GANESH GAITONDE HACE UNA PELÍCULA

—Te das unos toques ligeros con la sombra de ojos, más oscura en las esquinas de los párpados.

Yo estaba tumbado en medio de una cama con el bastidor plateado, las sábanas de satén, observando cómo se maquillaba Jamila. Tenía las luces encima, en un círculo resplandeciente alrededor del espejo y estaba sentada, erguida, cerca de él, ensayando su rostro con la indiferencia tranquila de un médico. Tenía el pecho desnudo, pero cuando trabajaba en su rostro incluso yo solo podía prestar atención a sus ojos, sus mejillas.

—Después te pones el delineador, carboncillo negro Lakme. Haces una pequeña cola en la parte exterior del ojo. ¿Ves? Como un pececito. Se hincha como un globo al final. Eso da un contorno falso al ojo. Bien, así. Si tu párpado superior está delineado muy hacia arriba, no recargues el párpado inferior. Perderías definición en el párpado superior. Si quieres que tus ojos parezcan grandes, dibuja una línea en el borde de los párpados inferiores. Usa un lápiz que puedas difuminar, y empújalo un poco hacia arriba.

Hablaba en voz alta, por encima del ritmo pavoneante de una música disco, pero vocalizaba con mucha nitidez. Practicaba el hablar claro. Comprobó si le estaba prestando atención, y yo sonreí. Estaba agradablemente cansado, me la había tirado dos veces aquella tarde, una en el suelo. Había metro ochenta de ella, todo suave y joven y elástico y flexible, y había explorado todo el territorio, hasta el último recodo.

—Tus ojos parecen enormes —comenté.

—Muy bien, pues. Pómulos. Utilizas colorete sobre los pómulos, se consigue un brillo. Me gusta Bronze Blitz. ¿Ves? Después tienes que decidir, ¿quieres un aspecto suave o un aspecto duro? ¿Adónde vas, cuál es la impresión que quieres dar? Si vas a estar bajo los focos, mientras hacen fotos, podrías querer un aspecto fuerte, que destacase en las fotografías. Pero no vamos a ninguna parte. Así que, suave. Para un aspecto suave, me gusta usar este perfilador de labios MAC, es alemán. Perfilas el contorno de los labios. Hoy estoy usando el color Plum Preserved. Ahora, solo quieres perfilar los labios. Si utilizase el perfilador sobre toda la superficie del labio, sería demasiado fuerte. Así que uso el colorete como pintalabios.

—Muy inteligente —contesté—. Eres muy astuta, Jamila.

Ella ni siquiera me devolvió la milésima parte de una sonrisa. Con respecto a su trabajo era tan seria como un pandit. O un mula, en su caso.

—Das unos toquecitos al colorete, después lo expandes con un dedo. Así. De esta forma, labios listos. Ahora, rímel.

Abrió más la boca para ponerse el rímel. Me había dado cuenta cada vez que la observaba arreglarse la cara, como me había dado cuenta con todas las mujeres con las que había estado. Acercaban la máscara a los ojos, pero abrían mucho la boca. Eran una tribu extraña, las mujeres.

—Con el rímel, entretente con las raíces de las pestañas mientras subes. Mientras subas, agita el aplicador un poco, haz un giro pequeño. ¿Ves? Entretente, agita, gira. ¿Qué consigues? Pestañas espesas, preciosas. Eso es. De acuerdo, ahora estamos preparadas. Pero no hemos acabado. El secreto es: ¡difumina, difumina, difumina! Todo tiene que difuminarse. Sin bordes cortantes.

Difuminó. Yo observé.

—Veamos. ¿Qué más? De acuerdo, hoy, para el aspecto seductor, voy a usar algo de brillo. Da un efecto de color, como ahumado. Voy a utilizar un brillo MAC púrpura. Deberías igualar el tono. Si no tienes pincel, puedes usar el final del lápiz. Así.

Después se giró hacia mí, alargó las manos abiertas.

—He terminado. ¿Ves? Estoy lista.

Y sí, sí, estaba lista. Se había transformado, de un pedazo interesante y elástico de acero de Lucknow sin bruñir a una tremenda luz traslúcida, ingrávida. Se puso de pie, toda su elevada estatura, e hizo resbalar un salto de cama azul sobre el ángulo delicado de sus hombros. Debajo, solo llevaba bragas negras tipo tanga y zapatillas finas. Le había pagado a Jojo una cantidad sin precedentes por esta virgen alta, y luego, más tarde, le había dado lakhs a la propia Jamila, y cada vez que ella se ponía de pie, alta como era, pensaba, paisa vasool. Caminaba alejándose de mí, por toda la extensión de la habitación, inclinando las caderas contra la línea del horizonte de Singapur. Al final de la alfombra, se le ocurrió una pose de pasarela y me lanzó una mirada larga por encima del hombro. Se produjo un destello pequeño de un pezón erguido, erecto y claramente silueteado. Y en aquel momento, con el azul brillante detrás de mí y al frente ella, todo oro y oscuridad, podríamos haber salido por televisión, en Fashion TV o Star TV o Zee TV. Regresó hacia mí, con aquel paso, y noté esa ruptura que estira del pecho que te hacen sentir las mujeres ricas, brillantes, bellas. Era esa mezcla de deseo y desesperanza, de ver algo que nadaba en cielos que estaban muy arriba. La diferencia era que podía hacer que esta se arrodillase delante de mí en un instante. Mía, pensé, es mía. Así que estaba el dolor, pero también este placer. De modo que la dejé caminar. Sabía que me gustaba mirarla, y me hizo una demostración. Cuando no pude soportarlo más, hice que se pusiera a cuatro patas cerca de la ventana, mientras la luz menguaba y se tornaba color bronce, y me arrodillé frente a ella, ante su boca. Era la tercera vez aquel día, me dolió y me estremecí y al final me dejé ir.

Después comimos. Yo tenía bastante hambre, pero verla comer a ella era aterrador. Comía con bastantes buenos modales, con cuchillo y tenedor y pequeños toquecitos de servilleta en las comisuras de los labios, pero apartaba comida suficiente como para tres hombres. Si insistías en hablarle, por supuesto mantenía una buena conversación sobre los temas del día. Pero si lo dejabas a su elección, a las horas de comer se quedaba callada por completo. Seguía su camino comiendo platos de pollo, seguidos de un plato de cordero, o dos, y terminaba con copas de helado. En lugar de té o café, bebía un vaso de lassi, o leche si eso era todo lo que había disponible. La primera vez que comimos juntos, me contó que no necesitaba cafeína, que cada célula de su cuerpo circulaba y se echaba a correr por su propia naturaleza. Solo necesitaba dormir cinco horas por la noche para parecer descansada y sonrosada, y podía pasar perfectamente con cuatro.

Yo, por otra parte, estaba exhausto por los esfuerzos del día, todos realizados en los confines de aquel piso. De modo que comí tranquilamente, y después tomé un baño. Cuando salí del baño, Jamila había retirado la colcha y tenía un vaso de leche caliente en la mesita de noche. La había entrenado bien. Mientras se duchaba, me bebí la leche a sorbos y hablé con Arvind por el interfono. Estaba justo en el piso de abajo, en la mitad inferior de su apartamento dúplex con su Suhasini, que ya no se parecía a Sonali Liendre. Gurú-ji tenía razón sobre su matrimonio: ambos se habían vuelto más fuertes en él. Arvind todavía era pensativo, pero ahora era resuelto y pragmático. Suhasini había abandonado sus maneras llamativas, de mujerzuela, y ahora era feliz de modo plácido, y abastecía a su marido con su energía. Yo había convertido a Arvind en controller para nuestras operaciones en el este, y le había establecido en ese apartamento agradable en Havelock Road, que en realidad eran dos apartamentos. Solo me veía con Jamila ahí, en ese ático, solo en ese lugar. Nuestra interacción era de lo más secreta, y no solo por el riesgo que suponía para mí. Era evidente para todos nosotros, para mí y Jamila y Jojo, que era mejor que una chica que quería ser Miss Universo no fuese fácilmente relacionada con un señor del crimen internacional. De modo que lo mantuvimos en silencio. El mismo silencio de la alta Jamila. Incluso cuando se duchaba jamás cantaba, cuando veía películas nunca se reía ni lloraba ni aplaudía. En ese momento, desde el dormitorio, podía oír el chapoteo del agua, y eso era casi todo. Hablé de negocios con Arvind, y le pregunté por Suhasini, que estaba embarazada. Después colgué, y llamé a Bunty a Bombay. Más conversación de negocios, y para cuando terminamos Jamila había acabado con sus abluciones prolongadas de la tarde. Su parte del baño parecía la trastienda de un farmacéutico, con cremas y lociones y champús cuidadosamente ordenados en filas. Sin embargo, cuando venía a la cama, con el pelo recogido, lograba no tener ese aspecto pegajoso, con crema, que muchas mujeres se llevaban con ellas a la hora de dormir. Solo parecía limpia, lavada y saludable.

Apagué la luz, y nos quedamos tumbados uno junto al otro. Sabía que ella no se quedaría dormida durante un rato, al menos durante una hora o dos, pero respetaba mi horario y era maleable de modo cortés. Comía y dormía y se despertaba cuando yo quería. Y en ese momento yo quería dormir. Pero su cuerpo me mantuvo despierto.

No era solo el apetito lo que me hacía cosquillas y me fastidiaba haciendo que mi cabeza no parase. Estaba saciado, por el momento. En lo que estaba pensando era en la forma de su cuerpo, sus líneas y disposiciones y proporciones. Habíamos rehecho aquella forma. Habían realineado el culo de Jamila. Es decir, las nalgas —que son asimétricas de forma natural en todos los seres humanos— habían sido alineadas. La grasa del interior de los pequeños pliegues de sus caderas había sido succionada e insertada en su gaand, para volverlo rellenito y apropiadamente vivaracho. El extremo inferior de sus muslos, los lados y las artes traseras superiores, justo debajo del culo, se habían tratado con liposucción. Su cadera había sido tratada con liposucción. Como también lo habían sido sus brazos por la parte de arriba y la zona de detrás de la barbilla. Llevaba implantes salinos nuevos en los pechos, unos de forma natural que habíamos examinado y manejado y discutido largo y tendido. Habíamos hecho todo esto en la casa de las maravillas del doctor Langston Lee en Orchard Boulevard. Tenía una reputación incomparable, una clínica limpia y muy moderna y tarifas de lujo. Pero era un maestro, aquel hombre de ojos pequeños y forma de hablar graciosa, era un maha-mago de la carne, podía moverla y transformarla y hacerla desaparecer y hacerla reaparecer. Jamila dio con él en su extensa investigación por todo el inundo, y él no defraudó. Incluso yo, que había sido un consumidor irreflexivo de cuerpos, un chodu que en general no discriminaba, que sabía lo que le gustaba pero no por qué, incluso yo aprendí a escuchar sus discusiones. Entonces entendí aquel lenguaje de la belleza, su gramática y su sintaxis sublime. Escuchando a estos dos poetas, entendí cómo una canción bien hecha de curvas y texturas y espacios podía cautivar sin esfuerzo el corazón más pétreo. Lo que habían creado juntos era magia, ese médico y mi criatura. No había defensa contra el encanto astuto que habían logrado hacer de ella.

Este proceso ya había costado mucho dinero, y un dolor inimaginable. Nunca visité a Jamila en la clínica, pero pasé tiempo con ella después de la cirugía, en nuestro piso. Nunca dejó escapar un gemido, ni se quejó, pero yo sabía el esfuerzo que le costaba hacer un viaje de la cama al baño cuando los tejidos bajo sus muslos habían sido rasgados y atacados a fondo por una cánula. Vi la tensión opresiva en el sudor de su frente. La noté en sus moretones, en los ribetes amarillo-verdosos que le cruzaban los pechos, en su forma de agarrar firmemente la colcha. Tanto dolor, tantos días. Y no había terminado. Íbamos a hacerle la cara a continuación. El doctor Lee iba a esculpir agujeros en las mejillas. Iba a ponerle grasa en los labios. Iba a trabajarle la nariz, afilarla con un implante. Iba a levantarle el nacimiento del pelo. Y la barbilla también iba a tener un implante, para alargarla, fortalecerla, bien modulada, para dar el contrapunto exacto a su frente. Iba a hacer que fuera armoniosa, impecablemente equilibrada, perfecta. Jamila iba a estar —de acuerdo con sus propios cálculos— completa.

—¿Cómo empezaste? —pregunté.

—¿Saab? —contestó ella.

Su respuesta fue instantánea, y no estaba adormilada, ni confusa. Pero mi pregunta, debía admitir, había sido formulada de modo vago.

—¿Cuándo pensaste por primera vez que querías ser una estrella? ¿Cuándo planeaste venir a Bombay? ¿Cómo lo lograste?

No se produjo ningún cambio en su respiración, ni movimiento en su cuerpo, pero en ese momento se puso en alerta total. Pude notarlo en mis antebrazos, en la nuca.

—Esa es una historia aburrida de pueblo, saab.

—Cuéntame.

—Sí, saab —replicó.

Era buena chica. Siempre me llamaba «saab», y era tranquila y obediente. Entonces habló, en tonos acompasados.

—La primera vez que vi modelos fue cuando tenía seis años.

—Sí —contesté.

Y mientras ella hablaba, cada cierto tiempo yo emitía un sonido, un «sí» para que supiera que estaba escuchando. Y ella continuaba.

—Quiero decir, las había visto antes en revistas y periódicos, y actrices en películas, pero en aquel momento vi modelos en la vida real, en nuestro propio Lucknow. Mi madre me había llevado a casa de mi chacha, y de regreso atravesamos Hazratganj. Las modelos estaban paseando fuera de unos grandes almacenes, habían ido a Hazratganj para la gran inauguración. Caminaban fuera de los almacenes, por la acera, a través de una multitud contenida por policías, y subieron a un autobús con aire acondicionado. Eso fue, treinta segundos, quizá un minuto. Yo permanecí de pie apretada entre mi madre y algún hombre, levantando la vista hacia ellas. Pasaron tan cerca que podría haber alargado la mano y tocado una falda, una mano. Pero no lo hice. Me agarré al burka de mi madre y miré a las modelos. Estaban allí, justo allí. En Hazratganj. Pero parecía como si fuesen de otro mundo. Como si fuesen hadas. Eran altas. Más altas que yo, más altas que mi madre. Delgadas y altas. Dos de ellas hablaron al pasar, en inglés, y no entendí nada. Pero incluso sus voces tenían ese sentimiento, aquel aire que estaba ahí en sus mejillas sonrosadas, sus ojos oscuros. Eran hadas. Después de eso, cuando alguien me contaba una historia de príncipes y djinns y magia, siempre veía a las modelos. Nunca las olvidé. Aquella tarde, le pregunté a mi madre quiénes eran. Ella no lo sabía. Era una mujer piadosa que siempre llevaba burka, ¿qué sabía ella de modelos? Intenté contárselo a mi padre cuando llegamos a casa, y él se rió y le preguntó a mi madre de qué estaba hablando, y ella se encogió de hombros. Unas chicas extranjeras descaradas de pelo corto, contestó.

»No eran extranjeras, sino indias hasta la médula, una troupe de top models de Bombay. Pero aquello era bastante extranjero para mi madre. Al día siguiente descubrimos quiénes eran. Mi padre era un hombre pequeño, poseía un restaurante pequeño en el Bazar Chowk, y era piadoso. Le daba las gracias a Alá todos los días por el éxito del restaurante, que era famoso incluso más allá de Lucknow por sus kakori kebabs. Pero también era progresista. En el restaurante no solo dos periódicos en urdu sino también el Times of India, Él mismo no podía leer inglés, pero confiaba en que sus hijos aprenderían, ascenderían en el mundo. En realidad, tenía las esperanzas sobre todo puestas en sus hijos, mis hermanos mayores. Pero yo —que entonces era la más pequeña y su niña mimada— también solía hojear los periódicos y las revistas que compraba para ellos, y escuchaba sus discusiones con ellos. Aquella mañana mi hermano mayor, Azim, que era el que más fluidamente hablaba inglés de la familia y se estaba preparando para los exámenes de los Servicios Públicos de Uttar Pradesh, se rió y dijo: aquí están las mujeres extranjeras de Jamila. Y ahí estaban, en una foto en la tercera página del periódico, flotando con su modo de caminar dando pasos largos. Reconocí a la que estaba justo enfrente, había tomado parte de la conversación que escuché. Azim le explicó a mi padre que eran modelos que habían venido de Bombay para un espectáculo de moda en un hotel de cinco estrellas, al que había acudido toda la gente rica de Lucknow, y también el subinspector general de policía y el collector. Creo que aquella fue la primera vez que oí las palabras “espectáculo de moda”. Apenas sabía qué significaban. Imaginaba una multitud, como la que había en la acera en Hazratganj, y a las modelos hermosas caminando por encima de toda la gente. Nada más, tan solo pasando a la deriva. Y toda la gente mirándolas.

»Eso era todo lo que sabía entonces. Y eso fue a todo a lo que me aferré durante mucho tiempo, durante muchos años en mi mundo, que era mi calle, mi hogar y mi escuela, y mi padre y mi madre y hermanos y tías y primos. Todas las noches daba ese paseo, todas las noches terminaba por dormirme viendo solo a las hermosas modelos de Bombay, paseando a mi lado por una acera en la que la multitud había desaparecido, que de alguna forma se había alzado y alejado de Lucknow. Quería saber más, pero por instinto no pregunté, no dejé que nadie lo supiera. Sabía que las mujeres no deberían anhelar aquellas cosas, que las chicas buenas memorizaban surahs y hadiths y eran modestas y calladas, no solo mientras estaban despiertas, sino incluso cuando dormían. Solo con estar sentada al lado de mi madre, cuando comía después de que los chicos hubiesen terminado, ya lo sabía. Así que me mantuve callada, y aprendí escuchando, todos los retazos que podía. Intentaba leer el Times of India, con Azim, hasta que se convirtió en una especie de broma en la familia. Vamos, decía Azim cada mañana, cuando abría el periódico. De modo que aprendía un poco más. Sabía que las modelos vivían en Bombay, que la mayoría de ellas eran chicas que hablaban inglés y habían crecido allí, que lograban sumas maravillosas de dinero y se codeaban con gente de clase alta-alta. Pero solo después de que consiguiésemos un televisor en color en casa, y por cable, pude entender algo de verdad.

»Eso fue justo después de haber cumplido once años. Aquel año, cuando conseguimos la tele por cable, empecé a verla por las tardes, y crecí. Hasta aquel verano había sido una chica normal, solo me prestaba alguna atención especial mi padre, el resto de la gente pensaba que era sencilla, tranquila, buena. Pero entonces empecé a crecer. Crecí, crecí. Mi madre era un poco alta para su época, tal vez uno sesenta y cinco. Mi padre era tal vez unos tres centímetros más alto. Azim era el más alto de la familia, uno setenta. Pero entonces empecé a crecer. Mientras veía los programas de moda en MTV y V, pegué el estirón. En Zee entrevistaban a diseñadores de moda, y coreógrafos, y fotógrafos. Lo veía. Por la noche tenía dolores. Me hacían daño las articulaciones, y los tendones se estiraban y extendían. Veía Fashion Guru, y practicaba mi inglés, y crecía. Para cuando tenía catorce años, pasaba a todos mis hermanos excepto a Azim, y al año siguiente era más alta que él. Era delgada, muy delgada. Las chicas del mohalla me decían cosas desagradables a la cara, y mi madre refunfuñaba. La explicación de mi padre era que él tenía un tío abuelo que medía uno setenta y cinco, y que yo había salido a él. Pero, a punto de cumplir diecisiete años, era incluso más alta que ese tío, y seguía creciendo.

»Mi familia estaba preocupada. ¿Dónde iban a encontrar un hombre más alto que yo? E incluso si lo hacían, ¿querría ese hombre una esposa grande y estirada? Pero yo no estaba preocupada. Sabía dónde querían chicas altas. Sabía quién era. No solo había estudiado la moda, sino a mí misma. Incluso si nadie a mi alrededor podía verlo, yo sabía que tenía potencial. Dos años después de que Aishwarya y Sushmita ganasen, se abrió un salón de belleza justo al lado de nuestro mohalla. Las jóvenes y las esposas solían acudir allí, para que les arreglasen las cejas y les hicieran limpieza de cutis y maquillaran. Pero aun así, las chicas que eran consideradas guapas, con quienes soñaban todos mis hermanos, eran todas blancas y un poco rellenitas y de aspecto recatado. Yo sabía cuáles eran mis colores y mis líneas, y no era para nada como ellas. Era considerada fea, era oscura. Pero lo sabía. En mi espejo podía ver qué había allí, y qué necesitaba hacerse. Había leído todo lo relativo al porte y el entrenamiento y cómo caminar sobre la pasarela y el aspecto de modelo y la cirugía plástica. Sabía adonde podía ir. Sabía adonde tenía que ir. Solo había un lugar para mí: Bombay. Así que vine.

Nunca antes la había oído hablar tanto, nunca de un tirón tan largo, Creo que fue la oscuridad, y mi pregunta inesperada, y mis respuestas afirmativas susurradas; al final no me estaba contando su historia a mí, sino a sí misma. Yo sabía el resto de su viaje, Jojo me lo había contado, jamila esperó hasta el día después de cumplir dieciocho años. Aquella tarde, a última hora, se fue de casa llevando un burka, solo con la cartera en la que llevaba siete mil cuatrocientas rupias, algunas de ellas ahorradas con mucho dolor a lo largo de los años, la mayor parte robadas del armario de su madre. Tenía tres brazaletes de oro, y algunas joyas de plata de poca importancia. Cogió un rickshaw hasta Nakkhas, a través del mohalla de Cachemira, donde se compró una maleta barata. Mantuvo la cara cubierta y caminó encorvada hacia delante, convirtiéndose en una anciana piadosa para toda la gente con la que se cruzaba. Incluso entonces sus habilidades interpretativas eran inigualables. Llevó la maleta hasta la casa de una amiga, donde había llevado —en las últimas semanas— artículos de ropa para esconder. Después se fue a la estación de tren, donde esperó el Pushpak Express. Ya tenía billete y una reserva de litera para dormir, hecha dos semanas antes con nombre falso. Se sentó tranquilamente en el tren, y observó cómo iban dejando kilómetros atrás. Todo lo que dejó en Lucknow fue una nota, que su madre encontraría tarde por la noche en la cocina. Decía: «Me voy por mi propia voluntad. Es mi elección. Por favor, no intentéis encontrarme». No escribió nada sobre adónde iba, y por qué, y para qué. Puesto que nunca le había dicho una palabra a nadie acerca de sus ambiciones, adónde se dirigía, nadie sabía dónde buscarla. Incluso la amiga que la había ayudado pensaba que estaba haciendo posible que Jamila se reuniese con un novio secreto, casado. Pero no había ningún hombre, ningún novio, solo su sueño. En Bombay se deshizo del burka, volvió a cambiarse de nombre y se quedó en una pensión para mujeres cerca de Haji Ali, una residencia donde cada mujer tenía una cama y una mesita y un estante de poco más de medio metro. Sabía cómo sufrió los primeros meses, los pequeños trabajos de vendedora, los jefes aprovechados, los viajes de tres horas en bus para reunirse con fotógrafos, las insinuaciones indecentes y los pases y las humillaciones. Lo había oído todo, y sin embargo nunca entendí la fuerza de esta Jámila hasta aquella noche, cuando me contó cómo había llegado a esa comprensión de sí misma, de lo que era y quién podría ser. Jojo tenía razón, esta Jamila era como yo. Hay mentes que pueden cambiar el mundo. Había aprendido de Gurú-ji que esta tierra por la que transitamos, este cielo bajo el cual nos acurrucamos, todo esto es un sueño. Quienes tienen tapas y suficiente fuerza de voluntad pueden mover el universo, dijo. Yo había escrito mi propia vida. Ahora sabía que Jamila también tenía esta habilidad, este deseo. Nosotros, los pocos que tenemos esa visión grandiosa, podemos reescribirnos a nosotros mismos. En algún momento entre el sueño de aquella noche y el despertar a la mañana siguiente, en el sueño o tal vez fuera de él, decidí que haría una película para ella.

—Así que de veras te has enamorado de la Jirafa Egoísta —soltó Jojo con decisión cuando le conté mi plan de producir una película.

La había llamado por la tarde como de costumbre, a Bombay.

—¿Por qué supones que me he enamorado de algo? —pregunté—. He querido hacer una película desde hace mucho tiempo.

—Quizá, tal vez. Pero es ahora cuando decides hacerla. Estás fida por ella. Admítelo. La Jirafa Egoísta te tiene enganchado.

Nada haría que cambiase de opinión respecto a esta idea, esta certeza, y que dejase de referirse a Jamila todas y cada una de las veces como la Jirafa Egoísta. Eso a pesar del hecho de que Jamila era su protegida, que ella, Jojo. era la mejor mecenas de la chica, que la propia Jojo me la había traído.

—Jojo, estás celosa de la pobre chica.

Eso le provocó una risa enorme al estilo Jojo.

—¿Celosa de que tenga que aguantarte pegado a ella cada dos minutos, Gaitonde?

En un momento estúpido de relajación satisfecha le había contado lo mucho que me gustaba tirarme a Jamila en posiciones estéticas, cómo la poseía en posturas diversas y lugares exóticos. Darle cualquier información a una mujer es una insensatez sobre la cual desaconsejaba a mis hombres. Cualquier cosa que cuentes será utilizada en tu contra algún día. Pero con Jojo de alguna manera rompía mis propias normas. Nos conocíamos desde hacía demasiado tiempo, nos conocíamos demasiado bien. A veces incluso durante el acto —chodoando con Jamila en una limusina de camino a un restaurante, por ejemplo— era consciente de que estaba deseando contárselo a Jojo. Que contárselo era crucial, que lo hacía para contarlo. Tenía que contárselo a Jojo. Y de esa forma sabía demasiado, incluyendo cuánto disfrutaba montando a la Jirafa Egoísta.

—Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo que darte mi gaand, Gaitonde —replicó.

—Pero el gaand de Jamila va a estar en una pantalla grande —respondí—. Y eso hace que te arda el tuyo.

—Hace diez años lo habría hecho. Quizá incluso hace cinco. Pero ahora soy feliz, baba. ¿Entiendes eso? Feliz. Me gusta mi trabajo, me gusta lo que tengo. Tengo éxito en lo que hago. Y ahora me doy cuenta de que incluso si hubiese logrado una película, no habría durado mucho en ese negocio. Solo era una chica pequeña metida en juegos grandes. No sabía nada.

—Esta Jamila ha estudiado el negocio desde que era niña.

—Sí. Trabajó muy, muy duro durante mucho tiempo. Eso es porque es una jirafa egoísta.

Ahí estaba de nuevo, aquel aguijón al final del cumplido relajado.

—No seas kutiya —le dije—. Vives a costa de bachchas como ella. Y de su estudio y trabajo duro.

Jojo lo aceptó con dignidad. Podía ser cortante como el cuchillo de un chef japonés, pero era honesta.

—Es cierto —contestó—. Y te mando algunas, Gaitonde. Para tu disfrute.

—Sí —respondí—. Léeme una carta.

Ese, también, era uno de mis placeres. Durante los últimos dos o tres años, Jojo había estado recibiendo cartas. Llegaban en aquellos sobres marrones que vendían cerca de las oficinas de correos y en bazares al lado de anuncios de trabajos estatales y montones de solicitudes.

—Sí, sí —respondió Jojo—. Espera un momento. Me llegó una buena de verdad el viernes. La estaba guardando para ti.

Pude oírla hurgando en sus estantes. Las cartas llegaban de todo el país, pero en especial del norte, de lugares como «Azadnagar, Maithon Farm, Dhanbad», y «Asabtpura, Moradabad», y «Mangaon, Dist. Raigad», y «Mallik Tola, Banka, Bihar». Algún periódico en hindi fuera de Delhi había plagiado un artículo dominical del Times of India acerca de la profesión de modelo, lleno de fotos de un par de mujeres que habían ido a Bombay desde ciudades pequeñas y se habían convertido en modelos y actrices de éxito. En ese artículo, el periódico incluía a Jojo como una de las representantes de modelos que trabajaban con gente nueva. Y las cartas empezaron a llegar. Llegaron como un hilito constante de agua que creció hasta salir a chorro a medida que otros periódicos copiaban y duplicaban y robaban el artículo. La mayoría de las cartas eran de hombres, y Jojo y yo habíamos especulado por qué las mujeres no escribían más a menudo. Jojo pensaba que probablemente las chicas temían recibir una respuesta en casa. Jojo comentó: ¿qué pasaría si el padre abriese una carta mía diciéndole a la chica que viniese a Bombay? Dijo: las chicas simplemente se escapan. O a veces ganan un concurso local de belleza y hablan con uno de los padres para que venga a Bombay con ellas. Hoy en día incluso los padres oyen el tintineo de los lakhs en sueños, así que vienen.

—De acuerdo, Gaitonde —dijo Jojo—. Aquí está. Esta es del pueblo de Chabilapur, oficina de correos Gobindpur, distrito de Begu Sarai.

—¿Dónde?

—Bihar, baba.

—¿Qué pasa con esa gente de Bihar?

—Son gente guapa, son inteligentes, son ambiciosos y son unos supervivientes. Ahora calla y escucha.

—Sí, sí… Dime.

Leía el hindi con lentitud y esfuerzo, solo aprendió a hablarlo después de llegar a Bombay. Y aprendió a leerlo —lo que podía— incluso más tarde. Mejoró su hindi al leerme cartas. Antes de que me hablase de esas cartas, solía apilarlas sin abrir detrás de un armario y las tiraba una vez por semana. Pero después de hablarme de ellas, hice que me leyese una, y luego otra. Ahora les echaba un vistazo a todas, y guardaba las mejores para mí.

—Esta —dijo— comienza con el inicio de costumbre. Ha leído sobre el concurso de Mister Internacional en un periódico, y en el artículo se mencionaba mi empresa. Quiere saber cómo puede entrar en el mundo de los modelos.

—Arre, lee, Jojo.

—Gaitonde, su hindi es realmente difícil y del norte, lleno de hum y humara pata y kasht karein y todo eso.

—Solo léelo.

—De acuerdo. Me gustó este porque hace listas. Idiomas conocidos: hindi, inglés, magahi, maithili. Su nombre, por cierto, es Sanjay Kumar. —La diversión ya borbotaba en su voz—. Sanjay Kumar no quiere mandar una presentación biográfica corriente. Así que ha añadido una «Lista de Favoritos». Flor favorita: Rosa. Protagonistas favoritos: Anil Kapoor, Salman Khan, Amir Khan. Heroínas favoritas: Rani Mukherjee, Kajol, Aishwarya Rai.

—¿Por qué cree que necesitas saber esto?

—¿Quién sabe? Escucha, Gaitonde… películas favoritas: Karan Arjun, Sholay, Dilwale Dulhaniya Le Jayenge, Pardes. Lugares favoritos del extranjero: Londres, Suiza, Nueva Zelanda.

—El bastardo nunca ha salido de Chhabilapur.

—Ha visto Nueva Zelanda en películas, Gaitonde. Su padre compró un vídeo CD para la familia, ven películas todos los días. Cremas favoritas: Fairever, Crema Fría Ponds. Perfume favorito: Rexona. Jabón favorito: Lux, Pears y Pear’s para la Cara. Champús favoritos: Clinic All-Clear y Champú Nyle de Hierbas. Aceite para el pelo favorito: Aceite para el Pelo Dabur Mahabrahmraj. —En ese momento se reía tan fuerte que apenas podía leer—. Polvos favoritos: Denim y Nycil. Conjunto favorito para el afeitado: Denim y Old Spice. Pasta de dientes favorita: Colgate Gel Azul y Aquafresh. Vaqueros favoritos: Levi’s. Coches favoritos: Cielo, Tata Safari, Maruti Zen, Maruti 800, Ferrari 360 Spider.

—Este pequeño maderchod ni siquiera ha olido un Ferrari en el distrito bhenchod de Begu Sarai. Allí ni siquiera tienen calles chutiya que merezcan llamarse así.

—Ha hecho su investigación, Gaitonde. Escucha, escucha.

Escuchar las listas de Sanjay Kumar me produjo una sensación extraña en la barriga, un pánico suave, resbaladizo en las venas. Claro que era divertido. Jojo leía en voz alta sus listas y nos reíamos. La escuchaba reírse y me reía un poco más. Pero todavía tenía en el pecho aquella caída en picado, innombrable e interminable. No quise decírselo a Jojo, pero incluso si hubiese querido hacerlo, si lo hubiera intentado, no habría sabido cómo llamarlo. Nunca había estado en Bihar, pero sabía exactamente qué tipo de distrito era Begu Sarai, qué aspecto tenía el pueblo de Chhabilapur. Había una carretera desgarrada serpenteando por los campos, y pequeños callejones kachcha cubiertos de barro que comenzaban en los grupos de casuchas y casas. Había algo llamado escuela primaria, que en realidad era un montón de niños sentados en un patio del templo local de Shiva, con un profesor —cuando había profesor— recitando el alfabeto. Había un muro largo bordeando los huertos del sarpanch, y en el muro anuncios de lubricante de motores y semillas. Había una familia de jornaleros en cuclillas junto al estanque, esperando que les pagasen el día de trabajo. Había un instituto de tres plantas, con filas de estudiantes haraganeando en los pasillos sucios. Fuera, las motos de los chicos ricos, los hijos de los comerciantes, los hijos de los terratenientes. En lo alto, un cielo baldío. De alguna manera, en este pueblo, en este distrito, Sanjay Kumar había reunido los elementos de sus listas, los había puesto juntos. Lo había escrito todo. ¿Cómo? ¿De periódicos prestados, de revistas de segunda mano? ¿De la televisión, que veía en casa de un amigo entre cortes de luz? Había preparado su carta, después la pasó a limpio, y la envió a Bombay. Pensar en Sanjay Kumar inclinado sobre su carta, bajo un farol, eso era lo que me ponía intranquilo.

—Al final de la carta —continuaba Jojo—, después de firmar, añade una petición. —Resopló—. Nombra el inglés como uno de sus idiomas, arriba en la carta. Pero al final, escribe: «Espero su pronta y amable respuesta. Por favor responda a mi carta solo en hindi». Este Sanjay Kumar no es muy listo. O piensa que las representantes de modelos en Bombay son chutiyas.

—¿Quién se atrevería a pensar que eres una chutiya, Jojo? No, no. El pobre chico solo intenta progresar en el mundo. Recuerda, estuviste allí una vez.

—Nunca fui gaandu como este. Enviar cartas a Bombay. Y querer respuestas en hindi. Escucha, ya llevo un tiempo en el negocio. Ahora sé apreciar a la gente, quién progresará y quién no. Y te lo digo, este no tiene ninguna posibilidad. Aunque tenga el aspecto de Hrithik Roshan, no tiene ninguna posibilidad. Si viene a Bombay, se lo comerán.

No podía discutir eso.

—Sí —contesté—. Sí.

Sanjay Klimar no tenía ninguna posibilidad. Probablemente no tendría ninguna posibilidad aunque se quedase en ese pútrido, axfixiante pueblo suyo. Pero, tanto si se quedaba como si se marchaba, iba a seguir viendo películas, haciendo listas, continuaría escribiendo cartas. Bastardo estúpido. Pero había crores y crores como él, arriba y abajo y por todo el país. Estaban allí, y eran nuestro público. Iba a hacer mi película para ellos.

Por supuesto consulté con Gurú-ji antes de poner ningún dinero en juego. Quería ver a Jamila en la pantalla, y estaba seguro de que tendría éxito como estrella, pero quería orientación. No iba a apresurarme en un juego del que no sabía nada sin algún conocimiento acerca de lo que iba a suceder. Pero Gurú-ji no pudo ver nada, no pudo ver el futuro de mi película con alguna claridad.

—El proyecto me da buena sensación, beta —dijo—. Pero eso es todo. Ocurre a veces, es como intentar ver a través de unas lentes combadas. Algunas cosas quedan borrosas, algunas cosas se enfocan con precisión. No puedo ver nada malo.

—Pero no puedes ver nada bueno —respondí.

—No, tampoco eso. Pero es un riesgo menor, comparado con algunas de las cosas que has hecho. Y que estás haciendo.

Tenía toda la razón, como de costumbre. Había arriesgado mi vida muchas veces, y esto solo era dinero. Entonces recordé lo que Paritosh Shah solía decir: si dejas que Lakshmi se vaya, volverá a ti multiplicada, si tratas de encerrar a Lakshmi, huirá de ti y nunca volverá. Por Jamila, tenía que dejar salir a mi Lakshmi al mundo, que se moviera como le apeteciese. Simplemente resultaba apropiado.

De modo que hice una película para Jamila. Reunir al equipo de producción fue bastante fácil. Tenía el dinero, así que contraté a los mejores. En realidad, hice que Jojo me buscase a un productor, un hombre llamado Dheeraj Kapoor, y este Dheeraj hizo las contrataciones. Dheeraj había logrado tres éxitos seguidos, todos en la franja de presupuestos de cuatro a seis crores, con actores respetables y guiones potentes. Ahora estaba deseando con avidez una oportunidad para saltar a una liga mayor, para jugar con veintitantos crores y estrellas de verdad. Me gustaba que trabajasen para mí tipos ávidos. Tenías que observarlos de cerca, pero trabajaban bien. Y este Dheeraj era prometedor, podía sentirlo. Tendría éxito.

Mientras tanto, la nueva Jamila iba de triunfo en triunfo. Le habíamos dado un nuevo nombre, un nombre que fuese adecuado para la estrella en que se estaba convirtiendo: ahora era «Zoya Mirza». Era un nombre bueno que sonaba moderno, corto y fácil de escribir y pronunciar, y tenía ese sonido Z a la moda al principio y hacia el final. Era un nombre nuevo que podría vivir en ese mundo nuevo. Y una vez estuvo terminado el trabajo en su rostro, estaba más que nueva. Era el futuro. Lo que el doctor Langston Lee le había hecho a sus mejillas, su línea del pelo, su barbilla, su nariz, no era radical. Solo era quitar un poco de volumen por ahí, una amplia anchura de pelo añadida allá. Era la misma, y sin embargo era totalmente diferente. Antes, era asombrosa. Ahora, era deslumbrante. A veces resultaba difícil mirarla, era como si estuviese muy lejos, incluso cuando estaba sentada justo a mi lado. Su belleza me hacía anhelarla, y era difícil soportarlo: Estaba completa, y me hacía sentir un gran agujero en carne viva en algún lugar profundo en mi interior, una herida que dolía cuando ella estaba lejos, e incluso más cuando estaba cerca.

Y triunfó. Logró más beneficios que nadie en la ciudad, y dos portadas brillantes en un mes. Había mucha agitación alrededor de ella incluso antes de que ganase Miss India, y más después. Ganó el concurso con facilidad, y sin tener que transigir de las formas habituales. Permaneció de forma seductora fuera del alcance de fotógrafos y jueces y editores, y recogió su corona. Le hizo creer al editor jefe del periódico patrocinador que lograría meterse entre sus piernas si ganaba la corona, y escapó de él totalmente. Era capaz de hacer todo esto por mi apoyo. No es que presionásemos, o sobornásemos a nadie, o utilizásemos alguna de nuestras otras técnicas. No, yo solo proporcionaba los recursos que le permitieron convertirse en la sobrenatural Zoya, que le permitieron decir «No». El dinero crea belleza, el dinero da libertad, el dinero hace posible la ética. El dinero hace películas. Así que comencé a trabajar en la mía con Manu Tewari.

Este Manu ya había escrito tres películas menores, la última de las cuales había ganado el Premio Nacional a la mejor película. La había visto, y pensaba que para ser una película de autor sobre hijras no era tan aburrida, y que de hecho el guión era bastante poderoso. De modo que hicimos venir a Manu Tewari en avión hasta Tailandia. Estaba dispuesto a dejar que Dheeraj y su equipo hicieran el resto de elecciones, pero quería tener control sobre la historia. Yo mismo tenía una o dos ideas, y había visto muchas películas últimamente, y seguía las recaudaciones semanales en India y en el extranjero. Sabía qué quería en mi película. Pero este Manu resultó ser socialista, además de estar repleto de normas. Durante los tres primeros días que estuvo con nosotros estuvo tan callado y tranquilo como un conejo que levanta la vista y se encuentra en una guarida de tigres. Dheeraj Kapoor solo le había contado que iba a volar a Bangkok para conocer a quien financiaba la película, nada más. Y en Bangkok, habían recogido a Manu, le habían metido en un avión a Phuket, y de repente se encontraba en un yate con Ganesh Gaitonde y muchos hombres de aspecto mezquino con armas grandes. Por supuesto se quedó paralizado, no sabía dónde sentarse, cuándo se le permitía ponerse de pie, o si podía mear sin pedir permiso. Los chicos se divirtieron los primeros dos días siendo especialmente sanguinarios delante de él, recargando sus pistolas y agitándolas y en general aterrorizando el ingenio del pobre escritor.

Al final los espanté, e hice que Manu Tewari se sentase con un vaso de whisky escocés, y lo tranquilicé. Elogié todas sus películas, y le conté que la última me había hecho llorar, y también por los hijras, lo que para él fue un elogio mayor que cualquier Premio Nacional bhenchod. Entonces se calmó un poco, y bebió un sorbo de whisky, y comenzó a sonreír algo. Los escritores son susceptibles al halago de forma patética. He trabajado con políticos, y gángsters, y hombres santos, y, déjame decirte, ninguno de ellos puede competir con un escritor en cuanto a descomunales inflaciones del ego e inseguridades tímidas del alma. Ungí a Manu con grandes porciones de su propia gloria, y se relajó. Por supuesto, viniendo de Ganesh Gaitonde, la admiración era diez veces más deliciosa. Manu Tewari se fue relajando poco a poco en el sola, y se tomó otro whisky, y me contó historias sobre cómo hizo su película hijra, cómo tuvieron que convencer a su protagonista acerca de que interpretar a un hijra sin lauda, que llevaba falda, que aplaudía, no iba a lisiar su carrera para siempre. El propio Manu Tewari era de tamaño medio, medio en todos los sentidos. Se le podría considerar como prototipo de todo lo que es mediano en el mundo, no era bajito pero no era demasiado alto, había crecido en Bandra East como hijo de un empleado de tipo II del Ministerio de Economía, y había ido a la Facultad Rizvi y había tenido una trayectoria académica del todo mediocre. Sabía todo esto de él por el informe de antecedentes que había hecho Dheeraj, pero ningún informe podría incluir la demencia que ocultaba en algún lugar profundo de aquel cuerpo común y corriente, que solo dejaba salir cuando hablaba de películas.

Naajayaz era buena, bhai —dijo—. Las escenas entre Naseer y Ajay Devgan eran muy buenas, pero en algún punto a partir de la mitad comenzó a arrastrarse un poco. Ese es el problema de Mahesh Bhatt en sus últimas películas, o hace que todo se mueva demasiado rápido, o lo alarga. Así que el pobre público se queda confundido o se aburre.

A mí me había gustado bastante Naajayaz, pero lo dejé estar y le escuché. Sin duda, Manu Tewari sabía de películas, incluso conocía detalles de alguna película recóndita sobre los bajos fondos que se estuvo haciendo desde 1987 hasta el verano de 1990 y que había salido y desaparecido en 1991, sin que nadie se diese cuenta. Excepto Manu Tewari. Sabía quién fue el director musical, y qué anuncios hizo el director de fotografía después de aquella película, y a quién se estuvo chodoando el director durante la producción de las canciones en Australia, y cómo la película funcionó medianamente en Bombay y Hyderabad, pero fue rechazada por completo en el circuito del Panjab. Continuó:

—Pero la mejor película de policías y gangsters de principios de los noventa fue Parinda. Movió nuestro cine en una nueva dirección, en términos de textura y atmósfera realista. Claramente, Jackie Shroff se encontró a sí mismo como actor en esa película, y fue un Jackie distinto a partir de entonces. Y presentó a Nana Katekar al público nacional. Y la fotografía de Binod Pradhan estableció un nuevo nivel en general.

Habló de Naajayaz y Panuda con la seriedad de un hombre hablando sobre la naturaleza de Dios, o la historia del mundo. En realidad, las películas eran todo su mundo. Había crecido en un piso pequeño y tranquilo, con una hermana y un hermano, y había llevado una vida sin color y sin tacha. Pero a través de todo eso había criado esta cosa en su interior, este gusano, esta pitón que engullía películas para sobrevivir, que se las tragaba enteras y las guardaba para siempre. Tenías que darle la mínima excusa para hablar de Mughal-e-Azam, y lo haría durante una hora. Pero hacer que hablase de su propia madre me costó varios empujones fuertes. E incluso entonces solo comentó:

—¿Qué decir sobre ella, bhai? Es un ama de casa. Nos cuidó.

Ante toda su curiosidad de ojos brillantes por los detalles de las aventuras y agonías de otra gente, aquello era todo lo que se le ocurrió decir sobre su madre. Pero yo solo había intentado mantener una charla sobre la familia, una técnica de gestión que había aprendido de Gurú-ji. El tal Manu Tewari se sentía bastante cómodo en ese momento. Era el momento de pasar a los negocios.

—Muy bien. Pues —dije—, hablemos de la historia.

Entonces se enderezó. Cuando se trataba del trabajo, se centraba de inmediato, aquella primera vez y siempre desde entonces.

—Sí, bhai —contestó—. Por favor, cuéntame.

Estábamos navegando desde la playa de Kata hasta Patong. En el gris de última hora de la tarde, el mar vidrioso se deslizaba por debajo de nosotros. Un banco de nubes imponentes pendía sobre nosotros hacia el este, quietas y perfectas e irreales. Respiré hondo.

—Estaba pensando en un thriller —comencé.

—Sí, sí, bhai —contestó Manu—. Excelente. Un thriller.

—Me gustan esas películas en las que hay algo de peligro, y el protagonista tiene que evitar la amenaza.

—Una historia de suspense. Me gusta, bhai.

—La chica ayuda al protagonista, y se enamoran.

—Claro. Y haremos un thriller internacional, para que las canciones puedan rodarse en el extranjero de forma justificada.

—Un thriller internacional, sí.

El chico estaba empezando a gustarme.

—¿Tienes alguna idea sobre el protagonista, bhai? ¿Quién es? ¿Un tipo corriente? ¿Un policía? ¿Un agente secreto?

—No. Es uno de nosotros.

—¿Quieres decir…?

—Es un thriller de delincuentes.

—De acuerdo, de acuerdo. Veo la historia. El protagonista está del lado equivocado de la ley, pero se vio metido en los bajos fondos por las circunstancias.

—Sí. Quiero que empiece cuando él llega a Bombay.

—Bien, bien —contestó Manu.

Pero parecía dudoso.

—¿Qué? —pregunté.

—Es un thriller, bhai, puede que no haya suficiente tiempo para desarrollar toda su historia.

—¿Por qué? Tienes tres horas maderchod.

—Cierto, cierto, bhai. Pero te sorprenderá lo rápido que se llenan tres horas. Tienes cinco, seis canciones, solo eso son casi cuarenta minutos. Después, tienes espacio tal vez para cuarenta escenas antes del intermedio, treinta, treinta y cinco después. Y un thriller tiene que comenzar con el peligro, decirle a la audiencia a qué se supone que han de tener miedo, qué está en juego, y después ha de correr hasta el final. Y también…

—¿Qué?

—El chico que llega a Bombay y se convierte en un criminal. Se ha hecho, en Satya. Y Vaastav, esa también tocaba y él tema de entrar-en-los-bajos-fondos.

—No me importa si se ha hecho. Todavía es cierto. Mira todos estos chicos que hay conmigo.

—Por supuesto, bhai. Me han estado contando sus historias. Pero, ya sabes, público se acostumbra a las cosas. La primera vez, les encanta. La segunda, les encanta menos. La tercera, dicen: «Es demasiado filmi, yaar», y rechazan la verdad en conjunto. ¿Entiendes?

Lo entendí. Yo había hecho lo mismo.

—El público es un bastardo —repliqué.

Ante esto saltó y me agarró la mano.

—Sí, bhai, sí, el público es un gaandu, un loco, es un bebé monstruoso que hay que alimentar.

En ese momento se dio cuenta de que tal vez se estaba tomando demasiadas confianzas, así que dejó mi mano y se apartó. Pero tenía los ojos brillantes con empatía repentina, y no pudo evitar seguir hablando.

—Nadie sabe qué es lo que quiere este público maderchod, bhai. Todo el mundo finge que sí, pero nadie lo sabe en realidad. Puedes hacer una gran película, gastar y gastar en publicidad, y en los cines ni siquiera verás a los cuervos gorjeando. Mientras tanto, alguna película de serie B, hecha de manera despreciable sin historia que contar, conseguirá cientos de crores.

—Pero tú todavía tratas de predecir qué querrán. Y tienes todas estas normas. ¿Por qué solo cuarenta escenas antes del intermedio? ¿Por qué no sesenta?

—No se puede hacer, bhai. El público es impredecible, pero también es muy estricto. Solo quiere lo que quiere, de la forma en que está acostumbrado a conseguirlo. Incluso si tienes una historia verdaderamente dhaansu, si cambias la forma de la historia el público arrojará cosas a la pantalla, y rasgará los asientos, y habrá disturbios. Así es, bhai. Tienes que hacer cosas nuevas con las formas de siempre. O cosas de siempre con ropa nueva. Tu película tiene que ser hatke, pero no demasiado hatke. Los tipos del cine de autor no dejan de decir que están haciendo cosas nuevas del todo, pero también tienen que obedecer las normas. Solo se trata de un conjunto distinto de normas, y un público distinto. No puedes escapar de las normas.

—No vamos a hacer una película de autor maderchod —gruñí.

Iba a gastarme treinta crores en esa película. Ya habíamos contratado a dos protagonistas grandes, y Dheeraj tenía una cita con el secretario de Amitabh Bachchan para el martes siguiente. También le había dicho a Dheeraj que quería efectos especiales fultu, y vestuario y localizaciones de primera clase. Quería que la película tuviese un aspecto brillante y grande, e iba a ser enorme. Y lo enorme cuesta dinero, al menos eso.

—Olvídate del arte —le dije a Manu—. Escribe un thriller ágil. Pon en cada escena algo que haga que el público sienta que tiene un cable eléctrico conectado a los golis. Mantenlos despiertos y excitados. Dales, duro y con rapidez.

Asintió, arriba y abajo, rápido.

—Sí, sí, bhai. Entiendo. Acción y espectáculo y gran glamour. —Abrió los brazos con amplitud—. La emoción de Mother India, la magnitud de Sholay, la velocidad de Amar Akbar Anthony. Eso es lo que queremos.

Sin duda eso es lo que queríamos. Así que nos pusimos a trabajar.

Continué con mi trabajo para la gente del señor Kumar. El señor Kumar se había retirado el año anterior, a pesar de mis protestas.

—Saab, ¿por qué tienes que irte? —le pregunté—. En nuestro trabajo, no hay jubilación sino ascenso.

—Ganesh, mi negocio no es el tuyo.

Siempre era así, escueto y categórico. Pero no era poco amable, este viejo lanzador astuto que había jugado tanto tiempo. No éramos amigos, pero con los años habíamos llegado a entendernos el uno al otro, y nuestra necesidad mutua. Él me necesitaba para extraer hebras de información de Katmandú, y Karachi, y Dubai, y a veces para hacer que desapareciese cierta gente, y yo le necesitaba para presionar a los policías en Delhi y Mumbai, y suministrarme información por su parte, y de vez en cuando ayudarme con la logística y los recursos. No nos hacíamos ilusiones el uno respecto al otro, pero estábamos cómodos, como vecinos que han envejecido juntos. Y yo intentaba decirle que no era lo bastante viejo como para practicar sanyas.

—Saab, si el gobierno te hace jubilarte justo cuando estás en plena forma, un khiladi magnífico como tú, entonces el gobierno está loco.

—No es solo el gobierno, Ganesh, yo también quiero instalarme en algún lugar y descansar.

—De acuerdo, saab, entonces instálate en algún lugar, y habla conmigo por teléfono. Como asesor, ya sabes.

Contestó:

—¿Trabajar para ti?

Hubiera dicho que le hacía gracia.

—Trabajar conmigo.

—No, Ganesh. He hecho bastante, y me siento cansado.

No estaba siendo grosero, y no me sentí insultado.

—Pero ¿qué harás?

—Leer. Pensar. Como te he dicho, instalarme en algún lugar.

For mi larga experiencia sabía que no le convencerían los argumentos o las tentaciones, así que la discusión estaba cerrada.

—De acuerdo —dije—. Ha estado bien trabajar contigo, señor K. D. Yadav.

Quise hacerle saber que conocía su nombre real, pero le respeté bastante como para llamarle señor Kumar, como quería, durante todo el tiempo en que cooperamos.

—Muy bien, Ganesh. No dudaba que me investigarías y lo averiguarías.

—Aprendí de ti, saab.

Y de esa forma se apartó de mi vida, este maestro lejano. Me presentó a su sucesor, un tal señor Joshi, y durante casi un mes se mantuvo en contacto, para ayudar en la transición. Pronto supe el verdadero nombre del señor Joshi —Dinesh Kulkarni— y le dije al señor Kumar exactamente lo que pensaba de él.

—Este tipo es un idiota, saab. Se instala en Delhi y quiere decirme dónde tengo que mandar dinero, y cuánto, y a cuántos hombres enviar en una operación. Duda de mí y de mis fuentes, y me habla como si fuera su criado.

—Ten paciencia, Ganesh —me contestó el señor Kumar—. Os costará tiempo adaptaros el uno al otro.

De modo que tuve paciencia, pero ese bastardo de Kulkarni no se adaptaba ni a mí ni a nada. Me resultaba asombroso que un gaandu así manejase la seguridad del país, pero para entonces había visto a gaandus ascender hasta lo más alto de toda profesión. Tenía que tratar con este gaandu en concreto. Mientras tanto, el señor Kumar finalmente se deslizó hacia su jubilación. Yo seguí trabajando.

Escribí el guión de mi película entre Ko Samui y Patong. Por mi parte, prefería la tranquilidad prolongada de Samui, pero los chicos querían el caos en movimiento de Patong. Cada tres semanas les dejaba una libre por los bares y las playas, y después dirigíamos nuestra proa de nuevo hacia la calma. Con Manu Tewari a bordo, tenían algo más aparte de jugar a las cartas indefinidamente para ocupar el tiempo, incluso durante los trayectos por mar. Era excitante para ellos ver cómo se formaba una historia, sentir que adquiría contornos y personajes. Discutían el relato sin parar, le daban la lata a Manu para escenas nuevas, y ofrecían opiniones y sugerencias, y le contaban sus propias aventuras. Se sentían vehemente vinculados al protagonista de la película, y cada uno de ellos se enfurruñaba cuando Manu se negaba a incorporar algún giro o vuelta que se le había ocurrido para el protagonista. Tuve que intervenir unas cuantas veces e imponer un veto final a una sugerencia antes de que le diesen una paliza a Manu, o lo lanzasen por la borda. For supuesto, nuestro trabajo y juego continuaban como de costumbre: hablaba con Kulkarni cada semana, y hacía funcionar sus operaciones de inteligencia, encontraba información y mataba algún bastardo aquí y allá por mi país; consultaba a Gurú-ji y hacía circular sus envíos; hablaba con Jojo y me reía con ella; me veía con Zoya y me la tiraba. Pero durante aquellos seis meses, no importaba qué otra cosa hiciésemos, aquella historia se enroscó en nuestras mentes y cuerpos y nos obsesionó a cada uno de nosotros. Hablábamos de ella mañana, tarde y noche, y discutíamos el reparto, y escuchábamos con avidez las canciones a medida que llegaban de los estudios de grabación. Y nos cerníamos sobre Manu Tewari.

Tenía un tamaño medio, y no parecía duro en absoluto, pero ese Manu era terco. Comía cualquier cosa que le pusieras en el plato, y no se quejaba nada si cambiabas los canales de televisión mientras estaba viendo las noticias, pero, si intentabas interferir en sus escenas, era fiero como una cerda con dientes amarillos si amenazaban a sus lechones. Yo era quien financiaba, quien pagaba, y después de todo era Ganesh Gaitonde, pero incluso conmigo replicaba y defendía sus decisiones y debatía. A veces los chicos se estremecían cuando nuestras sesiones en torno a la historia se calentaban y levantábamos la voz, y Manu Tewari se arriesgaba a ser brusco. Pero yo le aguantaba, porque era un buen escritor. Me estaba escribiendo una historia potente. Y, además, estaba aprendiendo de él. A medida que pasaban las semanas y debatía con Manu Tewari, empecé a ver de qué estaba hablando. Me enseñó sobre cine, cómo un simple corte desde una cerilla encendiéndose hasta un desierto abrasador podía explotarte en el pecho y mecerte hacia atrás en el asiento. Veíamos DVD con él, y aprendíamos el lenguaje de un primerísimo primer plano y plano largo, la liberación y la compresión del tiempo, cómo el sencillo movimiento de una cámara bajando hasta un par de huellas fijas podía decir más que mil libros. Aprendí estas herramientas, y vi Mughal-e-Azam, y Kagaz ke Phool, y las vi docenas de veces, y aprendí cómo un pequeño grupo de artesanos expertos, una banda de locos resueltos, podía crear luz y sonido y espacio para hacer monumentos resplandecientes que se materializasen sobre la tela de la pantalla, o sobre las paredes sucias de los pueblos, en un yate en los mares del sur. Pude empezar a ver cómo una buena historia tenía cierta geometría, una sucesión de curvas, una hinchazón de crestas y mesetas que conducían hasta la explosión final, y la satisfacción. Si hacías una historia torcida, imperfecta, esa fealdad solo produciría aburrimiento y vacío. En la belleza había felicidad.

—Exacto —me dijo Gurú-ji una tarde—. Pero no solo felicidad. También terror.

Sentía un placer inesperado con el nacimiento lento de nuestra historia. Pensaba que consideraría que todo el proyecto era de mal gusto e infantil, pero me sorprendió de nuevo. Escuchaba nuestras ideas e innovaciones con atención, y nos dio consejo sin ser dominante. Y ahí estaba, encontrando no solo belleza sino también terror en nuestro guión medio terminado.

—¿Terror, Gurú-ji? —pregunté—. ¿Cómo?

—Cualquier cosa que es bella de verdad también es aterradora.

Pensé en ello. ¿Zoya era aterradora? No. Sentía deseo por ella, y a veces una sacudida de desasosiego por lo fuerte que era ese anhelo, pero no le tenía miedo. Claro que no. Pero no discutiría con Gurú-ji. En vez de eso, contesté:

—Gurú-ji, pero dijiste que el mundo es bello porque es ordenado y simétrico. ¿Eso quiere decir que es aterrador?

—Sí, lo es. Para una persona común y corriente, que solo ve azar, el mundo solo es deprimente. Pero avanzas un poco, empiezas a ver su belleza real. Entonces te das cuenta de que esta perfección exquisita es terrible, es aterradora. Cuando vences ese miedo, sabes que la belleza y el terror son la misma cosa, y que así es como debería ser. No hay necesidad de tener miedo. Para que el mundo sea bello, debe terminar. Para todo comienzo, hay un final. Y para todo final, hay un comienzo.

—¿Simetría?

—Sí, Ganesh. Precisamente eso.

Para mí empezó a tener sentido. Por eso el guión tenía que moverse en ciclos de secuencias, pero inevitablemente hacia un clímax, después del cual no habría nada. O, como daba a entender Gurú-ji, tal vez algo, pero solo después de que el mundo del guión se hubiese desvanecido. Pero yo todavía me aferraba —como hacía a menudo— a la totalidad de lo que él quería decir.

—No lo entiendo del todo, Gurú-ji, disculpa. Veo la necesidad del orden. Pero me gusta la belleza, no le tengo miedo.

Se rió, pero con amabilidad.

—No te preocupes, Ganesh. Eres un vira. Ascenderás hasta la cima, y verás el abismo. Verás tanto la belleza como el terror. Pero, por ahora, lo que haces está muy bien. Seducirás al público, y ganarás mucho dinero.

Sí, estaba el dinero. Y eso era por lo que discutía Manu con los chicos. Trabajaba en el negocio más pendiente del dinero del mundo, pero quería que los ricos diesen su dinero a los pobres. Creía en la propiedad estatal de las principales industrias, impuestos elevados para las clases medias e incluso más elevados para las clases altas, y protección para las industrias indias contra las multinacionales y las importaciones. Todos los chicos procedían de familias con ingresos bajos, pero todos y cada uno de ellos eran capitalistas intransigentes.

—¿Crees que soy un chutiya que va a darle su dinero a los pobres? —preguntó Amit—. ¿Sabes a cuántos bastardos tuve que matar para conseguirlo?

  • Nitin añadió:

—¿Cincuenta años de control del Estado y qué tenemos? Industrias artesanales que han tenido pérdidas enormes durante cincuenta años, una población que gasta todo su tiempo y energía tratando de sortear las normas estúpidas, y corrupción a lo grande.

  • Suresh completó:

—¿Dónde está tu preciosa Unión Soviética ahora, saala? Dime dónde.

  • Manu Tewari replicó, y les dijo que el capitalismo se desmoronaría por sus contradicciones internas, que el avance de la historia era inevitable, y que eran una panda de ignorantes que no veían ni podían ver las fuerzas que se movían bajo la superficie de los acontecimientos.

—Nuestra historia solo puede tener un final —opinó Manu—. El proletariado gobernará finalmente.

Ante lo que Amit respondió:

—Exacto. Jefe, yo soy el proletariado. Y lo que quiero son tres Mercedes, tres lund-lasoons al día, y muchos pollos cocinados con mantequilla que estén buenos. Cuando consiga todo esto, ¿quién seré? El soberano de algunos pobres bastardos proletarios.

Así que las charlas políticas de Manu Tewari no lograron que le siguieran camaradas feroces en mi yate. Pero todos escuchábamos con atención sus reglas para hacer el guión de una buena película, y había muchas. Los chicos empezaron a llamarle «Manu, el de las Normas». Tenía una norma para cada ocasión, para cada escena y situación, y ejemplos de apoyo. Nos contó que el villano debía ser más fuerte que el protagonista, y también atractivo de alguna forma. Y que dos canciones nunca han de ponerse juntas, excepto cuando lo hace Sooraj Barjatya. Y la protagonista debe ser muy sexy, pero nunca puede practicar sexo. Y la primera escena o las dos primeras después del intermedio han de ser escenas sin importancia, de usar y tirar, porque los espectadores tardan unos minutos en volver del vestíbulo, con sus saniosas y bebidas. Y una vez llegas al clímax, que avance deprisa, porque la audiencia empezará a levantarse y a irse para evitar el atasco del tráfico de afuera. Y hay que presentar pronto a la madre del protagonista, y nuestro amor por ella debe ser total. Ante este último aspecto, tuve que objetar.

—¿Por qué tenemos que tener a una madre manteniéndose de lleno en la película? —pregunté—. El guión es demasiado largo de todos modos, y tenemos que cortar escenas. Tan solo se comerá tiempo de pantalla.

—Bhai, hemos de tener una madre. Es un requisito básico. De lo contrario, ¿quién es el protagonista? ¿De dónde viene? Entonces no tendría ningún sentido.

—No sé nada de tu madre. Pero tú tienes sentido para mí, bastardo. ¿Por qué tenemos que mostrarla? Una madre se presupone.

—Por la empatía, bhai, por la empatía. Un protagonista sin madre, y sin amor entre ellos, se siente incompleto. Una buena madre le hace bueno, incluso si es malo.

—¿Y si ha tenido una mala madre? ¿Eso le hace mejor?

Manu sonrió.

—En las películas, bhai, no hay malas madres. Solo madrastras malvadas.

Había malas madres en el mundo, pero no podía discutir el hecho de que no las había en las películas, de forma que esta se quedó en la película. Tenía dos escenas al principio, una inmediatamente después del intermedio, y después aparecía en la toma final, sonriendo con benevolencia por el fondo mientras el chico y la chica corrían hacia la felicidad en una lancha motora. Podía soportarlo.

Cuando el guión estuvo terminado, completo con los diálogos, hicimos una lectura de todo. Lo hicimos por la mañana temprano, fuera de Patong. En la tranquilidad de la mañana, Manu nos contó la historia, desde la presentación del protagonista mientras robaba un almacén de diamantes y la traición por parte de sus compañeros de los bajos fondos, hasta que descubre un complot terrorista, y se enamora de la chica que era su enlace con los terroristas, y descubre su propio patriotismo a través de su amor por la chica, y su lucha con los terroristas y los bhais traidores, y después el clímax. Tardamos tres horas, y salió el sol proyectando un calor furibundo sobre nuestras espaldas, pero ninguno de nosotros se dio cuenta. Estábamos absortos por la narración de Manu, con sus expresiones y su interpretación de las escenas, y las descripciones a través de las cuales nos hacía ver al chico y la chica en su huida desesperada por la India y Europa. Cuando terminó, todos nos reclinamos exhaustos y felices, casi como si de hecho hubiésemos visto la película.

—Es bueno —afirmó Arvind.

Había venido dos días antes desde Singapur especialmente para la sesión narrativa, dejando atrás a la preciosa Suhasini.

—Creo que funciona. Creo que será una gran película. Es muy emocionante pero también está escrita con mucha sensibilidad.

—¿Y quién eres tú, Basu Bhattacharya?

Solté en medio de la risa general. Pero yo sonreía. La historia era buena, y las principales objeciones que había apuntado con anterioridad se habían atendido. Sabía con exactitud qué iba a pasar en la historia, pero aun así hizo que se me tensase el estómago, y la escena en la que el chico se despide de su madre y se marcha para librar su lucha me provocó de inmediato un nudo doloroso en la garganta. Me giré hacia Manu:

—Bien —dije—. Creo que estamos listos para rodar.

Apretó los puños y saltó arriba y abajo tres veces y después me cogió las manos.

—Sí —contestó—. Estoy de acuerdo, bhai. Estamos listos. Empecemos. Comencemos.

Yo estaba impaciente por empezar a rodar, y Zoya estaba más que preparada. Había ido al concurso de Miss Universo en Argentina, y volvió tras quedar en cuarto lugar. Estábamos seguros de que ganaría, que estaría ocupada con las obligaciones de Miss Universo durante un año, pero el jurado tomó su decisión inexplicable, y ahora ella estaba libre e impaciente.

—Empezaremos de inmediato —le dije a Manu—. Pero hoy quiero que todos lo celebréis. Os doy dos noches. Y todo el mundo tendrá una prima. Coged la lancha y marchaos. Os podéis quedar en el bungaló.

Le di a cada uno veinte mil bahts e hice que se fueran. Solo me quedé con Arvind y una tripulación de tres miembros, y el guión. Lo leí todo, estudié de forma minuciosa la letra obsesivamente limpia de Manu Tewari, sus líneas ordenadas en las que incluía tantos tiros y besos y choques de coches y lágrimas y corazones destrozados. Lo leí todo dos veces, y después llamé a Jojo y se lo leí entero. Entoné, «Fundido en negro», y después pregunté:

—¿Funciona?

—Sí —contestó.

—¿Sí y qué?

—Arre, ¿qué quieres decir, qué? He dicho que funciona.

—Te conozco, saali. Puedes decir que sí, y querer decir precisamente que no. Así que, dime.

—Te lo he dicho. Funciona para lo que es.

—¿Qué es exactamente?

Respiró como si le costase.

—Gaitonde —dijo—. No quería decir nada. Es un gran guión. Será un éxito.

Yo mismo respiré hondo, y me tomé un momento para aplacar mi enfado, y respondí con la voz más moderada que pude:

—No, no, Jojo. Tenemos que saber si alguien tiene alguna duda. Tenemos que saberlo ahora para poder arreglarlo.

Sabía que no iba a dejar que se retirase, de modo que se preparó y arrancó.

—Bueno. Lo que estaba diciendo es que es bastante buena para lo que es. Y lo que es… Es una de esas películas en la que los tipos hacen volar cosas y se pelean mucho y lloran unos sobre otros.

—Mis hombres y yo peleamos y lloramos en este barco. ¿Qué hay de malo en eso?

—Nada. Te lo he dicho, tu película va a ser un éxito.

—¿Pero?

—Pero nada. Simplemente no es el tipo de película con la que disfruto demasiado.

—¿Quieres decir que las mujeres no irán a verla? Espera, con las estrellas que tenemos, y la forma en que hemos rodado los números musicales, todas las mujeres vendrán con sus hijos y su abuela. Y todas querrán ver a Zoya.

—Baba, he dicho que será un éxito, ¿no? Todo lo que digo es que es un cierto tipo de película.

—Sí, no es del tipo en el que salen tres mujeres parloteando hora y media sobre lo tristes y desairadas que están, y después otras dos mujeres despotrican sobre lo malos que son los hombres durante otra hora. Gaandu, haz una docena de programas de televisión así si quieres, pero no vas a empujar a mi película por ese camino apestoso.

Las ondas lentas de su risa me tranquilizaron.

—Gaitonde —contestó—, no intento empujar tu película maderchod a ninguna parte. De todas formas vas a metérsela en la garganta a toda la India, incluyendo a las mujeres. No nos escaparemos. Así que no te preocupes. Solo dime, ¿cómo se llama esa bastarda?

—No insultes a mi película —repliqué—. Insúltame de forma despiadada, pero no te atrevas a llamarle cosas a mi película. —Lo decía sonriendo—. Estaba pensando en llamarla Barood.

—Eso se usó en los setenta.

—Lo sé. Pero todavía me gusta. ¿A ti no?

—No demasiado. No sugiere el punto de vista internacional.

—¿Así que quieres llamarla International Barood?

Me tumbé en la cama y esperé a que dejase de reírse. Yo mismo me estaba riendo un poco.

—Sé serio. Esto es importante, un título puede ayudar de verdad en las ganancias de una película.

—Sí, sí. Qué mala suerte que ya se haya utilizado International Khiladi. Eso habría sido perfecto.

De hecho habría sido perfecto. Pero lo habían usado, y no hacía tanto tiempo, de forma que buscamos otras ideas, desde Amor en Londres hasta Hamari Dharti, Unki Dharti. Era bastante divertido buscar títulos antiguos, medio recordados, y encontrar palabras y pequeños fragmentos de lenguaje, y jugar con ellos y juntarlos como piezas de un puzzle, intentando hallar las palabras que expresarían el sentimiento del guión, de la vida misma. Pero entonces mi disfrute se vio interrumpido por mi propia banda de khiladis internacionales. Tenía una llamada por la línea local: habían arrestado a Manu Tewari y tres de los hombres.

—¿Qué? ¿Dónde? ¿Cómo? —le gruñí a Arvind.

Los chicos tenían instrucciones claras en cuanto a no llamar la atención, mantenerse alejados de los problemas, ser invisibles. Todos habíamos entrado en Tailandia por mar, y nunca habíamos pasado por ningún tipo de control de inmigración, y, hasta donde sabían las autoridades tailandesas, no existíamos.

—Es ese escritor bastardo, bhai —me dijo Arvind—. Se ha metido en una pelea con un marine estadounidense en el bar Typhoon.

—¿Ese pequeño chodu? —Me quedé sorprendido. Manu escribía bien sobre violencia, pero no era un luchador. Observaba, y esperaba, y tenía en cuenta, y después por lo general escribía—. ¿Por qué se peleó?

—Hay una chica en el bar Typhoon que le gusta.

—¿Y?

—Estaba con un marine norteamericano del portaaviones.

Había un portaaviones estadounidense en la parte delantera del muelle, acompañado por dos barcos más pequeños. El portaaviones era gris e inmenso como una montaña, y dos días antes había desembarcado a trescientos marines en la playa de Patong.

—El marine se la había comprado al bar por dos días. Estaba sentada en el regazo de él. El marine les estaba diciendo a sus amigos groserías sobre ella en inglés, cómo le chupaba la lauda. La chica no lo entendía, pero Manu sí. Le dijo algo al marine. El marine le contestó algo. Manu le rompió en la cabeza una botella de Heineken.

—Bhenchod.

—Así que después el marine golpeó a Manu sobre la mesa. Y los amigos del marine se unieron a la conversación. Y por su parte los chicos saltaron. Así que están todos en la cárcel.

Me apeteció dejarlos a todos en la cárcel, pero necesitaba a Manu. Así que logré sacarlos. Por supuesto no podía involucrarme directamente en el embrollo, pero envié a Arvind con el dinero necesario, me puse al teléfono e hice llamadas. Al cabo de tres días, dos abogados y ciento veinte mil bahts en sobornos, los tuve de vuelta en el yate. Había un ribete verde feroz en la parte izquierda del rostro de Manu Tewari, y caminaba tan vacilante como un estado socialista derrumbándose. Los chicos me contaron que no había dormido en tres días. A pesar de todas sus simpatías por los oprimidos, resultó que nunca había estado en la cárcel, y las celdas tailandesas habían afectado sus nervios de forma terrible. Lo mandé a la cama, y les eché un buen sermón a los chicos.

—Bhai —empezó Amit—. ¿Qué se suponía que teníamos que hacer? Solo estábamos allí sentados bebiendo. De repente el bastardo de Manu se levanta y golpea al americano con su botella de cerveza. Y el americano era uno de esos goras enormes, tan grande como un camión. Así que sacudió la cabeza y le dio mamporros a Manu por toda la sala. Y sus amigos saltaron. Así que nosotros también. —Negó con la cabeza—. Todo por una puta. Y si siquiera le ha dado por el gaand.

Así que después me lo contaron. En el bar Typhoon estaba esta prostituta tailandesa que se hacía llamar Debbie. Seis meses antes, Manu fue al bar con los chicos y le compró a Debbie una bebida y empezó a preguntarle de dónde venía, cuántos hermanos y hermanas tenía, en qué tipo de casa vivían. Debbie era una churi pequeña y espabilada, vio su oportunidad, y le dio a Manu Tewari suficiente material como para escribir cuatro tragedias… le habló, en su inglés muy malo, de su padre, agricultor tullido, y de su madre callada, que trabajaba duro, y de su casa desvencijada de madera en las montañas sobre Nong Khai, y de sus hermanos y hermanas descalzos, carcomidos, y todo lo demás. De modo que durante los últimos seis meses, cada vez que íbamos a Patong, Manu Tewari sacaba a la tal Debbie a comer y a cenar, y le compraba vestidos y cinturones y perfumes, y tal vez —aunque él no lo admitiría— le habría dado dinero en efectivo para ayudarle a mandar a sus hermanos pequeños a la escuela en las colinas lejanas de Nong Khai. Hizo todo eso sin haberle tocado ni las montañas ni los valles ni una sola vez. Pero era, después de todo, una chica de alterne. El marine estadounidense pagó en dólares buenos por el chut de Debbie y sus lund-lasoons y por el derecho a hablar de ello, y de esa forma el enorme maderchod hizo estallar las ideas socialistas de Manu Tewari respecto al honor. Y me costó mucho dinero.

—Escritor bastardo —solté.

Solo un tipo basado en las normas como Manu Tewari podría navegar por aguas tailandesas durante seis meses y no mojar la lauda. Di instrucciones. A la semana siguiente, mis hombres volvieron a Patong y llevaron a Manu Tewari. Aquella noche, mientras dormía, metieron a dos chicas en su cuarto. Ambas tenían diecisiete años, ambas tenían el pelo negro largo y sedoso hasta el trasero pequeño y apretado, ambas tenían los pechos pequeños y cremosos, y ambas estaban desnudas cuando se metieron en la cama de Manu. Se despertó jadeando, pero no le dieron tiempo a hacer ninguna de sus preguntas, una le metió algo en la boca, y la otra se metió en la boca algo de él. Su socialismo fracasó por completo, pero se le levantó la lauda, y las explotó a ambas sin piedad hasta la mañana siguiente. Después se durmió, y cuando se despertó estaba lleno de remordimiento y mala conciencia y empezó a decirles que lo sentía. Así que las chicas empezaron a jugar cada una con el chut de la otra y metieron los pezones en la boca de Manu. Refunfuñó un poco, pero dejó de hablar, y después las siguió oprimiendo bien hasta la tarde. No mencionó a la preciosa Debbie del bar Typhoon ni una sola vez.

Eso es lo que tienes que hacer a veces con los escritores: hacerles callar. Están tan absortos en el lenguaje y las historias y las normas que no pueden ver los hechos más simples. O todas las bonitas curvas calientes que compra el dinero. Pero la lauda lo siente, lo sabe. Tienes que darle una oportunidad a la lauda.

Hicimos la película. Se rodó en Bombay, Londres, Lausana, Munich, Tallinn y Sevilla. Cada semana veía tomas de rodaje sin montar en Bangkok, y daba mis opiniones y consejo, pero siempre a través de Dheeraj Kapoor y Manu Tewari. El resto del equipo, y en especial los actores, no tenían ni idea de para quién estaban trabajando en realidad. Sabía que tenía que proteger a Zoya y su futuro, de modo que mantuve la seguridad muy controlada. Y mientras la observaba, semana tras semana, supe que su futuro iba a ser muy muy grande. Sabía que era preciosa, pero verla en una pantalla grande era sentirse como un niño ante una combustión dorada de luz. Era altísima, ingrávida como un sueño, y cuando sonreía el corazón te golpeaba la columna y como una bala hacía que te tambaleases hacia atrás. Sus pómulos eran tan afilados como espadas que caían, y cuando se alejaba de la cámara, se producía un deslizamiento de serpiente en su espalda que te provocaba un escalofrío hasta el cuello. No me pasaba solo a mí, Arvind veía los fragmentos conmigo y también estaba turbado y en silencio. Después de oírnos alabar a la chica durante seis semanas, Suhasini vino y vio una primera versión de montaje del rodaje de una canción en Estonia, y todo su sarcasmo y espíritu competitivo se desvaneció, y se giró hacia nosotros cuando se encendieron las luces, y dijo:

—De acuerdo, lo admito. La chica está bien.

—¿Solo bien? —preguntó Arvind—. Venga. Di la verdad. Si no a mí, al menos a bhai.

Suhasini puso un brazo debajo del de Arvind.

—De acuerdo, de acuerdo. Bhai, definitivamente la chica ha sido una elección adecuada. Va a tener un gran éxito. Formidable.

Incluso las mujeres lo veían, Zoya era formidable. Su fama creció mientras la producción continuaba, mientras se difundían comunicados de prensa cuidadosamente cronometrados, mientras sus fotografías comenzaban a aparecer en las portadas de las revistas de cine, mientras los avances de las canciones salían en televisión. Entonces estaba muy ocupada, y solo podía volar a Singapur de forma intermitente, y mucho menos a menudo que antes. Y debo confesar que me alegré de ello. Admitirlo ante mí mismo fue irritantemente duro en aquel momento, era como si dos piedras chirriasen una contra la otra justo debajo de mi ombligo. Pero la verdad apestosa que aparecía en mi garganta era que a medida que Zoya se hacía más grande, yo me hacía más pequeño. Oh, era poderoso, era temido, era rico, podía dar vida, o arrebatarla. Mantenía a familias, y generaciones de niños habían nacido en casas que construí, que prosperaban bajo mi protección. No tenía miedo de su éxito, después de todo lo había construido yo, yo la había creado. Y sin embargo… Era difícil admitirlo, difícil saberlo, y ahora es difícil contarlo: a medida que Zoya crecía hasta convertirse en la diosa de la nación, mi lauda se encogía.

No estoy mintiendo, y no estaba equivocado, no estaba loco. La cosa se volvió más pequeña. No tanto en longitud como en circunferencia y peso. La recordaba dura y musculada y sana, y en ese momento parecía pedir perdón y estaba lánguida. En un tiempo no necesitó disculpas, ahora estaba debilitada por la duda constante. No, no es que Zoya dijese algo alguna vez. Seguía siendo igual de enérgica al chupar, igual de dócil que siempre e igual de expresiva con su placer. Gemía cuando la poseía, cerraba los ojos, lanzaba los brazos por encima de la cabeza —como siempre— cuando los estremecimientos se expandían desde su chut. Una vez, bombeando sobre su daana, tomándola desde ese ángulo, elevándola hasta la cima del deleite, me había hecho sentir justo y vencedor. Era el soberano de sus ricas extensiones morenas. Pero ahora había visto lo astuta que era como actriz. En la pantalla, me había hecho creer por completo que era otra persona. Pero entonces, ¿cómo iba a saber si la Zoya que conocía, a quien pensaba que conocía, no era en realidad otra persona? ¿Mi Zoya era solo una representación? ¿Aquellos gemidos eran solo una actuación?

Este es el dolor, si eres lo bastante desafortunado como para preocuparte por lo que siente y piensa una mujer a quien pagas. Esta es la restricción fatídica de esa paradoja. Cuanto más grita por la presión de tu placer, más sospechas que sus suspiros son exagerados, que no le estás haciendo disfrutar en absoluto. Y nunca puedes saber la verdad. Si preguntas, te dirá lo que crea que le pagas por decir. Si no preguntas, te enfadarás. Te enfadarás lo bastante como para que la única reacción que aceptes de ella como cierta sea la evidencia de su dolor. Me volví tosco al tratar a Zoya. La tiraba del pelo, le mordía los pechos y tiraba de sus pezones, y ella hacía gestos de dolor y se retorcía pero nunca trató de pararme. Entendía por qué. Después de todo, le daba dinero. Había pagado partes de ese físico perfecto. Y sin embargo nunca podría estar seguro de que no era inmune a mí, que ese cuerpo no huiría de mí justo en los momentos en que lo poseía más profundamente. Me enfadé. Una mañana me la tiré de un modo que rara vez había hecho antes, me la tiré como me tiraba a los chicos en la cárcel, como me tiré a Mumtaz el del gaand seductor. Me abrí paso dentro de Zoya desde atrás, la sujeté del pelo y la tomé con fuerza. Gritó y se dobló delante de mi. Mis dedos dejaron marcas color escarlata en sus costados.

—Saali —solté sobre la curvatura flexionada de su espalda—, randi, toma, ahí, ahí. Toma.

Giró la cabeza contra el tirón de mi puño, y su sudor se deslizó por mis nudillos, y contestó:

—Sí, sí, dame, dame. —Y se rió. Se rió—. Es bueno, saab. Dame. Sí, dame.

El placer en aquella risa ronca me heló los golis como un chapuzón escalofriante en agua helada. De repente, de inmediato, fui incapaz de dar. Era incapaz. Salí de ella deslizándome, y me fui corriendo y tropezando a la habitación contigua. Me senté en el sota, y Zoya me siguió y se acurrucó a mi lado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Qué va mal?

Hice que se fuera. No tenía nada que decirle, y no podía explicarle de ninguna forma qué iba mal, qué necesitaba de ella. La trampa en la que estaba era inmaculada. No me fiaba de su goce, y parecía que ni siquiera podía hacerle daño. Era tan pequeño… Me quedé sentado en la oscuridad. No dejaba de pensar en el coprotagonista de Zoya, Neeraj Sen. Ese bastardo medía metro ochenta y ocho, tenía ojos grises y bíceps como granadas de mano. Sí, debe de tener una lauda proporcionada con el resto de su cuerpo. Cerré los ojos y vi a Zoya y a Neeraj de pie en una entrada, simétricos y proporcionados e iguales uno frente al otro. Ella tenía un brazo alrededor del cuello de él, una pierna levantada hasta el hombro derecho de Neeraj, y estaba tomando su enorme aparato, y estaba siendo transportada. Su éxtasis era real, lo sabía. Podía asegurarlo. Estaban teñidos de rojo por el ascenso del amanecer, y eran felices.

Me puse de pie de un salto, me golpeé a un lado de la cabeza con la palma de la mano. Despierta, bastardo. Vuelve en ti. Zoya nunca haría eso. Zoya sabe que está en deuda contigo. Zoya entiende que la has creado. Zoya comprende tu poder, tu alcance. Zoya nunca te ofendería. Zoya es una buena chica. Date cuenta de eso.

Lo capté, lo encerré en mis puños. Sabía con exactitud cuánto asustaba a los hombres, cómo apabullaba a las mujeres. Nadie se atrevería a ofenderme. Si hubiera algún idiota en alguna parte del mundo que me insultase por error, podría borrarle al día siguiente, hacer que se desvaneciese como si nunca hubiese existido. Podría coger a Neeraj Sen y hacer que se desvaneciera. Dejaría de existir, desistiría, se iría. Ya no viviría más.

No, no, le necesitaba. Ya había gastado dieciséis crores en la película, y el presupuesto se hinchaba solo, aumentando y subiendo con todas aquellas persecuciones en helicóptero, aquellos cambios de localizaciones para las canciones. ¿Había invertido en Neeraj Sen? ¿Por qué era tan grande, aquel bastardo bengalí? ¿Metro ochenta y ocho y perfecto? ¿Quién había oído hablar alguna vez de un bengalí de metro ochenta y ocho? Ah, sí, su abuela había sido actriz de cine, una tal Shakira Bano, una de esas bailarinas-prostitutas que se convirtieron en actrices en los días del blanco y negro. Tuvo un éxito de segunda fila, y con el nombre artístico de Naina Devi hizo de hermana de Madhubala en un par de películas, y actuó en un famoso dance bar con Dev Anand. Se casó con un director de fotografía bengalí y se retiró del juego filmi. Pero sus hijos se metieron en la distribución, y ahora su nieto Neeraj Sen era un actor protagonista, de tres películas de edad y creciendo. Subiendo alto y más alto, con el metro ochenta y ocho heredado de su abuela, de ahí es de donde había sacado aquellos músculos pathan. Bastardos, debería matarlos a los dos, Neeraj y Zoya. Había una Glock en mi mesita de noche, con una bala en la recámara, y dos cargadores extra. Podría entrar, cogerla y volarle la cabeza. Podría meterle dos balas en cada extremidad, una en el vientre, una en el chut, una en ese corazón inalcanzable.

En lugar de eso la envié a casa. Puse alguna excusa sobre una llamada telefónica repentina desde Tailandia, algún trabajo urgente que requería mi presencia. Ella sabía que algo iba mal, pero también era lo bastante inteligente como para no presionarme. Me besó (tuvo que inclinarse mucho para hacerlo), y después regresó a Bombay y al trabajo. Yo volví a Tailandia, y saqué el yate hasta Ko Samui. Y luego me probé con varias chicas. Seguí el consejo de Gurú-ji de poseer solo a vírgenes, y pagué de forma derrochadora por ellas. Jojo me envió una chica de Andhra, y otra de Kerala, y una bengalí. Esta última era musulmana, con el pelo hasta las rodillas y ojos marrones almendrados. No era tan alta como Zoya, de hecho estando de pie nos mirábamos a la altura de los ojos. Cuando la tumbé se tapó la cara con las manos, y de inmediato se me puso dura. Cuando me corrí con un empujón final, gritó. Y en aquel instante tuve el título para mi película: International Dhamaka. Estaba tumbado encima de ella, riendo, y después llamé de inmediato a Dheeraj Kapoor y a Manu. Estuvieron de acuerdo en que era un título dhansu que atraería a las masas y a las clases.

—Ahora vamos a toda velocidad, bhai —dijo Manu—. Como dice tu título, explotaremos internacionalmente.

Y no sabía qué razón tenía. Con aquellas chicas, iba a toda velocidad. Con todas ellas era capaz, competente y estaba seguro de mí mismo y más. Eran demasiado jóvenes e inexpertas para fingir sus reacciones. Su goce era tan real como su dolor. No me cabía duda, estaba muy seguro.

Pero también estaba seguro de que mi propio goce se había reducido a la mitad. Las sensaciones que me subían zumbando por la columna eran de alto voltaje como siempre, y el murmullo que se producía en mi mente al ver a una hermosa novata bengali lamiéndome con torpeza la lauda era todavía acalorado, todavía alto. Pero en algún lugar de este circuito entre la zona alta y la zona baja, entre la cabeza y la entrepierna, faltaba una conexión, y esa fisura quebraba la corriente y la amortiguaba. Sentía la excitación, pero a gran distancia. Por supuesto que entendía por qué era así. Era Ganesh Gaitonde, y había vivido suficiente y visto suficiente del mundo como para comprenderlo un poco, y comprenderme a mí mismo todavía más. Sabía por qué podía mostrarme seguro y fuerte con esas chicas: eran triviales, no me importaban nada, ni me importaba lo que sentían. Cuando me tiraba a la bengalí por la noche, cuando la doblaba como un arco sobre el enrejado del barco, el agua se precipitaba contra la proa y los vientos hacían correr las nubes encima de nuestras cabezas, y yo me aceleraba dentro de ella pero mi corazón estaba quieto. No se movía.

Zoya me sacudía, me hacía estremecer directo al éxtasis. Cuando estaba con ella, me traspasaba una agitación constante, una vibración, una fricción, un calor que eran tanto goce como dolor. Cuando estaba lejos de ella, esta conmoción amainaba, pero nunca se desvanecía del todo. Zoya me había llenado de inquietud, y la odiaba por ello. Y la quería. Lo admitía, tenía que admitirlo ante mí mismo: estaba enamorado de ella. Era vergonzoso que hubiese caído en la trampa misma contra la que advertía a mis hombres, pero no podía negarlo. Existía esa palabra «amor», y entonces entendí qué significaba. De repente no quería pasar con el avance rápido todas aquellas canciones de amor en las películas. En aquel momento, quería elevarme durante cuatro minutos y medio con Ke kitni muhabbat hai tumse, to paas aake to dekho. En mi camarote cantaba con:

Abhi na jao chhod kar, ke dil abhi bhara nahin

Abhi abhi to aai ho, bahar ban kar chayi ho.

hawa zara mahak to le, nazar zana bahak to le

Ye shaam dhal to le zara, ye dil sambhal to le zara…

Maini thodi der jee to loon, nashe ke ghoont pee to loon

abhi to kucch kaha nahin, abhi to kucch suna nahin

Abhi na jao…

Los chicos se dieron cuenta de mi nuevo afecto por la música sentimental de derretirse, y hacían pequeñas bromas sobre ello. Me reí con ellas, con ellos, pero no les conté nada. No podía contárselo a nadie, la mera idea de revelar mi amor me hacía ruborizarme y sentir un hormigueo como si tuviese fiebre, como si fuese un niño pequeño atrapado por el repentino destello de luz de una puerta al abrirse. Guardé bajo llave mi amor en un búnker, lo oculté y lo mantuve seguro. No se lo dije a los chicos, no se lo dije a Gurú-ji, no se lo dije a Jojo. Ni siquiera se lo dije a Zoya. Solo le regalé diamantes, un coche nuevo, y le mandé envíos regulares de dinero.

Estoy seguro de que ella lo entendió. Hablábamos todos los días, incluso cuando la locura del doblaje y las sesiones de fotos y entrevistas para el preestreno la llevaban de un extremo a otro de Bombay. La seguía con el móvil Nokia último modelo rosa especial que le regalé, que por supuesto utilizaba solo para hablar conmigo. Por aquel teléfono me llamaba «Bill», y me contaba las historias del día, y sus reuniones con editores de revistas y productores, y su entusiasmo por el futuro. La escuchaba, y le daba consejo, y soñaba con ella. En aquellos días, justo antes del estreno, todo parecía posible. Incluso una lauda más grande.

Quería tanto a Zoya que estaba decidido a ser más grande por ella. En Bangkok podría haber comprado un pene de tigre, y machacarlo y meterlo en unas pastillas que me prometían potencia y resistencia. Pero hacía tiempo que había superado esas supersticiones. Ya sabía cómo cuidar la potencia y la resistencia: tomaba comida con poco aceite, hacía ejercicio todos los días, tenía una bicicleta estática nueva instalada junto a la sala de máquinas, de forma que podía hacer una sesión de ejercicios aeróbicos de forma rigurosa. No, todo lo que necesitaba era tamaño. Y en esta época de investigación y desarrollo, podía expandirme científicamente. Para entonces me desenvolvía con más fluidez en mi manejo del ordenador, y podía navegar con un buscador. Les dije a los chicos que no quería que se me molestase, cerré la puerta, y busqué. Tuve problemas con el lenguaje, al principio. Al teclear «lauda» encontré la web de una línea aérea que se llamaba exactamente así, y la web de algún conductor de coches de carreras, y otra sobre una droga llamada «láudano». Estúpido bastardo, le dije a la media cara que podía ver en la pantalla, tienes que usar el inglés, claro. Lo sabía en inglés, lo sabía por las películas porno que los chicos traían a bordo, por las acrobacias enmarañadas de aquellas imágenes, por los primeros planos. Tecleé «polla grande». Entonces conseguí listas de docenas de webs con imágenes de laudas enormes de todos los colores. No quería eso. 1 uve que luchar durante unos pocos minutos, hasta que recordé «pene», por un artículo en el Times of India sobre los elefantes y sus hábitos de apareamiento. Probé con «tamaño del pene», que me ofreció encuestas sobre el tamaño medio de los penes, pero también, al final de la página, http://www. 100percentpenisenlargement.com y http://www.big-penis-enlargement-size.com y http://www.better-penis.info. Mucho mejor.

Así que leí y aprendí y pensé, tardé muchos días en tomar una decisión. No era una decisión trivial. Estaba tratando de hacer crecer y estructurar mi futuro y a mí mismo. Estaba tratando de anclar mi amor, hacer feliz a mi amada, más feliz. Estudié, y pensé. Aprendí la fisiología del pene. Los dibujos en corte transversal me mostraron los mecanismos que había debajo de la superficie, la ramificación de tubos de sangre que hacían que se levantase y se volviese fuerte. Muy pronto, descarté el uso de artilugios para bombear el pene porque de forma obvia eran dañinas para los capilares, causando desgarrones diminutos en el tejido a medida que el pene se dilataba en el vacío. Las pesas, pensé, funcionarían. Cuelga suficientes pesas de un tejido y se alargará, eso era bastante evidente. Había visto, en casa, a mujeres tribales con lóbulos de las orejas extendidos por los pendientes que llevaban. Pero las orejas alargadas siempre me habían parecido espantosas. Un pene alargado podría ser más largo, pero sería más delgado, como un trozo de goma estirado hasta perder la forma. No, no era admisible. Quería longitud, pero también quería circunferencia. Tenía que ser duro como el acero, un aparato infatigable y de líneas elegantes que Zoya amase.

Y entonces encontré al doctor Reinnes. Una semana después de empezar a abrirse paso entre los matorrales de webs sobre el pene, encontré http://www.scientificpenis.com. El nombre en sí era atractivo, y entré en el enlace de inmediato. Cuando vi la página, me impresionó su sencillez. No tenía ninguno de los colores chabacanos de las otras webs, ni fogonazos de letras enormes en verde y rojo que hacían grandes afirmaciones. No, era simplemente limpia, letra negra uniforme sobre fondo blanco. Toda la web era moderada y pulcra, era limpia. Había una sobriedad en la página, y en el enfoque del doctor Reinnes en conjunto, que derivaba del hecho de que fuese médico. Como explicaba en la web, llevaba a cabo su práctica médica habitual en California. Sus técnicas para el alargamiento se habían desarrollado a lo largo de años de investigación y experiencia, y se basaban en una comprensión científica profunda del funcionamiento del cuerpo humano. Y todo esto se ofrecía con discreción en Internet por el módico precio de 49,99 dólares. Una sencilla operación con la tarjeta de crédito permitiría que el usuario accediese a las páginas de acceso restringido que contenían el Método Reinnes, y haría que comenzase el viaje hacia la automejora por parte de quien la buscaba.

Tenía seis tarjetas de crédito, todas con nombres diferentes. ¿Y qué eran 49,99 buenos dólares norteamericanos por aquel conocimiento? Utilicé mi Visa Platino, con el nombre de Jerry Gallant, que era un alias que tenía su base en un apartado de correos belga. Y dos minutos más tarde, tras teclear, tuve acceso. Leí por encima los diagramas multicolores, y los consejos sobre disfunción hormonal y nutrición. No estaba enfermo, y mi consumo de proteínas era equilibrado. Solo quería tamaño. Ahí estaba el secreto: bombear más sangre en las arterias del pene. Y eso se lograba con un programa de ejercicios diarios, primero la aplicación de una compresa caliente, una toalla empapada en agua caliente y después colocada alrededor del pene. Y luego el ejercicio principal, que era un movimiento como el de ordeñar, formando un anillo con el pulgar y el índice, desde la base del pene ligeramente lubricado hasta la cabeza. Lo probé en aquel mismo momento, delante del ordenador, el ordeño quiero decir, no lo de la toalla caliente. Sí, era cierto, si deslizabas el anillo formado por los dedos a lo largo de todo el pene semierecto, podías ver cómo empujabas la sangre hacia la cabeza. También había otros ejercicios, uno de estiramiento para favorecer la longitud, y uno en el interior de la pelvis, para la resistencia. Podía ver el sentido de la rutina, la base que subyacía a ella, la lógica de las secuencias. Claro que podías ejercitar el pene como ejercitabas cualquier otro músculo de tu cuerpo, y hacerlo fuerte y grande. El genio del doctor Reinnes era que te daba un sistema. Imprimí los gráficos que te permitían seguir la pista de tu progreso diario, todo el proceso hasta llegar a la sección «Avanzada» al cabo de seis meses y varios centímetros añadidos. Comencé aquella misma tarde.

I ras cuarenta y siete días de ejercicio regular y continuo con el pene, detecté un crecimiento de centímetro y medio. Zoya vino a visitarme a Singapur cuatro días antes del estreno de International Dhamaka. Era necesariamente una visita relámpago, llegó un jueves por la mañana y se marchó aquella misma tarde. Ahora resultaba imposible mantener en secreto su visita a la ciudad, desde que las azafatas de vuelo sabían quién era, y las niñas pequeñas iban a la cabina de primera clase para pedirle autógrafos. Así que la historia oficial era que venía para hacer algunas compras antes de la première, para recoger algunas joyas y vestidos. La alojamos en el Ritz-Carlton y la hicimos bajar por un ascensor privado hasta una limusina que la estaba esperando. Me llamó desde el coche:

—Voy de camino, saab.

Era respetuosa como siempre, igual de cuidadosa con mi tiempo y sentimientos. Por mi parte, estaba nervioso. Me había puesto un traje negro nuevo de Armani, y una camisa dorada hecha a medida. Tenía los zapatos brillantes, y las uñas relucientes tras la manicura. Me senté en un sillón cómodo de cara a la puerta, para nada cómodo. Bebí de un vaso de Evian, y era ridículo, lo sabía. La oí subir las escaleras. Me puse de pie. La puerta se abrió, entró, lanzando su abrigo con capucha, agitando hacia atrás una oleada de pelo. Alcancé a ver de forma escueta unos pantalones color beige y un pequeño top, y después corrió hacia mí. En el apretón de su abrazo, en el bálsamo de sus pechos, todas mis dudas se desvanecieron.

—Te he echado de menos —dijo—. Te he echado mucho de menos.

Y esta era la chica a la que Jojo llamaba Jirafa Egoísta. Me besó el cuello, volvió a mis labios y después bajó hasta el pecho. Con un suspiro interminable se puso de rodillas, y me acarició la cremallera, con los brazos todavía por encima de mis hombros. Le puse una mano en la frente y le levanté la cara hacia mí.

—No, espera.

be preocupó, me miró como una niña a quien han reprendido. Ese era nuestro ritual habitual en el primer momento, esa primera mamada frenética. Me encantaba ver cómo abría la boca para mí. Pero aquel día sujeté su barbilla con delicadeza.

—Lo haremos, lo haremos —seguí—. En dos minutos. Pero primero quiero oír qué ha estado pasando.

Saltó para ponerse de pie, riendo y feliz. Nos sentamos en el sillón, ella reposó la espalda y extendió las piernas sobre los brazos del sillón y encima de mi regazo, y me rodeó con los brazos y me lo contó todo. En lugar de dos minutos estuvimos dos horas. Me contó los problemas del rodaje, el lago artificial que se suponía que era Suiza, que empezó a apestar porque los bastardos de iluminación no dejaban de mearse en él. Después estaba el hermoso caballo blanco que aguantó ocho tomas en completa calma, era un caballo filmi desde hacía mucho tiempo. Luego, en el descanso para montar la iluminación antes de la novena toma, un electricista arrastró un cable de la luz por el césped, y al caballo blanco le entró el pánico, y dio sacudidas, y retrocedió hasta un precipicio y cayó nueve metros. Tuvieron que dispararle. Con un revólver de verdad.

—Es un asunto peligroso, eso de rodar —comenté.

—Y cansado. Y tan lento, tan largo, saab —contestó Zoya—. Me siento como si hubiera estado haciendo esta película desde siempre. Pero ha sido muy divertido. Hay cada ejemplar en el equipo…

Entonces se puso de pie e imitó a Dheeraj Kapoor exhortando al director de fotografía a que se diera más prisa con la iluminación.

—Por favor, señor, ya estamos un treinta y cuatro por ciento por encima del presupuesto, y quedan treinta días.

Lo captaba con exactitud, su forma de caminar panzuda y su efusividad panjabí, su forma delicada de sostener un cigarrillo con el dedo corazón y el pulgar, e incluso la brevedad de su labio superior, lo que le daba el aspecto de un perro ligeramente feroz. Cobraba vida cuando actuaba, mi Zoya. Cuando era Dheeraj Kapoor, no había nada de aquella distancia que por lo general separaba a Zoya Mirza del mundo exterior y de quienes vivíamos en él. No estaba al fondo detrás del brillo negro de sus ojos, inalcanzable. Estaba allí, en las superficies sedosas de sus antebrazos, en el modo de andar amplio y tranquilo del productor. Su vida centelleaba y soltaba chispas, aquí, aquí, para mí. Me reí y la estiré hacia abajo para ponerla sobre mi regazo, hasta que se levantó para hacer de otra persona. Podía interpretar a un Manu Tewari perfecto. Me hizo ver su barba cuadrada, comunista, la forma en que la toqueteaba cuando intentaba aparentar estar pensativo de modo imponente. No sé bien cómo, pero me hizo sentir su seriedad trabajando, su mente como un escalpelo que disecciona el cabello, su creencia entusiasta en los cuentos de hadas sobre el futuro. Supongo que eso es lo que debía hacer una gran actriz. Hace que quieras creer, así que lo haces.

Cuando finalmente la llevé a la cama, no tenía dudas. Estaba completo. En nuestra conversación, en la risa que había discurrido entre nosotros, encontré de nuevo mi fuerza. Entré en ella cuatro veces aquel día, y ella se entregó a mí. No desconfié de su placer, ni del mío. Fue todo uno. Y mi pene estuvo heroico. No le señalé su crecimiento, no fue necesario. Sus gemidos de placer fueron toda la prueba que necesitaba.

International Dhamaka fracasó estrepitosamente. Después de toda aquella publicidad, después de todo el dinero que metimos en los vídeos MTV de las canciones y vallas publicitarias gigantescas y fiambreras Dhamaka de plástico rojo brillante, nadie fue a verla. El primer día, las recaudaciones fueron del seis por ciento en Bombay, y más bajas fuera. Los críticos fueron muy crueles con la película, pero eso lo esperábamos a medias, y a nadie de la industria del cine le importaba de verdad lo que los críticos tuvieran que decir si la gente iba. Si el público pagaba por las entradas. Pero, a mediados de la segunda semana, las ventas de entradas eran inferiores al cuarenta por ciento a escala nacional. Los mercados extranjeros, donde esperábamos que la película fuese un éxito a toda velocidad, solo nos trataron ligeramente mejor. Los NRI maderchod tampoco fueron a verla. Me pasaba día y noche al teléfono con Dheeraj Kapoor, pusimos nuevas vallas publicitarias en los metros, incrementamos la frecuencia de los anuncios de televisión, con títulos añadidos que invitaban al público a ver el «Superéxito International Dhamaka». Les dijimos que fuesen parte de la magia. Les tentamos a ver el mundo.

Pero los gaandus no fueron. Cortamos siete escenas, recortamos otras catorce y rodamos una canción nueva, no con una sino con tres top models apenas vestidas con biquinis fluorescentes y algo de gasa. Pusimos esta canción en los cines de Bombay y Delhi un récord de trece días, pero aun así el público bastardo no fue. A finales de la tercera semana, los periódicos del negocio colocaban sin temor y de forma unánime a International Dhamaka en la lista de fracasos. No podía negarlo. Fue un fracaso.

Hasta ese momento, Dheeraj Kapoor había recomendado paciencia, fe, resistencia. Me contó historias de cómo G. P. Sippy mantuvo Sholay en los cines durante un mes, mientras la industria se burlaba de él, mientras perdía dinero. Finalmente, el boca a boca sobre Gabbar Singh influyó, y la audiencia acudió a montones a los cines, y mantuvo Sholay en cartelera durante cinco años seguidos y enormemente rentables. Pero en aquel momento, incluso Dheeraj Kapoor admitió que International Dhamaka era un fracaso. Era su película tanto como la mía, pero en aquella cuarta semana la dejó marchar.

—No más, bhai —me dijo por teléfono una noche tarde—. Ya has gastado demasiado. Tenemos que aceptarlo. Tenemos que adaptarnos.

Así que dejé que la retirasen de los cines. Tuve que enfrentarme a la verdad: International Dhamaka era un fracaso. No podía poner una pistola en la cabeza del público y hacer que se sentase en los cines, así que International Dhamaka fue un fracaso. Pero era una buena película. La había visto tan a menudo que pensaba que apenas podría volver a ver lo que estaba en pantalla, estaba muy inmerso en los detalles del encuadre y el sonido y el ritmo. En aquel momento la volví a ver. Sí, era una buena película. No podías dudarlo. Tenía acción, amor, patriotismo y canciones inolvidables. Era bella y perfecta. De modo que, ¿por qué la habían rechazado? ¿Por qué el público acudía en tropel a ver Tera Mera Pyaar, que era absurda, una pequeña pieza mal rodada sobre basura romántica de chico-pierde-chica-y-llora-y-llora, hecha con tres crores y actores desconocidos?

—No podemos saberlo —contestó Dheeraj Kapoor—. Nunca lo puedes saber, bhai. Los espectadores son unos bastardos. Cada chutiya de la industria te dará ahora treinta y seis razones por las cuales nuestra película no ha funcionado, pero durante los pases previos a todos les encantaba. Todos los análisis después de que una película se estrene son inútiles. No puedes predecir el futuro. Y en realidad no puedes hablar del pasado. No lo podemos saber.

Yo quería saber, tenía que saber. Le pregunté a Gurú-ji. Estaba en Sudáfrica en aquel momento, dando una serie de conferencias, pero hizo un hueco para llamarme. Sabía que tenía problemas, sabía lo triste y desamparado que estaba. Entendió que nunca había estado así de desamparado, así que cuidó de mí. Fue más que un padre, fue maternal. Yo sabía que él había sido incapaz de ver el futuro de esta película, pero le pedí que mirase en su pasado.

—Lo tenía todo, Gurú-ji —le dije—. Tenía todos los elementos que busca un espectador. Así que, ¿por qué no ha funcionado?

—¿Quieres un motivo?

—Sí, quiero un motivo, Gurú-ji.

—Ese es el problema, que quieres un motivo.

—Pero, Gurú-ji, eres tú quien no deja de decirme que el mundo no es caos. Ayer diste una conferencia ante siete mil personas sobre los ciclos del tiempo, y cómo nos estamos moviendo sin cesar hacia una nueva era.

—¿Dije eso?

Había puesto aquella sonrisa amplia, podía notarlo, aquel destello en su mirada que simplemente se tragaba tu confusión.

—Sí, dijiste eso. Leí tu conferencia en la web. Dijiste que lo que hacemos tiene un propósito.

—Sí dije eso, beta. El fallo está en tu pregunta. Cuando pides un motivo.

Me detuve, pensé. Todavía no podía captar hacia dónde me estaba llevando.

—No lo entiendo, Gurú-ji. Por favor, explícamelo.

—Has pedido un motivo, un solo motivo. Pero hay cientos de motivos, miles. No hay una única causa inmediata. Hay muchas. Todos esos motivos se encuentran unos con otros y se entrecruzan unos con otros, y fluyen hacia delante al servicio del gran propósito. Y estás de pie en el cruce de miles de razones, y pides una.

—De modo que tal vez la razón no está en la película en absoluto.

—Sí. Tal vez este tiempo necesitaba algo más. Quizá el flujo se movía en cierta dirección cuando se estrenó tu película.

—¿Lo hacía? ¿Lo hacía?

Mi mente era demasiado pequeña para ver esta mezcla de velocidades, para abarcarlo todo sin romperse como una bolsa de papel repleta. Pero era Gurú-ji, y necesitaba esto de él. Él podía verlo todo, y quería que me diese algo de fe en este flujo que me zarandeaba.

—Por favor, Gurú-ji. Cuéntame.

—Sí, Ganesh —contestó—. Había muchas razones que no tenían nada que ver con la película en sí. Contaste la verdad, pero ahora mismo el público se reconforta con el amor juvenil. Despertarán a tu verdad, pero no ahora. Y, Ganesh, ¿por qué te preocupas solo por los motivos? Hay muchos propósitos. Atraer al público para que vaya al cine y ganar dinero solo existe como propósito en sentido inmediato. Tu película encontrará su dharma en el futuro lejano, en la red de consecuencias que crecen desde su estreno. Has tenido éxito, solo que todavía no lo sabes.

Podía ver la red de acción y propósito y efecto de la que hablaba, o al menos su espíritu pálido. Era Gurú-ji, podía ver esta historia inmensa que era mucho más grande que mi historia, había ido más allá de las limitaciones que yo tenía, dentro de las cuales escribió Manu Tewari. Creimos que un protagonista veía su objetivo en el primer acto, y a sus enemigos, y de esa forma su búsqueda continuó en un arco precioso hacia el clímax, y hacia su triunfo. Lo creímos porque a este protagonista no le daba miedo nada y era fuerte, ganaría su premio en el rollo dieciocho. Pero en aquel momento vi que no podíamos saber nuestros motivos, ni nuestros efectos. Solo los iluminados sabían cuál era aquella historia. Solo Gurú-ji podía hacer añicos la prisión del tiempo, y mirar directamente a la confusión resplandeciente de la creación.

—Gurú-ji, es bueno que me digas esto —respondí—. Pensaba que había fracasado.

—No has fracasado —replicó—. Ten fe, y haz tu trabajo.

Lo intenté. Seguí con la meditación, y los ejercicios, y me enfrasqué en el trabajo, que era mucho. Desarrollé tres operaciones para Kulkarni, y por supuesto encontré la forma de terminar con unos pocos enemigos personales míos en la sangría secundaria que siguió. Resultó agradable. Pero estaba trastornado. Tenía suficiente disciplina como para mantener mi rutina, pero no la disfrutaba. Zoya, por otro lado, me llamaba un día sí y otro no con relatos exuberantes de sus triunfos como actriz en varias actuaciones. Firmó seis películas que tuvieron una publicidad de primera, tres de ellas después de que International Dhamaka se estrenase y fuese declarada un fracaso. De todos nosotros, ella fue la única que salió ilesa del desastre. De hecho, era más fuerte, más hermosa que nunca, y salía en televisión cada media hora. La industria y el público de alguna manera habían decidido que ella no era responsable de la Dhamaka saturada de nuestra película, de modo que prosperó. Mientras tanto, mi aumento de centímetro y medio había decaído una cuarta parte, incluso aquella ligera ventaja dependía de cómo sostuviese la regla contra mi lauda. A veces, muy tarde por la noche, me encontraba pensando que de alguna manera antes me había engañado a mí mismo al creer que había aumentado, que el doctor Reinnes me había ayudado con su ciencia. Y después el abismo blanco de la desesperación me hacía señales tentadoras. Pero no, perseveré. Recordé a Gurú-ji y continué. Y, sin embargo, estaba desanimado. A veces me despertaba temprano por la mañana y abría cierto archivador negro y repasaba las críticas que nos habían hecho. Los periódicos en hindi y gujarati habían sido los más entusiastas en torno a International Dhamaka, y las revistas panjabíes solo un poco menos. A Dainik Samachar le había encantado la música, y dijo que «El debut de Zoya es el más prometedor en años». Pero, sin excepción alguna, los periódicos y revistas en inglés habían sido inclementes con nosotros. Times of India, Indian Express, Outlook, todos bastardos. Había guardado también las malas críticas, y a veces me veía obligado a leerlas, incluso las inglesas de tono esnob. «International Dhamaka es demasiado chillona, demasiado larga y demasiado estúpida para causar ninguna dhamaka», escribió la crítica de India Today. Kutiya, randi. «Todas las acrobacias internacionales y el patriotismo vacío se suman al aburrimiento». Eso dijo Outlook. Bastardos.

Había uno que me inquietaba como un insecto hurgando bajo la piel, como una mota de carbón en el ojo inyectado en sangre. Se llamaba Ranjan Chatterjee, y escribía para The National Observer, había escrito críticas de cine semanalmente durante treinta y dos años. En las revistas siempre le describían como «el veterano crítico de cine Ranjan Chatterjee», y vertió su frustración y furia acumulada sobre nosotros. «Uno se tambalea ante tal despreocupación arrogante —escribió—. Uno se queda aterrorizado». Tuve que hacer que Manu Tewari me explicase quién era ese «uno», y por qué Ranjan Chatterjee escribía sobre ese número incorpóreo.

—Olvida a ese maderchod, bhai —me recomendó Manu Tewari—. Es un viejo budhau amargado, nadie le lee ya.

Lo hice, sin embargo. Lo leí hasta el final, y luego volví a leerlo, meses más tarde. Y después otra vez. «International Dhamaka estira al máximo la credulidad de uno, incluso más que la película de Bollywood habitual —escribió—. Es una sarta de aburridos tópicos cinematográficos enhebrados juntos. Esos bhais viven en un lujo dorado irreal y vuelan por el mundo como si cogiesen el tren matutino a Nashik. Son más hábiles que James Bond y más sofisticados que Casanova. Hace tiempo que uno ha abandonado la esperanza de que el cine comercial se preocupe por el realismo. Pero la superficial y satinada International Dhamaka hace que uno se pregunte si los cineastas han conocido alguna vez a un gángster de verdad».

Me encontré pensando en este Ranjan Chatterjee durante las reuniones, y por las mañanas me despertaba agitado de un sueño frágil con su «uno» traqueteando por mi cabeza. Tenía que hacer algo con él. De modo que di instrucciones. El viejo chutiya arrugado vivía en Bandra East, en un bloque de pisos que el gobierno había construido para periodistas y escritores. La misma tarde que di las órdenes —era un viernes— Ranjan Chatterjee llegaba a casa después del primer pase del primer día de una película, tras una cena posterior pagada por los productores, que confiaban en aplacarle. Caminaba deprisa, subiendo desde el garaje hacia el ascensor. No cabía duda de que el bastardo estaba ansioso por llegar a su piso y juntar una pequeña guirnalda venenosa de insultos para la película que acababa de ver, para darle una bofetada a todo un equipo de ciento cincuenta personas con sus improperios el domingo por la mañana. Tenía ese brío en su forma de caminar, el vejete. Pero nunca llegó a su máquina de escribir: Bunty y cuatro de sus chicos esperaban en la esquina del edificio. Pusieron una mano debajo de cada brazo de Ranjan Chatterjee y lo llevaron detrás del complejo residencial. Él daba pequeños chillidos. Lo pusieron de pie contra la pared, y después le rompieron las dos piernas. Empuñaron esas barras que utilizan quienes hacen obras en la carretera para arrancar y levantar trozos de cemento. Cuando el primer golpe seco aterrizó sobre su muslo derecho, Ranjan Chatterjee se sacudió y cayó al suelo y comenzó a gritar. Las ventanas que había arriba en ese lado del edificio se encendieron, y los chowkidars acudieron corriendo tras doblar la esquina, y pararon en seco tan pronto como vieron que se sacaba una pistola. Después de que su otra pierna se llevara un golpe, Ranjan Chatterjee gritó un poco más, gritó bastante como para despertar a todo el complejo residencial. Bunty esperó a que parase.

Finalmente se acomodó en un sollozo húmedo y baboso, y Bunty le dio unas palmadas suaves en la mejilla.

—Hola —dijo Bunty—. Arre, escúchame. Escucha.

Ranjan Chatterjee levantó la cabeza y empezó a vomitar. Bunty se apartó estremeciéndose de asco, y después se agachó y agarró un puñado de pelo y levantó la cabeza del bastardo.

—¿Duele? —preguntó Bunty—. Dime, ¿duele?

Ranjan Chatterjee parpadeó con sus ojos acuosos, bien abiertos, y al final fue capaz de ubicar a Bunty. Comenzó a gemir, a hacer un sonido leve como el de un gatito solitario.

—Sí —contestó—. Ah, ah, ah. Sí, duele.

—Bien —respondió Bunty—. Entonces sabes que esto es real. Y que has conocido a un bhai de verdad.

Golpeó hacia abajo la cabeza de Ranjan Chatterjee, y se apartó. Él y los chicos se metieron en el coche que estaba esperando, y se marcharon, sin problema, sin alboroto. En el coche todos cantaron el tema de International Dhamaka: «Rehne do, yaaron, main door ja raha hoon». Sé todo esto porque uno de los chicos lo filmó todo, grabándolo con una pequeña cámara digital Canon que tenía un foco integrado. Incluso con aquella luz fuerte, el detalle que captaba la Canon era sorprendente, y la resolución no se parecía a nada que hubiese visto antes en vídeo. Pude ver los mocos que se deslizaron de la nariz de Ranjan Chatterjee, y sus pupilas diminutas. Me llevaron la cinta a la tarde siguiente, se entregó en mano en Bangkok y de ahí fue hasta Phuket. Aquella primera tarde la vi catorce veces, y después me tiré a una chica china, y aquella noche dormí de manera profunda, prolongada y fuerte. Estaba relajado, había expulsado a Ranjan Chatterjee de mi organismo. Sí, quizá la vida tenía un orden superior que solo podían ver los iluminados. Quizá las historias que contábamos nosotros, los comunes de los mortales, solo eran mentiras pequeñas, explicaciones convenientes para lo que no podíamos entender. Pero, aun así, romper las piernas de Ranjan Chatterjee me dio lo que Manu Tewari habría llamado un «cierre». Lo hice, y me sentí mejor, la historia había terminado. Por fin me sentía libre de International Dhamaka, y podía seguir con mi vida.

Me hundí en el sueño como un submarinista en lo profundo del mar buscando aguas tranquilas bajo una tormenta. Todas las noches dormía mucho, y me despertaba y luego volvía a dormirme. Habían pasado tres meses, y había vuelto a mi rutina de ejercicio y trabajo. Gané dinero, debatí sobre información y tácticas con Kulkarni, hablé con Gurú-ji y Jojo, y volé dos veces a Singapur para reunirme con Zoya. Y también dormí mucho. Me di cuenta de que necesitaba nueve horas cada noche en lugar de mis seis horas habituales, y también hacía siestas por el día. Me echaba en los sotas, y me retiraba a mi habitación después de comer. Una vez, en medio de una sesión para navegar por Internet, incluso me tumbé bajo el escritorio para echar una cabezada rápida de un cuarto de hora. Simplemente necesitaba dormir.

Jojo dijo que estaba deprimido, y Gurú-ji que tan solo estaba exhausto por la tensión y el estrés añadido por año y medio de rodaje. Tanto si era desesperación o ansiedad o cualquier otra cosa, dormí. Aquella tarde de septiembre, me quedé dormido en cubierta, en el sillón colocado para mí en la proa del barco. Estábamos anclados en las afueras de Ko Samui. Estaba leyendo algunas hojas de cálculo, y entonces me quedé dormido. En mi sueño sabía que estaba durmiendo. Sabía que estaba en el Casualidad afortunada, que estaba flotando sobre aguas tranquilas, que el cielo se desvanecía de mí y se adentraba en la oscuridad. Estaba dormido pero no relajado en el sueño. Quería descanso pero no podía encontrarlo.

Después Arvind me dio palmaditas para despertarme.

—Bhai —dijo—. Ven. Tienes que ver esto.

—¿Qué?

—En televisión, bhai. Es increíble.

—Gaandu, ¿me despiertas para ver un programa de televisión? ¿Qué hora es?

Había llegado ya hasta la mitad de la popa, y se trataba del siempre respetuoso Arvind. Debía de haber algo verdaderamente asombroso en televisión, pensé.

—Faltan pocos minutos para las ocho en punto, bhai —contestó, y se apresuró hacia la puerta del camarote principal.

Me levanté de un tirón y le seguí, mareado y tambaleante, en una especie de trastorno temporal. Me sentía desquiciado del día a la noche. La tarde me parecía irreal, aunque podía notar la madera deslizándose bajo mi mano.

En televisión había un edificio en llamas. Se veían los edificios de una ciudad perfilados contra el horizonte, y un edificio ardía. Me senté.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Nueva York, bhai —contestó Arvind.

Estaba sentado en el borde de una silla, agachado hacia delante. Los otros estaban aglomerados en la habitación. Una voz en tailandés hablaba con excitación sobre las imágenes.

—¿Una película?

—No, bhai. Es real. Un avión se ha estrellado contra el edificio.

Parecía una película, pensé. Una de esas grandes películas norteamericanas de desastre-y-aventura-y-terrorismo.

—¿Un accidente? —pregunté.

Arvind no lo sabía, levantó las manos.

—Pon un canal en inglés —pedí.

Me bullía la sangre.

Todos los canales que encontramos ponían las mismas imágenes, de la torre ardiendo y su gemela. Después encontramos un canal de Hong Kong que sacaba material de la Fox por satélite. «La Torre Norte sigue ardiendo», comentó el periodista. Entonces otra figura plateada y esbelta entró por la derecha de la cámara. Estaba de pie, sin aliento. El avión desapareció detrás del rascacielos en llamas, y una aguda lengua emergió de la otra torre. Todos en silencio.

Nos quedamos callados. Entonces supe qué era aquello. Simplemente lo supe.

—No es un accidente —solté—. Esto es el terror.

Estuve delante del televisor hasta las tres de la madrugada. Hice que me llevasen comida, y que los chicos subieran el volumen cuando iba al baño, que utilicé con la puerta abierta. Miré hasta que ya no pude mantener los ojos abiertos. Entonces les dije a los chicos que se quedasen despiertos haciendo relevos, y me llamasen si había más ataques o nuevas revelaciones.

En mi camarote, la soledad era insoportable. El agua golpeaba al barco, y lancé la ropa al quitármela y traté de respirar. ¿Por qué estaba tan agitado? Sí, probablemente había muerto mucha gente, pero la gente moría todos los días. Entonces, ¿qué era lo que me fustigaba en este frenesí de agitación? Los chicos y yo habíamos resuelto que el ataque había sido tramado por musulmanes, sí, quizá árabes. Pero ¿y qué? Sí, era una escalada, y ahora Estados Unidos atacaría con su fuerza gigantesca, y crearía más enemigos, eso era imparable. No tenía respuestas, y necesitaba dormir. Me obligué a entrar en la ducha, y después me tumbé y me tomé una pastilla.

No dejé de caer en un sueño ligero de humo y polvo, respirando con dificultad para salir de él. Vi, una y otra vez, la línea certera que trazó el avión cuando iba al encuentro de la vertical elegante del edificio. Me puse de lado, intenté pensar en el trabajo, en mujeres, pero aquella figura no dejaba de volver. Sí, era el terror.

Me incorporé. ¿Dónde estaba Gurú-ji ahora? En algún lugar de Europa. Praga. Sí, podía llamarle. Cogí el teléfono.

Descolgó al primer tono.

—¿Ganesh? ¿Estás bien?

—Gurú-ji, ¿has visto hoy la televisión?

—Sí.

—Ha sido terrible.

—Sí.

—Quiero decir, esos bastardos estadounidenses actúan como si el mundo entero les perteneciese, alguien iba a darles un golpe antes o después. Pero aun así, ha sido…

—Sí ¿Ganesh?

Lo que quería preguntar me daba vueltas en la cabeza en mil fragmentos. Jugueteé con mi barbilla, me froté los ojos y traté de sacarlo todo.

—Dijiste que el mundo era bello.

—Sí.

—Que tenía un comienzo.

—Sí.

—Y eso significa… que tendrá un final.

—Debe tenerlo. Antes de poder nacer de nuevo.

De modo que las tensiones y luchas del mundo aumentarían, en un arco intensísimo, y luego seguiría una explosión apabullante, un punto culminante, y, después, nada. Había oído a la gente hablar sobre el fin del mundo antes, y había visto películas sobre muchos desastres, pero ninguno me había parecido real, nunca. Pero aquí estaba ese final, asentado en mi vientre, tan duro y pesado como un diamante. Era real.

—Sucederá —dije.

—Es inevitable. Por eso todas las grandes tradiciones religiosas hablan de la destrucción que debe venir. Pralay, qayamat, apocalipsis. Pero, Ganesh, no tengas miedo. Este miedo viene del pequeño ego que te atrapa. Eres infinitamente más grande que eso. Desde esa perspectiva más amplia, no es necesario tener miedo.

Sabía que lo decía para bien, pero no me sirvió de consuelo. Sí. tal vez podía pensar en mí mismo como uno ojo distante, desapasionado, cerniéndose muy alto por encima de la tierra sobre la que pisaba, leyendo —con deleite— todo lo que yacía más allá del conocimiento de mi cuerpo y por encima del horizonte, pero no podía sentir eso. No. Le dije adiós a Gurú-ji y me tumbé, e imaginé la enorme red de acontecimientos que rebotaban y se arrastraban siempre hacia delante, siempre hacia el fuego y el agua, hacia la disolución, y se me secó la boca. Me recosté sobre un codo, alargué la mano para coger el agua. Cuando volví a dejar el vaso, hizo un pequeño tintineo contra el posavasos dorado, y ese toque me retumbó en la cabeza. Noté que me temblaban las manos. Todos los movimientos fluían juntos, toda acción conducía a la siguiente, y una onda se convertía en ola, y después en un torrente que pasaba a toda velocidad sobre el abismo inevitable. Quizá incluso aquel sonido diminuto del vaso nos había conducido un poquito más hacia el eco de la fatalidad. Dentro de mí retumbaba un sonido, tal vez mi pulso, o tal vez una resonancia producida por cualquier otra cosa, que contenía el principio y el final, el nacimiento y la vida y la muerte devoradora.