sí, y me llevé su oro para empezar mi vida, pero ¿qué importaba? Fue estúpido por llevarme detrás si no sabía lo bastante como para confiar en mí completamente. No me había inculcado el miedo y la lealtad de forma cuidadosa, como yo hice con mis hombres. Fue descuidado, y por eso murió. ¿For qué me acordaba de él en este momento? No lo sabía, pero no dejaba de acordarme de cómo me enseñó a disparar, y sus chistes verdes, y sus repentinos regalos de dinero. «Aquí tienes cien, bachcha, vete a ver una película, consigue una mujer», decía. Y lo hice. Ahora no necesitaba ningún dinero de Salim Kaka, pero aquí estaba.
Después la policía me dejó salir por fin, y me llevaron a la cárcel. Me importaba poco la larga lista de cargos que estaban reuniendo —asesinato, dar alojamiento a criminales, extorsión, proferir amenazas, y sobre todo estaba contento de volver a ver a mis hombres. Lo que había aturullado mi mente fue el confinamiento solitario, pensé, y había acarreado ese ataque de recuerdo inútil. Como me habían alejado de mi hogar, de toda mi red de conocidos, había desembocado en la compañía de Salim Kaka. En ese momento tenían que mantenerme en custodia judicial, y del propio juzgado me llevaron a la cárcel. No me tuvieron esperando en el aparcamiento del sótano, como hicieron con cientos de otros prisioneros de camino a la cárcel. Tenían una escolta especial para mí, y un vehículo para mí solo. A través de todo esto, soñé con Salim Kaka. En la furgoneta, de camino a la cárcel, sonreí y sonreí ante mi propia tontería. Majid Khan y los otros inspectores de la escolta estaban perplejos.
—No estés demasiado feliz —dijo el muchchad, apartando su prudencia por una vez—. No vas a salir deprisa.
Lo que no sabía es que estaba saliendo fuera, saliendo fuera de mí mismo. En solitario había conocido mi propia prisión demasiado bien. Estaba listo para ahogarme con la proximidad de mis hombres de nuevo, con su amor. Los carceleros y Majid Khan me hicieron pasar por las grandes puertas rojas dobles de la cárcel, por el pequeño portón de entrada. Me inscribieron en el registro de la cárcel, y después hubo una larga espera en el despacho del director hasta que este apareció. Era una bandicoot vieja y enjuta que se llamaba Advani, que me dio una charla sobre la vida cooperativa. Mis hombres estaban en el barracón cuatro, me dijo, y la muchedumbre de Suleiman Isa estaba en el barracón dos. Contaba conmigo para mantener la paz, dijo. Había habido demasiados problemas últimamente, demasiadas luchas, aunque trató de mantener a los viejos enemigos aparte tanto como era posible. Puesto que todos teníamos que hacer lo mejor en nuestra situación, continuó, era mejor vivir en paz. Y por eso contaba conmigo.
Escuché con calma. Estuve de acuerdo en todo lo que dijo. A pesar de todas las historias que había oído sobre la cárcel, era un nuevo mundo para mí, y hasta que conociese mi terreno estaba bastante dispuesto a ser un ratón silencioso. Advani estaba muy satisfecho de sí mismo, el bastardo medio calvo pensaba que había impresionado a Ganesh Gaitonde con la fuerza de su personalidad y la solidez de su lógica.
—Si tienes un problema —dijo—, no temas venir a mí.
—Sí, director saab —respondí—. Por supuesto.
Por supuesto debía de haber oído que el famoso Gaitonde se había roto con Parulkar, que el aterrador don era en realidad un pequeño perro asustado al borde de la carretera. Soporté su condescendencia, y bajé la vista, y los celadores me condujeron fuera, hacia la cárcel. Pasamos por tres puertas de metal enormes y con ranuras, y después entramos en el patio interior enorme, donde los barracones se alzaban blancos y brillantes dentro de sus respectivas paredes. Director saab las había hecho pintar recientemente, me contó uno de los celadores, al director saab le gustaba mucho la limpieza. Había un ribete blanco a lo largo de los caminos, y maceteros en las esquinas. A esa última hora de la tarde los prisioneros estaban recluidos en los barracones, así que no había nadie en los caminos, ni en los patios que había entre los barracones, o bajo los ocho árboles que desfilaban por la extensión. Pero cuando caminábamos por el lado del barracón dos, se produjo un gran estallido de silbidos y gritos y bromas.
—Por favor, por favor, Parulkar saab —gritaban—. No hagas que me ensucie los pantalones, Parulkar saab —chillaron.
Lo habían oído, los bastardos de Suleiman Isa. Daba igual. Seguí caminando.
En el barracón cuatro me estaban esperando, mis hombres. Habían improvisado una guirnalda con flores secas de gulmohar y hojas de nim. Les dejé que me pusieran encima la guirnalda, les abracé a todos y después les puse a trabajar. Limpiad este lugar, les dije, sois una vergüenza. Sonrieron y se rieron y se pusieron manos a la obra. Bhai no soporta un desorden, decían. Estaban contentos de que se les ordenase, que se les dirigiese. Eran cincuenta y ocho, miembros conocidos y acreditados de la banda, de un total de trescientos nueve que había en ese barracón, que era uno de los más pequeños, construido originalmente para albergar a cien. Mis hombres gobernaban el barracón, eran dueños de la mayor parte del espacio y todas las mejores camas, dirigían los juegos, y controlaban lo que entraba y lo que salía. Una pequeña banda de hombres comprometidos y leales unos con otros siempre dominará a una mayoría grande, desorganizada, y, conmigo allí, su fuerza aumentó diez veces. A los cobardes se les intimida en la mente, y la masa de hombres siempre está llena de miedo. Mis hombres decidieron cómo limpiar y enderezar, y todo el barracón les seguía, sin que hiciera falta decírselo. Pronto la sala grande, con sus filas dobles de delgadas daris azules alineadas a cada pared, se barrió y ordenó y limpió. No había mucho que pudiésemos hacer con las camisas en los alambres colgantes, y la ropa interior que se secaba colgando de la pared, y los pequeños montones de papeles y fotografías y revistas. Pero, aun así, allí había un lugar en el que podía vivir, que tenía mi impronta. Los chicos tenían una cama para mí en el extremo más alejado del barracón, el más alejado de la puerta principal y por tanto el más seguro. Se desplegaron a mi alrededor en todas partes, en una sucesión protectora de círculos, y en el centro colocaron tres daris nuevas apiladas unas encima de otras para formar un colchón, y una almohada, y un pequeño estante hecho de contrachapado que habían cogido del taller de la cárcel. Eran buenos chicos.
Los líderes eran Rajendra Date y Kataruka, a quienes conocía por operaciones fuera. Ambos habían sido pistoleros experimentados, y aunque me había distanciado de sus actividades por sus controllers, hablaba con ambos por teléfono, y les recompensaba. Ambos estaban cumpliendo penas por asesinato, así que ambos eran veteranos en la cárcel: Date llevaba cinco años, y Kataruka siete. Pero ninguno se había roto, ni entregado a sus controllers u otra persona, y estaban cumpliendo con su deber con honor. Así que habíamos estado manteniendo a sus familias fuera con salarios mensuales considerables, y bonos, y nos habíamos hecho cargo de bodas y facturas de hospital y deudas inmobiliarias. Ahora estaban sentados conmigo, rodilla contra rodilla, y me contaban toda la rutina diaria en esta cárcel.
Habló Date, sobre todo, mientras Kataruka asentía y gruñía de forma ocasional.
—Dentro del campus, bhai, en la pared grande, hay ocho barracones, bhai, cada uno con su propia pared chotti. El primer barracón es para los reclusos nuevos, que tú te has saltado. Ese es el más concurrido, tal vez hay sete… ochocientos hombres en él. Desde ahí mueven a los reclusos a otros barracones. El número dos es el de la banda de Suleiman, bhai. Número tres es la sala para babas, todo chicos jóvenes, niños. El cuatro somos nosotros. En el cinco están los viejos, todos con el pelo blanco. Hay un chutiya ahí que tiene ochenta y cuatro, mató a su mujer de repente, al final no pudo aguantar sus ronquidos. Los barracones seis y siete son para el montón en general, ahí meten al recluso medio. Detras de la alambrada, por allí, está el ocho, para mujeres y niñas. Muy cerca, pero no hay tráfico de aquí allá —sonrió—. Solo explotan los carceleros e inspectores maderpat, no el ciudadano común. Pero aquí, en nuestro barracón, tenemos arreglos para todas las otras cosas. Podemos conseguir aceite, té, masala, todo tipo de comida a través de los celadores. Ya hemos hecho el arreglo para que consigas riffin de casa, bhai, para que no tengas que comer esta sucia comida de la cárcel. Eso debería empezar en uno o dos días. Pero si alguna vez el hambre, podemos hacer un handi con latas, quemar aceite de coco y cocinar con eso. Pero si los agentes ven el fuego gritan, bastardos, y a veces encadenan a los infractores. Pero no nos causan problema a nosotros, bhai, podemos hacerte chai en cualquier momento. Cualquier otra cosa que quieras, háznosla saber. Los celadores son todos nuestros en este barracón, todos en cadena perpetua. Y a través de los abogados, tenemos un arreglo con muchos de los jueces de las sesiones en los tribunales, por lo general podemos cambiar las fechas del juicio. A veces, si se paga bastante a un juez, podemos conseguir decretos de emergencia de libertad bajo fianza. Pero no para ti, bhai.
Mi caso era demasiado fuerte, estaba demasiado en las noticias como para conseguir una fianza rápida. Eso lo sabíamos todos.
—Hace calor aquí, bhai, en verano, y frío en invierno. En el otro extremo, cerca del barracón uno, hay un hospital, donde hay camas de verdad con colchones de verdad, y ventiladores. Tenemos un acuerdo con los médicos, por una pequeña suma te pueden admitir unos pocos días. La comida es mejor allí, también. Si quieres, puedes ir al hospital de vacaciones. Es fácil.
No quería unas vacaciones. Quería a Suleiman Isa, o a unos cuantos de sus hombres.
—Quiero golpear a esos bastardos del barracón dos —contesté—. Se alegran de que esté aquí. Enseñémosles qué significa.
—Eso no es tan fácil, bhai. Solo nos dejan salir al patio en diferentes momentos a ellos y a nosotros. Cuando nosotros estamos encerrados, ellos están fuera. Empezaron a hacerlo después de un disturbio que hubo el año pasado. Es una norma de la cárcel, los celadores no pueden ir contra ella, ni el personal. O ya lo habríamos hecho.
Ambos estaban contentos de verme feroz, Date y Kataruka. Por supuesto, ellos también habían oído los rumores, que me había roto bajo la presión de Parulkar. Eran mis hombres, baluartes de mi banda, pero estaba seguro de que una duda pequeña se había filtrado a través de sus muros de fe protectores. Era momento de volver a poner las cosas en orden, de arreglar el mundo. Les interrogué un poco más, sobre el procedimiento y las costumbres de la cárcel, y después les dije que me dejasen dormir. Eran todavía las primeras horas de la tarde, quedaba todavía mucho rato hasta que apagasen la luz a las ocho. Pero Date y Kataruka hicieron callar al barracón, y me tumbé sobre las daris, y di la vuelta sobre el lado derecho, y me coloqué un brazo encima de la cabeza, y de forma instantánea caí en un sueño oscuro. Tras semanas de enroscarme intentando descansar, y revolverme despierto en medio del amodorramiento, dormí mucho y profundamente.
Me desperté por el silbato de la mañana, a las cinco en punto, sintiéndome en forma y bien, y preparado para mi guerra. Los chicos conocían mi necesidad de limpieza, así que se habían ocupado de las letrinas quedasen a salvo de su mugre habitual, y había cubos llenos de agua esperando en los baños, y una toalla limpia. Fui rápido, y después Kataruka y Date vinieron a buscarme.
—Los mamus están aquí —dijo Date.
Los agentes estaban esperando junto a la puerta, y nos llevaron afuera en filas de dos para el recuento. Bajo el cielo grisáceo caminaron arriba y abajo, contando, y mientras tenía lugar este ginti, discutí mi plan con mis dos controllers. Ya tenía un plan, los inicios de un plan. Durante el ginti y en el desayuno hablamos de ello, y lo llenamos, y lo extendimos, y comencé a ver que podía hacerse realidad. Tras el desayuno, los havaldars vieron cómo volvíamos a los barracones, donde ahora la masa de reclusos hacía cola y se peleaba por bañarse y lavar la ropa. Se armó un gran alboroto bajo las vigas del techo, un ruido de hombres contando historias y debatiendo y jugando a cartas y rezando. En el extremo norte de los barracones había un templo improvisado, con imágenes brillantes de Rama y Sita y Hanuman pegadas en la pared, y ahí los hombres se sentaban en filas y cantaban bhajans. En el extremo sur, los musulmanes se arrodillaban en namaaz, hacia una pared blanca y limpia. Y por la sala grande los hombres se sentaban en grupos, manteniéndose a flote unos a otros a lo largo de las largas horas hasta la comida. El celador y cuatro de sus ayudantes estaban sentados en el lugar de honor, cerca de una radio grande puesta a todo volumen, y las canciones llegaban goteando y flotaban hasta los extremos más alejados de los barracones: «Mere sapnon ki rani kab aaye gi tu, aayi rui mastaani kab aaye gi tu…».
En tres semanas fui capaz de ejecutar mi plan. Y en esas tres semanas, aprendí los ritmos de esta nueva vida: el silbato a las cinco de la mañana; las filas amodorradas fuera para el ginti; el traqueteo de los platos de aluminio y los boles y el chisporroteo del tari sobre el dal, del tari que pagabas de más; las horas largas de la mañana, y después el olor de la cocina bissi cuando amasaban el atta con los pies y lanzaban verduras medio podridas en cuencos enormes; tras la comida de las diez, el murmullo de conversaciones y los ronquidos y el olor de cientos de hombres sudando; los fumadores con sus pequeñas y preciosas bolas de charas y sus largos rituales de quemar y desmenuzar y enrollar; los juegos dinámicos de ajedrez, y teenpatti, y ludo, y las palabrotas y las risas por encima del traqueteo de los dados; mis hombres se alineaban alrededor de los dos únicos tableros de carrom que había en los barracones, alimentando su apasionado seguimiento de la liga de campeones que habían puesto en marcha, que se completaba con tableros para escaleras sencillas y dobles; las peleas y enemistades repentinas que estallaban entre hombres encerrados juntos, que se extendían como el fuego azuzado por el viento por las hileras de camas; los gritos y amenazas mientras dos hombres se daban la cara ante los ojos de otros cien, cada uno de ellos demasiado asustado ante la vergüenza de retirarse; los kalias musculosos de Nigeria vendiendo paquetitos de brown sugar a cincuenta rupias en el patio; y sus clientes, encorvados rodilla con rodilla en pequeños círculos apretados sobre los chaser-pannis, respirando el humo con la expresión devota de hombres que han visto otro mundo, mejor. Y la larga espera hasta las cinco en punto y la cena del mismo dal aguado, y el arroz lleno de grumos, grueso, y los chappatis gomosos, y después dormir a las ocho.
Vivíamos esta vida, y soñábamos con el exterior. Pero esta es la vida que teníamos que vivir, la única. Así que les conté a Date y Kataruka algo de mi plan, y les dije que necesitaba a dos hombres nuevos, dos hombres sin conexión con nuestra banda. Pero tenían que ser dos chicos duros, capaces de acción, no del tipo que sacaría el pecho y se pavonearía pero después se quedaría paralizado al ver sangre. Date y Kataruka se quejaron, negaron con la cabeza y dijeron que era imposible fiarse de hombres que no habían sido puestos a prueba, que no habían probado. Por eso precisamente es por lo que hacemos que sea difícil entrar en la banda, dijeron, para ver si el aspirante tiene estómago para el trabajo. Por eso les mandamos primero a hacer recados, una paliza menor o dos, para que puedan probarse a sí mismos, ascender de la forma adecuada. Pero no, insistí. Quería caras nuevas, dos que no tuviesen conexiones previas con nosotros.
De modo que me encontraron a dos, Dipu y Meetu. Eran hermanos y originarios del norte, habían venido a Bombay con licenciaturas de alguna facultad gaandu en Gorakhpur. Tenían veintidós y veintiún años, bhaiyyas de verdad, hijos de un agricultor. Se habían alojado con algún paisano de Gorakhpur que conducía un taxi, y daban vueltas de trabajo en trabajo. Dipu había vendido detergente de puerta en puerta, Meetu había trabajado como vendedor en una tienda de accesorios de baño. Eran muchachos entusiastas, llenos de energía, y habían recorrido la ciudad de arriba abajo, colgados de los trenes, viendo todas las vistas. Justo cuando se habían roto un poco, cuando habían empezado a entender que no todos los sueños se convierten en realidad en Mumbai, que no cualquier idiota de Uttar Pradesh se convierte en Shah Rukh Khan, recibieron una llamada de un primo segundo que tenían en Lucknow. Tenía un plan, un proyecto. Dijo que iba a empezar un negocio en Lucknow, con algo de compra y venta en Bombay. Para eso necesitaba abrir una cuenta bancaria en la ciudad, tener algunos fondos disponibles y preparados allí. Así que Dipu y Meetu iban a abrir una cuenta conjunta. Él les enviaría el dinero para depositarlo en la cuenta, y más instrucciones acerca de a quién pagar y todo eso. Una semana más tarde recibieron, por mensajero, un cheque por un lakh y medio. El cheque se depositó, y como les habían ordenado, se quedaron cuarenta mil para gastos. Entonces tuvieron un buen momento, y una semana después, llegó otro cheque, esta vez de dos lakhs. El director del banco les dijo que las formalidades tardarían un día, que los fondos se dispensarían a la mañana siguiente. Así que nuestros dos hermanos regresaron al banco. Fueron al mostrador, sonriendo, y al segundo siguiente estaban sobre el suelo, con las pistolas de los policías presionándoles el cuello.
—Jeeps camuflados, bhai —soltó Dipu. Era el que contaba la historia—. Y así nos tendieron una trampa. Los cheques eran robados, nos dijeron mientras nos golpeaban en comisaría. Habíamos sido traicionados por nuestro propio primo.
—Escucha, bhenchod —contesté—. Declárate inocente delante del juez. Si me cuentas mentiras, te arrancaré los golis. ¿Quieres decir que me estás contando que abristeis una cuenta y depositasteis cheques con inocencia? ¿Qué tipo de negocio se suponía que iba a ser?
Tragó saliva.
—No lo sé, bhai.
—¿No lo sabías, y obedecisteis a vuestro primo a ciegas? ¿Y pensabais que ibais a conseguir cuarenta mil por ir a un banco con camisa y pantalones limpios? Maderchod, no me mientas. Sabías bastante bien que eran cheques robados.
Él y su hermano tenían la misma cara ancha, tan acogedora como una pala. Parpadeó, pensó y después cedió.
—Sí, bhai. Solo que pensamos que un cheque más no nos haría daño.
No eran más que campesinos que pensaban que sabían más de lo que sabían, y así habían caído con facilidad en manos de la policía. Dipu me contó el resto de la historia. La policía les había sacado a golpes el nombre y la dirección y el número de teléfono del primo, pero por supuesto el primo había volado de su gallinero en Lucknow. Entonces los policiyas les golpearon un poco más, en las plantas de los pies con pattas, en las manos con cañas, en los hígados con los puños. Les amenazaron con eliminarles, les dijeron que iban a llevarles en coche hasta la costa y meterles balazos en la cabeza. Les dijeron que iban a enviar a la policía de Uttar Pradesh a la granja de su padre, a la cocina de su madre.
—Bataa re —soltaron los inspectores—. Kaad rela.
Pero estos hermanos no tenían nada más que contar, y el primo se había largado, así que al final se cerró la investigación, y Dipu y Meetu estaban en la cárcel, esperando el juicio. El inspector de su caso les había dicho que si le pagaban un lakh no pondría objeciones en el juicio para que les dieran la libertad bajo fianza, y, por cincuenta mil, el fiscal también se mantendría tranquilo, y de esa forma el informe de su abogado dominaría al tribunal, y estarían fuera bajo fianza. Y aunque habían entrado por cargos serios, no solo el 420 por estafa, sino también el 467 y el 408 por falsificación, el inspector podría conseguirles la fianza. Por un precio más alto, incluso, podría arreglarse todo el caso. Pero Dipu y Meetu ya se habían gastado en su abogado todo lo que les quedaba de los cuarenta mil, y habían gastado lo poco que hubiera podido conseguir su padre. De modo que ahí estaban, bajo custodia judicial, esperando juicio, esperando fechas. Ya llevaban dentro seis meses. Había hombres que habían estado esperando un año. Algunos bastardos harapientos habían esperado durante tres años, y cuatro, y —eso oí— incluso unos pocos esperaron siete. De esa forma, Dipu y Meetu, que habían actuado como idiotas pero eran capaces de aprender, se habían acercado a mis hombres. Y ahora estaban hablando conmigo, en los baños del barracón cuatro, mucho después del anochecer.
Les metí. Me dijeron que eran capaces de hacer trabajo sangriento, que crecer en Gorakhpur les había endurecido, que la política de la asociación estudiantil de allí significaba hacer campaña con cuchillo y lathi, que su distrito había producido muchos dakus famosos, que lo llevaban en la sangre. No tenía ocasión de probarlos, porque tenían que permanecer quietos, pasar desapercibidos, mantenerse separados de mi banda. Pero eran míos.
Cada semana, iba al tribunal especial para las vistas sobre mi fianza. Los carceleros siempre ponían a otros reclusos en la furgoneta, a cualquiera que tuviese una vista en el tribunal ese día.
Así que Dipu y Meetu fueron al tribunal en la misma furgoneta en que lo hice yo, lo dispusimos de ese modo con los abogados y los jueces. Íbamos yo, estos dos hermanos, y Date o Kataruka. Alternábamos a estos dos últimos, y de esa manera siempre había uno de los dos sentado a mi izquierda, en el banco que recorría el costado del furgón. A mis pies, en el suelo, entre el montón general de reclusos, Dipu y Meetu. Y frente a mí, dándonos la cara, en el otro banco, hombres de otras bandas. Siempre era así en el furgón: los bhais se sentaban en los bancos, y los presos ordinarios en el suelo. Date y Kataruka hubieran preferido que yo no estuviera allí en absoluto cuando ejecutamos el plan, no querían exponerme al peligro. Intentaron persuadirme para que se lo dejase todo a ellos, pero les dije que era crucial que estuviese allí, que sin mí ese plan no era necesario. Después les dije que se callaran. Y día tras día, esperé en el furgón.
Las primeras dos semanas, en el banco de enfrente había hombres de otras bandas, no de la de Suleiman Isa. La tercera semana, Kataruka y yo ya estábamos despatarrados en nuestro banco cuando los hombres de Suleiman Isa entraron en el furgón. Eran cuatro, ninguno que reconociese, pero Kataruka se incorporó a mi izquierda, doblando la cuerda de sus muñecas. Íbamos a los tribunales atados como animales, amarrados unos a otros. Pero había suficiente cuerda para lo que teníamos que hacer. Los hombres de Suleiman Isa se colocaron, se pusieron cómodos, y me sonrieron. Les hacía gracia, y no tenían miedo.
—¿De qué te ríes, maderchod? —preguntó Kataruka.
Era muy guapo, ¡mi Kataruka, pero estaba muy picado de viruelas! Estaba callado la mayor parte del tiempo, pero en ese momento habló.
—La tensión es innecesaria —le dije.
Yo mismo estaba muy relajado. Podía sentir cómo me cantaba la sangre, pero me sentía tranquilo. Los hombres de Suleiman Isa también estaban bastante relajados, porque eran cuatro y nosotros dos, porque habían oído que en realidad yo era un cobarde.
—¿Todavía te duele el gaand? —me preguntó uno de ellos—. Hemos oído que Parulkar lo agarró todas las noches durante meses. Decía que eras un buen gaandi para montar, que gemías como una niña.
Le sonreí a modo de respuesta.
—Parulkar es un policía honesto —repliqué—. Lo que dice debe de ser cierto.
Me moví hacia atrás en el banco y levanté la rodilla, puse los pies encima del banco, y me rasqué el tobillo.
Se estaban riendo, todos ellos. Las puertas delanteras del furgón hicieron ruido al cerrarse, y el motor chirrió hasta producir una vibración larga que ahogó risitas, y el furgón dio una sacudida hacia delante, y yo dije muy discretamente:
—Dipu.
Fue del todo rápido, este Dipu. Apenas vi su mano moverse, pasó, y el hombre de Suleiman Isa que estaba a la derecha por un momento ni siquiera supo que le habían cortado. Tan solo estaba sentado, y entonces la sangre roció el furgón. Y entonces nos lanzamos sobre ellos, cortando. Usamos cuchillas, no de las de afeitarse sino del tipo industrial más fuerte que se usaba para cortar cartón o cinta, que habíamos sacado a escondidas del taller de la cárcel. Habíamos partido cada cuchilla por la mitad, fundimos goma en la parte rota para construir una especie de mango, y después nos deslizamos las cuchillas en los costados de nuestras chappals Kitto de goma, en los talones. Se tardaba un segundo en dar golpecitos con la yema del dedo para encontrar la cuchilla en la chappal y estirarla hacia fuera con suavidad. Y después estábamos sobre ellos, cortando.
Estuvieron todos rebanados antes de que ninguno de ellos pudiera levantar una mano para defenderse. Esperaban a dos, y éramos cuatro. Haz sangrar a un hombre y quebrarás su coraje. Y les había dicho a mis hombres que fuesen a por sus ojos. Una cuchilla no matará, pero harán entrar sangre en los ojos y cegará. De modo que solo dos de ellos contraatacaron en realidad, los otros dos gritaron y se dejaron llevar por el pánico y trataron de zafarse en el tumulto huracanado de reclusos. Estaba tranquilo. Esquivé y esperé y corté, y corté. Hay una presión enorme de sangre en la cabeza de un hombre, una cantidad que no puedes imaginar. Sale a chorros como un pichkari, rápidos con el latido del corazón. Nuestro ataque debió de durar apenas un minuto, pero, con el placer de acuchillar y rajar, el tiempo se expandió en un gran emporio de oportunidades. Te cuento que podía ver en medio de la confusión y detectar la apertura antes de que existiese, pude esperar y serpentear y después avanzar de forma precisa y cortar. En mi calma supe que el furgón se había parado y que los havaldars e inspectores estaban luchando con las puertas. Me tambaleé hacia detrás apartándome de la pelea, atrás hacia el banco, me dejé sentar.
—Dame el lambí — le dije bruscamente a Meetu.
Me lo colocó en la mano izquierda poniendo los ojos en blanco, el lambi que había llevado dentro de su archivo azul legal, metido detrás del fajo grueso de papeles y avisos e informes. El lambi era en realidad una bisagra de una puerta de un baño del barracón, cuidadosamente desatornillada y después moldeada y afilada con piedra, y a la que se había puesto un mango con un envoltorio de alambre eléctrico. Con eso en la mano fui de rodillas, sobre la masa de hombres. Había visto al que quería, había visto su rostro oscuramente enmascarado con sangre. Levantó las manos mientras me acercaba a él. Solo podía dar una estocada y hacerla girar, poniendo el hombro por detrás, lo supe por completo antes de haberlo hecho nunca. Le puse el lambi en el cuello. Después los policías estaban sobre nosotros.
Nos arrastraron afuera con muchos gritos y alboroto, había docenas de ellos. Nosotros nos sonreíamos unos a otros. Había un corte en el dorso de la mano izquierda de Dipu.
—Me he cortado, bhai —dijo—. Pero a ellos les he cortado más.
—Chutiya —contesté, sonriendo.
Después nos llevaron a rastras a las celdas anda. Entramos en el edificio alto y con forma de tank i, y en las celdas sin sol. A los otros los empujaron de dos en dos por las puertas inferiores de las celdas, pero a mí me hicieron bajar un nivel y me hicieron doblarme y me empujaron hacia delante y entonces me quedé solo. Estaba oscuro, muy oscuro. Al final pude distinguir dos losas de cemento a cada lado de la habitación circular, y un agujero en el suelo entre ellas. Dos camas y una letrina. Estaba sudando. Palpé el camino por las paredes, tan alto como pude. No había ventanas, ni un estante ni un interruptor o un enchufe, nada sino el cemento liso como un huevo. Me quedé sentado en una de las camas mucho rato. Luego me quité la camisa y la doblé y me hice una almohada. Me tumbé. Después empecé a reírme.
Me mantuvieron en la celda anda durante dos semanas. Lanzaban comida y agua por la puerta, y viví solo en aquel agujero apestoso. La oscuridad, es la oscuridad lo que te hiere el corazón, lo que te rebana el cerebro. Intenté seguir la pista de las horas, intenté pasear por la celda en círculos rápidos, para mantenerme saludable. Intenté dormir, y mantenerme despierto durante lo que debía de ser el día. Pero pronto no pude distinguirlo. Traté de calcular el tiempo por las comidas, pero debían de darme comida cuando les venía en gana, me llegó fría y espesa, y puede jurar que pasaron muchos días y noches antes de volver a oír el chirrido de la puerta al abrirse. Y estaba el ruido áspero de mi propia respiración, dentro y fuera, dentro y fuera, durante siglos. Abría los ojos y sabía que solo había pasado un minuto, o dos. Sin embargo había estado paseando durante una eternidad por una pantanosa orilla del mar. Me esperaba otro minuto, alargando su abismo ante mí. Y después otro. Traté de imaginarme un reloj, martilleé con una uña en la pared y colgué un reloj de oro, como uno de esos pesos que se balancean, pensé que podría hacer que conservase el tiempo por mí. Pero mi reloj bostezó y se derritió y se desvaneció, y sus manillas se enroscaron y serpentearon. Había oído que las celdas anda podían llevar a los hombres a la locura, y ahora esta habitación negra me estaba probando.
En esta oscuridad, las mujeres acudían a mí. Paseaban a través de mí con un tintineo frío de ajorcas. Me quedaba tumbado sobre la espalda y flotaban sobre mí, con los pies delgados, con dibujos en rojo y los hoyuelos en los tobillos. Los bordes de sus ghagras me rozaban suavemente las mejillas, y sentía sus pasos sobre el pecho, ligeros como una bendición. En este sueño poco definido, en el tacto etéreo de sus gasas, me libraba de la prisión. Hablaban entre ellas en un murmullo justo por debajo de mi entendimiento, en su susurro que se convirtió en música apenas perceptible. Floté. Me fui.
Cuando me sacaron de la celda anda no sabía cuánto tiempo había estado, dos semanas o dos mil años. Me protegí los ojos y no le pregunté nada al personal de la cárcel, ni a los policías. Parulkar estaba allí, grosero e hinchado en esa forma suya de gallo que se pavonea, y bajo su mando nos arrastraron a todos por el complejo y hasta el despacho del director. Después allí por supuesto se produjeron más insultos y amenazas, y advertencias sobre añadir cargos y sentencias largas. Pero todo era un espectáculo vacío, porque ellos sabían y nosotros sabíamos que había sido nuestro triunfo. Fue una pequeña escaramuza, pero habíamos ganado. Y por pequeña que hubiera sido nuestra conquista, tuvo una importancia inmensa para mis hombres, y para mí. En ocasiones, es así. De ese modo, erguido de pie bajo el alboroto que los carceleros y Parulkar estaban haciendo, me recompuse. Encima del escritorio había un calendario que me decía la fecha, 28 de diciembre. Había estado en la celda anda trece días y una noche. El tiempo volvió a su lugar a mi alrededor, con el sonido del metal cayendo sobre el metal. Me mantuve de pie erguido. Me quedé callado, mantuve la cara seria y la mirada hacia abajo, pero me volví fuerte de nuevo. Por la conmoción que estaban creando, estaba claro que trataban de luchar contra mi victoria moral. Sabía que todos mis hombres, en el barracón y fuera, se habían enterado de la pelea, y que estaban fuertes otra vez. Me quedé callado. Estaba satisfecho.
Solo al volver al barracón supe los detalles de nuestro triunfo. El bastardo a quien le pinché el cuello era uno de los controllers principales de Suleiman Isa, que daba parte directamente a los hombres en Dubai. De forma milagrosa, el maderchod vivía, pero todavía estaba en el hospital, cubierto por arcos largos de puntos. Los médicos esperaban que sufriese daños en el nervio de por vida. Los otros habían regresado a su barracón con las cabezas afeitadas y envueltos en vendas, y hubo mucha comedia cuando mis hombres estaban a una distancia de sus ventanas que les permitía gritar:
—¿Alguien tiene dolor de cabeza? ¿Alguien necesita un champí?
Nuestras heridas eran insignificantes: estaba la pequeña herida de Dipu, y Kataruka tenía un corte en la pantorrilla derecha, probablemente por el balanceo salvaje de Dipu o Meetu en el furgón. Pero todos parecían aturdidos por la celda anda. Meetu tenía temblores, trataba de aplacarlos pero se estremecía de todos modos, a pesar del calor de la tarde. Tuve que ponerme al frente.
—Muy bien —les dije a los hombres agrupados a mi alrededor—. Lo celebraremos más tarde. Dadnos algo de té. Después un baño para cada uno, y descanso. Conseguid agua.
Se hizo. Al final nos tumbamos juntos formando un círculo, con los pies apuntando hacia dentro, nuestros cuerpos eran los rayos de una rueda, y el resto de los hombres se turnó para abanicarnos. Era un placer hablar, levantar la mirada hacia las vigas del techo y ver luz, saber cómo transcurría un día. Dipu y Meetu hablaban de mujeres, sobre los prodigios que iban a lograr al chodo cuando salieran. Kataruka se reía de ellos.
—Vosotros, ganwars —dijo—. ¿Creéis que esas putas de Lamington Road son mujeres? Son bhenchod peores que animales. También podríais chodo a la próxima perra que veáis olisqueando por un basurero. Nunca conoceréis el verdadero placer de una mujer a menos que la cortejéis, hasta que ella se enamore de vosotros y ofrezca toda su voluntad. Una chica educada en un colegio de monjas, que han criado bien, que es tímida, que es reservada… esa es la verdadera prueba para un hombre. Pero para qué hablaros a vosotros dos de esto, nunca en vuestra vida os acercaréis a suficiente distancia de una chica así.
De forma que después, por supuesto, ambos suplicaron y pidieron de forma quejumbrosa que les enseñase, mis excelentes y peligrosos hermanos daku. Escuché cómo seguía Kataruka, y a lo largo de la tarde impartió los secretos de la seducción.
—Cuando la estéis cortejando —les explicaba—, debéis ser Kishore Kumar. Y no quiero decir solo que le cantéis canciones de Kishore, no. Tenéis que dejar que la voz de Kishore Kumar se mueva por vosotros, y volveros así de seguros de vosotros mismos sin esfuerzo, felices, divertidos, despreocupados. Si podéis hacerlo, ella acudirá a vosotros con felicidad, jefes. Entonces, cuando eso pase, cuando la tengáis, entonces tenéis que cantar Mohammed Rafi, y solo Rafi.
—¿Por qué? —preguntó nuestro Meetu, bostezando—. Si ya has peloado, ¿por qué cantar nada?
Kataruka se incorporó, alargó la mano y le dio a Meetu un golpe en la cabeza con los nudillos.
—Escucha, gaandu. Escucha atentamente. Cantas a Rafi porque de lo contrario nunca conseguirás peloarla otra vez. Rafi es tu auténtica carretera de vuelta a su chut.
Se giró hacia mí. Me estaba riendo.
—¿Qué vamos a hacer con estos granjeros, bhai?
Negué con la cabeza.
—Y después de Rafi, ¿qué cantamos a continuación?
—Ah, aquí hay un hombre que sabe de la vida —respondió Kataruka. Volvió a tumbarse, se estiró—. Cuando haya terminado, después de que os deje, o después de que la dejéis a ella… ¿me estáis escuchando, chutiyas?… cuando sintáis que os estiran el corazón por la garganta con un gancho, entonces cantáis Mukesh. Entonces Mukesh es vuestra única forma de salir, la única manera en la que viviréis para ver otro monzón. Mukesh os curará, para que podáis volver a cantar Kishore. Para que tengáis otra oportunidad. ¿Entendido, bastardos? Kishore, Rafi, Mukesh.
Meetu y Dipu asintieron, pero yo sabía que apenas habían entendido nada. Eran demasiado jóvenes para saber que necesitaban a Rafi, mucho menos a Mukesh. No obstante estaban sonriendo, con sus grandes dientes de conejo.
—Escuchemos algo de Kishore —propuse.
Era ese tipo de tarde. Todos estábamos contentos.
Resultó que Date era el único que tenía voz.
—Khwab ho tum ya koi haqiiqat, kaun ho tum batalaao —cantó.
Y después:
—Khilte hain gul yahaan, khilake bikharane ko, milte hain dil yahaan, milke bichhadne ko.
Todo el barracón se quedó callado, y le escuchamos. Cada vez que terminaba una canción, había gritos pidiendo más, y peticiones de canciones favoritas, y risas. Consiguió un equipo de cantantes para el acompañamiento y dos músicos de tabla, que usaron latas de aceite Dalda vacías. Cuando Date cantaba, se ponía la mano en el oído como un profesional, y en algún momento entre las canciones me enteré de que había estudiado música de pequeño, que procedía de una familia de músicos, que su padre tocó la trompeta en una banda de bodas hasta que la edad se llevó la fuerza de sus pulmones, que el sueño de Date había sido ser cantante de playback. Cantó «Pag ghungru baandh Mira naachi thi» y «Ye dil na hota bechaara», y entonces se hizo la hora de cenar.
Más tarde aquella noche Date se me acercó, me tocó ligeramente el hombro.
—Bhai —dijo—. ¿No puedes dormir?
Había estado dando vueltas y serpenteando, tratando de encontrar acomodo en mi cuerpo, un reposo que me permitiese dejarme llevar. Estaba intentando respirar de forma larga, uniforme.
—¿Qué, Kishore Kumar? —respondí.
—El problema es que necesitamos mujeres, bhai.
—Claro que necesitamos mujeres, saala. ¿Me conseguirás una, maderpat? ¿De su barracón?
—No, no, bhai. Imposible. Los carceleros no se arriesgan a eso, es demasiado riesgo. Los celadores no tienen acceso. En ninguna cárcel. Solo ha pasado una vez… ¿te acuerdas de aquella mujer, Kamardum Khan?
—La traficante de drogas, ¿verdad?
—Sí, iba de por libre, manejaba brown sugar. Estaba en la cárcel Arthur Road, y su novio, Karan Pradhan, en el barracón de los hombres.
—¿De la banda Navlekar?
—Sí, ese Karan. Bhai, esta Kamardun Khan estaba enamorada de Karan Pradhan. Así que solía trepar el muro de casi tres metros del barracón, saltaba al complejo principal. Sobornaba a los centinelas y carceleros, y entraba en el barracón de los hombres y pasaba muchas noches a la semana con su chhava.
—Eso es una mujer.
—Algunos dicen que también les daba algo de gusto a los centinelas, solo por tener a Karan Pradhan.
—Eso es amor.
—Cuando salieron, ella le dio un coche. Un Contessa totalmente nuevo.
—¿Está muerto ahora?
—Los hombres de Dubai lo cogieron, en su garaje. Le mataron en el Contessa.
—¿Y ella?
—Se volvió loca. Comenzó a tratar de luchar contra Suleiman Isa. Aprendió a disparar un revólver, se lió con un inspector de policía. Pensó que el inspector la ayudaría a conseguir su venganza.
—¿Pero?
—Los hombres de Dubai la mandaron apuñalar hasta matarla. Algunos dicen que el inspector la vendió a la banda-S, que les dijo dónde encontrarla.
—Es una tragedia.
Suspiró. Por un momento pensé que iba a cantar una canción de Mukesh. Después se recompuso, y dijo:
—En esta historia hay drama, hay emoción, hay tragedia.
Y rompimos a reír de forma socarrona y prolongada. Reímos a carcajadas hasta que los chicos empezaron a reírse de nuestra risa, de nuestro frenesí.
—Así que —continué— la banda Navlekar tiene hombres tan guapos y tan audaces que las mujeres saltan muros por ellos. ¿Qué van a hacer por mí mis hombres?
—No puedo conseguirte una mujer —contestó Date—. Pero está el otro barracón.
Por supuesto, sabía a cuál se refería.
—¿La sala baba?
—Hay un chico allí, bhai —dijo—, que tiene un culo que no te imaginas, lo ves y jurarías que es el gaand de Mumtaz.
—¿Cuánto? —pregunté.
—Trescientos para el celador, cinco para el centinela. Cien o así para el gaadi.
—Bien. Consigue cinco gaadis.
—Cinco, bhai. ¿Uno para ti y Kataruka y yo?
—Y uno para cada uno de los hermanos heroicos.
—Pero Mumtaz es para ti, bhai. Espera y verás.
Una vez conté el dinero, en menos de media hora los trajeron. Entonces hubo muchos jadeos y polvos en la oscuridad. Bajo mis dedos, el gaadi parecía Mumtaz. En mis primeros tiempos en la ciudad, cuando vivía en la calle y dormía sobre el cemento, estuve con chicos. Pero ahora sabía mucho más de mujeres, así que cerré los ojos y vi a Mumtaz. Ella gimió debajo de mí. Después me sentí relajado, y dormí bien.
A la mañana siguiente, en mi tiffin, envuelto en plástico y escondido en el arroz, había un teléfono. Era como un ladrillo pequeño, pero denso y pesado, y venía con su propio enchufe. Date y Kataruka se sentaron cerca de mí mientras apartaba el plástico. Había un pequeño pedazo de papel atado con una goma elástica al teléfono. «El botón PWR lo pone en marcha. Marca 022, después mi número, después aprieta OK», era lo que decía, con la letra de Bunty. Lo hicimos, y descolgó al primer tono.
—¿Quién es? —preguntó.
—Tu baap.
—¡Bhai!
—¿De dónde has sacado esto?
—Acaba de salir, bhai. Y es muy caro. Pero está bien, ¿verdad?
—Muy bien.
—Eres el primero en la ciudad que tiene uno.
—¿Lo soy?
—Vale, quizá el segundo o el tercero.
Estaba exagerando, claro. Probablemente había unas pocas docenas de bastardos ricos que entonces ya tenían teléfonos móviles, en aquellos momentos hace tiempo, pero entre las bandas la nuestra fue la primera en usarlos de forma extendida. Y ese, en la cárcel, fue el primero que tuvimos. Estaba muy satisfecho de Bunty, y se lo dije. Era el tipo de hombre que me gustaba, siempre mirando hacia delante, moviéndose con los tiempos. Hablamos de negocios. Había mucho de que hablar. Estaban los negocios habituales de los que ocuparse —nuestras recaudaciones de diversas industrias y negocios, nuestros intereses en bienes raíces, nuestra importación de aparatos electrónicos y piezas de ordenador, nuestras inversiones de efectivo en la industria del espectáculo. Y después estaba el proyecto poco frecuente de tráfico de armas, que requería mucho cuidado, teníamos que preparar los planes infalibles, prestar mucha atención al detalle. Solo movíamos un envío cada seis meses o así, pero cada cargamento ascendía a crores, y el producto en sí mismo era pesado y difícil de ocultar y transportar. Sin embargo, habíamos tenido un éxito absoluto hasta el momento, y nuestro cliente estaba satisfecho. Utilizamos a mis viejos amigos Gaston y Pascal, solo su barco, y una tripulación mínima. Y como resultado mi banda estaba mejor equipada. Estábamos seguros de nuestra fuerza. Bunty y yo hablábamos de esto y de aquello, y teníamos el cuidado de codificar: los AK-47 eran jhadoos, y las balas eran caramelos, y una barca pesquera era un autobús. En todas nuestras transacciones con estas armas, nuestro único cliente era Sharma-ji, que siempre llegaba a tiempo, siempre era puntual con sus pagos considerables, siempre perfectamente vestido con su dhoti blanco perfecto. Bunty estaba satisfecho con Sharma-ji, así que yo también. Y luego también estaba el asunto de nuestro apoyo a un par de pequeñas bandas escindidas en su movimiento de drogas a través de Bombay, hacia Europa y más allá. En el pasado, Bunty abogó por el hecho de que entrásemos de forma directa en el campo del tráfico de drogas, por el mucho dinero que implicaba y para oponerse a la dominación del comercio por parte de los pathans. Pero yo siempre me resistí: puesto que aquí no había producción local, el dinero no era tanto como para justificar el renunciar al valor de la publicidad al decir: «No tratamos con drogas». Y oponerse solo por oponerse era una estupidez de jóvenes. Yo era lo bastante mayor como para saber que expandirse demasiado deprisa y demasiado rápido podía hacer que una banda enfermase. Consolidar, consolidar, le decía a menudo a Bunty. Así que en aquel momento le dije que siguiera adelante y proporcionase logística y poder efectivo a los traficantes de drogas. Pero ten cuidado, le dije, mantén nuestra distancia.
—Sí, bhai. Probablemente tu batería se va a agotar pronto, bhai —añadió—. ¿Algo más?
—Quiero una televisión aquí —dije—. Y un templo adecuado.
—Sin problema. Para esta tarde puedo tenerlos allí. Pero los permisos pueden llevar tiempo.
—No te preocupes por eso —le dije—. Tan solo lleva el material a la puerta principal.
Apagué el pequeño teléfono letal, bastante contento con sus lados de líneas elegantes, su pequeña línea palpitante que mostraba la fuerza de la señal. Le hice señas a Date.
—Carga esto —le pedí—. Y dile al centinela que quiero ver al director. Esta tarde, a más tardar.
Después de la comida, me tumbé para descansar y pensé en Bunty. Era un hombre modesto, no mucho a simple vista pero inteligente y tremendamente frío en una crisis. Para entonces llevaba mucho tiempo conmigo, y había ascendido hasta ser el que estaba más cerca de mí en toda la banda. Había subido rápido, y sin embargo no me sentía amenazado por él. Sabía que era ambicioso, pero también entendía que sus aspiraciones solo se extendían a vivir bien y ser respetado, no a dirigir su propia banda. No temía que quisiese suplantarme, o escindirse para iniciar su propia operación. ¿Por qué era así? ¿Por qué estaba satisfecho de ser siempre el segundo al mando, mientras que yo siempre quise ser el primero? Yo no tenía el cuerpo más fuerte, ni era más guapo, o más astuto. Su apetito por las mujeres era tan entusiasta como el mío, ni más ni menos. Había crecido con una madre viuda y dos hermanos y una hermana, y la familia siempre había mantenido el equilibrio al borde del precipicio de la indigencia. Pero yo también había sobrevivido sin dinero en los bolsillos. En muchas cosas éramos parecidos, y sin embargo él era mi lugarteniente de confianza, y yo era su jefe. Cada mañana esperaba mis instrucciones, y estaba contento de recibirlas. ¿Por qué? Evoqué el rostro de Bunty, con su nariz panjabí y reverencia oscilante, su voz ronca y su postura inclinada hacia delante, y no podía encontrar respuesta aparte de la sencilla: algunos hombres estaban destinados a la grandeza, y otros a allanarles el camino. No era vergonzoso ser Bunty. Era un buen hombre que entendía cuál era su lugar. Esta conclusión era satisfactoria, y me relajé echando una cabezada. Pero entonces me calmé y me hundí más profundamente, en el recuerdo, en la oscuridad bajo la cual yacía una mole imponente que hablaba en muchas voces, y yo era un niño arrastrado por la fiebre en una cama caliente, una mujer me sonreía y estiraba una manta hasta mi barbilla, me tocaba la frente, y yo levantaba las rodillas y me giraba hacia un lado, hacia ella.
Me obligué a despertarme. Me incorporé. Era un hombre ocupado, no tenía tiempo que perder en ensoñaciones. Llamé a mis hombres, y revisé los planes para las semanas siguientes, y pedí sugerencias para mejorar las condiciones en el barracón, y escuché quejas sobre abogados y jueces.
Me reuní con Advani, el director, a las tres aquella tarde, en su despacho. Se sentó bajo su fotografía de Nehru y me dio un sermón en su hindi elaborado.
—Aquello fue un incidente muy desafortunado —soltó—. Necesitamos trabajar juntos para evitar esas incidencias en el futuro. Las consecuencias son dolorosas para ambos.
Tan solo le miré. Le dejé hablar y encontré su mirada y se la devolví. Después de un rato se puso incómodo y apartó la vista y siguió hablando. Pero yo mantuve la mirada fija en el lado de su pequeño cráneo arrugado, y después habló más despacio y se aclaró la garganta y paró. El ventilador encima de nuestras cabezas mantenía su tictac, y él trató de mantenerme la mirada, pero después abandonó y perdió. Estaba sudando.
—¿Puedo hacer algo por usted, Advani saab? —pregunté, con mucho tacto—. ¿Puedo hacer algo por su familia?
Negó lentamente con la cabeza, y tosió. Después al final pudo hablar.
—¿Qué puedo hacer por ti, bhai?
Me alegra que estemos… ¿cómo era?… sí, cooperando. Esto es lo que necesito. Los hombres están aburridos en el barracón, necesitan formación y entretenimiento. Así que va a llegar una televisión, esta tarde. Necesitamos una nueva toma eléctrica para ella, y conexión por cable. Y un templo.
—Per0 eso está muy bien. Espiritualidad e información, ambas hacen mejores ciudadanos. Se puede dar permiso, por supuesto. Es una buena idea.
Estaba intentando convencerse a sí mismo más de lo que estaba intentando halagarme. Mirando sus manos largas, nerviosas, sobre el escritorio, su media sonrisa deslavazada, me sentía asqueado. Los seres humanos son débiles, patéticos. ¿Cómo había llegado a ser director ese hombre? Sin duda tendría un tío que ya estaba en el cuerpo, y un primo que era amigo de un diputado. Hombres así llenaban los servicios públicos. Eran todo el material que nos daban para trabajar en este mundo.
—Es su buena idea —respondí—. Usted me lo sugirió hace tres semanas. Quería mejorar las condiciones de los reclusos. Yo solo soy el proveedor.
Tardó medio minuto en entender eso, con lo burro maderpat que era.
—Ah, sí, sí —replicó—. Gracias, bhai.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted Advani? —pregunté, bastante cortante—. Dígame.
—No, bhai. De verdad.
—¿Dinero?
Eso lo puso muy nervioso. Miró por el despacho como si alguien tal vez se estuviera escondiendo detrás del armario. Pero esta era una táctica demasiado obvia y demasiado directa por mi parte. Todo el mundo quería dinero. Lo cogería, pero yo era un gran nombre y una conexión evidente conmigo podría arruinar su carrera. Tendría que pensarlo, y llevarlo con cuidado.
—¿Qué más? ¿Una recomendación a su jefe? ¿La admisión de su hija en una buena facultad? ¿Una conexión extra de teléfono en casa?
—Nada —respondió—. Por el buen funcionamiento de la prisión, me alegra cooperar. Nada más.
En ese momento tenía las manos sobre el regazo, y se mantenía muy recto mientras decía que no quería nada, pero en sus ojos había un brillo de dolor que surgía al ver que se le había ofrecido de repente el deseo secreto de su corazón, pero que no tenía el coraje de cogerlo. Lo había visto antes, esa punzada de anhelo, la vacilación ante el deseo, tenía el poder de darles a hombres y mujeres lo que querían, de alargar la mano y meterla en sus barrigas y sacar cualquier pequeño sueño sucio que hubieran escondido allí durante toda la vida, y hacerlo real. Eso les asustaba. Había ayudado a que los hombres me dijeran que querían matar a sus padres, a que las mujeres confesasen que querían que les diesen una paliza a los hermanos que les robaban las propiedades. De modo que sabía qué hacer.
—Hábleme de usted, Advani saab —propuse—. ¿Dónde nació?
Todo su autocontrol se desmoronó en una gran sonrisa de alivio.
—Yo, yo nací en Bombay, en Khar. Pero mi padre era de Karachi. Lo perdieron todo en la Partición, ¿sabe?
Y después siguió hablándome de su madre, también de Karachi, y cómo la separaron de su padre en un tren en llamas, y su reunión en un andén en Delhi.
—Fue igual que en una película —comentó—. Estaban en andenes distintos, número tres y número cuatro, y el Amritsar Mail arrancó y se vieron. Papa-ji fue corriendo por las vías.
Y continuó, toda la historia de cómo se asentaron en Bombay, y el nacimiento de los dos hijos y tres hijas, y sus propios años en el National College. Sus luchas hasta que al final se estableció. Mientras tanto, yo daba vueltas por el despacho, mirando en sus armarios, removiendo sus archivos. No había fotografías de su familia, sino una de él mismo con Raj Kapoor. Había hablado de sus hijos, de la boda de su hija con un chico establecido en Estados Unidos, pero en aquel momento de alguna manera regresó serpenteando hasta su padre, que conocía a las estrellas de cine.
—Papa-ji conoció a Pran saab en Karachi —estaba diciendo—. Jugaban juntos al criquet.
De modo que Pran había sido un langotiya yaar de Papa-ji, y toda la familia había ido muchas veces a sus actuaciones. Habían conocido a muchas estrellas de cine.
—¿Alguna vez vio a Mumtaz? —pregunté.
—Sí, lo hice —contestó—. Dos veces. Arre, era preciosa. Con algunas de esos tipos filmi, ya sabe, todo es iluminación y maquillaje. Parecen guapas y adorables en pantalla, pero, cuando las ves en público, te das cuenta de que todo es una farsa, ni te fijarías en ellas en un tren local si no tuviesen tanto nombre. Pero Mumtaz, déjame decirte, era algo, guapa como un rasgulla qué color, y jugosa como una manzana. —Hacía pequeños movimientos en forma de círculo con las manos.
Le tenía. Le hice señas por encima del escritorio, y susurré:
—Advani saab, ¿alguna vez ha comido una manzana así?
Se rió, negó con la cabeza, levantó las manos, descartó la idea.
—No, de verdad, lo digo en serio, hay muchas de esas estrellas con quienes se puede hacer un arreglo.
—No —replicó—. No, no lo creo. Todo el mundo dice esas cosas.
—¿Está diciendo que miento?
—No, no. Pero…
—No se preocupe, Advani saab. Espere y verá. Le traeré una manzana.
Vaciló y protestó, como un invitado haciendo un ritual de negativas, pero yo estaba seguro. Le dejé, volví al barracón. Llamé a Bunty, y le dije que necesitábamos a una estrella de cine para el carcelero.
—Pero, bhai —replicó—. ¿De dónde voy a sacar una estrella de cine?
—Bastardo —contesté—, eres el rey de Bombay, ¿y no puedes conseguir una estrella de cine? Chutiya. Llama a esa mujer.
—¿Qué mujer?
—Chotta Badriya solía conseguir chicas a través de ella. Mira en su agenda, encontrarás su número. Si no está ahí, debió de anotarlo por alguna parte. Búscala. Una tal Jojo o Juju o algo así.
—Sí, bhai. ¿Algo más, bhai?
Me quedé callado. Había algo más, algo que era peliagudo, que estaba molestando como una piedrecita entre los engranajes de mi cerebro. Había aprendido a prestar atención a estos pálpitos medio sentidos. Y Bunty había aprendido a esperar. Le dejé nadar hasta la superficie.
—Está bien, Bunty. Hay algo más. Ese Sharma-ji, cuando hace sus pagos, cuando recibe la entrega, ¿va con alguien más?
—Conductores de las furgonetas o camiones, cargadores, un par de guardias. Las placas de los vehículos son de Uttar Pradesh.
—¿Sabemos algo más de él, sus partidarios?
—No, bhai.
—Necesitamos saber más. No me gusta esto, hacer esos negocios con gente de la que no sabemos nada. Averigúalo.
—Lo haré, bhai.
—Ten cuidado. No les des el chivatazo. Tómate tu tiempo, no me importa. Ve muy despacio pero averígalo.
—Entendido, bhai.
Eché mi siesta de la tarde. Poco después de que me despertase, los chicos entraron mi templo, y el aparato de televisión. Se necesitaron ocho de ellos para transportar el templo. Estaba hecho de mármol, y tenía una base especial de granito, para soportar el peso. Había una estatua elegante de Krishna, tocando su flauta, su dhoti dorado brillaba detrás de él. Estaba colocado sobre la parte anterior de la planta de los pies, un pie hacia atrás y cruzado sobre el otro. Estaba bailando. Los chicos levantaron su templo, y le instalaron en él mientras los reclusos zumbaban de felicidad. Después todos nos sentamos para nuestra primera puja. Meetu y Dipu cantaron un bhajan. Date me pasó un tikka grande en la frente, y Kataruka una guirnalda preparada para mí. Cogí la guirnalda y la coloqué a los pies de Krishna.
Después encendimos el televisor. Yo tenía el sitio de honor, directamente enfrente de su posición privilegiada, en el centro exacto de la habitación. Todo el barracón se organizó en una enorme media luna detrás de mí, con los chicos en la primera fila. La encendimos, y con una sincronización perfecta, Deewar estaba justo empezando en Zee. No hubo discusiones, la vimos. Todos los hombres del barracón la habían visto antes, pero no hubo ni un susurro mientras transcurría la película, excepto cuando las frases se decían en voz alta antes de que los personajes las pronunciasen, y cuando sonaban enormes estallidos de aplausos. Todos estábamos con Amitabh, estábamos con él en su ascenso hasta la cima, pero cuando el hermano inspector dijo «Tengo a Ma conmigo», todo el barracón lo dijo con él. La película transcurrió durante la hora de la cena, pero una consulta rápida con mi nuevo amigo Advani solucionó el problema, y la cena se atrasó, solo por ese día. El día que estuvimos todos unidos, todos como uno.
Así es como pasaban mis días, mejorando las condiciones de los internos, dirigiendo los asuntos de la banda. El tribunal especial gaandu seguía rechazando mis solicitudes de fianza, y mis abogados seguían haciéndolas. Y de esa forma me consumía en el raj de la TADA, y mi sufrimiento continuaba. Todos los días hablaba con Bunty. No puedes imaginar cuánto trabajo supone dirigir una banda, todas las cosas en las que se tiene que pensar: finanzas, cuentas, casos en los tribunales, pensiones, distribución, publicidad, beneficios, equipamiento y transporte, entradas, salidas, problemas de disciplina. Pero tenía trabajo, y las manos de nuevo sobre la banda, así que dormía bien por las noches. Por las mañanas, el televisor funcionaba desde el minuto en que volvíamos al barracón después del recuento. Los chicos siempre ponían un programa bhajan, y yo me sentaba y lo escuchaba un rato. Después poníamos las noticias. Una mañana, Date se me acercó, con aspecto agrio.
—Estos landyas bastardos —dijo.
—¿Qué?
—He oído que se están quejando del templo y el televisor.
—¿Quejándose? ¿Quejándose cómo?
—Dicen que eres un don hindú después de todo. Instalando templos muy, muy grandes, y poniendo televisores para cantar bhajans.
—No les oí quejarse cuando estaban viendo Deewar de nuevo la otra noche.
La cadena la había vuelto a poner.
—En realidad, algunos de ellos lo hicieron. Les gusta la película y Amitabh. Aunque también dicen que la verdad es que la historia es sobre Haji Mastan, pero que tuvo que convertirse en Vijay porque una película sobre un don musulmán no se puede hacer en esta industria.
—¿Así que es culpa del productor que tenga que preocuparse por todo el dinero que invierte en las estrellas? ¿Estos bastardos pagarán de sus bolsillos cuando la película no se recupere?
—Su jaat es así, bhai. Bastardos desagradecidos. Y si haces algo por los hindúes, siempre piensan que es contra ellos.
Estaba enfadado, pero estaba pensando. No puedes cambiar la forma en que piensa la gente dándole una paliza, y esto era un problema de fe. E incluso después de las explosiones de bombas y los disturbios, tenía hombres musulmanes trabajando para mí. Era en público, después de todo, un don laico. Date estaba murmurando palabrotas.
—Averigua lo que necesitan —le dije—. Mira si necesitan copias del Corán o algo. Hagamos algo por ellos.
—Te digo que no cambiarán, bhai. Siempre quejándose, quejándose.
—Tan solo hazlo.
Se marchó, con los hombros tensos y la cabeza agachada, como un toro. La irritación se quedó conmigo, bajo mi piel. A las nueve y medía, Bunty llamó con más irritación. Estaba alterado por Jojo.
—Bhai —dijo—, esta zorra de Jojo necesita que le den una lección.
—¿Qué ha hecho?
—Lleva semanas dándome problemas. No mandará a ninguna chica a la cárcel para Advani, dice. Y no negociará por el precio. Pero es toda su actitud, bhai. Como si fuera una especie de gran jefe, sin miedo a nadie. «Si no quieres hacer negocios, entonces no los hagamos», me dijo. Le pregunté si sabía con quién estaba hablando, y contestó: «Sí, eres el pequeño Bunty de Gaitonde». Fue la forma en que lo dijo, bhai. La maldije y empezó a reírse. Está loca. Quise salir y ponerle dos golis encima del gaand, bhai.
—Pero en vez de eso me has llamado. Eso está bien, Bunty. Autocontrol siempre.
—Solo porque dijiste que necesitamos tratar con ella, bhai. No sé cómo la aguantaba Badriya. Le dije que tratase tu nombre con respeto, y contesté: «¿O qué? ¿Me matará?».
—¿Dijo eso? ¿Qué contestaste entonces?
—Le dije que era una randi a la que le falta algún tornillo. Y después te llamé. Déjame que le enseñe. Déjame que le pegue una paliza, bhai.
—¿Cuál es su número?
—¿Vas a hablar con ella tú mismo?
—No, voy a hacer que el barracón le cante. Dame el número.
Así que llamé a Jojo. Descolgó al segundo tono.
—¿Haan? Diga —dijo, medio en hindi y medio en inglés.
Yo respondí en hindi:
—¿Así es como dices hola?
—¿Quién es?
—Tu baap.
—Murió hace años, ese bastardo débil.
—¿No tienes respeto por nada?
—Los hombres son peores que los perros. Especialmente los hombres que malgastan mi tiempo. Como tú.
—Será mejor que me escuches.
—¿Por qué?
—La gente que me hace enfadar sufre mucho.
Se puso a reír, y no estaba fingiendo: su risa era salvaje y total, y oyéndola empecé a sonreír un poco.
—No me lo creo —replicó—. Diálogos tan grandes. Sé quién eres. El gran Gaitonde en persona, llamándome.
—Escucha, saali —dije—. ¿Quieres terminar en una cuneta? Te haré cavar el agujero a ti misma, antes de meterte en él.
—Esa es una frase dhansu —soltó, y volvió a bramar. Y después se calmó, y preguntó—: ¿Quieres matarme, Gaitonde?
—Sería fácil.
—Bueno. Entonces, ven.
Y colgó.
Levanté la mano para arrojar el teléfono, después muy lentamente la bajé. Marqué la rellamada, y esperé.
—¿Sí? Dime —contestó. Estaba muy tranquila.
—¿Estás completamente loca?
—Mucha gente lo cree.
—Tienes suerte de estar viva todavía.
—Eso pienso cada mañana.
Me gustaba. Desde aquella primera conversación, desde la primera vez que oí aquella voz, ronca como la de un hombre, me gustó. Se reía de mí, y me gustaba. Pero puse una voz severa, y solté:
—¿Siempre has estado mal? ¿Naciste loca?
—No, no, Gaitonde. Tuve que trabajar muy duro para volverme majareta. ¿Qué hay de ti, Gaitonde? ¿Qué hizo que se te aflojasen los tornillos?
—Saali, contrólate la boca. —Era extraño, estaba furioso con ella, pero contento de alguna manera—. Mis tornillos están bien.
—Sí, sí. Por eso estás sentado en una cárcel y matando a gente por todas partes y comportándote como Hitler.
—Tienes suerte de no estar aquí, delante de mí.
—Estoy segura de que podrías hacer que me matasen de todos modos, gran hombre.
- volvió a echarse a reír, con aquella hilaridad desconcertante y sonora.
—No malgastes mi tiempo y mi batería —contesté—. Bunty dice que estás causando problemas.
—Bunty es un chutiya. No enviaré a ninguna chica a esa cárcel. Y, para empezar, una mujer como la que queréis no va a ir a ninguna cárcel.
—Bunty es un chico inteligente, y te habría escuchado si hubieses sonado como…
—¿Como qué?
—¿Puedes conseguir una mujer como la que queremos? ¿Una estrella de cine?
—Tal vez alguna actriz de televisión. Y no en la cárcel.
—Olvídate de la cárcel maderchod.
—Costará dinero.
—Todo cuesta dinero. Tan solo sé razonable, y no trates de aprovecharte de nosotros.
—Hago un negocio honesto.
—Haz un buen negocio conmigo y tendrás muchos más.
—Bien.
—Y no vuelvas a llamarme Hitler. No sabes cuánto trabajo para…
—Si, sí, eres un gran benefactor de los pobres. Das como un rey. Oye, tengo que irme, tengo trabajo que hacer. Me pondré en contacto con tu Bunty para los planes.
colgó. Loca y enloquecedora. Pero era una buena mujer de negocios… nos consiguió una actriz de televisión, o al menos una actriz que salía en televisión de vez en cuando, llamada Apsara. Esta Apsara era en realidad una actriz de cine también, una vampiresa que había salido en un par de películas con Rajesh Khanna durante el descenso de su carrera, cuando empezó a parecer un gutkha gordo. Apsara había estado circulando desde entonces, una de esas caras que recordabas pero a las que no podías poner un nombre.
—¿Por esto me haces pagar cincuenta mil? —le pregunté a Jojo.
Ella había dispuesto la transacción con Bunty, pero la llamé para discutir el precio. Era una excusa, lo admito. Quería hablar con ella. Le dije:
—Al menos consíguenos una auténtica estrella del momento. Ya sabes, como Zeenat Aman o alguien.
—Gaitonde, ese es el problema con vosotros, los hombres. En vuestros sueños creéis que cualquier mujer famosa está secretamente en venta. ¿Quieres alguien del momento? ¿Por qué no te consigo a Indira Gandhi?
—¿Qué? ¿Me dices esto a mí? ¿Haces un trato conmigo por esta mujer y me dices que me imagino cosas?
—El trato sucede porque los hombres se imaginan cosas. Pobre Apsara. Necesita el dinero.
La pobre Apsara resultó ser una especie de borracha, pero era una borracha feliz. Lo organizamos: Advani apareció en el Juhu Centaur el sábado siguiente por la tarde, para reunirse con uno de nuestros hombres que tenía una suite a nombre de Mehboob Khan. Advani tomó una copa en la suite, mi hombre le dio un paquete envuelto en papel marrón que contenía cinco lakhs, y después lo dejó solo. Se abrió una puerta, y Apsara entró flotando, vestida con un garara blanco, muy a lo Meena Kumari. Había engordado, pero su piel todavía era luminosa y clara, y Advani debió de creer que estaba en el cielo. Ella le pidió una copa, y después le cantó canciones. Él le dijo que era su mayor fan. Ella representó escenas para él, y él hizo el papel de Rajesh Khanna en la escena de Phoolon ki Rani donde la vampiresa se lleva la bala que iba para el playboy millonario porque está muy enamorada de él. Advani recordaba cada frase del diálogo.
Me enteré de todo esto por Jojo al día siguiente. No pude parar de reír.
—¿Así que actuaron el uno para el otro? —pregunté—. ¿Y después? ¿Él hizo algo en realidad?
—El viejo tenía mucha dum para alguien tan flaco y tan mayor, eso es lo que dijo Apsara. Creo que a ella le gustó.
—Pensó que él era Rajesh Khanna, saali vieja búfala borracha. Las mujeres están locas.
—Tan locas como los hombres.
Y nos reímos juntos. Para entonces hablábamos todos los días. De alguna forma se había convertido en rutina: al principio era yo quien la llamaba, generalmente por las mañanas, después de terminar la llamada a primera hora con Bunty. Después, un día en que tuve que ir a los tribunales, no la llamé, y cuando volví al barracón me dormí y me despertó el teléfono.
—¿Dónde estabas, Gaitonde? —Era ella.
Así que hablamos. Después del asunto de Apsara, hicimos algunos negocios más… Advani necesitaba más manzanas, como les sucedía a algunos abogados, y policías, y jueces. Pero Jojo y yo hablábamos, y el negocio solo era una pequeña parte de eso. Hablábamos de todo.
Pasaron trece meses.
Trece meses pueden pasar como si nada. Los días transcurren uno tras otro. Iba a los tribunales, me ocupaba de mi banda. Las cosas cambiaban, las cosas permanecían igual. Conseguimos que se desestimasen los cargos contra Dipu y Meetu. Enviaron a Date a la prisión de Nashik para cumplir el resto de su condena, Kataruka salió libre. Arrestaron a Bunty, vino al barracón. El registro baba en el barracón de los niños cambió, y había una nueva Mumtaz para mí. Liberaron a Bunty. Nuestra guerra con Suleiman Isa continuó. Cambió el gobierno en Maharashtra, cambió el gobierno en Delhi. Yo gobernaba y mediaba en las disputas en la cárcel. En el barracón, tuve que establecer un comité para tomar decisiones sobre lo que se veía en televisión, puesto que los domingos por la mañana repletos de Mahabharata y Ramayana hacían que los musulmanes y los católicos se sintieran rebajados y quisieran programas propios, y los tamiles y los malayalis de Kerala querían ver su programa de Canciones Picantes a medianoche, y entonces los muchachos marathi pidieron que se vieran películas con regularidad. Proporcionamos cabras enteras a los reclusos musulmanes en sus días de fiesta y les dijimos que haríamos todas las disposiciones necesarias para sus días de ayuno, y nos aseguraríamos de que el personal de la cárcel no interfiriese. Así que todo el mundo estaba contento. Fuera de la cárcel, alimentamos a Advani con sus manzanas, y dentro nos acomodamos, nos adaptamos a nosotros mismos. Mi hijo crecía, andaba, y en sus visitas semanales jugaba con él en el despacho de Advani, y lo sujetaba entre mis brazos, inhalando aquel olor húmedo de la parte superior de su cabeza mientras peleaba y se reía y me hablaba en lenguas que no podía entender. Yo también cambié, dentro de esta cárcel. Quizá por el tiempo que tenía, me volví tranquilamente más reflexivo, más interesado por el mundo. Leía los periódicos con regularidad, miraba todos los programas de noticias de la televisión, y los debates políticos los domingos, y las películas americanas en inglés. De la televisión, aprendí historia. En la cárcel me eduqué a mí mismo, me convertí en un hombre consciente de su pasado, de la larga historia de mi país. Pero a pesar de pensar tanto, o quizá por ello, desarrollé una dolencia embarazosa: sufría de almorranas. Una indisposición menor, no una enfermedad en realidad, pero cómo sufría. Me levantaba de la letrina temblando, mareado de dolor, asqueado por la sangre roja brillante. Consulté a los médicos, cambié mi dieta, tomé hierbas prescritas por afamados sabios ayurvédicos, pero no, aun así me retorcía y apretaba y sufría, sufría.
—Tienes demasiada tensión —apuntó Jojo—. Tu vida es únicamente tensión. Y tu problema es que llevas toda esa tensión en el gaand. Necesitas relajarte.
—Escucha, mi buena gurú —respondí—, soy un don, estoy en la cárcel, la gente está intentando mantenerme aquí, otra gente está intentando matarme. ¿Quieres que me relaje? ¿Cómo se supone que me tengo que relajar?
—Piensas que has tenido una vida muy dura.
—No empieces con ese razonamiento otra vez. Supon que estoy de acuerdo contigo, vale, necesito relajarme. ¿Cómo se supone que he de hacerlo?
Así que me puso a hacer ejercicio de forma regular, y dos semanas más tarde llevamos el yoga a la cárcel. Advani estaba bastante contento con la idea. Consiguió un artículo en el Bombay Times, con una foto a todo color y una nota publicitaria que lo describía como el «carcelero más progresista de nuestros tiempos». Bunty y mis hombres estaban contentos porque dos de las personas que impartían yoga eran mujeres, y podían verlas retorcerse y estirarse y girar durante una hora entera. Pero yo hacía callar sus risitas, y les decía que se concentrasen e hicieran lo que se les decía. Tenía que confiar y tener esperanza en el yoga porque mi gaand estaba ardiendo. Y te lo digo, funcionó. Se calmó, y relajó. No solo me relajé en los músculos, sino en algún lugar profundo de mi alma. Toda esa inhalación, expiración, aflojó algún nudo dentro de mí. Mis almorranas mejoraron. No te mentiré y te diré que me curé por completo, pero estaba al menos un setenta por ciento mejor.
—¿Ves?, escúchame siempre —comentó Jojo cuando se lo conté—. Un setenta por ciento es mucho.
—Sí. De forma que solo siento que me atraviesa cuchillas grandes alguna vez.
—Gaitonde, para ser un tipo duro, te quejas mucho. ¿Tienes idea de lo que se siente al dar a luz?
Y después se calló. Era uno de sus temas: que el mundo sufría, y en él las mujeres sufrían las que más, y el sufrimiento de las mujeres pasaba desapercibido.
—Los hombres bastardos hacen que el sufrimiento sea el deber de las mujeres —siguió—. Todas esas madres sufriendo en las películas. Y las mujeres también son chutiyas por creerlo.
Al comienzo de nuestra amistad, intenté discutir con ella. Le pregunté: ¿Crees que los hombres no sufren? Deja que te cuente algunas historias de hombres que se rompen y mueren y trabajan toda la vida por un sueldo pequeño y comida que no comería ni un perro. Pero ella siempre tenía cuatro historias por cada una de las mías, y llegó a gustarme escucharla, en algún lugar de todos esos relatos angustiados había pequeños chismes sabrosos sobre ella. Sabía que creció en un pueblo, criada por su madre… había una hermana por alguna parte, con la que nunca hablaba. El padre murió pronto. Cuando llegó a Bombay siendo una muchachita, solo hablaba konkani y algo de tulu y kannada, ni hindi ni inglés o alguna otra cosa. El marido de la hermana de Jojo se escapó con la joven Jojo, le dijo que la convertiría en estrella de cine, pero después de meses y meses de dar vueltas por despachos de productores, la prostituyó con uno de ellos. Le dijo que todas las chicas tenían que hacerlo, el acuerdo era el precio de la fama y parte del negocio, todo el mundo transigía. Para entonces lo había entendido, y lo hizo, pero la película nunca se materializó. Después hubo otro productor, y luego otro. Empezó a pegarle, este novio. Para entonces ella hablaba hindi con fluidez, y algo de inglés. Así que escapó. El novio la encontró, le pegó. Ella le rompió la mandíbula con una mano de mortero, así que después de eso la dejó sola. Pero estaba el asunto de ganarse la vida. Así que luchó, pasó hambre, después volvió a ver a uno de los productores y transigió, y después otro. Entonces guardaba su dinero para ella misma, y ahorraba. Entró en la asociación de bailarinas, y trabajó en unas pocas películas, como bailarina en los números de grandes producciones. Por un tiempo se aferró al sueño, que algún día sería actriz, una Mumtaz que labró su camino hacia arriba desde la fila del coro hasta los primeros planos gigantescos de una estrella. Pero no era tan estúpida como para creerlo mucho tiempo. Y era lo bastante inteligente como para entender tanto la demanda como la oferta: conocía a hombres ricos, y conocía a chicas jóvenes que necesitaban una forma de sobrevivir en la ciudad. Así que comenzó su negocio. Pero su negocio no solo era sexo. Consiguió trabajos de interpretación para algunas de las chicas. Y ella misma, al final, se convirtió en productora. Con algo de su dinero, y algo del mío, aquel año comenzó a planificar la producción de una serie de televisión, sobre dos chicas jóvenes que se hacen amigas en la escuela, una de ellas era la rica niña mimada por los profesores, y la otra una pobre huérfana, y ambas van juntas a la ciudad y sufren y sufren. Jojo tenía muy clara nuestra asociación.
—Escucha, Gaitonde —me dijo—. Esto es un acuerdo de negocios, nada más, nada menos. Quiero todo el dinero en limpio, mediante cheque. Y no es un negocio divertido. Todo lo que te debo es dinero, nada más. Tú lo ofreciste primero, no lo pedí.
—Achcha, baba —contesté—. No me debes nada más. Negocios, eso es todo.
Me envió el guión del episodio piloto, y lo leí. Y después nunca más quise leer uno de sus guiones. Bunty tenía razón. Tal como dijo: ¿qué hombre puede ver una escena tras otra de mujeres llorando por estupideces y después abrazándose la una a la otra? Le dije a Jojo que me gustaba. Si quería hacer series con tantos llantos, si eso era lo que las mujeres querían ver, que lo hiciesen. Sabía que a pesar de la alegría de Jojo, sus palabrotas desenfadadas, había días en los que no salía de la cama, en los que no podía hablar con nadie, cuando el mundo entero le parecía una jungla de ceniza, un terreno de incineración lleno de cadáveres que caminaban. Esos estados de ánimo negros la invadían a veces, y solo los soportaba prometiéndose morir. Eso es lo que me contó una mañana.
—Me digo a mí misma que si se vuelve muy malo, me mataré. Y tengo las pastillas preparadas. Y después cuento las cosas de la vida que son buenas. La herida todavía duele, pero sé que no es interminable, porque tengo las pastillas. Entonces puedo seguir otro día. Y luego otro.
Me asustó. Intenté hacer que viese a un sacerdote, o a un mago, o a un médico. Había visto programas sobre la depresión en la tele. Me dijo que me ocupase de mis propios asuntos.
—Lee los guiones de mi serie —replicó—. Tal vez aprendas algo sobre las mujeres, Gaitonde.
No leí nada más, pero seguí hablando con ella. Desde el principio, se negó a venir a verme a la cárcel.
—La única razón por la que podemos hablar así es porque no nos hemos visto, Gaitonde. ¿No lo entiendes?
Sabía que no era tímida con los hombres o con el sexo. De hecho, era más bien al contrario, estaba con hombres, los elegía y se acostaba con ellos.
—¿Por qué tienen que ser siempre los hombres los que elijan y persigan y lo hagan? Gano mi propio dinero, cuido de mí misma, quiero mi propia diversión. No me avergüenzo de lo que quiero.
Así que a veces escogía hombres, y se los llevaba a la cama. Me lo contó después de que nos hubiésemos vuelto amigos sinceros, y me lo contó sin miedo, sin vergüenza. Cuando me lo dijo, un revoltijo de excitación alarmada me subió por la garganta, como si corriese por el borde de un tejado en la oscuridad.
—Eso es, eso es asqueroso, Jojo —susurré con urgencia por el teléfono.
—¿Por qué? —contestó bruscamente—. ¿Tú puedes chodo a esos chicos tuyos en la cárcel porque eres un hombre y necesitas alivio? ¿Y eso no es asqueroso? ¿Pero yo lo soy? Me haces reír.
Por supuesto le dije que era distinto, que ella era una mujer. Y replicó:
—Sí, soy una mujer, y una mujer puede sentir diez veces más placer que un hombre. ¿No sabías eso?
Era bastante cierto. Todo el mundo lo sabía. Contesté:
—Por eso las mujeres saali tienen que estar encerradas, por lo randis que son.
Y ella se puso a reír, y soltó:
—Pero, mi bhai, tú estás encerrado y yo no. Soy libre.
Era libre. Estaba con hombres, los llamaba sus thokus. Me hacía reír con historias sobre ellos, sobre cómo lloraban cuando los dejaba, y el tamaño de sus miembros, y sus vanidades. Y se negaba a verme.
—Ni ahora —dijo—, ni más adelante. No voy a ser una de tus thokus, y tú no quieres ser uno de los míos. Somos bhidus, bhidu.
Cierto. Eramos amigos.
En mayo, la TADA se canceló, pero permanecí en la cárcel. La ley había desaparecido para el resto de ciudadanos, pero, como había sido acusado con ella, todavía me retorcía bajo su talón. Mi caso aún se tenía que juzgar bajo sus normas, que no eran leyes sino mandatos arbitrarios. Maldije a mis abogados, y amenacé con conseguir unos nuevos. ¿Vivimos en una dictadura?, pregunté. ¿No tengo derechos como ciudadano? ¿Qué sois, abogados de primera o bhangis? ¿Por qué os estoy pagando esos cargamentos de dinero?
Al final, al final, llevaron mi caso ante el Tribunal Superior de Justicia de Bombay y libraron una buena batalla, hasta la victoria. El juez dijo que me dejaría libre, con la condición de que no amenazaría y ni siquiera intentaría establecer contacto con los testigos del gobierno en otros casos pendientes contra mí, y que no abandonaría los límites de la ciudad, y esto, y aquello. De acuerdo, contesté, de acuerdo con cualquier cosa y con todo, señoría. Y de repente estuve fuera. Estaba en el tribunal una mañana, y después se terminó, y estaba en un coche por la carretera, camino a casa. Fue así de simple. De pronto estaba sentado en mi dormitorio, con Subhadra a mis pies y mi hijo corriendo alrededor de la cama. Todo estaba increíblemente silencioso, y las habitaciones parecían inmensas, mucho más grandes de lo que las recordaba. Hubo visitas, pero Kataruka las contuvo. Fue una ayuda al entrar en la cárcel, y al salir. Insistió en que una fiesta y visitas y ruido eran erróneos aunque sonasen adecuados. Y una tarde tranquila es lo que quería, cierto. Tomé la cena que me sirvió Subhadra, y metí a Abhi en la cama. Cuando la puerta se cerró para Kataruka y los demás, fui hacia Subhadra. Ella vino a mí maleable, y verdaderamente fui a casa.
Cuando se quedó dormida, me levanté, me puse una kurta y deslicé la puerta para abrirla. Subí al tejado, a mi vieja posición privilegiada junto al depósito de agua. La noche era brumosa, sin estrellas, solo un resplandor bajo por las luces desperdigadas. Tenía veintisiete años y estaba en casa otra vez. Noté ese olor antiguo, a aceite y llamas y residuos, escociendo ligeramente en los orificios de la nariz pero vivo, lleno de vida. Lo respiré, y llamé a Jojo.
Descolgó al primer tono.
—Gaitonde.
—Estoy fuera.
—Lo sé.
—¿Te encontrarás conmigo?
—No. ¿Cómo está Subhadra?
—Está bien. No hables de ella.
—De acuerdo. No hablaremos de ella.
—¿Así que te niegas a verte conmigo?
—Me niego por completo.
—Podría haber hecho que te fuesen a buscar y te trajesen hasta mí.
—Podrías. ¿Lo harás?
—De acuerdo, no.
—Bien. Mira qué te digo, Gaitonde… te mandaré una chica.
—¿Harás qué?
—No te hagas el tímido conmigo, Gaitonde. Sé lo que necesitas. Te gustará esta. Cara, pero buena para ti.
—¿Sabes lo que necesito?
—Compruébalo.
Lo hice. A la mañana siguiente, me mandó a la chica. Se llamaba Suzie, y dijo que tenía dieciocho años, de Calcuta. Era medio china de Calcuta y medio brahman bengalí, y tenía el pelo negro largo y liso, brazos largos y delicados que cruzaba y doblaba cuando se reía, y la piel como el fino mármol blanco. La puse boca abajo y besé la parte de atrás de su cuello mientras estaba dentro de ella. Gimió y se movió hacia atrás contra mí.
Después, desde el coche, llamé a Jojo.
—¿Qué te dije, Gaitonde? —preguntó—. ¿A que esa chica tiene algo?
—Sí, sí, tenías razón.
—En dos años tendrá un programa en la MTV, ya lo verás.
—Puede ser. Pero pensaba en ti mientras estaba encima de ella.
—¿Estás encima de una de dieciocho años y piensas en una mujer vieja como yo? Gaitonde, eres un idiota, como todos los demás hombres del mundo.
Tuve que reírme con ella. Había esperado a Suzie en un hotel pequeño cerca de Sahar, y ahora estábamos en la carretera, yendo a casa. El tráfico se movía rápido, y el sol lanzaba destellos desde los techos de los coches. Era libre.
—Me siento bien —le dije a Jojo.
—Disfruta —contestó—. Disfruta, disfruta.
Llegamos a casa a las once. En la cárcel me acostumbré a levantarme pronto, así que ya había hecho yoga, había comido, había estado con Suzie. Me sentía ligero. Pero algunos de los chicos estaban bostezando. Los puse a trabajar. Jugué un rato con Abhi, que ahora balbuceaba palabras y sonidos sin sentido, me sujetaba la cara e intentaba decirme cosas. Tenía poca gramática, y no entendía el pasado y el futuro, y sin embargo podía escucharle completamente fascinado, con el corazón rendido al amor. A mediodía, Katakura entró en el salón donde estaba sentado con algunos peticionarios. Se inclinó cerca para susurrar:
—Los nau-numbers están aquí. Dicen que tienen que llevarte a comisaría. Interrogatorio por otro caso.
—¿Quién es? ¿Majid Khan otra vez?
—No, no conozco a estos chutiyas. Dicen que están con Parulkar.
—Bastardos. Diles que envíen a los abogados cualquier pregunta que tengan.
—Lo he hecho. Tienen una orden de un juez.
—Sí, y el juez chodoa a sus madres por el gaand cada noche. Diles que esperen. Diles que iré cuando pueda. Y haz que uno de los abogados baje aquí.
—Sí, bhai. —Kataruka estaba sonriendo—. Estos maderchods no tienen maneras. No me apetece ni siquiera darles chai.
—¿No tienen maneras?
—Han aparcado su furgoneta justo delante de la casa y se han negado a moverla. Muy prepotentes, bhai. Traedlo aquí, hablan así. Son de algún tipo de comando especial, dos de ellos llevan carabinas, y uno tiene una jhadoo. Se creen que son héroes.
Salí, tarareando una canción. Volví con mis peticionarios, padres que querían un trabajo para sus hijos. Pero estaba distraído, pensando en este nuevo incordio. Comandos con armas Sten y AK-47 significaba que tal vez había un nuevo equipo operativo, alguna iniciativa del gobierno puesta en marcha para que pudiesen parecer serios con el crimen organizado. Algo que no llegaría a nada a largo plazo, pero podría ser una molestia. Hice mis promesas con los peticionarios, les dije que volviesen en una semana. Cuando uno de los chicos les abrió la puerta, todos oímos con claridad las voces enfadadas, un grito y después la respuesta de Kataruka. Hablaba ronco y muy alto. Policía bhenchod, están gritando en mi casa. Maderchods. Me levanté, y recorrí el pasillo largo, casi rozando a la familia de los peticionarios, madre y padre y tíos y el hijo. Incluso con ese enfado, noté el olor del hogar, ese olor a cebollas y haldi y aceite de la comida que estaban preparando en la cocina. Lo respiré.
—Traed aquí a Gaitonde ahora —rugió el policía.
Entre él y yo estaban unos cuantos de mis hombres, y otras visitas, todos agrupados alrededor de la discusión, pero a través de ellos pude verle los hombros y el rostro del policía, y detrás de él a otro, y el destello prolongado de un AK-47.
—Cuando esté preparado, vendrá y les verá —contestó Kataruka, tan fuerte y con los ojos tan enrojecidos como el policía.
Me metí a través de la aglomeración. Quería gritar yo mismo. Podía ver a dos policías, pero no más. Frente a mí estaba Dipu, que se había convertido en un urbanita elegante y refinado tras su servicio con nosotros, con un nuevo corte de pelo.
Le pregunté a Dipu, pasando por su lado.
—¿Cuántos son?
Me dijo, al oído:
—Cuatro, bhai.
Entonces pude ver a un tercer policía, de pie a la izquierda. Llevaba la carabina colgando del hombro y preparada, con un dedo en el gatillo. Me vino mientras iba caminando: cuatro policías, solo cuatro, armados con automáticas y en una furgoneta, enviados para ir a buscar a Ganesh Gaitonde. No tenía sentido. El policía que gritaba se inclinó aún más hacia Kataruka, y en ese movimiento me vio. Nuestros ojos se encontraron. Me giré y corrí.
Fui por lo bajo a través de la ráfaga de las armas, a través y por encima de los cuerpos que se sacudían en el pasillo, a través de los gritos. Después estaba en mi dormitorio, escarbando y manoseando tras la cabecera buscando una pistola, y había cerrado la puerta de golpe de tras de mí pero las balas entraban a chorro por las paredes, esparciendo yeso, y tuve menos de un momento, y crucé la ventana que estaba a la derecha de la cama. Caí entre el lateral de la casa y el muro del recinto, y supe que me había roto algo en el brazo pero tenía que seguir corriendo. Salí corriendo por la puerta trasera, y entonces dos de mis hombres iban conmigo, y me llevaron por los callejones cercanos. Giramos dos veces y entramos en una casa y la puerta se cerró tras nosotros y los tres caímos al suelo, completamente exhaustos, como si hubiésemos corrido dieciséis kilómetros.
El fuego retumbaba cerca, pero ahora ante el golpeteo de AK y carabinas sonaban disparos sueltos como respuesta. Luego, de repente, se acabó. No más tiros, solo chillidos, una oleada de gritos desesperados por la basti. Estaba vivo.
Salí a la calle sujetándome el brazo. Solo entonces, cuando empecé a caminar, sentí una línea acalorada de dolor en la parte baja de la espalda, como si alguien hubiese pasado un alambre fundido por mis nalgas.
—Estás sangrando, bhai —me avisó alguien.
Le empujé a un lado, entré en la casa.
—Hemos cogido a uno de ellos —me dijo otro.
Habíamos cogido a uno, estaba tendido cerca de la puerta principal, con la pierna enredada bajo el cuerpo. Dentro de la casa, en el pasillo delantero, había sangre en el techo, manchas de tejido por las paredes. Dipu estaba muerto, y también Kataruka.
Diecisiete hombres murieron en mi casa aquel día, y cuatro mujeres, y un niño. Pero en aquel momento no teníamos el número, solo una maraña de cuerpos. Solo cuando empezamos a recogerlos, y a sacarlos afuera, encontramos a Subhadra y Abhi al final del pasillo, en la cocina, acurrucados bajo el sari azul de ella. Los dos habían muerto por la misma bala de AK-47, que entró por la jamba, y los atravesó. Estaban muertos. Mi mujer estaba muerta. Mi hijo estaba muerto.
Volví a la cárcel. Después de que me escayolaran la muñeca rota y me cosieran el rasguño del trasero, después de que incinerásemos a nuestros muertos, consideramos las opciones. Sabíamos entonces que los policías que habían disparado no eran policías, sino hombres de Suleiman Isa, que habían comprado los uniformes en Maganlal Dresswallah, que habían robado la furgoneta —o eso dijo la policía de verdad— en la jefatura de la Zona 13. Sabíamos, de buena fuente, que el supari que se pagó por esta misión suicida fueron dos crores, de modo que los cuatro maderchods que vinieron a mi casa se fueron con cincuenta lakhs cada uno. Pero dos de ellos no se fueron, uno murió justo allí en mi patio, el otro cubrió el interior de la furgoneta con la sangre que esputó. Murió ese mismo día. Pero, con todo, mis enemigos casi consiguieron lo que querían. No podían decir que habían matado a Ganesh Gaitonde en su propia bastí, en su propia casa, pero dijeron que me habían golpeado en mi guarida, que huí de ellos, que fui un cobarde con una herida en el gaand. Se sentían avergonzados por haber roto la regla tácita de las bandas acerca de no herir a miembros de la familia, pero podrían decir que fue un accidente, y podrían decir que me habían dado en el gaand.
Pero estaba vivo. Eso era lo que importaba. Dijera lo que dijese el mundo, estaba vivo. Y eso es lo que importa al final. El honor y el orgullo son los sueños de los que se alimentan los hombres, y por los que mueren, pero mis hombres entendían que, incluso para ellos, era mejor que siguiera vivo. Todavía estaba aquí, para recuperar, planear, vengarme. Y tenía que seguir vivo. Así que regresé a la cárcel. Fue fácil arreglarlo. Me subí a un coche con algunos de mis hombres y subimos a Mulund. Paramos el coche en el puesto de control de Mulund, y los chicos buscaron pelea con los agentes que estaban allí. Salí y también grité, y los chicos se dirigieron a mí de forma muy evidente como «Ganesh bhai», solo para asegurarse de que los mamus estúpidos entendían quién era yo. Después todos volvimos al coche y seguimos conduciendo, más allá de los límites de la ciudad.
De ese modo rompí las condiciones de mi fianza, y tuvieron que devolverme a un refugio seguro para mí. Entendí que esta vez había sido policía falsa, pero la próxima vez podría ser la de verdad, que viniese a por mí para darme una vuelta en una furgoneta negra, una vuelta que terminaría con una bala en mi cabeza. Cada puerta de la ciudad escondía un asesino, cada día era una batalla. Me había vuelto demasiado grande para que me dejasen vivir. Así que la cárcel era mi castillo inexpugnable, donde los muros y las normas y las reglas construían un hogar para mí, donde los carceleros eran responsables de que no se me hiciera daño, y donde podía continuar haciendo negocios sin estorbos.
Volví a instalarme en la vieja rutina. Había caras nuevas en el barracón, pero el mismo grupo de daris estaba alrededor de la mía, por orden de antigüedad. La vida continuó como antes. Pero estaba solo, muy solo. Mis hombres eran mi familia, y eran amables como siempre, conscientes de mis pérdidas y mis heridas. Me cuidaban, y yo hacía negocios. Pero estaba solo de corazón. Habían muerto tantos, no solo en este último ataque, sino a lo largo de mi viaje, en todas las batallas. Y yo todavía estaba vivo. ¿Por qué? ¿Para qué? Esperaba una respuesta. Practicaba yoga por las mañanas, por las tardes practicaba pranayama. Pero toda la calma duramente conseguida me fue arrebatada por la risa de Abhi, que oía flotando bajo la luz del sol por la tarde. Por la noche, me iba con ganas a la almohada porque sabía que él vendría a mí en sueños, pero mi propia espera ahuyentaba el sueño. Estaba aturdido. Caminaba por el mundo como un hombre que se desliza ingrávido por un sueño.
—Es una sensación tan rara… —le conté a Jojo, muy tarde por la noche, por teléfono—. Me siento como, como un fantasma perdido. Como si fuese la historia de otra persona. Como si hubiese un proyector haciendo chat-chat-chat en alguna parte y estuviera moviéndome por una pantalla.
—Pasará, Gaitonde —contestó—. El dolor pasa. Siempre lo hace.
Sonaba tan cercana… como si estuviese en la cama de al lado. Hice que se comprara un móvil nuevo, y yo mismo tenía uno nuevo, y hablábamos solo entre nosotros con esas conexiones nuevas. Tenía otros dos teléfonos para los negocios. Mis enemigos no habían tratado de matar a mi familia, eso lo sabía, pero aun así tenía miedo por Jojo. Le dije que nuestro vínculo tenía que volverse incluso más invisible para el mundo, y que sería malo para su imagen en la industria de los medios de comunicación si se supiera de forma generalizada que ella y yo éramos amigos. Entendió eso, y se volvió incluso más discreta de lo que ya había sido. Hablábamos tarde por la noche, solo con los teléfonos especiales.
—¿Gaitonde? —preguntó—. ¿Hola?
—Aquí —contesté—. Estoy aquí.
Pero no estaba seguro de seguir allí. Un hijo arraiga a un hombre en el mundo. Arranca esa conexión y le estás cortando y dejando suelto.
—¿Sabes lo que echo de menos? Echo de menos el olor de su pelo después del baño.
—Lo sé. ¿Qué echas de menos de Subhadra?
Me resultaba difícil evocar su rostro, recordar qué aspecto tenía. Pero por supuesto no se lo dije a Jojo.
—Solía traerme leche por la noche —contesté, pero sabía que Jojo había notado mi vacilación.
Se quedó callada, sin embargo, y no me dio una de sus charlas sobre hombres y mujeres.
—Gaitonde. Nunca hablas de tu padre y tu madre.
—No lo hago.
—Tu madre, ¿quién era?
—Una mujer, ¿qué más?
—¿Qué más? ¿Cómo era?
—Era mi madre. Olvídalo. Toda esta charla maderchod.
Por supuesto percibió el gruñido de mi voz, y se quedó callada. No tenía la intención de cortarla, y no quería el silencio, no podía soportarlo.
—Háblame de tu padre y tu madre —propuse. Podía oírla respirar—. ¿Jojo?
—Estoy intentando no maldecirte. Porque tú ya tienes mucha tensión.
—Si no tuviera tensión, ¿me soltarías gaalis?
—Cualquiera que me habla así consigue gaalis.
Estaba tumbado en el suelo, en una esquina del barracón. Me gustaba el cemento frío en la parte trasera del cuello. Por una ventana podía ver el ascenso oscuro de un muro, los fragmentos brillantes de cristal en el borde, afilados a la luz de la luna. Tuve que sonreír un poco. De alguna forma la temeridad de Jojo, su enfado, me hacía sonreír. En la vida la habría odiado, creo. Pero por teléfono, yo aquí, ella allí, me hacía sonreír.
—Oiga, señora —repliqué—. Estoy tenso. Así que discúlpeme. Háblame de tu madre.
Jojo me habló de su padre, que era capitán de barco. Pilotaba barcos pequeños para una compañía grande, y de vez en cuando pasaba meses fuera. Cuando llegaba a casa la quería en calma. Los loros que estaban en los huertos detrás de la casa hacían que temblase de furia, lanzaba petardos a las copas de los árboles y al final compró una escopeta. Sus matanzas de koels y golondrinas no desterraron a los pájaros, que se sentaban en las cabezas de sus espantapájaros, y anidaban en sus estómagos. Al final se retiró a la butaca de su dormitorio, se puso tapones para el oído de color rojo y un pañuelo negro sobre los ojos. Sus hijas caminaban de puntillas a su alrededor, e intentaban quedarse despiertas para captar los retazos de conversación entre él y su madre. Nunca oyeron nada de él que tuviera sentido, ni siquiera en las comidas, cuando todo lo que decía era que había demasiada sal en el pescado al curry y que no había dinero para los vestidos de Pascua. Y así era hasta que se marchaba, de nuevo por algunos meses. Cuando Jojo tenía once años, este padre de barba grande murió de un ataque al corazón en el puente de mando de su último barco, un día lluvioso en el golfo Pérsico. Murió sentado en su silla de capitán, con el pañuelo negro sobre los ojos, de forma que sus hombres pensaron que estaba durmiendo. Al final tuvo calma, pensó Jojo. Pero no hubo calma para ellas, porque cuando llegó la pensión resultó no ser mucha. Eran pobres. Pero la madre de Jojo se negó a sentirse alicaída, o asustada. Tengo mi tierra, dijo, me niego a vivir de forma sumisa y llena de lágrima porque Dios se haya llevado a mi marido. Dios es misericordioso y cuidará de nosotras. Y así las crió, con trabajo duro y penurias y disciplina férrea. Tenéis que compraros vuestra propia comida en este mundo, decía, recordadlo.
—Una vez le pregunté por ellos, ella la esposa y él el marido, los dos juntos —continuó Jojo—. Sobre cómo pudo soportar estar con él todos esos años, a través de todo ese silencio. Por qué.
—¿Y ella qué dijo?
—No dijo nada. Solía hacer esa cosa con la boca, ponerla pequeña como si estuviese irritada, y te hacía un gesto con la mano. Como si fueses una tonta por preguntar. Después se iba y seguía con su trabajo. Siempre estaba trabajando.
—¿Cuándo murió?
—Después de que yo tuviese el problema con mi hermana. No me enteré hasta un año después de que ocurriera.
El problema en realidad había sido con el marido de la hermana, pero lo dejé pasar. Cuando las mujeres hablaban de sus problemas, era mejor pasar por alto algunas cosas. Había aprendido mucho de mis largas conversaciones con Jojo, la campeona de las mujeres. Si discutías, conseguías una pelea a gritos, y después silencio. Y quería que Jojo hablase, necesitaba que siguiese hablando. Por la noche tarde, me salvaba con su charla.
Por las mañanas leía la prensa. Comenzaba con los periódicos en marathi, después leía los escritos en hindi, y al final los escritos en inglés. Mi lectura en inglés todavía era muy lenta y vacilante, y a menudo tenía que parar y preguntarles a los chicos significados y construcciones. Tenía mi diccionario inglés-marathi, pero aún así era un asunto pesado, y siempre me enfadaba al final. «El equipo de Gaitonde lucha por recuperarse de las pérdidas», decía el Times of India, y al final del artículo quería matar al «corresponsal especial» anónimo. No eran solo los errores en una frase sí y otra no, la falta de cuidado de la cobertura informativa, sino el tono, esa insinuación ligeramente socarrona de que quien escribía lo sabía todo, incluso lo que había en la cabeza de Gaitonde: «Mientras Gaitonde llora a su esposa y se lame las heridas en su celda, Suleiman Isa consolida su poder». Estos ingleses-valas siempre eran superiores, como si el mundo en que vivían fuese algún otro, lejos de mi barracón, mis calles, mi hogar. Cuando me enfadaba, los chicos sonreían y preguntaban: Si te saca de quicio, bhai, ¿por qué lees esas tonterías?
No se lo conté, pero leía las tonterías porque me hacían sentir vivo. En esa imagen de Gaitonde, atrapada entre las columnas del papel de prensa, había una vitalidad que no sentía en mi vientre. Era caradura, seguro de sí mismo, herido pero implacable, y maquinaba un regreso. Mirándole, yo mismo me sentí orgulloso de él. Ahí tenías un hombre. De modo que no maté a ningún periodista, pero en vez de eso concedí entrevistas. Les mandé botellas de whisky escocés, y los adulé con confidencias. Todos querían saber la historia de mi vida, así que les conté historias. Las publicaron todas. Nuestros ingresos crecieron, y más chicos que nunca quisieron unirse a nosotros.
Fue en aquellos tiempos de mi fama creciente por toda India cuando uno de los celadores vino a verme.
—Bhai —dijo—, hay un chutiya en el barracón cinco que no para de decir que te conocía antes de que fueras Ganesh Gaitonde.
—¿Cuándo tenía otro nombre? Nunca he tenido otro nombre. Siempre he sido Ganesh Gaitonde.
—No sé qué quiere decir, bhai. Está loco. Pero no deja de decirlo.
—Olvídalo, entonces. ¿Por qué me molestas con eso?
—Lo siento, bhai.
Se giró, agachando la cabeza, y se rió tontamente.
—Lo siento. Es un auténtico vediya, se cree el mismísimo Dev Anand. Pero siempre tiene el dedo en la nariz así, bastardo loco.
—Espera —solté—. Espera. Ese tipo. ¿Está con los budhaus? ¿Es viejo?
—Sí, bhai. No es tan viejo, pero tiene todo el pelo blanco. Se lo peina en un tupé hacia arriba, como Dev Anand.
Abrí la boca, después la cerré. Dije con tranquilidad:
—Tráemelo.
—Le diré que quieres darle papel, bhai. Vendrá corriendo.
—¿Papel?
—Dibuja, bhai.
—¿Dibuja? No importa, solo ve y tráelo. Vete, vete. Ahora.
Tardó unos diez minutos, mientras se les decía a varios guardias qué tenían que hacer. Pero después ahí estaba. Le reconocí tan pronto como cruzó la puerta al final del barracón, entre los cientos de hombres. Estaba encorvado hacia delante, e incluso más delgado que antes, pero ahí estaba, Mathu. Sí, el mismo Mathu que había sido mi compañero pistolero en aquella barca pesquera mucho tiempo atrás, cue había cruzado conmigo los mares para traer el oro de vuelta, que había sido un compañero equitativo en la destrucción de Salim Kaka. Se acercó a mí con lentitud, flanqueado por dos de mis hombres, mirándome detenidamente desde debajo de sus cejas escuálidas. Tenía barba de tres días, y su acicalamiento cuidadoso había desaparecido por completo. Ahora no llevaba polvos de talco sobre esa nariz de roedor, pero todavía llevaba el pelo a lo Dev Anand, peinado hacia arriba en un bucle con estilo. El pelo era todo blanco, completamente blanco. Había costras de suciedad en sus rodillas y tobillos desnudos, y cuando estuvo cerca tuve que armarme de valor contra su hedor a vejez y sudor y tristeza.
—Mathu —dije, y les hice un gesto a los chicos para que se apartasen.
Arrugó un montón de papel entre las manos, asintió con la cabeza de lado a lado y dijo:
—Sí, es Ganesh.
Después se quedó callado, y muy quieto. Todavía me estaba mirando, como si estuviese intentando medirme. No era hostil, ni estaba asustado, solo estaba evaluando. Después pareció satisfecho, y perdió interés por mí, y se preocupó de su nariz. Se sacudió una mota verde, y después echó un vistazo por el barracón, y luego empezó a remover el montón de papel que llevaba.
—Mathu, bastardo —llamé—. ¿Dónde has estado? ¿Qué te ha pasado?
Estuve enfadado con él, hacía tiempo, pero ahora estaba conmovido por el afecto y la sorpresa y la preocupación, me levanté y le di un golpecito en la espalda, y paré porque sus omoplatos me cortaban las manos. Estaba muerto de hambre y temblaba.
—Mathu, ¿quieres comer algo?
Eso llamó su atención.
—Sí, Ganesh.
De modo que le dimos algo de comida. Se encorvó sobre su bhakri y chatni de ajo y comió. Tenía los papeles metidos con cuidado bajo el muslo derecho. Llamé al celador y le pregunté por Mathu.
—Lleva aquí tanto tiempo como yo, bhai —explicó el celador—. Que son casi cinco años. Y sé que llevaba aquí un tiempo antes de eso, y fue trasladado desde Arthur Road, donde estuvo al menos un año.
—¿Por qué?
—Por lo que sé, bhai, los cargos son que mató a su hermano.
—Entonces, ¿por qué no se le ha juzgado todavía?
—Su familia dice que es mentalmente incapaz de soportar un juicio, bhai. Han conseguido que algún médico sumiso escriba eso. De modo que lo mantienen yendo de prisión en prisión.
Podrían seguir evitando el juicio, y mantener a Mathu en la cárcel por más tiempo del que duraría la posible sentencia si se le condenaba por asesinato. Bastardos.
—¿Quiénes lo metieron aquí?
—Tiene otro hermano, y una hermana. Todo es por la propiedad.
Resultó que Mathu cogió su oro y se fue a casa, a Vasai. Les contó a su hermana y hermanos que había estado en Dubai, que había tenido una ganancia imprevista, y que ahora había vuelto para cuidar de rodo el mundo. De forma que por supuesto lo convirtieron en el gran hombre de la casa, aunque era el más pequeño. El gaandu se gastó el dinero en ellos: les compró casas a todos, todas en el mismo complejo, y comenzaron juntos un negocio. Le casaron. Después, por supuesto, los hermanos y la hermana y las cuñadas y el cuñado empezaron a pelear. Peleaban por la tierra, y el dinero, y quién iba a conseguir más beneficios del negocio, y quién era responsable de las pérdidas. Así que al final se tomó la decisión de dividir el negocio, y dividir la propiedad. Mathu o quería, veía cómo salía volando todo su oro, pero había puesto las escrituras a nombre de los hermanos, y el negocio tenía muchos socios. Los otros hicieron alianzas y conspiraron unos contra otros, y Mathu fue de un lado al otro pidiéndoles que fuesen buenos entre sí, que dejasen de lado el enfado, y se acordasen de su padre y su madre. Pero la lucha empeoró, y al final el hermano mayor fue asesinado. Lo encontraron una mañana en su oficina con el cable de una lámpara alrededor del cuello, apretado hasta que le cortó la carne, y tenía treinta y dos puñaladas. No habían robado nada, no habían tocado nada. La única puerta de la habitación estaba cerrada. Los policías que investigaron decidieron que el asesino debía de ser alguien conocido para la víctima. Se encontró un cuchillo ensangrentado detrás de la casa de Mathu. No tenía testigos que pudiesen ubicarlo en alguna parte la noche anterior. La esposa estaba visitando a sus padres. Todos sus familiares dijeron que había actuado como un loco últimamente, y que había maldecido y despotricado contra el hermano muerto, y había amenazado con matarle. Así que metieron a Mathu en prisión preventiva, y después en la cárcel a la espera de juicio. Y todavía estaba esperando. No le quedaba dinero, y en cualquier caso no hubiera podido contratar a un abogado. Estaba loco.
—¿Qué hay en el papel, Mathu? —le pregunté.
Se encogió, y se dobló hacia delante, y comenzó a gemir en voz baja.
—Tiene miedo de que se lo quites. En los barracones generales, los reclusos solían burlarse de él, y le robaban el papel y los lápices y bolígrafos. Por eso lo pusimos con los viejos. Se sienta y dibuja todo el día.
—¿Qué, Mathu, qué dibujas? —Le froté el hombro—. Vamos. Te acuerdas de mí. Fuimos juntos en el barco. Mira, dijiste que me conocías. Me conoces. Soy Ganesh Gaitonde.
Entonces se giró hacia mí, y me dejó que lo enderezase y que le cogiera los papeles de debajo de la pierna. Había pedacitos de papel, periódicos viejos, sobres aplanados y extendidos, fragmentos de recibos y documentos de la cárcel. Cada espacio libre de esos pedazos estaba cubierto de dibujos diminutos de hombres y mujeres y edificios y animales. Era un buen artista, nuestro Mathu. Podías decir qué sentía cada hombre, o si un animal estaba asustado. Los árboles se doblaban por la fuerza de un gran viento, y había farolas en un callejón oscuro. La gente hablaba entre sí en globos pequeños, pero los dibujos estaban tan apretujados y eran tan diminutos que apenas podías distinguir qué decían, incluso si mirabas a tres centímetros del papel. Era una especie de cómic loco gaandu, te mareaba solo mirarlo, todas esas figuras moviéndose arriba y abajo por el papel y extendiéndose de una hoja a la otra, cada centímetro lleno con alguna discusión o pelea o amor, pero aun así podías decir que todo estaba conectado, que de alguna forma tenía algún sentido.
—Esto es muy bueno, Mathu. ¿Qué es esto que has estado dibujando?
Estaba contentísimo de que hubiese preguntado. Por un momento vi al Mathu que conocí una vez, el Mathu que era fiel a su Dev Ananá incluso en los tiempos de Amitabh Bachchan, al que le gustaba hacer volar cometas desde la mañana a la noche todo el trecho hasta Sakranti, al que le gustaba ir vestido de azul marino porque una amiga de su hermana le dijo una vez que estaba guapo con él. Sonrió ampliamente, mostrando huecos en sus dientes amarillentos, y contestó:
—Mi vida, Ganesh.
Lo entendí. Ahora que lo había dicho, podías ver que había un niño pequeño, de cinco años o así, con pantalones cortos y chappals, que caminaba por el borde doblado de un sobre, llevando una cartera de colegio.
—¿Este eres tú?
—Sí.
—¿Y vas a dibujar toda tu vida?
—Sí, sí.
—¿Por qué?
Eso lo dejó bloqueado. No tenía respuesta para algo así. Inclinó la cabeza, la dejó colgando y al poco rato empezó a llorar. Le abracé y lo acerqué a mí, e hice que uno de los hombres me trajera un bloc de notas que habíamos estado usando.
—Mira, Mathu. Aquí hay mucho papel. ¿Quieres más papel?
—Sí.
Le goteaba la nariz, sobre el bloc. Toqueteó el papel a rayas.
—Y rotuladores. De colores diferentes.
—Te conseguiré todo eso. No te preocupes.
Asintió alegremente, y en aquel gesto vi al joven Mathu diciendo «sí» a la idea de una película, diciendo «sí» a una faluda y una excursión. Hice que lo lavasen, y lo mandé de vuelta al barracón cargado con papel, escoltado por dos de mis hombres. Después me estremecí, y estiré las rodillas hacia arriba y pensé. Podría haberlo mandado fuera al mundo, por supuesto, pero el celador me había dicho que apenas ponía arreglárselas sin ayuda incluso en la cárcel. Le daba su comida a cualquiera que le diera un bolígrafo, y se olvidaba de comer cuando tenía comida. Todo lo que quería hacer era dibujar su vida. Al paso al que iba en ese momento —después de siete, ocho años dibujando haría llegado a su primer día en la clase de segundo— llegaría a nuestro viaje con Salim Kaka en veinte o treinta años. No era un peligro para mí. Así que a la mañana siguiente di órdenes, y le encomendé al celador que me había llevado a Mathu que cuidase de él a perpetuidad. Le di a Mathu una pensión mensual, considerable teniendo en cuenta que su alojamiento era gratis y todo lo que de verdad necesitaba era papel y material de escritorio. Tenía que alimentarlo y vestirlo y llevarlo al hospital una vez al mes. Y cualquiera que le molestase al dibujar tendría que responder ante mí.
Así que Mathu estaba dibujando su vida. Tenía tiempo en la cárcel para pensar en la mía. A pesar de todas mis tragedias, mi vida había sido buena, podía darme cuenta. Tenía fama, tenía poder, todavía estaba creciendo. Había sufrido derrotas, pero sabía cómo recuperarme y responder. Aprendía de mis errores. Seguía adelante. Pero ¿hacia qué? ¿Adónde iba? Si tuviese que trazar mi vida, ¿adónde la haría llegar tras ese encuentro con Mathu?
Entonces, durante mi confusión, Bunty vino con un informe. No me lo quiso dar por teléfono, y no quería mandar nada por escrito. Nuestra costumbre era que ninguno de nuestros controllers iba a la cárcel. Había muchos casos pendientes contra Bunty, pero aun así fue al despacho del director. Cerró las puertas, y arrastró una silla para ponerla cerca de mí.
—Bhai —empezó—. Es sobre Sharma-ji.
—¿Así que al final has descubierto para quién trabaja?
—Primero le encontramos a él, bhai. Un poco de dinero por aquí, unas cuantas preguntas por allá… El verdadero nombre de Sharma-ji es Trivedi. Posee surtidores de petróleo en Meerut, y tiene antiguas relaciones con todos los políticos de allí. Fue un Jana Sanghi, pero dejó el partido a principios de los ochenta. Él y un primo suyo y otros pocos fundaron un partido nuevo, Akhand Bharat. El partido todavía circula, pero solo han logrado unos pocos escaños municipales, nunca nada en las elecciones del estado o para el Parlamento.
—¿Y?
—Vive bien, bhai. Tiene una casa que se llama Janki Kutir, tres pisos, grande como una casa de cine. Todo de mármol blanco. Este partido Akhand Bharat todavía está activo, gastan demasiado dinero para lo pequeños que son. No todo viene de los surtidores de petróleo. Y no hay bastante para pagar nuestros envíos. Así que busqué un poco más. Le seguimos durante un par de meses. Nada. Tiene una vida muy rutinaria, templo por la mañana, surtidores de petróleo, despacho del partido por la tarde. Nueve hijos, muchos nietos, una gran familia extendida. Tiene un despacho en la casa, pasa las tardes allí.
—¿Entonces?
—Conseguimos una fuente en el departamento telefónico, no tuvimos que gastar mucho. Logramos listas de todas las llamadas al exterior desde el número de su despacho. Rastreamos la mayoría de los números repetidos, pero había un móvil al que llama todos los domingos. En la época de nuestro último envío llamaba todos los días. Así que tuvimos que conseguir una fuente en la compañía de teléfonos móviles. Eso supuso más tiempo, algo más de dinero.
—¿Y al final?
—Al final el móvil pertenece a un tal Bhatia, Jaipal Bhatia, que vive en Delhi, en South Extension. También es un bungaló bonito, el que tiene este Bhatia. Trabaja únicamente como secretario personal de Madan Bhandari.
—¿Quién es Bhandari?
—Bhandari no es nadie. Solo un hombre de negocios, tiene intereses en los plásticos, los textiles. Una facturación de veinte, treinta crores. Solo es interesante porque, aparte de sus fábricas, tiene un amor en la vida, incluso más grande que su esposa e hijos. Es el principal seguidor y bhakt de Shridhar Shukla.
—¿Shridhar Shukla el swami?
—Ese. Es su jefe. Es el superior. Estoy seguro de eso.
Aquello ciertamente cambiaba todo el juego. Swami Shridhar Shukla era un swami internacional, comía con presidentes y primeros ministros, y les leía la buenaventura a los ministros, y tenía estrellas de cine a docenas en sus darshans. Le había visto a menudo en televisión, sentado en una silla de ruedas y sonriendo. Hablaba un hindi brahman perfecto del norte, y un inglés rápido. Un hombre muy imponente. Muy conectado.
—Maderchod —respondí—. Maderchod.
Bunty asintió. Veía nuestro problema, que era que no teníamos ni la más ligera idea maderchod de cuál era nuestro problema. No conocíamos el mar en el que nadábamos. Me levanté, di una vuelta por la habitación. Nehru me miraba desde arriba. Le devolví la mirada: me he informado sobre ti, bastardo, no fuiste tan grande para el país.
—Actuemos directamente —le dije—. Llama por teléfono a ese, ese bastardo, ¿cómo se llama?
—Trivedi.
—Sí, Trivedi. Le dices que quieres hablar con ese Shukla. A más tardar mañana por la tarde. Sin discusiones, ni esto ni aquello. Yo hablo con Shukla, directamente. De lo contrario tendremos problemas.
Le abracé. Había hecho un buen trabajo. Volví al barracón, y aquella noche estuve intranquilo, agitado. Jojo lo notó.
—Suenas distinto —me dijo—. Ha sido difícil hablar contigo. Has estado muy lejos. Hoy estás distinto.
—No estoy tumbado.
Estaba caminando por toda la amplitud del barracón, de un extremo al otro, alejado del montón repugnante de reclusos que dormían más allá de las fronteras de nuestra banda.
—No es eso. Es otra cosa. Estás enfadado o algo.
No era del todo enfado, pero algo. Estaba excitado, como si fuera a cruzar una puerta. Hablé con Jojo, después me dormí de forma muy ligera. Al día siguiente a las seis de la mañana me sonó el otro teléfono, lo cogí al primer tono.
—Ganesh —dijo una voz.
Me quedé callado. Reconocía la voz, pero no podía ubicarla.
—Ganesh —volvió a decir él.
Era una voz sonora, profunda. Una voz cara, comunicativa, y muy amable.
—Swami-ji —contesté.
No tenía la intención de añadir el «ji», pero salió.
—No digas mi nombre por teléfono, beta.
—¿Mi amigo te ha dado este número?
—Sí, me lo ha pasado.
—Necesitamos hablar.
—Estoy de acuerdo. Pero no así. Cara a cara.
—Eso no puede ser pronto.
—No te preocupes. He mirado tu carta astral. Tienes libertad en el futuro, beta.
—¿Cómo?
—No sé los detalles, beta. Siempre soy honesto con eso. Pero puedo verlo. Estarás fuera de la cárcel muy pronto. Entonces, nos veremos.
—¿Tienes mi carta astral?
—Te he estado observando. Te estaba esperando. Y ahora tú me has encontrado.
—¿Estabas esperando?
—Sí. Ahora estás listo. La vida tenía que darte lecciones, tu yoga tenía que intensificarte la conciencia. Entonces estarías preparado. Así has venido a mí.
Era imposible discutir con él. En el fluir suave de su voz había un poder irresistible. Sentía una opresión en la garganta, y parpadeé apartando la borrosidad de mis ojos.
—Sí —contesté—. Sí.
—No te preocupes, Ganesh —continuó—. Estate calmado, estate tranquilo. Practica tu yoga. Espera. El tiempo gira y describe sus curvas. El tiempo girará y girará. Ten paciencia.
Y con eso, se fue. Le observé aquella tarde por televisión. Estaba sentado sobre un estrado con las piernas cruzadas, recostado sobre almohadas blancas redondas, y hablándole a un micrófono plateado reluciente. Fuera del foco, en la parte trasera, por detrás de su cabeza, pude ver el brillo metálico de los rayos de una rueda de su silla. Nunca antes me había percatado de lo atractivo que era, con su espeso pelo blanco peinado hacia atrás sobre la cabeza pero no demasiado largo, realzando la agilidad saludable de su mentón afeitado. Pero no podía decir en absoluto qué edad tendría. Sus discípulos se sentaban en hileras ordenadas, los hombres a un lado y las mujeres en otro. Ese día el discurso era sobre el éxito. ¿Por qué, preguntaba, el fracaso nos atormenta de forma tan cáustica? Y después, ¿por qué a veces el éxito nos deja de nuevo un sentimiento de insatisfacción? ¿Por qué su llegada nos decepciona, incluso después de haber soñado con ella tanto tiempo, haber luchado tan duro por ella a lo largo de un camino cruel? ¿Por qué? La respuesta en ambos casos, dijo Shukla-ji, es porque vivimos en la ilusión del yo. Soy el hacedor, creemos. Le gritamos eso al mundo, estoy haciendo esto, estoy haciendo aquello, yo, yo, yo. Creyendo en la más resbaladiza de todas las ilusiones, pensamos que nuestros fracasos son culpa nuestra, que fluyen por la forma de este yo. Creemos que poseemos nuestras victorias. Y sin embargo, cuando hallamos el éxito, descubrimos que esta ilusión misma, esta ilusión del yo, solo puede vivir en el futuro, o en el pasado. Está eternamente separada del presente, y mientras creamos en ella solo conocemos la pérdida. Solo cuando trascendemos esta ilusión y nos reímos de ella podemos conocer el placer de este momento, reír porque entonces estás vivo de verdad. Swami-ji dijo: hijos míos, descubrid vuestras acciones y descubrid vuestra verdadera naturaleza. Conócete a ti mismo.
Tuve que apartarme de la televisión. Era como si me estuviera hablando a mí, solo a mí. Y sin embargo tuve que controlarme, actuar como si escuchase de forma despreocupada, hacer bromas sobre los gurús y los swamis, y no pude quedarme mucho rato con él. Teníamos una conexión secreta, él y yo, y por eso no podía mostrar una conexión pública con él. Era demasiado arriesgado, demasiado peligroso. No solo para mí, sino también para él. Así que me puse de pie y me marché. Los chicos cambiaron canales hasta llegar a un ranking de canciones filmi.
Les dejé escuchar sus canciones, pero seguí el consejo de Swami-ji. Fortalecí mi meditación, la hice más tiempo y con una concentración más profunda. Los chicos estaban impresionados por mi calma más profunda, el aumento de mi memoria, mi amor más grande. Les preguntaba por sus familias, recordaba los nombres de sus esposas y chaavis, me interesaba por sus hijos. Lo habíamos arreglado para que trajeran a Date de vuelta de la prisión de Nashik para que pudiera estar conmigo en el barracón. Me abrazó cuando me vio por primera vez, me abrazó mucho rato. Después, la primera cosa que dijo fue:
—Bhai, incluso pareces más joven. Pareces muy fresco, como un niño.
Me sentía desgastado, como un campo viejo que han arado. Pero lo que él veía eran los comienzos de los brotes nuevos de una siembra reciente. Fuera, los monzones acababan de empezar, y nos sentábamos cerca de las ventanas y observábamos cómo el agua se estrellaba contra el techo. El negocio iba bien. Entraba dinero, salía dinero. Nuestra guerra con Suleiman Isa continuaba haciendo un ruido sordo. Sabía que los hombres esperaban un golpe decisivo, que un castigo terrible visitase a nuestros enemigos. Les dije que tuvieran paciencia. Cuando la cosecha está madura, entonces la recoges. Esperad, esperad. Y de ese modo esperé. Estaba tranquilo.
A finales de julio recibí una citación del despacho de Advani.
—Saab necesita verte en su despacho —dijo el celador—. Es muy urgente.
Era por la mañana, todavía mi hora de rezar, y sentí un terror repentino. Advani nunca me molestaría a esta hora, así que algo muy malo debía de haberle pasado para mandarme llamar. Me puse las chappals, y salté de piedra en piedra por el patio, que ahora era un lago de agua de lluvia. Las nubes estaban negras y bajas sobre nosotros, y todo estaba bastante silencioso, la caída del agua llenaba el mundo entero. Junto a la oficina de Advani, había tres hombres con camisa blanca de pie en fila. Pasé junto a ellos, y Advani estaba en su mesa, manteniendo la espalda recta y con aspecto muy oficial. No se levantó.
—Saab —saludé, con bastante humildad.
Era buen actor cuando mis subordinados necesitaban que lo fuese.
Desde el lado derecho de Advani, un hombre me miraba atentamente. Lo primero que vi de él fue su cabeza en forma de cúpula, bastante calva y morena bajo la luz oscura del monzón. Y después sus ojos, observándome.
—Este es el señor Kumar —presentó Advani—. Quiere hablar contigo.
Advani se levantó y se fue, sin dirigirme otra palabra o una mirada. De forma que este señor Kumar era un tipo poderoso. Un oficial de más rango, quizá.
—Siéntate —dijo.
Lo hice.
—Trabajo para cierta sección del gobierno, el gobierno central —comenzó—. He estado siguiendo tu lucha con Suleiman Isa.
Por mi parte, me quedé quieto, ni siquiera asentí. Que se explicase. Era muy delgado, con una nariz afilada, y tenía un aspecto parecido a la estatua de un Buda famélico que había visto en televisión. Pero había poder en él, una especie de certeza. Ahí había un hombre que sabía quién era.
—Soy consciente de tus dificultades actuales. Pero aprecio el esfuerzo que has hecho contra ese Suleiman Isa, y contra sus amigos pakistaníes.
Esperaba que yo dijera algo. Le di una respuesta:
—Sí, saab. Ese bastardo es un traidor. Es un perro que vive del desperdicio de los pakistaníes.
Él asintió.
—Es antinacional —terminé.
—¿Y tú, Ganesh Gaitonde? ¿Eres un patriota?
—Lo soy —contesté.
Lo soy. Era tan simple como eso. En aquel momento, me di cuenta de que un patriota es lo que era. Había sido un chico ignorante, interesado solo por el dinero, por mi sueño de fama y lujo. Pero había aprendido mucho desde entonces, había entendido mucho. En este mundo no hay hombre que pueda permanecer solo, y decir soy libre de todo menos de mí mismo. Era un patriota. Mirando a este señor Kumar, reconocí en él a un patriota, y supe que yo mismo lo era.
—Puedo ayudarte —continuó él—. Si tú nos ayudas.
—¿Cómo les puedo ayudar?
—Si te quedas en la India, no dejarás de sufrir ataques violentos. Además, todos estos problemas legales continuarán. Ahora ya no existe la TADA, pero para ti la TADA permanecerá viva siempre. Un día lo arreglarás para salir, y después volverás a entrar. Quizá aprueben una ley nueva, más feroz, y también te golpeen con ella.
—Sí, sin duda.
—Así que, vete al extranjero.
—He pensado en ello. Pero mi sede está aquí. Tengo algunas conexiones y facilidades fuera, pero no suficientes, saab. Costaría mucho dinero y esfuerzos y tiempo establecer operaciones en cualquier otra parte.
—Ahí es donde podemos ayudarte. Te podemos proporcionar información, ayuda. Disposiciones iniciales, por supuesto, y logística. Tal vez dinero.
El hombre estaba ofreciendo mucho. Y ofrecía como si tuviera la capacidad de proporcionar lo que prometía. Pero necesitaba que concretase.
—Saab, ¿qué quieren de mí?
—Tu cooperación. Nos darás información sobre actividades antinacionales. Qué hacen, qué planean. A veces puede que tengamos ciertas tareas que queramos que tú completes. Necesitamos un socio que pueda hacer trabajo de todo tipo.
Sí, trabajo de todo tipo. Sin duda necesitaban a alguien que hiciera las cosas verdaderamente sucias que ellos no podían hacer de forma legal por sí mismos. Necesitaban un brazo fuerte, pero uno del que pudiesen renegar en público. Era hora de hacerle saber que no le estaba ofreciendo ayuda a un idiota. Me incliné hacia delante.
—Pero, Kumar saab —contesté—, ya tienen a Chotta Madhav trabajando para ustedes.
Chotta Madhav había sido uno de los hombres de Suleiman Isa, pero se había separado y había formado su propia banda después de las explosiones de las bombas. Ahora operaba desde Indonesia, y luchaba contra Suleiman Isa, y, puesto que era enemigo de mi enemigo, habíamos mantenido relaciones cordiales, ni odio ni tampoco amistad. Y sabíamos que tenía algún tipo de relación con la organización llamada RAW. Eso es lo que quería que supiera ese señor Kumar, que no tardé demasiado tiempo en averiguar quién era.
Al señor Kumar le hizo gracia. Su sonrisa era como una onda delgada queje cruzaba rápidamente hasta el cráneo.
—¿Está trabajando para nosotros?
—Eso es. Igual que Suleiman Isa está trabajando para el ISI.
—Tal vez Madhav esté trabajando para nosotros. Pero esta es una época de peligro extremo. Necesitamos más patriotas.
Asentí.
—¿Qué quiere que haga, saab?
Me lo contó. La lluvia caía afuera. Hicimos nuestros planes. Y de esa forma me convertí en un guerrero para mi país y mi gente.