GANESH GAITONDE VUELVE A CASA
«Si pasa en una película, no pasará en la vida», me había dicho Jojo. Cuando le hablé de mi miedo a las quemaduras de la radiación y las bombas y edificios devastados por un viento estruendoso, dijo: «Es demasiado filmi». Pero yo lo sabía mejor, sabía más. Había visto escenas de mi propia vida en dos docenas de películas, a veces exageradas y a veces simplificadas, pero sin embargo ciertas. Yo era filmi, y era real.
Conocía a Jojo desde hacía años, y sabía que a ella le resultaba todavía ligeramente irreal. Era su amigo, pero también era Ganesh Gaitonde, el señor del crimen, el despiadado khiladi internacional, el crorepati y arabpati que vivía en palacios. Para la inmensa mayoría de gente, los gángsters y los espías solo existían como figuras de luz, como nociones rutilantes y temporales producidas por la electrónica y el celuloide. Pero yo era de hecho gángster y espía, y de ese modo sabía bien qué era posible. Mi propia vida me había enseñado qué era real, y sabía que lo que los hombres pudieran imaginarse, podían hacerlo real. Y por eso estaba aterrado.
Me decía a mí mismo cada mañana que no había motivo para tener miedo. Después de todo, quizá Gaston y Pascal y el resto de los que iban en el barco quedaron expuestos a material radioactivo por accidente en los muelles o en cualquier otra parte. Pasaban todo tipo de materiales, algunos pertenecientes a agencias del gobierno. Tal vez se filtró algo de camino a una de las centrales nucleares grandes. E incluso si hubiésemos llevado algo de material dañino en el barco, solo podría haber sido dentro de una de esas máquinas para el trabajo agrícola que llevaba a cabo Gurú-ji. Sí, sin duda así fue. De todos modos, fue un accidente. Entonces, ¿por qué estaba tan asustado? No era necesario sentirme así. Tal vez había vivido tanto tiempo con el miedo a mi propia muerte que se había alimentado a sí mismo y se había vuelto más grande y más fuerte hasta sentir este terror monstruoso en mi interior, esta cosa venenosa y merodeadora que amenazaba con la muerte del mundo entero.
Todo iría bien, sin embargo. Gurú-ji regresaría de su meditación secreta o viaje o yagna, lo que fuera, y me diría con exactitud qué les había pasado a Gaston y Pascal, y eso sería todo. Él me tranquilizaría, y la vida volvería a instalarse en una rutina. Recordé todas nuestras conversaciones, hice un esfuerzo por rastrear —en mi imaginación— nuestra historia juntos. Saqué los archivos en los que había guardado todos sus pravachans y los volví a leer, y de nuevo me sentí embelesado por su sabiduría, aliviado por su compasión. Vi grabaciones de sus discursos y lloré. Pasé horas navegando por la página web de Gurú-ji, leyendo los cientos y miles de testimonios escritos por sus discípulos, y observando las caras felices de quienes habían sido salvados de la desesperación y la locura y la enfermedad. Todas las mañanas sentía que todo iría bien, que un hombre que cuidaba de tantos —niños huérfanos, mujeres indigentes, ancianos y abandonados— debía de ser un hombre de dharma. Si Gurú-ji trajo armas al país, fue para proteger la moral, para fortalecer lo correcto y derrotar lo incorrecto. Yo era su discípulo y estaba protegido bajo el paraguas de su amor. Estaba a salvo. Me reí de mí mismo y me reproché mi falta de fe. Me puse a trabajar. Pero pronto volví a sentirme inundado por el terror, rodeado de cuerpos desollados, hediondos, oprimidos por un viento que silbaba en el interior de mi cabeza y dejaba desolación.
Como un gusano, el miedo crecía de este vacío y engordaba. Temía que los asesinos viniesen a por mí sobre el agua y debajo de ella. Arvind y Suhasini habían sido asesinados en Singapur, habían disparado a Bunty en Mumbai, muchos otros habían muerto. Sabía que Suleiman Isa intentaba matarme, y sospechaba que Kulkarni y su organización me querían muerto, y algunas mañanas pensé que llevaban a cabo sus operaciones en cooperación. Pero bajo estos miedos siempre estaba esto otro, un terror silencioso tan brillante como el azul de una ola por la mañana. Por las tardes pegaba la cara al cristal centelleante de las portillas mientras trataba de hacer una siesta, mientras apretaba la cara contra las sábanas blancas y buscaba mi camino hacia la inconsciencia. La comida me parecía una pérdida de tiempo, cenar con mis hombres era una tribulación larga, y las mujeres no me daban ninguna satisfacción. Saqué a las vírgenes de mi cama porque no parecía que el único espasmo final de placer mereciese todo el trabajo que suponía aquel acto ridículo. Me sentía viejo, y vacío. Tardaba horas en conciliar el sueño, y cuando lo hacía, dormía ligeramente, sacudido por sueños de tierras yermas y vacías, ciudades en llamas.
A primeras horas de la mañana, a veces, era capaz de soñar con Mumbai. En aquel medio sueño ligero, me colocaba en aquellas calles, y era joven y feliz de nuevo. Revivía mis victorias, mis escapadas milagrosas, mis triunfos de táctica y estrategia. Y no solo estos momentos grandiosos —esos hitos históricos que toda la ciudad recordaba—, también recordaba detalles pequeños y conversaciones pasajeras. Una neer dosa compartida con Paritosh Shah en un puesto udipi de carretera cerca de Pune, Kanta Bai repartiendo cartas encima de una caja de cartón boca abajo. Un juego de carrom con mis hombres en el tejado de mi casa en Gopalmath, con los vientos del monzón balanceando los cables en los techos de la bastí. Aquellas manarías, me despertaba feliz. Seguro de que todo iba bien, que no había razón para preocuparse. Y por la tarde volvía a temblar.
Si solo hubiera podido hablar con Gurú-ji… No podía encontrarle. Pasaban los meses, y Gurú-ji seguía sin aparecer. Por supuesto, tenía a mis hombres buscándole, pero sabía que estaban comenzando a sentirse molestos por esta intrusión en su tiempo, que preferían pasar ganando dinero. Todos eran educados, claro, y hacían lo que se les decía, pero sabía que sus esfuerzos eran menos que entusiastas, y que sus informes constantes de «No se ha encontrado nada, bhai» disimulaban el hecho de que en realidad no habían buscado. Bunty acababa de salir del hospital, todavía vivo pero lisiado, insensible de cintura para abajo. Por supuesto, le estábamos proporcionando el mejor cuidado médico, la mejor tecnología. Hablaba con él todos los días, y estaba haciéndose cargo del trabajo y las responsabilidades, pero no tenía energía para empujar a los chicos, para hacer que se dedicasen a la búsqueda. No ayudaba el que no pudiera decirles exactamente por qué buscábamos a Gurú-ji. Solo tenía mis imaginaciones insensatas, y no quería parecer un loco, y no quería provocar el pánico. La vida tenía que seguir, el trabajo tenía que continuar, tenía que ganarse dinero. Además, no podía dar a conocer mis razones sin desvelar mi conexión con Gurú-ji, sin dejar al descubierto todo lo que había mantenido en secreto tanto tiempo. Así que solo dije que necesitábamos encontrar a Gurú-ji, y eso fue todo. Pero no hubo movimiento en esta misión, ni éxito, ni siquiera una pista.
Así que fui a Bombay.
Volé desde Frankfurt con pasaporte alemán de la mejor calidad a nombre de Partha Shirur, y pasé con facilidad por inmigración y la aduana. Una hora más tarde estaba en un bungaló en Lokhandwalla. Mi tapadera fue que era un hombre de negocios NR1 afincado en Munich, que volvía a la India después de mucho tiempo en el extranjero, que estaba investigando oportunidades para hacer negocios. Así que ahí estaba, de repente sentado en una silla de mimbre en el tejado de la casa, que se llamaba Ashiana. Sudaba a través de la camisa, pero me divertía. Pedí un vaso de agua de coco, y lo bebía a sorbos, saboreando ese olor particular de Bombay por el aire espeso a humos de gasolina y polución y agua empantanada. Detrás de mí, un montón de edificios de apartamentos formaban un muro a mi espalda, y al frente había una calle sucia flanqueada por farolas, y después una oscuridad arbolada. Me sentí revigorizado, y el cansancio del avión desapareció mientras escuchaba el canto de los grillos. Un grupo de perros apareció merodeando por la esquina, ladrándose unos a otros. Me sentía contento.
Se oyó un alboroto en la escalera, y después oí ese zumbido y silbido leve de una silla de ruedas. Pero no era Gurú-ji, era Bunty, recorriendo su camino por el pequeño escalón del tejado. Por descontado, le habíamos conseguido una silla de ruedas exactamente igual que la de Gurú-ji, a pesar del coste. Merecía eso como mínimo.
—Bunty —dije—. Bastardo, eres como un piloto de carreras en esa cosa.
—Bhai —contestó—. Es una buena máquina.
Parecía perdido dentro de su propia piel, como si se hubiese hundido en sí mismo. Tuve que agacharme para darle un abrazo.
—Es la mejor, amigo mío. ¿La has subido por las escaleras?
—No, no, bhai —rió—. No soy tan bueno con ella como nuestro otro amigo. He hecho que me suban.
Dirigió un pulgar hacia los tres muchachos jóvenes que estaban cerca de la puerta al otro lado del tejado. Pude verles las caras bajo la luz de las escaleras, y todos eran nuevos. No conocía a ninguno.
—Diles que se vayan —le pedí.
Les hizo una señal, y se retiraron.
—No te reconocen —comentó—. Si me cruzara contigo por la calle, no te habría conocido.
—El mejor cirujano, y ha dado buenos resultados —contesté.
—Sí. Pero tenemos que ir con cuidado, bhai. Una reunión.
—Una reunión.
Ese era nuestro plan. Iba a estar en la ciudad, pero iba a hacerlo en secreto. El gobierno estaba utilizando la MCOCA para meter a nuestros hombres en la cárcel, los especialistas en eliminaciones estaban matándolos más rápido que nunca. Era una época muy peligrosa. Por lo que sabía mi banda, yo seguía en Tailandia, o Luxemburgo, o Brasil. Iba a comunicarme con Bunty a través de nuestro equipo seguro de comunicaciones y el correo electrónico. Íbamos a estar cerca, pero a actuar como si estuviésemos lejos. Pero teníamos que reunimos una vez, al menos una. Le había dicho eso, lo había ordenado aunque fuese un riesgo para mí. Le dije que no me importaba si le vigilaba no solo la policía y la gente de Suleiman Isa, sino también la CIA con todos sus satélites. Le habían disparado por mí, y quería verle cara a cara. Llevábamos juntos mucho tiempo. Acerqué mi silla a la de él, me senté hombro con hombro a su lado.
—Toma —dije—. Para ti, chutiya. Directo desde Bélgica. Es un Rolex auténtico de platino, con diamantes en la esfera y la correa. Lo conseguí a través de nuestros amigos de allí, pero aun así cuesta veintidós mil dólares.
—Bhai. —Lo sujetaba entre las dos manos ahuecadas, como si fuese un ídolo bendecido que le hubiese traído de vuelta de una peregrinación—. Veintidós mil usas. Es simplemente demasiado bueno. Es muy masst, es más que masst, no sé qué decir.
—No hables, bastardo. Póntelo.
Se lo puso, y levantó el brazo y lo alejó para que pudiese admirar el Rolex. Tenía en la sonrisa una alegría de chica joven, ese deleite por la joya inesperada. Tenía miedo de arañarlo, sin embargo, de darle un golpe y perder un diamante. Mantuvo el brazo con cuidado sobre el regazo mientras charlamos, descansando sobre sus muslos atrofiados. Entonces hablamos, del negocio y de su familia, de exportación e importación e inversiones y acciones, y quién había muerto y quién seguía vivo. Fue una conversación buena y necesaria, pero incluso mientras cotilleábamos y hacíamos bromas y teorizábamos me di cuenta de que no era la charla lo que importaba, sino ver los dientes manchados de paan de este pequeño gaandu leal, poder alargar la mano y darle una palmada en el hombro. Puedes escuchar los sonidos que salen de un teléfono, pero no es la voz auténtica de un hombre. Fue estupendo sentarme a su lado, y hablar hasta que los pájaros iniciaron su clamor matutino. Fue como en los viejos tiempos.
Se marchó después de desayunar conmigo. Bajé hasta la puerta del jardín con él, y observé mientras subía con desenvoltura una rampa plegable en la parte trasera de su furgoneta. Dio la vuelta a la silla de ruedas en su propio eje, para poder estar encarado hacia delante, y alzó una mano para saludarme. Levanté una mano, de nuevo maravillado por la silla de ruedas y el espíritu de Bunty, que había aprendido a manejarla en aquellos espacios tan reducidos. La furgoneta arrancó dejando un remolino de polvo —siempre este polvo en la ciudad, ya como sudor mugriento, contaminado— y volví a entrar en la casa. Estaba cansado, pero me sentía seguro de mí mismo, porque era Ganesh Gaitonde y los hombres sacrificaban sus miembros y su fuerza por mí, sufrían dolor y parálisis, y sin embargo —incluso después de la vergüenza de mear en bolsas de plástico— se ofrecían a volver a servirme. Eran felices de trabajar para mí, de ser mis hombres. Que les diese un reloj para ellos valía tanto como que un presidente les diese una medalla. Sí, encontraría a Gurú-ji. Estaba seguro de ello. No podría huir de mí. Esta ciudad era mía, este país me pertenecía. Tenía las armas y el dinero, y le encontraría. Entré, corrí las cortinas contra el resplandor, puse más fuerte el aire acondicionado y me fui a dormir.
Los hombres de Bunty no me habían reconocido, y no tuve problemas para convencer al resto de la banda de que seguía en aguas extranjeras. Pero Jojo, esa kutiya aguda, sospechó desde el primer momento. La llamé aquella primera tarde, e incluso antes de que pudiera decirle «Hola» me soltó:
—Gaitonde —dijo—. ¿Qué ha pasado?
—No ha pasado nada. ¿Por qué tendría que pasar algo?
—Nunca me llamas tan pronto por la tarde.
—Hoy me he quedado libre y he decidido llamarte. ¿Ahora vas a hacerme comparecer ante un tribunal?
Se quedó callada, pero solo por un momento. Después regresó, peligrosamente suave.
—Así que, ¿dónde estás, Gaitonde?
—¿Dónde voy a estar? En mi habitación. En casa.
—Pero ¿dónde?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Solo pregunto. Simplemente.
—Nunca, en toda tu vida, has hecho nada «simplemente».
—Bueno, ¿dónde estás?
—En Kuala Lumpur.
Fuera un coche dio la vuelta a la esquina.
—Eso suena igual que un Ambassador. ¿Conducen Ambassadors en Kuala Lumpur?
Alguien debería haberla convertido en espía, a esta Jojo. Tenía toda la razón, un Ambassador acababa de doblar la esquina cerca de la puerta, y en ese momento estaba traqueteando por la calle.
—Eso es un jeep japonés, idiota —le contesté.
—Así que ahora los japoneses hacen khataras ruidosas. De acuerdo. Pero ¿los pájaros de Malasia suenan así? ¿Y los niños juegan al criquet?
Estaba en un bungaló exclusivo, caro, pero por supuesto no había forma de evitar el ruido. Estaban los cuervos y había un campo de criquet al final de la calle, y también había obreros trabajando en una construcción a dos calles de distancia, gritándose uno a otros en lengua telugu. En alguna parte había música filmi, una radio, pero en voz muy baja y lejos. Ahuequé una mano sobre el teléfono y me giré hacia la esquina.
—Hay muchos indios en este edificio —respondí—. No discutas conmigo. No estoy de humor.
—De acuerdo, de acuerdo, Gaitonde. ¿Cómo va la vida?
¿Que cómo me iba la vida? Me sentía viejo, estaba solo y tenía miedo.
—Mi vida está en forma —repliqué—. Absolutamente de primera. Háblame de la tuya.
Así que me habló de la suya: problemas con chicas que creían que merecían más dinero del que valían, una pared con goteras en su piso que incluso filtraba gotas de agua después de que la hubiesen impermeabilizado dos veces, un trato para un programa de televisión que se le había escapado de las manos. La escuché y pensé en lo bien que la conocía, y lo bien que ella me conocía a mí. Con Jojo, la distancia no importaba, tanto si estaba cerca como lejos notaba su presencia, como si estuviese sentada a mi lado. Habíamos aprendido cómo era nuestra respiración, de forma que ahora, cuando hablábamos y bromeábamos, había en ello un ritmo fácil, como un niño y una niña en un balancín empujándose el uno al otro en el aire, como los acróbatas de circo que se daban la vuelta y se encontraban el uno al otro en medio de su vuelo.
Jojo era real para mí, y la distancia no importaba. Estaba apenas a dos kilómetros de su apartamento, menos si iba directamente a través del pantano y el mar. Podía estar allí en diez minutos. Podía subir sus escaleras, llamar a su puerta y pedirle una taza de chai. Pero no sentía el deseo de ir, ni la necesidad de verla. Estaba conmigo, incluso cuando estaba lejos. Podía sentirla dentro de mí. Para mí era más real que yo mismo. Yo, yo me había desvanecido y roto en pedazos. Era cierto. Casi no podía admitirlo ante mí mismo, pero era cierto. Aquello que llamaba yo, yo mismo, era algo que sentía como una manta vieja y marrón, hecha jirones y remendada y que apenas se sujetaba. Yo, que una vez fui Ganesh Gaitonde, que fui glorioso y completo para el mundo entero, ahora había desaparecido de mí mismo. Me sentía como un niño pequeño caminando solo por una llanura interminable iluminada por fuegos funerarios, asustado y perdido. En esa bruma de cenizas, en la que ya no sabía qué era bueno o qué valía la pena tener, me aferré a Jojo. Era mi fuerza y mi único placer, mi ancla y mi única amiga. La escuché, y me reí, y me serené para la búsqueda.
—Gaitonde —me dijo—, suena como si estuvieses sentado en una esquina de Tardeo. Pero te mueves tanto que también me confundes a mí, no solo a ti mismo. Ahora deberías quedarte en un sitio durante un tiempo. Incluso si es ese Kala Langur.
Le dije lo que podría hacer con su Kala Langur, lo que hizo que se riera tontamente, y después me contó la historia de una mujer que había ido a Nepal de vacaciones y había sido secuestrada por un oso que se enamoró de ella.
—De veras, Gaitonde, pasó. Los osos siempre se llevan a las mujeres.
Lo que, pensé, de una forma indirecta, pretendía ser un argumento para quedarse en casa. No le dije que no podía quedarme en un lugar, que no tenía opción, que tenía que viajar. Solo la escuché, y al día siguiente me marché a Delhi. Cinco de mis hombres se reunieron conmigo allí, toda la tripulación principal del yate. Habían volado a aeropuertos de todo el país desde Sydney y Singapur y Mombassa, y se habían dado cita en dos hoteles en Greater Kailash. Iban a ser mi brigada especial, mi comando secreto. El ayudante de Bunty, Nikhil, acudió desde Mumbai para encabezar este contingente. No se sintió precisamente feliz por dejar atrás sus operaciones bien rentables y a su familia en Mumbai, pero yo insistí, y él hizo las maletas. Me conocía lo bastante bien como para no discutir. Ya estaba calvo del todo a los treinta, y tenía la paciencia imperturbable de un hombre mayor. Se había encargado de los detalles: los chicos tenían buenas historias a modo de tapaderas, documentación nueva que había sido manchada para que tuviese un aspecto temporal adecuado, y ropa sobria y cortes de pelo decentes. Llevé dinero y armas, y estuvimos listos para irnos.
Comenzamos en Chandigarh. Gurú-ji sufrió el accidente de moto que le lisió en, y le llevaron a un hospital en Chandigarh, y durante su recuperación desarrolló un gran apego por la ciudad. Fue allí, entre estas avenidas y círculos amplios, donde finalmente instaló a sus padres, y fue allí donde construyó su primer ashram y oficina central. El complejo del ashram era grande para empezar, pero ahora se había extendido cuarenta hectáreas a las afueras del Sector 43. Llegamos a Adarsh Nagar a última hora de la tarde, con el sol de poniente sobre los hombros. La inmensa verja azul de la entrada era atendida por sadhus vestidos de blanco, la mezcla habitual de indios y extranjeros. Nikhil había llamado con antelación y había organizado un encuentro con Sadhu Anand Prasad, que era quien estaba al frente de Adarsh Nagar y el sadhu principal de la organización a nivel nacional. Los sadhus centinelas hicieron llamadas telefónicas, y Nikhil charló con ellos, y mientras esperábamos salí del coche y me paseé hasta el muro. La entrada era en realidad un monumento en sí misma, como una de esas torres inmensas que se ven frente a castillos y fortalezas, con habitaciones y cámaras y armería en el interior. La que estaba en la entrada de Gurú-ji era de un color azul brillante glorioso, tenía torretas redondeadas y delicadas, y agujas puntiagudas y pequeños balcones, y a pesar de toda su mole se asentada con ligereza sobre la tierra, como si la hubiesen transportado desde otra época. Podría haber custodiado el palacio de Hastinapur, o haberse erguido frente a la fortaleza clorada de Ravana. Dentro del complejo, había una capa espesa de hierba verde, cortada recta e igualada, y largos bulevares, y edificios ampliamente dispersos, todos en azul y blanco. Había árboles cortados, y ondeaban banderas naranjas y rojas por las calles. El arco sombreado de la estaba envuelto por la fragancia de las pulcras columnas de flores amarillas que cubrían las vallas de acero.
—De acuerdo, bhai —me dijo Nikhil—. Podemos entrar.
Seguimos en coche, pasando por el lado de sadhus que caminaban con determinación en grupos pequeños. Había un silencio infinito en estos jardines, una tranquilidad alejada del tiempo, de modo que incluso las bandadas de pájaros que se reunían por la tarde hablaban solo en tonos suaves. Había niños paseando por los prados, pero caminaban en columnas ordenadas e inclinaban la cabeza con un namaste cuando un mayor pasaba por el lado. Había visto este ashram en un vídeo, pero ahora en vivo parecía un poco más pequeño de como me lo había imaginado. Pero tenía una forma perfecta, era bastante equilibrado y cuadrado. En el otro extremo del recinto había otra verja azul, y dos más al este y al oeste, y exactamente a medio camino entre ellas, justo en el centro geométrico del terreno, se alzaba una pirámide de mármol blanco inmensa y escalonada, un baluarte apuntando al cielo. Era el principal edificio administrativo. Aparcamos frente a él, y atravesamos otro cordón de sadhus secretarios. Después nos mostraron un salón bordeado de sofas de baja altura, y esperamos allí.
Fue Nikhil quien finalmente verbalizó lo que todos estábamos pensando.
—Bhai —comenzó—, aquí hay mucho dinero. Quizá nos hemos metido en un mal juego.
—Nunca es demasiado tarde —contesté—. ¿Quieres fundar una religión?
—Hagámoslo. —Se rascó los golis—. Tú serás el padrino principal. Yo me encargaré de las finanzas.
—Quieres decir que yo haré todo el trabajo y tú te llevarás la tajada más grande, maderchod avaricioso. Al menos piensa en las normas de esta nueva fe. ¿Cuál es nuestra filosofía?
El chutiya no tuvo ningún problema en inventarse un credo. Se recostó en el sofá, dobló las manos sobre su barriga pequeña y cómoda y puso los pies encima de una mesa.
—Solo hay una regla. Obtienes gracia divina dándole dinero a bhai. Cuanto más das, de más karma te libras. Si das todo lo que tienes, se te garantiza la moksha.
Todos los chicos resoplaron y se echaron a reír, y yo también sonreí. Pero me dolió en el corazón este cinismo sin complicaciones, esta sorna fácil. Sin duda, Gurú-ji había logrado mucho dinero, pero no creía que el dinero fuese su único objetivo. Lo sabía. No pretendía entender cómo funcionaba su mente, pero sabía que había un plan más allá del dinero, que había una coherencia más tras el orden impecable del ashram. Tan solo no sabía cómo leer el significado de este mantra, no podía hablar esta lengua, no podía captar lo que trataba de decirme este cuadrado con sus círculos en el interior.
Mientras forcejeaba con estos acertijos de la religión y la estética, el secretario de Anand Prasad nos hizo pasar a su despacho. Dejé que Nikhil fuese delante, y entré el último detrás de los demás. Nikhil fue quien habló, se suponía que era el director de una asociación NRI interesada en donar dinero para las obras benéficas de Gurú-ji. Mientras escuchaba, me llamó la atención lo hermoso que era Sadhu Anand Prasad. Su piel era como chocolate refinado, resplandeciente en contraste con las ropas blancas que llevaba, y, aunque debía de tener al menos cincuenta años, su pelo negro y largo caía sobre una frente sin arrugas. Tenía un ligero acento del sur, y en toda mi vida nunca había visto a un tamil tan guapo. Su secretario era un holandés muy alto, rubio y con los rasgos lo bastante marcados como para ser un actor. El secretario permanecía de pie detrás de la silla de Anand Prasad, y juntos —en aquel despacho espacioso y aireado lleno de muebles cubiertos de seda— eran como un anuncio de los métodos de Gurú-ji. Eran hermosos.
Nikhil estaba presionando para tener un encuentro con Gurú-ji. Le dijo a Anand Prasad que la organización tenía millones para dar, que nuestros miembros eran hombres de negocios y programadores informáticos y médicos indios esparcidos por todo el mundo, y que estaban ansiosos por contribuir. Pero eran seguidores de Gurú-ji, y para darle necesariamente debían conocerle. Si no en persona, entonces, ¿por qué no una videoconferencia? O al menos una llamada telefónica para empezar.
—Lo siento mucho —contestó Anand Prasad—. Pero Gurú-ji está de retiro. Antes de irse, dio instrucciones estrictas. No se le puede molestar, ni siquiera por urgencias. De hecho, ni siquiera yo puedo contactar con él. No sé dónde está, o cómo comunicarme con él.
—¿Le llama él, entonces? —preguntó Nikhil.
El encogimiento de hombros de Anand Prasad fue tan elegante como un baile.
—No, no —respondió—. Se ha ido de verdad. —Hizo un gesto de mago con ambas manos—. Se podría decir que se ha desvanecido. Solo volverá cuando quiera.
—¿Ni siquiera lo hará por un millón de dólares? —indagó Nikhil—. ¿Ni siquiera por los niños pobres? ¿Y las mujeres que mueren de hambre?
Lo estaba intentando con fuerza, pero me di cuenta de que era inútil. Anand Prasad no lo sabía, y no iba a contar lo que supiera.
—Olvídalo —le dije a Nikhil—. Este maderchod es un esbirro. No sabe nada.
Anand Prasad se quedó atónito. Estaba lleno de su santidad y su aspecto exquisito, y nadie le había hablado nunca de esa forma.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Quiénes sois?
Di dos pasos hacia su escritorio. Junto a un portaplumas elaborado y tres teléfonos, había una maqueta dorada de un altar en forma de águila, del tamaño de dos manos extendidas. La cogí. Estaba maravillosamente detallada, hasta los ladrillos y el samagri dentro del altar, listo para arder. Y se notaba muy pesada en la mano, se ajustaba a mi palma haciéndome notar una densidad impresionante. El humo del sacrificio me entraba por los orificios de la nariz, esa fragancia que señala tanto la vida como la muerte. Me sentía asfixiado por el ansia, me ahogaba en ella. ¿Dónde estaba Gurú-ji? ¿Por qué no me hablaba? ¿Qué había hecho yo de malo?
—¿Qué es esto? —pregunté—. ¿Oro?
—Escucha —me dijo.
En ese momento se levantó hinchado de la silla, muy recto e indignado. Di otro paso, y con aquel movimiento balanceé el altar y se lo estrellé en la frente.
—No —contesté—. Escucha tú.
El metal sonó como una campana, y una salpicadura de sangre apareció sobre el cristal limpio de la ventana.
—Es duro —continué con satisfacción—. No es oro.
Anand Prasad estaba sacudiéndose en el suelo al lado de la silla, con la toga levantada hasta las caderas. Me senté a horcajadas sobre el bastardo, le cogí del hombro y lo levanté, y me puse a trabajar con el altar. Encontré calma al golpear, una concentración que entró en mí como un lavado de agua clara. Los golpes me surgieron con ritmo acompasado, al respirar, como si estuviese meditando. Me perdí en aquel alivio, noches de miedo y enfado desaparecieron por completo con esta satisfacción. Después el altar quedó cubierto de sangre, y Anand Prasad estaba muerto.
Le dejé, y su cráneo golpeteó con suavidad el mármol. Los chicos me miraban, con los ojos muy abiertos. Nikhil apuntaba con su ghoda al holandés, que estaba agachado en un rincón.
—No —dije—. Sin balas. Esto es un mensaje. Hacedlo como con este.
Dejé caer el altar.
El holandés solo tuvo tiempo de gritar antes de que se lanzasen sobre él. Abrí una puerta, y dentro había un baño brillante, todo un cuarto de baño hecho y derecho para ejecutivos. A estos sadhus de las altas esferas no les dolían ninguno de los beneficios, no, seguramente no. Encendí la luz, y me vi en el espejo: ojos centelleantes, sangre en el rostro. Me lavé, y en la otra habitación el holandés murió en una ráfaga de golpes y quejidos. Cuando salí, mis hombres se estaban enderezando.
—Será mejor limpiar esa cosa, bhai —comentó Nikhil, respirando agitadamente—. Huellas.
Había pelo pegado al altar, y pequeños fragmentos de carne.
—Cógelo —contesté—. Nos libraremos de él.
Cuando los chicos estuvieron limpios, nos marchamos. Salimos caminando, fríos y naturales y despacio, y fuimos hasta el coche y nos metimos en él y condujimos a ritmo constante hasta la puerta. Saludamos a los sadhus con la mano y nos fuimos.
Ya habíamos dispuesto la ruta de escape. En nuestro piso franco teníamos una muda de ropa y un Sumo negro esperando. Había entrenado bien a mis hombres. En menos de quince minutos tuvimos las habitaciones limpias y el Sumo cargado. Limpiamos el Maruti Zen que habíamos llevado al ashram, y después nos marchamos. Fuimos hacia el sur, hacia Delhi. Pasamos por el lado de columnas de autobuses de pasajeros y camiones cargados, y durante un rato condujimos detrás de la comitiva de una fiesta nupcial. En ese momento me sentía muy tranquilo, en este crepúsculo. Ahora Gurú-ji tendría que hablar conmigo. Había hecho algo muy malo, y tendría que castigarme. Me tendría que llamar para reprenderme. Por supuesto me disculparía, pero le contaría por qué, y lo entendería. Me perdonaría.
Habíamos dejado atrás los polígonos industriales y las tiendas y los dhabas, y ahora los campos de sarson y trigo se extendían hacia el horizonte que oscurecía. Los postes de la luz se deslizaban a toda prisa, subiendo y bajando sus cables por encima de nuestras cabezas. Cuando era niño, viajando en un autobús que traqueteada desde Digadh hasta Nashik, solía imaginarme que esos postes me llamaban mientras los dejaba atrás, mientras quedaban atrás en el pasado. Pero en aquellos días lejanos nunca vi tantas granjas prósperas, estas casas pucca con antenas parabólicas y antenas que se alargaban hacia el cielo. Todo había cambiado.
Pero nada había cambiado. Observé esta verdad por todo el país. Durante las muchas semanas que siguieron, viajé con Nikhil y los chicos, y realizamos un bharat-darshan zigzagueante. Fuimos a los ashrams de Gurú-ji, sus oficinas y lugares de negocio. Seguimos pistas, rumores, presentimientos y antojos. Así fuimos desde Chandigarh hasta Delhi y Ajmer, desde Nagpur hasta Bhilai y Siliguri. Después de vuelta a Jaisalmer, y luego a Jammu y Bhopal y Digboi. Después paramos una semana en Cochin, para que Nikhil pudiese tomar antibióticos para protegerse de una gripe con diarrea que lo tenía quejándose en el baño cada media hora. Alquilamos un bungaló turístico cerca de la orilla del agua y observamos cómo subían y bajaban las redes de pesca chinas. Mientras tanto, Nikhil luchaba, y el médico prescribió una prueba detrás de otra. Después de once pruebas de estas, le dije al bastardo que estaba pendiente de su práctica de la tajada.
—¿Qué es la práctica de la tajada, saab? —preguntó con su acento malyali.
—A lo mejor la llamáis de otra forma por aquí abajo —contesté—, pero es la misma tajada del treinta por ciento que consigues del laboratorio. Te apuesto un lakh. ¿Quieres el treinta por ciento? Te daré el treinta por ciento.
Y le mostré el dorso de mi mano. Después de eso se quedó callado y dócil como una randi a quien hubiesen dado una paliza, dio sus cápsulas e inclinó la cabeza y se marchó. No pude resistirme a mostrarle a ese bastardo cuál era su sitio, pero fue un mal negocio. Necesitábamos no llamar la atención, lo sabía. Pero el gaandu me había fastidiado. Llevaba vaqueros, y conducía un Capri, y no dejaba de hablar de cómo estaba despachando los medicamentos «más actuales», pero hacía negocio simplemente como cualquier otro médico de pueblo dando inyecciones de agua a pastores analfabetos. Era así en toda la India… conocimos a agricultores que llevaban teléfono móvil y mataban a sus hijas e hijos por casarse fuera de su casta, compramos botellas de agua mineral a chokras llenos de costras, descalzos, que tenían los brazos cubiertos de tiña. Nikhil se había estado quejando con amargura todas las noches por las conexiones telefónicas llenas de interferencias que conseguía cuando intentaba conectar su portátil y consultar el correo electrónico, y finalmente en Coimbatore una toma de corriente al descubierto achicharró su Sony Vaio de líneas elegantes y lo dejó muerto del todo. Y ahora cagaba doce veces al día, y decía que tenía bastante miedo de huggoar hasta morir encima de este trono blanco bhenchod en esta ciudad maderchod de Malyali en esta cloaca harami de país.
Incluso en los ashrams de Gurú-ji se había infiltrado la confusión. Lo había visto. El caos calaba más allá de sus vallas de acero, sus verjas azules, sus mantras protectores. Por todo el país, los ashrams se organizaban según el mismo plan exacto. Tanto si eran grandes como pequeños, estaban en una ciudad o en el campo, todos los ashrams tenían la misma distribución norte-sur, y las mismas cuatro verjas azules. Los edificios y las distancias aumentaban en tamaño, o disminuían, pero la distribución se mantenía exactamente igual. Cuando ya habíamos estado en un par de ashrams, sabíamos cómo navegar por ellos, sabíamos que el primer edificio a la izquierda después de la puerta principal era la tienda de artesanía, que la lavandería siempre estaba oculta aparte en el rincón noroeste. Y siempre, siempre, estaba la pirámide en el centro, que era la oficina central más sagrada, la más poderosa. Mientras íbamos de un ashram idéntico al siguiente, buscando información sobre el paradero de Gurú-ji, empecé a verle un sentido a la geografía, el significado del diseño. Era como mantener una conversación con Gurú-ji, mirar esos lugares que habían sido planeados en su mente, y completamente creados por su perspicacia e imaginación. Todo el paisaje se centraba siempre en la pirámide de mármol, que se parecía a nuestros antiguos templos indios pero no era del todo como ellos. Ahí, en ese edificio completamente desprovisto de imágenes, estaba el trabajo de la mente, y de lo que había más allá de la mente. Ahí estaba la administración y la meditación, dharma y moksha. Lejos de este punto central, justo en las afueras, estaban los edificios de menor categoría, las lavanderías y los generadores de luz, los lavabos públicos y los pabellones de cultura. Dispuestas por el medio estaban las escuelas para los niños y las residencias para las parejas casadas, y las clínicas y centros de comunicación. Más cerca del centro, alejadas de los edificios donde los devotos laicos corrientes podían entrar con libertad, estaban las residencias curvilíneas y los viharas y salones de los sadhus, de aquellos que habían abandonado el mundo. Formaban un círculo preciso alrededor de la pirámide blanca, más allá de la cual solo había liberación.
Aquí podía ver la lógica y la progresión, el movimiento desde el exterior al interior. Las relaciones de estos puntos y ángulos, la arquitectura de estas construcciones, esto era la geometría del tiempo y la vida misma. Había escuchado, muchas veces, a Gurú-ji hablando de las edades del hombre, las filiaciones adecuadas de castas y grupos, el lugar de las mujeres en una sociedad justa, la educación de los niños… y aquí, en estos ashrams, todo estaba dispuesto para que lo viese el ojo exigente. Aquí había un orden que era el orden del intelecto de Gurú-ji. Leer estos paisajes era como escuchar un sermón, y en ese momento pude ver con mucha claridad su visión, su idea de lo que debería ser el país, y por tanto el mundo entero. Quería transformar y elevar a toda la India hasta esta paz de jardín verde, llevarla a la perfección. Algunas partes de Singapur tenían la limpieza que él quería, pero no había ninguna ciudad en la Tierra que tuviese esta simetría, esta consistencia interna que equilibraba de forma exacta tiendas y centros de meditación, y te permitiese ver el templo central a través de los arcos perfectamente alineados de la biblioteca y la lavandería. Estos edificios y las verjas azules parecían el pasado, como los escenarios dorados de las series de televisión mitológicas, pero eran el futuro de Gurú-ji. Este era el mañana que quería traernos, la satyug que quería crear.
Pero el presente se resistía. En Coimbatore, cerca de la verja este del ashram, una banyan antigua se cayó una mañana y aplastó once metros de la valla, y de esa forma permitió que entrase un rebaño de cabras que comieron a través de tres jardines de rosas antes de que pudiesen rodearlas y hacerlas salir. En Chandigarh, hubo un escándalo sexual que implicó al sadhu principal, tres devotas adolescentes y el ayudante de un inspector de policía local. Vi, yo mismo, las condiciones de las oficinas administrativas en Allepy, que habían sufrido una plaga persistente tanto de termitas como de hormigas rojas. Y después estuvo el asunto de lo que le hicimos al altivo Anand Prasad y su holandés, que desencadenó una lucha de poder en la jerarquía de la organización de Gurú-ji. El Asian Age destacó en primera página la historia, «Brutal doble asesinato durante la ausencia misteriosa de Gurú-ji», y continuó con especulaciones acerca de que Anand Prasad había sido eliminado por un círculo rebelde de sadhus. Entonces nos percatamos de los guardias contratados en los ashrams, e incluso de procedimientos de seguridad más estrictos, y nos llegaron rumores sobre discusiones y refriegas entre los principales candidatos para el puesto de Anand Prasad. El Asian Age acertó a medias: los sadhus eran inocentes de la ejecución de Anand Prasad, pero de hecho ahora había peleas y luchas intestinas dentro de la organización. Ninguno de los sadhus sabía quiénes éramos, de forma que cada grupo pensaba que nuestro grupo de búsqueda que reaparecía y desaparecía eran goondas contratados por otra facción, y se acusaron mutuamente de asesinato. Así que seguimos adelante con nuestra búsqueda, utilizando dinero e intimidación con imparcialidad. No matamos a nadie más, pero en Bangalore tuvimos que romperle el brazo a un programador informático, para que el otro programador —su novia— nos diese la clave de un sistema de correo electrónico. Y así siguió.
No encontramos nada. Había muchos rumores acerca de lo que le había sucedido a Gurú-ji. Algunos creían de verdad que se había ido de samadhi, aunque solo temporalmente, y otros decían que se estaba muriendo de cáncer. Todo el mundo tenía algo que decir, pero nadie podía darnos ni el más mínimo fragmento de información concreta. Mis hombres se desanimaron. El viaje era un trabajo duro, y estaban lejos de sus actividades lucrativas habituales. Llevaban semanas sin ver a sus esposas y chaavis. Los chicos de Bombay se quejaban de la presión policial cada vez que les llamábamos, y nuestros pistoleros y operarios estaban siendo eliminados con una regularidad angustiante. Y entonces Nikhil tuvo su propia dosis apestosa de caos, así que dispuse una parada para descansar en Cochin. Les dije a los chicos que descansasen, les dije que despegaríamos pronto. Pero estaba comenzando a pensar que nunca encontraríamos a Gurú-ji, que se había librado de mí después de todo.
Tras diez días en Cochin, finalmente Nikhil se quitó de encima su enfermedad. Había perdido cuatro kilos y medio, y parecía exhausto. Los habitantes de la zona celebraban un carnaval aquella noche, y nos sentamos en el balcón del segundo piso de nuestro bungaló y les observamos pasar en un desfile interminable de retablos y representaciones ruidosas. Había un elefante, uno de verdad, que llevaba un tocado de oro. Iba seguido por un grupo de hombres que llevaban vestidos de satén rosa y pechos falsos y maquillaje estridente. Después apareció un camión con una representación de los productos y la gente de Kerala, incluyendo a un hindú, un musulmán, un cristiano, un judío y una turista rubia sentada en una silla de playa. Un poco más tarde, en otro camión, había una escena sacada del Mahabharata, con los héroes vestidos con armadura reluciente y bailando con un ritmo disco. Mis hombres estaban por alguna parte ahí fuera, entre la muchedumbre de miles que observaban. Nikhil bebía a sorbos una cerveza, y yo bebía zumo de pina, y observábamos.
—Bhai —dijo—. No es por cuestionarte ni nada, pero estoy pensando en los chicos. Se están impacientando un poco. ¿Por qué buscamos con tanto interés a este Gurú-ji?
—Estás cuestionando —contesté.
—No es falta de respeto, bhai. Pero, ya sabes, Bunty contaba que siempre le decías que la moral es importante. Y los chicos…
—¿Tu moral también está baja? ¿Echas tanto de menos a tu mujer?
—Echo de menos a los niños, bhai. Y el negocio… si estamos aquí, no nos estamos concentrando en el negocio.
No les había contado nada, pero en ese momento entendí que alguna explicación podía ser necesaria. Si Nikhil, que me lo debía todo, estaba dispuesto a decirme estas cosas a la cara, entonces era preciso subirles la moral.
—De acuerdo —repliqué—. Ahora escúchame con atención. Solo diré esto una vez.
En el camión que pasaba debajo de nosotros en aquel momento, había un círculo de algún tipo de gente tribal, bailando alrededor de un fuego hecho con un foco rojo y cintas rojas que ondeaban. Todos llevaban gafas oscuras. Dije:
—No puedo contarte mucho, pero puedo contarte esto. Estamos buscando a Gurú-ji únicamente por el negocio. Nos ha engañado. Nos ha traicionado.
—¿Nos debe dinero?
—Sí. Nos debe mucho dinero. Nos ha traicionado.
—Bastardo —respondió Nikhil. Parecía satisfecho. Ahora, para él, yo tenía sentido, y el mundo tenía sentido—. Entonces debemos encontrarle.
—Diles a los chicos que, mientras estemos aquí en esta misión, los sueldos se duplican. Y habrá una prima al final.
Eso le animó considerablemente. Le dejé en el balcón y me fui a mi cuarto. Puse el aire acondicionado al máximo y me tumbé en la cama con las luces apagadas. Nikhil llamaría pronto a su mujer, y hablaría con sus hijos. Pensé en llamar a Jojo, pero estaba demasiado débil. Tenía problemas para dormir desde que volví a la India. Al principio pensé que era el jet-lag, el desplazamiento, el ladrido de los perros y los chirridos de los grillos. Pero luego pasó una semana y solo dormía a ratos. Durante un total de tres noches me quedé inconsciente con pastillas para dormir, y me despertaba sintiéndome más cansado cada mañana. Ahora habían pasado semanas y cada noche era un viaje largo, duro, y atravesaba los días caminando ingrávido como un fantasma. Nikhil no lo había dicho, pero sabía que también estaba preocupado por mí. A veces me quedaba dormido por el día, sentado durante una conversación de negocios con Mumbai, o después de comer mientras esperaba algún dulce. Siempre me despertaba asustado y aterrorizado por el mismo sueño, el mismo horizonte de cenizas y oscuridad. Tenía que esforzarme mucho para ser capaz de concentrarme en sumas de dinero, en problemas de táctica y gestión.
Necesitaba dormir, pero lo cierto es que esa noche no venía el sueño. Incluso por encima del rugido del aire acondicionado, la música del carnaval me retumbaba en la cabeza. Sonaban tres canciones, o tal vez cuatro, en diferentes lenguas, todas rebotando unas contra otras y a veces mezclándose en un insoportable estruendo palpitante. Por debajo de esto, se oía el murmullo del gentío, que se hinchaba de cuando en cuando en un bramido alegre. Los maldije, a esa superpoblación bastarda de la India, sumando millares en lakhs y crores. Deseé entonces que todos tuviesen una sola cabeza, para poder dispararles y matarles a todos a la vez. Pero no, para mí no había silencio. ¿A cuántos hombres había matado de un tiro? No a tantos como estos. Podría matar a uno cada segundo durante el resto de mi vida, y sin embargo muchos quedarían repiqueteando en mi cabeza con sus pequeñas voces quejumbrosas, sus gozos que sonaban a maullidos. Había tantos como motas de polvo plateado en el tubo amarillo de luz que pasaba sobre mi cabeza desde el cristal de la ventana. Eran ineludibles.
¿Por qué olía a mogra la habitación? Ese era el attar que llevaba Salim Kaka, el que tenía la noche que le maté por el oro, el de la botella verde con el que se rociaba la barba y el pecho antes de irse con una de sus mujeres. Recordaba la forma en que inclinaba la cabeza hacia atrás y agitaba la botella sobre el cuello, y después el espeso olor aceitoso del attar. Y sus sobacos, afeitados, y el rosa de sus encías y sus dientes blancos y grandes.
La habitación estaba cerrada y sellada, no había flores cerca, lo sabía. Y, sin embargo, notaba esa fragancia, densa e ineludible. Me apoyé sobre un codo, tomé un sorbo de agua, volví a tumbarme. Y ahí estaba, en el fondo de mi garganta y en la profundidad de mi cabeza, este mogra. Abrí los ojos.
Pero ¿qué era eso de la esquina, atrapado por el filo del resplandor de la ventana? Una manga roja sedosa, un hombro. Sí. Una barba. Pelo largo, hasta la parte inferior de la nuca. Era Salim Kaka. Le disparé a ese bastardo por la espalda y había regresado. Me temblaban las manos, y en mi cabeza se alzó un zumbido más alto que el barullo del exterior. Era Salim Kaka, era él. Pude verle los ojos. Pathan gaandu.
—¿Crees que te tengo miedo, bhenchod? —pregunté.
Él no contestó nada. Pero no pestañeó, y su desprecio hacia mí fue brillante y fuerte y férreo.
Después se marchó, y solo había una ventana, y una cortina roja. Me levanté y me tambaleé, alargué una mano y toqué la pared con las puntas de los dedos. Pude ver cómo la cortina, vista desde la cama y con esa luz poco clara, podía haberse retorcido y transformado en un brazo. Pero había visto su cara, aquellos labios teñidos de paan, y había visto aquellas clavículas hondas. Aquellas manos enormes.
No, no, no. Te estás volviendo loco, Ganesh Gaitonde. Es la falta de sueño y el agotamiento que te han debilitado, que te han sumido en la locura. Estiré los hombros hacia atrás, y caminé con rapidez de un lado al otro de la habitación. Respira, me dije a mí mismo. Me senté con las piernas cruzadas sobre el suelo, a los pies de la cama, y practiqué la respiración que Gurú-ji me había enseñado. Dejé que la ansiedad fluyese hacia fuera con cada exhalación, inhalé energía. Despacio, despacio. Solo era una alucinación. Sí. Pero todavía podía oler a mogra.
Había estado allí, en mi habitación. Era una locura creerlo, pero sabía que era cierto. El propio Salim Kaka creía en la magia, y visitaba a un malang baba en Aurangabad cada dos o tres meses. El malang baba le dio un taveez rojo para que lo llevase alrededor del cuello, y uno azul para el brazo derecho, todo para protegerle del cuchillo y el revólver. Pero Salim Kaka cayó bajo mis balas, y le robé su oro, y ahora yo estaba más loco que Mathu. Sabía que estaba desquiciado, y sin embargo sabía que Salim Kaka me había visitado. Tal vez el malang baba lo había mandado de vuelta, para lanzarme aquella mirada lasciva y perruna.
Nos marchamos al día siguiente, hacia Chennai. Mientras el avión despegaba sobre las pequeñas colinas verdes, la cabina de primera clase olía dulcemente a Salim Kaka. Venía conmigo, adondequiera que fuese. Ahora que Gurú-ji me había abandonado, el malang baba podía hacer funcionar sus hechizos conmigo. Podía mandar a Salim Kaka a miles de metros de altura por el aire, y a través de un océano. Traté de ignorar el olor, y concentrarme en el vuelo. Durante un tiempo pensé que los trastornos que causábamos en los ashrams de Gurú-ji y su funcionamiento lo sacarían de su escondite, le harían salir para castigarme y proteger a su gente. Pero ahora, en el aire, mirando los campos allá bajo, lejos, tuve claro que un hombre que veía el pasado y el futuro, que concebía el tiempo en yugas, que veía cómo los siglos daban vueltas siguiendo algún plan secreto, que se había distanciado de sus propios deseos y su ego, a un hombre así no le importaría nada que una simple organización se desmoronase, que uno o dos hombres fuesen asesinados. No le importaba lo que hiciese. Fuesen los que fuesen los gestos de afecto que me mostró, yo no le importaba. No era nada para él. Volaba mucho más alto que el vuelo más alto de cualquier jet, y nos miraba desde arriba como si fuésemos hormigas. Para cuando aterrizamos, estaba seguro de que nuestra estrategia había sido un fracaso. Pero no tenía ningún plan alternativo, así que me quedé callado. Fuimos a nuestro piso franco, esperamos a que anocheciese, ejecutamos nuestro robo en una oficina de administración. Pero no encontramos nada, como esperaba. Y Salim Kaka permaneció conmigo, de vuelta a casa y hasta el amanecer. Me atraganté con la leche por la mañana, que bajo las almendras tenía aquel hedor almibarado a flores.
Los chicos parecían abatidos. Estaban tendidos sobre los sotas y las camas, con aspecto adormilado. Con prima o sin ella, les resultaba duro fracasar de forma miserable una y otra vez. Yo actuaba como el líder alegre, pero mi propia sensación de desesperanza estaba destinada a infectarles. Sabía que debería hablarles de nuestra próxima operación, pero mis ojos estaban rojos y me picaban, y un dolor se había apoderado de la mitad izquierda de mi cabeza, y simplemente no tenía energía. Nikhil estaba recostado en la silla, con los pies levantados sobre una reja del balcón, hojeando con desgana una antigua revista tamil de cine que alguien había dejado en el baño. No parecía muy impresionado por las aspirantes sureñas a estrellas, de cara redonda, o los anuncios incomprensibles de hombres con bíceps escuetos. Dejó la revista sobre la mesa, la cogí y la abrí al azar.
Zoya me miró desde una foto a toda página. Iba vestida de blanco y estaba iluminada por un resplandor plateado que le daba un aspecto muy hermoso y del todo inocente.
Debía de haber estado rodando una película por el sur últimamente. Hacía películas por todas partes, en realidad, y podía ver por qué. Era preciosa. Pero, de forma bastante extraña, no la deseé. Ya no sentía aquel retorcimiento de angustia en el estómago que en un tiempo llegó a provocarme el simple hecho de verla. La miré en ese momento y vi que era perfecta, que había logrado la proporción por la que habíamos trabajado tan duro, ese equilibrio arriba y abajo, aquel juego elegante de luz y sombra. Incluso sobre el papel barato de la revista, en la impresión poco nítida, podía verlo. Y no sentí nada. No la deseé. Ni la amaba ni la odiaba. Me resultaba indiferente.
El deseo de hablar con Jojo me atravesó el pecho. Noté que me ruborizaba, y me puse de pie.
—Tengo que hacer una llamada.
Les dejé a todos, y cerré la puerta de mi dormitorio, y marqué el número de Jojo. Estaba durmiendo y se despertó, con la voz ronca y de mal humor.
—¿Qué quieres, Gaitonde —preguntó—, en medio de la noche?
—Son las ocho de la mañana. Y quiero hablar contigo.
—¿Hablar de qué, Gai-ton-de? —replicó, con un pequeño gemido al final.
En realidad, no había ningún tema del que quisiese hablar con ella, solo quería oír su voz, su respiración. Pero las mañanas de Jojo eran simplemente un sufrimiento hasta que se tomaba sus tres tazas de té, y sabía que, si no le daba una buena razón para despertarla, colgaría el teléfono y además me insultaría. Necesitaba inventarme algo.
—Estoy buscando a una mujer —dije.
—Bastardo —gruñó—. Pues llámame por la tarde.
—Espera, espera —contesté—. No quiero una mujer, no así. Quiero decir que estamos buscando a una mujer que ha desaparecido. Nos robó algo de dinero y huyó. No podemos encontrarla. Hemos estado buscando desde hace meses.
—¿La conozco? ¿Cómo se llama?
Tenía que pensar un nombre. La revista tamil estaba sobre la mesa, con las páginas revoloteando bajo el ventilador que daba vueltas.
—Sri —contesté—. Srivedi.
—¿Qué? ¿Srivedi huyó con vuestro dinero?
—No, no. No Srivedi la estrella de cine. Es otra mujer. Con ese nombre.
—¿Y por qué no podéis encontrarla? ¿Habéis vigilado a su familia? —Bostezó Jojo.
—No tiene ninguna familia. No está casada, nada. Hemos estado en todas los sitios donde trabajaba, pero no hay señales.
—Así que estás atascado, Gaitonde.
—Lo estoy.
—De modo que entonces recurres a mí. —Estaba muy pagada de sí misma—. ¿Has intentado secuestrar a su novio?
—No tiene novio. Ni siquiera amiga.
—¿Qué clase de monstruo es? Sin amigos, chico o chica.
—Hemos interrogado a gente con la que ha trabajado. No ha servido de nada.
En aquel momento. Jojo estaba haciendo ruido, se había levantado y se estaba moviendo. Conocía su rutina, entraría arrastrando los pies en la cocina, donde la asistenta habría dejado una olla con agua sobre el gas la noche anterior. Jojo encendería el gas sin apenas abrir los ojos, y alargaría la mano para coger una jarra de leche que estaba preparada en el estante superior de la nevera. Ahí estaba, el chasquido del gas al encenderse.
—De acuerdo, de modo que no tienes ninguna información más sobre esta Srivedi. Después de toda esa búsqueda, toda tu banda no ha encontrado nada.
—Nada.
—Te dije que tus empleados eran idiotas.
—Sí, sí. Muchas veces.
—Darle una ghoda a un chico no lo vuelve listo. Solo hace de él un chutiya con pistola.
—Saali, ¿así es como ayudas? Volvamos a Srivedi.
—De acuerdo.
Estaba inclinada sobre la encimera, lo sabía, esperando que hirviese el agua. Ahora cascaba elaichis, tres.
—¿Cuál es su tierra natal?
—No tiene.
—Todo el mundo tiene una tierra natal.
—La suya ha desaparecido. Está en Pakistán. Pero ¿por qué?
—Tu cerebro también se está volviendo fallida. Gaitonde. La gente es idiota, eso lo sabes. Todos quieren irse a casa. Siempre lo hacen, incluso cuando saben que no deberían.
Era cierto. Mantén vigilado el pueblo de un hombre, y más pronto o más tarde lo cogerás. Infiltra a un informante en su localidad, y un día podrás meterle una bala en la parte trasera de la cabeza. La policía lo hacía todo el tiempo, y yo lo había hecho. Jojo tenía razón, los seres humanos eran estúpidos, daban vueltas y más vueltas y al final volvían al lugar en que comenzaron, como si tirase de ellos el jalón constante de un cordón ineludible. Pero ¿qué pasaba si tu hogar había desaparecido, si no había ninguna parte adónde ir? ¿Adónde irías?
—Pensaré en ello —contesté—. No es mala idea. Es una posibilidad.
—Bien —replicó—. Piénsalo. Ahora deja que me beba el chai en paz.
Pero no la dejé marchar, todavía no. La mantuve al teléfono y hablé con ella de sus problemas con la producción, y su bai que tenía un marido alcohólico, y la contaminación creciente en la ciudad.
—Voy a colgar —dije al final al cabo de media hora entera, cuando ya se había tomado el chai y estaba lista para darse un baño y trabajar.
Ya me sentía más tranquilo, ahora que tenía una indicación. Hice entrar a Nikhil, y nos pusimos a trabajar. Habíamos acumulado papeles y documentos durante nuestras incursiones, y habíamos incautado dos portátiles. Teníamos información. Demasiada, en realidad, dos maletas llenas y lo que había en los ordenadores. Se lo expliqué a Nikhil, y le di instrucciones, y comenzó a cribarlo todo. El problema, por supuesto, era que no sabíamos qué buscábamos.
—Su hogar —le dije a Nikhil—, cualquier lugar donde pudiese ir a casa.
Parecía desconcertado, pero solo tanto como lo estaba yo mismo. ¿Adónde iría un hombre como Gurú-ji? ¿Chandigarh? Pero ya habíamos estado allí, y no encontramos nada. ¿Así que adónde iría? ¿Y en este sentido, adónde iría yo, o Jojo? ¿Adónde vas cuando el hogar se ha vuelto algo imposible? No tenía respuestas, pero seguimos buscando. Nos costó cinco días de búsqueda, y después Nikhil lo encontró.
En los libros de contabilidad personal de Gurú-ji para el año en curso y el año anterior, había entradas para «Granja Bekanur». Ochenta y cuatro mil y un lakh treinta y cuatro mil, en el apartado de créditos. No teníamos los archivos de los cinco años anteriores, pero había otra entrada en el único año previo que pudimos encontrar, sobre un cheque hecho —de nuevo en la cuenta personal de Gurú-ji— para un «Tractor para la Granja Bekanur». Y había una carta en uno de los ordenadores, del año en curso, para la Compañía de Electricidad del Estado del Panjab sobre atrasos de la Granja Bekanur. Esa carta estaba firmada por el mismísimo Anand Prasad, nuestro reciente amigo sadhu. ¿Qué hacía un alto cargo de la organización, un gran jefe como Anand Prasad, escribiendo a la CEEP por un asunto de dos lakhs y unos cuantos miles? ¿Qué era esa granja en todo caso? Buscamos en toda la información pública disponible sobre Gurú-ji, y no encontramos nada. No se mencionaba ninguna granja a ochenta kilómetros al sur de Amritsar, ni una palabra sobre ninguna granja en absoluto. Ciertamente, él nunca me dijo nada acerca de que tuviese una granja. Por supuesto, estaba su interés por el desarrollo rural, el progreso agrícola, pero eso por lo general lo trataba otra subdivisión. Su departamento sobre temas agrícolas tenía una estructura organizativa separada, una cadena de mando separada y cuentas bancarias separadas. Esta Bekanur era algo totalmente distinto, manejado por Gurú-ji en persona y sus socios más cercanos. Y se mantenía, tanto como resultaba posible, como un secreto.
Fuimos a echar un vistazo a esa granja. Les dije a los chicos que esa era nuestra última etapa en aquel viaje, que, tanto si teníamos éxito como si no, después interrumpiríamos la misión. Se alegraron y se sintieron aliviados, y aterrizamos en Amritsar con energía y dispuestos. Seguimos nuestro procedimiento habitual y nos dirigimos en dos grupos al piso franco previamente concertado, desayunamos tarde, y recogimos nuestro coche y estuvimos listos para irnos. La mañana era brillante y calurosa, y me quedé adormilado en el asiento delantero del coche. Nikhil conducía. Detrás de nosotros, los chicos discutían sobre el oro del Templo Dorado, cuánto había exactamente y cuánto valía. Jatti, que era panjabí pero que solo había estado en el Panjab una vez con anterioridad, les estaba contando con autoridad que el oro valía arabs, no crores. Los otros se estaban burlando, y Chandar quería ir a Jallianwalla Baug.
—Ya que estamos aquí… —justificó.
No somos turistas, quise decirle, pero habría supuesto demasiada energía hacer que las palabras surgiesen de mi estado somnoliento. Además, yo mismo estaba siendo un poco turista. Me entretenía con el andar arrogante y atractivo de estos panjabíes, sus miradas fijas y agresivas, y sus voces altas. Había un sardar fuera de un garaje que estaba a nuestra izquierda en aquel momento, llevaba el pelo recogido en un nudo grande sin cubrir en la parte superior de la cabeza, hablando por un teléfono móvil. Se levantó la kurta para rascarse el ombligo mientras pasamos dejando al descubierto un estómago lleno y peludo. Sonreía. Tal vez era su garaje, y la casa grande rosa y verde de detrás era suya, completa con antena parabólica y un Toyota en la entrada y un vigilante con rifle. Amritsar era una deprimente ciudad pequeña de provincias, pero había dinero, y muchas armas. Un jeep de la policía nos adelantó, y los tres agentes de la parte trasera sostenían jhadoos en el regazo, con cargadores dobles pegados juntos. No había visto tantas armas automáticas en la calle, en ninguna calle, jamás. En mi coche notaba el olor a mogra. Cerré los ojos, y los abrí para descubrir que estábamos acelerando a través de campos de sarson, detrás de un camión que rebosaba bielas de acero. Había tigres pintados en parte trasera, y una diosa en el medio.
—Casi hemos llegado, bhai —apuntó Nikhil.
Giró a la izquierda, descendió un terraplén. La carretera se estrechó en ese momento, y dimos sacudidas y oscilamos sobre un canal fluido.
—Ahora estamos en el dehat propiamente dicho —murmuró Chandar—. Mira a los dehatis.
Había dos hombres paseando en medio de la carretera, guiando a un buey. Nikhil tocó el claxon, y con mucha lentitud se apartaron para dejar que pasáramos apretados por su lado. Se inclinaron un poco para mirar al interior del coche mientras pasamos. Aldeanos, y prósperos. La tierra allí era exuberante y madura, y pude oír los golpes de una bomba de agua no muy lejos. Seguimos conduciendo. Tuvimos que preguntar la dirección una vez, en una bifurcación de la carretera, a una pareja joven que iba en moto. La esposa sujetaba el dupatta rojo apretado sobre la cabeza mordisqueando un extremo, pero pude ver que era una pieza buena, fornida. Los chicos también lo pensaron, lo pude notar por el silencio tirante, atento, detrás de mí. El marido era nervudo y desarreglado y del todo mediocre, pero sus indicaciones fueron buenas. Llegamos a la granja de Gurú-ji justo después de las dos.
No había verja de acero alrededor de esos campos, y no había portones. Solo franjas verdes de trigo, y fardos bien cuidados alineados con los árboles. Una casa blanca brillaba a través de un huerto.
—Mango —comentó Jatti mientras nos acercábamos a las hileras ordenadas.
Entonces la carretera era lisa, grava sin pulir que crujía bajo los neumáticos. Un pavo real gritó, y vislumbré una insinuación de su apuro repentino entre los árboles. Después giramos alrededor de un nim grueso, antiguo, y llegamos a la casa.
Era un edificio de un solo piso, extenso y ancho. No había ventanas en la pared delantera, que solo estaba quebrada por un arco de entrada alto que daba paso a una pequeña galería abierta. Las puertas del arco de entrada eran verdes y sólidas y pesadas, con un portal más pequeño en el lado izquierdo, lo bastante ancho como para dejar pasar a un solo hombre. Estaba abierto, y Nikhil hizo sonar la cadena de la cerradura de la seguridad que colgaba junto a él.
—Arre —llamó—. Koi hai?
Pero la única respuesta vino de las palomas que paseaban por las vigas del arco de entrada. Me incliné hacia delante a través de la puerta. Una vaca y su ternero mascaban felizmente en un establo a la izquierda. Al frente, cuatro escalones de ladrillo llevaban a un rellano, que estaba enfrente de una única habitación. Pude ver un takath anticuado y dos sillas, y un reloj redondo y grande. El aire era fresco y pesado con ese olor antiguo a boñiga de vaca y bhoosa. El yeso de las paredes enfrente del descansillo estaba agrietado, y los ladrillos de la galería estaban alisados de tanto uso. Era una casa vieja, vieja y también anticuada. Cerca del establo, el agua goteaba de una bomba de mano y golpeaba a ritmo constante sobre el sumidero de hierro que había debajo.
—¿Estás seguro de que estamos en el lugar correcto? —le pregunté a Nikhil.
Apuntó al extremo más alejado del rellano. Detrás de un pilar, había una rampa que subía las escaleras, lo bastante ancha para una silla de ruedas. De modo que sí, quizá este lugar era de Gurú-ji, pero no se parecía en nada a cualquier otra cosa que había construido que hubiésemos visto. ¿Qué era, exactamente? Nikhil volvió a hacer sonar la cadena.
Un toque de bocina nos hizo saltar. Jatti estaba de pie al lado del coche, sonriendo. Soltó una serie de bocinazos estruendosos, y le grité:
—Basta, maderchod —dije, y se detuvo con gesto herido.
El silencio era asombroso tras aquel barullo, y las palomas revoloteaban nerviosas por la galería. Después oímos que alguien arrastraba los pies, y un hombre dobló la esquina del edificio.
Era viejo, al menos tenía setenta años, eso podía decirlo directamente por su forma de andar, como si tuviese las rodillas entumecidas. Cuando se acercó más me di cuenta de que tenía unos ochenta. Llevaba pajamas blancos y sueltos, un suéter naranja andrajoso y una bufanda gris apretada hasta las orejas. Nos miró detenidamente a través de unas gafas gruesas, con montura negra. Había una raja recta que atravesaba la lente izquierda por el medio.
—Haití? —preguntó
—Namaskar —contestó Nikhil—. Namaste. ¿Es usted el malik de la casa?
Aquello era un halago obvio, este budhau estaba lejos de ser el propietario de nada. Pero el anciano se lo tomó con una sonrisa:
—No, no —contestó—. Soy el encargado.
—El encargado —repitió Nikhil, parodiando el panjabí del hombre, «encarguiado» pero solo ligeramente—. Sí. ¿Podemos tomar un poco de agua? Hemos conducido sin descanso desde Amritsar.
Nos dio chai muy caliente. Nos llevó dentro, nos hizo sentar en la habitación que había junto a la galería, y salió quince minutos después con vasos de latón y un cacharro grande, ennegrecido. Nos sirvió el chai, medio vaso a cada uno, y solo entonces nos preguntó quiénes éramos. Nikhil le contó alguna historia acerca de que éramos hombres de negocios de Delhi, que estábamos buscando buenas tierras de labranza para adquirirlas. Y que alguien en la carretera principal nos había hablado de este huerto de mangos, y la granja, de modo que habíamos venido a echar un vistazo. Y, por cierto, ¿quién era el dueño de esta magnífica propiedad?
—Saab viene de Delhi —contestó el hombre.
—¿Y cómo se llama?
—Me llamo Jagat Narain.
—Sí, Jagat Narain. Prepara un buen chai. —Nikhil tomó un trago largo haciendo ruido al sorber, y pareció agradecido del todo—. ¿Y cuál es el nombre el saab?
—¿Qué saab?
Esto iba a durar mucho rato. Me puse de pie y bordeé la puerta. A un lado del rellano había una puerta que daba a un pasillo oscuro. Anduve a tientas por el corredor, y salí al otro lado a un patio grande alineado con ladrillos. Había un arbusto de tulsi justo en el centro, y habitaciones a lo largo de las cuatro paredes. Paseé alrededor del patio, empujé puertas para abrirlas. Chirriaron al hacerlo para dejar al descubierto suelos desnudos, viejos armarios de madera, estanterías sencillas construidas dentro de paredes recubiertas de cal, charpais combados tapados con mantas ásperas. En una habitación había un ventilador de mesa negro sobre un escritorio de madera, y botellas de tinta azul y roja y una estilográfica verde. Seguí caminando. A lo largo de un lado de ese patio interior, había un corredor amplio, abierto al patio. El suelo estaba cubierto de chatais, y había una hilera de cojines redondos contra la pared más alejada. En huecos pequeños, había imágenes de Rama y Sita, y Hanuman, y un hombre con gafas y turbante, con aspecto de abuelo. Me agaché para acercarme más a esa última foto en blanco y negro, y vi un parecido claro con Gurú-ji. ¿Quién era, el padre o el abuelo de Gurú-ji? ¿Un tío?
Giré a la derecha, hacia la cocina y otras tres habitaciones. Un gorrión paseó por el borde de la pequeña plataforma donde crecía la tulsi, y el sol me dio en los ojos. La cocina estaba oscura, en ella colgaban utensilios de latón, y tenía dos chulahs ennegrecidas en el suelo. No había hornillos, ni conexión de gas. Había otras dos habitaciones con camas, y un almacén que contenía solo tres baúles de acero vacíos. Salí a la luz del sol. Temblaba un poco, y tenía la boca seca. ¿Qué era ese lugar? En una esquina detrás de la cocina había otra bomba de agua, los ladrillos debajo de ella tenían manchas de humedad. Apoyé mi peso en el asa y bombeé, y con un par de chirridos diminutos una cuerda brillante de agua cayó y salpicó. Bebí, agachándome hacia el chorro. El agua estaba fresca y pura.
En ese momento, Nikhil venía por el pasillo, palpando el camino con una mano sobre la pared.
—Aquí no hay nada —le dije—. Habitaciones vacías, todo es viejo. Este lugar apenas tiene electricidad.
—Pero se construyó hace solo doce años, bhai. —Él también estaba inquieto y excitado—. Su saab vive en Delhi, se hace llamar Mrityunjay Singh. Compraron la granja en el momento álgido de los problemas en el Panjab, se consiguió barata. Entonces derribaron la casa, que estaba en perfectas buenas condiciones, que ya había aquí, levantaron incluso los cimientos. Unos años más tarde construyeron esto. Ese saab viene de visita quizá una vez al año. Pregunté por la rampa de fuera. Dice que era para un amigo del saab que viene en silla de ruedas, que ha venido en dos, tal vez tres ocasiones. No sabe cómo se llama el silla de ruedas-vala, todo el mundo le llama simplemente Baba-ji.
De modo que Gurú-ji había construido esta casa, y después la había visitado solo tres veces en más de una década. ¿Por qué esa casa, por qué allí? Debió de costar más hacer que pareciese vieja que construir una casa nueva y moderna.
Nikhil bombeó algo de agua, bebió y se limpió la boca.
—Sabe muy bien —comentó—. El encargado ha dicho que a este Baba-ji le gustaba pasar el tiempo en el tejado. El encargado ha ido a por las llaves, nos lo enseñará.
Jagat Narain entró en el patio, seguido por los chicos. Hacía sonar un aro de hierro cargado de llaves grandes. Nos condujo —lentamente— hacia una escalera que ascendía sesgada desde una esquina del patio, una escalera también equipada con una rampa. Tardó cinco minutos en encontrar la llave adecuada, y después rascó con ella la puerta. Permanecí de pie, notando los dedos al borde de un escalón, retrocediendo de repente a la niñez, a una mañana de vacaciones, y corriendo para subir al tejado con una cometa nueva agarrada entre los dedos.
—Maderchod —solté—. Nikhil, coge las llaves.
Pero entonces el anciano bastardo logró abrir la cerradura. Salimos y nos dispersamos bajo la luz brillante del sol. Había una habitación en el tejado, de nuevo con mobiliario escaso y estantes desnudos. El tejado plano daba la vuelta a todo el patio, sin verja en el borde interior. Me acerqué a la otra parte, tratando de lograr que mi mente captase algo que incesantemente quedaba más allá de su alcance. Era como si hubiese olvidado algo que acababa de aprender. Pude oír a Nikhil hablando con el encargado en la otra parte del patio.
—Tenemos cuatrocientas cincuenta hectáreas —contó Jagat Narain—. Todo el trecho hasta la carretera principal y más allá de ella. Tenemos odo ese trecho hasta la valla.
—¿Qué valla?
—La valla de la frontera, jefe —contestó Jatti.
—Una valla muy larga —añadió Jagat Narain, asintiendo.
Hizo un gesto amplio con ambas manos, para abarcar todo el horizonte.
Jatti le explicó lo de la valla a Nikhil, con orgullo panjabí de marca. Tenía una longitud de miles de kilómetros, recorría todo el camino desde Rajastán hasta el Panjab y más arriba, a Jammu. Jatti la vio en su última y única visita al Panjab, a Wagah. Era una valla doble, mucho más alta que un hombre y estaba electrificada. Había campanas colgando de ella, para avisar sobre infiltrados. El chacha de Jatti había visto a un infiltrado pakistaní a quien dispararon mientras intentaba cruzar una noche. La bala de ametralladora le arrancó la cara. Jatti hizo un movimiento como el de arañar delante de su rostro.
—¿Entiendes? —preguntó—. Al bastardo no le quedó cara.
Me apoyé contra el parapeto, tratando de ver esa valla mortal. Pero solo se veía una bruma blanca y suave más allá del arco de la tierra, lejos en la parte de los árboles. Jagat Narain avanzó pesadamente para ponerse de pie a mi lado.
—Baba-ji también mira.
—¿Qué mira?
—Ahí fuera. Le gusta sentarse aquí por las tardes. Observar cómo se pone el sol.
¿Qué veía Gurú-ji cuando miraba? Era bastante bonito, incluso ahora. En el crepúsculo debía de ser hermoso. Pero había puestas de sol preciosas en todas partes. ¿Por qué venir aquí, en medio de la nada, y gastar un buen dinero en toda esta tierra, y en una casa vieja que era nueva? Entrecerré los ojos y traté de verlo como lo hacia él. Había ahí una masa borrosa e interminable de verde, el olor de la tierra, el sonido del agua al deslizarse, y vi la casa de mi niñez, y por un instante fui feliz. Abrí los ojos de golpe, y me di cuenta de que estaba sonriendo.
¿Por qué?
Pero no hubo tiempo para considerar este misterio: un hombre en bicicleta pedaleaba con furia subiendo la carretera hacia nosotros. Mientras se acercaba vi que era joven, tal vez treinta años y era alto.
—¿Quién es? —le pregunté a Jagat Narain.
El hombre de la bici levantaba la mirada para mirarme desafiante, y no estaba contento.
—Solo es Kirpal Singh. Hoy estaba en los campos de Tupa Nahar. Estamos fumigando allí para Karnal Bunt.
En ese momento, Kirpal Singh estaba frente a la casa. Dejó caer la bici, y unos pocos momentos después le oímos retumbar al subir las escaleras. Salió al tejado gritando:
—¡Jagate! ¿Quién es esta gente?
Nikhil empezó a contar su historia de buscamos-tierra de labranza-para-comprar, pero Kirpal Singh no se quedó con nada.
—Saab —soltó, respirando aguadamente—, debéis marcharos. Nadie puede venir a esta granja sin permiso de nuestro saab.
Le lanzó una mirada dura a Jagat Narain.
—Ellos también son de Delhi —dijo Jagat Narain, como si eso lo explicase todo.
De cerca, este Kirpal Singh era un rufián grande, basto, con el pelo puntiagudo en forma de arbusto grande, y gesticulaba con unas manos sucias, agrietadas, al menos el doble de grandes que las mías. Llevaba un traje de estilo pathan gris desgastado, y, a pesar de las capas de mugre que había en él, tenía el porte de un policía, o un jawan.
—Oye, amigo —replicó Nikhil—. Cálmate. Llama a tu saab por teléfono y hablaremos con él.
—Aquí no hay teléfono, saab. —Era muy directo y firme y agresivo, bajo su cortesía escasa—. Ahora, marchaos.
—Tengo un teléfono. Tengo cobertura. —Nikhil sujetó su móvil en alto—. ¿Lo ves? Podemos hablar con él. ¿Cuál es su número?
—La granja no está en venta. Idos ahora.
Kirpal Singh se agachó un poco en ese momento, encorvó los hombros. Estaba listo para una pelea. Le hice la señal con la cabeza a Nikhil.
—De acuerdo, yaar, de acuerdo —contestó—. Nos iremos. No hay problema. Gracias por el chai. Aquí tienes mi número, dáselo a tu saab si está interesado.
Ofreció una tarjeta, y la sostuvo hasta que Kirpal Singh la cogió de mala gana. Después bajamos las escaleras. Podía notar al patán enorme alzándose detrás de mí, respirando pesadamente. Estaba agitado, pero ¿por qué? ¿Por qué estaba tan nervioso? Nos siguió todo el camino hasta fuera, por el pasillo y por el interior de la galería delantera, y al atravesar el portón. Nikhil arrancó el coche. Le dio la vuelta, y esperé, de pie cerca de la pared. A mi derecha, la bicicleta de Kirpal Singh estaba echada sobre el suelo, donde él la había arrojado. Una lata grande y cuadrada de pesticida estaba atada con cuerda a la cesta. Había una calavera sobre la lata, en color rojo. Y una rata muerta, cabeza abajo con la cola ensortijada por encima.
—¿Se comen las cosechas? —le pregunté a Kirpal Singh—. ¿Las ratas?
Pareció aliviado, ahora que los chicos se estaban metiendo en el coche.
—Sí, saab. —Estaba intentando compensar su brusquedad—. No solo el trigo. Se lo comen todo. Plantas, goma. También los cables de la luz, de ellos se comen el plástico. Es muy difícil pararlas.
—Matadlas a todas —contesté, y por fin él sonrió.
Entré en el coche y nos marchamos.
Nikhil miraba por el espejo retrovisor.
—¿Qué piensas, bhai?
—Hay algo ahí.
—Sí. Si solo fuera una granja, ese bastardo no amenazaría con mordernos de esa forma.
Le habíamos dado un repaso rápido a la granja, y no encontramos nada. ¿Valía la pena volver, valía la pena tratar con Kirpal Singh, para buscar a fondo? Me sentí extrañamente desanimado. La carretera continuaba, y quizá era mejor seguirla de vuelta a Amritsar, y después coger un avión hasta Delhi y continuar hasta Bangkok, y regresar a mi vida. Pero eso resultaba insoportable. No tenía vida a la que regresar, no hasta que encontrase a Gurú-ji. Incluso ahora, incluso después de sentir rabia hacia él, todo lo que quería era volver a sentarme a sus pies. Lo sabía. Podía maldecirle y decirle que era un fraude, y decir que había terminado con él, pero lo que de verdad quería era sentir cómo su mano me sostenía la cabeza, y la bendición de su voz. Tenía preguntas, sí. Quería preguntarle por qué se había ido, por qué Gaston y Pascal habían muerto, qué nos había hecho transportar para él, qué estaba haciendo, cuál era su plan. El significado de mi vida estaba de alguna manera oculto en estas preguntas. Pero si se negaba a dar una sola respuesta, lo aceptaría, siempre que regresara a mí. Siempre que no me dejase así, a mí solo, sin él, sin guía ni cuidado. Tenía que encontrarle. Pero Gurú-ji era un ser demasiado avanzado para mí, demasiado desarrollado. Con toda mi vida de lecciones aprendidas, y mi astucia, nunca le encontraría. Podía dejarlo estar, y seguir adelante, y marcharme. Pero ¿por qué tenía miedo? Si había aprendido algo en mi vida era a confiar en mi miedo. Y, sin embargo, estaba muy cansado. La carretera se levantó sobre los campos, y las olas profundas de verde se sucedieron una detrás de otra. Pude dormir. Los cables de la luz subían con suavidad, bajaban. Vinieron hacia mí, cargando diamantes de luz del sol que caía. Las ratas se los comían. Las ratas se comían los cables.
—Para —solté.
—¿Bhai?
En ese momento el coche se detuvo, cerca del canal. Sobre el borboteo del agua, pude oír un viento muy leve mientras, con lentitud, agitaba olas por los tallos inclinados del trigo. Me retorcí en el asiento y miré hacia atrás en la carretera, a los postes de la luz que desaparecían a lo lejos. Había una hilera de ellos que torcía desde la carretera hacia la granja de Gurú-ji, que desfilaba por los campos hasta más allá del huerto de mangos. En el tejado, sí, en el tejado de la casa había un poste sobre aquella única habitación, un poste donde terminaban tres cables de luz. Si la casa era tan vieja, con sus ventiladores de mesa chirriantes, ¿por qué necesitaba tanta electricidad? No había visto ningún cable de la luz en ninguna parte del interior de la casa, de modo que, ¿dónde comían esas ratas?
Me giré hacia Nikhil, y le conté todo esto.
—Sí, bhai —contestó—. Pero tal vez necesitan electricidad para el riego. Bombas de agua y todo eso, ya sabes.
Tal vez. Tal vez. Pero estaba esa casa nueva que solo parecía vieja.
—Da la vuelta —ordené—. Volvamos.
Así que regresamos hasta más allá del huerto de mangos, mientras se acercaba la tarde. Kirpal Singh salió a recibirnos esta vez. Se puso de pie en medio de la carretera, con las piernas separadas. Nikhil paró el coche, y salí. Oí el chasquido de las otras puertas al abrirse detrás de mí.
—Arre —dije—, ¿has encontrado mis gafas? Unas oscuras.
—No —contestó—. Ningunas gafas.
—Vamos a mirar —repliqué—. Pueden estar en el tejado.
Kirpal Singh estaba confuso. No nos quería de nuevo ahí, pero no le gustaba la idea de que hubiera algo mío en la casa que vigilaba. Era un bruto agradable. Le cogí del brazo.
—No puedo ver sin mis gafas, yaar. Estoy medio ciego —le di la vuelta hacia el portón—. Solo vamos a echar un vistazo.
Era estúpido, pero rápido. Chandar se había puesto a su derecha, y nuestra sincronización fue exacta. Lo habíamos hecho tantas veces en las semanas pasadas que lo practicamos hasta la perfección. Yo hablaría con el objetivo, y le distraería lo bastante como para que Chandar pudiese darle un golpe en la parte de atrás de la cabeza con su cachiporra de piel rellena de hierro. Pero Kirpal Singh lo intuyó, se apartó de mí y se giró, de modo que el golpe le dio en la kanpatti y le medio arrancó la oreja derecha. Después peleó como un demonio. Eramos cinco encima de él, y pudo con nosotros y nos hizo daño. Le rompió tres dedos a Chandar, derribó a Nikhil y casi lo deja sin sentido con un solo puñetazo que le rompió la nariz. Jatti permanecía en el suelo, tosiendo y carraspeando y agarrándose el cuello. Luchamos contra él. Yo mismo me vi tirado sobre la carretera, sin aire y con dolor en el abdomen, alejándome del maremágnum de cuerpos pesados. Saqué la pistola, pero no pude lograr un disparo limpio. Entonces Kirpal Singh vino hacia mí. Tuve tiempo de apretar el gatillo, el disparo le golpeó en la clavícula y desvió su embestida hacia un lado. Aún puso la mano derecha sobre mí, sin embargo, y sentí su peso encima y cómo abría la boca, espantosa y carmesí. Noté cómo los disparos le golpeaban el cuerpo, el impacto a través de los músculos, y se quedó tumbado sobre mí.
Lo levantaron para apartarlo, y me puse de pie tambaleándome.
—¿Cuántos disparos? —pregunté.
Jatti respiraba con dificultad, la cara empapada en lágrimas.
—Ese gaandu era un comando o algo así.
—Cuatro tiros, bhai —contestó Nikhil.
Tenía la camisa blanca toda manchada hasta la cintura de la sangre que le salía por la nariz.
Cuatro tiros eran muchos, pero era una granja grande. Tal vez no nos había oído nadie. Tal vez nadie prestaría atención.
—Jatti —gruñí—, entra en la casa y tranquiliza al viejo.
—Bhenchod —soltó Jatti, abriendo mucho los ojos.
Entró corriendo en la casa.
El resto nos encargamos de Kirpal Singh y lo arrastramos para atravesar el portón. Pesaba más que todos nosotros, debilitados como estábamos por nuestras heridas repentinas. Podía oír el estremecimiento en la respiración de Chandar a medida que cada paso le sacudía los huesos rotos.
—Aguanta, beta —animé—. Saldremos pronto de aquí.
Arrojamos el cuerpo en el establo. Le dije a Chandar que colocase algo de gravilla encima de la sangre en la carretera, y que hiciera guardia desde el portón. Entonces el resto comenzamos a buscar por la casa, jatti había encontrado a Jagat Narain en el patio, fregando platos alegremente al lado de la bomba. Debía de haber oído los disparos, pero al parecer no le causaron demasiada impresión. Le encerramos en una de las habitaciones vacías, y le dijimos que se fuera a dormir. Después indagamos.
Les dije a mis hombres que teníamos que seguir el cable de la luz. Desde el tejado, desde el poste, seguimos la pista de las conexiones que bajaban dentro de la pared hasta la caja de empalme del piso de abajo. Había una habitación pequeña separada en la parte trasera de la casa, donde estaba esa caja de empalme, con dos cerraduras de acero en la puerta. Tuvimos que sacar a Jagat Narain de su celda, conseguir que nos diera las llaves. Para entonces había entendido que debería estar asustado. Cooperó, y no discutió, pero le temblaban las manos, y susurró:
—¿Dónde está Barjinder? No dejen atrás a Barjinder.
—¿Quién es Barjinder, kaka? —preguntó Nikhil, dándole palmadas en el hombro—. ¿De qué hablas?
Jagat Narain negó con la cabeza.
—Tenemos que llegar a Amritsar —contestó—. Nuestra casa está en llamas. Tenemos que llegar a Amritsar.
Todavía lo estaba diciendo cuando Nikhil cerró la puerta en sus narices.
Yo mismo temblaba un poco cuando volvimos a salir a la luz del sol, estruendosa con los cantos de los pájaros. Pensé: estoy afectado por la excitación de la caza. Sabía que estaba encima de algo, y estuve incluso más seguro cuando abrimos esta habitación trasera y vi las cajas de empalme y los cortacircuitos y contadores. Toda la tecnología era más que actual, estaba limpia y reluciente y funcionaba impecablemente. Los números en los contadores se movían, de forma lenta pero continua, no había duda de eso. Algo estaba gastando electricidad.
Seguimos los cables. Había un intento por esconder los caminos que habían seguido bajo el yeso y a través del ladrillo, así que tuvimos que armarnos con picos y palas. Cavamos. Había un circuito que alimentaba a la casa, pero había otros dos que serpenteaban fuera, a poco más de medio metro por debajo de la superficie. Era un trabajo duro, lento, picar la tierra apretada bajo la grava. Nos arrastramos lentamente por las sombras debajo de los árboles de mango. Nikhil volvió a la casa y salió con dos linternas Petromax, y seguimos avanzando con aquella luz danzante. Era de noche por completo cuando encontramos el complejo subterráneo. Había un cuadrado vacío en medio de la arboleda, una forma que solo veías como ausencia de árboles. Tenía un aspecto muy inocente, a menos que siguieras la pista del cable recubierto de PVC que conducía a una confluencia en forma de T y después seguía recto. Caminamos en círculos. Jatti encontró primero un ventilador, guiado por el zumbido leve del aire. Después, al lado, bajo una zona con paja, un pequeño panel de metal pintado de marrón camuflaje y verde apagado. Nikhil colocó la oreja encima.
—La unidad de aire acondicionado está aquí debajo —afirmó.
Apoyé la mano, y el zumbido me llegó hasta el hombro. Ahora sabíamos que íbamos bien. Los chicos levantaron el suelo, arañaron la hierba, pidiendo las linternas. Seguí delante de la luz, sin importarme el escozor en las rodillas mientras pisaba raíces y rocas. El secreto estaba debajo, podía sentirlo cerca. El oro estaba cerca. Siempre lo había buscado, el premio, la ventaja. Y de ese modo lo encontré.
Había una extensión del mismo metal que el del panel del aire acondicionado. Estaba entre dos árboles viejos, produciendo una pequeña elevación en la tierra. Había una cubierta fina de hojas y ramas, y debajo estaba el acero remachado.
—Aquí —grité—. Aquí.
Despejamos la parte superior, y entonces bajo la luz de la linterna pude ver que era una trampilla. De un metro por uno, con ranuras a un lado para levantarla. Jatti se agarró y dio un tirón de prueba.
—Cerrada —dijo, apuntando al ojo de una cerradura entre las asas.
—Busca en el chutiya muerto —contesté.
Quería que todo saliese bien aquella noche, sin fallos. Encontraron la llave en un nada sucio alrededor del cuello de Kirpal Singh. Era un pedazo de acero grande, pesado, de siete centímetros, una de esas llaves informatizadas, ahora manchada de sangre. Pero giró sin esfuerzo en la cerradura, y entramos. Una escalera descendía en diagonal. Un interruptor de luz convenientemente colocado junto a la puerta proporcionaba una luz limpia, uniforme, azul y blanca. Había tres habitaciones grandes, cada una más pequeña que la anterior. Las dos primeras estaban eficazmente repletas de estanterías, archivadores y mesas de ordenador. Pero las estanterías estaban vacías, y no había archivos, ni ordenadores. Los alargadores todavía estaban en su sitio, sin embargo, y había un revoltijo de cables de ordenador detrás de los escritorios. Sobre la superficie blanca de estos, pudimos ver los contornos apenas visibles de dónde habían estado los ordenadores. Nikhil deslizó el dedo alrededor del contorno marrón de la parte de debajo de una taza en una de las bandejas para el teclado, donde alguien había puesto su chai. Había una impresora muy grande en una esquina de la segunda habitación, y ese fue todo el equipo que dejaron atrás.
La tercera habitación era un espacio para guardar cosas, ahora vacío del todo. Una papelera de alambre solo contenía el envoltorio de dos resmas de papel de ordenador. Jatti deambuló por la habitación, abriendo armarios. Se detuvo en el último.
—Bhai.
Había un baúl de acero en el estante de abajo, no una de esas cosas diminutas que puedes comprar en cualquier bazar, sino un cubo plateado de líneas elegantes de marca extranjera. Lo podías saber solo por las cerraduras, que estaban incrustadas en el propio baúl.
—Sácalo —pedí.
Pesaba. Hicieron falta dos hombres para arrastrarlo hasta la habitación principal.
—Esa llave era la única que llevaba el comando, bhai —comentó Nikhil.
De forma que Jatti sacó su ghoda, la acercó a la primera cerradura y disparó. Se produjo un silbido que corrió por toda la habitación y pasó por el lado de mi cabeza, y todos nos tiramos al suelo, maldiciendo.
—Maderchod —solté—. ¿Todo el mundo está bien?
Asintieron. Pero había un agujero en la impresora. Y solo un hoyuelo pequeño en la cerradura del baúl.
En ese momento se nos encendió la sangre. Nos miramos unos a otros, y después miramos las curvas brillantes, hinchadas, del baúl.
—Traedme una barra —pedí—, o algo.
Tardamos cuarenta minutos en abrir una rendija en el baúl, dando machetazos a las cerraduras con picos y palas, para lograr dejar al descubierto la junta que recorría toda su circunferencia. Después insertamos dos palancas por la grieta y tiramos en direcciones opuestas. Al final se abrió con el chillido del metal retorcido, y todos caímos al suelo. Y después nos quedamos callados.
El baúl estaba lleno en sus tres cuartas partes, y lo que contenía eran dólares. Alargué la mano —y me di cuenta de que estaba despellejada, sangrante y temblorosa— y cogí uno de los pequeños fajos, envuelto por una tira de papel. Eran billetes de cien.
—¿Cuánto, bhai? —preguntó Nikhil.
—Mucho.
Después, hice que los chicos se movieran rápido. Cogimos el baúl, cerramos la trampilla, regresamos a la casa. Hice que todo el mundo se lavase debajo de una bomba de agua en el patio antes de subir al coche. Estaríamos en la carretera, cerca de la frontera, por la mañana temprano, y si nos paraban no quería meterme en un tiroteo a causa de una camisa manchada de sangre. No podíamos hacer mucho por la mano de Chandar, que estaba hinchada como una pelota. Ahora tenía fiebre, además. Así que le envolvimos en una manta y le colocamos en el asiento trasero. Entonces estuvimos listos para irnos. Pero no del todo. Quedaba un asunto más por resolver, y todos lo sabíamos. Jatti fue quien finalmente habló.
—¿Qué hay del viejo, bhai?
Sí, el viejo. Estaba senil, estaba medio loco, pero nos había visto las caras. Había un cadáver en la casa, y quizá el viejo podría conectarnos con él. Les había enseñado a mis hombres lo que era necesario hacer en tales situaciones.
—Yo lo haré —respondí.
Volví a entrar, pasé por el lado del resoplido de la vaca, atravesé el pasillo —hacia el gotear lento del agua— y entré en el patio. Abrí la puerta, y Jagat Narain estaba sentado sobre una cama, con las manos descansando sobre los muslos, observando. Me estaba esperando.
—Vamos —le pedí—. Ya nos marchamos. Puedes salir.
No se movió. Entré, le cogí del brazo, y se puso de pie con bastante facilidad. Caminé para hacerle salir, y mientras pasábamos por el alféizar, susurró:
—¿Qué hora es?
—Van a dar las cinco.
—¿De la mañana o de la tarde?
En ese momento, bajo la luz de las estrellas, pude ver su mata grande de pelo blanco y su frente alta. En sus lentes rajadas, estaba mi rostro, partido por la mitad.
—De la mañana —contesté, invadido por una ternura repentina por la indefensión de la vejez.
No sabía si era de día o de noche, dónde estaba o adónde iba. Todo le resultaba igual.
—Mira, ahí está la luna.
Levantó la cara y la apartó de mí, levantó los brazos.
—Sí —replicó, señalando con las dos manos.
Había una rodaja pequeña de luna, un pedazo de arco, saliendo o desapareciendo… no lo sabía. Di un paso atrás, levanté mi ghoda, la equilibré y disparé. El fogonazo me llenó los ojos, y después él estaba tumbado sobre el ladrillo, con las manos extendidas. Me incliné sobre él, y le disparé otro en la cabeza.
Y luego corrí. No sé por qué, pero corrí hasta llegar al coche, y me metí de un salto, y no hizo falta darle instrucciones a Nikhil. Giró el volante y nos pusimos en marcha. Pero incluso a través del rocío de grava, y el hedor repentino por el agotamiento, el olor a mogra me siguió todo el camino hacia el canal. Aceleramos al amanecer, y llegamos a Amritsar sin percances. Nos detuvimos solo para hacer una visita corta a un médico, y después dividí al equipo y les mandé por diferentes caminos. Tenía claro que aquel era el final de nuestra misión. No habíamos encontrado a Gurú-ji, pero lo que habíamos encontrado era por fin algo lo bastante valioso como para llamar mucho la atención. Había, en aquel baúl, exactamente novecientos ochenta y cuatro mil trescientos veintidós dólares. Los chicos dijeron un millón, pero la cantidad auténtica era un poco menos. Así que Nikhil y Jatti cogieron un tren hacia Delhi, y Chandar un avión a Bhopal, y aquella tarde volé a Bombay con el dinero. Había un coche esperándome en el aeropuerto, y un nuevo piso franco listo en Juhu. Pero todavía no estaba a salvo cuando mi teléfono por satélite empezó a sonar. Estábamos abriéndonos camino por el tráfico cuando oí el tono, amortiguado pero inconfundible. Era mi teléfono para Gurú-ji, mi último móvil por satélite codificado. Le grité al conductor que se hiciera a un lado, le golpeé en la parte de atrás de la cabeza cuando fue lento en batear su camino entre las corrientes enredadas de coches, y después le saqué a rastras para que abriese el maletero. Sabía con exactitud dónde estaba el teléfono, en el bolsillo exterior de mi bolsa de mano, y entonces lo saqué y me lo acerqué al oído.
—¿Diga?
—Has cogido mi dinero.
—Sí.
Sí, era Gurú-ji. Sí, era aquella voz familiar, aquel estruendo de pecho, resonante, que resultaba tan tranquilizador, tan reconfortante. Sí, ahí estaba la pronunciación precisa de cada palabra, en especial la última. Por fin, después de toda aquella búsqueda, había encontrado a Gurú-ji, le había traído de vuelta a mí.
—¿Dónde estás?
—¿Por qué has cogido mi dinero, Ganesh?
—¿Por qué te marchaste?
—Te dije que no volveríamos a vernos nunca.
—Pero no que desaparecerías.
—Ganesh —suspiró—. Ganesh. Después de todo este tiempo no has entendido la enseñanza fundamental que intenté transmitirte. Ya nos hemos perdido todos los unos para los otros. Aferrarse al amor es traicionar al amor en sí mismo.
—Grandes palabras —contesté—. Grandes, grandes palabras.
Ahí estaba yo, Ganesh Gaitonde, de pie a un lado de la calle, a la vista de cientos de hombres y mujeres que iban a casa y al trabajo, pateando. Pasaban pandillas de colegialas con faldas azules que podían ver las lágrimas que me salían de los ojos. Pero no me importó.
—Te estuve llamando, y no hubo respuesta —seguí—. Pero solo te has preocupado de llamarme cuando has perdido algunos dólares.
—No son los dólares, Ganesh —contestó Gurú-ji—. Son las molestias. Estoy en medio de un proyecto grande. Necesito el efectivo para hacer ciertos pagos. No me importa el dinero, pero el resto del mundo lo quiere contante y sonante.
—¿Cuál es ese proyecto?
—Te diré que es un proyecto grande, Ganesh.
—¿Me has convertido en parte de él?
—Todo el mundo tiene parte en él.
—No juegues conmigo. Contéstame. Contéstame. —Me forcé a controlarme, bajé la voz—. Hiciste que trajésemos alguna especie de material nuclear. No me digas que no lo hiciste. Mis hombres murieron.
Suspiró.
—Sí, Ganesh. Eso es bastante cierto.
—¿Qué vas a hacer con eso? —pregunté. Se quedó callado—. Dintelo, y te devolveré el dinero.
—¿Lo harás, Ganesh? ¿Lo harás de verdad si te digo el propósito?
—Sí —respondí—. Lo haré.
—Me pregunto si tendrás el coraje. Pero ¿por qué me preguntas, Ganesh? Creo que tal vez ya lo sabes.
Sentí una puñalada de indignación, debida a que este anciano estuviese cuestionando mi coraje. A mí, que había arriesgado tanto por él. Pero me contuve, no dije nada. ¿Para qué no tendría coraje? Me di la vuelta, y miré los tejados desordenados de una basti extenderse a lo lejos por debajo de la calle elevada, y los grupos de edificios más allá. Ese hombre se había acercado a mí por primera vez queriendo armas. Se estaba preparando para una guerra. No me daban miedo las batallas, me había lanzado al combate toda la vida. Pero si venía esta guerra, sería una grande, ardería por todos los rincones de la India. Sería dolorosa, me había dicho, pero después estaríamos mejor. Encontraríamos la paz. Y entonces recordé cuando estuve de pie en el tejado de la casa que había construido cerca de la frontera y vi un mar de verde y atisbé —solo por un momento— una felicidad perfecta, todo fresco y completamente nuevo y limpio, y yo, yo volvía a ser joven y a estar lleno de esperanza, y el mundo renacía de nuevo y era vasto, y yo sonreía.
Y en aquel momento lo supe.
Me oí decir, frente al rugido vivo de la ciudad:
—Quieres una guerra más grande.
—Muy bien, Ganesh. Una guerra más grande que esa para la que pensabas que nos estábamos preparando.
—¿Has construido… una bomba?
—No me hagas esas preguntas, Ganesh. No las puedo contestar. Te lo dije, ya lo sabes. ¿Qué haría con una cosa así?
—Hacerla estallar. En una ciudad en alguna parte. En Mumbai.
—¿Y a quién harían responsable?
—Te encargarías de que fuese alguna organización musulmana.
—Muy bien. ¿Y después qué?
¿Después? Derramamiento de sangre. Asesinatos por todas partes. Si había tensión en la frontera, quizá alguna especie de represalia. Quizá incluso aunque no hubiese tensión, se produciría una guerra, una guerra real, una guerra que comería a millones, una guerra que no se parecería a nada que hubiésemos oído jamás. Pero eso solo eran palabras, intenté imaginarlo, pero no pude. Solo podía sentir un agujero en mi interior, un vacío tan profundo que podría tragarse Mumbai, el país, todo.
—Escucha —dije—. No deberías hacerlo.
—¿Por qué no? —preguntó—. ¿Tienes miedo de morir? Has estado tan cerca de la muerte tantas veces que no puedes tenerle miedo. Y sabes que morirás, si no hoy, mañana. Has cavado agujeros para muchos, alguien cavará uno para ti. Me dijiste eso, una vez.
—No me importa mi propia muerte.
—Pero ¿te importa la muerte de muchos? ¿Unos cuantos miles, o unos cuantos millones? ¿Por qué, Ganesh? Has matado a unos cuantos cientos en tu vida, al menos. ¿Qué importan unos pocos más?
No tenía respuesta para él. No sabía por qué, pero importaba. Imaginaba el hormiguero repleto que era esta ciudad comido por el fuego, todo arrugado y negro y retorcido y finalmente acabado. Llevaban unas vidas miserables, pequeñas, estos millones que se escabullían. Después de que hubiesen desaparecido, después del enorme viento limpiador que se llevaría no solo esta ciudad sino todas las demás, habría lugar para un nuevo comienzo. De todos los sermones que había escuchado, de fragmentos de lecciones y briznas de sánscrito, surgió este conocimiento certero: esto es lo que quiere Gurú-ji, borrar completamente de todo lo que yo conocía. Y estaba asustado. No podía hablar.
Lo entendió.
—Eres débil, Ganesh —dijo—. A pesar de todos mis esfuerzos, careces de fortaleza. Eres obstinado y violento, pero todo eso es solo una capa fina sobre tu debilidad. Debajo eres tan sentimental como una mujer. Pero no es culpa tuya. Esa es la condición general del ser humano en esta kaliyuga, Ganesh. Todas esas Naciones Unidas, esos hacedores de buenas obras de ojos soñadores que se apresuran a detener los conflictos, no entienden que algunas guerras deben lucharse, que la matanza debe suceder. Creen que han parado la guerra, pero todo lo que aseguran es un estado de guerra constante, que consume. Mira India y Pakistán, sangrándose mutuamente durante más de cincuenta años. En lugar de una batalla final, gloriosa, tenemos un desorden prolongado, asqueroso. Esos idiotas bienintencionados siempre parlotean sobre el progreso del ser humano, pero no entienden que el progreso no puede suceder sin destrucción. Toda era dorada debe ir precedida por un apocalipsis. Siempre ha sido así, y volverá a serlo. Pero ahora nos hemos vuelto demasiado cobardes como para dejar que el tiempo avance. Detenemos sus ruedas, lo obstruimos con nuestros miedos. Piensa en ello, Ganesh. Durante más de cincuenta años hemos aplazado la lucha en nuestras fronteras, y hemos sufrido pequeñas humillaciones y pequeños derramamientos de sangre todos los días. Nos han deshonrado y avergonzado, y nos hemos acostumbrado a vivir con esta vergüenza. Nos hemos convertido en toda una raza de Arjunas temblorosos escapando de lo que sabemos que es nuestro deber. Pero basta. Lucharemos. La batalla es necesaria.
—Pero todo terminará —repliqué, con la voz trémula de un niño—. Todo.
—Exacto. Toda gran tradición religiosa predice este fuego, Ganesh. Todos sabemos que se acerca.
—¿Por qué? Pero ¿por qué?
—Me lo dijiste tú mismo, cuando estabas haciendo aquella película. ¿Cómo se llamaba?
—International Dhamaka.
Borbotó con regocijo de nuevo.
—Sí, Dhamaka—. Me dijiste que toda historia necesita un clímax, y una gran historia necesita un gran clímax. Lee las señales en este mundo, las señales que hay por todas las partes en esta vida que llevamos, y observa qué necesita. Quiere un final, Ganesh. Necesita un cierre, para poder empezar de nuevo. Solo estás asustado porque lo miras desde dentro. Sal afuera y echa un vistazo, y verás que no puede terminar de ninguna otra forma.
—Te detendré.
—¿Cómo, Ganesh? He aprendido sobre seguridad de ti. Y me has enseñado bien. Me encontraste una vez, hace mucho tiempo, porque mi gente fue descuidada. Pero no volverás a encontrarme. No me has encontrado después de todos estos meses de búsqueda. No puedes hacer nada. Nadie puede hacer nada. El tiempo avanzará. Lo inevitable llegará. Has cogido mi dinero, y todo lo que has hecho es retrasar lo que debe suceder, lo que tiene que suceder. Eso es todo.
—¿Qué quieres de mí, entonces?
—No luches contra mí. No vayas contra el mecanismo de la historia. Devuélveme mi dinero.
—No. No seré parte de esto.
—Ya eres parte de ello, Ganesh. Lo hiciste posible, organizaste parte de ello, y, hagas lo que hagas ahora, ayudarás a que suceda. Tanto si actúas como si no, la guerra vendrá, la sangre se derramará. No puedes pararlo. Tú mismo no puedes pararlo, Ganesh.
—Se lo contaré… se lo contaré a las autoridades.
—¿Y te creerán, Ganesh? ¿Un gángster que les ha contado cientos de mentiras, que ha matado a mil hombres?
—Mataré a más sadhus de los tuyos.
—Todos deben morir algún día. ¿Qué importan unos cuantos días?
No tenía nada más con lo que amenazarle.
—¿Qué importan unos cuantos días en todo esto, Ganesh? —insistió—. Cuanto antes llegue el final para esta mugre en la que vivimos, mejor. Piensa en el futuro, Ganesh. El futuro. Lo que viene después.
Y después se oyó un chasquido, y se fue.
Los coches pasaban deprisa por mi lado, dejando sangrar sus rastros de luz en el anochecer. Me sentí como si me estuviese cayendo. Después, en aquel momento, no pensé en mis hombres o en los millones de personas ni en el país ni en el mundo. Solo pensé en mí. Aquel tenue ruido seco y metálico en mi oído se hundió en mi cuello y mi estómago, y me dejó solo. Sabía que él no regresaría. No le encontraría, y no volvería a llamarme. Estaba solo. De nuevo, yo era Ganesh Gaitonde expuesto a un mundo desconocido, con una navaja oculta bajo mi camisa. La bilis me subía hasta la boca. Giré la cabeza y escupí, y un hilito de líquido marronáceo cayó por la pared blanca que recorría una acera. Lo observé deslizarse, y se produjo de nuevo una ruptura en mi interior, un abismo interminable, de bordes crudos, y yo caía dentro. Estaba solo. Al otro lado de la calle, salía humo de un montón de basura. Fui presa de una agitación violenta, un temblor de piernas y brazos y hombros. Tropecé hacia el coche, y me metí dentro. Con cuidado el conductor evitó mirarme, y seguimos. Me tumbé en el asiento trasero, conteniéndome.
El nuevo piso franco en Juhu era un apartamento en la planta superior de un bungaló de dos pisos que daba a la playa. Bunty había puesto un equipo de vigilancia, y habían registrado y asegurado el lugar. Los chicos me llevaron de visita por los alrededores y me enseñaron las dos salidas traseras, bajo escaleras aparte, que también estaban vigiladas. Subí al piso superior, y cerré dos puertas y me dejé caer sobre la cama. Estás exhausto, me dije a mí mismo. Todo ese viaje durante semanas y semanas, la ansiedad de la búsqueda, los cambios de agua y comida. Necesitas descansar. Pero todavía estaba temblando, estaba lleno de una energía salvaje que se aceleraba bajo mi piel y me hacía rascarme y sacudirme. Y estaba aquel olor. Esa vez no era solo mogra, sino algo que ardía por debajo, la mole pesada de carne que se quemaba. Algún bastardo debía de haber lanzado una rata muerta o algo a una hoguera en la playa. Haría salir a los chicos a ocuparse del maderchod. Me tambaleé hacia la ventana. No, no había ningún fuego, nada aparte de las olas golpeteando de modo acompasado sobre la arena. Pero esas ventanas… Había ventanas a lo largo de toda la pared que daba al mar, desde el suelo hasta el techo. Y más ventanas a lo largo de la otra, de cara otro edificio al otro lado de la calle. ¿Qué clase de piso franco era este? Suleiman Isa y toda su banda podrían observarme desde aquel otro tejado. La policía podría apostar un batallón de francotiradores en la playa, para volarme la cabeza. Llamé a mis hombres. Bastardos, venid a cerrar estas ventanas.
Hice que cerrasen y echasen el pestillo a las ventanas, y corriesen las cortinas. Aun así persistía el hedor fúnebre a flores y carne quemada. Volví a gritar para llamar a mis hombres. Les hice traer cinta adhesiva de electricista y sellar todos los bordes de las ventanas. Estaban desconcertados, y a pesar del miedo que me tenían, y los años de respeto, había algunos que no podían ocultar su escepticismo, y su diversión. No me importaba. Les dije que salieran a la playa y buscasen una hoguera, y comprobasen los recintos de todos los edificios que nos rodeaban. Apagad cualquier fuego que encontréis, les dije, aplacadlo a patadas. Asintieron, sí, bhai, sí, bhai, y se fueron arrastrando los pies. Cerré la puerta y coloqué tiras grandes de cinta adhesiva alrededor de todas las rendijas y huecos y el ojo de la cerradura. Después llevé un sillón a rastras hasta el centro exacto de la habitación y me senté, sujetándome los tobillos. Sin duda, el olor seguía en la habitación. Dale algo de tiempo, pensé, deja que la contaminación de la habitación se extinga, y te librarás de ella. Así que dejé que los minutos transcurriesen, y respiré lentamente. Cerré los ojos y practiqué mi pranayama. Quería tranquilidad, todo lo que quería era una pequeña porción de paz. Pero había una luz presionando contra mis ojos, destellos de naranja zanahoria frente a un contexto más claro de color azafrán. Había oscuridad en la habitación, las cortinas eran doradas y gruesas, con algún tipo de brocado. ¿De dónde venía esa luz? Y después pensé en lo frágil que era aquel edificio, lo quebradizo que era el cristal en las ventanas. Bien podía estar sentado con las piernas cruzadas sobre mi pira funeraria, esperando a que me acribillasen mis enemigos hasta morir, cualquier desastre que en aquel preciso momento estuviese palpitando sobre el horizonte. Tenía que protegerme.
Bunty tenía el móvil apagado. Debí de llamarle treinta veces en las siguientes dos horas, solo para encontrarme con la misma voz bhenchod con su acento extranjero ronroneante. Por fin me devolvió la llamada, presa del pánico.
—Lo siento, bhai, lo siento. Solo lo tenía en modo vibrador, y estaba debajo de la camisa y demás. Lo siento. De verdad que lo siento.
Las piernas del bastardo no funcionaban, pero otra parte de él todavía era medio funcional. Resultó que había estado con una chica de dieciséis años, y necesitó concentrarse tanto que olvidó el trabajo y sus obligaciones. Volví a concienciarle sobre los requisitos de su posición, le hice un resumen del tipo de chutiya despreocupado en que se había convertido, y le dije lo que quería. Y después de convirtió en un perro todavía más rastrero. Confesó que todavía no tenía las llaves de mi refugio subterráneo, de la casa segura que había construido para Jojo en Kailashpada. Soltó una larga historia sobre que los constructores necesitaban las llaves porque tenían que terminar las instalaciones eléctricas, y se las habían dado y tal y cual, y esto y aquello. Le corté, y le dije que quería estar en mi refugio a las nueve de la mañana, y que si no lo estaba perdería algo más aparte de las piernas.
—Pero, bhai —dijo—, ¿no quieres ir a casa?
—¿A casa? ¿Qué casa?
—A Tailandia, bhai. Al yate. Ahora que ha terminado la misión.
Le dije que se ocupase de sus propios asuntos, y colgué el teléfono de un golpe. ¿Debería volver a cruzar las aguas? Irme lejos, hacia la seguridad. Pero ¿dónde estaba la segundad? Podría ir a Nueva Zelanda, a alguna isla rocosa más allá, sí, seguro. Pero cuando llegase el fuego, cuando la gran destrucción de Gurú-ji recorriese los mares, ¿qué quedaría?
Paseé por el perímetro de mi habitación, apretando y soltando las manos, intentando librarme de los calambres en los hombros. ¿Dónde estaba el hogar cuando el hogar había desaparecido? ¿Podías tener un hogar lejos del hogar cuando no había hogar? ¿Qué añorarías, en qué soñarías cuando te acomodases en el sueño? Cuando alguien preguntase ¿de dónde eres?, ¿qué contestarías? No, no podía ir a ninguna parte, no podía marcharme. Me quedaría justo aquí, cerca del campo de batalla, en él, y detendría a Gurú-ji. Él estaba seguro de que no podría pararle —«No puedes pararlo»—, pero yo era Ganesh Gaitonde. Él podía ver hacia delante y hacia atrás en el tiempo, pero yo había escapado muchas veces del destino. Había derrotado a lo que estaba escrito, lo había cambiado. Había sobrevivido. Ahora volvería a sobrevivir. Salvaría mi hogar. Y para hacerlo necesitaba estar completamente a salvo.
Bunty cumplió su tiempo límite con tres horas de antelación. Llamó a las seis, e hizo que me recogiesen a las seis y media. No había dormido nada, pero me sentía fuerte y alerta mientras íbamos en coche por la ciudad en movimiento, que se desperezaba. Observé mientras un conductor salía como si se desenroscase desde la parte trasera de su rickshaw, mientras una madre metía prisa a su hijo tambaleante hacia un baño público. Gente de avanzada edad paseaba por un jardín, balanceando los brazos con brío. El sol estaba sobre las copas de los árboles. Un bhajan sonaba desde algún canal de radio, y escuchamos fragmentos dispersos de él mientras pasábamos al lado de una hilera larga de kholis.
Después giramos a la izquierda y llegamos hasta la plaza de un mercado. Casi todas las tiendas estaban todavía cerradas. Un seth que bostezaba y su ayudante peleaban con una persiana, y no nos prestaron atención cuando aparcamos al lado del cubo blanco en medio de un solar vacío. Deslicé una mano sobre una pared blanca impecable mientras subíamos hacia la puerta, y ya me sentí mejor. Recordé las especificaciones, el grosor exacto y endurecido de las paredes, y el precio del cemento que habíamos utilizado. Uno de los hombres de Bunty hizo sonar la llave en la puerta, hasta que me irrité y se la quité. Era una llave informatizada, con muescas pequeñas a ambos lados, y cuando la deslizabas dentro hasta la mitad tenías que dar media vuelta hacia la izquierda. Después, con un pequeño empujón hacia dentro, giraba como la seda.
—Bien —solté—. Decidle a Bunty que le llamaré.
—Bhai, si necesitas algo más…
Cerré la puerta —tuve que apoyarme en su peso con el hombro— y me quedé de pie en una oscuridad completa, de bienvenida. Había un zumbido leve de maquinaria bien afinada a mis pies, pero los chillidos de la multitud de fuera habían desaparecido, en seco. Por los planos, sabía exactamente dónde estaba el interruptor, a mi derecha en la pared, pero no quería alargar la mano. Por el momento, estaba contento de nadar en esa seguridad, de saber que nada podría alcanzarme allí. Mi mente se relajó, y me quedé de pie.
Salí sobresaltado del ensueño de repente. No sabía cuánto tiempo había pasado, un minuto o media hora. No había dormido bastante, pero de alguna forma había descansado. Me obligué a moverme, encendí la luz y tiré de la trampilla de metal que había en medio de la habitación. Una escalera corta conducía a la sala de control. Todo era como había planeado, las múltiples pantallas de vídeo y los ordenadores, las radios y las máscaras de gas. Los constructores y técnicos habían seguido las instrucciones de forma precisa, incluyendo los almacenes de fruta desecada y botellas de agua precintadas. Había un gimnasio pequeño, y una estantería con DVD, películas antiguas de Dev Anand y Dilip Kumar. Un armario de acero contenía filas de armas, AK-56 y Glock. Un hombre podía vivir allí.
De modo que viví en mi hogar, mi casa bajo tierra, durante dos semanas. Me comunicaba con Bunty y los chicos, y recibía llamadas de Nikhil desde Tailandia cada mañana y cada tarde, y dirigía negocios con Bruselas y Nueva York. Los chicos me trajeron mis archivos, y todos los documentos entrantes importantes me los entregaban en cuanto llegaban. Todo era como antes, excepto que no flotaba en algún mar extranjero, ni volaba de una ciudad extraña a otra. Hacía mi trabajo, seguro en el vientre de Mumbai. No es que estuviese confiado por haber vuelto a casa. Seguía todos los procedimientos de seguridad, y siempre llevaba una pistolera cómoda de nailon en el hombro, con una Glock 34 a punto. Estaba en una zona de combate, y me protegía a mí mismo.
Pero no podía dormir. Me quedaba tumbado en la cama, o en el suelo, o en un colchón especial que se ajustaba al cuerpo que me trajeron los hombres de Bunty, y nada de eso me proporcionó un momento de sueño. Tomé puñados de Calmpose y Mandrax, y un bote de Anibien vino especialmente en avión desde Nueva York. Pero ni las pastillas americanas pudieron arrastrarme a la inconsciencia. Todo lo que lograba era un crepúsculo entre la vigilia y el sueño, una parálisis en suspenso en la que mi cuerpo estaba pesado e inamovible, pero mi mente se mantenía despierta y consciente. A través de los ojos medio abiertos, observaba hilitos de fuego trepando por la pared. Sabía que no había ningún fuego, que lo que parecían chispas eran reflejos de las pantallas de los ordenadores y las lucecitas rojas de las unidades de disco, pero, incluso cuando los efectos de la química habían pasado, todavía podía oler —sí— el mogra y los cuerpos quemados. Me consolé con la idea de que los sistemas de intercambio de aire no podían evitar por completo los olores de la ciudad. Después de todo, los filtros de carbono no estaban creando aire nuevo, no podían sacar lo que ya estaba dentro, en los niveles más profundos. Lo que olía era la contaminación de los millones que había sobre mí, los efluvios de sus vidas. No había forma de escapar de esto, no podía haberla, y me enseñé a mí mismo a acostumbrarme. Solo era una acidez en el fondo de mi garganta, una ligera irritación en los ojos. Era Ganesh Gaitonde, había sufrido dolores mayores.
No pude acostumbrarme a la preocupación, sin embargo. Permanecer despierto día y noche me daba tiempo para pasarme el día sentado y pensar. Mucho después de haberme ocupado de los negocios, después de haber repasado mi lista de cosas por hacer y las cuentas y la planificación, me sentaba en mi silla giratoria delante de los ordenadores y pensaba. Por supuesto, intentaba lograr el parte de la investigación reciente sobre el bastardo que se llamaba a sí mismo gurú, repasaba minuciosamente los archivos y papeles que habíamos cogido de sus oficinas, trataba de recordar con exactitud cada frase que pronunció durante nuestra última conversación. Tal vez en alguna parte había alguna pista que había pasado por alto, tal vez había alguna abertura por la que me podía meter. Le daba la vuelta al asunto, a toda nuestra historia juntos, iba hacia atrás y hacia delante, y al final me retiraba derrotado. Me había vencido. Así que entonces me preocupé. Me distraía con canales simultáneos de televisión, noticias y una película y música todo a la vez, y sin embargo la preocupación brotaba de los mapas que había detrás de los presentadores, y de los bailes a los que se lanzaban las protagonistas y los protagonistas, y la paz en la voz de Lata.
—¿Qué te preocupa ahora, Gaitonde? —preguntó Jojo.
En aquel momento por fin creía que yo estaba de nuevo en algún país extranjero, por el teléfono silencioso desde el que la llamaba. Y como siempre, podía saber mi estado de ánimo desde el momento en que empezaba a hablar, e incluso antes, desde mi silencio.
—Tú —contesté.
Era cierto. Si llegaba la guerra, yo sobreviviría en mi refugio. Pero si Jojo estaba fuera, la perdería. Pero ¿cómo iba a vivir sin esa voz en mi oído, sin la certeza de que Jojo me conocía? Ahora me sentía solo como nunca antes. Estuve solo en mi adolescencia, entonces era desesperadamente pobre e ignorante y estaba bastante solo, pero la soledad se posaba en mis hombros de forma leve, como la capa arremolinada, ondeante, de un protagonista elegante. El guión de mi vida había formado un arco hacia arriba con un único movimiento continuo, y había dejado atrás amantes y yaars y enemigos sin arrepentirme. Era necesario. Era una parte esencial de mi personaje, y sin ella jamás me hubiera convertido en Ganesh Gaitonde. Pero ahora Jojo estaba dentro de mí, y sin ella me haría añicos. Lo sabía.
—Solo me preocupas tú, Jojo —le conté—. Con lo kutiya que eres. No sé por qué.
—Te has vuelto senil —replicó—. Sí no sabes por qué, ¿por qué te preocupas?
—No, no. Sé por qué me preocupo. Lo que no sé es por qué me preocupo por ti. Eres una kutiya muy grosera, desvergonzada, malhumorada.
Rugió con su risa, como la bestia que era.
—Arre, Gaitonde, ¿después de todos estos años todavía no lo sabes? ¿De verdad no lo sabes? De acuerdo, de acuerdo, no importa. Déjalo estar. Pero dime cuál es la preocupación.
—Necesitas vivir en un lugar más seguro.
En eso se volvió poco razonable, como siempre hacía. Vomitó palabrotas, y me dijo que me hacía falta que me revisasen la cabeza, o los golis, o quizá las dos cosas. Y después que su vida estaba bien, su negocio era bueno, y que no tenía miedo de nada. Y que tenía que sacar mi tren de esa vía fastidiosa o lo haría pasar por encima de mi gaand.
Yo, por el contrario, fui del todo razonable. Comencé a destacar el índice creciente de criminalidad en la ciudad, la frecuencia preocupante de robos al azar, las violaciones, y también los gestos agresivos de los gobiernos y grupos militantes, que conducían a explosiones de bombas en restaurantes, y lo que eso podría suponer para la situación en la frontera. Ante esto, susurró con ferocidad:
—Quisiera que pusiesen una de sus bombas en tu cabeza. —Y colgó.
Aquellos días, desde que entré en el búnker, nuestras conversaciones parecían terminar de esta forma más a menudo de lo habitual. Teníamos nuestras discusiones de costumbre sobre las chicas a las que Jojo representaba, o los programas de televisión que producía, y modas en el contexto del negocio, pero al final yo conducía la conversación hacia la naturaleza del mundo en que vivíamos, los peligros mortales que el mundo planeaba arrojarnos. Después, con un quejido o un insulto o un grito, ella colgaba. Y yo volvía a mi preocupación.
Aquel día, comencé a considerar alternativas para Jojo. Podía regalarle un refugio que pareciese una casa, y engañarla para que se introdujera en la seguridad. Pero ¿cómo garantizaría que mantuviese las puertas cerradas, e impedir que preguntase dónde estaban las ventanas? No, no. Cambié de canales, y vi un anuncio sobre unas vacaciones exóticas por el extranjero. Una pareja feliz paseaba por una playa. Podía enviarla a algún lugar remoto, darle gratis billetes de primera clase a alguna isla en los Mares del Sur. Sí. Mandarla en avión a algún centro turístico de playa lleno de chicos musculosos y compras elegantes. Sí, ahí estaba ella, comprando un par de botas de tacón alto. Podía verla. Iba vestida con una falda roja minúscula, y sus piernas eran juveniles y musculadas. Tenía una hilera de bolsas de compra tras ella, y estaba feliz. A su lado había un bolso negro pequeño, de piel muy suave. Y en el bolso había dos teléfonos, un móvil corriente que utilizaba en su vida, y uno rojo codificado que era su conexión conmigo. Estaba a salvo y feliz, y pensar en ello me puso contento. Incluso si pasaba algo, si el fuego retumbaba detrás del horizonte, ella estaría protegida.
Pero, pero si pasaba algo, si pasaba esa cosa, los teléfonos no funcionarían. No habría vuelos, ni aviones tal vez. Todos los sistemas que hacían funcionar los aviones y los teléfonos se colapsarían En aquel momento sabía bastante, por las películas y los programas de televisión que había visto, sabía que esa avería completa era lo que debería esperar. Incluso las máquinas que todavía funcionasen morirían por falta de electricidad. Por ese motivo habíamos instalado una serie triple de generadores y baterías para el refugio, además de los cables principales de luz reforzados, y se hicieron arreglos para proporcionar luz solar. De modo que Jojo estaría en su isla, y yo en mis habitaciones bajo tierra. Y entre nosotros habría océanos inmensos, y un sol despiadado. En todos los años que llevábamos juntos, nunca me había importado la distancia, porque sabía que incluso si yo estaba paseando por alguna calle de Bélgica, o volando sobre un desierto de Arabia, Jojo estaba conmigo. Siempre estaba acurrucada cerca de mi cintura, a una distancia de dos presiones a un botón. Podía alejarla ahora, pero ¿cómo la traería de regreso? Di vueltas por la sala de control, de principio a fin, pensando en el esfuerzo que suponía caminar un kilómetro. Desde hacía años, la distancia no significaba nada para mí, solo me había preocupado el tiempo. Ubicaba ciudades por el número de horas que tardaría en volar un avión de una a otra, y había aprendido a restar un día de la fecha, o añadir media noche a la hora de la mañana. Ahora, sobre el suelo bajo mis pies, veía las líneas largas de longitud y latitud, las veía extenderse más allá de las paredes, veía el arco imponente de la tierra, y el vacío pedregoso que quedaba abierto entre Jojo y yo. Eramos tan pequeños, y este mundo tan inmenso… Sin su voz en mi oído, yo todavía era más pequeño.
Tenía que traerla. Sí. Se resistiría, al principio estaría enfadada, pero al final lo entendería. Desplegaría ante ella la magnitud del problema en cuestión, la convencería del peligro, le mostraría pruebas y lo entendería. Siempre habíamos sido capaces de hablar, desde el principio. Era una vieja bruja tozuda, pero también era razonable. Le importaba su propio interés, y le demostraría que era imposible permanecer fuera. Estaría de acuerdo.
Descolgué un teléfono, llamé a Bunty y di instrucciones.
—Traedla aquí —pedí.
Se asustaría y se enfadaría cuando la cogiesen, pero no tenía opción. Si le hubiese planteado una invitación para reunirse conmigo, se habría negado, sin importar cuánto hubiese suplicado yo. De modo que los chicos hicieron lo que tenían que hacer: esperaron hasta la mañana, fuera del edificio de Jojo. Salió en coche a las diez y media, sola en su Toyota azul. La siguieron por Yari Road, y al norte hacia Goregaon. Iban en dos coches y una furgoneta, y tardaron solo diez minutos en ponerse delante y detrás de ella y seguir conduciendo, con la furgoneta atrás. Después el coche que iba delante de Jojo frenó bruscamente, y la furgoneta chocó contra su parachoques trasero y la empujó hacia delante en un ligero accidente de tres vehículos. Iban despacio, no había peligro de herir a nadie, pero Jojo salió del coche escupiendo maderchods y bhenchods. Estaba demasiado enfadada con la chica que conducía la furgoneta como para percatarse de los tres hombres que salieron del coche de enfrente, y los otros dos del coche de al lado. Les dije a todos que no se podía golpear a Jojo, y no estaba seguro de que ver una ghoda fuese bastante para impedir que pelease y gritase, incluso si la apuntaban hacia su cabeza. De modo que utilizaron una pistola paralizante Omega para dejarla sin sentido. Mientras Jojo despotricaba contra la chica, uno de los hombres apretó la pistola contra su cadera, justo encima del cinturón, y le dio un disparo de treinta segundos. Se oyó un sonido a chisporroteo, y Jojo soltó un gritito que se convirtió en gemido, y después cayó al suelo. Utilizar una pistola paralizante es un asunto arriesgado: a alguna gente puedes darle una sacudida, y sienten la mordedura feroz de una serpiente y simplemente se enfadan más y te rompen el cráneo. Tenía miedo de que Jojo empezase a golpear a los chicos en los golis, pero se desplomó y se sacudió y puso los ojos en blanco y estuvo fuera de combate durante unos buenos diez minutos. Para entonces estaba en la parte de atrás de la furgoneta, con las manos y los pies atados con cuidado, demasiado inmovilizada como para hacer nada que no fuese babear sobre el asiento. Los otros coches —incluido el de Jojo— la seguían, y así aquella procesión pequeña me la trajo.
Recogí la entrega en la puerta —que quedaba protegida de los ojos de los tenderos por la mole de la furgoneta—, la cogí y cerré la puerta, y la llevé abajo por la escalera. La tumbé en la cama, le apoyé la cabeza sobre una almohada suave y le llevé algo de agua fresca. Sujeté el vaso contra sus labios, y después le limpié entre la mejilla y el cuello. Murmuró algo, con la voz pastosa y húmeda. Su boca estaba gomosa y fuera de control, me daba cuenta, pero para entonces sus ojos estaban concentrados y muy vivos. Me miró, echó un vistazo a la derecha y a la izquierda para hacerse con la habitación.
—Relájate, Jojo —dije—. Unos pocos minutos y todo estará bien. Toma, bebe algo de agua.
Pero apretó el mentón y me soltó una mirada punzante, lo bastante afilada como para arrancarme la cabeza. Intentó hablar, y de nuevo se convirtió en una dificultad que babeaba saliva. La limpié, y después me recosté en la silla y la miré. Estaba más delgada de lo que recordaba por las fotos, un poco tirante alrededor de los labios. En las fotos siempre había tenido una boca roja y lujosa, y durante los últimos años siempre la había imaginado así, cada día. Pero estaba bien. Para ella era muy temprano por la mañana, se acababa de levantar y se dirigía al gimnasio, no había tenido tiempo de ponerse pintalabios. Entendía sobre mujeres y su maquillaje. Jojo parecía un poco más mayor de lo que esperaba, no sabía nada de las líneas en su cuello, o la piel arrugada de sus manos. Pero era atractiva de todas formas, una pieza de carnes prietas, en forma, con espeso pelo castaño y con reflejos y un cuerpo esbelto. Pude verle el vientre plano donde el top se había levantado un poco, sobre los vaqueros de cintura baja.
Me vio mirar, y levantó la cabeza de la almohada. Esa vez, se detuvo antes de cada palabra, y pronunció con precisión exacta, laboriosa. Preguntó:
—¿Quién… eres?
Me di una palmada en la barbilla, y me reí.
—Arre, Jojo. Lo siento, yaar. Nunca te lo he contado. Me cambié la cara. Por razones de seguridad. Soy Ganesh. Ganesh Gaitonde. Gaitonde.
Negó con la cabeza.
—Zo-ya lo di-jo.
Así que Zoya le había contado lo de mi cirugía. Nunca confíes tu seguridad a una mujer. Quizá debería haber hecho que le pegasen un tiro a esa kutiya de Zoya después de deshacerme de ella. Pero aquella randi no importaba, ahí estaba Jojo todavía bastante asustada y desconfiada y hostil. Tenía que convencerla de que era yo, de que era el Ganesh Gaitonde que hablaba con ella todos los días. ¿Mi voz era tan distinta, la alteraba tanto la distancia y la electricidad? Pero no importaba. Tenía que convertirme en Ganesh Gaitonde para Jojo en ese encuentro cara a cara, aunque nuestros rostros hubiesen cambiado respecto a los que habíamos imaginado durante nuestra larga amistad. Le conté cómo hablamos por primera vez, tanto tiempo atrás, y cómo nos convertimos en yaars. Le hablé de las chicas que me había enviado, y las bromas que habíamos hecho después. Le hablé de las vírgenes que me había tirado, y los pagos que le había hecho por su frescura. Le hablé de los proyectos que le había financiado, y de los problemas sobre los que había hablado con ella. Le hablé de cómo me insultaba y me llamaba «Gaitonde».
Para cuando terminé mi pequeña historia, estaba sentada encima de la cama, agarrándose las rodillas con los brazos y apretando contra su pecho. Y sabía quién era yo. Pero no tenía ni idea de si se sentía curiosa o enfadada, asustada o desconcertada. No podía leerla. Conocía su voz, pero no conocía su cuerpo en absoluto. Tenía que decirme algo para que supiera qué sentía. Esperé.
Abrió la boca, la cerró. Probaba su capacidad, su lengua y labios, y al final decidió que se había recuperado.
—¿Qué te ha pasado, Gaitonde? —preguntó.
Esperaba uno o dos insultos enojados, y que exigiera saber por qué le había soltado una descarga, y la había traído allí, a mi refugio, sin su permiso. Tenía la explicación preparada, y en ese momento salió a toda prisa, y le hablé de yagnas y bombas, y dólares y sadhus, y fuego y el final de una yuga. Mientras hablaba, se levantó de la cama y bordeó la habitación. Todavía andaba un poco inestable, y tuvo que apoyar una mano en la pared para mantenerse en equilibrio. Pero estaba bastante alerta, y examinaba la habitación, lo que había en ella, dónde estaban las puertas. Incluso mientras yo parloteaba, sentí una oleada de orgullo por ella. Estaba haciendo lo que yo mismo habría hecho. Miró el minigimnasio, abrió las puertas de los baños. Después encontró el camino hasta la entrada que conducía a la sala de control. La seguí, hablando todavía.
—¿Dónde estamos? —preguntó—. ¿Por qué tienes esa pistola?
Me daba cuenta de por qué estaba confusa. Tenía en marcha cuatro de los monitores, en tres de ellos daban noticias estadounidenses e indias y chinas, en otro estaba Internet. Estaba desorientada, había perdido el conocimiento y no sabía cuánto tiempo había pasado. Pensaba que tal vez estaba en Malasia, o en España. Podía ser cualquier parte.
—No te preocupes, Jojo —contesté—. Todavía estamos en Bombay. Pero estamos a salvo. No te preocupes.
Entonces se giró hacia mí. Era más bajita que yo, pero estaba de pie muy recta y echó los hombros hacia atrás y lanzó el pelo por encima del hombro con un balanceo de cabeza. Observando aquel único movimiento pequeño, entendí al instante por qué siempre había tenido una cola de hombres esperando para ser su siguiente thoku. Me di cuenta de ello de forma objetiva, como un hecho sobre Jojo. En aquel momento, en la situación en que me encontraba, no había ningún indicio de deseo físico en mí, mucho menos por Jojo. Todo lo que quería era que me hablase.
—Gaitonde —replicó—, estás loco.
Me habló con la voz que utilizaba para regañar a sus sirvientes, que era baja, decidida e implacable.
—Necesitas que un médico te revise el bheja. Olvídalo, es demasiado tarde para eso, simplemente deberías desfilar hasta un manicomio y admitirlo. Diles a las enfermeras que te pongan cadenas en las manos y los pies para que no vayas fastidiando a otra gente…
—Jojo, escúchame.
—No, escúchame tú. ¿Quién te crees que eres? ¿Crees que eres algún rey, que puedes secuestrar a la gente? ¿Qué puedes darle una descarga a alguien como si fuera un animal y que te lo lleven a rastras? Bastardo, ¿solo porque todo el mundo te tiene miedo, crees que puedes hacer cualquier cosa? Yo no te tengo miedo, maderchod.
Levantaba la cara hacia la mía, me apuntaba con los dedos a los ojos. Volvió a maldecirme, y una ráfaga de saliva me salpicó la mejilla, y luego otra.
Quise pegarle.
Pero era Jojo, quería cuidar de ella. Me aparté, y levanté los brazos. Respiré hondo.
—Ahora mismo estás impresionada. Lo entiendo. Pero deja que te lo explique, Jojo. Somos amigos desde hace muchos años. Piensa en cuánto tiempo. Podría haber hecho esto en cualquier momento, nunca lo hice. Así que solo escúchame con tranquilidad. Después, si no estás de acuerdo, puedes hacer lo que quieras.
Inclinó la cabeza y me miró. Me di cuenta de que estaba calculando y sopesando, observándome a mí, la habitación y sus posibilidades. Pero no podía decir si iba a ceder o a darme una bofetada. Debería haberla equipado con una cámara de videoconferencia, de forma que hubiera podido observar su cuello y sus hombros enfadados todos estos años. Pensaba que la conocía, pero debería haberla conocido más.
—De acuerdo —contestó—. Pero habla rápido. Tengo mucho trabajo que hacer hoy.
La senté en un sillón en la sala de control, y le llevé un vaso de agua fresca. Le pregunté si tenía frío, y bajé el aire acondicionado. Después le ofrecí la realidad de lo que estaba pasando. Se lo conté todo, punto por punto. Le enseñé una tabla de una vieja edición de India Today en la que habían publicado los números posibles de muertos y heridos en Mumbai tras una explosión nuclear. Le mostré una página web que enseñaba secuencias reales de explosiones y supervivientes temblando. Le mostré recomendaciones sobre procedimientos de seguridad, y listas de materiales necesarios para la supervivencia.
—Espera —pidió—. Espera.
—¿Qué?
—¿Quieres que me quede aquí abajo? ¿Quieres que viva en esta cosa?
Se volvió incrédula no daba crédito, y luego se puso desdeñosa. En aquel momento no tenía dificultades para descifrar las arrugas de su frente, la calidad de su ceño fruncido. Y de repente, aquel refugio fortificado en el que no había escatimado innumerables maletas de dinero pareció pequeño e inhóspito.
—No está tan mal —repliqué—. Es muy cómodo, en realidad. Tienes las mejores camas, todo tiene aire acondicionado. Hay un gimnasio, puedes hacer ejercicio. Hay agua filtrada. Las comunicaciones son excelentes. Puedes trabajar con facilidad desde aquí abajo.
—¿Hasta cuándo?
—¿Qué?
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte aquí?
Me quedé sorprendido. La respuesta era obvia. La Jojo del teléfono siempre había sido más inteligente que esta, nunca había necesitado tantas explicaciones.
—Hasta que termine —contesté—. O no termine.
Entonces Jojo desapareció. Se desvaneció tras aquel rostro incomprensible, y no pude saber qué pensaba. Pero, cuando habló, la volví a reconocer. Fue muy suave, era la mujer dulce, de corazón generoso, que hablaba conmigo sobre mis problemas y mi estrés y el tipo de comida que debería comer.
—Gaitonde, ¿por qué no te sientas? Necesitas relajarte, o volverán a salirte almorranas.
Tenía una sonrisa burlona en la cara, y pensé: este es el aspecto que tiene cuando se ríe a borbotones. No me había dado cuenta de que estaba de pie.
—Sí, sí.
Me senté.
Acercó su silla hacia donde yo estaba, estiró los pies hacia arriba y se sentó con las piernas cruzadas. Me reí, porque sabía eso de ella; me había contado que a veces durante reuniones oficiales con tipos importantes se olvidaba de dónde estaba y se sentaba así, como una auténtica bai konkani directamente llegada del pueblo. Asintió, y me ofreció una sonrisa. Me sentí mejor al instante. Esa era la Jojo qué conocía.
—De acuerdo, Gaitonde —dijo—. Cuéntame… ¿hasta que termine qué?
—¿No me has escuchado? Todo —contesté—. Si le encuentro, podré pararlo. Entonces habrá terminado. Si no puedo encontrarle, entonces no se detendrá. Hasta que todo pare.
—De acuerdo —replicó—. Está ese Gurú-ji. Necesitas encontrarle. Bien, bien. ¿Y cuánto tardará eso?
—No lo sé. Podría pasar en cualquier momento.
—¿Hoy, quieres decir?
—O mañana.
—¿O unos cuantos días?
—Meses, tal vez. Pero, si no puedo encontrarle, tiene que terminar en algún momento. Es inevitable. Puedes entender eso.
—Pero Gaitonde, no puedo quedarme aquí tanto tiempo. Tengo un negocio. No puedo dirigirlo desde aquí. Tengo que reunirme con gente, tengo que ver chicas. Tengo que corretear por todas partes.
—Puedes llamarlas desde aquí. Podemos organizar la habitación de arriba como sala de recepción. Un sota, un escritorio. Muy fácil.
—Pero —repitió—, pero, Gaitonde.
Ya no peleaba conmigo, pero por supuesto pensaba que la tarea que había por delante era imposible. Lo pensaría cualquiera que no hubiera llevado mi vida, que no hubiese alcanzado mi nivel de entendimiento, que no hubiese dejado atrás tantas certezas que resultaron ser ilusiones. Yo sabía la verdad, que al final la seguridad era una habitación en un yate, o una cueva bajo tierra. Tenía que traerla poco a poco.
—Jojo —contesté—, solo prueba un día.
—¿Solo un día?
—Un día y una noche. Mañana, si quieres, te vas a casa.
—¿Lo prometes?
—¿Necesitas que te lo prometa? Cuando Ganesh Gaitonde dice que hará algo, lo hace. Pero por ti, Jojo —me toqué la garganta—, lo juro.
Le enseñé la cinta para caminar, y las pesas. No quería hacer ejercicio, sin embargo, dijo que era demasiado tarde y que iba a perder algunas llamadas de teléfono y citas. Así que despejé un escritorio para ella —aparté periódicos y mapas, revistas y tablas de cuentas— y le di un teléfono para ella sola. Hice mi propio trabajo mientras ella hacía sus llamadas. A las dos en punto —justo su hora preferida— le llevé la comida. Era la comida konkani que le encantaba, todo kokum y pescado muy picante. Cogió el plato, y la observé. De alguna forma, era difícil hablar con ella. Habíamos comido juntos antes, yo en el yate y ella en su casa. Entonces, masticábamos y mordisqueábamos el uno a los oídos del otro, y hablábamos y hablábamos. Jojo las llamaba nuestras sesiones gazali, durante las cuales me contaba los últimos cotilleos sobre sus amigas, y yo la hacía reír con las idioteces recientes de mis hombres. No había motivo por el que no pudiésemos volver a tener esas bromas fáciles, esa risa. Había recopilado nuevas aventuras, quería contarle una idea que tenía para una nueva serie de televisión. Y sin embargo el silencio se instaló entre nosotros, como un enorme perro negro encima de la mesa. Pero yo era Ganesh Gaitonde, no me asustaba por nada, aparté la incomodidad a un lado.
—Jojo —comencé—, ¿quieres ver una película esta noche? Podemos conseguir copias de preestreno, las más recientes.
Deslizó su plato hasta el centro de la mesa.
—Lo que quieras.
—Lo sé —contesté—. Pero te estoy preguntando qué te gustaría.
—Me da igual. Podemos ver lo que quieras ver.
—Pero debes de tener una preferencia.
—Ya te lo he dicho, me da igual.
Había vuelto a subir las rodillas, y el pelo le caía como una cortina, ocultándome su cara. Alargué la mano y giré su silla hacia mí, pero solo pude verle los vaqueros, y la forma en que se agarraba con fuerza una mano con la otra.
—Arre, baba —dije con suavidad—, claro que no te da igual. Nunca ha habido una película de estreno que no te haya encantado o hayas odiado de antemano.
Me aulló:
—¡Maderchod, Gaitonde, te he dicho que me da igual! —Tenía las mejillas enrojecidas—. ¡Pon la película chutiya que quieras!
Nadie me hablaba así. Nadie me gritaba. Quería darle un golpe.
Pero me levanté y me fui. Sin mirarla, le dije:
—Me voy a descansar. Un rato.
Me tumbé en la cama, acurruqué el brazo sobre los ojos. Podía oír a Jojo moverse por la otra habitación. Hubo un chasquido, plástico contra plástico. ¿Iba a hacer una llamada? ¿A quién llamaba? ¿Llamaría a mis enemigos? ¿O a la policía? ¿Para decirles dónde estaba yo, para poder salir de allí? No, no haría eso. No podía. Por muy alterada que estuviese, a pesar de los nervios que se movían por su cuerpo y la hacían temblar, nunca me haría eso. Era Jojo, y yo era Ganesh Gaitonde. Estábamos juntos, nos necesitábamos el uno al otro. Iba de un extremo al otro de la habitación. ¿Qué estaba haciendo? La madera rechinó sobre el cemento. ¿Estaba moviendo una mesa? ¿Por qué? Entonces se quedó quieta. ¿Dónde estaba? Un leve crujido metálico. Ah, estaba subiendo las escaleras. Quería salir. Iba a intentarlo. No importaba. Había cerrado la trampilla de acero. No se podía abrir sin apretar una combinación de nueve cifras, o —en caso de fallo eléctrico— se tenía que romper un panel y después girar dos volantes a la vez. Debía de estar estirando del tirador que había en la parte de abajo de la puerta. Que lo hiciese.
—Gaitonde —dijo. Estaba de pie en la puerta—. Gaitonde, ¿quieres mujeres?
—¿Qué?
Salió de la sombra.
—Tengo dos nuevas, bonitas. Recién llegadas de Delhi.
Tenía la cara y los hombros brillantes de sudor.
—Lo juro, son mejores que nada que hayas tenido antes. Cuando pruebes a estas, pensarás que esa Zoya era una randi de tercera clase dé las que trabajan detrás de la estación de Andheri.
—No quiero ninguna.
—Pero, Gaitonde, bajarán aquí y vivirán contigo. Las dos. Piénsalo. Una tiene dieciséis años, y la otra diecisiete, y puedes tenerlas a ambas. Estarán contentas de estar aquí. De verdad. Se quedarán contigo todo el tiempo que quieras.
—No las quiero.
—Gaitonde, a la de dieciséis voy a teñirle el pelo de dorado. Parece una modelo extranjera, tiene la piel como malai.
—No.
Cuando intentaba persuadirte de algo, inclinaba la cabeza hacia abajo y levantaba la vista para mirarte a través de sus pestañas, y el pelo le caía en curvas lisas alrededor de la mandíbula, como un casco oscuro.
—No quiero estar aquí.
—Solo prueba hasta mañana…
—Gaitonde, te lo digo ahora, no quiero estar aquí.
—Prueba al menos unas cuantas horas.
—Sé ahora lo que quiero. Y te lo estoy diciendo, necesito salir de aquí.
—¿Por qué?
—Porque me está volviendo loca. No mejorará, solo irá a peor.
—Podemos cambiarlo todo, traer cualquier cosa que quieras.
Gritó. Todo su cuerpo se encogió hacia dentro, se encorvó, y salió de ella un berrido desgarrado que me levantó de golpe.
—Cállate —le pedí.
Pero tenía los ojos llorosos y en blanco, y respiró hondo, y soltó de nuevo aquel gemido demacrado que cayó sobre mi rostro como una bofetada.
La cogí por los hombros y la zarandeé. Peleó conmigo, girando dentro de mis brazos y dándome codazos afilados en las costillas. Algo me quemó la barbilla, y la solté y me toqué la cara con las puntas de los dedos. Al mirarlos estaban cubiertos de una capa resbaladiza de color rosa. La kutiya bhenchod tenía zarpas.
Hacía círculos con las manos en el aire, delante del pecho.
—¿No lo entiendes? No puedo quedarme así. No puedo. Tengo que salir. No puedes tenerme en esta celda.
—¿No lo entiendes tú? Ahí arriba morirás.
—¿Y qué? Preferiría morir a quedarme en este agujero.
Me di la vuelta indignado.
—Eso es una completa estupidez. Ahora mismo estás loca. Sabes que no es verdad. No quieres morir.
Vino detrás de mí.
—¿Te digo cuál es la verdad, Gaitonde? Eres un cobarde. Solías ser algo, solías ser un hombre, pero ahora eres un loquito tembloroso que se esconde en un hoyo.
Estaba de pie justo detrás de mí, y pude notar su aliento agrio en mi hombro, el olor de su pánico.
Me giré, y en el mismo movimiento le di con el dorso de la mano. Aterrizó con fuerza, y noté el chasquido de sus dientes y se tambaleó hacia atrás.
—Ah —dijo—. Ah.
Le salió sangre de la nariz.
—Randi. —La seguí por la habitación mientras se tambaleaba hacia atrás—. ¿Quieres ver qué tipo de hombre soy? Deja que te enseñe. No, ven, ven. Toma, ¿quieres un poco más? ¿Quién tiembla, haan? ¿Quién se estremece?
Sus dientes relucieron blancos en medio de un montón de sangre oscura.
—Tú, tú no eres un hombre —soltó. Me escupió una risa, y no cedió terreno—. Comprabas mujeres, y por eso te creías un gran héroe. No le gustaste a ninguna de ellas, bastardo. Sin tu dinero, ni siquiera habrías sido capaz de acercarte a ellas.
—Bas —le advertí—. Basta. Cállate. Entiéndelo… estoy tratando de ayudarte, estoy tratando de salvarte la vida.
—Se reían de ti, gaandu. Hacíamos bromas juntas, sobre la rata patética, débil y pequeña que eres. ¿Crees que eres algo ante una mujer como Zoya? Nos contó que nunca tuvo ni una buena noche en la cama contigo.
—Eso es mentira. A Zoya le gustaba.
Echó la cabeza hacia atrás y gritó.
—A Zoya le gustaba —cacareó—. A Zoya le gustaba. —Se agachó y apoyó las manos sobre las rodillas—. A Zoya le gustaba. —La sangre resbaló y goteó sobre el suelo, pero a ella solo le hacía gracia—. A Zoya le gustaba.
—Le gustaba. —La voz que salió de mi garganta me resultó extraña, pequeña y triste—. La primera noche que estuvimos juntos, me dijo eso. Dijo que yo era increíble. Lo dijo. Lo hicimos toda la noche. Esa es la verdad.
—Gaitonde, eres idiota. —Ahora estaba triunfal—. Tonto. Te convirtió en un chutiya. No fuiste tú, bobo. Te dio un vaso de leche y badams. Y ahí te metió una Viagra machacada, toda una pastilla azul y grande. Iba a darte dos, pero a mí me dio miedo por si te matábamos. Le dije: está bien si quieres ir hacia delante, si quieres llegar a la Luna, lo entiendo, pero no revientes el cohete que va a llevarte allí. Y funcionó. No fuiste tú, saala. Fue la Viagra.
Una bruma azul de rabia me cruzó los ojos. A través de ella vi a Jojo, de pie y erguida, riéndose. No me tenía miedo.
—A Zoya le gustaba —repitió—. Gaitonde, imbécil, creías que era una virgen a la que impresionaste con tu enorme virilidad. Chutiya. Tuvo a una docena de hombres antes que a ti, y muchos después, y fuiste el más patético. Fuiste… fuiste el más pequeño.
—Mentirosa. Era virgen. Me lo dijiste. Ella me lo dijo.
—¿Virgen?
—Sí.
—Idiota. ¿Cómo crees que sobrevivió en esta ciudad antes de llegar a ti? Vosotros los hombres bhenchods siempre pagáis más por las vírgenes, así que ella se convirtió en virgen para ti.
—No. Vi la sangre.
Se rió con tanta fuerza que tuvo que agarrarse al borde de una mesa.
—Gaitonde, de todos los hombres presuntuosos y gaandus del mundo eres el más ciego. Arre, en un radio de quince kilómetros desde aquí hay veinte médicos que convertirían a cualquier mujer en virgen de nuevo. La operación dura media hora, cuesta veinticinco, treinta mil rupias. Y en tres semanas la virgen renovada puede estar lista para abrirse de piernas sobre una sábana blanca, para que algún diminuto Gaitonde pueda ver toda la sangre y creer que es grande.
Le disparé.
Tenía la Glock en la mano. Noté el olor de alguna flor por el aire, alguna hoja amarga por debajo. No recuerdo el sonido, pero los oídos se me quedaron aturdidos.
Había caído en la entrada que conducía a los dormitorios. Bajé la mirada hasta el metal negro y cómodo que tenía agarrado, después levanté la vista hacia ella. Sí. estaba muerta. Había sangre, todavía en movimiento. Sus pestañas se agitaban, por la brisa silenciosa del aire acondicionado. Tenía las pupilas bastante quietas. Y estaba el agujero en su pecho. No había fallado.
Me senté. Me dejé caer, y me senté al lado de ella. Jojo. Jojo. Frente a mí, veía la parte de atrás de un ordenador, un cable blanco colgaba. Más allá de eso, una pared blanca. Cerré los ojos.
Cuando me desperté, estaba en el suelo, con el pie de ella delante de la cara. Para mí no había alivio, no había forma de evitar lo que había hecho. Me despejé de repente y por completo, y no tenía ningún vacío en la memoria. Sabía que estaba tumbado al lado de Jojo, sobre el suelo, y que la había matado. Pero de lo que me di cuenta como algo nuevo, sorprendente y desconocido, que veía por primera vez, fue de lo complicado que es un pie humano. Tiene pequeñas almohadillas, y arcos, y una red intrincada de músculos y nervios, tiene huesos, muchos huesos. Se flexiona y se mueve y camina y resiste. Su piel adquiere el color de los años que pasan, hasta que las grietas forman una red tan complicada como una vida en sí misma.
Sujeté el pie de Jojo. Lo sostuve por el tobillo y sopesé su inercia fría. En la muñeca, mi reloj me parpadeaba la hora. Seis y media. Habíamos comido a las dos. ¿Solo había dormido unas pocas horas? Pero me sentía descansado, y tenía la cabeza despejada. Entonces lo entendí, entendí que el día había cambiado. Había dormido más de veinticuatro horas.
Adelante con ello. Pero ¿adelante con qué? Más dinero, más mujeres, más asesinatos. Ya había vivido eso, no tenía ganas de más. Así que, ¿seguir adelante con qué? Tumbado sobre el suelo, junto a Jojo, me lo, pregunté. Volví a sentirme completo, libre de confusión y distracción y agotamiento gracias a ese descanso prolongado sobre el suelo manchado de sangre. En esta claridad, me di cuenta de que Shridhar Shukla —Gurú-ji— tenía razón. No podía pararlo. No podía parar nada. Estaba derrotado. Me había vencido, porque me conocía mejor de lo que yo me conocía a mí mismo. Conocía mi pasado, y conocía mi futuro. Lo que yo hiciera, o dejase de hacer, era irrelevante. O peor, era completamente relevante. Cualquier cosa que escogiese hacer contribuiría a su plan, terminaría en fuego. El mundo quería morir, y yo había estado ayudándole. Él había organizado el sacrificio, y cada una de mis acciones era combustible. No podía pararlo.
Froté con suavidad las grietas del talón de Jojo justo con las puntas de mis dedos. ¿Su muerte también estaba prevista? No había tenido una vida fácil, pensé. Intentaba cuidarse los pies con lociones, pero la piel se había agrietado de tanto caminar. Tanto esfuerzo, tanta lucha, y terminar así. Que su amigo la llevase a este final repentino. Pero sí, pensé, esto es lo que podemos escoger. No puedes pararlo, dijo Gurú-ji, tú mismo no puedes pararlo.
Pero podía. Podía pararme a mí mismo. Esto es lo único y lo último que puedo elegir. En esto, puedo derrotarte incluso a ti, Gurú-ji. Puedo pararme a mí mismo.
De acuerdo, Jojo. De acuerdo. Me incorporé. ¿Dónde estaba la pistola? Aquí. Cargada y lista. Una bala era todo lo que necesitaba. No quise mirarla a la cara. Mantuve la mirada en sus pies y me di la vuelta, hasta que pude apoyar la espalda contra la pared. De acuerdo.
Pero no podía hacerlo, todavía no. Todavía no. Pero ¿por qué no? Quería hacerlo. No estaba asustado, estaba impaciente. Quizá Jojo me estaba esperando al otro lado. Quizá me maldeciría y me golpearía, pero al final lo comprendería. Hablaría con ella y lo entendería, como siempre había hecho. Solo era cuestión de hablar, y de tiempo. Y yo la maldeciría por traicionarme, por mentirme. Pero al final la perdonaría. Nos perdonaríamos mutuamente. Pero todavía no podía hacerlo, ponerme la pistola en la boca. ¿Por qué? Pues… pues simplemente por esto: ¿qué dirían de mí después de que me hubiese ido? ¿Dirían: Ganesh Gaitonde se volvió loco en una habitación secreta en Mumbai, mató a una chica y después se mató a sí mismo? ¿Dirían: era un cobarde y un débil? Si no se lo explicaba, no lo entenderían. Extenderían rumores, y mentiras, e inventarían razones, y especularían sobre las causas.
Pero ¿quién me escucharía? Jojo se había ido, y Gurú-ji estaba ausente. Podría llamar a cualquier periodista, y vendría corriendo. Pero los periodistas eran unos bastardos taimados, querían titulares y acción, escándalos y cuentos. Estaba aquel tipo del Mumbai Mirror, que era muy bueno, pero incluso él pensaría en mí como en Ganesh Gaitonde, señor del crimen y sinvergüenza internacional. No, tenía que ser alguien bueno, alguien sencillo. Alguien que me escuchase como un hombre escucharía a otro hombre en el andén de una estación, con compasión y amabilidad, solo durante una o dos horas hasta que llegase el tren. Alguien que me hubiera visto no solo como Ganesh Gaitonde, sino como un ser humano.
Así que fue entonces cuando pensé en ti, Sartaj Singh. Recordé mi primer encuentro con Gurú-ji, la primera vez que me senté con él, cara a cara. Recordé cómo me ayudaste en aquel encuentro, cómo me hablaste y —el último día— me llevaste a mi destino. Recuerdo aquella generosidad, inusual en cualquiera, increíble en un policía, y me acordé de ti. Tienes la crueldad de un policía en la mirada, Sartaj, en tu aire arrogante; pero debajo de esa indiferencia estudiada hay un sentimental. A pesar de todo tu acicalamiento de sardar, te sentiste conmovido por mí. Nuestras vidas se cruzaron, y la mía cambió para siempre.
Así que supe qué hacer. Me puse de pie con rapidez, fui al escritorio e hice algunas llamadas. En quince minutos tenía tu teléfono particular. Llamé, y te oí farfullar adormilado. Y te pregunté:
—¿Quieres a Ganesh Gaitonde?
Viniste. Te observé, mirabas hacia arriba a la cámara detenidamente. Estabas más viejo, más duro, pero todavía eras el mismo hombre. Y te conté lo que le había pasado a Ganesh Gaitonde.
Pero no lo has oído todo, Sartaj. Tú tampoco estás libre de ambición. Quieres cogerme, que mi arresto se añada a la lista de tus triunfos. Te sentaste delante de la puerta de acero del búnker, y escuchaste, pero pediste un bulldozer. Has hecho trizas la puerta, el segundo monitor a mi derecha te muestra avanzando hacia delante, con la pistola preparada. Estás viniendo. Todavía estoy hablando, pero ya no me escuchas. Te arden los ojos. Me queréis, tú y tus fusileros. Pero escúchame. Hay un torbellino de recuerdos en mi mente, una dispersión de cuerpos y rostros destrozados. Sé cómo suenan de forma aguda unos a través de otros, sus conexiones y sus disyuntivas, puedo seguir el rastro de sus velocidades. Escúchame. Si quieres a Ganesh Gaitonde, entonces tienes que dejarme hablar. De lo contrario, Ganesh Gaitonde escapará de ti, como ha escapado todas las veces, como ha escapado de todos y cada uno de los asesinos. Ganesh Gaitonde se me ha escapado incluso a mí, casi. Ahora, en este último momento, tengo a Ganesh Gaitonde, sé qué era, en qué se convirtió. Escúchame, debes escucharme. Pero ahora estás en el búnker. He dejado la trampilla abierta para ti. A cada paso que das, veo pasar mis años a decenas. Ahora puedo verlo todo junto, justo desde el comienzo hasta la primera casa que me construí, mi primer hogar en Gopalmath. Lo recuerdo todo, desde un templo de pueblo hasta Bangkok. Pero ya estás dentro, en el refugio.
Aquí está la pistola. El cañón entra de forma cómoda y acogedora en mi boca. Pienso en lo que diría Jojo: Bastardo, ¿tienes miedo o qué? ¿Quieres que lo haga por ti?
No, Jojo. No tengo miedo.
Sartaj, ¿sabes por qué hago esto? Lo hago por amor. Lo hago porque sé quién soy.
Bas, suficiente.