ENTERRANDO A LOS MUERTOS

Sartaj se despertó a las siete. Ma ya estaba sentada a la mesa del comedor, leyendo un periódico con sus gruesas bifocales. Se había bañado, vestía un salvar-kamiz blanco recién planchado y llevaba el cabello pulcramente peinado. Jamás en su vida había logrado despertarse antes que ella, y en ocasiones se preguntaba si dormía alguna vez.

—Siéntate —dijo ella.

Sacó un plato, una taza. Él leyó el periódico: la paz en la zona fronteriza tomaba impulso. Pero veintidós hombres habían sido asesinados en Rajouri por militantes cachemiros, tal vez mercenarios extranjeros. Los militantes habían detenido un autobús de transporte estatal en una carretera principal, habían alineado a los hombres hindúes a un lado, y les habían disparado con rifles AK-47. Un viajero había sobrevivido, bajo los cuerpos, con una bala en la ingle. Había una foto de los cuerpos, alineados en una fila desigual. Sartaj olió cómo se cocinaban unos huevos. Pensó: ¿Por qué los alineamos siempre? ¿Por qué no ponerlos en círculo? ¿O formando una V? ¿O solo de cualquier manera, así y asá? Era una de las cosas que hacías cuando tenías muchas víctimas, alinearlas, como si eso controlase y contuviera el caos del hecho: metal explotando a través de carne viva. El propio Sartaj había arrastrado cuerpos flácidos hasta hileras ordenadas, y se había sentido mejor al hacerlo.

—Estos musulmanes nunca nos dejarán vivir en paz —comentó Ma mientras ponía una tortilla frente a él. Era como le gustaba, muy suave y esponjosa, con montones de chiles pero sin cebolla.

—Ma —contestó Sartaj—, esto es una guerra. No es que todos los musulmanes sean monstruos o algo así.

—No he dicho eso. Pero tú no lo sabes.

Se había quitado las gafas, y ahora las estaba limpiando con el dupatta. Cuando le miró, su rostro estaba completamente inexpresivo, cerrado como una ventana con postigos de acero.

—No conoces a esa gente. Son diferentes a nosotros. Nosotros tampoco les dejaremos vivir en paz.

Sartaj regresó a su tortilla. No se podía discutir con ella, tenía costumbres muy arraigadas, y al final haría afirmaciones pensadas, simples, que trataría como incuestionables, y se aferraría a ellas como si fuesen anclas. Cualquier intento por mantener la discusión era irritante e inútil y solo haría que a ella le subiera la tensión. Sartaj dio la vuelta a la página, y leyó un reportaje largo de interés humano sobre un paan-vala y su bigote exuberante.

En la calma abarrotada del gurudwara, más tarde, observó a su madre. Estaba sentada con las rodillas levantadas, sujetándolas con los brazos alrededor de una forma que él siempre había considerado como de niña. Mientras las voces colectivas se alzaban y planeaban por el kirtan, ella estaba perdida en el recuerdo. Él conocía esa mirada, suave, con los ojos medio cerrados fijos a media distancia, aquella introspección. Era muy pequeña, muy frágil, y mirando sus muñecas delgadas sintió mucho miedo y volvió a pensar que debería llevarla a vivir con él. ¿Cuánto tiempo tenemos a nuestros padres?, pensó. ¿Cuánto tiempo? Pero era muy terca, y se aferraba a su casa como un soldado luchando en una guerra. La última vez que discutieron sobre eso, ella dijo: este es mi hogar. Solo lo dejaré de un modo, cuando llegue el momento. Y de repente él vio lo solo que se podía estar en este mundo gigantesco, cuando el tiempo se lleva de tu lado a tu padre y a tu madre, y mascullando le dijo: no hables así.

«Tarai gun maya mohi aayi kahan baydan kaahii», entonaron los cantantes. Somos caminantes en este viaje, pensó Sartaj, y caemos uno a uno. Al otro lado de Ma estaba su hermano mayor, Iqbal-mama, que se balanceaba desde los hombros hasta la cadera. Era un hombre muy religioso, miembro del consejo del gurudwara, siempre ocupado en buenas obras y caridad. A Sartaj le gustaba, pero encontraba agobiante su constante piedad. Hubo otro mama, Alok-mama, que a todos los niños les gustaba mucho más. Sartaj todavía recordaba sobrecogido lo mucho que aquel sardar mastodóntico solía comer, pollos asados para desayunar, rogan josh para comer con jalebis frescos después; la cena era una lucha épica, con el añadido del whisky escocés y la cara de Alok-mama brillando colorada. Los niños, todos los primos, solían bromear con que había una trampilla dentro de Alok-mama que conducía a una cueva enorme donde desaparecía toda la comida, era increíble que un hombre comiera tanto. Solía respirar con dificultad yendo de una habitación a otra. Su esposa lo encontró muerto una mañana en el baño, con el agua del grifo cayéndole en la cara. Eso sucedió cuando Sartaj tenía catorce años.

Iqbal-mama era muy religioso, y Mani-mausi no. Hubo peleas, riñas a gritos, cuando ella se mostraba sarcástica con la adoración eterna de Iqbal-mama. Ma siempre le ofrecía consejo de hermana a Mani-mausi, intentaba evitar que se cebara con su hermano. Pero nadie podía frenar a Mani-mausi cuando estaba de mal humor. Era de alguna forma el escándalo de la familia, con su divorcio y sus intensas creencias políticas comunistas y su ateísmo declarado. Sartaj no sabía cuánto seguía creyendo él mismo. Por supuesto mantenía la barba, el pelo, el kara, pero no había rezado de forma voluntaria desde hacía años. Había cuadros de los gurús en su casa, pero ya no les pedía consejo, ni esperaba milagros de ellos, ni siquiera un día más fácil. Los colores de los cuadros le parecían demasiado brillantes ahora, los blancos absolutamente prístinos del turbante de Guru Nanak demasiado alejados de la sucia vida. No obstante, pensó Sartaj, era bueno ir con su madre a este lugar. Había una buena luz, y compañía en los hombros alineados de los fieles, y comodidad.

Ma se ajustó el salvar encima de los pies, y Sartaj pensó entonces en la mujer en el búnker de Gaitonde, la longitud de sus piernas con sus pantalones elegantes. No habían encontrado ninguna evidencia de religión en su apartamento, ninguna cruz o Biblia o rosario. Así que tal vez no era religiosa, quizá solo indiferente. Pero había confraternizado con Gaitonde, cuyos rezos largos y donativos a causas religiosas eran legendarios. Por un tiempo, a finales de los noventa, se había proyectado a sí mismo en los medios de comunicación como el don hindú, valiente defensor contra las actividades antinacionales de Suleiman Isa. Sartaj se acordó de una entrevista en Mid-Day en la que Gaitonde había pronosticado la muerte temprana de Suleiman Isa.

«Tenemos células activas en Pakistán buscándole», había dicho Gaitonde.

Había una vieja foto de archivo en la parte superior del reportaje, un Ganesh Gaitonde muy joven con sudadera roja y gafas oscuras. A Sartaj le había impresionado el aspecto. Tenía su propio estilo, Ganesh Gaitonde tenía estilo, pero al final había sido él quien murió, sin ninguna intervención —parecía ser— de su antiguo enemigo. ¿Por qué? Era un misterio interesante, un tema en el que le apetecía demorarse, y Sartaj se dedicó a teorizar sobre ello el resto de la mañana.

Seguía especulando cuando él y Ma llegaron finalmente a casa, a última hora de la tarde. Después de dejar el gurudwara, habían pasado dos horas en casa de Iqbal-mama, entre un galimatías arremolinado de sobrinos y sobrinas. Sartaj había crecido como hijo único, y le gustaba bastante —en dosis pequeñas— el caos confortable de las familias grandes. Ahora Sartaj estaba agradablemente cansado, pero su mente seguía en marcha de forma perezosa, construyendo historias sobre Ganesh Gaitonde. Estaba tumbado en la cama, en una oscuridad facilitada por las cortinas, preguntándose si hubo una relación amorosa fracasada entre Gaitonde y Jojo Mascarenas, alguna historia enmarañada de deseo carnal y traición que hubiese conducido a un asesinato-suicidio. Era probable, decidió. Los hombres y las mujeres se hacían ese tipo de cosas.

—Sartaj, quiero ir a Amritsar.

Sartaj se incorporó de una sacudida. Ma estaba de pie en la entrada.

—¿Qué?

—Quiero ir a Amritsar.

—¿Ahora?

Sartaj se frotó los ojos, balanceó los pies hasta el suelo.

—Arre, no, beta. Pero pronto.

Sartaj retiró una cortina, dejando que se derramase la luz.

—¿Por qué de repente?

Ma estiró la sábana.

—No es de repente. Lo he estado pensando un tiempo.

—¿Quieres ver a chacha y toda esa gente?

—Quiero ir a Harmandir Sahib una vez más antes de morir.

Sartaj se quedó quieto, la mano sobre la pared.

—Ma, no hables así. Irás muchas veces.

—Tan solo llévame una.

Un peso se había asentado en el pecho de Sartaj, asfixiándole la voz. Rodeó a Ma, recogió su maleta vacía y tocó a su madre torpemente por el hombro.

—Veré cuándo puedo pedir un permiso.

Tosió.

—Entonces podremos ir.

Mientras Sartaj hacía el equipaje, Ma le llevó una pila de ropa recién planchada. Se sentó en la cama y le observó. Nunca lo había hecho, en las cientos de veces que él se había preparado para irse de casa, y sintió cómo su mirada le hacía ir más lento. Siempre había hecho las maletas con esmero, pero en ese momento metió los calcetines en la ranura rectangular entre las camisas y los pantalones con cuidado fanático. Ma contaba historias sobre los familiares de Amritsar, y para cuando Sartaj cerró la maleta, sabía que salía tarde para ir a la estación. No obstante, se entretuvo en la puerta principal, y repitió sus peri paunas, e intentó no pensar en la última vez que le dijo adiós a Papa-ji, en esta misma puerta.

Sartaj logró llegar al tren, pero justo, y, a diferencia de otras veces, no fue capaz de dormir hasta la estación Dadar. A través del cristal sucio, observó cómo se deslizaban junto a los cerros ensombrecidos y familiares, trazados contra la forma de su propio rostro. Había hecho este viaje muchas veces, y le encantaba, el largo túnel desde Monkey Hill hasta Nagnatli que tanto le fascinaba de niño, las pendientes bruscas y los giros repentinos que descorrían las laderas como cortinas de un escenario para revelar el asombro de los valles verdes que caían en picado, y sentías exhalación y sorpresa en el pecho, y te sentías feliz por estar yendo a alguna parte. Todavía le pasaba, aquella pequeña ráfaga de excitación, pero ahora llevaba en el interior una punzada pequeña de pérdida y nostalgia. Quizá por eso la gente tenía niños, para que cuando ya no pudieras viajar con tus padres, tus hijos hicieran que todos los viajes en tren fueran nuevos otra vez. Entonces podías ver aparecer las luces de Mumbai, y sentirte totalmente feliz de estar en casa.

—Sí, trae a Bunty —dijo Parulkar—. Naturalmente, tráele, claro.

—¿Debo hacerlo yo, señor? ¿No uno de sus hombres?

Sartaj se refería a uno de los hombres de Parulkar seleccionados para tratar con las bandas.

—No, Bunty probablemente confiará más en ti. Si mando a uno de mis inspectores, se asustará.

—Bien, señor.

Estaban sentados en el coche de Parulkar en Haji Ali. Parulkar iba a la jefatura y le había pedido a Sartaj verle de camino. Sartaj pensó que estaba triste, que parecía muy agotado.

—¿Tiene otra reunión, señor?

—Sí. No tengo más que reuniones en la actualidad.

—¿Con el subdirector general saab?

—No solo con él. Con toda la gente que pueda. El gobierno está decidido a echarme, Sartaj. Así que tengo que ver quién me puede ayudar a quedarme. De manera que corro de acá para allá.

—Señor, se hará cargo de ello. Siempre lo ha hecho.

—No estoy tan seguro. Esta vez, ni el dinero que estoy preparado para gastar influirá en el resultado. Es una historia demasiado vieja. Me odian personalmente, creen que soy demasiado promusulmán.

—¿Por Suleiman Isa?

Parulkar se encogió de hombros.

—Eso, y otras cosas. Pero sobre todo sospechan que ayudo a Suleiman Isa. Son idiotas. No parecen entender que para operar con éxito contra una banda tienes que intercambiar información con otra. Solo saben a quién odian. Son políticos y gangsters ellos mismos, pero ven el mundo así. Es estúpido.

—Por eso les burlará, señor.

—No estés tan seguro, Sartaj —respondió Parulkar, señalando con la mano el arco creciente de los edificios—, hoy día, la estupidez es lo que gana aquí.

Tras él, el mar yacía plano y tranquilo. Su conductor y los guardaespaldas estaban de pie cerca, protegiéndose los ojos de la luz deslumbradora.

—Los tiempos han cambiado.

No había discusión posible ante esta verdad simple, en efecto los tiempos habían cambiado.

—Si hay algo que yo pueda hacer, señor —dijo Sartaj—, por favor dígamelo.

Ese era todo el consuelo que Sartaj podía ofrecerle al viejo. Sartaj observó el convoy de tres coches de Parulkar alejarse poco a poco por el malecón, y pensó que era la primera vez que había pensado en Parulkar como viejo. Siempre parecía que por el no pasaban los años, por sus ganas de trabajar, su alegría inagotable y su constante y sorprendente progreso. Quizá había subido demasiado alto, quizá era inevitable que en aquellas altitudes profesionales tan elevadas su aguda ambición le traicionase; sí, le había hecho retorcido y le había detenido y le había despojado de su confianza y su alegría. Tal vez era mejor quedarse en un nivel medio respetable, como había hecho Papa-ji, hacer bien el trabajo e ir a casa y dormir profundamente.

Pero no, era imposible creer tal cosa en estos tiempos mudados, cuando la falta de voluntad apasionada por hacer carrera se consideraba un defecto fatal de carácter. Sartaj puso una pierna sobre la moto y le dio una patada para darle vida chirriante. Dio la vuelta por el paso elevado, bordeó la costa y pasó por delante de la entrada a Shiv Sagar Estates, donde Harshad Mehta había tenido una vez siete —¿o fueron ocho?— apartamentos. Sartaj fue allí mucho tiempo atrás, para apoyar a un gran equipo del CBI que registraba los apartamentos de Mehta buscando pruebas de su perfidia multi-crore. La aportación de Sartaj en la detención del agente de bolsa fue controlar a la multitud, mantuvo atrás a la muchedumbre de espectadores y seguidores de Mehta, que crecía con mucha rapidez, y mantuvo despejada la entrada del edificio. Aquella noche y el día siguiente, toda la gente a la que vio —policías, amigos, Megha— le preguntó con avidez:

—¿Viste la casa de Harshad Mehta por dentro? ¿Cómo era? Debe de ser fenomenal, ¿no?

A Sartaj no le importó, al principio, contarles que no había visto nada aparte del exterior del edificio, pero cada uno que preguntaba se quedaba tan decepcionado que al final Sartaj se sintió obligado a inventarse una historia sobre la extravagante vivienda de Harshad Mehta. De hecho hubo algunos fragmentos de realidad en el mosaico que construyó, pequeñas pepitas brillantes que cosechó de los agentes que habían estado dentro del edificio, pero principalmente Sartaj juntó imágenes sacadas de la tele y de películas, habló de salas dúplex con escaleras que subían hasta las habitaciones de la familia, puertas que se deslizaban en las paredes, dormitorios tan grandes como apartamentos corrientes enteros, todos los suelos recubiertos con exquisitos mármoles italianos, y con un interfono que lo comunicaba todo.

—Tres mil metros —dijo Sartaj—. ¿Puedes imaginártelo, que viva en tres mil metros?

Y a todos aquellos que apenas podían permitirse ciento cincuenta, o trescientos, se les humedecieron un poco los ojos y soñaron con una vida perfecta. Sartaj sabía la admiración que sentían, porque la había sentido él mismo: Harshad Mehta era un ladrón, pero había soñado a lo grande y vivió con holgura. Le habían arrestado, y vuelto a arrestar, y murió de un ataque al corazón, pero en su propia época fue un héroe.

Sartaj aceleró, y le gustó el aullido que hizo el motor. La ambición se extendió como un virus ineludible en la época de Harshad Mehta, y desde entonces hubo caídas del mercado de valores y reventones, pero el contagio se había asentado con firmeza. Ahora esas aspiraciones gigantescas eran una especie de condición universal. Quizá era una forma de salud; después de todo, te daba empuje, brío, velocidad. Había leído un editorial en los periódicos no hacía mucho, que había notado con agradecimiento cómo el equipo de criquet indio por fin había adquirido algo de instinto asesino. Sí. habían adquirido dinero en efectivo e instinto asesino. Muy cierto. Sartaj aceleró más. Era la hora de ir a por los acosadores sexuales.

Wasim Zafar Ali Ahmad, de nombre largo y grandes aspiraciones políticas, le había dado a Sartaj los nombres y la dirección de los hermanos tapori que quería disciplinar, así que Sartaj y Katekar fueron de visita. No confiaban con encontrarlos a los dos en casa, pero su intención era producir terror y desasosiego en la familia, y de ese modo hacer que los hermanos abandonasen. Así que entraron en la kholi con cantidades extravagantes de empujones y gritos. Sartaj abrió la puerta de una patada y rugió:

—¿Dónde están esos dos gaandus? ¿Dónde están?

Katekar reunió a la familia de las tres habitaciones apretadas. Había un hombre mayor tambaleante, una mujer y una niña de unos once o doce años. La niña empezó a maldecir a Sartaj con voz monótona y constante, y la mujer le puso una mano en la boca.

—¿Qué han hecho? —preguntó el abuelo temblando—. ¿Qué?

Sartaj le habló a la mujer.

—¿Eres la madre de Kushal y Sanjeev?

—Sí.

—¿Dónde están?

—No lo sé.

—¿Eres su madre pero no sabes dónde están?

—No, no lo sé.

Era una mujer robusta, bajita pero enorme por los hombros y más enorme por las caderas. Llevaba un sari rojo brillante, con cuyo pallu en ese momento se envolvía con firmeza los hombros con una mano mientras sujetaba a su hija con la otra.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Sartaj.

—Kaushalya.

—¿Este es tu padre?

—No, el de él.

Se refería al de su marido.

—¿Y él dónde está?

—En la fabrica.

—¿Qué fabrica?

—Hacen mithai.

—¿Está cerca?

Sacudió la barbilla hacia el hombro izquierdo.

—Junto a la estación de autobús.

Sartaj señaló a la niña, que había dejado de murmurar bajo la mano de su madre. Estaba mirando a Sartaj con concentración impasible.

—¿Cómo se llama? —preguntó él.

—Sushma.

—Sushma, ve y trae a tu padre.

Kaushalya apartó la mano, pero su hija no se movió. Sartaj estaba acostumbrado a desagradar al público, pero el odio de la niña le escoció.

—Ve —gruñó.

—Haz caso a saab —dijo Kaushalya, y la niña salió corriendo por la puerta.

Sartaj se instaló en la silla que había junto a la puerta. Separó las rodillas con amplitud y apoyó los pies con firmeza. Katekar se giró hacia la pequeña área de la cocina a la izquierda, y comenzó a registrar, haciendo sonar cacharros y platos. Cogió una botella de la estantería y la olió haciendo mucho ruido. Kaushalya y su suegro se retiraron a la otra habitación. Sartaj pudo oír sus susurros insistentes.

Cazar apradhis debería significar persecuciones en coche, carreras por calles abarrotadas, agitación y movimiento y música martilleante de fondo. Eso es lo que Sartaj quería, pero lo que la caza significaba en realidad era intimidar a una mujer y un viejo en su propia casa. Era una técnica policial contrastada por la práctica, perturbar la vida familiar y los negocios hasta que el informante cantase, el criminal se derrumbase, el inocente confesase. Katekar se espanzurró en un sota cubierto por una sábana azul brillante, y Sartaj llamó a Kaushalya y le pidió chai y galletas. Parloteó enfadada tras la pared, pero salió y le pidió a un vecino que fuera al dhaba de la esquina. Volvió a entrar, la cabeza muy gacha, moviendo la mandíbula, y pasó por delante de ellos muy ofendida para volver a su refugio en el cuarto de atrás.

Las paredes eran de simple color blanco, pero sobre un único estante había una hilera de fotografías, el recuerdo del matrimonio de Kaushalya y tres hijos. Sushma se reía feliz desde un marco rosa conforma de corazón. Sartaj inclinó la cabeza sobre la pared y cerró los ojos. Pero estaba inquieto, demasiado tenso para una cabezada. Se incorporó, y Katekar estaba analizando, atentamente, un ejemplar viejo de Filmi Kaliyan. En el margen izquierdo de la cubierta, Bipasha Basu tenía los brazos doblados bajo la amplitud rolliza de sus pechos. Sartaj de inmediato se sintió molesto con ella por el filo de deseo entusiasta que se alzó en su entrepierna. Se enderezó, se recompuso de forma discreta y después tuvo que inclinarse hacia delante para ocultarse. Vete al infierno, Bipasha. Había tenido relaciones sexuales por última vez ocho meses antes, con una periodista free-lance de uno de los periódicos marathis de la tarde. Primero ella había acudido a él con preguntas difíciles sobre los dance bars y las chicas de los bares, para un artículo grande de primera página, y a él le habían impresionado sus amplios hombros, los vaqueros anchos color verde, su cinismo y su estilizada habilidad. Se vieron tres veces, en tres restaurantes distintos, y ella había mencionado con cuidado a su marido cada vez, que también era periodista, para otro diario marathi. Pero a la tercera tarde, a la tercera taza de té, se le habían acabado las preguntas sobre bar-balas, y era obvio que tenía que pasar algo más. Se dijeron adiós de forma torpe, y esa vez ella no ofreció la mano para un apretón caluroso desde el hombro. Ella llamó diez días después, y en esa ocasión pasearon por la playa de Chowpatty, rozándose los nudillos. No la consideraba guapa, exactamente, pero no podía detenerse, parar el impulso de apoyar la mano sobre el final de su espalda, bajo su camisa blanca suelta, de manga larga. Se acostaron juntos cada semana durante cuatro meses, siempre en la habitación del PSI Kamble en Andheri East, siempre por las tardes. Ghochi karo, jefe, solía decir Kamble. Tuvieron relaciones sexuales, hicieron el amor, «ghochi», lo que quiera que fuera aquello, hizo que Sartaj se sintiera peligrosamente solo, le hizo un nudo sin solución en la garganta. Era bueno sentir la piel de ella contra la suya, sus crisis viajaban con facilidad a través de su cuerpo largo, y resultaba cómodo lo poco exigente que era, relajada y relajante en su falta de confianza en el dramatismo. Y sin embargo Sartaj no sentía ningún anhelo por ella, no sufría para nada la necesidad que en otro tiempo había sentido por Megha, y esta ausencia hacía insoportables los momentos en los que yacía jadeando sobre las sábanas floreadas de Kamble. Se sentía pequeño y perdido dentro de su propio cuerpo, sumergido muy por debajo de la piel y ahogándose. Al final tuvo que parar, tuvo que terminarlo. Entonces ella se sintió herida, pero lo ocultó bajo un encogimiento de hombros al estilo periodista: marad saala aisaich hota hai.

Sí, los hombres eran así. Antes de ella, hubo otras mujeres. Una prostituta que da citas por teléfono, regalo de Kamble en el primer aniversario de Sartaj tras el divorcio: «Artículo fino de primera clase, jefe, material de actriz total». Sartaj fue incapaz de cumplir, y el artículo-actriz le dio unos golpecitos en el hombro a modo de consuelo. Y hubo una amiga casada de Megha, que para llamarle esperó hasta que la sentencia de divorcio fue definitiva, de manera que todo fuera limpio e incontestablemente moral. Después del sexo, a ella le encantaba escuchar historias de asesinatos, de tiroteos en calles oscuras, de hombres desesperados y violentos, se tumbaba junto a Sartaj, regordeta y dorada, con un brillo en los ojos como de ganchos metálicos, emanando pequeñas ráfagas perfumadas de Obsesión. E incluso hubo una firangi, una austriaca a quien habían robado la cartera en un tren local y que había acudido a la comisaría a rellenar una reclamación. Le gustaba su acento categórico, todo sonidos fuertes y parones repentinos, y el azul ilegible de sus ojos, pero le resultaba tan totalmente incomprensible que no tenía ni idea de qué hacer, incluso cuando ella fue a verle dos días después. Le confesó que no habían hecho ningún progreso, que el progreso era poco probable, y entonces se sintió avergonzado de la ineficacia india. En Austria el ladrón ya habría sido condenado y sentenciado. En aquella pausa ella le preguntó si le gustaría tomar un café. Después de tres días de cafés él le preguntó a ella si le gustaría ver su casa. En el apartamento, ella le hizo quitarse el turbante. «Quiero verte el pelo suelto», le dijo:

—Usted, Amitabh Bachchan —se rió el ESI Kamble cuando oyó esto, apretando la mano de Sartaj—, usted, puñetero Rajesh Khanna, es el rey de los sementales sardar.

Sartaj reconoció mucho de su éxito embriagador en la emoción exuberante de Kamble, aquel apuro feliz que él mismo sintió al ver la palidez pornográfica de los pechos de la austríaca, al descubrir el pelo rubio claro bajo el blanco de sus medias. Mientras se movía dentro de ella, estaba dentro de mil películas porno, y en su interior los fantasmas de papel satinado de su adolescencia, perfectos de forma imposible, haciéndole señas y muy lejos. Cuando terminaron ella se quedó callada, y él no tenía ni idea de qué significaba su silencio. Y el rey de todos los sementales se quedó tumbado con la boca abierta, aterrado por el vacío blanco de la decepción que estaba descubriendo en sus propias carnes.

Sartaj sacudió la cabeza y se puso de pie. Al marido de Kaushalya le gustaba que le fotografiasen. Se sentaba como es debido en el centro de cada fotografía, rodeado por su mujer e hijos. Sartaj se puso de pie junto a la pared, dando la espalda a Katekar, e investigó las fotos. Ahí estaba el padre de los dos acosadores. ¿Tenía amantes aparte de su esposa? Mirando el empuje beligerante de su barriga contra la kurta blanca brillante, en la foto más grande, Sartaj estaba seguro de que sí. Era un hombre, así que tenía mujeres. Sartaj tenía una reputación enorme como policía entre las señoras, y no le había contado a nadie que había renunciado al sexo. Kamble y Katekar y los otros en la comisaría alardeaban del sexo, historias largas que subían y bajaban y les divertían sobre chut y khadda y tope y daana y hathiyar y mausambis, sí, ella tenía unas mausambis tan redondas y dulces que llorabas al verlas. Mausambis, granadas, dudh-ki-tanki, cocos. Y sí, maal, chabbis, cbaavi. Quizá soy el único, pensó Sartaj, con historias sobre sexo callado, sexo lejano, sexo doliente, sexo apagado, sexo catastrófico, sexo detenido, sexo superfino, doloroso sexo solitario lleno de penumbra amarga. Sexo. Qué palabra. Qué cosa.

El chai y el padre llegaron juntos. El marido de Kaushalya entró siguiéndole los talones al niño pequeño y descalzo que se balanceaba con las tazas de té, que llevaba en una cesta especial de alambre. El chito levantó una ceja al ver a Sartaj, y cuando este le hizo la señal, sirvió el chai, con mucho juego de muñecas y muy profesional.

—¿Galleto? —preguntó, y sacó un paquete de Parle Glucose.

Sartaj le pagó, y buscó a tientas para darle una moneda de cinco rupias. El chico la recogió del suelo con los dedos del pie, con el pie derecho, y después llevó la moneda hasta la mano izquierda con un movimiento de danza suave con el que levantó la espinilla en paralelo al suelo. Por aquello Sartaj le dio una propina de cinco rupias, y el niño sonrió nervioso y se fue.

Kaushalya había salido, seguida por el anciano. Sartaj se movió entre ella y su esposo, dio un sorbo de chai y preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Birendra Prasad.

—¿Haces mithai?

—Sí, saab. Cham-cham, barfi y pedas. Proveemos a restaurantes y tiendas.

—¿Eres el dueño de la fabrica?

—Sí, saab.

—¿Y tus hijos trabajan contigo?

—A veces, saab. Todavía están estudiando.

—Eso es bueno.

—Sí, saab. Quiero que salgan adelante. En el mundo de hoy, no puedes llegar a ninguna parte sin estudios.

Birendra Prasad había visto el mundo, no cabía duda. Hoy no llevaba una kurta plateada, sino camisa verde y pantalones negros, y su robustez hacía que formara buena pareja con su esposa. Era fuerte y decidido y no le gustaba tener policías en su casa, pero estaba haciendo un esfuerzo por mantener la calma y ser cortés. Su hija le agarraba por la parte de atrás de la camisa y fulminaba con la mirada a Sartaj. En ese momento había mucha gente en una habitación pequeña, y Sartaj pudo ver cómo caía el sudor por el cuello de Birendra Prasad. Sartaj sonrió, mostrando los dientes, y dio un sorbo de chai.

—Saab —dijo Birendra Prasad.

Katekar se movía alrededor de Prasad, a su izquierda y por detrás de él. Sartaj vio que eso hacía que el hombre de los mithai se sintiera incómodo, moviendo los ojos a la izquierda y atrás y de nuevo a la izquierda.

—¿Has estado en la cárcel, Birendra Prasad? —preguntó.

—Sí, hace mucho tiempo.

—¿Cuál fue la acusación?

—Nada, saab. Fue un malentendido…

—¿Fuiste a la cárcel por nada?

Katekar se movió más cerca.

—Saab te ha preguntado algo —dijo, con mucha suavidad.

Ahora la niña estaba llorando.

—Fue por un año —respondió el padre—. Por robo.

Sartaj dejó el vaso en la silla, y se acercó a Birendra Prasad.

—Tus hijos también van a ir a la cárcel.

—No, saab. ¿Por qué?

—¿Sabes lo que están haciendo por aquí? ¿Sabes cómo se comportan con las mujeres?

—Saab, eso no es verdad.

Katekar empujó levemente al hombre, solo una mano sobre el hombro y un empujón corto.

—¿Estás diciendo que saab no dice la verdad?

—La gente difunde todos esos rumores, y ellos solo son críos. Pero…

—Manda a tus hijos a verme mañana en comisaría —dijo Sartaj—. A las cuatro en punto. O vendré y visitaré a tu familia aquí de nuevo, y a ti en tu fábrica. Y meteré a tus hijos en la cárcel.

—Saab, sé quién está haciendo esto.

Sartaj se inclinó para acercársele y le susurró al oído:

—No discutas conmigo, gaandu. ¿Quieres que te quite el izzat delante de tu familia? ¿Delante de tu hija?

Ante esto Birendra Prasad no tenía respuesta.

Katekar le empujó suavemente por el hombro, y se movió hacia un lado. Sartaj pasó por el lado de Sushma y cruzó el umbral. Él y Katekar atravesaron el callejón soleado, dispersando a un grupo de niños que venía en la otra dirección.

—Ese Wasim Zafar es un enigma, saab —comentó Katekar—. El movimiento es tanto contra el padre como contra los chicos.

—Sí —contestó Sartaj—. Este Birendra Prasad debe de ser un problema para él. Nos lo debería haber contado, el bastardo.

Porque era bastante posible que Birendra Prasad tuviera sus propios contactos. Pero Sartaj no estaba demasiado preocupado. Todo hombre y mujer que arrestabas o siquiera tocabas era parte de alguna red, y no podías pasarte toda tu vida profesional preocupándote por quién conocía a quién. Tenías un poco de cuidado, y, si surgía algún problema, lo manejabas. No obstante, Wasim Zafar Ali Ahmad debería habérselo dicho.

—Toma —pidió, y le dio las galletas a Katekar.

Marcó en su móvil, y Wasim Zafar descolgó al segundo tono.

—Hola, ¿quién es? —preguntó, muy rápido.

—Tu baap —contestó Sartaj.

—¿Saab? ¿Qué pasa?

—¿Dónde estás?

—Cerca de la comisaría, saab. Vine por una cuestión de trabajo. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Puedes decirnos la verdad. ¿Por qué no nos contaste que te movías contra este Birendra Prasad?

—¿El padre? Saab, de verdad, él no es tanto problema. Pero malcría a sus hijos, y se hincha si alguien les dice algo. Son ellos quienes lo instigan a él. Es un hombre sencillo, un dehati en realidad, ellos son los haramzadas que se creen demasiado listos. Cuando aprieten un poco a los chicos y se calmen, él también lo hará.

—Lo has calculado todo, ¿verdad?

—Saab, no estaba tratando de ocultar nada.

—Pero no nos diste toda la información.

—Un error, saab. Saab, ¿dónde está?

—En tu raj.

—Saab, ¿en qué parte de Navnagar? Estaré allí en cinco minutos.

—Hazlo en diez minutos. Te veré en la bura bengalí, en casa de Shamsul Shah.

—Sí, saab. ¿En su nueva kholi?

—Sí, en su nueva kholi.

—Está bien, saab. Cuelgo, saab.

Katekar se estaba comiendo una galleta.

—¿Está corriendo para vernos?

—Sí. Está muy entregado a la justicia.

Katekar resopló. Sartaj cogió una galleta, y caminaron por la basti, hacia la bura bengalí. Wasim Zafar Ali Ahmad tenía muchas ganas de que le vieran con la policía. Le daría la oportunidad de demostrar su afinidad con el poder, su capacidad para conseguir que se hicieran las cosas. Probablemente permitiría que se supiera que él mismo los había 11 amado, les había pedido que no olvidasen la investigación de la muerte de Shamsul Shah, les habría pedido con insistencia que siguieran trabajando duro. En este relato, sería el líder que se preocupaba de la comunidad y que estaba consiguiendo acción por parte de la policía. Sartaj no le envidiaba su locuacidad. El tipo se estaba revelando como un político hábil, a pesar de su error al no contárselo todo sobre Birendra Prasad, el padre inconveniente.

Sartaj se detuvo en una intersección. El callejón estrecho justo delante de ellos llevaba a la bura bengalí, y el más ancho que estaba a la derecha conducía a la calle principal. Se sacudió las migas de las puntas de los dedos, y le dijo a Katekar:

—Vamos y veamos primero a Deva.

Sartaj tenía un antiguo contacto en Navnagar, un tamil llamado Deva. Sartaj lo conoció nueve años antes, cuando arrestó a una banda de cuatro ladrones de neumáticos en Antop Hill. Deva vivía con los ladrones, en el pequeño porche cerrado en la entrada de su kholi. Declaró su inocencia, dijo que solo era un inquilino, que no tenía nada que ver con los robos, acababa de llegar de su pueblo y era nuevo en la ciudad, pensó que tener neumáticos amontonados en casa era una práctica urbana normal. A Sartaj le gustó la alegría de Deva, su tarareo de canciones tamiles con sonidos extraños, su intento decidido a los diecinueve años por armarse de valor, a pesar del movimiento en sus piernas flacuchas, como postes. Así que Sartaj decidió creerle, y le cuidó, no puso su nombre en el FIR y habló con un par de personas sobre un trabajo para él, y ahora Deva era muy respetable, estaba asentado, casado, tenía un hijo y otro venía de camino, y le había crecido un bigote pequeño y una barriga. Llevaba una fundición en Navnagar, donde un sudoroso grupo de tamiles hacían ruedas enormes de hierro para utilizar en fabricas textiles de telares manuales, y vallas y accesorios, y todo tipo de artículos hechos por encargo.

De forma que Sartaj giró a la derecha, y llamó a Wasim Zafar Ali Ahmad mientras caminaban, para decirle que se retrasarían. Habían alquitranado y hecho mantenimiento hacía poco en la calle, y había un tráfico constante de bicicletas y escúters. Las casas en esta parte de Navnagar eran viejas y muy sólidas, todas tenían buenas conexiones de agua y electricidad. Muchas de ellas tenían alturas de dos y tres pisos, con tiendas y talleres en el piso de abajo que daba a la calle. Un rostro flotaba por encima de los tejados escalonados, ojos marrones enormes, luminosos, que iban y venían por detrás de los parapetos, más grandes que cualquiera de las ventanas, y había una ceja brillante con un toque de azul claro, labios medio abiertos y pelo arremolinado, todo ello de alguna manera completamente ingrávido y paradisíaco. Sartaj sabía que solo era una modelo iluminada con astucia en una valla publicitaria enorme que recorría la calle principal, pero le distraía ser observado con tanta atención por ella. Miró hacia abajo y siguió caminando.

Deva mandó traer un refrigerio tan pronto como los vio, y no aceptaría una negativa. Un chico vino tras doblar la esquina con dos Limcas, que Sartaj y Katekar bebieron de pie junto a la puerta deltaller, justo fuera de él. No había luces en el interior, solo dos chorros furibundos de luz solar que se colaban desde el tejado, calentando el resplandor del hierro fundido mientras se derretía dentro de los moldes y los rostros de los hombres casi desnudos que trabajaban los fuelles bajo sus pies, pisando arriba y abajo en un ascenso lento e interminable.

—No se ha acordado de mí en mucho tiempo, saab —comentó Deva.

—Los tamiles se han estado portando bien, Deva.

Deva rugió. Se inclinó hacia dentro por la puerta y gritó una traducción a sus trabajadores. Hubo un guiño rápido de sonrisas relucientes entre las chispas. Era posible vivir en Navnagar y nunca hablar otra cosa que no fuera tamil. Una respuesta en forma de grito volvió por encima de la ráfaga de estruendo y golpeteo del trabajo.

—Dice —tradujo Deva— que nos portamos tan bien ahora que hasta los rakshaks nos quieren.

Hubo un tiempo en que los rakshaks demostraron patriotismo hijo-de-la-tierra por Mumbai acosando a los inmigrantes tamiles. Sartaj dejó en el suelo la botella de Limca vacía, junto a la puerta.

—Claro. Ahora persiguen a otra gente.

El chovinismo musculoso todavía ganaba votos, pero tenías que ser astuto al elegir a tus enemigos. Así que en estos momentos los rakshaks protestaban por la amenaza de Bangladesh, y les decían a los indios musulmanes «antipatrióticos» que abandonaran el país. El mismo juego, objetivos diferentes. Sartaj apartó a Deva de la puerta y las exhalaciones de calor, y caminaron un poco por el callejón, pasando por encima de una alcantarilla. Katekar les seguía de cerca.

—Estás investigando ese asesinato —apuntó Deva—. El chico asesinado por sus amigos.

—Sí. ¿Sabes algo de eso?

—No. No conocía a ninguno de ellos.

—¿Has oído hablar alguna vez de un trabajador social llamado Wasim Zafar Ali Ahmad?

—Sí, sí. Ese bastardo. Es muy avispado.

—¿Cómo de avispado? ¿Cuáles son sus dhandas?

—Su padre es un carnicero local. El hijo hace sobre todo trabajo social, creo. Pero tiene muchos primos, esos primos tienen garajes. Dos por aquí, uno en alguna parte por Bhandup. Son una familia bien establecida.

—Y esos garajes, ¿son deshonestos o están limpios?

—A medias, saab. He oído que hacen negocios con piezas de segunda mano.

Deva tenía una sonrisa extraordinaria, empujaba la mandíbula hacia delante y se le estrechaban los ojos y una hilera de dientes brillantes le partía el rostro por la mitad. Las piezas de segunda mano podían llegar desde cualquier parte, de fuentes legales o del coche de algún pobre imbécil.

—Uno o dos de estos primos ha tenido problemas. Nunca arrestados, saab, pero pequeñas cosas por aquí y por allá.

—¿Sabes los nombres de esos primos?

—No. Pero vamos a ver.

Deva condujo a Sartaj y Katekar hasta doblar la esquina, a una panadería, un pasillo largo con techo de hojalata con hornos altísimos en un extremo e hileras de hombres amasando. En el extremo más alejado, había un pequeño cubículo, casi lleno por el propietario corpulento. Se recogió el lungi y el estómago sobresaliente y caminó entre sus trabajadores mientras Deva usaba su teléfono. Sartaj escuchaba los ritmos nasales del sur, que siempre le recordaban a Mehmood y su risa infantil, e intentó no respirar de forma demasiado profunda. El olor de barras de pan recién hechas era bueno pero embriagador, demasiado fuerte, demasiado denso en ese calor sofocante. Deva hizo dos llamadas de teléfono, y Sartaj sabía que estaba tirando de sus contactos tamiles por Navnagar, rasgueándoles de forma distraída y escuchando lo que respondían. Los tamiles habían sido una vez los temidos recién llegados a la ciudad, los que eran denunciados y odiados por los rakshaks como los intrusos amenazadores que supuestamente robaban trabajos y tierra. Ahora eran antiguos mumbaikars.

Deva se recostó y se puso cómodo en la silla. Levantó los dedos formando con ellos un pequeño cono y dijo:

—¿Listo, saab? Anote.

Le dio cinco nombres a Sartaj, y sus genealogías exactas, cómo se relacionaban con Wasim Zafar Ali Ahmad, y valoraciones sobre la implicación de este en el trabajo de ellos, tanto el legal como el que no lo era. Era información sólida.

—Buen trabajo, Deva —agradeció Sartaj.

Katekar asintió con benevolencia. Sartaj puso dos billetes de quinientas rupias en el escritorio junto a Deva. Eran viejos amigos, pero a largo plazo era mejor mantener los negocios de forma profesional. Hacerse favores el uno al otro durante tanto tiempo solo podía acabar en un resentimiento asentado por ambas partes. El dinero en efectivo por la información aseguraba un futuro huido.

Sartaj y Katekar dejaron a Deva y caminaron hacia la bura bengalí. Sartaj miró por encima de su hombro mientras subían la pendiente, y el marrón fangoso interminable y los tejados blancos de Navnagar formaban una enorme creciente apretada, horizonte tras horizonte, bajo el sol que descendía. El retablo impresionó a Sartaj como siempre con su gigantismo y melodrama rojo ensangrentado, con la energía insistente de su propia existencia, era incomprensible que tal cosa pudiera existir, este Navnagar. Y sin embargo aquí estaba, con Sartaj a horcajadas sobre él y altísimo, con la boca carmesí y real. Sartaj se dio la vuelta. Entonces se dio cuenta de que Katekar llevaba una enorme bolsa de papel llena de pavs frescos, para comérselos con su familia en los próximos días. Mucho de lo que comía Katekar y cualquier otra persona llegaba de o a través de Navnagar, y otros nagars como este. Navnagar hacía ropa y plástico y papel y zapatos, era el motor que bombeaba la ciudad para darle vida.

Wasim Zafar Ali Ahmad estaba esperando cerca de la kholi de Shamsul Shah, rodeado de un grupo amplio de suplicantes. El móvil brilló en su mano cuando saludó a Sartaj y Katekar. Una mujer le tiró del codo, y él le habló en un bengalí veloz, y consiguió salir de allí con muchos gestos de convicción.

—Saab —dijo—. Lo siento, esta gente, cuando me cogen no me dejan ir.

—¿Hablas bengalí?

—Un poco, un poco. Su bengalí tiene mucho urdu, ¿sabe?

—¿Y qué otras lenguas hablas?

—Gujarati, saab. Marathi, algo de sindhi. Creces en este Mumbai, aprendes un poco de todo. Estoy intentando mejorar mi inglés. —Levantó un ejemplar de Filmfare. Intento leer una revista en inglés al día.

—Muy impresionante, Ahmad saab.

—Arre, señor, soy más joven que usted. Por favor, llámeme Wasim. Por favor.

—Está bien, Wasim. ¿Ya has hablado con la familia de Shamsul Shah?

—No, no, señor. Pensé que querría hacerlo usted mismo. Pero una de esas personas me ha dicho que el padre no está en casa, está trabajando. La madre está aquí.

—¿Dentro?

—Sí.

—Mantén a esa gente alejada mientras hablo con ella.

El chico muerto había comprado una casa mejor para su familia, se podía ver solo por la fachada sólida de la propiedad en el callejón. Sartaj llamó a la puerta. Desde allí podía ver cuatro habitaciones, una cocina separada y armarios acabados con formica. La madre del chico muerto mandó a las hermanas de este a las habitaciones de atrás, y se quedó de pie muy recta y esperó.

—¿Es Moina Khatun? —preguntó Sartaj—. ¿La madre de Shamsul Shah?

—Sí.

Las hijas de Moina Khatun se mantenían en una purdah estricta, pero su propio régimen se había flexibilizado un poco con la vejez, al menos mientras estaba de pie en la entrada de su propia casa. Sartaj pensó que parecía tener unos sesenta años, aunque su edad real podía ser como mínimo una década menos. Llevaba un salvar-kamiz azul y un dupatta blanco sobre la cabeza.

—Su hijo les consiguió una buena kholi.

Sartaj no podía decir si la inescrutabilidad de Moina Khatun era una táctica o un rasgo. No podía leerla en absoluto.

—Era un buen chico. ¿Cómo se mezcló con esos otros dos?

Ella inclinó la cabeza a un lado. No lo sabía.

—¿Conocía a ese amigo de Biliar que tenían, ese Reyaz bhai?

Moina Khatun volvió a mover la cabeza lentamente.

Se hizo un silencio en el callejón, y bajo aquel silencio un abismo enorme de pérdida. Sartaj sintió como si hubiera tropezado con un borde, y no sabía muy bien qué hacer después, dónde apretar, o si apretar era una buena idea. En esta quietud, Katekar habló:

—Va contra la naturaleza que un hijo muera antes que sus padres. Es imposible aceptarlo. Pero Él —y en ese momento Katekar señaló hacia arriba— da y quita por sus propios motivos, escribe nuestros destinos.

Moina Khatun empezó a llorar. Se frotó los ojos, y sus hombros se doblaron.

—Debemos aceptar —dijo con voz quebrada—. Debemos aceptar.

Katekar tenía las manos apretadas al frente, y se inclinó hacia delante lentamente desde la cintura, solícito por completo y para nada amenazante.

—Sí. ¿Cuántos años tenía Shamsul?

—Solo dieciocho. El mes que viene hubiera cumplido diecinueve.

—Era un chico guapo. ¿Quería casarse pronto?

—Ya había proposiciones de matrimonio para él. —Ahora Moina Khatun estaba animada, iluminada bajo las lágrimas por el recuerdo de discusiones pasadas—. Pero dijo que primero quería conseguir que todas sus hermanas se casasen. Le dije: la más pequeña tiene nueve años, serás un hombre viejo para cuando ella tenga su mala badol. Pero Shammu, dijo él, casarse demasiado joven es una estupidez. Dejad que me establezca primero, que tenga una casa bonita. ¿De qué sirve casarse y quedarse en casa de tus padres, con peleas entre la esposa y la suegra? No quería escucharnos. Primero ellas, después yo, decía siempre.

—Era un buen chico. Consiguió una buena kholi para ustedes.

—Sí. Trabajaba muy duro.

—¿Sabía qué trabajo estaba haciendo su hijo?

—Trabajaba para esa compañía, llevando paquetes.

—Sí. Pero también hacía algún trabajo con Bazil y Faraj, ¿verdad?

—No sé nada de eso.

Sartaj pudo ver que Moina Khatun no estaba intentando ocultarle nada, era verdad que no sabía nada sobre las relaciones de su hijo con los asesinos. Tenía sentido, no había motivo para que el chico le hablase a su madre de sus actividades delictivas. Pero Katekar aún no quería abandonar.

—Eran buenos amigos, esos tres. ¿Crecieron juntos, en esta basti?

—Sí.

—¿Por qué se pelearon?

—Ese Faraj siempre estaba celoso de mi hijo. No tenía empleo, no trabajaba. Incluso cuando eran pequeños él siempre se peleaba con Shainmu.

El rostro de ella se encendió, y agitó el puño, y habló en bengalí. Los gestos enfadados que hacía como si apuñalase hicieron que se le deslizase el dupatta desde la cabeza, la voz se le quebró y se alzó, y en ese momento estaba gritando. Su dolor atravesó la garganta de Sartaj, y él retrocedió y buscó a Wasim.

—Está maldiciendo a Faraj y su familia, saab —explicó Wasim—. Está diciendo que son demonios. Solo eso.

El rostro de Moina Khatun había pasado de la rigidez angular a algo que a Sartaj le resultaba difícil mirar directamente. Se aclaró la garganta.

—¿Nada útil?

—Nada —contestó Wasim.

—Está bien. Vámonos.

Se alejó. Katekar hizo un gesto con la mano levantada a la mujer, le siguió, asi habían doblado la esquina cuando ella les gritó en hindi:

—No dejen que se escapen —dijo—. Cójanlos. No les dejen.

Sartaj se giró para mirarla, y continuó. El callejón se ensanchaba a medida que se acercaban a la calle principal, y podía notar a Katekar detrás de él. Sartaj aminoró el paso, dejó que Katekar le alcanzase y le hizo una señal con la cabeza. Bajaron a la calle principal, hacia el Gypsy.

—Wasim —llamó Sartaj.

—Sí, saab. —Wasim se deslizaba detrás de ellos, sereno y hábil y rebosante de sinceridad.

—Está bien, escúchame, bastardo —dijo Sartaj—. Sobre este Birendra Prasad…

—Saab, de verdad que no es un problema. Como le dije, los dos hijos lo convierten en problema.

A su izquierda había una pared cubierta por publicidad pintada anunciando cemento y polvos faciales. Sartaj se dirigió hacia allí y se desabrochó los pantalones.

—Escucha, dijiste que era mayor que tú. Así que deja que te dé un pequeño consejo. No te creas más listo que la gente con la que quieres trabajar. No ocultes cosas que necesiten saber.

El chorro de Sartaj chisporroteó haciendo ruido contra la parte baja de la pared, y solo en ese momento se dio cuenta de lo mucho que había aguantado.

—No me sorprendas. No me gustan las sorpresas. Me gusta la información. Si sabes algo, dímelo. Dímelo incluso aunque creas que no es importante. Más información es mejor que menos información. ¿Entendido?

—Saab, de verdad, no intentaba engañarle.

—Si crees que soy idiota, entonces tal vez era el tipo de idiota que tendrá que echar un vistazo a ciertos negocios en esta zona, investigar a cierta gente. Vamos a ver, ¿cómo se llaman tus primos? Salim Ahmad, Shakil Ahmad, Naseer Ali, Amir…

—Saab, lo entiendo. No volverá a pasar.

—Bien. Entonces tal vez podamos tener una relación duradera.

—Saab, eso es exactamente lo que quiero. Una asociación duradera.

Sartaj escurrió y agitó, sacudió las caderas hacia atrás, metió y se abrochó.

—Puedes jugar al político en otra parte. No con nosotros.

—Por supuesto, saab.

Sartaj se llevó la mano al bolsillo para buscar el pañuelo, y al darse la vuelta vio que Wasim estaba sujetando su ejemplar de Filmfare.

—Por favor, tome, saab.

—¿Qué?

—Hay buena información en esta revista, saab.

La sonrisa de Wasim era muy maliciosa y tenue. Sartaj cogió el Filmfare y, al abrirlo para hojearlo, las páginas se abrieron de forma natural por una fotografía en blanco y negro de Dev Anand, oculta en parte por un delgado montón, sujeto con clips, de billetes de mil rupias, cuidadosamente escalonados de derecha a izquierda.

—Solo es un pequeño nazrana, saab. Confiando en nuestra futura amistad.

—Eso ya lo veremos —contestó Sartaj. Enrolló la revista y se la colocó debajo del brazo—. Le he dicho a Birendra Prasad que lleve a sus hijos a la comisaría mañana. En caso de que no lo haga, sígueles la pista a los chicos, para que podamos cogerlos si es necesario.

—Sin problema, saab. Y saab, si pudiera también mencionarle mi nombre a Majid Khan saab, y darle mi salaam…

—Lo haré —contestó Sartaj—. Pero por cuatro mil rupias, no esperes convertirte en el invitado de honor de la comisaría. Esto solo es chillar.

—No, no, saab. Como le dije, solo es un nazrana.

Dejaron a Wasim allí, y Sartaj se sentía satisfecho ahora que el hombre había entendido la naturaleza de su dependencia mutua. En el Gypsy, desenrolló el Filmfare y despegó un billete y se lo dio a Katekar, quien se lo metió en el bolsillo del pecho. Sartaj también le daría algo a Majid. No tenía ninguna obligación de pasar dinero hacia arriba, cantidades pequeñas como esta —menos de un lakh— eran requisito esencial para un oficial superior, y los inspectores superiores y comisarios adjuntos solo compartían si había una tarta considerable que cortar. Aun así, le daría a Majid los saludos de Wasim Zafar Ali Ahmad y un billete de mil, ante lo que Majid se reiría. Se conocían desde hacía mucho tiempo, y mil —o incluso cuatro mil— era en realidad solo una propina.

—Saab —dijo Katekar—. Sobre esta tarde…

—No me he olvidado. —Katekar había pedido una tarde libre, para salir con su familia de excursión—. Ahora conduce hasta Juhu, te dejaré y me iré.

—Señor, no es necesario…

—Está bien. Conduce.

Sartaj sintió una cálida ráfaga de afecto por el impasible y digno de confianza Katekar. Megha solía decir que Katekar y él eran como una vieja pareja casada, y tal vez lo eran, pero Katekar todavía era capaz de dar sorpresas. Sartaj comentó:

—Pensaba que no te gustaba la gente de Bangladesh.

—Me gusta la gente de Bangladesh en Bangladesh.

—Pero ¿esa mujer? ¿Moina Khatun?

—Ha perdido un hijo. Es muy duro perder a un hijo. Incluso si era un ladrón. ¿Cuál era ese diálogo de Sholay? ¿La frase de Hangal? «La carga más pesada que puede llevar un hombre sobre los hombros es la arthi de su hijo».

—Muy cierto.

Y cierto con respecto a la lógica filmi, este hijo bengalí en particular había cometido robos para casar a sus hermanas pobres. Atravesaron un paso elevado, sobre un tren que traqueteaba con las multitudes de última hora de la tarde ya amontonadas en las puertas. El chico muerto había querido más que un matrimonio para sus hermanas, había querido un equipo de televisión y conexión de gas y olla a presión y una casa más grande. Sin duda habría soñado con un flamante coche nuevo, uno exactamente igual al Toyota Camry plata metalizado que les estaba adelantando en ese momento. Lo que había soñado no era imposible, había hombres, como Ganesh Gaitonde y Suleiman Isa, que habían comenzado con robos insignificantes y habían llegado a tener sus propias flotas de Opel Vectra y Honda Accord. Y había chicos y chicas que llegaban desde pueblos polvorientos y ahora te miraban desde las vallas publicitarias, hermosos e irreales. Podía suceder. Pasaba, y por eso la gente lo seguía intentando. Pasaba. Ese era el sueño, el enorme sueño de Bombay.

—¿Cuál era esa canción? —preguntó Sartaj—. Ya sabes, la que canta Shah Rukh, no me acuerdo de la película. Bas khwab itna sa hai…

Katekar asintió, y Sartaj sabía que Katekar había entendido por qué lo preguntaba, habían pasado tanto tiempo juntos, en estos trayectos en coche atravesando la ciudad, que seguían los saltos y opiniones del otro.

—Sí, sí —contestó Katekar.

Tarareó la melodía, marcando el compás con el índice a través del volante.

—Bas itna sa khwab hai… shaan se rahoon sada… Mmm… ¿y luego?

—Sí, sí. Bas itna sa khwab hai… Haseenayein bhi dil hon khotin, dil ka ye kamal khile…

Y cantaron juntos:

—Sone ka tnahal mile, barasne lagein heere nwti… Bas itna sa khwab hai.

Sartaj se estiró, y dijo:

—Este Shamsul Shah, sí, tenía un gran khwab.

Katekar resopló y contestó:

—Correcto, saab, pero el gran khwab al final le dio por el gaand.

Los dos rompieron a reír. En el autorickshaw a la derecha de Sartaj, dos mujeres apartaron sus asustadas caras y se echaron hacia atrás bajo la cubierta del baldaquín. Eso hizo que Sartaj se riera incluso más fuerte. Sabía que era aterrador para otra gente, este regocijo furioso y áspero que surgía de los policías en un Gypsy, pero eso lo hacía todo incluso más divertido. Megha solía decir: «Cuentas esas horribles historias de policía y después te ríes socarronamente como un bhoot, da mucho miedo». Había intentado parar por ella, pero nunca fue capaz de hacerlo por completo. Estaba bien, de todas formas, recorrer la ciudad con Katekar, riendo de forma salvaje, y no era necesario contenerse, así que se rió un poco más.

Estaban callados cuando entraron en la curva de Juhu Chowpatty, a través del atasco compacto del tráfico de la hora punta. Sartaj rodeó el Gypsy por la parte de delante y sintió el roce tenue del aire del océano. Las casetas de chaat ya estaban iluminadas con luces de neón, y los clientes entraban a raudales desde la calle.

—Dile a los niños que dije salaam —pidió Sartaj.

Katekar sonrió.

—Sí, saab.

Se puso la mano sobre el pecho por un momento, y después caminó hacia la playa.

Sartaj le observó marcharse, aquel paso que se deslizaba seguro de sí mismo, el balanceo de los hombros fuertes, el pelo corto. Un ojo experimentado captaría enseguida que era policía, pero tenía talento para quedarse en la sombra, y habían hecho algunos buenos arrestos juntos. Mientras circulaba por Ville Parle, Sartaj tarareó «Man ja ay khuda, itni si hai dua», pero no pudo recordar el final de la canción. Sabía que la melodía le daría vueltas en la cabeza todo el día, la última antra le llegaría muy tarde, en algún lugar entre la noche y el sueño. «Man ja ay khuda», cantó.

Katekar encontró a los chicos y a Shalini esperando, como habían acordado, cerca del puesto que se llamaba Great International Chaat House. Frotó la cabeza de Mohit, le dio un golpecito suave en el estómago. Mohit soltó una risa ahogada que hizo que Rohit y Shalini sonrieran.

—¿Llegan tarde otra vez? —preguntó Katekar.

Shalini torció la boca hacia un lado. Katekar conocía esa mirada: lo que no se puede cambiar tiene que soportarse. Y Bharti y su marido siempre llegaban tarde.

—Vámonos y sentémonos —propuso Rohit—. Saben dónde nos sentamos.

Katekar miró a un lado y al otro de la hilera de puestos, y en la otra parte de la calle. Había dos autobuses que se tambaleaban uno detrás del otro, y era difícil ver.

—Rohit, ve a ver, tal vez están intentando cruzar.

A Rohit no le gustó, pero fue, dando golpes con las chappals sobre el cemento para mostrar su enfado. Al dar el estirón había adelgazado, pero Katekar estaba seguro de que engordaría al cumplir los veinte, cuando estuviera casado y establecido. Todos los hombres de la familia habían logrado un grosor impresionante, hombros y brazos capaces de intimidar, un estómago respetable. Rohit se giró, y sacudió la cabeza.

—Papa, quiero sev-puri—-pidió Mohit, tirando de la camisa de Katekar.

—Vamos a sentarnos —apuntó Shalini—. Pueden encontrarnos.

En realidad, Rohit no había ido lo bastante lejos, pero Katekar no necesitaba que Shalini insistiera más. Bharti era hermana de ella, y si Shalini pensaba que podían irse y sentarse, Katekar se sentaría.

Encontraron dos esteras, tan lejos a la derecha como fue posible, y se acomodaron. Katekar se quitó los zapatos, se sentó con las piernas cruzadas, suspiró. El sol todavía estaba lo bastante alto como para calentarle las rodillas, pero notaba una brisa incipiente contra el pecho. Se abrió la camisa, y se limpió la nuca con el pañuelo, y escuchó a Shalini y Rohit y Mohit hacer sus pedidos al chico que les había indicado el sitio. Katekar aún no quería comer. Paladeaba el sentimiento de estar descansando, de no tener que mover un pie detrás de otro como el camarero, que ahora corría a su puesto.

El chico volvió de manera apresurada, manteniendo en equilibrio la comida de forma experta mientras maniobraba alrededor de los paseantes y entre ellos.

—Eh, tambi —llamó Katekar—, tráeme narial-pani.

—Sí, seth —contestó el chico, y se fue.

—¿Narial-pani? —preguntó Shalini, con mirada picara.

El mes anterior él le había hablado de un artículo que había leído en un periódico de la tarde que aseguraba que los cocos estaban repletos de grasa perjudicial. Ella le había hecho un gesto con la mano y le había dicho que no creía todas esas novedades que leía en los periódicos, ¿quién se había puesto enfermo alguna vez por comer cocos o beber narial-pani? Pero ella nunca olvidaba nada, y no iba a dejar que se saliera con la suya en su alejamiento de la ciencia. Él inclinó la cabeza hacia un lado, y sonrió:

—Solo hoy.

Ella le devolvió la sonrisa, y lo dejó estar. Así que Katekar se sentó y bebió su narial-pani, y observó cómo Mohit centraba su atención en el sev-puri, y Rohit observaba a las niñas que pasaban. Un barco se balanceaba en el horizonte brillante. Katekar lo miró, y supo que se estaba moviendo aunque no pudiera verlo moverse.

—¡Dada!

Katekar se dio la vuelta, y ahí estaba Vishnu Ghodke, agitando la mano desesperadamente. Avanzó, seguido de Bharti y los niños. Se produjo la habitual ráfaga de saludos, y muchos cambios de posición, hasta que la familia por fin se colocó en dos esteras. Shalini tenía a Bharti cerca de ella, y Vishnu estaba cerca de Katekar. Los niños estaban encerrados entre Bharti y Vishnu. Las dos niñas llevaban cintas de adorno y faldas elegantes como de costumbre, pero el niño, que había nacido el último después de mucho rezo y ritual, iba vestido como si fuera a una boda. Llevaba una pajarita azul pequeña, y un enorme reloj de pulsera de plástico rojo que daba cuerda una y otra vez. Mohit y Rohit se inclinaron por encima para toquetearlo, y Katekar sintió que le invadía un sentimiento de afecto por los dos, por querer desordenar la cuidada cofia del pequeño y remilgado niño mimado. Estrujó las mejillas de sus dos sobrinas mientras Shalini y Bharti inauguraban de forma instantánea una animada conversación sobre alguna intriga familiar en marcha que implicaba a familiares de familiares. A Katekar le gustaba más su sobrina mayor, la niña que había observado con tranquilidad cómo el niño se convertía en el centro del mundo de sus padres con comprensión creciente y resignación.

—Estás más alta, Sudha —le dijo—. Ya, tan pronto.

—Come como un caballo —replicó el padre, con una risotada y una mano sobre la cabeza de la niña.

Katekar vio el apretón enfadado en la mandíbula de Sudha mientras se agachaba para susurrarle algo a su hermana en el oído. Vishnu tenía una voz que no necesitaba altavoces. Katekar replicó:

—Quiere crecer para ser alta, como yo. Sudha, ven aquí y siéntate a mi lado. Yo también tengo mucha hambre. Arre, tambi.

Así que Sudha se sentó junto a Katekar, y miraron juntos el menú, y de ese papel tan manchado, eligieron un festín de bhelpuri, papri-chaat y el favorito de Sudha, pav-bhaji. Comieron juntos, y entonces Katekar disfrutó el quiebro de amargo a dulce en la lengua. La comida era el más grande y fiable de los placeres, y sentarse en Chowpatty y comerla con la mujer y la familia, con el mar palpitando suavemente, era lo más próximo a la satisfacción que Katekar conocía. Así que se sentó y escuchó hablar a Bharti. Llevaba un sari verde reluciente. Uno nuevo, pensó Katekar. Era una niña pequeña bajita y fornida la primera vez que la vio, demasiado tímida para hablar con él. Focos años después, Vishnu le dio el mangalsutra más pesado que Katekar pudiera recordar de cualquier boda en la familia, y desde entonces ella no había dejado de hablar. Llevaba el mangalsutra en ese momento, junto con una cadena de oro que le daba dos vueltas al cuello.

—Ese Bipin Bhonsle es tan haraamkhor… —decía—. Antes de las elecciones nos dijo que conseguiría una tubería extra para el agua en la colonia. Ahora no hay tubería de agua nueva, pero incluso la vieja pierde agua cada dos semanas. Tres hijos y sin agua, es imposible.

—Vota para que se vaya en las próximas elecciones —comentó Katekar.

—Eso es imposible, dada —contestó Vishnu—. Tiene demasiados recursos, demasiados contactos. Y los otros partidos tienen todos candidatos gadhav en ese distrito electoral. Ninguno de ellos puede ganar. Dar un voto a cualquier otra persona es malgastar el voto.

—Entonces encontrad un buen candidato.

—Arre, dada, ¿quién se opondría a Bhonsle? ¿Y dónde se encuentran buenos candidatos hoy en día? Se necesita a alguien resistente, que pueda dar un discurso jhakaas, que sea atractivo para la gente. Ya no existen de esa clase. Se necesita un gigante, y hoy en día consigues multitudes de hombres pequeños.

Shalini se inclinó hacia un lado y se limpió las manos, después se arregló el sari encima de las rodillas.

—Estás buscando en todas partes menos en el lugar correcto —observó.

Vishnu estaba muy sorprendido.

—¿Conoces a alguien?

Shalini señaló con ambas manos a Bharti.

—Aquí, aquí.

—¿Qué? —preguntó Vishnu.

Katekar cabeceó hacia delante y hacia atrás, agitado por la risa. Era más por la consternación en el rostro de Vishnu, por su terror abyecto ante el hecho de que su mujer se convirtiera en una especie de giganta, que por la broma de Shalini, pero los niños le siguieron y de inmediato estuvieron todos soltando carcajadas.

—Mira —continuó Shalini—, mi hermana Bharti es valiente, puede impresionar a cualquiera con su estilo, y nadie da un discurso como ella. Deberías hacerla mantrí.

Para entonces Vishnu había comprendido que todo esto era broma, y estaba sonriendo de forma apretada, estirando el labio por encima de sus dientes inferiores.

—Sí, sí, tai, en realidad podría ser una buena primera ministra. Mantendría a todo el mundo bajo control.

Bharti tenía ambas manos sobre la boca.

—Arre, devaa, no quiero tal cosa. Tai, ¿qué estás diciendo? Tengo las manos llenas con estos niños, no quiero estar sentada encima de cincuenta mil personas.

Katekar quiso decir algo acerca de su peso aplastando a cincuenta mil, pero después lo pensó mejor y se contuvo con un resoplido al imaginar la cara de Vishnu comprimida por las amplias ancas de Bharti. Vishnu parecía no estar seguro, y después se rió con él.

Cuando Katekar terminó de comer, él y Vishnu pasearon al lado del agua. Katekar se había arremangado los pantalones, y había dejado los zapatos atrás con Shalini. Le gustaba caminar sobre la arena mojada donde había sido alisada por el mar, sentirla bajo sus plantas. Vishnu estaba caminando a un buen metro y medio de distancia, protegiéndose las sandalias. En ese momento se alejó de un salto para salvarse de una ola que se acercaba.

—Dada —dijo—, una de estas veces tienes que dejarme pagar. De lo contrario nos dará vergüenza volver.

—Vishnu, no empieces con ese argumento otra vez. Soy mayor, así que pago yo.

Un chapoteo amargo de irritación salió a borbotones del estómago de Katekar. Era estúpido, este orgullo suyo que le hacía rechazar comidas pagadas por Vishnu, pero no podía soportar la petulancia de Vishnu, la satisfacción ante su propio éxito.

—Sí, sí, dada —contestó Vishnu, levantando ambas manos—. Lo siento. ¿Te va bien actualmente?

—Voy tirando —replicó Katekar.

Por supuesto, Vishnu se había percatado del billete de mil rupias que Katekar había utilizado para pagar al camarero. Nunca se perdía nada, el atento Vishnu.

Vishnu pisó con cuidado la rama recortada de una palmera.

—Dada, a esta edad te debería ir mucho mejor.

—¿A qué edad?

—Tus hijos están creciendo. Necesitarán estudios, ropa buena, todo.

—¿Y crees que no puedo darles todo eso?

—Dada, te estás enfadando otra vez. Dejaré de hablar.

—No, di qué quieres decir.

—Solo digo una cosa pequeña, dada… ese inspector sardar chutiya tuyo nunca supondrá unos ingresos decentes.

—Tengo lo que necesito, Vishnu.

Vishnu agachó la cabeza y se volvió muy dócil.

—Está bien, dada. Pero no entiendo por qué sigues con él. Podrías tener otros destinos con mucha facilidad.

Katekar no respondió. Se giró y regresó con las familias. Pero esa noche más tarde, tumbado en la cama con Shalini a su lado, pensó en Sartaj Singh. Trabajaban juntos desde hacía muchos años. No eran exactamente amigos, no se hacían visitas o se iban juntos de vacaciones. Pero conocían a sus respectivas familias y se conocían el uno al otro. Katekar podía decir lo que Sartaj Singh sentía en cada momento, podía leer su melancolía y su placer. Confiaba en los instintos del sardar. Habían hecho buenas investigaciones, y cuando habían fallado, Katekar siempre tuvo la seguridad de que lo habían intentado con fuerza. Sí, no había tanto dinero como podría lograr en cualquier otra parte, pero había satisfacción por el trabajo. Eso era algo que Vishnu nunca podría entender. La gente como él nunca creería que un hombre pudiera querer ser policía por razones distintas al dinero. El dinero era bien recibido, por supuesto, pero también estaba el deseo de servir al público. Sí, de verdad, Sadrakshanaya Khalanighranaya. Katekar sabía que nunca podría confesarle este impulso a nadie, mucho menos a Vishnu, porque una conversación elaborada sobre proteger lo bueno y destruir lo malvado y el seva y el servicio solo provocaría risa. Incluso entre colegas, nunca se hablaba de esto. Pero estaba ahí, por muy enterrado que pudiera permanecer bajo capas mugrientas de cinismo. Katekar lo había visto de vez en cuando en Sartaj Singh, este idealismo sin sentido, embarazoso. Por supuesto ninguno de los dos jamás haría sino insinuar el romanticismo del otro, pero tal vez por ese motivo su asociación era tan duradera. Solo en una ocasión, cuando rescataron a una temblorosa niña de diez años de un cobertizo en Vikhroli, de sus secuestradores, Sartaj Singh se rascó la barba y murmuró:

—Hoy hemos hecho un buen trabajo.

Eso bastó.

Todavía bastaba. Katekar suspiró, giró la cabeza y estiró el cuello, y se durmió.

Sartaj vio primero a la multitud, un grueso puñado de gente presionaba la parte delantera de una ventana de cristal de doble altura. El edificio era un nuevo complejo comercial, muy bonito con sus extensiones de piedra gris y acentos de acero pulido. Sartaj había ido a la nueva oficina de su banco para depositar algunos cheques de dividendos en la cuenta de su madre, y quedó deslumbrado por la extensión de las ventanillas y la alegría sin precedentes de los empleados del banco. En ese momento miró detenidamente la colección de cabezas oscuras y vio un destello de rojo intenso.

—Saab, entre y vea.

Un guardia de seguridad vestido con traje azul le hacía señas a Sartaj por la izquierda.

—Ganga —saludó Sartaj, y pasó por la puerta que Ganga estaba protegiendo.

Sartaj conocía a Ganga del antiguo edificio del banco, donde este vigilaba un depósito de joyas con una escopeta de cañón corto y una mirada siniestra.

—¿Tu seth también se ha trasladado aquí?

—No, saab, ahora trabajo para una nueva empresa —contestó Ganga, señalando los galones de su hombro, donde un parche azul y blanco anunciaba su nueva lealtad: Sistemas de Seguridad Eagle.

—¿Mejor empresa?

—Mejor sueldo, saab.

Había muchas empresas de seguridad nuevas, y la demanda de exsoldados como Ganga era elevada. Cerró la puerta tras Sartaj y se giró hacia la ventana.

—Sadhus tibetanos, saab —explicó, con orgullo de propietario.

Eran cinco, cinco hombres reservados, serenos, con el pelo muy corto y togas largas y sueltas de color escarlata. Estaban trabajando alrededor de una plataforma grande de madera, sobre la cual se veía el esbozo colorido de un círculo con un cuadrado dentro de otro círculo.

—¿Qué están haciendo?

—Están haciendo un mandala, saab. Dieron la noticia ayer en la tele, ¿no lo vio?

Sartaj no lo había visto, pero en ese momento observó las rendijas que se dejaban a cada lado del cuadrado, y el verde oscuro que uno de los sadhus utilizaba para rellenar la zona justo dentro del círculo más al interior. Otro sadhu estaba rellenando la pequeña figura de lo que parecía una diosa sobre el contorno verde.

—¿Qué están usando, polvo?

—No, saab, arena, arena coloreada.

Era relajante observar cómo caía la arena desde las manos de los sadhus, sus movimientos seguros y elegantes. Después de un rato, la estructura general del mandala apareció para Sartaj con un contorno blanco tenue. Dentro del círculo final iba a haber muchas regiones independientes, ovales, cada una con su propia escena de figuras, humanas y animales y divinas. Entre esos óvalos, justo en el centro de toda la rueda, había una forma; Sartaj no pudo distinguir qué era. Fuera de los óvalos estaba la pared interior del cuadrado, y fuera del cuadrado había otra rueda, y más figuras, y después un borde con sus propios diseños, todo ello hipnóticamente complejo y agradable de alguna forma. Sartaj se sintió contento de perderse en él.

—Cuando hayan terminado, saab, lo limpiarán todo.

—¿Después de todo este trabajo? —preguntó Sartaj—. ¿Por qué?

Ganga se encogió de hombros.

—Supongo que es como el rangoli de nuestras mujeres. Si se hace de arena no durará mucho de todas formas.

Aun así, pensó Sartaj, era cruel crear todo ese mundo que giraba, y después destruirlo de manera brusca. Pero los sadhus parecían bastante felices. Uno de ellos, un hombre mayor con el pelo tirando a gris, captó la mirada de Sartaj y sonrió. Sartaj no supo muy bien qué hacer, así que hizo una reverencia con la cabeza, se tocó el pecho con la mano y devolvió la sonrisa. Les observó trabajar unos pocos minutos más, y después se marchó.

—Vuelva mañana por la tarde —gritó Ganga—. El mandala estará terminado para entonces.

Sartaj se pasó el día en los tribunales, esperando para declarar en un viejo caso de asesinato. Había dejado pasar las dos últimas citas, y el abogado de la defensa había hecho un ruido tremendo, pero hoy el propio juez llegaba tarde, así que las varias partes del caso esperaron con tranquilidad. Sartaj leyó sobre los tibetanos en Afternoon, que los describía como «monjes» y decía que estaban haciendo su mandala por la paz en el mundo. Finalmente el juez llegó después de comer, y Sartaj declaró, y volvió a la comisaría. Birendra Prasad y sus dos hijos estaban esperando bajo el pórtico.

—Espere aquí —le dijo Sartaj a Birendra Prasad—. Vosotros dos venid conmigo.

—Saab… —respondió Birendra Prasad.

—Tranquilo. Vamos.

Los chicos le siguieron para entrar. Sartaj los hizo pasar ante las salas delanteras hasta su escritorio. Estaba cansado, y tenía muchas ganas de una taza de chai, pero aquí estaban estos dos bastardos. Eran guapos, jóvenes fornidos, ambos con camisetas brillantes.

—¿Quién es Kushal, quién es Sanjeev?

Kushal era el mayor. Se mordía el labio. Solo estaba tenso, sin embargo, no asustado. Aún conservaba alguna confianza en su padre y en sí mismo.

—¿Así que has comido mucho mithai en esta vida, Kushal?

—No, saab.

—¿Así es como te has convertido en un personaje de grandes músculos?

—Saab…

Sartaj le cruzó la cara de una bofetada.

—Bastardo, calla y escúchame.

Los ojos de Kushal estaban muy abiertos.

—Sé que habéis estado molestando a las chicas en vuestra zona. Sé que dais vueltas por los galis y creéis que sois rajas de todo lo que veis. Pero no sois bhais, ni siquiera taporis, sois pequeños insectos. ¿Qué estás mirando, bhenchod? Ven aquí.

Sanjeev se encogió, y se arrastró hacia delante. Sartaj le dio un puñetazo en el estómago, no demasiado fuerte, pero Sanjeev se dobló y se dio la vuelta. Sartaj le dio un golpe en la espalda.

Era una vieja rutina de violencia e intimidación, y Sartaj la siguió de forma automática. Si Katekar hubiera estado allí, hubiesen llevado a cabo el ritual con una coordinación experta próxima a una suerte de belleza. Pero Sartaj tenía calor, y estaba cansado, así que apresuró la secuencia. Quería terminarla. Los chicos eran aficionados, y no requerían grandes sutilezas o habilidad. En diez minutos estaban jadeando y tartamudeando y aterrados. Una mancha recorría la parte delantera de los pantalones de Sanjeev.

—Si me entero de que causáis algún problema otra vez, iré y os cogeré y os daré algo de dum de verdad. ¿Entendido? Quizá también traiga a vuestro padre. Quizá le cuelgue también.

Kushal y Sanjeev se estremecieron, y no tuvieron nada que decir.

—Fuera de aquí —gritó Sartaj—. ¡Largo!

Se fueron, y Sartaj se sentó y se reclinó y sacó el pañuelo y lo encontró ya húmedo. Era asqueroso, pero se limpió el cuello y cerró los ojos.

Le sonó el móvil.

—¿Sartaj saab?

—¿Quién es? —preguntó Sartaj, aunque conocía el ruido de la voz ronca.

Era la anciana de Parulkar saab, el contacto mandamás de la banda-S con quien había hablado pocos días antes.

—Soy quien te desea lo mejor, Iffat-bibi. Salaam.

—Salaam, bibi. Dígame.

—He oído que te interesa un chutiya que se llama Bunty.

—Puede ser.

—Si todavía no te has decidido, beta, es demasiado tarde. Bunty está muerto, lurkao, acabado.

—¿Lo arregló su gente?

—Mi gente no ha tenido nada que ver con eso. —Sonó completamente convincente—. El tipo no servía para nada de todas formas, langda-lulla saala.

—¿Dónde?

—Se dirá por la radio de la policía en unos pocos minutos. Goregaon. Hay un complejo de edificios llamado Evergreen Valley, allí en la zona residencial.

—Conozco el lugar. Está bien, Iffat-bibi, ahora voy.

—Sí. Y mira, la próxima vez que quieras algo, a alguien, a cualquiera, habla primero conmigo.

—Sí, sí, acudiré a usted corriendo.

Ella soltó una carcajada ante su sarcasmo, dijo: «Ahora voy a colgar», y lo hizo. Sartaj condujo deprisa, acelerando por los cruces y zigzagueando entre los carriles del tráfico. Ya había una furgoneta de policía enfrente de Evergreen Valley, y una multitud de agentes de paisano en el aparcamiento de la parte de atrás. Sartaj vio a muchos hombres que sabía que estaban en la brigada móvil. Mientras caminaba para acercarse al cuerpo, vio al jefe de esa brigada, el inspector jefe Samant, y entonces estuvo seguro de que habían acabado con Bunty.

—Arre, Sartaj —saludó Samant—, ¿hay novedades?

—Bas, señor, solo trabajo.

Sartaj señaló el cuerpo, que yacía boca abajo y torcido hacia la izquierda. La silla de ruedas estaba a su lado, a casi un metro de distancia.

—¿Conocías a este maderchod? —preguntó Samant arqueando una ceja—. ¿Qué, Parulkar saab está interesado en él?

—¿Es Bunty?

—Sí.

—Yo estaba interesado en él.

Sartaj se puso en cuclillas. Bunty tenía un perfil interesante, facciones muy marcadas y definidas, con una nariz elegantemente moldeada. La parte de atrás de su cabeza había desaparecido, y materia cerebral y sangre se esparcían en forma de abanico desde él. La camisa de cuadros también estaba empapada, por la espalda.

—¿Uno en la cabeza, dos en la espalda?

—Sí. Creo que primero fue la espalda, luego la cabeza. No sabía que estabas trabajando en el crimen organizado.

—No, por lo general, no. Pero tenía contacto con Bunty.

Sartaj se puso de pie.

—Después de coger a Ganesh Gaitonde pensé que estarías en algún destacamento especial para Parulkar saab.

Samant era calvo, rechoncho y próspero, y miraba de forma muy dura a Sartaj. Se decía que había matado al menos a cien hombres él mismo en eliminaciones, y Sartaj no tenía problema en creerlo.

—No, nada de eso —contestó Sartaj—. Este asunto de Bunty solo era parte de otro caso.

—El asunto de Bunty ha terminado. —Samant rió a carcajadas—. El maderchod hizo todo lo que pudo para intentar escapar. Esa silla de ruedas debía de moverse más rápido que un coche.

Señaló huellas negras de patinazo que recorrían el aparcamiento, casi hasta el cuerpo de Bunty.

—¿Ha sido usted quien le ha thokoado?

—No, no. Eso habría estado bien, he ido detrás de este bastardo mucho tiempo. Pero sus propios chicos acabaron con él. Esa es nuestra teoría en estos momentos. Nadie vio cómo pasaba, por supuesto.

—¿Por qué lo harían sus propios hombres?

—Arre, yaar, Gaitonde está muerto, así que el alcance del pobre lisiado Bunty también está lisiado. Por su cuenta, no era mucha cosa. Tal vez sus hombres se pasaron a la otra parte, tal vez la otra parte les pagó.

—¿Suleiman Isa?

—Sí. O algún otro.

De forma que Bunty no había conseguido ponerse a salvo, después de todo. Sartaj se acercó a la silla de ruedas. Era impresionante de verdad, con ruedas gruesas que parecían las de un coche de carreras. El chasis era sólido, elaborado todo con algún tipo de acero muy moderno, robusto y fraguado con precisión. Un paquete con el motor y la batería se hallaba bajo el asiento, que estaba densamente acolchado de negro. Una palanca de mando y algunos controles en el apoyabrazos de la mano derecha debían de permitir conducir, y para levantar el chasis de la suspensión hidráulica y subir y bajar escaleras y cualquier otra cosa que hiciera esta cuadriga brillante. Todos esos trucos extranjeros no habían logrado que Bunty escapase de sus amigos asesinos, y así tal vez la investigación de la señorita Anjali Mathur había llegado a un callejón sin salida. Sartaj se puso de pie. De todos modos, no era realmente su caso.

—La silla de ruedas parece intacta —comentó.

—Sí. Las ruedas todavía estaban rodando cuando llegamos. Hay un botón ahí para apagarla. Nos la quedaremos. Pronto dispararán a uno de esos gaandus y se convertirá en un langda-lulla —en ese punto Samant puso cara de tonto y dejó caer los brazos como si estuvieran muertos— y la usaremos para llevarle a los tribunales.

—Muy inteligente —replicó Sartaj, tocándose la frente—. ¿Qué estaba haciendo Bunty aquí?

Evergreen Valley tenía tres edificios enormes. Lo único verde que Sartaj podía ver eran unos pocos setos irregulares desperdigados por ángulos extraños entre los edificios.

—Todavía no lo sabemos. Quizá ellos estaban de visita. Quizá tenían un apartamento aquí.

—Por favor, si descubre algo hágamelo saber, señor.

—Sí, sí.

Samant caminó con Sartaj hacia la puerta.

—Si ahora estás interesado en todos estos asuntos de bandas, Sartaj, podemos trabajar juntos. Es muy bueno, ya sabes, profesionalmente y a otros niveles. Podemos intercambiar información.

Samant le pasó una tarjeta a Sartaj.

—Por supuesto.

Lo que Samant quería es que la próxima vez que Sartaj tuviera un chivatazo para una adquisición grande como Ganesh Gaitonde, llamase a Samant, el especialista en eliminaciones. Aparte de elogios profesionales e historias en los periódicos, meter una bala al bhai de una banda grande podía hacerte ganar mucho dinero. Otras bandas pagarían por un trabajo bien hecho. Se decía que Samant había construido sin ayuda de nadie un hospital enorme y muy moderno en su pueblo en Ratnagiri.

—Le llamaré si averiguo algo.

—El número de mi móvil personal está ahí. Llama a cualquier hora, de día o de noche.

Sartaj dejó Evergreen Valley y a Samant y Bunty y la silla de ruedas, y regresó a la comisaría. Sentado en su escritorio, examinó la tarjeta de Samant. Samant era en realidad «Dr. Prakash V. Samant», según los caracteres elaborados en dorado. También era un «Homeópata Acreditado», además de sus logros en el cuerpo, que incluían la Medalla al Mérito Policial en el Servicio. Sartaj suspiró ante lo mediocre que había sido su propia carrera, y después llamó a Anjali Mathur y le contó el desafortunado fallecimiento de su fuente.

—¿Así que todo lo que sabemos es que Gaitonde estaba buscando a un sadhu?

—Sí, señora.

—Eso es interesante, pero no suficiente.

—Sí, señora.

—Estas cosas pasan. Continúe investigando a la hermana. Conseguirá antecedentes, al menos.

—Sí, señora.

—Shabash —contestó, y colgó.

A Sartaj le alegraba que entendiera que esas cosas pasaban. Nunca podías depender de una fuente, e incluso cuando hablaban, la información siempre era incompleta. Solo podías recomponer una suposición de lo que había ocurrido. Y si tu fuente era un bhai que constantemente esquivaba los peligros de su trabajo, era inevitable que un día terminase con una bala en la cabeza. No había nada que pudieras hacer, o que él pudiera hacer. Un policía dispararía la bala, o un enemigo, o un amigo. Si no había soltado la información que necesitabas para cuando su cráneo se comprimiese bajo el impacto del metal volando y explotase, ese era tu pésimo kismet. Bas. Bunty estaba acabado y su caso estaba acabado.

Pero Sartaj sabía que solo estaba tratando de consolarse a sí mismo con este argumento de las-cosas-pasan. La verdad era que nunca se había acostumbrado a la muerte violenta. No conocía a Bunty en absoluto, solo había hablado con él unos pocos minutos, pero, ahora que le habían disparado, Bunty se quedaría con Sartaj unos cuantos días. Durante unas noches aparecería, moviendo su nariz aguileña ante Sartaj y despertándole a horas extrañas. Sartaj había luchado contra esta debilidad toda la vida, y le había impedido hacer las elecciones profesionales que hombres como Samant aprovechaban con gusto. Sartaj solo había matado a dos hombres a lo largo de su carrera, y sabía que no podría matar a cien, ni siquiera a cincuenta. Simplemente no tenía la fortaleza para hacerlo, o el coraje. Sabía eso de sí mismo.

Sartaj se recostó en la silla, puso los pies sobre la mesa y marcó el número de Iffat-bibi.

—Así que has tenido darshan de Bunty —dijo ella.

Sartaj sonrió. Estaba empezando a disfrutar bastante con sus declaraciones bruscas.

—Sí, le vi. No parecía muy contento.

—Que se pudra, y todo su linaje también. Fue un bastardo cobarde toda la vida, y así es como ha terminado: huyendo.

—¿Así que incluso sabe eso, bibi? ¿Está segura de que no lo hizo su gente?

—Arre, eso es lo que dije, ¿verdad?

—Circula la teoría de que lo hicieron los propios hombres de Bunty.

—¿Eso te dijo el idiota de Samant?

—Samant tiene mucho éxito, bibi.

—Samant es un perro que se alimenta de las sobras de otra gente. Observa, reivindicará esta eliminación como propia. Y el chutiya ni siquiera sabe que los hombres de Bunty le dejaron hace dos días. No estaba consiguiendo suficientes ingresos, así que se fueron a otros trabajos.

—¿Lo sabe todo, bibi?

—He vivido mucho. No te preocupes, pronto sabremos quién eliminó el wicket de Bunty.

—Me gustaría saberlo.

—Muy bien, beta… cuando quieras saber, pregunta.

Sartaj se echó a reír.

—De acuerdo, bibi. Lo recordaré.

Sartaj colgó, y pensó en Bunty yendo a toda velocidad por la ciudad en su silla de ruedas, de guarida en guarida. Debió de estar muy solo y aterrorizado sin sus guardaespaldas, y con bastante seguridad alguien lo encontró y le tomó la delantera. Un pequeño escalofrío de lástima se extendió hasta la parte baja de la espalda de Sartaj, y él se retorció con enojo y se levantó, bajando los pies con fuerza. Bunty había causado mucho sufrimiento en su época, y el gaandu merecía lo que había conseguido. Quienquiera que hubiese acabado con él merecía algo de dinero, o al menos una medalla. Confiaba en que hubiesen cuidado bien de ellos.

De camino a casa aquella tarde, Sartaj dio un rodeo para ver hasta dónde habían llegado los sadhus con su mandala. Las multitudes de la mañana habían disminuido, pero los sadhus todavía trabajaban al anochecer, bajo un foco de luz brillante de lámpara. Sartaj se quedó de pie junto a la ventana, y el sadhu más anciano de aquella mañana le vio, inclinó la cabeza y sonrió ante el namaste de Sartaj. Estaba haciendo un trabajo de primera calidad en uno de los paneles insertados, coloreando el costado claro de un ciervo. El ciervo tenía unos impenetrables ojos oscuros, y estaba sentado frente a los verdes oscuros del claro de un bosque. Sartaj miró con atención cómo caía la arena dorada. La esfera estaba casi medio hecha. Ahora estaba habitada por una gran cantidad de criaturas, grandes y pequeñas, y un remolino de seres divinos envolvía la totalidad de ese nuevo mundo. Sartaj no entendía nada de ello, pero era hermoso ver cómo cobraba vida, así que observó mucho tiempo.