ANTIGUO DOLOR

Mary Mascarenas estaba preparada para hablar. Sartaj la esperó, solo, en la otra parte de la calle del salón de belleza en Pali Hill donde ella trabajaba. La calle que bajaba la pendiente estaba viva, con adolescentes vestidos con ropa cara, chicos pasando a toda velocidad en coches e líneas elegantes comprados por sus padres ricos, chicas en grupos arremolinados de tres y cuatro. Sartaj esperaba junto a un puesto de cigarrillos, cerca de una tila de sirvientes y conductores que fumaban su pitillo de la tarde y cotilleaban. Había llamado a Mary esa mañana, le había dicho con tacto que le gustaría hablar con ella. Después del trabajo, contestó, y ya no había enfado en su voz, solo resignación. Así que Sartaj estaba seguro de que obtendría buena información: ahora necesitaría explicarse, a sí misma, lo que había pasado, y por qué. Él llegó un poco pronto, y en ese momento los conductores hablaban de precios de las acciones y de las fortunas de las sociedades comerciales. Los conductores sabían más que cualquier otra persona, escuchaban las conversaciones de saab y memsaab en el coche, conocían sus movimientos, transportaban documentos y dinero en efectivo. Sartaj observó los coqueteos entre chicos y chicas, y trató de mantenerse atento a la conversación sobre las acciones, por el bien de Katekar. Katekar no jugaba, pero insistía en que el mercado era lógico, solo tenías que conocer las reglas. Si podías percibir los ritmos, podías ser el rey. Todo lo que necesitabas era información y formación. Así que Sartaj escuchó, pero los conductores sabían más que él, y no podía seguir el sentido de sus discusiones animadas. Sus muy brillantes memsaabs salían del salón de belleza, y el pequeño rebaño de conductores se contraía y expandía, pero sus bromas nunca desfallecían. Fumaban cigarrillos y comían de pequeños paquetes de channa. Les pagaban bien, a estos conductores, e iban vestidos con elegancia, a tono con el estatus de sus patrones.

Eran más de las siete cuando Mary salió por la puerta de cristal azul del salón. Llevaba una camiseta negra, una falda negra estrecha hasta la rodilla y zapatos planos negros. El pelo estaba atado atrás en una coleta, y de repente Sartaj se topó con su elegancia. Era todo discreción, y si la ponías en fila junto a aquellas reinas adolescentes pavoneándose por su lado, no repararías en ella. No a menos que estuvieses buscando aquella espalda recta, aquella simetría de los hombros con ambas manos sobre un bolso negro. Ella le vio, y él levantó una mano.

Sartaj caminó hacia el lado de la calle donde estaba ella, hacia el brillo de las tiendas caras, Gurlz, Expressions, Emotions.

—Llego tarde, lo siento —comenzó Mary—. Hay alguna fiesta grande esta noche en el Taj. He tenido tres citas extra.

—Una fiesta en el Taj necesita definitivamente peinados superelegantes.

—Nunca he estado, así que no lo sé. Pero puedo hacer el peinado.

Su hindi, de acentuada pronunciación, era funcional y fluido aunque improvisado, y tropezaba, sin duda, en los posesivos femeninos y los tiempos verbales. Sartaj estaba seguro de que su inglés era mejor, pero su propio inglés se había oxidado y se había vuelto torpe. Se las arreglarían con alguna mezcla entrelazada, alguna combinación de Bombay. Nos va bien con estas lenguas khichdi, pensó.

—Mi coche está allí —dijo.

Por teléfono ella no había querido que él fuese a su lugar de trabajo, y él le había asegurado que no llevaría uniforme, que no conduciría un jeep de la policía, que iría solo. Dio marcha atrás para entrar en la calle mientras los conductores observaban, y después esperó a que Mary se subiera.

—Bajaremos hasta Carter Road —comentó, y ella asintió.

Tampoco querría que sus vecinos se preguntasen sobre visitas de la policía o extraños sikhs.

Sartaj encontró una curva lejos abajo en el malecón, un arcén de grava un poco menos ocupado por vendedores ambulantes y amantes paseando y mendigos.

—Aquel barco ha desaparecido por completo —comentó él—. No queda nada. ¿Cómo se llamaba?

Un carguero extranjero había encallado con un motor roto en una tormenta del monzón. Se convirtió en una especie de atracción turística durante algún tiempo, con el casco emergiendo del agua. Una noche muy tarde, Sartaj se sentó en un banco mirando al barco y besó a Megha. Se separaron no mucho tiempo después.

—Era el Zhen Don —contestó Mary—. Lo desguazaron como chatarra. No está desde hace años.

—Pensé que iban a convertirlo en hotel flotante.

—Valía más como chatarra.

El cielo era del mismo color gris indeterminado que tenía desde hacía dos días, y bajo él se veían las formas vagas de barcos extranjeros, rozando el horizonte. Mary giró la cabeza hacia Sartaj:

—Leí en los periódicos que se supone que tiene que haber una mujer policía presente cuando interrogan a una mujer.

—No estoy interrogando —respondió Sartaj—. No es una sospechosa. Nadie es sospechoso. Solo estoy tratando de entender qué paso, por qué estaba allí su hermana. Y no pensé que quisiera hablar delante de más gente. Esto es solo una especie de conversación privada. Lo que me cuente se queda conmigo.

—No tengo nada que contarle.

—¿No tiene nada que decir sobre su hermana?

—No la vi en mucho tiempo. No hablaba con ella desde hacía… desde hacía años.

—¿Por qué? ¿Tuvieron una pelea?

—Tuvimos una pelea.

—¿Sobre qué?

—¿Por qué necesita saberlo?

—Podría mostrarme qué tipo de mujer era.

—¿Lo que le mostraría cómo llegó a ese lugar?

—Tal vez.

—No era una mala mujer.

Estaba inquieta, tan lejos de él como le era posible en el mugriento asiento azul. Mirando su pequeño bolso negro, que había colocado entre los dos, Sartaj se dio cuenta de que tenía miedo de él, del aparcamiento en el malecón, de lo que pensaba que él podría requerirle. Por eso había preguntado sobre la mujer policía. Estaba acostumbrado a que la gente se asustase por su uniforme, pero la idea de que esta mujer pensase que podría agredirla le asqueaba. Buscó a tientas el contacto, y cambió de marchas con raspaduras metálicas. Condujo deprisa para descender la calle y paró cerca del grueso de paseantes de la tarde, justo al lado de un grupo bullicioso de adolescentes que comían helado. Mary lo miraba con los ojos como platos.

—Necesito algo de narial-pani —comentó él—. Y entienda que no voy a hacerle daño. Solo quiero hablar con usted. ¿Está claro?

Ella asintió, y lo observó atentamente mientras hacía señas a un vendedor ambulante y pagaba dos cocos. Ella sujetó el suyo con ambas manos y bebió a tragos grandes y sedientos hasta que se lo terminó. Sartaj levantó el suyo.

—¿Quiere más?

—No —contestó ella, y se sintió aliviada, todavía no del todo tranquila pero ya no se encogía para apartarse de él.

Sartaj dio sorbos a su narial, y la observó, y esperó.

—Mi hermana tenía quince años cuando llegó a Bombay por primera vez —contó Mary.

Estaba mirando por la ventana, hacia el lento ruido sordo del mar.

—Yo vivía en Colaba con mi marido. Vino a quedarse con nosotros. Crecimos en la granja de nuestra madre en las afueras de Mangalore. Nuestro padre murió cuando yo tenía once años. Me casé, me trasladé a Bombay. Así que Jojo vino para quedarse con John y conmigo. Era pequeña, pero decía que quería ser enfermera, y la escuela de nuestro pueblo era solo una escuela rural. Había aprobado sus exámenes de décimo curso, con la nota más alta. Quería aprender inglés y ser enfermera. Teníamos solo una casa diminuta, pero ella dormía en el sota, y, después de todo, era mi hermana pequeña. Era tan menuda y delgada, en aquellos tiempos… Solía llevar tres coletas pequeñas. Pensé que veía demasiada televisión, se lo dije a John. Ella solía sentarse frente a la tele, con las piernas cruzadas, todo el día y la noche. Pero él decía que era bueno para ella, necesitaba aprender inglés e hindi. Solía tomarle el pelo y hacerla reír, diciéndole que solo sabía los anuncios publicitarios. ¡Vico, Vajradanti! Decía que ella solo podía hablar de dientes y pelo. Pero ella era muy inteligente, ¿sabe? Día a día lo aprendió todo. Pasado un tiempo, no tenía miedo de hacer toda la compra. Yo tenía un trabajo como vendedora a tiempo completo en una tienda de productos de piel, de forma que tenerla en casa ayudaba mucho. De repente estuvo muy segura de sí misma. Y dejó de llevar aquellas faldas estampadas, cambió de peinado, su andar se volvió diferente. En seis meses se convirtió en otra persona. Una chica de Bombay. Entonces un día comenzó a hablar sobre ser actriz. Solía imitar a las protagonistas de las películas y las series, y a las VJ. Puedo hacer eso, decía. Al principio solo me reí y lo olvidé. Después lo dijo una y otra vez. John prestó atención. Dijo: Tiene razón, ¿sabes? Mírala. Es tan buena como cualquiera de ellas, mejor. ¿Por qué no iba a ser capaz de hacerlo? Él estaba en lo cierto. Ella brillaba. No lo había visto, era mi hermana pequeña, pero sin las coletas era una estrella. Se ponía de pie frente al espejo del armario, y se observaba en las ventanas del apartamento. Entonces vi cómo la miraban los vecinos, cuando bajaba corriendo las escaleras para ir a por el pan por las mañanas. Los chicos de calle abajo la esperaban por las tardes, solo para que pasase por su lado. Comencé a creerlo también, aquel verano. Toda protagonista viene de alguna parte, después de todo. Nadie nace con los focos sobre la cara. Esta viene de Bengala, aquella de Lucknow. Algunas de ellas procedían de familias muy normales. Ahora tenían dinero, tenían fama. Así que, ¿por qué no Jojo? ¿Por qué no mi hermana? Todos estábamos atrapados en eso, en aquella fantasía. Lo habíamos visto convertirse en realidad en otras chicas. Así que, ¿por qué no Jojo? John tenía un amigo que trabajaba para la MTV, solo como contable. Pero este contable conocía a gente en la cadena. De modo que John pidió una tarde libre en el trabajo y llevó a Jojo a Andheri East, a conocer a algunas personas en la MTV. Cogieron el tren, y después un autorickshaw. Volvieron muy entusiasmados. El ejecutivo de la MTV, un inglés, dijo que era encantadora y preciosa. Imagine. No sacó un trabajo de aquello, pero era emocionante solo el hecho de conseguir una reunión con alguien tan importante. Una distancia tan enorme, desde nuestro pequeño piso hasta la MTV, y la habían cruzado en una sola tarde. Lo imposible era posible. Así que entonces terminó el verano, y Jojo se matriculó en la escuela, pero la escuela no parecía tan importante. Iba a clases de baile, y clases de interpretación. Hablaba con productores, directores. John la llevaba a veces, a menudo, a aquellas reuniones en Bandra, en Juhu, en Film City. En su trabajo estaban preocupados, y después disgustados. Me preocupé. Pero él decía: las grandes recompensas requieren grandes riesgos. Necesitamos mirar al frente y lejos, y no tener miedo. No tengas miedo. Y yo traté de no tenerlo. Pero lo tenía. Tenía miedo por Jojo. Vi lo mucho que ella creía en su futuro. Todo el mundo lucha, decía. Tienes que luchar. Aishwarya luchó, incluso Madhubala luchó. Así que tengo que luchar, decía Jojo. Pero al final ganaré, decía. Lo haré.

Una brisa lujosa vino del mar, haciendo ondear en una oleada púrpura el sari de una mujer que paseaba, removiendo el pelo de Mary sobre sus ojos. Pero ella estaba lejos, no hablándole a Sartaj sino a si misma.

—Todos estábamos absortos en la lucha. Ahorré dinero para las clases de Jojo. John siempre estaba telefoneando a sus nuevos amigos del estilo MTV, manteniéndose en contacto. Él también era un nuevo John. No había visto tanto entusiasmo en él en mucho tiempo. Fui con ellos, John y Jojo, a una o dos de esas fiestas filmi y de televisión. Fiestas con los rostros famosos de la tele. Archana Puran Singh por aquí, Vijayendra Ghatge por allí. Vi cómo John estrechaba manos y reía, cómo abrazaba y daba palmaditas en la espalda. Aquella noche en la cama me abrazó y me lo explicó. Así es como se funciona en este negocio. Así es como consigues trabajos. Todo se trata de contactos, todo se trata de buena voluntad. Así es como va. Así fue como pasamos aquel año, al borde de algo grande. Eso es lo que parecía. Jojo consiguió un trabajo, y después otro. El primero fue un pequeño anuncio de zapatos Dabur para la televisión, bailaba con otras dos chicas sobre la isleta en medio de una carretera. Teníamos la tele puesta, esperando a verlo un martes por la noche. Cómo gritamos cuando de repente ella apareció allí. Jojo en la tele, bailando. Bailamos, y John abrió una pequeña botella de champán de una compañía aérea, que había conseguido a través de su amigo contable, y todos bebimos directamente de la botella. Después del baile en la carretera, estábamos muy seguros. Nada podría detenernos ahora. Solo era cuestión de tiempo. John decía eso todo el rato, solo cuestión de tiempo. Pero no llegaba nada. Jojo estaba martirizada por innumerables reuniones, «Vuelva a vernos otra vez, todavía estamos pensando», pero entonces de alguna forma siempre era la otra chica. Jojo solía pensar y hablar sobre ello sin cesar, ¿por qué no yo? Ella y John hablaban de ropa, maquillaje, actitud. La próxima vez haremos esto. La próxima vez será así. Planeaban y planeaban. La próxima vez. Y entonces los pillé.

Paró en seco, y se apartó el pelo de la cara. No estaba mirando a Sartaj, pero ahora estaba con él, ya no en el recuerdo.

—¿Pilló? —preguntó Sartaj con mucha suavidad.

Ella se aclaró la garganta.

—Estaba en el trabajo. Comencé a sentirme muy enferma, débil. Había una fiebre vírica circulando en aquel momento. Todo el mundo la tenía. Se podía notar la calentura en mi piel. El dueño de la tienda me dijo: vete a casa. Así que fui a casa. Estaban en mi cama.

Siempre había peligro en este momento, cuando el sujeto revelaba su humillación por primera vez. Un toque demasiado pesado, incluso de simpatía, y podías perderlo mientras él o ella se acurrucaba en su dolor recién expuesto, se cerraba y ocultaba todo detalle esencial.

—Entiendo —dijo Sartaj—. Él debió de intentar decir que todo estaba bien, que no había cambiado nada.

Ante esto ella se sintió ligeramente asustada, sorprendida por él, y entonces Sartaj pudo ver el brillo de sus pupilas.

—Sí —respondió ella—. Creo que tenía la idea de que podríamos vivir felizmente todos juntos. Que yo seguiría trabajando para ellos, ganando dinero para vestirles a ambos y mandarlos a sus reuniones.

—¿Y ella?

—Ella… ella estaba enfadada conmigo. Como si yo hubiese hecho algo malo. «Le quiero», dijo. No dejó de decir eso. Le quiero. Como si yo no lo hiciese. Al final lo dije. Es mi marido, añadí. Y ella me respondió, no, tú no le quieres. No puedes. Estaba gritando. Y yo estaba tan enfadada… Oír a mi hermana decir eso. Saber lo que mi hermana y mi marido habían hecho. Fuera, le dije. Vete.

—¿Entonces?

—Él se marchó con ella. Volvió dos días después para coger su ropa.

—Sí.

—Después nos divorciamos. Fue muy difícil. No podía pagar el alquiler. Intenté entrar en el albergue de mujeres, pero no tenían sitio. Durante un tiempo me quedé en la Asociación de Jóvenes Cristianas. Después tuve que vivir en un jhopadpatti, en Bandra East. He visto toda clase de lugares.

—¿No quiso volver a casa?

—¿Con mi madre? ¿A la casa donde crecí con Jojo? No, no podía vivir allí. No podía volver.

Así que incluso una chabola sería mejor, mejor que aquel hogar que había quedado muy atrás.

—Ahora tiene un buen sitio —dijo Sartaj.

—Costó un tiempo. Empecé en este salón de belleza barriendo el pelo del suelo, lavando las tijeras y los peines.

—¿Volvió a verla?

—Dos, tres veces. El juez te hace ir a terapia matrimonial antes de concederte el divorcio. Ella estaba allí para encontrarse con él después. No le hablé. Después la vi cuando el juez concedió el divorcio.

—¿Y después de eso?

—Supe de ellos una o dos veces, por familiares y amigos. Vivían en Goregaon. Todavía intentaban meterla en películas, cualquier cosa. Una vez la vi en televisión, algún anuncio de saris. Bas, eso fue todo.

—¿Nunca volvió a hablar con ella?

—No. Mi madre también estaba muy enfadada con ella. Ma estaba enferma, y Jojo intentó ponerse en contacto, pero Ma dijo que no, no quería hablar con ella, con aquella niña pecadora, sinvergüenza. Murió sin haber hablado con Jojo. Y yo de verdad no quería saber nada de ella.

—Así que, ¿ni siquiera una pequeña noticia de alguna parte?

Ella asintió con la cabeza.

—Una vez. Tal vez dos, tres años más tarde. Tengo una tía en Bengala. La hermana de mi madre. Dijo que había visto a Jojo en el aeropuerto.

—¿Su tía habló con ella?

—No. Sabía lo que había hecho.

—¿Jojo iba a coger un avión?

—Sí. Debió de haber ganado dinero. No sé cómo. No sé nada de ella. Sobre lo que le pasó.

Lo que le pasó. Cómo una adolescente ambiciosa, perdidamente enamorada, se convierte en una comerciante de cuerpos, cómo termina muerta, asesinada por un bhai suicida. Sartaj no sabía cómo, pero podía imaginarlo, el descenso desde fiestas filmi hasta muchos tipos de submundos.

—Nosotros también tenemos muy poca información sobre ella —dijo—. Trabajaba en televisión, producía algunos espectáculos. Había algunas otras actividades.

—¿Actividades?

—Estamos investigando. Cuando sepamos más, se lo diré. Si oye algo, cualquier cosa, por favor llámeme.

Lo haría, pensó Sartaj. Ahora tenía cierta esperanza en él. A partir de estos pequeños pedazos, estos fragmentos, tal vez pudiera reconstruir a su hermana, y perdonarla, a ella y a sí misma.

—Me alegra que haya hablado conmigo —añadió él.

—Era una chica dulce —contestó Mary—. Cuando éramos pequeñas, le daban miedo los truenos. Solía gatear hasta mi lado de la cama tarde por la noche y empujaba la cabeza contra mi estómago y se dormía.

Sartaj asintió. Sí. Jojo también era aquella pequeña asustada, agarrándose a su hermana. Era bueno saberlo. Llevó a Mary a casa. Desde el coche, la observó subir las escaleras hasta su cuarto. Se encendió la luz en el interior, y él dio marcha atrás para entrar en la calle principal. De camino a casa, mientras giraba a la izquierda en la curva de Juhu Chowpatty, empezó a llover.

Iffat-bibi llamó a Sartaj justo cuando él estaba terminando su cena de pollo afgano y tanduri roti del Sardar’s Grill abajo en la calle.

—Saab, tengo una respuesta.

—¿A mi pregunta?

—Sí. A Bunty lo thokoaron dos pistoleros por cuenta propia.

—¿Trabajando para quién?

—Para nadie. Fue personal. Bunty le quitó una chica a uno de ellos hace unos tres, cuatro años.

—¿Le quitó?

—A ella le gustó más el dinero de Bunty que el del pistolero freelance. Ese idiota estaba enamorado de ella.

De modo que Bunty había muerto por una mujer, no por la tierra o por el oro. O por algo que ver con Ganesh Gaitonde.

—De acuerdo —respondió Sartaj.

Bunty había herido a un amante, y el amante había esperado y había cultivado su enfado y había sido paciente hasta que la fortuna de Bunty cayó en un profundo declive.

—De acuerdo.

—¿Los quieres?

—¿A quiénes?

—A los pistoleros free-lance. Sabemos dónde están justo ahora, dónde van a pasar la noche. Dónde estarán mañana.

—¿Quiere dármelos?

—Sí.

—¿Por qué?

—Piensa en ello solo como un regalo entre nuevos amigos.

Su urdu era impecable, y su voz podía volverse mullida y suave.

Sartaj se puso de pie, se estiró y caminó hacia el balcón. Se inclinó sobre la reja, y observó las copas de los árboles balanceándose bajo la brisa húmeda. Las lámparas lanzaron las sombras de las hojas por las superficies lisas de los coches.

—¿Saab?

—Iffat-bibi, no merezco tal regalo. Tiene una vieja relación con Parulkar saab. ¿Por qué no se los da a él? Yo no manejo estos bhais y bandas y asuntos de pistoleros.

—¿Es esto cierto? ¿O crees que no soy digna de darte algo?

—Arre, no, bibi. Solo temo que, cuando llegue el momento, no tenga nada igual que darle a cambio. Soy un hombre insignificante.

Ella hizo un sonido chasqueante lleno de exasperación.

—El hijo es justo como el padre. Está bien, está bien.

—Bibi, no pretendía ofender.

—Lo sé. pero, de verdad, solía decirle esto también a Sardar saab, ¿cómo progresarás si no haces negocios grandes? Y él siempre me contestaba: «Iffat-bibi he Volado todo lo alto que puedo. Deja que mi hijo vaya más lejos».

—¿Decía eso?

—Sí, hablaba de ti a menudo. Me acuerdo cuando aprobaste el doceavo curso, repartió dulces. Pedas y barfis.

Sartaj se acordaba de los pedas, su sabor a azafrán que contenía todo el futuro.

—Tal vez soy también como él, sí. Parulkar saab ascendió.

—Sí, todo el tiempo con ayuda de Sardar saab. Mira, Parulkar era un tipo perspicaz desde el principio. Siempre pensando, pensando. Hubo ese caso, una banda de ladrones en los muelles.

Le habló sobre esa banda, que tenía gente dentro y fuera de los muelles. Robaban mercancías, por supuesto, pero también se llevaban equipamiento y combustible, cualquier cosa que valiera algo de dinero. Parulkar descifró el caso, con muchísima ayuda de Sardar Saab, sus contactos y fuentes, Sardar saab estaba contento de darle todo eso. Pero cuando llegó el momento de los arrestos, Parulkar dejó que un inspector superior cogiera a los apradhis y se llevara todo el mérito.

—Habría sido un gran caso para Parulkar, pero él miró más allá, ¿entiendes? Perder algunos arrestos fuertes ahora, pero beneficiarse más tarde.

—Él es así de rápido.

—Más rápido de lo que te imaginas. Pero no has aprendido mucho de él.

Sartaj sabía que ella estaba sonriendo, y no pudo evitar sonreír también.

—¿Qué se va a hacer, bibi? Somos quienes somos.

—Sí, somos como nos hace Alá.

Se despidieron, y Sartaj volvió a picotear su pollo. Se moría por un peda, pero era tarde y estaba cansado. Se reconfortó con otro trago de whisky, y se prometió a sí mismo dos pedas para la comida. Estaba seguro de que iba a ser un buen día.

A la mañana siguiente la lluvia se había convertido en uno de esos monzones torrenciales interminables como si el cielo se hubiese colapsado bajo el peso del agua. Sartaj corrió desde el coche a la comisaría, y para cuando estaba bajo cubierto tenía los hombros empapados. Podía notar el agua dentro de los zapatos.

—Su novia le está esperando, Sartaj saab —dijo Kamble desde su posición privilegiada en la balaustrada de arriba en el primer piso. Estaba inclinado hacia fuera, con la cabeza cerca de la fluida caída del agua desde el techo, cigarrillo en mano.

—Kamble, amigo mío —contestó Sartaj—, estás lleno de malos hábitos y malas creencias.

Tuvo que elevar la voz para que le oyesen por encima del golpeteo del agua sobre los ladrillos. Kamble le devolvió una sonrisa burlona, muy cómodo con su maldad. Para cuando Sartaj subía las escaleras, se estaba encendiendo otro cigarrillo y ya tenía lista su respuesta:

—A veces se necesita a un malo como yo, Sartaj saab —dijo—, para todo el trabajo malo que hay que hacer en este mundo.

—¿Desde cuándo te has vuelto filósofo, chutiya? Antes nunca necesitabas ninguna excusa, así que ahora no empieces a culpar al mundo. ¿Quién está esperando?

—Arre, su novia del CBI, jefe. ¿Tiene tantas que no sabe cuál viene a verle?

Anjali Mathur estaba en comisaría.

—¿Dónde? —preguntó Sartaj.

—En el despacho de Parulkar saab.

—¿Y Parulkar saab está ahí?

—No, ha tenido una llamada, ha tenido que correr para ir a una reunión con el CM en el Juhu Centaur.

—Con el CM. Muy impresionante.

—Nuestro Parulkar saab es un hombre muy impresionante. Pero no creo que le guste demasiado su chaavi, Sartaj saab. Solo es que veo algo en su mirada. Quizá él también la quiere.

Sartaj le dio un golpe a Kamble en el hombro.

—Tienes una mente muy sucia. Déjame ver de qué va esto.

Recorrió el pasillo. De hecho, Kamble era sucio, pero tal vez solo era que él sentía más diversión en la misma suciedad en la que todos nadaban. Por supuesto que entendía la política de la comisaría, y sabía todo lo que sucedía en ella. Sartaj saludó con la cabeza a Sardesai, el asistente personal de Parulkar, que le hizo un gesto con la mano hacia la puerta de Parulkar. Sartaj llamó a la puerta y entró. Anjali Mathur estaba sentada sola en el sofá al fondo de la habitación, en el extremo más alejado del escritorio de Parulkar.

—Namaste, señora —saludó Sartaj.

—Namaste —respondió ella—. Por favor, siéntese.

Sartaj se sentó y le contó lo que había averiguado a través de Mary, que era muy poco. Como de costumbre, asimiló la información, tal cual, y después se quedó absolutamente callada. Estaba deliberando. Hoy llevaba un salvar-kamiz rojo oscuro. Color vino, pensó Sartaj. Un tono interesante sobre su piel marrón oscuro, pero era holgado, y le cubría de forma bastante impersonal. Ahí no había ningún corte, ninguna personalidad. Su rostro tenía la misma forma, cerrado.

—Shabash —dijo ella—. Cualquier cosa pequeña es importante. Ya lo sabe usted. Es imprevisible qué resolverá un caso. Ahora tenemos dos cosas que decirle. Una, que Delhi ha decidido detener esta investigación. Estábamos interesados en el regreso de Ganesh Gaitonde a Mumbai, sus razones para ello, qué quería aquí. Pero, por lo que hemos averiguado, Delhi no cree que haya bastante para justificar mayores indagaciones. Francamente, a nadie le importa. Dicen: Gaitonde está muerto, acabado.

—Pero usted no cree que esté acabado.

—No entiendo por qué estaba aquí, por qué se mató, qué buscaba. A quién estaba buscando. Pero me han pedido que vuelva a Delhi. Parece que hay cosas más importantes en las que trabajar.

—A nivel nacional.

—Sí. A nivel nacional. Pero le agradecería mucho si continuase indagando el asunto un poco. Le agradezco mucho su trabajo. Si pudiera continuar, tal vez obtendríamos algunas respuestas a nuestras preguntas.

—¿Por qué está tan interesada en Ganesh Gaitonde? Era un gángster corriente. Está muerto.

Ella pensó un momento, consideró sus opciones.

—No hay mucho que se me permita contarle. Pero estoy interesada en él porque estaba relacionado con cierta gente muy importante, con hechos a nivel nacional. Fuera lo que fuera lo que le trajo de vuelta, podría tener un efecto en acontecimientos futuros.

Y quiere que arriesgue la cabeza bajo esos enormes gigantes, pensó Sartaj. Quiere que ponga los golis en el camino de esas ruedas que se acercan, chirriando. Quiere implicarme en los asuntos del RAW. Intriga internacional, proezas en tierras extranjeras. James Bond desi. Sabía que la agencia existía en alguna parte, le habían dicho que existía, pero todo era muy fantástico y muy alejado de su vida normal. En realidad, nunca había sentido que fuese real, todas esas cosas siniestras de espías. Y sin embargo allí estaba realmente, la pequeña Anjali Mathur, con su salvar-kamiz rojo oscuro, sentada en el sofa a pocos centímetros de él. Y estaba interesada en la muerte y la vida de Ganesh Gaitonde.

La siguiente pregunta era obvia, pero Sartaj se abstuvo de hacerla: ¿por qué está interesado el RAW en nuestro amigo Ganesh Gaitonde? Quizá algunas de las personas importantes con las que Gaitonde tenía contactos estaban en el RAW, quizá habían existido algunos negocios mutuos entre la agencia y Gaitonde, pero Sartaj no lo quería saber. No quería seguir en esta habitación, con la silenciosa Anjali Mathur. Quería regresar a su propia vida.

—Sí —contestó—. Muy cierto.

Se quedó callado. Esas cosas del RAW sucedían muy lejos de él, como debía ser. No tenía ninguna pregunta, no quería respuestas. Estaba listo.

—Tengo que regresar —dijo al final Anjali Mathur—. A Delhi. Pero le estaría agradecida si continuase investigando este asunto. Para usted hacerlo sería totalmente lógico, esperado. Si averigua cualquier cosa, aquí tiene mi número en Delhi. Por favor, llámeme.

Sartaj cogió la tarjeta y se puso de pie.

—Lo haré —respondió.

Ella asintió, pero él sabía que ella veía sus nervios, su deseo de salir de la habitación, irse. Fuera, Kamble estaba sentado en el banco de las visitas, con una pierna cruzada cómodamente sobre la otra.

—¿Qué ha pasado, jefe? —preguntó con su mirada lasciva de costumbre.

—Nada —respondió Sartaj—. Absolutamente nada. No ha pasado nada. Nada pasará.

La vida corriente tiene sus propios placeres sabrosos. Sartaj estaba comiendo pollo muy picante al estilo de Hyderabad con Kamble cuando el móvil sonó y comenzó a deslizarse lentamente por la mesa. Sartaj lo empujó con suavidad de vuelta con un nudillo, y vio que quien llamaba era Wasim Zafar Ali Ahmad.

—¡Arre, servilleta, servilleta! —gritó al camarero y descolgó con el pulgar—. Espere —logró decir antes de que la tos le atrapase la garganta.

—Saab, tome un sorbo de agua —dijo Wasim Zafar Ali Ahmad de forma paternal cuando Sartaj pudo por fin ponerse el teléfono sobre la oreja.

—¿Qué quieres?

—Está comiendo, saab. Tengo su postre.

—¿El tipo de Bihar y los chicos?

—Sí.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—Vienen hoy después de medianoche para recabar dinero de un comerciante de mercancías robadas.

—Después de medianoche. ¿Cuándo?

—Solo sé que el encuentro es después de medianoche, saab. Tal vez están siendo cuidadosos. Pero tengo una dirección exacta.

Sartaj anotó el nombre de la calle y los puntos de referencia y el nombre del comerciante. De hecho, Wasim era muy exacto.

—Saab, hay muchas kholis en el camino de esa parte de la carretera, y siempre hay gente moviéndose por allí, incluso por la noche tarde. Así que debe entrar con cuidado, de lo contrario habrá problemas.

—Chutiya, hemos hecho miles de arrestos así. Este no será nada especial.

—Sí, sí, saab. Claro que usted es el entendido en estos asuntos. No quería decir…

—Todo lo que importa es que la información sea buena. ¿Es buena la información?

—Saab, es sólida. Ni siquiera sabe por lo que he pasado para conseguirla.

—No me lo cuentes. Manten tu móvil encendido esta noche.

—Sí, saab.

Sartaj dejó el teléfono. Cogió su tanduri roti y dio un bocado grande de pollo. Estaba delicioso.

—¿Qué haces esta noche? —le preguntó a Kamble.

Sartaj y Katekar estaban esperando. Iban disfrazados, con banians harapientas y pantalones sucios y deportivas usadas con suela de goma. Sartaj llevaba un patka viejo colocado con holgura sobre su pelo y remetido por detrás de las orejas, y pensaba que parecía un thela-vala bastante gallardo, elegante. Estaban sentados, reclinados, bajo un thela instalado sobre el pavimento, en una calle vallada con barrotes de hierro que bordeaba las vías del tren. Katekar se quejaba de las multitudes en los trenes.

—Este país está perdido —comentó—. La gente tiene bebés sin pensar más que los perros callejeros al tener cachorros. Por eso nada funciona, todo el progreso queda engullido por bocas nuevas. ¿Cómo puede haber desarrollo?

Este era uno de sus temas favoritos. Ahora en cualquier momento comenzaría a defender una dictadura científica, el registro universal y las tarjetas de identidad, y una política estricta de control de natalidad. Pero entonces ambos se quedaron en silencio mientras un tren casi vacío pasaba traqueteante a su lado. Durante el día manadas de hombres colgaban de las puertas, hinchándose hacia fuera por encima de las vías veloces, suspendidos de las yemas de los dedos y de los pies.

—Casi una hora desde el último tren —dijo Katekar.

Eran casi las dos y media.

—Observe. Una lluvia fuerte y los trenes pararán. Esta línea central chutiya, si diez colegiales se pusieran en fila y measen sobre las vías, el servicio bhenchod se vería afectado.

Sartaj asintió. Todo esto era cierto, y era un relajante placer estar echado bajo un thela y quejarse. Ya se habían quejado de la municipalidad, los empresarios, los traslados de funcionarios y policías honestos, los mangos caros, el tráfico, demasiadas construcciones, los edificios que se desplomaban, las alcantarillas atascadas, el Parlamento indisciplinado e incivilizado, la extorsión de los rakshaks, las películas malas, el que no valiese la pena ver nada de la televisión, la interferencia norteamericana en los asuntos del subcontinente, la desaparición de Rimzim de los puestos de refrescos, las peleas interestatales sobre las aguas del río, la falta de buenas escuelas de lengua inglesa para niños cuyos padres no tuviesen cargamentos de dinero, la representación de la policía en las películas, las largas horas de trabajo no remuneradas, el trabajo, y el trabajo. Cuando te has quejado bastante sobre cualquier otra cosa, siempre queda el trabajo, con sus horas atroces, su monotonía, sus complicaciones políticas, su ingratitud, su agotamiento.

Sartaj bostezó. Cerca de la valla de hierro había una hilera de kholis con techos de hojalata. Algunas de kholis tenían dos pisos, y tenían escaleras de mano inclinadas, postes con estacas, en realidad, para permitir el acceso a los niveles superiores. A unos dos tercios del camino, Siguiendo la hilera había una casa pucca de apariencia robusta, nueva y aún sin acabar. Había una luz encendida tras una ventana cubierta de papel de periódico en uno de esos pisos superiores, y en aquella habitación era donde se esperaba esa noche a los apradhis. No lejos de la ventana iluminada, al final de la hilera de kholis, el PSI Kamble y cuatro agentes estaban envueltos en sábanas sobre el pavimento, tratando de parecer trabajadores cansados sumidos en un sueño rápido y profundo. Sartaj estaba bastante seguro de que se estaban quejando. En aquella zona de kholis, había una pila inclinada de basura, con una cresta más alta que la cabeza de un tipo alto, amontonada contra una pared de ladrillo. Sartaj había pasado por su lado muchas veces en los últimos años, esta montaña maloliente, que había crecido y se había hundido muchas veces pero nunca desaparecido, y ahora, a esa distancia, pudo ver el brillo de neón azul, verde y amarillo de las bolsas de plástico parpadeando desde sus capas arqueológicas. Como agente superior en la operación, tenía el privilegio de evitar el hedor gigantesco, de forma que Kamble y los otros yacían justo bajo su influencia, y Sartaj sabía que le estaban maldiciendo. Pensar en Kamble sujetando un pañuelo perfumado sobre la nariz hizo que Sartaj sonriera.

Entonces Katekar se paró en medio de una queja. Dos hombres subían la calle, apoyándose uno contra el hombro del otro.

—Borrachos —dijo Katekar, y estaba en lo cierto.

Eran solo dos, y era improbable que los apradhis de verdad se tambaleasen borrachos acudiendo a una reunión con un comerciante de mercancía robada para recoger dinero. No obstante, Sartaj se puso tenso, observó. Los borrachos pasaron por su lado, riendo tontamente. Bajo la calle y tres callejones a la izquierda había un barucho y un garito de juego. Los hombres iban del uno al otro y después se marchaban a casa. Estos dos estaban contentos, lo que solo podía significar que se despertarían por la mañana para descubrir lo que habían perdido. Sartaj les miró alejarse, sintiendo cómo el hormigueo tibio de la satisfacción anticipada le movía los hombros. Cogería a los apradhis esa noche. Pillaría a los bastardos, y dormiría bien después. Lo había hecho bien para Wasim Zafar Ali Ahmad, y ahora era su turno de ganar.

Katekar, por el momento, se había quedado sin cosas de las que quejarse, así que ahora estaba contando una historia de polis. En los viejos tiempos, dijo, en la etapa muy temprana de su servicio, conoció a un viejo inspector llamado Talpade. Este Talpade estaba arrugado y retorcido, manchado no solo por el paan que mascaba sin cesar, sino también por los cuatro casos de corrupción contra los que había luchado y había sobrevivido. Se decía —y en general se creía— que había matado a más de una docena de hombres inocentes durante su carrera, que les había matado a tiros durante disturbios y eliminaciones. En una ocasión había pegado a un apradhi hasta matarlo en el calabozo, y había sido suspendido durante once meses antes de conseguir escaparse de aquel asunto salpicado de sangre, principalmente repartiendo dinero arriba y abajo de la cadena de mando hasta que incluso sus más ardientes admiradores y enemigos se maravillaron.

Dos años antes de su jubilación, Talpade se enamoró de una bailarina. Había algo admirable en un hombre de esa edad preso de una gran pasión. Por supuesto era ridículo: encargó ropa nueva a medida, su pelo mahendi, de repente, se volvió negro azabache, los dientes le brillaban con un blanco sobrenatural. Pero había que reconocer y respetar lo total de su devoción. Iba todas las noches a rendir culto al altar de su amada, la llevaba a casa desde el bar donde trabajaba, le daba mensajes de sus amantes. Sí, ella tenía otros hombres, más jóvenes y más guapos, pero Talpade aceptaba este dolor como el precio por su proximidad a ella, y lo sufría con gratitud humilde. Estaba transformado. Había algo nuevo moviéndose bajo las arrugas de la edad en su rostro, bajo los valles amargos… solo tenías que pasar un minuto con él para saber que era alegría.

La fuerza le sonreía. No era su paso de gallo viejo o las nuevas gafas oscuras que lucía. El problema es que amaba a Kukoo («justo como esa actriz de tiempo atrás»), y como Talpade le contaba a cualquiera que se parase y escuchase, Kukoo era tan hermosa como una manzana de Cachemira, y nadie podía negar el encanto delicado y fatal de las nakhras de Kukoo. Pero ella era un hombre. Decía tener diecinueve años, pero había bailado en varios bares durante los últimos cinco años, así que era más posible que tuviera veinticinco, como poco veintidós o así. Tenía un lujoso pelo liso hasta la parte inferior de la espalda, aclarado hasta un color casi dorado impactante, un trasero coqueto de sorprendente redondez, y labios opulentos que merecían un poema propio. Pero jamás hubo duda de que Kukoo fuese un hombre. Ella nunca trató de ocultarlo. Tenía el torso delgado, largo, y la voz ronca. Pero aun así acumulaba admiradores mientras se movía de bar en bar, aumentando sus ingresos cada vez.

De modo que, ¿por qué se había convertido Talpade en tal majnún por Kukoo? ¿Era, después de todo —a pesar de su matrimonio largo y tres hijos—, un gaandu, literalmente? La mayoría de los hombres y mujeres del cuerpo lo creían. Pero sus amigos, y quienes estaban cerca de Kukoo, sabían que Talpade jamás la había tocado. No es que ella se hubiese negado, no, Kukoo tenía un sentido desarrollado de forma elegante acerca de hasta dónde se puede provocar a un hombre, y sobre todo era práctica. Sabía cuándo ser tímida y cuándo ser muy directa. Pero Talpade no quería cogerla y apretarla y poseerla, se sentía contento con sentarse a su mesa habitual, justo a la izquierda de la pista de baile, y mirarla. Sobre el plateado brillante de la pista de baile, era de veras algo que mirar, flotando sobre el loto de su ghagra que daba vueltas, su cintura girando como una fina corriente de agua. Bajo aquellas maliciosas luces negras y rojas era más bonita que cualquier otra chica en el bar, más elegante que cualquier mujer fuera en la calle. Talpade se sentaba y bebía Old Monk y miraba a Kukoo. Le daba dinero justo antes de marcharse, nunca la llamaba como los otros hombres para que fuera a su mesa a coger el dinero, nunca esperaba nada aparte de una mirada esporádica y una sonrisa. Era feliz hablando con amigos que iban al club, bromeaba con los camareros, su concentración en Kukoo no era lo bastante única u obsesiva como para ser alarmante, pero era obvio que solo le importaba ella.

Su mejor amigo, David, se emborrachó y se puso muy pesado una noche, agarró la mano de Talpade y dijo:

—Bastardo, ven, tócale esa cosa que tiene entre las piernas. Entonces sabrás qué es.

Talpade respondió:

—Sé que no es una mujer.

—¿Y entonces?

—Me gusta mirarla.

—Dime por qué.

—Tan solo me hace sentir bien.

eso es todo lo que dijo. David insultó a Talpade por someterse al ridículo público, por gastar dinero y no conseguir nada, por la estupidez sin más. Talpade sonrió y volvió a observar a Kukoo.

Dos meses después, Kukoo llamó a David. Le contó que Talpade ahora lloraba al mirarla. Lo había hecho durante las últimas tres noches, la miraba durante horas como de costumbre, y después, muy tarde, lloraba sin hacer ningún ruido y sin ninguna señal de que fuese infeliz.

—Finalmente se ha vuelto loco —dijo Kukoo.

Quería que el amigo alejase a Talpade de ella. La deprimía con sus enormes ojos llorosos, y ofendía a los demás clientes, que iban a divertirse, no a llorar.

En esa ocasión, David preguntó con delicadeza:

—¿Por qué?

Talpade contestó:

—Ella me recuerda mi infancia.

Lo sacaron del bar, lo llevaron a casa, lo acostaron. La familia llamó a los médicos, se mantuvieron pendientes de Talpade, lo consolaron y le hicieron tomarse el descanso prescrito. Regresó al trabajo dos lunes después, y aquella misma noche fue al Golden Palace, donde Kukoo bailaba entonces. Esta vez, cuando él empezó con su tamasha habitual, ella hizo que los gorilas lo sacasen, les siguió hasta la calle y le gritó a Talpade:

—No me sigas.

Una vez tuvo miedo de él, pero ahora no podía controlarse a sí misma.

—Bastardo, haciendo un drama por nada. No quiero volver a ver tu cara.

Talpade la obedeció. Nunca intentó volver a verla. Siguió con su vida, pero era un hombre apático, vacío de toda fuerza feroz y energía. Murió cuatro meses después, se fue sin sufrir mientras dormía.

Sartaj suspiró. Aquel era el final de la historia. Como todas las otras historias de polis que a Katekar le gustaba contar, esta se terminaba de repente y permanecía como un enigma, negándose a revelar una moral o siquiera un propósito. Sartaj la había oído antes, de otra gente, y por los detalles creía que era cierta. Sin duda al ser contada y circular, había embellecido y había cambiado.

—Son ellos —dijo Sartaj.

En ese momento había tres figuras haciendo sombra sobre el pavimento, arriba a lo lejos, en realidad demasiado lejos para divisarlas, pero Sartaj sabía que eran masculinas, y que eran asesinos. Lo notó en los orificios de la nariz, en los dientes. Forzó hacia atrás la mitad superior de su cuerpo, que había levantado por anticipación, y volvió a aparentar que estaba dormido. Esperó.

—¿Cómo se llaman? —susurró Sartaj.

—Bazil Chaudhary, Faraj Ali y Reyaz bhai.

En la distancia, se oía el silbido particular de un Fiat que daba la vuelta a una esquina y, apenas perceptible, un rotundo zumbido electrónico procedente de una luz, y un tintineo metálico bajo las vías, todo el silencio de la ciudad. Los tres hombres pasaron por el lado de la posición de Kamble, y después por el lado de la ventana iluminada. Katekar soltó la respiración. Y entonces los tres se pararon, dieron la vuelta y regresaron. Uno subió, sacudiendo la parte inferior de la puerta del segundo piso.

—Bien —dijo Sartaj.

Katekar se deslizó por debajo del carro, se fue hacia la derecha. Sartaj fue hacia la izquierda.

—Policía —gritó Sartaj—. Levantad las manos. No os mováis.

La gente de Kamble se movía en los límites de la visión de Sartaj, en algún lugar a su izquierda. Los tres apradhis estaban retorcidos juntos, como congelados en un apretado embrollo de caricatura, y después se rompieron, a la derecha y a la izquierda. Uno corrió subiendo la calle, y Sartaj dejó que saliera de su campo de visión, fuera de su vista. Estaba concentrado en el del medio, que había corrido hacia delante, después hacia atrás. Corría resbalando hacia atrás y hacia delante, sujetando algo brillante y afilado que se movía.

—Suéltalo, maderchod. Suéltalo. Manos arriba o te arranco la cabeza.

Algo repiqueteó sobre la calzada, las manos se levantaron y Sartaj arriesgó una mirada a la derecha. Katekar estaba apuntando hacia abajo hacia un hueco estrecho entre las casuchas, una abertura que conducía a la valla.

—Sal. bhenchod —llamó Katekar—. Tíralo.

Una hoja cuadrada salió hacia la luz. Un machete, pensó Sartaj. Estos bastardos estúpidos todavía llevan machetes. Aún tenía el pulso alto en la garganta por la victoria cuando una figura oscura explotó desde el hueco en sombras y colisionó contra Katekar. Sartaj oyó un silbido constante y después Katekar cayó sentado y el apradhi salió corriendo. Sartaj dio dos pasos atrás, estabilizó el brazo, logró la agilidad pulcra al mirar hacia delante y hacia atrás, y después vio la enérgica y relampagueante figura del apradhi y disparó, dos tres cuatro veces. El apradhi resbaló y cayó al suelo. El relampagueo amainó lentamente en los ojos de Sartaj. Y Katekar todavía estaba sentado.

Sartaj se arrodilló a su lado. Un fluido oscuro goteaba por la nuca de Katekar a sacudidas constantes.

—La arteria —dijo Kamble desde alguna parte sobre la cabeza de Sartaj.

—El Gypsy —gritó Sartaj—. Traed el Gypsy.

Se buscó a tientas en el bolsillo, puso su pañuelo sobre Katekar y la sangre brotó con facilidad por los dedos de Sartaj, subió y creció sobre su muñeca.

—Aquí —indicó Katekar con calma—. Aquí.

Tres de ellos levantaron a Katekar para meterlo en el coche. Sartaj se peleó con sus piernas, y Kamble le susurraba al oído, tan cerca que Sartaj notaba sus labios sobre la barba:

—Los tres apradhis murieron en la operación. ¿Sí?

Sartaj oyó los sonidos leves a través del rugido de su propio pánico. Negó con la cabeza y corrió alrededor del coche y se tiró al asiento.

Kamble cerró de un golpe la puerta de atrás. La luz cayó sobre su rostro desde arriba, dividiéndolo en triángulos de negro y dorado.

—Los tres —dijo—. Los tres acabados.

No había tiempo para hablar. Después iban a toda velocidad al lado de la valla desdibujada, y Sartaj trataba de mantener a Katekar recto y tenía una mano sobre la herida. Entonces Sartaj captó el sentido de lo que había dicho Kamble. El jeep dio un bandazo a la izquierda, y oyó los tiros, simples estallidos, una serie rápida.

Al llegar a la Clínica Jivnani, a las dos cuarenta y seis de la madrugada. Ganpatrao Popat Katekar fue declarado muerto.

Sartaj se sentía viejo. Por el papeleo supo, volvió a recordar, que Katekar era cinco años mayor que él. Pero siempre había pensado en Katekar como más joven, como un joven. Katekar tenía una queja para cada hora del día, tenía antiguas canciones marathi, oscuros hechos científicos, tenía historias interminables sobre vidas cortas de hombres duros. Sentía un placer barrigón al engullir la maldad vetusta y curada de la ciudad, sus escándalos bien sazonados, sus crisis amargas, su injusticia ferozmente enmohecida, se hacía una comida de su carne resplandeciente y putrefacta. En ese momento, Sartaj tuvo que escribir «Causa de la muerte» en un recuadro de un formulario. Dio forma a las letras con cuidado, de alguna manera convencido de que la buena letra en un formulario departamental era una especie de muestra de respeto hacia el difunto. Repasó con tinta, lentamente, todo el escrito hasta un punto, y sus manos empezaron a agitarse. Fue una vibración que comenzó en los codos, un dolor que salía desde el hueso y llegaba directo a las palmas. Sartaj puso las manos bajo la mesa, sobre los muslos, y esperó a que pasase la agitación. Apretó los puños, los relajó. La agitación paró, después volvió. Sartaj miró alrededor. Dos agentes estaban sentados justo al otro lado de la puerta, podía verles los zapatos. El inspector de servicio, Apte, estaba en la oficina al otro lado del pasillo a la izquierda. Había dejado solo a Sartaj por preocupación, por compasión, para que tuviera privacidad. Sartaj inhaló, movió la silla hacia atrás. Las manos yacían sobre el algodón blanco sucio, temblando. Esa era la palabra: temblar. Ni movimiento, ni sacudida, sino un pequeño temblor que surgía desde dentro hasta la piel. Qué melodramático, pensó Sartaj. Pensó la palabra en inglés. «Melodramático». La recordaba. Hizo un esfuerzo y contuvo el temblor. Sujetándolo con delizadeza y con firmeza, dio la vuelta al formulario. Volvió a coger la pluma y se preparó, pero tuvo que dejarlo. Qué cosas más extrañas son las manos. Una panza recubierta por almohadillas bulbosas y carnosas, pelo suave recorriendo el dorso. Sartaj dobló un dedo hacia atrás contra la madera del escritorio. Si se apoyaba con el peso del hombro, sabía que el dedo se rompería. E1 dolor se mantuvo agudo ante la zumbante neblina de la confusión de Sartaj, como una luz azul en la niebla. Sartaj conocía el ruido que hace un dedo al romperse. Una vez le pidió a Katekar que lo hiciese, que le rompiera el dedo a un apradhi, un secuestrador, el hombre había acudido a recoger el dinero por una niña, la hija de un hombre de negocios raptada del parvulario. Fue el dedo meñique del secuestrador, en la mano derecha. Habían recuperado a la niña, de un hotel en Bhandup. El sonido de un dedo al romperse no es muy fuerte, pero es seco, más agudo de lo que esperas. Es un crujido rápido, como un petardo pequeño al estallar. Katekar lo hizo. Sartaj le pidió que lo hiciera, lo hizo por la niña. Katekar tenía manos pesadas. Sartaj las recordó y liberó la presión de su propio dedo y se puso de pie. Esto era autocompasión, todo esto, las manos, los recuerdos, el formulario. Estaba evitando lo que sabía que tenía que hacer a continuación, lo que había postergado hasta la mañana: la visita a la familia de Katekar. Le había dicho a Apte: dejémosles dormir. ¿Por qué despertarles ahora, en medio de la noche?

Pero la luz era inevitable. Era momento de volver a ponerse el uniforme.

La mujer de Katekar lo supo tan pronto como abrió la puerta. Sartaj lo vio en su rostro. Había hecho sonar con suavidad el picaporte en el parte superior de la puerta, que ella abrió todavía con los ojos pegados y tropezando, y la frase que Sartaj había preparado —«Bhabhi, perdóname, por favor»— se desvaneció en el escalofriante conocimiento de su propia responsabilidad. Ella cerró la puerta tras de sí, y dobló los brazos sobre los adornos blancos, festoneados y elegantes del camisón suelto que llevaba. El camisón tenía un estampado de rosas, que se completaba con espinas en los tallos verdes. Sartaj solo la había visto con sus saris ligeramente brillantes, en ocasiones muy formales. Tal vez tres, cuatro veces en tantos años. Ella cerró los ojos por un momento largo, después los abrió. De repente había cambiado. Colocó su rostro huesudo hacia delante, como una proa, y alargó la mano y le tocó el antebrazo a Sartaj. Entonces él se dio cuenta de que había vuelto a temblar.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.

Llevaron el cuerpo a casa al día siguiente a las dos. Tumbaron a Katekar sobre su cama, y quitaron la sábana en la que lo habían envuelto tras la autopsia. Después lo sentaron en una silla, y lo lavaron. Le habían cosido la herida en la parte baja de su cuello, a la izquierda. Parecía demasiado pequeña para matar a un hombre de barriga respetable, hombros pesados. Habían cerrado el corte largo de la autopsia con hilo negro grueso. Ahora la piel de Katekar tenía el color y la textura del cartón cuando se seca rápido tras empaparse con la lluvia del monzón, y Sartaj trató de no mirarle. Sartaj se apretó en una esquina y apartó los ojos de los hombres y mujeres que empujaban para entrar por la puerta, e intentó leer las etiquetas de los casetes amontonados junto al reproductor, al otro lado de la habitación. Oyó a la mujer de Katekar hablar con un familiar sobre cuántas botellas de queroseno se necesitaban, cuántas croquetas de estiércol de vaca, cuánta madera. Ahora estaban poniéndole ropa nueva a Katekar, su reloj pesado de acero en la muñeca. Su esposa se arrodilló y le deslizó las chappals en los pies. Tuvo que luchar para ponérselas, sujetó el talón de Katekar y empujó y después con suavidad apartó los dedos gordos del pie para que pudiesen entrar por el aro de piel. Pintó gulal sobre su frente, poniéndole una gota de tikka roja. Inclinó la cabeza hacia atrás, estaba concentrada, seria. Otra mujer le llevó una thali de acero, una cerilla chisporroteó y dibujó un arco llameante en el aire y Sartaj olió el incienso, aceite que se quemaba. Ella movió la thali en círculos lentos alrededor de los hombros de Katekar, la cabeza. Estaba llorando.

Fueron a pie hasta el shamshan ghat. Un hombre, otro agente de policía, llevaba un matka lleno de agua. Sartaj podía oír el sonido rítmico del agua mientras caminaba. La thali llena de flores y gulal la llevaba otro agente, cerca por detrás. Desde la thali, el agente arrojaba grano y gulal mientras caminaban. Entraron en el shamshan por una puerta alta de metal negro. De pie bajo la nave elevada abierta por los lados, con su tejado de hojalata arrugada, Sartaj podía oír el tráfico por encima de las paredes altas. Podía oír voces, colegiales gritando, los chillidos de un verdura-vala. En la parte de arriba de la pared, a través de ramas mustias, pudo ver carteles en la otra parte de la calle, un edificio comercial alto. Katekar yacía sobre la madera. Un hombre caminó al frente, Sartaj lo reconoció, Potdukhe, un agente superior que se había jubilado el año antes. Potdukhe tenía una cuchilla en la mano, una cuchilla de afeitar. Sujetó la manga blanca de Katekar con una mano, y con un movimiento rápido cortó la ropa desde el hombro hasta la muñeca. Sartaj encorvó los hombros: el paso sibilante de la cuchilla le llegó por encima de todos los sonidos de la calle. Tragó y se mantuvo quieto. Potdukhe rajó la otra manga, después desabrochó los botones de los pantalones de Katekar: no deben haber restricciones sobre el alma.

Se oyó el distante gruñido mecánico de vehículos que se detenían, y un momento después Parulkar entraba en el shamshan ghat. Caminó directo hacia Katekar, se quedó de pie sobre él un momento, y después retrocedió. Se colocó junto a Sartaj, y le puso una mano en la muñeca y la apretó. Después esperaron.

Las mujeres estaban de pie en la distancia, al otro extremo del lugar, cerca de la pared. Una hilera de policías uniformados giró, dio una pataca en el suelo, levantó los rifles sobre los hombros y los mantuvo en lo alto, hacia algo por encima, muy, muy lejos. Los hijos de Katekar, que estaban todavía con las mujeres, se estremecieron bajo el redoble de chasquidos como latigazos. Entonces los llevaron hacia delante, a través del grupo de hombres alrededor del féretro. Potdukhe puso una mano sobre el hombro del mayor, y lo condujo alrededor de su padre, en un círculo. El hijo… ¿Cómo se llamaba? ¿Su nombre…? Llevaba el matka lleno de agua, y el agua caía por un agujero, salpicando el suelo y danzando hacia arriba en chapoteos rápidos, entrecortados. Un sacerdote vestido con dhoti tenía ahora un trozo de madera en la mano, que parpadeaba por un extremo. De pronto Sartaj quiso ver el rostro de Katekar. Caminó hacia la izquierda, pero la madera estaba amontonada alta, y lo que pudo ver solo fue una espiral de ropa blanca, una barbilla, el puente de una nariz. Desde ese ángulo, cerca de la coronilla de Katekar, no había Katekar, solo algunos fragmentos. Sartaj se arrastró hacia la derecha, era importante ver a Katekar completo, pero era de masiado tarde, el sacerdote estaba sujetando la mano del hijo, mostrándole cómo dar un golpecito con un palo en la cabeza de su padre. Fue un golpe pequeño, simbólico, pero a continuación el golpe real, del sacerdote, resquebrajaría el cráneo. Sartaj tragó. Este siempre era el momento de los funerales en que se empezaba a sentir enfermo. Era necesario, volvió a decirse a sí mismo, o el cráneo explotaría bajo el fuego. Pero sintió cómo comenzaba a formarse un nudo en su estómago. Alguien, fue Parulkar, cogió a Sartaj del brazo, y con los otros hombres se movió hacia atrás, tres, cuatro, cinco pasos. Aun así, Sartaj oyó el crujido rotundo del cráneo al abrirse, y ahora Katekar estaba abierto hacia el cielo, completa y totalmente abierto. Su hijo se inclinó hacia delante, sujetando la madera ardiente. Hubo un leve desplazamiento en el interior de la pira, una serie de convulsiones minúsculas, rápidas, aceleradas. Se produjo este movimiento y el suave olor a ghi, ese olor de la infancia a bodas y Fiestas. Después, con una bocanada urgente el fuego prendió la pira, el cuerpo, Katekar. Entonces todo fue movimiento, saltando hacia arriba, muy arriba, y el calor se deslizó por el rostro de Sartaj. Miró cómo ardía el fuego, y no apartó la vista.

Después de que amigos y familiares se hubiesen marchado, después de que las cenizas se hubiesen enfriado, después de que hubiesen recogido las cenizas y las hubiesen llevado a casa y colgasen de un matka cerca de la puerta, después de todo, Sartaj se fue a casa. Había whisky, casi una botella entera, y Sartaj la sacó y la puso encima de la mesa de centro, con una botella de agua, pero después de servirse un trago el olor le hizo sentir náuseas. Así que cerró los ojos, se recostó en el sofá. Katekar estaba muerto, el asesino estaba muerto, los amigos del asesino estaban muertos, todo había acabado. Nada que hacer, nadie a quien perseguir. La muerte de Katekar fue un asesinato, un accidente, un acto del destino. Era una historia sencilla, de la forma en que Kamble y otros la contarían: tres apradhis acorralados, deberíamos haber disparado primero, atrapar a los bastardos, pero era la operación de Singh, Katekar se acercó demasiado y no disparó, así que murió. Caso cerrado. Estas cosas pasan. Es el trabajo. Pero después de todo eso, después de todo, Sartaj era incapaz de descansar con esta historia, de sentirse consolado por su pulcritud, por su nítida velocidad hacia el frente y su descanso final. Le acosaban las preguntas: ¿Dónde estaba Bangladesh?, ¿Qué era? ¿Dónde estaba Bihar? ¿Cómo viajan tres hombres miles de kilómetros, a una ciudad, a un tramo concreto de calle, a un agente que espera bajo un thela? Somos escombros, pensó Sartaj, lanzados al azar y chocando codo contra codo, rompiéndonos las vidas los unos a los otros. Sartaj abrió los ojos, y la habitación todavía era la de siempre, las sombras afuera le resultaban completamente conocidas, conocidas desde hacía mil noches. Este era su rincón en el mundo, seguro y familiar. Y sin embargo ahí estaba la pregunta, retenida en su pecho: ¿Por qué ha muerto Katekar? ¿Cómo ha pasado esto?