EL FIN DEL MUNDO

Kamble todavía estaba desconsolado por la forma en que concluyó el caso de Kamala Pandey. Volvió a decir:

—Ese piloto maderchod bhenchod es más bajo que los bhadwas, incluso. Sacan dinero de las mujeres, de acuerdo, puedo entender eso. Pones una randi a trabajar, ayudas a conseguir clientes, inviertes tiempo y esfuerzo, consigues algo a cambio. Pero este Umesh, este bastardo, ni siquiera tuvo agallas para mirar a Kamala cara a cara y exigirle: «Dame dinero». Se escondió y sacó fotos de esa mujer, y utilizó a otros hombres para sacarle dinero. Y ella le quería.

—Vergonzoso —contestó Sartaj—. Es simplemente vergonzoso que un hombre pueda hacerle esas cosas a una mujer.

Kamble se libró del sarcasmo de Sartaj encogiéndose de hombros con enfado.

—Arre, jefe, de acuerdo, sí, tengo muchas mujeres. Tal vez también les hago daño, pero se lo doy todo, ellas también me hieren. No solo hablo de dinero. Doy esto… —se dio una palmada en el pecho— y cualquier otra cosa que pidan. ¿Dinero? Las colmo de dinero, lo derrocho. Lo doy y retraso mis propios planes porque estoy listo para dejar que me hagan daño. ¿Entiende?

Era ridículo y estaba completamente serio, y Sartaj alargó la mano por encima de la mesa y le dio unas palmadas en el brazo.

—Sí, ese piloto es un completo bastardo —concedió con tacto—. Nos ocuparemos de él, no te preocupes.

Entonces Sartaj le contó a Kamble que se había despertado aquella mañana con el recuerdo de un gurú rezando, y recordando que una vez fue parte de la bandobast para una ceremonia pública enorme en Andheri West, un ritual religioso que duró días, que había dirigido un gurú de voz profunda que utilizaba una silla de ruedas extranjera muy sofisticada.

—Fue hace muchos años —le dijo a Kamble—, pero más recientemente fui a ver el cuerpo de un apradhi llamado Bunty, al que unos pistoleros chillar de poca monta habían thokoado después de que su propia banda se desmoronase.

—¿Bunty, bole to, mano derecha de Gaitonde?

—Ese. Había hablado con el tal Bunty por teléfono solo unos días antes de que lo matasen. Y hablaba de su silla de ruedas lujosa, que podía subir y bajar escaleras y hacer todo tipo de trucos. Y dijo que Gaitonde le había dado esa silla de ruedas.

—Así que cree…

—Te digo, Kamble, que ese gurú tenía la misma silla de ruedas que Bunty. Lo recuerdo muy claramente. Tal vez no el mismo modelo, pero la misma marca.

Kamble tenía un aspecto muy escéptico, y bajo la luz dura de la tarde Sartaj tuvo que admitir que la conexión parecía tentativa y frágil. Pero intentó sonar alentador, y le contó a Kamble cómo se subió a la moto de un salto muy temprano por la mañana y corrió hacia el teléfono público cerca de la comisaría de Santa Cruz y llamó a Anjali Mathur a Delhi, despertándola. Y cómo ella le había llamado aquella mañana más tarde para decirle que su organización estaba investigando al gurú.

—Ahora lo están indagando —siguió Sartaj—, y lo averiguarán todo. Tienen muchos recursos. Si realmente hay una amenaza para la ciudad, lo descubrirán, y lo solucionarán.

Pero Kamble se negó a que le animasen, siquiera con la idea de una organización nacional todopoderosa que salvaba a la ciudad y a él mismo de una posible destrucción termonuclear. Sartaj le había invitado al Restaurante Mughal-e-Azam en Goregaon, para una comida festiva, para celebrar que habían terminado con el caso de chantaje a Kamala Pandey. Pero Kamble todavía fruncía el ceño de forma lúgubre. Negó con la cabeza e hizo señales con la mano hacia la ventana, hacia la ciudad y el mundo más allá.

—Jefe, ¿quiere salvar esto? —preguntó con amargura—. ¿Para qué? ¿Por qué?

Estaban sentados en el reservado con aire acondicionado de la primera planta, en medio de un intento poco entusiasta de esplendor mogol. Había un surahi de latón sobre el alféizar junto a cada reservado, y dos cuadros descoloridos de princesas con perfiles de nariz larga sobre la pared. Pero podías ver el montón de platos sucios en la pileta al lado del baño, y el cristal de la ventana estaba manchado y sucio de forma irregular. La ciudad que Sartaj podía ver —en la dirección del gesto desdeñoso de Kamble— estaba igual de polvorienta y raída este día frenético de octubre. Estaban protegidos del remolino denso de los gases de los tubos de escape y la rabia de la calle por el aire acondicionado ruidoso del Mughal-e-Azam, pero eso solo era momentáneo. Pronto tendrían que salir de ese refugio sucio a la suciedad de las calles desordenadas, a las excavaciones aleatorias e interminables de equipos del Departamento de Obras Públicas, las corrientes de tráfico que se sacudían descontroladas, los peatones hoscos y sudorosos. Nada de esto era hermoso, pero ¿era tan malo que todo merecía morir?

—Vamos —respondió Sartaj—. Te estás emocionando demasiado con todo esto.

A Sartaj le divertía el romanticismo de Kamble, su enfado a causa del piloto, pero desear un colapso final era excesivo.

—No, lo digo muy en serio —replicó Kamble—. Sería mejor si todo se destruyese. —Deslizó la mano plana sobre la mesa, como si estuviese limpiando—. Después todo puede volver a empezar, limpio. De lo contrario, nada cambiará. Continuaremos de esta forma, justo así.

A Sartaj le resultaba asombroso que Kamble todavía creyese en el cambio. Qué insidiosa e indestructible era la esperanza si rehusaba desvanecerse del pecho de este hombre corrupto, ávido, violento.

—Pero si sucede algo, si cae la bomba, nos iremos todos. No solo tú y yo. Tus padres, tus hermanas, tu hermano, todos, todo. ¿Quieres que pase eso?

Kamble se encogió de hombros.

—Arre, bhai, si nos vamos, nos vamos. Todo el mundo tiene que morir. Mejor irnos todos juntos.

Sartaj tuvo que reírse por la grandilocuencia de la desilusión de Kamble. Kamble era muy joven, después de todo. Su decepción requería una limpieza total, un comienzo nuevo, nada menos.

—No seas estúpido —contestó Sartaj—. Cómete el pollo.

Un camarero depositó un glorioso pollo rojo tanduri, y un plato repleto de rumali rotis.

—Raita —pidió Kamble—, trae el raita, yaar. —Arrancó un pedazo grande de pechuga y la masticó con esmero—. Bastardo, está bueno.

Ese era el problema con el desaliñado Mughal-e-Azam. Era incapaz de estar limpio, y los camareros eran lentos y huraños, pero de alguna forma el establecimiento preparaba un pollo tanduri espectacular. Sartaj cogió una pata, y saboreó la jugosidad regordeta, ligeramente teñida de arcilla. Kamble cogió un puñado de rumali roti y otro pedazo grande de pollo, y cerró los ojos extasiado.

—Al final —comentó Kamble—, lo que necesitamos en este país es un dictador. Ya sabe, para que lo organice todo. —Masticó haciendo ruido—. Tiene que estar de acuerdo con eso.

—Si lo organizara todo, entonces te pillaría, ¿no? ¿Y todas tus actividades?

—No, no. No, saab. Si todo fuera bueno, no necesitaría meterme en ninguna de mis actividades. ¿Entiende? Solo hago lo que tengo que hacer, para vivir en esta kaliyuga.

Era un argumento irrefutable, bastante perfecto en su circularidad. Kamble estaba embelesado por las perfecciones: si no existía un mundo perfecto, quería una destrucción perfecta, o al menos un dictador perfecto. Sartaj notó un nudo en el estómago, y esperó el raita. Intentó recordar si alguna vez había creído en esos ideales sin adulterar, si alguna vez había sido tan joven. Ciertamente, en una ocasión creyó que Megha era completa y totalmente hermosa, y que él era el sardar más guapo de todo Bombay, si no de toda la mitad sur del país. Pero aquello fue mucho tiempo antes.

—Puesto que vivimos en la kaliyuga, amigo mío, decidamos qué vamos a hacer con el piloto.

—Ya sabe qué quiero hacer.

—No puedes darle una paliza. Un par de bofetadas, tal vez. Pero nada más. Piénsalo, Kamble. Ni siquiera hay un FIR, y no es ningún trabajador callejero de Andhra. Este chutiya puede ser un gran problema si le dejas con una pierna rota o algo.

—Conozco a otros tipos que podrían destrozarle.

—No —contestó Sartaj.

—De acuerdo, de acuerdo. —Kamble agitó un hueso con aire taciturno—. Entonces saquémosle la pasta.

—Y sus juguetes.

—¿La pantalla de cine?

—Sí.

Kamble se rió con satisfacción. Por primera vez ese día, tuvo aquella exuberancia feroz, brillante, en los ojos.

—DVD —apuntó—. Quiero todos sus DVD. —Partió en dos una pechuga de pollo, y le dio un bocado—. ¿Ya se lo ha contado a ella?

Sartaj negó con la cabeza. Todavía no se lo había contado a Kamala, y no tenía ganas de hacerlo. Estaba seguro de que lloraría, y tal vez se pondría histérica. Tal vez maldeciría al piloto, y después a sí misma.

—¿Quieres contárselo?

—¿Está loco, jefe? ¿Yo? Me paso la vida tratando con mujeres enfadadas. Iré y hablaré con el piloto, le leeré sus castigos. Le diré todas las multas que tiene que pagar. Pero ¿a ella? No, no. —Kamble parecía restablecido, con los labios húmedos por el pollo—. De todas formas, es usted quien le gusta —anadió, sonriendo, y agitó la mano para pedir más roti—. Ocúpese de ella. —Giró la cabeza hacia Sartaj de forma brusca, con la mano todavía en el aire—. Jefe, ¿por qué la comisaría de Santa Cruz?

—¿Qué?

—Ha dicho que fue a la comisaría de Santa Cruz para hacer la llamada. ¿Por qué?

—Pasaba por allí.

—¿A las seis de la mañana pasaba por Santa Cruz?

—No he dicho a las seis.

—Ha dicho que despertó a la mujer de Delhi. —Kamble apoyó los dos codos sobre la mesa, inclinándose hacia delante—. Amigo mío —dijo—, ¿dónde ha dormido esta noche?

—En ninguna parte.

—¿En ninguna parte?

—En casa.

—En casa. Casa. Casa.

Kamble hinchó las mejillas, y pareció un bulldog benévolo.

—¿Casa-casa, qué?

—Es agradable encontrar una casa, Sartaj saab. En especial una casa que esté cerca de Santa Cruz. —Kamble se retorció en el asiento, y rugió—: Arre, ¿ha ido a Aurangabad a por sus rotis? —Volvió a mirar a Sartaj y sonrió.

—¿Qué, he dicho algo? Come, come.

—Tengo que irme —fue todo lo que dijo Kamala Pandey cuando le contó quién era el chantajista.

Estaban sentados en su mesa habitual en el vacío Restaurante Sindoor, en la parte trasera y hacia la izquierda. Era última hora de la tarde, y el sol bajo a través de la ventana de cristal esmerilado creaba un resplandor dorado en el que una Kamala vestida de blanco estaba muy bonita. Entonces, después de escuchar cosas sobre el piloto y su perfidia, apretó la mandíbula y le vibró una vena en la frente, y solo dijo:

—Tengo que irme.

Recogió sus llaves de encima de la mesa y se levantó incluso mientras Sartaj pedía:

—Espere, espere.

La siguió hacia la puerta, después regresó para cogerle el bolso. Cuando salió fuera, estaba sentada en su coche, mirando fijamente más allá del paan-vala y los peatones.

—¿Señora? —preguntó.

La mano de ella temblaba a un lado del volante, raspando la llave contra el metal. Miró hacia abajo, se serenó y volvió a intentarlo. Esta vez consiguió meter la llave.

—Señora —repitió Sartaj con suavidad—. No conduzca ahora. Por favor.

Sartaj abrió la puerta del coche, y ella le dejó cogerla por el codo y sacarla. Permaneció de pie con las manos rectas a ambos lados mientras él se inclinaba dentro del coche para coger las llaves, y después tuvo que darle la vuelta y hacerla caminar de regreso al restaurante. Primero la sentó, después se sentó frente a ella. Los ojos de ella eran de un color ámbar traslúcido, y miraba directamente a través de él.

—Señora —reiteró—. Señora, ¿quiere un poco de agua?

Deslizó un vaso hacia Kamala, y después alargó la mano y cogió la de ella y la enroscó.

Ella empezó a llorar. Retiró la mano, se la colocó sobre el regazo, y las líneas claramente definidas de su rostro parecieron desdibujarse, y de ella salió un sonido que provocó un escalofrío en la columna de Sartaj. Lo había oído muchas veces, este llanto gutural, como de niño. Lo había oído de padres cuyos hijos habían sido asesinados, hermanos que habían perdido a hermanas en accidentes, ancianas a quienes sus familiares habían convertido en indigentes, y sí, amantes que habían sido traicionados. Cuando comenzaba, siempre era difícil hacer frente a este grito sordo porque sabías que no había nada que pudieses hacer. Sartaj había aprendido a esperar a que pasase. Kamala era bastante inconsciente de la presencia de Sartaj, y berreó sin vergüenza, ni reserva. Un camarero asomó la cabeza por la puerta de la cocina, y entonces Shambhu Shetty echó un vistazo. Sartaj levantó una mano, solo un poco, y negó con la cabeza. Después esperó.

Kamala gritó, y después se apretó la cara con ambas manos. Sartaj sacó un fajo de servilletas de un vaso que había encima de la mesa y se las ofreció. Ella se dio unos toquecitos en la cara, y respiró hondo.

—Le quiero —dijo en inglés.

—Señora, es un hombre muy malvado. Le ha robado. La ha utilizado.

—No, no a él. A mi marido. Estaba hablando de mi marido.

Eso detuvo a Sartaj. Buscó a tientas más servilletas para ocultar su incredulidad, y se aclaró la garganta.

—Sí, señora, por supuesto.

Ella se inclinó hacia delante, y en ese momento estaba furibunda.

—No, no lo entiende. Sé que cree que soy una mala mujer.

Se le había corrido el maquillaje, y Sartaj nunca le había visto la cara tan desnuda, ni siquiera aquella primera mañana en la que se peleaba vestida con ropa de dormir.

—Pero no lo entiende. Quiero estar casada con mi marido. No quiero dejarle, no quiero un divorcio. Si quisiera dejarle, lo habría hecho hace mucho tiempo. No quiero dejarle. Quiero seguir. ¿Lo entiende?

Tenía la necesidad del apradhi por explicarse, incluso después de que el peligro del castigo se hubiese desvanecido.

—¿Señora? —preguntó Sartaj.

—¿Está casado?

—No.

—¿No?

—No.

Sartaj no tenía intención de explicarse ante Kamala Pandey, de tratar de explicarle sus propios fracasos a esta mujer fracasada.

—Entonces no lo puede saber.

—¿Saber qué, señora?

—El matrimonio es muy duro. Enamorarse, casarse, eso es fácil, entonces te queda toda una vida. Tienes años y años. Y quieres durar, quieres hacerlo. Para durar, a veces necesitas algo. Sé que suena a mentira, a excusa. Pero es cierto. Tenerle ahí, a él, ya sabe…

No quería pronunciar el nombre, Umesh, con su lengua, era demasiado amargo.

—¿Al piloto? —preguntó Sartaj.

—Sí, al piloto. —Movió la cabeza de lado a lado, maravillándose de sí misma, de su vida—. Él hizo posible que me quedase con mi esposo, lo juro. De lo contrario me habría ido. Tengo mi propio trabajo, tengo una casa a la que ir, con mis padres. Pero quiero a mi marido. —Agitó los hombros, y lloró un poco, y se sonó la nariz con las servilletas. Ahora parecía muy joven, con hebras de pelo pegadas a las mejillas—. Tiene una mala opinión de mí y de mi esposo porque nos vio pelear y todo eso. Pero en realidad estamos mejor. Estamos bien juntos. No ha tenido ocasión de verlo.

Sartaj estaba seguro de que estaba bien, y era cierto, que Kamala Pandey y el señor Mahesh Pandey eran un matrimonio feliz, cuando no se pegaban mutuamente. En el matrimonio, como en cualquier otra parte, nada era sencillo. Tal vez Kamala necesitaba al piloto, como su marido la necesitaba a ella, como ella necesitaba a su marido. En algún lugar, dentro de este enredo de necesidad y pérdida y mentiras, estaba la verdad del amor.

—Señora —le dijo Sartaj a Kamala Pandey, mirándola directamente a los ojos—. Lo entiendo.

—No volveré a hacerlo, sin embargo. Nunca nada como esto, con algún otro hombre. No vale la pena.

Todavía estaba atribulada, por supuesto, culpable e insegura de sí misma y el futuro. Se tocó el pelo, lo alisó detrás de una oreja.

—Qué pinta debo de tener. ¿Los baños de aquí están limpios?

—Solo medio limpios —contestó Sartaj—. Y a veces no hay agua.

—Esperaré a llegar a casa. Iré a casa. —Empezó a recoger su bolso y las llaves.

—Señora, cogeremos al piloto y le haremos entrar en razón. Pero por favor, no haga nada. No hable con él, no se enfrente a él. Si intenta ponerse en contacto con usted, rechace las llamadas o algo así. Y háganoslo saber.

—No quiero hablar con él. No quiero volver a verle jamás.

—Bien. Si hubiese un FIR y un caso, le habríamos metido en la cárcel. Pero le daremos una lección. Conseguiremos todas las cintas y la información que tenga, no se preocupe. Y trataremos de recuperar su dinero.

Ella se estremeció.

—No quiero nada de él. Tan solo manténganlo alejado de mí.

—Lo haremos, señora.

Después no hubo nada más que decir. Se deslizó para salir del reservado, y se tambaleó un poco sobre sus tacones altos. Todavía estaba temblorosa, pero estaría bien. Llegaría a casa. Las mujeres eran fuertes, más fuertes de lo que aparentaban. Incluso las mujeres modernas como Kamala Pandey.

—Oh, su dinero.

Rebuscó en el bolso, le dio a Sartaj un sobre marrón.

—Gracias, señora.

—Gracias —respondió ella.

Kamala Pandey se enderezó. Sartaj la vio recobrar la compostura y ponerse al mando de su aspecto, recomponerlo pedazo a pedazo, y entonces casi era la Kamala que había conocido. Ella se dio la vuelta de forma brusca y se marchó, muy decidida y resuelta.

Sartaj la observó mientras se marchaba, su coqueteo, su trasero en forma por la gimnasia y su paso seguro de sí mismo, y pensó que si era muy afortunada no volvería a verla, ni sabría de ella. Eso es, si lograba conservar el arrepentimiento y el miedo que había sentido en las últimas semanas, y todo el enfado por el piloto que sentiría en uno o dos días. Pero su confianza en sí misma y su serenidad la llevarían por callejones ambiguos, más pronto o más tarde. Olvidaría las duras lecciones que acababa de aprender. Creería que nunca volvería a pasarle nada como esto. Necesitaría vivir con su esposo, y vivir un poco aparte de él. La vida era larga, y el matrimonio duro. Tal vez volvería a cometer errores, porque amaba a su esposo. El amor, reflexionó Sartaj, era una trampa de hierro. Atrapados entre sus dientes, nos retorcemos, nos salvamos unos a otros y nos destrozamos unos a otros.

De todos modos, el caso estaba cerrado. Ahora no era asunto suyo, a menos que ella volviese a llamarle. Se metió el dinero en el bolsillo, y volvió a comisaría.

Parulkar acababa de ver la demostración de un portátil nuevo cuando Sartaj llamó a la puerta de su despacho.

—Adelante, adelante —gritó.

Respondió al saludo de Sartaj agitando la mano, y le señaló una silla cerca del escritorio. Después cruzó las manos sobre la barriga y miró con benevolencia por encima del joven vendedor, que estaba recogiendo cordones y cables y guardándolos en un maletín.

—Esperaré su llamada, señor —dijo el vendedor.

—Yo no llamaré, lo hará alguien del comité de tecnología —respondió Parulkar—. Pero esté seguro. Tiene muy buena tecnología.

Esperó a que el vendedor hubiese salido de la habitación con sus maletines varios, y después le sonrió a Sartaj:

—Tienen buenos aparatos, pero muy caros. Y no están dispuestos a transigir en el precio, a contribuir al fortalecimiento del departamento de policía y el país. De modo que sufrirán.

Probablemente quería decir que la empresa no estaba dispuesta a contribuir lo bastante al fortalecimiento del propio desarrollo financiero de Parulkar, pero Sartaj no quería saber nada de eso. Así que le habló a Parulkar del sufrimiento de Kamala Pandey y su solución, y el castigo que se le iba a imponer al piloto.

—Un caso interesante —contestó Parulkar—. Bien hecho. ¿Cuál es la liquidación del piloto?

—Tódavía no lo sabemos del todo, señor. Kamble y yo vamos a hablar con él esta noche. Pero debería ser al menos de unos cuantos lakhs, en efectivo y en especie. El bastardo tiene mucho dinero.

—Muy bien.

Parulkar estaba satisfecho. Sartaj pagaría a Majid Khan, que elevaría algo hacia el ACP, que le pasaría algo a Parulkar. Para cuando el dinero llegase a Parulkar, la cantidad sería pequeña. Pero recaudaba muchas cantidades pequeñas, que sumaban cantidades grandes.

—Tiene un aspecto muy saludable, señor —comentó Sartaj.

Era cierto. Parulkar llevaba el pelo hacia atrás desde la frente en una onda engominada. Había perdido algo de peso, y parecía joven.

—El secreto es una dieta estricta, y ejercicio, Sartaj. Tienes que mantenerte en forma. Sin salud nada es útil. He dejado de comer todo lo que no sea vegetariano, y me ha bajado el colesterol. En la vida puede haber muchas tentaciones, pero se debe planificar a largo plazo.

—Sí, señor.

Sartaj sabía cuánto le gustaba a Parulkar el pollo pandhara rassa, muy tikhat, y soonti, y montañas de biryani. Si estaba dispuesto a dejar todo eso, debía de estar planeando una vida muy larga, y una carrera casi tan larga. Era bueno volver a verle en juego, bien seguro de sí mismo y hábil. Sartaj sonrió, y le lanzó la pregunta obvia:

—¿Y qué come ahora, señor?

Parulkar se enderezó, pidió chai y le contó a Sartaj todo lo relativo a bajra rotis, y frutas con mucha fibra, y los peligros del azúcar refinado.

—Sartaj —dijo—, uno debe equilibrar el cuerpo para que el alma se desarrolle.

Después tuvo que marcharse a una reunión en la jefatura de policía. Sartaj le acompañó hasta el coche, y observó cómo se iba el pequeño convoy. El Ambassador blanco de Parulkar iba escoltado por dos Gypsys llenos de policías armados y un coche camuflado que llevaba a más policías de paisano. Estaba bien protegido.

Sartaj rodeó la zona de la jefatura y regresó a comisaría. Tenía papeleo que hacer, casos en los que trabajar. Aquella noche volvería a ser larga, otra dosis inevitable de la comida del restaurante malo del que se alimentaba. Comer bien, comer para una vida larga, no era tan fácil. Necesitabas tiempo, necesitabas dinero, necesitabas cierta posición, tal vez incluso necesitabas guardaespaldas. De todas formas, pensó Sartaj, no soy tan viejo, mi cuerpo todavía funciona. Me preocuparé de esto el año que viene. Despejó un escritorio, y se sentó a trabajar.

Sartaj y Kamble habían planeado enfrentarse a Umesh aquella noche más tarde, pero a las seis y media Sartaj recibió una llamada de Anjali Mathur.

—Llegaré al aeropuerto en un vuelo nacional a las ocho en punto. Reúnase allí conmigo.

Salió del edificio del aeropuerto rodeada por un puñado de hombres. Había otro grupo esperando al final de la pasarela, y de aquella confluencia ajetreada de trajes saharianos emergió ella para saludar a Sartaj levantando la mano. Llevaba sus zapatos eficientes de costumbre y un salvar-kamiz verde oscuro, y parecía muy cansada.

—Este es mi jefe, el señor Kulkarni. Por favor, venga con nosotros en el coche.

Sartaj les siguió hasta un Ambassador blanco en la zona de aparcamiento. El jefe, que era un burócrata de aspecto aplicado con gafas gruesas, le indicó a Sartaj el asiento delantero. Él y Anjali se metieron en la parte de atrás. El aire acondicionado estaba puesto dentro del coche, y el conductor estaba fuera de pie, pero aparentemente no iban a ninguna parte. Kulkarni cruzó los brazos sobre el pecho y pidió:

—Adelante, Anjali.

El informe preparatorio fue concienzudo y preciso. Anjali había seguido el aviso de Sartaj sobre Gaitonde y el gurú. Este mismo gurú —un tal Shridhar Shukla— había desaparecido el año anterior, o «se había marchado de retiro», según su gente, que era incapaz de proporcionar una información actual de contacto. La organización en sí misma estaba en una situación caótica tras la desaparición de Gurú, con feroces luchas intestinas y peleas e incluso asesinatos, de todo lo cual había informado la prensa nacional. El primero de esos episodios desagradables, un doble asesinato, había tenido lugar en el ashram a las afueras de Chandigarh, y se llamó a la policía. Uno de los agentes que respondieron, un agente del IPS en período de prueba y en su primera operación, encontró algo de dinero en la habitación en la que se habían cometido los asesinatos, una cantidad de noventa mil rupias exactamente. La entregó en comisaría, donde el inspector adjunto descubrió que los billetes eran falsos. Las autoridades del ashram, cuando fueron interrogadas, dijeron que probablemente el dinero procedía de una donación anónima en efectivo, y fueron incapaces de proporcionar más información. Y ahí quedó el asunto, con un par de anotaciones en archivos olvidados, y un montón de billetes falsos en una sala de pruebas.

Seis semanas más tarde, un destacamento armado de la policía de Jullunder hizo una redada en un piso de un edificio de viviendas, tras el soplo de un dhobi descontento. El dhobi había entregado camisas planchadas para tres inquilinos masculinos del piso, discutió con uno de ellos por una camisa dañada y se le pagó menos de lo debido. Después el dhobi dio el chivatazo a la patrulla de policía local, alegando que los tres hombres —uno de los cuales era un extranjero rubio— se dedicaban al tráfico de drogas en el edificio, que entraban y salían personajes sospechosos todo el tiempo. Siguió la redada de un grupo de operaciones especiales. No se encontraron drogas. No se hicieron arrestos, aunque un cuenco de arroz todavía hervía en la cocina cuando la policía entró en el piso. Al parecer los tres hombres que lo habían alquilado habían escapado por una escalera trasera oculta, que el equipo de la redada no había descubierto ni vigilado. En el piso, la policía encontró tres maletas y un surtido de ropa, unos pocos libros, un portátil y diez mil rupias en efectivo. Al examinarlo más de cerca, se descubrió que el dinero era falso. Examinaron el portátil ThinkPad y descubrieron que estaba protegido con una clave de acceso. Entonces le quitaron el disco duro, y lo conectaron a otro ordenador y lo escanearon. Se descubrió que todos los archivos de datos estaban almacenados en una partición de disco encriptada con una clave de 256 bits, utilizando un programa llamado DeepCrypt, que estaba a la venta. El especialista informático local asignado por la policía probó con ataques de fuerza bruta, pero no logró descifrarlo. Aunque era extraño que los hombres hubiesen huido, la policía de Jullunder no tenía ninguna razón especial para continuar con el caso, ni medios para hacerlo. De modo que el caso se archivó y se olvidó. Es decir, se olvidó hasta que una referencia a dinero falso, tecleada por Anjali Mathur en Delhi, emergió a borbotones a través de los canales y múltiples capas en el interior de una base de datos que contenía todas las referencias a ese tipo de falsificación. Y ella se percató, en su interrogatorio lento e implacable por las listas de casos de falsificación, que ese archivo de Jullunder incluía una referencia al gurú Shridhar Shukla. El navegador del portátil confiscado había guardado su caché en una parte no encriptada del disco duro, y solo se habían visitado tres páginas en las tres semanas almacenadas en esas historias de archivos. Una era Hotmail, la otra una página de pornografía llamada www.hotdesibabes.com y la tercera era la página web de este gurú.

Anjali Mathur le llevó a Kulkarni esta conexión que había que reconocer que era vaga, le contó que en ambos casos había dinero falso del mismo tipo, del mismo papel moneda, de las mismas planchas, y también que en ambas ocasiones estuvo implicado el gurú. El señor Kulkarni, muy sabiamente, le permitió requisar el departamento de informática de la organización, para intentar descifrar la clave del portátil de Jullunder. Pero para entonces el portátil había desaparecido de la comisaría de policía en cuestión. El agente de la comisaría se deshizo en disculpas, y prometió que en el futuro se vigilaría la sala de pruebas con más seguridad, y que iniciaría una investigación, y castigaría a todos los policías responsables de la pérdida. Eso detenía todas las indagaciones, hasta que Anjali recordó que el especialista informático le había quitado el disco duro al portátil, y volvió a llamar al SHO. Finalmente encontraron el disco duro a las dos de la madrugada del martes, en un sobre marrón protegido por una tira de goma, en el estante superior de una estantería del despacho del especialista. En aquel momento se remitió por mensajero a Delhi, a Anjali Mathur. Y, al cabo de dos días y siete horas, descifraron la partición de disco encriptada, la abrieron y la tuvieron disponible.

—Tenemos aptitudes en el área de cifrado —comentó Anjali Mathur, con cierto orgullo— que incluso van por delante de las de países occidentales. Y ese programa de encriptado DeepCrypt que utilizaron no era muy bueno.

—Por suerte para nosotros —contestó Sartaj.

—Muy buena suerte —apuntó Kulkarni—. Como ha resultado.

Anjali asintió.

—Lo que encontramos en la memoria codificada fueron planos, documentos técnicos e informes de seguimiento. Por el análisis de todo eso, estamos convencidos de que de hecho hay un artefacto, que este artefacto se ha construido con materiales traídos al país y que es técnicamente sólido. Compraron combustible nuclear usado en el mercado negro internacional y lo trajeron al país. Después utilizaron espectrómetros de masa convertida para separar y extraer material enriquecido de ese combustible usado. Los espectrómetros de masa son máquinas que se utilizan rutinariamente en instituciones académicas y laboratorios. Se pueden comprar de forma legal en el mercado. Un espectrómetro de masa convertida que funcione como calutron solo producirá cantidades diminutas de material enriquecido al cabo de semanas y meses, pero con la suficiente paciencia al final tendrás bastante para un artefacto. Y sabemos que están utilizando varios calutrones, quizá tantos como doce, quince. Así que tienen el material y tienen el conocimiento y la pericia. Sabemos que hicieron un artefacto. Y sabemos que ya han traído el artefacto a esta ciudad. Eso está claro por correos electrónicos y documentos que hemos encontrado en el disco duro.

—Artefacto —dijo Sartaj—. Quiere decir una bomba.

—Sí.

—¿Dónde? ¿Dónde está?

—Ese es el problema —contestó Anjali—. No lo sabemos.

—¿Nada más? ¿No hay pistas?

Sartaj se sintió separado de sí mismo, como si fuese otra persona quien estuviese manteniendo esta extraña conversación en la parte trasera de un coche frente a la Terminal Dos, una noche bochornosa como cualquier otra, con viajeros y sus familiares levantando maletas para ponerlas en los carritos. Intentó concentrarse, atraer su avidez habitual por los detalles para sobrellevar el problema que tenía entre manos. Era importante seguir trabajando, ser profesional frente a este mal sueño que se había convertido en peor realidad.

—Debe de haber algo.

—No, no hay mucho. Aparece la referencia a una casa en Mumbai. La frase exacta es: «Espero que Gurú-ji esté disfrutando la terraza de la casa», y la insinuación es que esa casa está dentro de la ciudad. Eso es todo.

—¿Por qué están haciendo esto?

Kulkarni se quitó las gafas y las limpió.

—No estamos seguros. En el disco duro —contó— también hay archivos de la publicación de un programa. Incluyen el texto e imágenes y fuentes para tres folletos. Se supone que los folletos son producto de una organización fundamentalista islámica llamada Hizbuddeen. —Volvió a ponerse las gafas, con el aire de un profesor despistado—. Nosotros mismos hemos recopilado copias impresas de esos folletos durante redadas a varias organizaciones proscritas. Nuestra impresión es que esa Hizbuddeen es una organización fundamentalista con conexiones pakistaníes. Sabíamos que Hizbuddeen financiaba a otras organizaciones así, y tal vez estaba planeando una gran operación terrorista. Ahora, esta información nueva sugiere que en realidad Hizbuddeen es una fachada, una organización impostora creada por este gurú Shridhar Shukla y su gente. Nuestra teoría ahora es que su plan es soltar el artefacto y echarle la culpa al fundamentalismo islámico. De esa forma, las pruebas que hemos recopilado hasta ahora sobre Hizbuddeen son un rastro falso, esparcido por ese tal Shukla y su organización. La idea sería que, después del incidente nuclear, Hizbuddeen se atribuiría la responsabilidad, y se le creería.

—Pero ¿por qué? ¿Qué esperan conseguir?

La luz se posó de forma fija sobre las gafas de Kulkarni, convirtiéndolas en pequeñas medias lunas. Él se encogió de hombros:

—No estamos seguros de las consecuencias que busca, o de los motivos. Tal vez quieren aumentar la tensión, una escalada, quizá represalias.

Sartaj no quería pensar qué significarían las represalias en este caso, pero no podía dejar de preguntarse por el primer desastre al acecho.

—¿Si lo lanzan, si lanzan este artefacto —preguntó—, qué pasará? ¿Cómo es de grande?

Kulkarni dio paso a Anjali con una inclinación de gafas. Al parecer, en su equipo, ella era la persona de los detalles.

—Por lo que podemos deducir —apuntó ella—, no es un artefacto pequeño. De hecho, la construcción puede haber tardado más porque querían lanzar mayor carga explosiva. Y no les importa en absoluto la miniaturización. Probablemente lo han traído a la ciudad en la parte trasera de un camión. Si estalla… —tragó saliva—, probablemente la mayor parte de la ciudad.

—¿Toda?

—Casi. Si lo planean con cuidado y lo ubican bien.

A Sartaj no le cabía duda de que lo ubicarían extremadamente bien. Habían calculado el instrumento, y su propósito, y se asegurarían de la destrucción. Solo quedaba una pregunta:

—¿Qué hacemos?

Kulkarni tenía algo parecido a un plan.

—Estamos creando un comité de trabajo en estos momentos —contó—, en la jefatura de Colaba. Haremos pública una alerta en las próximas dos horas. Pero no se hará mención del artefacto. Solo diremos que hay un aviso fidedigno sobre una gran operación terrorista. Cualquier mención al artefacto causaría un pánico generalizado, gente corriendo para salir de la ciudad, ese tipo de cosas. No queremos eso. Sería imposible controlarlo.

Sartaj podía imaginarse bien la prisa, las carreteras obstruidas por coches y camiones, los empujones desesperados para subir a los trenes, los gritos de niños perdidos. Y también podía sentir la necesidad, en algún otro pasillo de su mente, de advertir a Mary, de sacar de la ciudad a los hijos de Majid Khan. Pero asintió, y respondió:

—Sí, sí.

—Si la información sobre el artefacto se filtrase al público en general —comentó Anjali—, entonces la gente a cargo del artefacto también podría enterarse. Podrían hacerlo estallar en ese momento, para evitar que les descubriesen y por prevención. Toda la investigación tiene que avanzar teniendo eso en mente. Tiene que ser muy restringida.

—Totalmente restringida —comprendió Sartaj—. Pero ¿a qué están esperando?

—No sabemos nada sobre la agenda que tienen —contestó Anjali—. Nos gustaría continuar lo que ha estado haciendo usted para nosotros. Lo ha hecho muy bien. Utilice sus recursos para investigar.

Y con eso hicieron que Sartaj saliese y le dejaron tambaleándose tras los gases de los tubos de escape de los Ambassadors. Se sentía alerta por completo, pero bastante aturdido. Había luces naranjas ardiendo sobre el edificio de la terminal. Un hilito de sudor, provocado por el calor acumulado, le descendió por la clavícula. Repasa la información, se dijo a sí mismo. Pero había muy poca: los apradhis tal vez incluían a un gurú famoso que iba en silla de ruedas y un extranjero rubio, tal vez estaban en una casa con terraza, la casa tal vez era lo bastante grande como para albergar una máquina grande, tal vez había un camión cerca. Eso era, eso era todo. De esto dependía todo. No te preocupes, se dijo Sartaj a sí mismo. Tan solo ve a trabajar. Tan solo trabaja.

Así que se apresuró hacia su moto, colocó una pierna sobre ella. Entonces fue incapaz de moverse. ¿De verdad habían tenido lugar los últimos minutos? Ahora, en su memoria, todo lo que había sucedido en el coche le parecía una película entrecortada, acelerada. Sartaj intentó ralentizar la respiración y analizar la conversación, recordarla fragmento a fragmento, pero todo lo que pudo encontrar fue una mezcolanza de frases y palabras: «No es un artefacto pequeño»; «consecuencias buscadas»; «carga explosiva». ¿Cómo podían Anjali y su jefe ser capaces de hablar de forma tan calmada y eficiente de tales cosas? Quizá gente como esa estaba acostumbrada a hablar de cosas indescriptibles. Quizá los espías internacionales utilizaban ese lenguaje todo el tiempo. Sartaj había pensado en ello antes, este artefacto, se lo había encontrado en ficciones y reportajes periodísticos, pero ahora estaba en su ciudad, en su hogar, era incapaz de imaginárselo. Intentó verlo, algún tipo de máquina en la parte de atrás de un camión, pero todo lo que pudo ver fue una ausencia, un agujero en el mundo. Lo que surgió de ese vacío fue una avalancha de pesar, un dolor como de cuchillo en el estómago por todo lo que quedaba por hacer y por todos los recuerdos del pasado. Se inclinó. En el manillar plateado que sobresalía veía el brillo de una farola y mil rostros, un chico con el que se peleó en la clase de tercero y al que humilló delante de toda la escuela, Chamanlal, el paan-vala de la esquina de la calle principal, una chica hermosa sobre la que Katekar le habló una vez y que trabajaba para Gulf Air en la terminal internacional, aquel mendigo lisiado que trabajaba en el cruce del paso elevado de Mahim. Todo desaparecería, no solo la gente querida y los enemigos. Todo el mundo. Esta era la promesa insoportable de ese artefacto, ahora convertido en realidad. Era ridículo pero cierto. Sartaj se sentó en el aparcamiento y trató de comprenderlo, albergarlo en la cabeza para poder pensar sobre ello, y decidir qué hacer a continuación. Al final —no sabía cuánto tiempo había pasado, solo sentado— lo dejó estar. Mejor dejarlo como un espacio en blanco, y pensar a su alrededor. Al menos entonces podría trabajar. Sí, trabajar. Ir a trabajar. Arrancó la moto, y comenzó.

Tres días de trabajo no aportaron grandes avances, ni revelaciones, ni arrestos. La alerta se difundió, pero tenía poco fundamento. No había bastante como para preguntar a informantes, solo eso: ¿has visto un grupo de tres, tal vez cuatro hombres? Uno es un extranjero rubio, un gurú en silla de ruedas, quizá, ¿quizá? Llegaron pistas, cientos de ellas, pero condujeron de forma inevitable a ancianos inocentes en sillas de ruedas chirriantes, y a ejecutivos extranjeros indignados, con el pelo solo un poco más claro que el castaño. No hubo progresos. Y la vida continuó. El martes por la tarde, Sartaj visitó a Rohit y Mohit y Shalini. Le dio un sobre a Shalini, diez mil rupias, y se sentó en la entrada y bebió una taza de chai.

—Pareces muy cansado —comentó Shalini.

Ella estaba sentada dentro de la casa, cerca de la cocina, empezando a preparar la cena para los niños.

—Sí —apuntó Rohit. Estaba apoyado contra la pared, junto a Sartaj—. Lo pareces.

—No he estado durmiendo bien —comentó Sartaj—. Demasiado trabajo.

Rohit se cepilló el cuello de su camiseta blanca brillante.

—Pero estás muy delgado, también.

—Todavía no he encontrado un buen cocinero.

Shalini sonrió. Llevaba un sari verde lustroso, y tenía buen aspecto. Le lanzó a Sartaj una mirada traviesa, de complicidad.

—¿Qué, esa chica cristiana no cocina para ti? ¿O no te gusta su comida?

Sartaj dio un respingo y se manchó el pecho de chai.

—¿Qué chica? —farfulló indignado, pasándose la mano por el pecho.

Rohit aplaudió y se rió.

—No te molestes, no lo intentes —avisó—. Los espías de mi madre están por todas partes, de verdad. Lo sabe todo.

Shalini agitaba los hombros. Sartaj no podía recordar cuándo la había visto reírse así, ni tan solo tiempo atrás cuando su marido estaba vivo.

—Sí —replicó ella—. Ni siquiera sabes cómo lo sé.

Le hizo señas con un belan polvoriento, con aspecto de satisfacción suprema.

—Y no creas que fue de la forma más fácil. No me lo contó ningún policía.

Shalini no iba a considerar ninguna negación sobre la chica cristiana. Sartaj cedió, con lo que confiaba que fuese un mínimo de elegancia. Agachó la cabeza y preguntó:

—Pues, ¿quién te lo dijo?

—No puedo revelar mis khabaris. No, no.

Sartaj intentó pensar quién podría ser, quién sabría sobre Mary, quién habría hablado. Kamble sabía de Mary, y podría habérselo contado alguien en comisaría, que podría habérselo contado a un civil. O quizá Shalini tenía una amiga que trabajaba cerca de casa de Mary, que habría visto a Sartaj llegar y quedarse y marcharse. O quizá era alguien del salón de belleza de Mary. Había mil y una formas en las que Shalini podía haber oído la historia de Sartaj y Mary, conexiones innumerables que se deslizaban por la ciudad y unían a cada persona con el resto. El propio Sartaj había utilizado esta red ineludible muchas veces, y ahora le habían descubierto.

—Tu madre es una pucca profesional de verdad —le dijo a Rohit—. El departamento debería contratarla.

Shalini se rió y lanzó a una olla un puñado de alguna especia marrón, y se produjo un gran silbido y burbujeo.

—Así que háblanos de esa chica.

—Pero ya lo sabes todo —replicó Sartaj.

Estaba a punto de decir algo más, algo general sobre cómo los hombres nunca esperan escapar de la vigilancia de las mujeres, cuando vio a Mohit llegar a trompicones por el final del callejón. Tenía sangre en la camiseta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Rohit, y se arrodilló para coger a su hermano por los hombros—. ¿Quién ha hecho esto?

Había círculos carmesí alrededor de los orificios de la nariz de Mohit, y una mancha negruzca cruzándole la barbilla. En un remolino del sari, Shalini se puso delante de Sartaj;

—Beta —dijo—, ¿qué ha pasado?

Pero Mohit sonreía.

—No te preocupes —contestó—. Les hemos hecho mucho más a ellos. Fueron esos bastardos de Nehru Nagar. —Estaba triunfante, satisfecho—. Les hemos enseñado, se han ido corriendo.

Shalini sujetaba la camiseta de Mohit por el hombro, donde la habían roto por la costura y hasta la espalda.

—¿Has vuelto a pelearte con esos chicos? —Le agarró la cara, la arrastró hacia la de ella—. Te dije que no te acercases a ellos. Te dije que ni siquiera te acercases a esa zona.

El enfado hizo que dejase de mostrar los dientes, y Sartaj pudo ver cómo estaba clavando las uñas en las mejillas del chico. Pero Mohit no estaba asustado.

—Le diré a Saab que te lleve al correccional —amenazó, girándolo hacia Sartaj—. Te dará una paliza.

Sartaj se puso de pie.

—Mohit, no deberías…

—Sardar maderchod —soltó Mohit, y su odio se retorció más allá de los dedos de su madre—. Te mataré. Te rajaré.

A Shalini se le cortó la respiración, y después le dio una palmada a Mohit en la parte de atrás de la cabeza, fuerte. Lo metió a rastras en la casa, más allá del grupo de vecinos que había empezado a reunirse, y cerró de un portazo. Pero Sartaj todavía pudo oír el gruñido de Mohit en voz baja, lúgubre e implacable.

—Necesito irme —le dijo Sartaj a Rohit, y lo cogió por el codo y se lo llevó paseando. Tengo una cita.

—Lo siento —se disculpó Rohit.

Toqueteó, nerviosamente, la llave que le colgaba del cuello.

—Mohit se está malcriando, a pesar de todo lo que hacemos. Sigue con malas compañías. Tiene una banda de cuatro, cinco chicos. No dejan de pelear con esos otros, taporis más mayores de Nehru Nagar. Yo mismo le he pegado, pero no deja de empeorar. Sus notas en el colegio son terribles.

—Es pequeño —comentó Sartaj—. Es solo una mala época. Saldrá de esto cuando se haga más mayor.

Rohit asintió.

—Sí, yo también lo pienso. Pero lo siento mucho.

Sartaj le dio una palmada a Rohit en el pecho, y dijo:

—No te preocupes, hay mucho tiempo, se dará cuenta más pronto o más tarde.

Y dio un puntapié a la moto para ponerla en marcha. Mientras bordeaba la pendiente llena de huecos, se le ocurrió que quizá Mohit jamás saliese de esta espiral salpicada de sangre, aunque hubiera mucho tiempo. Tal vez ya estaba perdido, perdido para su hermano y su madre y para sí mismo. Sartaj había desempeñado su papel al empujar a Mohit a este camino duro, a este pozo del que no había retorno. Toda acción pasaba rápidamente por la enmarañada red de enlaces, teniendo repercusiones y ampliándose y desapareciendo solo para reaparecer de nuevo. Intentabas arrestar a unos apradhis y el hijo de un policía se volvía malo. No se podía escapar a las reacciones de tus acciones, y la responsabilidad no daba tregua. Así es como sucedía. Así es la vida.

Rachel Mathias estaba esperando a Sartaj en comisaría. Estaba sentada en el pasillo de fuera de su despacho, apretada en la esquina de un banco junto a una hilera de mujeres koli impasibles. Tenía calor y estaba descontenta, pero, cuando se levantó, Sartaj se quedó impresionado con la caída elegante de su sari azul y el sencillo brazalete de plata que llevaba en la muñeca derecha. No estaba arrugada en absoluto por la miseria de la comisaría, y en ese momento se quedó de pie muy recta y le miró directamente a los ojos.

—¿Cuánto tiempo lleva esperando? —preguntó él.

—No demasiado. Este es mi hijo Thomas.

A juzgar por lo resentido que parecía Thomas, llevaban en la comisaría al menos un par de horas.

—Vamos —dijo Sartaj, y les hizo entrar en el despacho y sentarse.

Thomas se repanchingó hacia atrás en la silla, y después se enderezó tras una mirada cortante de su madre. Tenía unos quince años, era, guapo y seguro de sí mismo y musculoso. Todos los chicos hacían pesas hoy en día, y Sartaj estaba seguro de que Thomas comenzó pronto.

—Sobre lo que hablamos el otro día —comenzó Rachel.

—¿Sí? —contestó Sartaj.

Ahora sabía que ella no era culpable de chantajear a Kamala, pero todo el mundo era culpable de algo. Le había pasado antes en su carrera, que la amenaza de la presión de un policía hiciera que la gente confesase algo que él no andaba buscando.

—Thomas tiene algo que contarle.

Thomas no quería decir nada, mantenía la mirada baja y los puños apretados, pero su madre era implacable.

—¿Thomas? —insistió.

Thomas movió la mandíbula, se aclaró la garganta.

—Lo que pasó fue… —empezó, y después fue incapaz de seguir.

Se limpió las manos en los vaqueros, y se puso colorado, y Sartaj sintió una simpatía repentina. Thomas había trabajado los bíceps y se había puesto gel en el pelo, pero todavía era un niño.

—Quizá —propuso Sartaj—. Thomas puede hablar a solas conmigo.

Rachel asintió.

—Esperaré fuera.

Cerró las puertas tras ella, y Sartaj dio unos golpecitos en la mesa. Entonces Thomas logró levantar la mirada.

—Cuéntame —animó Sartaj.

—Señor, sobre nuestra cámara de vídeo… lo siento.

—¿Lo sientes por qué?

—Por hacer el vídeo.

Sartaj sintió cómo el aturdimiento se instalaba sobre sus hombros como una neblina fina.

—El vídeo, sí.

—No fue idea mía.

Thomas logró contarlo todo en ese momento, a trancas y barrancas. No fue idea suya. Fue idea de Lalita. Lalita era su novia, un año mayor que él. Llevaban un año de relación. Cuando Thomas consiguió su nueva cámara de vídeo, la sacaron y grabaron secuencias de todos sus amigos, y de la ciudad, y de gente al azar por la calle. Durante unos cuantos días grabaron un corto escrito por Thomas, pero lo dejaron a medio hacer porque se aburrieron. Entonces Lalita quiso filmarles, a los dos juntos, solo dando vueltas por la habitación. Una vez que la cámara estuvo encendida, se olvidaron de que lo estaba.

—¿Os olvidasteis? —preguntó Sartaj.

—Sí.

Durante un rato se olvidaron. Cuando se acordaron, Lalita no quiso apagarla. De forma que había una toma de ellos besándose.

Sartaj se frotó los ojos, y unas espirales dieron vueltas y desaparecieron. Dejó caer las manos, y Thomas todavía estaba ahí, joven y guapo con su camiseta blanca apretada, con el colgante de cuentas pequeñas alrededor del cuello. Todavía ahí, inexplicable y sin embargo real y presente.

—¿Solo besándoos? —indagó Sartaj,

—Sí, sí. Siempre tuvimos la ropa puesta.

De modo que se dejaron la ropa puesta, pero sin embargo la madre de él se puso furiosa cuando por casualidad cogió la cámara y la encendió y les vio en la pantalla de cristal líquido. Sí, uno o dos amigos de Thomas habían visto el vídeo, pero eso fue todo. Y Rachel Mathias destruyó las secuencias de inmediato. Y ahí acabó, hasta que Sartaj apareció, haciendo preguntas sobre cámaras de vídeo.

Sartaj sabía que debería decir algo, quizá gritar al chico, aterrorizarlo. Estaba seguro de que grabar el vídeo fue idea de Thomas, no de Lalita. O tal vez no. Quizá la Lalita que Thomas describía existía de veras. Sí, Sartaj estaba seguro de que existía. ¿Qué sabía Sartaj del mundo en que vivían estos chicos y chicas, con sus cámaras de vídeo y su Internet y sus relaciones a los quince años? ¿Quiénes eran estas personas? Vivía a su lado, junto con otras miles de vidas en la ciudad, y las conocía y no las conocía. De alguna forma, todo eso existía junto. Sartaj hizo un esfuerzo, y al final logró ser severo con Thomas.

—Si haces este tipo de cosas a esta edad —comenzó—, arruinarás toda tu vida.

Continuó, pero no sabía si él mismo se creía algo de lo que decía. Mientras acompañaba a Thomas a la puerta, con una mano sobre su hombro, Sartaj se sorprendió a sí mismo.

—Escucha —dijo—, cuida de tu madre. Está sola, y trabaja muy duro para ti y para tu hermano. Pórtate bien. No le causes problemas.

No había planeadlo pedir algo por el bien de Rachel Mathias, pero Thomas pareció sentirse afectado por ello, más incluso que por las advertencias y amonestaciones que Sartaj acababa de soltarle.

—Sí, señor —contestó Thomas, con los ojos húmedos—. Lo siento, señor. Lo haré.

Sartaj se despertó de un sueño profundo, tranquilo, hacia un ventilador que describía un círculo blanco y borroso sobre un techo verde. Con gran esfuerzo, giró la cabeza. Mary estaba sentada en el suelo, hojeando una revista. La voz del televisor sonaba baja, y una manada de gacelas grande, silenciosa, brincaba sobre una colina y desaparecía en la hierba amarilla.

—¿Qué hora es? —preguntó Sartaj.

Fuera estaba oscuro.

—Nueve y media. Estabas muy cansado.

—Lo estaba. ¿Qué lees?

—Es una revista de viajes. Hay un artículo sobre submarinismo en las islas Andaman. Es tan hermoso debajo del agua. Mira.

Mary se puso de pie y se sentó en la cama a su lado. Peces naranjas y rojos nadaban en un agua tan azul que se salía de la página.

Sartaj se apoyó sobre un codo.

—¿Por qué no vas? —preguntó—. Deberías tomarte unas vacaciones.

—¿Vendrás?

—¿Yo? No, ni siquiera sé nadar.

—De todas formas estoy ahorrando para ir a Africa.

—Sí. Pero, mientras tanto, tómate unas vacaciones. ¿Qué tal Kodai-kanal?

—He estado.

—Entonces vete a tu pueblo.

—Allí no hay nada por lo que volver. ¿Por qué estás intentando que me vaya?

Sartaj se incorporó. Le quitó la revista, y cogió las dos manos de Mary con las suyas.

—Es muy peligro estar aquí en la ciudad, ahora mismo. Esperamos una gran acción terrorista. Van a hacer algo, eso lo sabemos. Así que tal vez deberías marcharte.

Mary encorvó los hombros.

—¿Vendrás?

—Tengo que quedarme aquí.

—¿Por qué?

—Es mi trabajo.

—¿Para encontrarles?

—Sí.

—¿Qué van a hacer?

—Algo, algo muy malo, muy grande.

Ella se echó a reír. Después se detuvo, y se quedó muy seria.

—Lo siento. Te creo completamente. Por eso me río. ¿Qué otra cosa puede hacerse sino reír?

—Eres muy valiente.

—No. No soy valiente en absoluto. Estoy asustada. Pero es demasiado loco para pensar en ello.

—¿Así que te irás?

—No. Sola no. ¿Qué sentido tiene? Todo lo que tengo está aquí.

Tenía los ojos húmedos. Entonces él la besó, y ella se acurrucó contra él. Ella mantuvo los labios sobre los de él, y su lengua estaba tibia y suave, y se movió para colocarse encima de él. Se rieron juntos mientras él hacía una mueca de dolor y apartaba el muslo de debajo de la rodilla de ella. Ella le besó, en las comisuras de los labios, y después alargó la mano hacia abajo y cogió la de él. La subió, la colocó sobre su pecho. Por un momento, sosegado, ambos se quedaron quietos, y Sartaj vio cómo las motas de los ojos de ella se movían bajo la luz de la lámpara, y tras ellas había una oscuridad suave, incognoscible. Se sonrieron el uno al otro. Sartaj empezó a desabrochar los botones de la camisa azul de ella, uno a uno. Los botones eran muy pequeños, y tuvo dificultad con cada uno. Se sentía bastante torpe. Mary se carcajeó, y arqueó la espalda mientras él descendía, para ayudarle. Él imitó la risita de ella, y ella volvió a acercarse, la mejilla contra su barba, y se rieron juntos. Se apartó la camisa de los hombros, revelando una cuna reluciente de piel morena, y se tumbó al lado de él. Sartaj se inclinó sobre ella. Ella puso la palma de la mano en la parte de atrás del cuello de Sartaj y lo atrajo hacia sí.

Tumbado con Mary debajo de una sábana, piel contra piel, Sartaj le habló de su infancia. Ella quería conocer su vida desde el principio.

—Cuéntame —había pedido.

En aquel momento, habían llegado a los años de adolescencia. Era muy tarde, bien pasada la medianoche, pero Sartaj se sentía alerta y contento de manera extraña. Tenía el cuerpo relajado, el dolor agradable en los músculos era el recuerdo del sexo que habían compartido. Él había estado torpe, e inseguro, y después demasiado solícito, pero de alguna forma nada de eso importaba. Había sido estupendo que ella le abrazase, sentir el pulso vivo dentro de ella. Fue bueno estar tumbado con ella, ponerle el pelo detrás de las orejas, y contestar a sus preguntas. Ahora quería saber:

—¿Cómo se llamaba?

Sartaj le había estado hablando de su primera novia.

—Sudha Sharma. Vivía a dos edificios de distancia, y su hermano era mi mejor amigo por aquel entonces.

—¿Después descubrió lo tuyo con su hermana y te dio una paliza?

—No, no, nunca lo descubrió. Me habría matado. Pero tuvimos mucho cuidado.

—¿Qué edad tenías?

—Quince.

—¡Quince! A los quince no sabía nada sobre sexo, absolutamente nada. ¿Eras tan malo a los quince?

Mary le pellizcó la piel del hombro, con fuerza.

—Arre, no he dicho que tuviésemos sexo. ¿Dónde íbamos a hacerlo? ¿En la habitación de su padre? Había tantas tías y abuelas en aquella casa que no podías girarte sin que alguna mujer te preguntase qué estabas haciendo.

—Pero corrompiste a esa pobre chica de todas formas.

—¿Yo, corromper? Ja. No hubiera tenido el coraje de mirarla siquiera. Tenía tres años más que yo, y ella era quien me daba aampapad de más cada vez que iba allí. Y me cogía la mano por debajo de la mesa. Estaba tan asustado que no podía beberme el vaso de agua.

—Estas chicas de Bombay van demasiado deprisa. ¿Entonces qué?

—Solíamos vernos después de sus clases de la tarde.

—¿Y entonces la besaste?

—Me besó ella.

—Sí, sí. ¿Dónde?

—¿Cómo?, aquí, por supuesto —contestó Sartaj, indicando sus labios.

—No me refiero a eso, tonto. —Mary puso una cara que fingía enfado, pero le besó de todas formas, un beso rápido en el lugar que él había señalado—. Quiero decir, ¿dónde? ¿En la habitación de su padre?

—La primera vez, en el salón familiar de un restaurante en Colaba. Había dos chicas con ella, pero nos dejaron solos. Luego, después de eso, ya sabes, en las rocas de Bandra.

—¿En el paseo marítimo? De verdad, era una descarada.

—¿Sudha? No. Tan solo era Sudha.

La sonrisa de él debió de ser demasiado cariñosa, porque Mary le pellizcó de nuevo.

—¿Y qué pasó? ¿Te casaste con ella?

—Yo era demasiado joven. Ella se casó con alguien un par de años después. Todo concertado por sus padres. Fui a la boda.

—Oh. Pobrecito.

—No, no fue así. Nunca pensamos que nos casaríamos. Yo era demasiado joven. Y tampoco era de su casta.

—Y sin embargo ella te sedujo. Dios mío. —Pero ahora Mary estaba tomándole el pelo, y acariciándole el pecho—. Pero supongo que simplemente no pudo resistirse a Sartaj Singh.

—Sí. Casi era tan alto como ahora, ya sabes.

—Y casi tan guapo como eres ahora. Todo un protagonista, casi.

Se estaba burlando, con suavidad, y él la levantó y la puso encima suyo.

—¿Te estás riendo de mí? ¿Lo estás haciendo?

Ya había descubierto que ella tenía muchas cosquillas, y ahora soltaba risotadas y se retorcía bajo las puntas de los dedos de él.

—Solo un poco —logró decir ella por fin.

Los pechos de ella se aplastaban contra Sartaj, ocultando y luego revelando los círculos oscuros de sus pezones. Lo vio mirando y alargó la mano para coger una sábana. Era tímida de una forma extraña parauna mujer de su edad, que se había casado y divorciado. Quizá así es como eran las chicas de pueblo. Sartaj nunca había estado con una antes. Esta en particular estaba ahora tumbada a su lado, cubierta por la sábana hasta la barbilla, mirándole fijamente.

—¿Qué? —preguntó Sartaj.

—¿Qué, qué? No creas que vas a distraerme con tanta facilidad. De acuerdo, así que esta chica veloz se casó con algún hombre desafortunado. ¿Qué pasó después? ¿Con quién te casaste?

De modo que Sartaj tiró de Mary para acercársela y le habló de Megha, de la emoción de su romance imposible en la facultad, que iba más allá de la clase y las fronteras impenetrables del acento y la ropa y la música. Le contó cómo Megha consideraba bastante incomprensible el aprecio que él sentía por los números del viejo Shammi Kapoor, y cómo le entrenó para que no se pusiera pantalones acampanados. Y cómo, finalmente, se casaron y fracasaron. O tal vez tuvieron éxito en alguna pequeña medida, en no herirse demasiado el uno al otro.

Mary susurraba de forma comprensiva mientras él contaba la historia, y después suspiró y su respiración se equilibró. Su cuerpo daba sacudidas pequeñas, extendiendo y contrayendo brazos y piernas, y Sartaj sonrió. El pelo de Mary le rozaba por toda la nariz, y Sartaj recordó aquellos días lejanos en los que paseaba con Sudha por Marine Drive, en que se sentía excitado como un loco y asustado mientras apretaba el muslo contra el de ella en el reservado de la parte de atrás de un restaurante iraní. En aquellos tiempos pensaba mucho en el sexo y el amor, a veces parecía que no pasaba un minuto sin que alguna imagen exaltada de sexo pasase rozando por su cerebro. Y existía el anhelo angustiado por un alguien imaginado, una mujer borrosa y sin embargo incandescente que era hermosa, y buena, y comprensiva, y sexy, que le apoyaba, y todo lo demás. Una vez pensó que Megha era todas esas cosas, y solo Vaheguru sabía lo que Megha imaginó que sería él. Se decepcionaron mutuamente. Él pensó que nunca se recuperaría de la desilusión, y por un tiempo se consideró un cínico. Después descubrió que todavía era en gran medida un sentimental, que lloraba por las noches, tarde, con Dilip Kumar en Dil Diya Dard Liya, que sentía un nudo enorme en la garganta cuando leía en los periódicos historias sobre niños pobres que habían estudiado bajo la luz de las farolas y habían logrado aprobar los exámenes del IAS. Ahora estaba esta mujer, esta Mary que descansaba junto a él. No era una ilusión, ni un romance filmi acalorado, ni cinismo, ni sensiblería, era algo más. El amor resultó ser algo totalmente distinto de lo que imaginó que sería a los quince años.

Sartaj movió el hombro de debajo de la cabeza de Mary, y la acomodó sobre la almohada. Se giró hacia ella, descansó los dedos sobre el muslo de ella e intentó dormir. Pero entonces no pudo dejar de pensar en la bomba. Ahora se sentía seguro, de modo que de nuevo trató de imaginar qué aspecto tendría, ese artefacto, y solo se le ocurría alguna imagen tonta de una maraña de alambres insertos en paneles de acero, que exponían números en neón pasando a toda velocidad. Tal vez ese artefacto le quitaría a Mary, del mismo modo en que por fin la había encontrado. Sabía que era cierto, y sin embargo no sentía la emoción fuerte que esperaba, algo de furia, o negra melancolía, o desesperación. Tocó la mejilla de Mary. Ya nos hemos perdido unos a otros, pensó. En el momento en que poseemos perdemos a aquellos a quienes amamos, por la mortalidad, por el tiempo, por la historia, por nosotros mismos. Lo que tenemos son estos fragmentos de generosidad, estos regalos de fe y amistad y deseo que podemos darnos unos a otros. Sea lo que sea que venga después, nada puede traicionar este yacer en la oscuridad, este respirar juntos. Es suficiente. Estamos aquí, y aquí nos quedaremos. Tal vez Kulkarni se equivocaba con la gente de Bombay, quizá se quedasen en la ciudad aunque supiesen que se avecinaba un fuego inmenso. Tal vez esperarían a la bomba en estos callejones enmarañados, que han surgido de la tierra sin previsión ni plan. La gente venía aquí desde el gaon y vilayat, y en contraban un lugar donde instalarse, se acomodaban en una zona de tierra sucia, que mutaba y se disponía para acogerles, y después vivían. Y de esa forma se quedarían.

Con todo, por supuesto, la búsqueda del gurú y sus hombres continuaba. Sartaj siguió pistas, fue a edificios de apartamentos en Kailashpada y Narain Nagar, donde la gente había dado cuenta de sospechas sobre vecinos. Y también bastis en el remoto Virar. Un viernes por la tarde, Sartaj se detuvo en el dance bar Delite. Shambhu Shetty le dio una Pepsi y le preguntó:

—Jefe, ¿qué está pasando? Recibo dos visitas de los agentes al día, al menos. Entran aporreando, y le preguntan a mi personal por un tipo en silla de ruedas y un extranjero. Y, de todas formas, ¿por qué iban a venir unos sadhus a un bar? Pero tu gente entra a empujones cada día. No es bueno para el negocio, ya sabes.

—Tan solo es una de esas alertas de Delhi, Shambhu —contestó Sartaj—. Hay alguna información, así que nos han pedido que la rastreemos. Eso es todo. Es muy urgente, de modo que tenemos que mirar en todas partes. Nunca sabes dónde puedes oír algo. Los agentes tienen órdenes.

Shambhu todavía estaba irritado,

—¿Por qué nos desbaratan así el trabajo? También vienen en momentos álgidos, afectan de verdad a nuestras recaudaciones. Tal y como va, todo nuestro negocio está en peligro. Hay rumores de que si el gobierno cambia en las próximas elecciones, esos bastardos del Partido del Congreso pueden prohibir del todo los dance bars. Si no es un gaandu tratando de proteger la cultura india, es otro. Políticos bastardos. ¿Sabes cuántas veces diputados y ministros me piden que les mande chicas para fiestas privadas?

Shambhu se estaba quejando, pero tenía un aspecto próspero y bien alimentado. El matrimonio parecía sentarle bien.

—Sí, Shambhu, lo sé. Pero ahora deja que los agentes hagan su trabajo. Es una emergencia. Podría ser serio. De verdad, si sabes algo deberías hacérmelo saber. ¿De acuerdo?

Shambhu se estiró y se rascó el estómago.

—¿Qué, son otra vez esos musulmanes bastardos?

—No —contestó Sartaj—. No son los musulmanes. En absoluto. Solo busca una silla de ruedas y un extranjero, Shambu. Es muy importante.

Pero Shambhu no estaba convencido. Se marchó arrastrando los pies, murmurando. Recientemente había conseguido un contacto en MTNL que disponía llamadas a larga distancia gratis desde el teléfono rojo de su despacho. Así que había invitado a Sartaj para compartir la recompensa, y aprovechaba la oportunidad para quejarse de los agentes. Sartaj descolgó el teléfono y marcó. Si Shambhu se estaba molestando por los interrogatorios, y sus clientes lo notaban, era probable que los apradhis también supieran que les estaban persiguiendo. Una investigación grande dejaba una huella grande, y la sutileza no era algo que les surgiera con facilidad a unos agentes cansados al final de sus turnos.

—¿Hola?

—Peri pauna, Ma.

—Jite rallo. ¿Dónde has estado, Sartaj?

—Trabajo, Ma. Hay un caso grande en marcha. El más grande.

Ella soltó una risita.

—Eso es exactamente lo que tu Papa-ji solía decir. Cada caso era el más grande en la historia de la policía de Bombay.

Sartaj podía oír la satisfacción en su voz, su afecto por viejas artimañas conyugales.

—Sí, Ma. A mí también me lo solía decir. Pero, en este caso, de verdad es uno importante. Muy muy importante.

Pero Ma quería hablar de Papa-ji.

—Una vez investigó el robo de un perro, una cachorra de pastor alemán. Me dijo que eso era también un caso muy muy importante. Pasó fuera noches enteras, investigando pistas. Y no era por los propietarios, ni siquiera. Quiero decir, eran ricos, habrían conseguido otro perro al cabo de una o dos semanas. Pero tu Papa-ji no dejaba de decirme: «Imagina cómo se siente esa pobre cosita, arrancada así de su hogar». La encontró, una semana después,

—Lo sé, Ma.

Sartaj había oído la historia muchas veces antes, tanto de Ma como de Papa-ji. Cuando la contaba Papa-ji, el caso se convertía en objeto de una lección sobre investigación cuidadosa y cultivo de los informantes. Nunca mencionó los sentimientos de la cachorra. Pero Ma, como estaba haciendo en ese momento, siempre hablaba de Papa-ji acechando las calles, preocupado por la perra, y con la cachorra gimiendo sin cesar en casa del secuestrador. Papa-ji encontró a la perra en cuatro días, a través de una serie de entrevistas con los vecinos y algo de presión cuidadosa a los comerciantes de la esquina de la calle. El apradhi, cuando fue descubierto, resultó ser el sobrino del propietario de la tienda de comestibles que había a un callejón de distancia. Ese sobrino era adicto a la moda nueva de videojuegos, y les había vendido la perra a sus vecinos de Nepean Sea Road, para poder jugar sin cesar a Comando Misil en una flamante sala al final de la calle, la primera en aquella zona de la ciudad. De modo que la perra fue devuelta como era de esperar, y el sobrino encarcelado y disciplinado.

—Y, ya sabes, Pinky estaba muy contenta de haber vuelto a su verdadero hogar —comentó Ma, mientras se acercaba al final de este relato familiar tan repetido.

—¿Quién es Pinky?

—Sartaj, de verdad, a veces no escuchas en absoluto. Pinky era ella, la cachorra.

—¿Pinky era la cachorra?

—Sí, sí. ¿Qué es tan complicado?

—No, no, Ma. Ahora me acuerdo.

Después de que Sartaj se despidiese y colgase, y le diese las gracias a Shambhu, se quedó de pie frente a la puerta del dance bar Delite y pensó en Pinky. Ninguna de las veces que contó el caso mencionó Papa-ji que el animal en cuestión se llamase Pinky. Probablemente pensó que no tenía importancia. Pero de alguna manera sí la tenía. Saber que era Pinky hacía que todo el asunto de la perra perdida fuese más conmovedor. Era imposible que Pinky todavía estuviese viva, pero tal vez sus hijos y nietos seguían prosperando por alguna parte de la ciudad. Tal vez el propio Sartaj había acariciado a alguno de ellos. Podía pensar en al menos tres, no, cuatro hermosos pastores alemanes con quienes había tenido relación. Dos de ellos eran neuróticos nerviosos, pero Sartaj lo atribuía a tener que vivir toda la vida en pisos pequeños. Era suficiente para volver un poco loco a cualquiera.

Subió a la moto, y después se quedó sentado, quieto por un momento. El sol de la tarde hacía resplandecer las ventanas de las oficinas al otro lado de la carretera y arrojaba una bruma sobre el tráfico de abajo. Los vendedores ambulantes al borde de la carretera estaban haciendo un buen negocio, vendiendo ropa y tarjetas y calzado a los peatones que pasaban. A la izquierda, tres edificios más allá, había un grupo de chaat-valas, en la zona de descarga del Centro Comercial Eros. Sartaj podía oler el pav-bhaji que estaban calentando, y de repente tuvo ganas de comer papri-chaat. De niño fue adicto a eso, y al final Papa-ji se lo racionó a un plato a la semana, los viernes. Hoy es viernes, pensó, y bajó de la moto y se puso a caminar.

En medio del chisporroteo de lo que se cocinaba sobre las tavas, Sartaj hizo cola detrás de un grupo de universitarias dadas a reírse tontamente. Las chicas iban vestidas con tops cortos y vaqueros ajustados, y todas llevaban brazaletes brillantes rojos y azules alrededor de las muñecas, una versión en goma de las pulseras. Una de ellas le vio mirar el brazo de su amiga y se dio la vuelta con altivez. Murmuraron juntas. Sartaj se giró para ocultar su sonrisa. Sin duda se estaban quejando de este tío verde, este Romeo barato de carretera. Pero solo se sintió comprensivo con ellas, y asombrado de que tanto tiempo después de sus días de universidad aquellos pantalones acampanados hubiesen vuelto a escena.

Compró su papri-chaat y paseó alrededor del anillo de sillas blancas de plástico que bordeaban el patio hasta que encontró una vacía. Después se abandonó al placer del papri-chaat, a su crujido y la acidez maravillosa del tamarindo. Debió de hacer un sonido ligero de satisfacción porque el niño de tres años que le estaba mirando desde detrás de la rodilla de su madre se rió y le señaló. Sartaj arrugó la nariz mirando al niño y dio otro bocado.

—Mmm —soltó.

Le sonó el móvil. Sartaj intentó cogerlo de forma torpe mientras sostenía el plato de papel, se limpió la mano con una servilleta y al final cogió el teléfono. Era Iffat-bibi.

—¿Qué, has olvidado a tus viejos amigos? —preguntó ella.

Tenía la voz más gruesa que nunca.

—Arre, no, bibi —contestó Sartaj.

—Entonces todavía debes de estar enfadado conmigo.

—¿Por qué dice eso?

—Porque si necesitas algo, y no les preguntas a quienes están cerca de ti, entonces debes de estar enfadado.

—¿Necesito algo?

—Tal vez no lo haces, pero tu departamento ha estado sacudiendo los brazos por todo Mumbai.

—¿Sobre qué?

—Quizá no queréis a esos hombres, si quieres jugar a todos estos juegos infantiles.

—¿Qué hombres?

—El hombre en la silla de ruedas. El extranjero. Y los otros.

—¿Sabe dónde están?

—Puedo saberlo.

—Iffat-bibi, tiene que decírmelo, es muy importante.

—Sabemos que es importante.

—No lo entiende. ¿Sabe dónde localizarlos? Es urgentísimo.

—¿Ese gurú ha huido con mucho dinero? Eso está muy mal por su parte.

—De acuerdo. ¿Qué quiere?

Iffat-bibi suspiró.

—Ahora hablas como un hombre sensato. Pero así no, no por teléfono.

—¿Dónde está ahora mismo?

—En la zona de Fort.

—Tardaré mucho rato en llegar a Fort. Y en esto cada minuto importa. No sabe lo que podría pasar, Iffat-bibi.

—Entonces será mejor que cojas el tren, ¿no?

—Tan solo dígame qué quiere. Prometo que lo haré.

—Lo que quiero no te lo puedo pedir así. Ven. Mis hombres se reunirán contigo en la estación.

Así que Sartaj fue. Cogió el tren rápido hasta la Estación Victoria, donde dos hombres jóvenes le estaban esperando fuera de la terminal. Se le acercaron saliendo de la multitud, y uno de ellos dijo:

—Sartaj saab. Nos manda Bibi.

Sartaj les siguió hasta la puerta, y después continuaron hacia el edificio del Times of India, donde esperaba un Fiat negro sin nada de particular. Entraron todos, Sartaj atrás a la izquierda, y se fueron. Nadie habló. El conductor trazó un círculo, pasó por delante de Metro, y de nuevo hacia D. N. Road. Sartaj observó las calles familiares al pasar. Papa-ji había pasado temporadas considerables por allí. Había llevado a Sartaj de joven a pasear por las zonas en que hacía rondas, señalando lugares donde se habían perpetrado crímenes y los apradhis habían sido detenidos. En ese momento el coche giró a la izquierda en un cambio de sentido, y después a la derecha, y Sartaj vio el pequeño templo tecnicolor que le encantaba de pequeño, sus paredes cubiertas de esculturas de dioses y diosas pintadas brillantemente. Papa-ji y él solían quedar allí, «junto al templo», sin necesidad de decir cuál.

Pero las tiendas antiguas no estaban. Sartaj no reconoció ninguna en la calle en la que entraron al girar, aunque los grupos irregulares de escúters y bicicletas eran los mismos. Y el gentío era más denso, incluso a las seis en punto de la tarde. El conductor dijo:

—Aquí.

Y pararon.

Los hombres de Bibi llevaron a Sartaj alrededor de una marisquería, por un callejón estrecho, hasta la parte trasera del edificio. Subieron unas escaleras que olían a pescado podrido, y después se abrió una puerta. Se metieron en un despacho muy pequeño que parecía una especie de zona para los contables. Había libros de contabilidad en las estanterías, que llegaban hasta el techo. Las mesas de trabajo estaban apretadas unas con tra otras, y todavía había media docena de empleados inclinados sobre las pantallas de ordenador. A la derecha, habían duplicado el espacio creando un entresuelo, que tenía tres terminales de trabajo completas suspendidas en el aire. Uno de los hombres le indicó a Sartaj el fondo de la oficina, donde habían apretujado un despacho en el fondo triangular de la sala. Sartaj abrió la puerta, y se agachó para pasar.

Iffat-bibi estaba sentada con las piernas cruzadas en una silla roja de ejecutivo en la punta del triángulo. Se había quitado el burka de la cabeza, dejando al descubierto una juvenil abundancia de pelo teñido con alheña.

—Pasa, pasa —saludó—. Arre, Munna, consigue algo de chai para el saab.

Le hizo gestos a Sartaj para que se sentase en una silla casi tan magnífica como la de ella, y cerró el libro de contabilidad que había estado examinando.

—¿Quieres que pongamos más fuerte el aire acondicionado, saab? Tienen esto tan frío que me congelo los huesos. Pero eres joven, a vosotros os gusta así.

—No, no hace falta. Está bastante fresco.

La habitación los empujaba a estar cerca, y Sartaj pensó que Iffat-bibi tenía exactamente el aspecto que él esperaba. Era grande y tenía las facciones bien marcadas, con una mandíbula angulosa y piel juvenil. La boca desdentada era asombrosa, bajo los ojos alerta y la nariz afilada. No se la podía imaginar de joven. Tal vez había tenido la misma edad durante los últimos cien años. Y lo cierto es que parecía que pudiera vivir durante al menos otros cien.

—Saab, ¿qué querrás comer?

—Nada, bibi. Por favor, necesitamos hablar de su información. Hay un gran peligro, y son hombres muy peligrosos.

—El peligro siempre está ahí, saab. Si pierdes la ocasión de comer, el peligro vendrá igual.

Alguien llamó a la puerta de cristal esmerilado, y entonces un chico colocó una taza de té humeante frente a Sartaj.

—Trae algo de machchi tanduri para saab. Y ese plato especial de jhinga.

Sartaj se recostó en la silla y se abandonó a los rituales de la hospitalidad. El fin del mundo podía esperar, había estado llegando desde hacía meses y desde siempre. Iffat-bibi era implacable con sus atenciones. Discutir no le llevaría a ninguna parte, era mejor cooperar y disfrutar.

—Bueno, bibi —comenzó—, ¿cuál es la noticia?

Iffat-bibi movió su mole en la silla, de una cadera a otra.

—Saab, no soy más que una anciana, no salgo mucho. Tan solo he venido aquí hoy para comprobar algunas cuentas.

Pero luego le contó historias de taporis de segunda, y pistoleros de organizaciones rivales, y chicas de bar. Llegó la comida, y Sartaj dio un bocado simbólico de cada plato. Le iba a estallar la cabeza. El aire frío le rozaba las mejillas y le serpenteaba por el cuello, y se vio asaltado por una aprensión que se asentó en sus muslos e hizo que tuviese calambres. Se acomodó en la silla, e intentó relajarse, y mantener una conversación.

Finalmente Iffat-bibi estuvo lista para ir al asunto. Sorbió de un platillo lo que le quedaba de chai, lo dejó y dijo:

—Quieres a esos hombres.

—Sí.

—Sabemos dónde están.

—¿Cómo?

—Han alquilado una casa a uno de nuestros socios. Por supuesto no sabían que ese casero era uno de nuestros amigos. Pagaron, en metálico y por adelantado, dos meses de alquiler y el depósito.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Casi dos meses. El arrendamiento casi ha terminado.

Sartaj notó sacudidas en el estómago.

—¿Qué tipo de casa? ¿Un piso? ¿Un bungaló?

—No te hagas el listo conmigo, beta. Solo diremos que una casa. Y no, no les encontrarás. Solo uno de ellos entra y sale. El resto está allí, el tipo de la silla de ruedas, el extranjero, pero nunca se dejan ver, por nadie. Solo el casero los vio entrar. Y nadie pensó en ello hasta ahora, cuando vosotros los policiyas empezasteis a perseguirles por todas partes.

Iffat-bibi sacó una caja de plata de algún lugar del interior de sus voluminosas capas, y empezó a prepararse paan.

—¿Qué han hecho esos tipos?

—Todavía nada.

Sartaj estaba muy quieto, con las palmas de las manos descansando sobre la mesa.

Iffat-bibi extendió una pasta plateada sobre la hoja, y después la dobló con destreza hasta empequeñecerla. Se la metió en la boca.

—Sé que piensas que tal vez puedes encontrarles. Crees que tienes alguna información, una casa, una casa con jardín y escaleras. Pero créeme, no la encontrarás. No seas tonto, ni siquiera lo intentes.

—Sí. —Sartaj dio un sorbo de su chai tibio. Las paredes le oprimían, y parpadeó ante Iffat-bibi, ante su boca enrojecida, mascando—. Sí —repitió—. ¿Qué quiere?

Eso la contentó, esta comprensión madura que él demostraba en torno a lo que se requería. Le sonrió:

—Queremos a Parulkar.

—Saali, no te atrevas a acercarte a él. Si le tocas, yo…

—Siéntate. —Iffat-bibi no se inmutó ante el enfado de él, permaneció sentada tan inamovible como una montaña—. Siéntate.

Sartaj dejó de agarrarse a la mesa de forma dolorosa, y se dejó caer de nuevo sobre la silla.

—No te acerques a él.

—Arre, baba, ¿quién ha dicho nada de tocarle? No somos idiotas, no vamos a thokoarle, nada de eso. No queremos a todo el cuerpo de policía de Mumbai a nuestras espaldas.

Eso tenía sentido, pensó Sartaj. Ningún policía de ese rango había sido asesinado jamás en la ciudad.

—Pero ¿por qué queréis hacerle algo? —preguntó—. Es amigo vuestro, amigo de vuestros superiores. Entonces, ¿por qué?

Iffat-bibi escupió rojo en el cubo de basura que había a un lado del escritorio.

—Sí, nosotros también pensamos que estaba próximo a nosotros. Y hemos sido amigos suyos durante mucho tiempo, le apoyamos en sus momentos problemáticos. Pero ahora está a salvo, tiene nuevos amigos.

—¿Te refieres al nuevo gobierno? Pero un hombre tiene que vivir. Tiene que trabajar a sus órdenes, así que tiene que adaptarse a ellos un poco.

—Sí, sí. Por supuesto. Eso lo entendemos. Nunca le hemos envidiado a nadie su trabajo, su forma de ganarse la vida. Arre, Parulkar saab nos ha ocultado dinero que era nuestro, khokas enteros. Dijimos: dejémoslo estar. La relación es más importante que el dinero.

—¿Y ahora qué sucede? ¿Qué ha pasado?

—En los últimos cuatro meses, siete de nuestros hombres han sido asesinados. No eran unos chillar, ¿entiendes? Todos eran pistoleros de primera y controllers. Todos eran inteligentes, buenos al esconderse, buenos al desplazarse. Pero la policía, esa brigada móvil, sabía exactamente dónde encontrarles. Así que les eliminaron. Y el gobierno lo saca todo en los periódicos, y dicen que han aplastado el crimen. Y nos preguntamos: ¿cómo es que de repente la policía es tan buena en seguirles la pista a nuestros mejores hombres? —Iffat-bibi se inclinó hacia delante, hacia la luz de la lámpara—. Hicimos nuestra propia investigación. Ahora lo sabemos. Parulkar le dio nuestros chicos a este gobierno.

—Iffat-bibi, la información para las eliminaciones podría haber llegado de mil sitios. Tus hombres fueron asesinados, eso es malo, pero no significa que…

—Tenemos nuestra propia información. Estamos seguros. Ha cambiado de bando, y está matando a nuestros hombres.

A pesar del frío, a Sartaj le sudaban las manos. Se las limpió en los pantalones, e intentó mantenerlas quietas.

—Volverá con vosotros. Si quieres, yo mismo hablaré con él.

—No, ahora no hablará con nosotros, siquiera. No me coge las llamadas. No cogerá las llamadas de bhai. ¿Te lo puedes imaginar?

Sartaj no se lo podía imaginar. Rechazar llamadas de Suleiman Isa en persona significaba que Parulkar había cambiado de verdad, que había cogido años de su vida, los había empaquetado todos y había cruzado una frontera muy peligrosa. Sartaj no quería creerlo, pero todo tenía sentido: la rehabilitación de Parulkar con el actual gobierno rakshak, el repentino éxito de este gobierno en acabar con miembros de la banda-S. Parulkar lo había hecho, había dado el paso.

—Déjalo estar —pidió Sartaj—. Perdonadle. Como perdonasteis lo del dinero.

—Es demasiado tarde. Ha causado demasiado daño. —Señaló hacia arriba, hacia el techo y más allá, y negó con la cabeza—. La orden ha venido de arriba. Bhai está muy enfadado, bhai se siente insultado. Bhai lo ha dicho. Hay que retirar a Parulkar de su trabajo, de la policía. Bas.

Así era, Parulkar tenía que marcharse. Había salido como triunfante superviviente una vez más, en esa última batalla, y lo había hecho volviéndose en contra de sus viejos amigos. Ahora ellos terminarían con él.

—¿Por qué me cuentas esto?

—Tienes una relación muy estrecha con él.

—Sí. ¿Y?

Sartaj sabía la respuesta, y toda esa conversación era solo una forma de ganar tiempo, una maniobra nimia y estúpida contra las palancas inflexibles que se movían hacia él, que le estaban empujando hacia un lugar muy pequeño y oscuro.

—Puedes ayudarnos.

Sartaj cerró los ojos. Allí, en la agitación atronadora de su sangre, volvió a ser un niño, esperando en la oscuridad que los monstruos se retirasen de su piel, que alguien llegase y le salvase del dolor, que el sueño le alejase del terror. Trató de calmarse, pero un desconcierto de recuerdos se arrojó sobre él, ahí estaba Papa-ji haciendo volar una cometa por el cielo encapotado, Parulkar encorvado sobre un cadáver durante el primer caso de asesinato de Sartaj, un paseo en moto con Megha bajo la lluvia del monzón, Ma caminando a grandes zancadas por un mercado en Delhi. Sartaj se frotó la cara, abrió los ojos. ¿Qué debía hacer, qué debía hacer?

—No lo entiendes —dijo—. No entiendes que todos podríamos estar muertos mañana. Todo podría terminar. Créeme.

—Puedo creerte —Iffat-bibi se encogió de hombros—, pero ellos no lo harán, bhai y ellos. Creerán que es un truco. Quieren a Parulkar.

—Entonces olvídales, olvida a tu bhai. Olvídalos a todos. Tú dime dónde está esa casa.

—No puedo.

Sartaj hurgó en su pistolera.

—Dímelo —ladró—. Dímelo.

Iffat-bibi aplaudió, y se rió.

—¿Qué vas a hacer con eso, loco? ¿Dispararme?

Ahora Sartaj tenía el revólver en la mano. Su pulgar se deslizaba sobre el seguro, y entonces se calmó y la apuntó a la cara.

—Dímelo.

—¿Crees que tengo miedo de morir?

—Dispararé. Dímelo.

—No te lo puedo decir porque no lo sé. Solo me dijeron lo que te he contado. Así pues, dispara. Mis hombres entrarán, y tú también estarás muerto en un segundo, y khattam shud.

Puedo disparar, pensó Sartaj. Sería una acción. Haría un agujero en aquel semblante blanco que flotaba, sobre la boca abierta, y después él mismo estaría muerto. Lo que fuera que pasase después, no lo sabría, sería asunto de alguna otra persona. Cualquier cosa que pasase, cualquier cosa que les pasase a Parulkar y Anjali Mathur y Ma y Kamble y cualquier otro y Mary, pasaría.

Dejó el revólver sobre la mesa, y apartó los dedos de él.

—Limpíate la cara —soltó Iffat-bibi de manera cortante.

Deslizó una caja de pañuelos por la mesa.

Sartaj se sonó la nariz.

—De acuerdo —respondió—. ¿Qué quieres que haga?

El tren acababa de salir de la estación Dadar cuando llamó Kamala Pandey.

—Umesh ha llamado tres veces en los últimos dos días y me ha dejado mensajes en el móvil —explicó—. Quería saber cómo progresaba el caso. ¿No ha hablado con él?

—En realidad, señora, no lo he hecho. De repente ando muy ocupado. Hay un asunto muy grande que necesita ser atendido.

—Entiendo.

Creía, lo cual es comprensible, que Sartaj había cogido el dinero y eludía las responsabilidades, y no estaba satisfecha.

—No se preocupe, señora —añadió Sartaj—. Nos ocuparemos de eso esta noche.

—De acuerdo.

—No, de veras. Lo siento mucho. Pero esta noche hablaremos con él.

Lo decía en serio: Umesh sería una distracción bienvenida. Había leído todos los anuncios que podía ver en las paredes del compartimento, y después había sacado su bloc de notas y leído los garabatos de hacía dos meses, tratando de evitar pensar en lo que tenía que hacer para Iffat-bibi. Sí, pensaría en el piloto, y se ocuparía de él.

—Ha sido un retraso inevitable, señora —siguió—, pero ahora le cogeremos.

Y observó los edificios por cuyo lado iban pasando, y los huecos repentinos que dejaban al descubierto un cielo amarillento.

Sartaj y Kamble golpearon y aporrearon la puerta del piloto a las nueve y media, y lo encontraron cenando con sus padres y sus tres hermanas. Había niños correteando, y olor a arroz y dal en el aire. El padre del piloto era un anciano caballero corpulento vestido con banian y pajamas azules a rayas. Apareció detrás del sirviente que abrió la puerta y preguntó enfadado:

—¿Qué pasa? ¿Quiénes son? ¿Por qué están haciendo todo este hungama?

—Policía —gruñó Kamble, pasó empujando al padre y al sirviente.

Sartaj le siguió, a un paso más lento, observando el feliz retablo. Dos hermanas eran mayores que Umesh, y llevaban salvar-kamizes elegantes y parecían muy respetables y casadas. Una hermana era más joven, tal vez universitaria. El físico familiar era definitivamente el de la madre, pero se había distribuido de forma irregular en la generación siguiente. Una hermana, la mayor, era pasablemente guapa, a pesar del peso extra en sus brazos y caderas. Las otras dos eran bastante normales. Sin duda, el piloto era la estrella en esta trama, el brillante héroe de su madre, y ella misma era bastante hermosa. La madre tenía un rostro alargado, estrecho, y pelo blanco liso que sabiamente había dejado sin teñir, y ahora estaba frenética.

—¿Qué policía? —preguntó—. ¿Qué?

—No te preocupes, Ma —contestó el piloto, alargando la mano y acariciándole la muñeca—. Son amigos míos.

Kamble soltó una risa tan malvada de forma teatral que la hermana menor dio un sobresalto y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Sí —replicó Kamble—, somos muy muy buenos amigos de Umesh. Somos sus langotiya yaars. Lo sabemos todo sobre él.

En ese momento, Umesh estaba de pie, tratando de arriarles para apartarlos de la mesa de comedor, de su familia. Dio una palmada a Sartaj en el hombro y sonrió.

—Me alegro de verle, Sartaj saab. Por aquí.

No reveló ni una pizca de nerviosismo, estaba relajado y seguro de sí mismo.

En el interior de su sala de cine, cerró la puerta blanca y pasó el pestillo. La habitación era lo bastante grande como para contener una cama blanca y media docena de butacas de piel negra formando un semicírculo. Y por supuesto había una pantalla que se extendía de un extremo al otro de la pared.

—¿Qué quieren? —preguntó Umesh.

Era demasiado listo como para ser rudo, pero fue cortante.

Kamble tenía las manos sobre las caderas, la cabeza hacia delante.

—¿Esa puerta está insonorizada? —indagó, con mucha suavidad.

La charla agitada de la mesa se había cortado de repente, y ahora había un silencio completo, ni siquiera se oía el ruido de los coches que movían los faros alrededor de la curva que había debajo de la ventana.

—Sí, sí. —El piloto estaba confundido, y muy curioso—. Me gusta oír las películas con el volumen alto. Tengo un sistema de sonido de primera. Si un avión se estrella en la pantalla, puedes sentirlo.

Entonces probó con una de sus pequeñas sonrisas, una de las de muchacho dulce.

Kamble le dio una bofetada.

—¿Has oído eso? —preguntó Kamble—. ¿Haan? ¿Lo has oído?

El piloto tenía una mano sobre la mejilla, y la otra con el puño hecho un ovillo, cerca del pecho. Estaba muy ofendido. Probablemente nunca le habían pegado una bofetada, jamás, ni siquiera su madre. Kamble esperaba, preparado y con ganas, deseando un movimiento agresivo, un insulto, algo. Pero Umesh era demasiado inteligente, tenía demasiado control.

—¿A qué viene esto? —preguntó.

Bajó las manos, hinchó el pecho con indignación justificada. Le preguntó a Sartaj:

—¿Qué le ha pasado?

Sartaj había estado mirando hacia arriba, hacia los altavoces blancos diminutos colocados bien arriba cerca del techo, muchos de ellos sin duda ubicados para proporcionar un sonido ambiente completo. Sonrió.

—Creo que está muy enfadado contigo. Porque estabas tratando de tomarle el pelo.

—¿Tomarle el pelo? Nunca le he hecho nada.

Kamble agarró la camiseta blanca del piloto, y tiró de ella para acercárselo.

—Pero se lo hiciste todo a Kamala, bastardo.

Umesh se desplomó bajo la mano de Kamble. Entonces Sartaj pudo ver los inicios del miedo, los planes que daban vueltas tras sus bonitos ojos.

—Lo sabemos todo —dijo Sartaj—. Tenemos a tu Anand Agavane. Tenemos su teléfono móvil. Nos lo ha contado todo. Nos contó cómo hiciste que llamase a Kamala, cómo recogió el dinero de ella. Sabemos que estabas chantajeando a tu novia.

—No —respondió Umesh—. No. No sé…

Su piel clara se había sonrojado, su voz era susurrante.

—No lo intentes, Umesh —siguió Sartaj—. ¿Quieres que te pongamos las esposas y te saquemos ahí fuera, delante de tu familia? Rastrearemos toda la casa, lo revolveremos todo, y encontraremos el teléfono móvil que utilizaste para llamar a Anand Agavane. Después te llevaremos al calabozo. Así que no lo intentes. De lo contrario tendremos que contárselo todo a tu madre.

El piloto flaqueó. Contrajo la boca, y un sollozo leve salió de ella. Respiró de forma entrecortada y rápida, dentro y fuera, y la baba salpicó la muñeca de Kamble.

—Bastardo —dijo Kamble, y lo soltó.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Umesh.

Kamble se hizo a un lado, y el piloto caminó tambaleante hasta una de las sillas negras grandes y se sentó en el borde, con la cabeza colgando y los brazos sobre los muslos.

Kamble acercó otra silla y se reclinó sobre ella. Empujó ligeramente la rodilla de Umesh con la punta del zapato, y preguntó:

—¿Qué, pensaste que veías unas cuantas películas americanas y lo aprendías todo? ¿Te crees un maharathi? Arre, a bastardos baratos como tú los cogemos todos los días. Y les bambooingamos por el gaand. Pero eres peor que cualquier maderchod, chantajeando a tu propia novia. Sacándole el dinero. —Kamble se inclinó a un lado, escupió al suelo—. Bhenchod, he visto a muchos chutiyas que vendían a sus propias hermanas por dinero, pero son mejores que tú.

Volvió a escupir.

—Lo siento —contestó el piloto—. Lo siento.

Ahora estaba llorando, y limpiándose los ojos con las manos y la camiseta apretada por los bíceps.

Sartaj notó que Kamble había tenido cuidado de evitar la alfombra blanca con sus expectoraciones, lo que quería decir que la había marcado para quedársela. A Sartaj le parecía bien. Una alfombra blanca era una muestra de extravagancia estúpida en esta ciudad. Tendrías que mantener las ventanas cerradas, y poner el aire acondicionado día y noche para mantener el polvo fuera, que la suciedad no se instalase.

—Umesh —llamó Sartaj—. Aquí. Mírame. Mírame. Ahora dime, ¿por qué lo hiciste?

El piloto negó con la cabeza, volvió a rascarse los ojos enrojecidos.

—Papá tuvo una angioplastia —contestó—. Mucho dinero. Y Chotti tiene que conseguir casarse.

Kamble hizo crujir los nudillos. Su expresión desdeñosa era feroz.

—Eres muy pobre, ¿no? Y tu novia, lo único que pasa es que ella tiene demasiado dinero, ¿no?

Umesh estaba demasiado devastado emocionalmente como para captar el sarcasmo.

—Arre, ¿qué gastos tiene? Vive con su marido, y él le paga incluso la gasolina. Cada mes se ahorra su —y entonces estiró los brazos con amplitud—… ese sueldo grande, y sus padres le dan dinero. Y con todo me tenía gastándome dinero en ella. Apuesto a que no les contó eso. Quiere regalos, quiere los mejores hoteles. Se lo digo, esa mujer es cara.

Sartaj inhaló y contestó con mucha suavidad:

—Sí, y además tienes que comprar todo este equipo caro, así que necesitas dinero. Las alfombras buenas cuestan mucho dinero. Ni siquiera sé cuánto debe de costar un conjunto de siete altavoces extranjeros.

Umesh se replegó en la silla, y cuando volvió a enderezarse había decidido ser encantador. Se encogió de hombros con despreocupación, le ofreció a Sartaj un brillo pícaro, un hombre de mundo hablando con otro:

—Todo el mundo tiene necesidades, jefe. Todo el mundo. Estoy seguro de que podemos llegar a entendernos.

—¿Qué?

El piloto se irguió, recomponiéndose en la silla. Los bordes lisos de sus dientes formaban unos arcos perfectamente resonantes con las curvas de sus labios.

—Kamala tiene de verdad demasiado dinero, yaar. Todos podríamos compartir…

Algo parecido a un sollozo surgió de la garganta de Sartaj, y le pegó un puñetazo a Umesh en la boca. Una sacudida de dolor subió formando un arco hasta el hombro de Sartaj, y el crujido duro de hueso contra hueso fue inmensamente satisfactorio. Sartaj volvió a golpear, y Umesh se cayó de la silla, la silla se volcó, Sartaj pasó por encima de ella y siguió a Umesh. Dirigía los golpes con cuidado, y el tercero dejó a Umesh tumbado sobre su espalda, y el gusto de hacerlo palpitó en la cabeza de Sartaj. Un grito se coló en sus oídos. Una mujer de pelo blanco se acurrucaba sobre Umesh, había manchas y motas de rojo por la alfombra, y Kamble agarraba con fuerza a Sartaj por los brazos y el pecho, lo arrastraba hacia atrás. Sartaj se liberó, se giró y siguió su camino a empujones en medio de un nudo de mujeres que chillaban, cruzó la puerta y entonces estuvo fuera. Fuera en la calle delante del edificio, con heridas en el pecho y la mano, levantó esta hacia la luz, un corte profundo le supuraba algo oscuro por los nudillos. Quería a alguien más a quien golpear, algo, pero los coches pasaban con rapidez, fuera de su alcance, y solo pudo agarrarse al borde de una pared divisoria que se desmoronaba, y maldecir y maldecir.