GANESH GAITONDE SE REHACE A SÍ MISMO
Aquel invierno me concedí una cara nueva. Llevaba un tiempo preocupado por las muchas fotografías mías que habían publicado los periódicos y las revistas en la India. Los programas de televisión ponían a menudo videoclips míos saliendo de los tribunales en Bombay. Era demasiado reconocible, demasiado bien conocido. Una vez, en la playa de Ko Samui, un grupo de turistas indios jóvenes se giró para mirarme fijamente, y se cuchichearon unos a otros con nerviosismo. Me había marchado de la India no solo para evitar la cárcel, sino también para eludir a mis muchos enemigos. Necesitaba cambiar. Había visto cómo Zoya se transformaba, así que entendí de qué modo podía hacerse, qué costaba en dolor y dinero, cuáles eran sus posibilidades. Necesitaba ser nuevo.
Sabía que quería esta transformación, y no solo por razones de seguridad. Había una insatisfacción rumiando bajo mi piel, un descontento. Todas las mañanas me miraba en el espejo, y el rostro que veía no era el del hombre que sabía que era. Me reconocería si estuviera esculpido sin grasa, como si los horrores y triunfos de mi vida me hubiesen tallado con una nueva forma. Pero los años habían hecho que las mejillas se me cayesen, me habían ensanchado la nariz. El mentón se hundía en un bulto de carne, había una flacidez en los contornos de mis ojos. El emborronamiento de mis rasgos era insoportable. Quería alterar el exterior para ajustarlo con el interior.
Fui, por supuesto, al doctor Langston Lee de Zoya. Le di dos meses y mucho dinero, y experimenté más dolor que nunca antes en mi vida. Me dio una nariz larga, elegante, con un puente muy marcado, pómulos nuevos, una barbilla más estrecha que equilibraba la nariz, y una ausencia completa de colgajos en la parte inferior de los carrillos. Hizo algunas cosas sutiles con mis cejas, y puso un hoyuelo en cada una de mis mejillas de nuevo tirantes. Y fui un hombre diferente. La primera vez que me miré en un espejo, después de que la cirugía hubiese acabado, después de que me quitasen las vendas, quise abrazar al doctor Langston Lee, el pequeño bastardo chino. Incluso a pesar de las hinchazones y puntos que quedaban, pude ver que había entendido en qué me quería convertir. Su talento no solo radicaba en las puntas de los dedos, sino en los ojos y la imaginación. Podía compartir tu sueño, y cortar la piel y la grasa para hacer que cobrase vida. No me parecía en nada al Ganesh Gaitonde que había sido. Era el Ganesh Gaitonde que quería ser. Era yo mismo.
—Zoya no va a saber quién eres, bhai —comentó Suhasini cuando ella y Arvind me visitaron aquella tarde—. Yo misma apenas puedo decir quién eres. Este Langston Lee es un genio.
Me dolía reírme, pero lo hice. Me gustaba la idea de que Zoya no supiese quién era, de que se sintiese perpleja por ese hombre nuevo. La quería confusa y nerviosa, insegura de sí misma. Estaba rodando dos películas en Estados Unidos, en Detroit y Houston, y no le había contado mis planes para tener un aspecto nuevo. Mi cirugía se había mantenido en secreto, para ella y cualquier otra persona que no necesitase saberlo,
—Sorprendamos a Zoya —propuse.
—Va a saltar como una vaca con un palo metido por el gaand —contestó Arvind—. Si no fuera por la voz, bhai, no te habría reconocido. —Me miró detenidamente, inclinándose sobre los pies de la cama—. No es que nada haya cambiado demasiado. Pero de alguna manera todos los cambios juntos te han cambiado por completo.
Me recuperé rápido. Tan pronto como el doctor Langston Lee me dio el visto bueno, volé a Estados Unidos. Zoya tenía demasiado tiempo libre en los rodajes, y de verdad quería verla. O, más bien, quería que ella me viese a mí. De manera que fui. Nuestras operaciones en Estados Unidos eran muy limitadas, así que no había equipos que dispusieran la logística para mí, ni guardaespaldas. Viajé solo, con un pasaporte indonesio impecable, y estaba seguro de que estaría a salvo. Me protegía mi nuevo aspecto. También llevaba ropa nueva, una maleta llena de trajes de lino ligero y camisas de algodón en tonos pastel. Arvind se puso muy nervioso con lo de dejarme ir solo, pero le dije que estaría más seguro por mi cuenta, que llamaría menos la atención sin séquito. Incluso más porque eso rompía el patrón que esperaban y buscaban mis enemigos, sabían que durante años siempre había estado rodeado de mis hombres. Nunca me buscarían a mí solo.
Dije todo esto, y lo creía. Sin embargo, cuando el avión despegó de Bangkok, y volaba alto hacia ese nuevo mundo, descendí de cabeza al terror. Estaba solo. En el Casualidad afortunada podía oír a mis hombres paseando por cubierta, su risa era lo primero que oía por la mañana. Ahora, en esa pequeña burbuja de aire en primera clase, en esa cabina que volaba muy por encima de la tierra, no podía alcanzarles. Se habían ido. Me toqué la barbilla, la nariz. Bajo mi atractiva piel nueva solo estaba yo. Sentí que estaba muy lejos, lejos de cualquiera y cualquier cosa que conocía. Me calmé, me dije a mí mismo que era una respuesta inesperada pero natural ante una situación a la que no estaba acostumbrado, que mi cuerpo se sentía inquieto en su nueva forma. Pedí agua y cerré los ojos. El sudor me bajó por el cuello, y supe que estaba llamando la atención. Pero no podía aplacar el pánico, y al final cedí y utilicé el teléfono del avión para hacer una llamada a Arvind. Se puso bastante nervioso cuando descolgó el teléfono y oyó mi voz, habíamos acordado mantener una política de solo-llamadas-de-emergencia durante ese viaje.
—Bhai —dijo—. ¿Qué pasa?
Por supuesto no podía decirle qué pasaba en realidad, el sabor acerado de la añoranza y la soledad en el fondo de mi garganta. No podía decirle: solo quería oír tu voz, bastardo. Le hablé de unas inversiones que habíamos hecho la semana anterior, y el movimiento de dinero de una cuenta en Hong Kong a fondos en la India. Todo eran asuntos triviales, nada en absoluto para una llamada de emergencia. Estaba desconcertado, pero tenía modales, así que no hizo ninguna pregunta, solo escuchó mis instrucciones. Colgué, y después llamé a Bunty a Bombay. No tenía nada que discutir con él que fuese ni siquiera ligeramente urgente, de modo que le hablé de Suleiman Isa y de nuestra última información sobre las actividades de la banda-S. Dejé a Bunty tan confundido como a Arvind, y después llamé a Jojo.
—Estoy en medio de una reunión —me dijo—. Luego te llamo.
—No puedes.
—¿Por qué no? Estaré libre en media hora.
No le había contado lo de mi viaje a Estados Unidos, ni lo de mi cirugía. Y desde luego no podía hacerlo ahora, sentado al lado de una abuela tailandesa con gatas adustas de montura de acero y oídos muy finos.
—Yo también tendré reuniones —contesté—. Mañana. Te llamaré.
—¿Va algo mal, Gaitonde?
Me conocía demasiado bien, esta Jojo.
—No, no —contesé—. Vuelve al trabajo Mañana, hablamos mañana.
—De acuerdo —concedió—. Mañana.
Pensé en Jojo mientras me recostaba en el asiento. Era mi amiga, y podía decir mejor que nadie cuál era mi estado de ánimo, si me sentía generoso o enfadado, fuerte o acalorado o solo triste. Confiaba en ella, pero tenía que ocultarle ciertos hechos por mi seguridad. Vivía en peligro constante e implacable, y tenía que guardar secretos. Debía ser cuidadoso. Tenía que asumir que la mujer tailandesa de pelo gris que estaba sentada a mi lado, que ahora estaba comiendo cacahuetes con las puntas de sus dedos esmaltados, esta dama anciana e inofensiva, también podía ser una espía capaz de hacerme daño. Quizá entendía el hindi que hablé con Jojo, quizá trabajaba para Suleiman Isa y sus aliados. Era imposible, pero tenía que aceptar la posibilidad.
No era de extrañar que me sintiese solo, pensé. Vivía una vida de secretos y sospecha. Necesariamente tenía que apartarme incluso de mis amigos, y ese era el precio que pagaba por el poder. Era un dirigente, un rey, así que no podía relajarme nunca. Ni siquiera una cara nueva podría liberarme por completo del miedo. Estaba obligado a caminar solo. Pero esa soledad que sentía en el vuelo a Estados Unidos era nueva. Nunca antes había sentido nada como eso. Me sentía como una pelota dando vueltas y flotando en el espacio inconmensurable. Estaba suspendido en un vacío total, bastante libre. Sí, esto era la libertad, era independiente y estaba solo. Estaba aterrado.
Quebranté mi regla de años y pedí un whisky. Aguanté la respiración y me bebí la medicina amarga y marrón. Después tomé dos más, y finalmente fui capaz de dormir.
Me desperté con Los Angeles extendiéndose como una mancha enorme a mi derecha. Era inmenso, y me sentí muy pequeño. No pude deshacerme de él, ese sentimiento sobre mi propia pequeñez, ese temor infantil. Permaneció conmigo en la limusina que me llevó al hotel. Las calles eran anchas y limpias, y los coches se movían en filas ordenadas, y todo parecía muy extranjero. Nunca me había sentido tan aislado en Tailandia, ni siquiera en Singapur, tan distinto a los conductores que pasaban rápido por mi lado. Vi a un hombre indio aparcando su coche junto a un mercado, y le observé mientras caminaba hasta un teléfono. Era calvo, barrigón, y podría haber caminado por cualquier gali de Bombay sin llamar en absoluto la atención. Probablemente se llamaba Ramesh, o Nitin, o Dharam. Sin embargo, me sentía muy alejado de él. Tal vez era efecto del cielo enorme, neblinoso, que había en lo alto, y aquella luz clara, sin color. Allí el espacio era diferente, y también la gravedad. Me sentía ingrávido.
Mi suite en el Mondrian flotaba doce pisos por encima de Sunset Boulevard. El tráfico se deslizaba debajo formando cintas silenciosas de metal. El silencio era inquietante. Encendí el televisor, subí el volumen, me di una ducha rápida, y después llamé a Zoya. Estaba en una habitación del séptimo piso. Había cogido un avión aquella mañana temprano desde Houston y se había registrado con el nombre de Madhubala. Tuve que deletrearle el nombre dos veces al operador, al final pasó la llamada, y ahí estaba Zoya.
—¿Hola? —preguntó.
Se le había pegado el acento norteamericano.
—Soy yo —dije—. Estoy en la habitación 1202. Sube. La puerta está abierta. Entra.
—Sí —contestó—. Voy.
Era una buena chica, no necesitaba más instrucciones que esas. Había echado las cortinas, de forma que solo había un único trazo de luz en la habitación. Me senté en un sillón, iluminado por la parte de atrás. Era una toma muy teatral, desde el punto de vista de ella. Quería darle una verdadera impresión, un momento de gran impacto que la parase en seco. Y después la revelación de mi cara.
Funcionó justo como había planeado. Zoya entró, se paró, después cerró la puerta.
—¿Saab? —preguntó.
Llevaba una falda blanca, muy corta, y una blusa blanca que se había atado alto. Ahí estaba la curva sofocante de su cintura, el recorte sobresaliente de su cadera. Sabía exactamente lo que me gustaba. Saali, era lista. Pero hoy la tenía. Encendí la lámpara que había a mi lado, y ella preguntó con rapidez:
—¿Quién eres? ¿Quién eres?
Estaba asustada.
Quise reírme, pero me aguanté. El desconcierto y el miedo en su cara eran demasiado deliciosos. Cruzó las manos frente al espacio amplio de su ombligo, y llegó a decir «¿Dónde está él? ¿Dónde está…?» antes de detenerse. Apretó la mandíbula, y dijo, en inglés:
—Me he equivocado de habitación. Disculpe.
Me sentí orgulloso de ella. Había preservado la seguridad. Le había enseñado bien. Se dio la vuelta y caminó con elegancia hacia la puerta.
—Zoya —llamé.
Se detuvo, se giró.
—Alá —pronunció. Esa fue la única vez que le oí llamar a su dios—. ¿Eres tú?
—Soy yo.
—Pero ¿cómo es posible?
—¿Qué, solo tú puedes cambiar?
Se acercó a mí, se arrodilló a mis pies. Alargó la mano y me tocó la mejilla apenas con las puntas de los dedos. El asombro que recorría su mandíbula relajada disminuyó poco a poco mientras entrecerraba los ojos y calculaba, pensaba. Me giró la cara con suavidad hacia la luz. Susurró:
—¿El doctor Langston Lee?
—Sí.
—Oh, es un maestro. Este trabajo es excelente. Es muy sutil, y muy efectivo.
—¿De verdad te gusta?
—El doctor Langston Lee es buenísimo.
Ya tenía bastante del doctor Lee. Agarré la muñeca de Zoya con la mano izquierda, y le cogí la barbilla con la otra.
—¿Crees que me queda bien? ¿Crees que soy yo?
Perdió al instante esa mirada de modelo evaluando, y me sonrió, mientras los ojos le llameaban de admiración.
—Estás muy guapo, saab —dijo—. Incluso mejor que antes. Podrías ser la estrella de una película, ¿sabes?
—¿Quién, yo?
—Sí, sí. Deberías hacer una. Conmigo como protagonista. ¡International Dhamaka segunda parte!
—Las secuelas nunca funcionan en la India —contesté—. Y de todas formas la primera fue un fracaso.
—Con el nuevo Ganesh Gaitonde como protagonista —replicó— sería un superéxito.
Se inclinó hacia mí y me besó, y en aquel momento fui un protagonista de verdad. La llevé al dormitorio, y juntos nos convertimos en una auténtica dhamaka internacional. Esa fue un éxito, por lo menos. Ni siquiera hubo tiempo de quitarnos la ropa. Se subió la falda, y cogió el diminuto trozo de tela que llevaba debajo y se lo quitó de un tirón, y entonces me coloqué encima ella, y dentro de ella. Estábamos estirados en diagonal sobre la cama, y detrás de su cabeza las ventanas sin cortinas me ofrecían la ciudad de Los Angeles. Me reía como un loco, con mi nueva cara, y así fue como llegué a Estados Unidos.
A la mañana siguiente fuimos a los Estudios Universal. Yo era reacio, pero Zoya insistió en que con mi cara nueva nadie me conocería, que no había peligro.
—¿Y qué hay de ti? —le pregunté.
Seguro que los paseos estaban repletos de turistas indios maderchod, que ahora iban por el mundo en tropel con cámaras e hijos y dinero nuevo. Sus fans estaban por todas partes. Me aseguró que podía tener un aspecto muy distinto, que nadie la reconocería si quería que no la reconociesen. Tenía bastante razón, y quería ir de veras, así que fuimos. Y lo pasamos bien. Para mí, disfrutar era ver disfrutar a Zoya, era como una niña en la primera fiesta de su pueblo. Corría de una atracción a otra, y gritó más fuerte que nadie cuando un tiburón enorme arremetió con su boca abierta hacia nosotros. Yo no había visto muchas de las películas sobre las que trataban las atracciones, pero Zoya las conocía todas, y me contó las historias. Llevaba gafas —unas grandes y sencillas— en la punta de la nariz, una gorra azul, una camiseta blanca grande de manga larga, y vaqueros negros. Llevaba el pelo en dos coletas, y nada de maquillaje. La gente se la quedaba mirando, no podía ocultar su altura, pero nadie la reconoció. Ni siquiera los adolescentes de Delhi que se sentaron en el coche de al lado en la atracción de Parque Jurásico y me llamaron «tío». Así que Zoya también podía transformarse en algo normal. Con sus ojos, su rostro y su cuerpo, era capaz de cualquier cosa. Era una actriz.
Me llevó dos veces a la atracción de Terminator.
—Una no es bastante —afirmó—. Me encanta Arnold.
Sabía quién era Arnold, uno de mis hombres llevó el DVD pirateado de una de sus películas al barco el año anterior. Me gustaron los efectos especiales, desde luego, pero en conjunto la película me aburrió. Como muchas de esas películas norteamericanas, tenía una buena idea y se aferraba a ella con tanta fuerza que parecía pobre en emoción y registro. Las escenas parecían desinfladas porque incluso en los momentos más dramáticos los actores norteamericanos se hablaban tranquilamente unos a otros, como si estuviesen discutiendo el precio de las cebollas. Y no había canciones. Al final, en última instancia, la mayoría de las películas norteamericanas eran poco densas y poco realistas, y no me interesaban demasiado. Pero aquí estaba Zoya, mirando fijamente hacia arriba el esqueleto de acero reluciente de Terminator, sus ojos rojos redondos y brillantes, del mismo modo en que me había mirado a mí el día anterior. Incluso a través de las gafas, podía ver el fuego en sus ojos, haciendo juego con los de él. Me vio mirarla, y me besó rápidamente en la mejilla.
—¿Sabes? —me dijo al oído—, a veces sueño que gano un Oscar. Que me pongo ahí de pie. Pero lo mejor de todo es que quizá consiga conocer a Arnold.
Arnold. Decía el nombre de ese bastardo como si ya le conociese, como si hubiese compartido pani-puri con él en Chowpatty. Continuamos con el resto de atracciones y exposiciones, y ella terminó el día resplandeciendo y riendo. Yo estaba exhausto. Nos fuimos de la Universal a las cinco, y en la limusina me contó más historias de más películas norteamericanas, e historias sobre sus estrellas. Escuché, y al final pregunté:
—Saali, ¿cuántas de estas películas ves?
—Por lo general, una al día. Tengo un pequeño reproductor de DVD portátil, ¿sabes? También me lo puedo llevar a los rodajes. A veces veo más de una película, incluso los días de rodaje. Es una buena forma de mejorar mi inglés. Tú también deberías hacerlo. Ya sabes que Suleiman Isa ve películas en inglés todos los días.
Le pellizqué el labio inferior.
—¿Cómo sabes eso?
—Arre, todo el mundo lo sabe.
Era cierto. Cualquiera que supiera algo sobre el mundo del hampa sabía algo sobre los hábitos filmicos de Suleiman Isa.
—Y todo el mundo está equivocado —contesté—. No ve películas. Solo ve tres películas, una y otra vez. Todas las tardes ve una. Después la otra, y la siguiente. Luego vuelve a empezar.
—¿Qué?
—Es verdad. Tenemos buena información sobre esto, de dentro. Ve la saga de El Padrino una y otra vez.
—¡No! ¿De veras?
—Es verdad.
—¿Por qué?
—Pregúntale al bastardo. Está loco.
Asintió.
—¿Y has visto esas películas, saab?
—Vi la primera.
—¿No te gustó?
—Estuvo bien. Pensé que Dharmatma era mejor. Incluso Dayavan.
Rompió a reír, y me rodeó con los brazos.
—Viajas por todo el mundo, bhai, pero tienes unos gustos tan desi… Eres tan chweet…
Entonces me besó, y bajó una mano hasta la parte delantera de mis vaqueros, y me mostró lo dulce que era, y me olvidé de Suleiman Isa y su Padrino chutiya. Pero aquella noche más tarde, después de que ella se hubiese dormido, me quedé tumbado y despierto pensando en películas americanas. Mis hombres veían películas norteamericanas de acción todo el tiempo. Decían que les gustaban las proezas, y los efectos especiales. ¿Por qué veía Suleiman Isa las películas de 1:7 Padrino todo el tiempo? Nunca lo había pensado antes, pero entonces, tumbado en una cama bajo cielo extraño, sostenido por la expansión de constelaciones de luces de la ciudad, se me ocurrió que sus motivos para ver las tal vez eran los mismos que yo tuve para hacer International Dhamaka. Quería entender qué le había pasado, en qué se había convertido. Y por primera vez sentí una afinidad con él.
¿En qué me había convertido? Me había convertido en otra persona, otra cosa. Mientras intentaba captar cómo había cambiado exactamente, qué me había sucedido, un pequeño gusano que escarbaba en la duda se movió por mi estómago, y subió hasta rodearme el corazón. Zoya dijo que ahora era guapo, que podría ser estrella de cine si quisiese. Sabía que tenía mejor aspecto, que estaba más joven que nunca y con los rasgos más marcados. Pero, pero si era a Arnold a quien deseaba conocer, ¿yo podría ser alguna vez tan grande y musculoso como Terminator? ¿Si Terminator se le aparecía en sueños, incluso mientras dormía a mi lado, podía amarme de verdad? Me dije a mí mismo que Terminator era una ficción, que yo era más poderoso que cualquier actor norteamericano barato. Me dije a mí mismo: has matado a más hombres que cualquier supuesto Terminator. Una palabra tuya mueve dinero y armas a través de continentes. Si alguien debería llamarse Terminator, ese eres tú.
Y sin embargo, cuando Zoya se revolvió a primera hora de la mañana, y se acurrucó adormilada a mi lado, lo que encontré en ella desde mi interior fue todavía aquel parásito de incredulidad que se retorcía. Miré el brazo que la abrazaba, mi brazo, y todo lo que pude pensar fue que era muy escuálido, comparado con el de Arnold. De hecho, incluso el protagonista de la película que estaba rodando en Texas era más una especie de Arnold que yo. Era bajito, pero tenía un pecho corpulento, a base de esteroides, y brazos trabajados. Sabía que podía permitirme los mejores esteroides, y construirme un gimnasio, y contratar entrenadores, pero ¿me acercaría alguna vez a la imagen que Zoya tenía en la cabeza, ese hombre al que podría amar de verdad? ¿Me quería, esta Zoya, esta Jirafa Egoísta?
La pregunta era ridícula, y lo sabía, y sin embargo permaneció conmigo. Tomamos el desayuno sentados a la mesa en el comedor de la habitación principal, y como de costumbre fue asombroso verla comer. Se bebió una jarra de zumo de naranja, y se zampó tres tortillas. La observé, y volvía a ser hermosa, era la mismísima Zoya Mirza, la estrella de cine. Sé feliz, me dije a mí mismo. Está contigo. Y entonces sonó el teléfono. No el del hotel, ni mi móvil, sino el teléfono seguro vía satélite que estaba sobre la mesita de noche. Me apresuré a cogerlo. Solo tenían ese número Arvind y Bunty, y lo utilizarían solo en circunstancias extraordinarias.
Era Arvind.
—¿Bhai? —dijo—. Deberías regresar.
—¿Por qué?
—Nuestro negocio de patatas —contestó.
El «comercio de patatas» era nuestra frase para hablar de nuestras operaciones de tráfico de armas, que llevábamos a cabo para Gurú-ji. Ya llevábamos años haciéndolo, moviendo remesas de armas y municiones hasta la costa Konkan y entregándoselas a su gente para que las transportase.
—Lo han descubierto. Tienen uno de nuestros envíos.
—¿Quién lo ha descubierto?
—La gente de Delhi.
Que era Dinesh Kulkarni, también conocido como señor Joshi, y su organización, y por tanto el gobierno indio maderchod.
—Cogeré el próximo avión —contesté.
—Por favor, ven rápido, bhai —pidió—. Están muy enfadados.
Lo que quería decir es que temía por mi seguridad, expuesto como estaba en ese país extranjero, aquí, en esa suite de gran hotel, sin ningún guardaespaldas. Por eso estaba siendo tan cuidadoso y críptico, incluso en una línea segura.
—Entiendo —contesté—. No te preocupes. Voy de camino.
Me despedí de Zoya, y me fui.
—¿Por qué lo hiciste, Ganesh? —preguntó Kulkarni, que ahora estaba actuando como un profesor severo—. ¿Por qué?
—Necesitábamos samaan para nuestra propia gente.
—No me mientas. En los envíos que interceptó la policía había ciento sesenta y dos rifles AK-56, cuarenta pistolas automáticas y dieciocho mil balas de munición. Eso no es para uso personal, Ganesh. Es armamento para una guerra.
—Habríamos vendido algo. Es un buen negocio, y los ingresos de todas las otras fuentes son bajos. Toda la economía está a la baja. Como sabes, saab.
Volvió a la carga, agudo y rápido:
—¿Trabajas con alguien? ¿Estas armas iban destinadas específicamente a alguien? ¿Algún grupo, algún partido?
—No, no, saab. Tan solo necesitamos el dinero, y este era un buen mercado. Ya sabes cómo es hoy en día la situación del país, todo el mundo quiere estar seguro frente a todo el mundo. Solo éramos distribuidores, para todo el mundo.
Sudaba. Estaba de vuelta en el yate, en aguas de Phuket, y estaba cubierto y protegido por todas partes, pero sabía que nuestra situación era muy seria. Teníamos un problema. Y Kulkarni me estaba haciendo saber exactamente lo grave que era nuestro problema. En estos momentos deseaba que K.D. Yadav no se hubiese jubilado, y que todavía manejase mi negocio con su organización. Era un hombre realista, entendía nuestras necesidades. Este bastardo de Kulkarni hablaba conmigo como con un niño al que hubiese atrapado con mercancías robadas.
—Hemos pasado por alto tus otros proyectos y negocios —continuó—. Pero esto… no sé si podemos pasar esto por alto. Incluso en la organización, aquellos que se opusieron a tener relación contigo ahora están completamente justificados. —Sin duda él mismo estaba muy enfadado—. ¿Cuántos envíos hubo?
Sabía que no iba a creerse que solo hubo ese envío, así que le dije que hubo uno más, uno mucho más pequeño. Le dije que no habría ningún otro. Intenté hablar con él para sacarle del enfado, y le dije lo leal que era. Le recordé todas las operaciones que había llevado a cabo para su organización, toda la información ardua y completamente fiable que les había proporcionado. Hice alusiones a nuestras numerosas conversaciones, y a mis años de trabajo con el señor Kumar. Permaneció adusto, e inflexible, y continuó hurgando para conseguir más datos sobre nuestro negocio de armas. Lo esquivé, le conté tan poco como pude y al final colgué el teléfono sintiéndome agobiado y preocupado.
Arvind había venido desde Singapur, y estaba dando vueltas afuera en cubierta. Estaba al teléfono con Bombay, tratando de rastrear el caso policial mientras se desarrollaba, siguiendo chivatazos de nuestras fuentes dentro del departamento. Esperé. No salió la luna aquella noche, y el agua movía su superficie negra plateada en los rabillos de mis ojos. Alguien me estaba observando. Estaba seguro de ello. Estaban ahí fuera. Tal vez estaban escuchando la conversación de Arvind por teléfono. Se suponía que el aparato era seguro, pero cualquier cosa segura podía resquebrajarse. El señor Kumar me lo había enseñado.
Arvind colgó el teléfono con el pulgar.
—Nada nuevo, bhai —afirmó—. Van a dar una rueda de prensa mañana por la mañana a las diez. Quizá surja algo nuevo entonces.
Todavía no sabíamos de qué forma la policía había descubierto nuestros envíos. No sabíamos cómo habían relacionado los envíos con nosotros. Tuvieron buena información. ¿Quién se la había proporcionado? ¿Suleiman Isa y sus hombres? ¿O es que la policía tenía sus propios informantes en altos puestos de nuestra banda? Bastante posible. Tendríamos que investigar. Pero tenía una preocupación urgente, apremiante. Nuestro comercio de patatas estaba en peligro. Tenía que advertir a nuestro cliente. Tenía que acudir a Gurú-ji.
Una vez más Gurú-ji me predijo el futuro, y en esta ocasión me salvó la vida. Me reuní con él en Munich, donde estaba llevando a cabo un taller de cinco días y una yagna. Volé solo. Arvind y Bunty intentaron impedir que fuese, y después trataron de que me acompañase medio batallón de pistoleros. Les dije que estaba mucho más seguro solo, que me protegía mi cara nueva. Se lo demostré: caminé al lado de hombres que habían trabajado para mí durante años, y ninguno de ellos me reconoció. Mientras no llamase la atención, estaría protegido.
Por supuesto, la seguridad de Gurú-ji era primordial en mis pensamientos, y no tenía ningún deseo de mancillar su reputación en modo alguno. Ya no confiaba en nuestros métodos de comunicación habituales, no sabía si la tecnología que utilizábamos seguía siendo segura. Nuestros expertos estaban consiguiendo aparatos nuevos, software nuevo, métodos nuevos. Pero necesitaba hablar con Gurú-ji. De modo que corrí el riesgo de ir solo a un país extranjero. Me aproximé del mismo modo que antes, en Bombay. Asistí a la yagna de Munich y esperé después para tener una audiencia. Solo que esta vez él sabía que yo iba.
Llegué a Munich a las cinco de la tarde y encontré la sala en la que Gurú-ji había realizado sus talleres. La yagna era una miniatura de la que hizo en Bombay, y mientras las llamas brincaban y bailaban él habló de los ciclos de la historia. Me senté en la parte trasera de la sala y le observé por encima de las tilas ordenadas de cabezas firangi. Había pantallas de televisión colgando del techo de la sala, pero solo miré a Gurú-ji de forma directa, forcé la vista y la enfoqué en él. Después de todos esos meses con su voz a través del teléfono y sus ojos en fotografías borrosas en los periódicos, quería una darshan directa. Y sentí su presencia, su gran atinan y la paz que me proporcionaba. Me sentí aliviado, curado, reanimado. Solo quienes le han visto en persona saben qué luz mana de él, qué alcance de claridad encendida surge de su darshan. Me enderecé como un niño entusiasmado, y aprendí de él. Estaba hablando de nuestros tiempos, de la turbulencia que revolvía nuestro mundo.
—No tengáis miedo —decía, en su hindi estruendoso, con interpretación simultánea al alemán—. En los últimos siglos, habéis oído a la gente hablar de «progreso», pero solo habéis visto sufrimiento y destrucción. Os han aterrado con la propia ciencia, por su codicia y poder amoral. Vuestros políticos os dicen que las cosas están mejorando, pero sabéis que van a peor. Y el miedo se apodera de vosotros. Yo os digo: no tengáis miedo. Nos acercamos a una época de gran cambio. Es inevitable, es necesario, sucederá y tiene que suceder. Y las señales del cambio están todas a nuestro alrededor. El tiempo y la historia son como una ola, como una tormenta constructora. Nos acercamos a la cresta, al arranque. Podéis sentirlo, sé que podéis, es un ascenso de emoción en vuestro propio cuerpo también. Los acontecimientos aumentan de intensidad, se suceden unos a otros. Pero en esta vorágine está la promesa de la paz. Solo después de la explosión, hallaremos silencio y un mundo nuevo. Eso es seguro. No dudéis del futuro. Os lo aseguro, la humanidad se adentrará en una época dorada de amor, de abundancia, de paz. De modo que no tengáis miedo.
Le escuchaba y no tenía miedo, aunque tenía motivos para ello. Había acudido a él con un estómago nervioso lleno de problemas, un espíritu cansado, y el coraje puesto a prueba. Había acudido a él, dejando atrás a mis hombres y mi protección, porque necesitaba estar en su presencia. Y ya, en unos pocos minutos, me había calmado. Crecí sintiéndome escéptico hacia los sadhus y los santos, siempre pensé que eran charlatanes y embaucadores y estafadores, pero ahí estaba el hombre que quebró el escudo de mi duda con su poder indescriptible. Puedes darte el gusto de las satisfacciones amargas del escepticismo, puedes considerarme débil de carácter, un idiota paralizado buscando consuelo, un hombre inseguro que quería una muleta. Todos esos pensamientos —yo también los tuve— son tapaojos ante la verdad, ante la realidad en sí misma, que simplemente era la paz que sentía al estar sentado en la misma habitación que él. Por supuesto no era solo yo el que lograba esa tranquilidad, sino también todos aquellos alemanes de la sala. Y otros miles por todo el mundo, que respondían a él, a su llamada, a sus enseñanzas. Tenía ese efecto. Llámalo «carisma», si eso tranquiliza tu deseo de cierta lógica limitada. Esa era precisamente la trampa de la razón sobre la que Gurú-ji habló al final de su sermón aquella noche.
—Escuchad vuestro corazón —continuó—. La razón puede estar en el camino hacia la sabiduría, como un vigilante con lathi. La lógica es buena, es poderosa, la utilizamos todos los días. Nos da control sobre el mundo en que vivimos, posibilita nuestra vida diaria. Pero incluso la ciencia nos dice que la lógica cotidiana finalmente no puede describir la realidad del mundo en que vivimos. El tiempo se contrae y se expande, nos dijo Einstein. El espacio se curva. Bajo el nivel del átomo, las partículas pasan unas a través de otras, una partícula existe en dos lugares al mismo tiempo. La realidad en sí, la realidad real, es la visión de un loco, una alucinación que la mente del pequeño individuo humano no puede sostener. Debéis hacer estallar el ego, reconocer en la razón cotidiana a la carcelera pequeña y restrictiva que es. Debéis dejarla atrás, para adentraros en la extensión ilimitada que hay más allá. Allí os espera la realidad.
Le esperé pacientemente, después de que terminase el sermón. La habitual fila de devotos estaba esperando para hablar con él. Me senté en una silla en la sala que se estaba quedando vacía, mientras los sadhus dejaban pasar a los alemanes uno a uno a una habitación privada que había a un lado. No me preocupaba que pusieran fin a las audiencias antes de que me llegase el turno, esta vez Gurú-ji sabía que iba. De modo que estaba contento de sentarme y observar a los firangis al salir de sus darshans personales, sonriendo, transformados.
—¿Eres indio?
Era una de las alemanas. Llevaba un sari rojo oscuro y el pelo rubio peinado hacia arriba en un jooda en la parte de atrás de la cabeza. Llevaba un mangalsutra en el cuello, y sindur en el pelo. Era joven, quizá tenía veintitantos, pero parecía una madre india tradicional de hacía treinta años; en cualquier caso, de una ciudad pequeña.
—Sí —contesté.
—¿De dónde? —preguntó.
Su inglés era claro y estruendoso. Había oído ese acento en las playas de Phuket.
—De… de Nashik —respondí.
—No he ido —dijo—. Pero Nagpur, ¿conoces Nagpur?
Asentí.
—Gurú-ji me desposó allí, y me dio un nuevo nombre.
—¿Gurú-ji te desposó? ¿A ti?
—No, no, me desposó con mi marido. Con Sukumar.
—Sukumar, ¿es indio?
—No, también es alemán. Después de conocerle me hice discípula de Gurú-ji. Luego Gurú-ji nos casó.
—Y te dio un nombre nuevo.
—Soy Sita.
—Un nombre muy bueno.
—Gurú-ji dice que es un ideal elevado.
—¿Qué?
Hizo gestos hacia arriba, hacia los cielos.
—Sita es una buena mujer.
Esta Sita tenía los ojos azules y brillantes, y un semblante feliz, sonriente. Le devolví la sonrisa.
—Sita era la mejor mujer.
Uno de los sadhus me hizo un gesto en aquel momento. Era mi turno.
—Adiós —le dije a Sita.
—Namaste —contestó ella, con un pliegue elegante de las manos y una reverencia profunda—. Siempre es agradable conocer a alguien de casa.
Me puse de pie, y combatí contra un mareo repentino. Estaba cansado, sí, demasiado viaje en poco tiempo. Me quedé de pie junto a la puerta verde que daba a la habitación privada, flanqueada por dos sadhus, ambos firangis con barbas marrones pobladas. Los dos estaban totalmente tranquilos, bastante callados. Entonces la puerta se abrió, y entré.
Gurú-ji estaba sentado sobre un gadda cerca de la chimenea, y su pelo era un halo plateado. Habían movido hacia un lado las sillas y sotas —debía de ser una sala de reuniones—, dejando el espacio abierto que le gustaba a él. Me observó al acercarme. Me arrodillé delante de él, y toqué el suelo con la frente, agarrado a sus pies. Me puso la mano derecha sobre la cabeza y saludó:
—Jite raho, beta.
Me cogió de los hombros y me levantó.
Me quedé callado, debería haber dicho algo, como gratitud por su bendición, pero me contuve.
—¿Cómo te llamas, beta?
No había planeado este silencio por mi parte, no tenía intención de probar a Gurú-ji. Pero de repente quise que me reconociera. Ningún otro hombre o mujer habría visto a través del disfraz de mi rostro nuevo. Pero Gurú-ji conocía mi alma, conocía incluso el fragmento pequeño, duro, como de ceniza, que había en el centro, que jamás le había mostrado a nadie. Conocía la suavidad y el anhelo que yacían bajo aquella superficie negra. En ese momento Gurú-ji aguardaba, expectante.
—¿Estás mudo? —preguntó—. ¿No puedes hablar?
Una sonrisa se deslizó por mi cara, estaba siendo muy estúpido, pero el hecho de que creyera que era mudo me hizo mucha gracia. Me quedé allí arrodillado, sonriendo.
—¿Ganesh? —preguntó.
Me quedé asombrado. Quería que me reconociese, pero no esperaba que lo hiciera. Tan solo era un deseo, desde lo más profundo de mi ser. Hay muchos deseos que flotan cerca de la superficie de nuestra piel, y yo había logrado muchos de ellos: poder, dinero, mujeres. Pero hay deseos tan profundos que no se nombran, ni siquiera ante uno mismo. Operan como flujos subterráneos de líquido fundido, sobre los que se mueven los continentes. En ocasiones estallan con la furia de los volcanes, y después se desvanecen, vuelven de nuevo bajo tierra. Ese es el verdadero infierno, donde el deseo hierve eternamente. Quise, como un niño, ser nombrado y reconocido. Y Gurú-ji lo hizo.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Cómo lo has sabido?
—¿De verdad crees que puedes esconderte de mí?
Me dio unas palmadas en la mejilla, después me abrazó fuerte.
—Gurú-ji.
Me reía. Con tocarme una vez, me rescató del agotamiento, el enfado, el miedo. Por eso acudía a él, cruzando el mundo y solo. Le sujeté las manos.
—Gurú-ji, sé que verme es…
Negó con la cabeza.
—Aquí no.
Llamó a uno de sus sadhus, le dijo que yo era un bhakt llamado Arjun Kerkar, que tenía un problema muy íntimo que requeriría una consulta larga. Su personal parecía habituado a esto. Gurú-ji se encaramó a su silla de ruedas con un movimiento poderoso, y le seguí para bajar al garaje. Había un tramo de siete escalones desde el vestíbulo del ascensor hasta el garaje, y lo recorrió con facilidad en su silla de ruedas. Las gruesas ruedas negras apenas hacían sonar zumbidos y chasquidos, y la silla bajaba bailando las escaleras, perfectamente equilibrada.
—Excelente, Gurú-ji —comenté.
—Último modelo, Arjun —me contestó, con un destello de dientes por encima del hombro—. Todo está informatizado. Puedo sostenerme sobre dos ruedas. Mira.
Y lo hizo, girando lentamente sobre sus dos ruedas. Aplaudí. Había una furgoneta especial esperando en el garaje, con una rampa para que entrase la silla de ruedas, y nos fuimos veloces a la casa en la que Gurú-ji se alojaba, la mansión de un devoto justo al salir de la ciudad. Todo estaba organizado de forma eficaz, y los sadhus hablaban unos con otros mediante pequeños walkie-talkies, y no hubo retrasos ni movimientos en balde. En quince minutos estábamos en la suite de Gurú-ji, que habían acondicionado exactamente como le gustaba, con flores frescas en cada habitación, y frutas sobre la mesa, y sus CD de música de sitar y cantos devotos junto a la cama. Me quité los zapatos, y encontré una silla cómoda en una antesala pequeña. Esperé. Gurú-ji tomó un baño, dictó algunas cartas imprescindibles a sus asesores y después hizo que se retirasen. Me hizo pasar, y lo encontré sentado encima de la cama que había en el centro de la habitación, vestido con una kurta blanca de seda y un dhoti.
—Ven —dijo, señalando una silla que había junto a la cama—. Siéntate. Cuéntame, ¿cuándo te hiciste eso en la cara? ¿Por qué?
Así que se lo conté. Por supuesto estuvo de acuerdo con el asunto de la seguridad, pero también dijo que había sentido el impulso de renovarme por el cambio que se avecinaba.
—Un mundo nuevo necesita a un hombre nuevo. Y te has renovado a ti mismo. Sentiste la necesidad de hacerlo, escuchaste la llamada de los tiempos, Arjun. Creo que ese es el nombre nuevo adecuado para tu nuevo yo. Te llamaré «Arjun» desde ahora. Serás Arjun, el que me engañó.
—Solo durante diez segundos, Gurú-ji. Eres el único que me ha reconocido.
—Es un buen rostro, Arjun. Nadie lo sabrá. Ahora dime por qué querías que nos viésemos.
Me siguió con atención, mientras le contaba el desastre reciente. Le dije que por supuesto ninguna operación es totalmente infalible, que me había protegido del tráfico de armas con muchas capas de delegaciones por la banda, y había utilizado a grupos semiindependientes. Y habíamos proporcionado algunos arrestos a la policía de Uttar Pradesh, hombres de poca monta que pensábamos que les dejarían satisfechos, les calmarían. Pero tenían más información de la que creíamos, y habían realizado más investigaciones, y finalmente me había visto implicado. Mi idea era que parte de este celo implacable estaba siendo financiado y alimentado con información desde Dubai y Karachi, por Suleiman Isa y sus hombres. Estaban utilizando a su gente en la policía para llevar a cabo una nueva campaña en su guerra contra nosotros. Y así la policía —tanto la de Uttar Pradesh como la de Marahashtra— nos estaba apretando duro.
—Sí —contestó Gurú-ji—. Sí, Arjun.
Ante estos desastres, todavía se mantenía como una estatua en un templo.
—¿Saben de mí?
—Tú… no, no, Gurú-ji. Jamás. Se te ha mantenido completamente fuera de la operación, tu nombre nunca se ha mencionado. De hecho, nadie de mi banda sabe sobre ti. He mantenido una seguridad total. He venido solo, sin hombres, sin cobertura. No hay amenaza hacia ti por mi parte, me he asegurado de eso. Pero creo que debemos alejarnos del movimiento de armas. Ahora mismo está demasiado caliente.
—Sí, Arjun. En general, estoy de acuerdo. Pero déjame que medite eso. —Alargó la mano, la puso sobre mi hombro—. Pareces cansado. Ahora duerme. Hablaremos por la mañana. Hay una cama para ti en la habitación pequeña.
Tenía razón. Había cruzado el mundo, y antes de hacerlo hubo muchos días de conflicto y malas noticias. Me sentía exprimido, disminuido, como si apenas me mantuviese en un estado de vigilia. Me sostuvo la cabeza con la mano, como bendición, y sentí que me deslizaba sin temor en el sueño. Sus ojos eran oscuros, opacos, enormes. Me levantó, y me abrazó.
—Ve a dormir. Pensaré en ello. Por la mañana decidiremos cómo actuar.
Me tambaleé hasta la habitación que había a un lado de la suite, me desplomé sobre la cama. Apenas tuve fuerzas para ponerme de costado, y entonces me dormí.
Me desperté con el sonido de mantras. Me incorporé, y estuve despierto de inmediato. Mientras cruzaba la suite, de repente fui consciente de qué hambriento estaba, qué vivo. Tenía los hombros fuertes y relajados, notaba cómo se movía la sangre en mi pecho, tenía sándalo en la garganta. Me reí. Me sentía como si hubiese renacido. Una noche durmiendo cerca de Gurú-ji y volvía a ser joven.
Los ventanales en la parte este de la suite se abrían a un jardín, y pude ver a Gurú-ji y los sadhus haciendo una puja. Estaban sentados en un cuadrado, con Gurú-ji en el centro frente a un fuego pequeño. Me senté con las piernas cruzadas cerca de la ventana, lejos de ellos, y observé. Era muy temprano, y bajo el gris profundo de este cielo extranjero un resplandor leve iluminaba sus rostros. No conocía los mantras. Debía de ser una ceremonia solo para sadhus, pensé, y me contenté con quedarme sentado y escuchar.
Pero, después, Gurú-ji me explicó el ritual. Al amanecer, me dijo, meditaban sobre el cambio. A través de esta pequeña yagna, continuó, trabajaban para traer un cambio al mundo. El universo era consciente en sí mismo, en interacción con la materia, en sí mismo solo era energía. La conciencia conjunta de los monjes y el enorme poder espiritual del propio Gurú-ji movían la conciencia universal hacia la transformación.
—La historia tiene una forma, Arjun —afirmó—. El universo es un milagro del diseño. Hemos hablado de esto antes. Mira este jardín. Por cada insecto hay un depredador. Por cada flor hay una función. Algunos científicos todavía observan toda esta belleza pero insisten en que es el resultado de mera selección al azar, de casualidad y nada más. Están ciegos. Están asustados. Olvídate de la casualidad, míralo con la visión adecuada, y el caos revela diseños. La pregunta es: ¿eres capaz de leer sus señales, entender su lenguaje? La pregunta es: ¿puedes ver a través de las superficies? Tú y yo estamos aquí sentados, Arjun, hablando el uno con el otro en un jardín. El sol está saliendo. ¿Todo esto es solo azar, sin significado? ¿No hay una dirección para todo? —Con un movimiento amplio del brazo abarcó la tierra, a nosotros y el cielo—. Mira en tu interior, Arjun. Siente la verdad dentro de ti. Y dime, ¿quién es el creador de esta dirección?
Sabía la respuesta a esta pregunta.
—La conciencia.
—Indudablemente. ¿Y sabes dónde está esa conciencia? ¿Dónde vive?
—¿En todas partes?
—Sí. Y en nosotros. Tú eres Él, Arjun. Tu conciencia es la conciencia universal. No hay diferencia. Si puedes saber esto, saber esto de verdad, entonces no hay nada que no puedas hacer. Puedes dar forma a la historia en sí misma. Dejando atrás la mente, el vira puede dirigir acontecimientos. Puede mover el tiempo hacia la transformación.
Asentí.
—Entiendo, Gurú-ji. ¿Qué quieres que haga?
—Tenemos que llevar a cabo una misión más, Aijun, la última.
Quería hacer un viaje, un envío. La carga no era demasiado voluminosa, ni pesada. Había algo de dinero en efectivo —principalmente rupias, pero también algunos dólares— que se había recaudado en el extranjero y que ahora necesitaba entrar en el país. Había algún equipamiento de laboratorio, que la gente de Gurú-ji necesitaba para llevar a cabo algunos experimentos agrícolas en el Panjab. Eso lo podían haber transportado por canales normales, pero la autorización de la aduana tardaría semanas, quizá meses, y se atrasaría trabajo importante. Y por último había algo de equipamiento informático, que también se necesitaba con urgencia. Nada de armas, nada de munición. Muy sencillo, e incluso libre de las actividades específicas por las que Kulkarni estaba enfadado.
—No te pediría esto, Arjun —dijo Gurú-ji—, si no fuese vital. Sin este cargamento, nuestro trabajo de muchos años quedaría sin hacer, incompleto. Por supuesto podría moverlo con facilidad por otros medios. Pero tú y yo tenemos una historia. Tenemos confianza. Solo confio en ti para hacer esto por mí. Y en este envío, no debe haber fallos. Arjun, sé que corres un gran peligro. De modo que no voy a decirte que debes hacer esto por mí. Pero te lo pido, y te dejo a ti la decisión.
Por supuesto acepté. Me sentía obligado, como discípulo suyo. Y le debía mucho, él me había salvado una y otra vez, de muchas formas. Le dije que lio haría, que comenzaría a planearlo tan pronto como regresase a aguas tailandesas. Después le pedí pasar otro día con él. Era un riesgo para ambos, pero me veía obligado a suplicárselo. Tenía una premonición, una certeza densa de que no volvería a verle. Se lo dije, y aceptó con tranquilidad.
—Sí, es cierto —respondió—. Yo también lo sé.
—¿Puedes verlo?
—Sí.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—No lo sé. No puedo verlo, pero veo eso, que este es nuestro último encuentro.
—¿Cómo es que ambos lo sabemos? ¿Ya ha sucedido, lo que sea que vaya a pasar? Pero ¿cómo puede ser?
—Nuestras mentes pequeñas piensan que el tiempo es como una única vía de tren, Arjun, que siempre va hacia delante, hacia el futuro. Pero el tiempo es mucho más sutil que eso.
—¿Ya estamos separados, en el futuro?
Gurú-ji negó con la cabeza.
—Cada momento contiene un número de probabilidades. Hay elecciones que podemos tomar a cada minuto. No somos máquinas moviéndonos sobre una vía férrea, no. Pero no hay algo como la libertad total. Estamos atados a nuestros pasados, a las consecuencias de nuestras acciones. Podemos inclinarnos hacia tal o cual opción, en el entramado de acontecimientos. Y a veces las probabilidades convergen en un nodo, en algo que se acerca a la certeza. Y entonces, si eres capaz de escuchar, de ver, lo sabes.
De modo que ambos lo sabíamos. No tenía la pretensión de ser un profeta como Gurú-ji, de tener sus poderes espirituales o su perspicacia. Pero lo sabía.
—De acuerdo, Gurú-ji. Recuerdo que en uno de tus pravachans dijiste que en cada encuentro ya está el comienzo de la pérdida.
—Sí. Nos encontramos unos a otros solo para perdernos. La pérdida es inevitable.
—De modo que no hace falta entristecerse. Tal vez volvamos a encontrarnos.
—Tal vez. Pero Arjun, aunque no vayamos a vernos cara a cara, no quiero perderte demasiado pronto en esta vida.
—¿Gurú-ji?
—Veo peligro para ti en el este. Veo un gran peligro.
—¿De dónde, Gurú-ji? ¿De quién?
—No sé. Pero hay peligro para tu vida. Ten mucho cuidado.
—Lo tendré. Como siempre. Tendré incluso más cuidado. Incluso más.
—Velaré por ti.
Así, dimos un paseo. No había nada más que decir o hacer. Vivía en peligro, llevaba años haciéndolo, y ahora Gurú-ji me había hecho una advertencia. Estaría incluso más alerta, si cabía. A Gurú-ji le gustaba la vegetación, le encantaban las flores y los árboles, había hablado de eso a menudo en sus sermones, sobre la necesidad de preservar el me dio ambiente. En el centro de Munich había un parque, y fuimos allí, solo Gurú-ji y yo y dos de sus sadhus. Los sadhus caminaban a cierta distancia detrás de nosotros, sin poder oírnos. Gurú-ji y yo hablamos de cosas normales y corrientes, sobre el precio del oro, y el número creciente de niños con sobrepeso en las clases medias de la India, y la próxima generación de ordenadores, y cambio climático mundial y las implicaciones para el monzón. Después de las conversaciones cósmicas que habíamos tenido últimamente, era un alivio volver a pisar tierra, a ese día de verano con familias que paseaban, y niños que miraban fijamente a Gurú-ji, y perros que brincaban. Los niños más valientes se acercaron a Gurú-ji, y él habló y rió con ellos. Mirándoles, pensé que esa era una toma perfecta: la extensión de césped, los árboles de copas pesadas moviéndose con suavidad por la brisa, el sol generoso, Gurú-ji con la cabeza bien inclinada, y los cuellos estrechos y pálidos de los niños que se apiñaban a su alrededor. Recuerda esto, me dije a mí mismo, preséncialo y recuérdalo siempre.
Traté de ver a Gurú-ji con claridad. Era tan inteligente, tan avanzado, que de alguna forma estaba alejado del mundo de los hombres y mujeres. Sabía que valoraba la limpieza, que le gustaban los jardines y la vegetación, que tenía conocimientos en cantidades inmensas sobre temas misteriosos, que le gustaba enterarse de los últimos avances de la tecnología tan pronto como pasaban. Pero sin embargo se cernía un poco sobre la tierra, no podía conocerle como conocía a Arvind, o a Suhasini, o a Bunty. A ellos les conocía como a mí mismo, sabía la forma de sus deseos, a qué tenían miedo, cómo pensaban. Podía predecir qué harían, y podía hacerles querer ciertas cosas, podía dirigirles y controlarles. Les tenía.
Pero Gurú-ji, cuando intentaba pensar en él, cuando me lo imaginaba, aparecía en mis pensamientos como una de esas imágenes de calendario de Vivekananda o Paramhansa, vividas e inolvidables pero no del todo humanas, más que humanas. No podía captarlo del todo, a mi Gurú-ji. Incluso cuando se deslizaba con su silla de ruedas unos centímetros por delante de mí, echándose hacia atrás sobre dos ruedas, seguido por una cola de cometa de niños riendo. En una ocasión le pregunté por su familia, y me habló bastante abiertamente de su padre que trabajaba en las fuerzas aéreas, que mantenía en funcionamiento los aviones de combate del país y tenía un problema con la bebida. Y de su madre, que sufría de asma y lloró copiosamente cuando tuvo lugar su accidente de moto, pero que fue su principal apoyo en su búsqueda de conocimiento espiritual, y su primera devota. Conocía sus gustos con la comida, que era vegetariano pero nada exigente, que compartiría la precaria comida de un agricultor pobre y la disfrutaría con el mismo entusiasmo que sentiría con el té lujoso de un primer ministro. Sabía todo esto, y sin embargo sabía que no le conocía en absoluto. Permanecía oculto tras aquella mirada firme, aquella forma de abarcar que devolvía amor y paz y certeza. Tal vez estaba siendo impertinente, pensé mientras caminaba por detrás de él, al esperar que pudiera entenderle como entendía a otros hombres, él había dejado atrás el ego, y se había convertido en algo divino. Y yo todavía no estaba lo bastante cerca de la divinidad como para comprender esta devoción. Tratar de hacerlo era en sí mismo un acto del ego, un movimiento de orgullo. Todo lo que podía esperar adecuadamente era aquel momento de darshan, una conexión fugaz. No obstante, sentía las ganas de intentarlo. Caminé hacia él, pasando por el lado de los niños, y le pregunté:
—¿Gurú-ji?
—Sí, Aijun.
—Tengo una pregunta. A lo mejor es impertinente.
—Mucho mejor. Hazla.
—¿Alguna vez has estado enamorado, Gurú-ji?
—Todo el tiempo, Arjun.
—No así, Gurú-ji. Sé que me quieres, y a ellos —señalé a los niños—… me refiero de alguien, Ishq, pyaar, muhabbat, Gurú-ji. ¿Alguna vez has sido deewana?
—Era muy joven cuando me pasó esto —respondió, señalando sus piernas.
—¿Así que, nunca?
Pensé que ya sabía la respuesta. Un hombre que se había dado cuenta de su propia esencia suprema amaba por igual a toda la creación, no tendría necesidad de esa ceguera parcial, fragmentada, que era el amor por otra persona. Si eras el mismísimo brahman, ¿para qué necesitabas convertirte en Majnún? Pero Gurú-ji me sorprendió.
—¿Un deewana? Sí, quizá una vez. Antes del accidente. Cuando era muy joven.
—No, ¿de verdad?
—Sí, en serio. Nos veíamos todos los días porque vivíamos en casas vecinas, y aun así las horas que pasábamos separados eran una tortura —sonrió—. ¿Te refieres a eso, Ganesh?
—Sí, Gurú-ji —contesté con entusiasmo—. Y cuando la veías, temías cada minuto porque el tiempo iba pasando.
Un niño sonriente de ojos azules le habló a Gurú-ji en alemán, y Gurú-ji le contestó muy serio. Me hizo una señal con la cabeza —por encima del pequeño hombro del niño— y replicó:
—Sí. Como si tu otra mitad estuviera cerca de ti por un momento, pero te la fuesen a arrebatar.
Aplaqué la asfixia que sentía en la garganta. De modo que era un hombre después de todo, un común mortal que había sufrido esas punzadas, y había sentido la pérdida.
—¿Cómo se llamaba, Gurú-ji?
Dio unas palmadas al niño en el hombro, le hizo irse. Miraba hacia mí, peto viendo otra cosa, a alguien muy lejano.
—¿Qué importa, Arjun? Los nombres se pierden en el tiempo. Todo encaprichamiento conduce a la pérdida.
—¿Entonces qué pasó, Gurú-ji? ¿La enviaron lejos?
—Eso pasó. Y yo me fui, hacia la herida y después hacia mi interior.
Entonces se convirtió en nuestro Gurú, y ahora nos amaba a nosotros en vez de a ella, quienquiera que hubiese sido. Sin duda, ella también recordaba su amor, pero tal vez le consoló el hecho de que él todavía la amase, de una forma mucho más profunda que el simple amor de un mortal pequeño, ignorante, por otro. No obstante me consolaba el saber que Gurú-ji fue como yo en una ocasión.
—Gracias —dije—. Gurú-ji, gracias por contármelo.
—No es nada —respondió, y miraba por encima de su hombro al grupo de niños, que se habían apartado hacia un lado, y ahora estaban corriendo por los campos en un fogonazo de piernas doradas, con aquel niño a la cabeza.
En ese momento se acercaron los sadhus, y me quedé atrás, acarreando como un tesoro nuevo en el pecho mi conocimiento de un joven enamorado. Seguimos paseando.
Uno de los sadhus hablaba con Gurú-ji en francés. Ese sadhu era suizo, un tipo que se estaba quedando calvo, pelirrojo, a quien se le había dado el nombre de Prem Shantam. Gurú-ji tenía gente de todo tipo entre sus seguidores, y hablaba retazos de muchas lenguas. Entonces se giró hacia mí:
—¡Arjun!
Aceleré el paso.
—¿Gurú-ji?
—Prem me está diciendo que allá delante hay una zona del parque en la que estos alemanes abandonan todo recato. Están tumbados sin ropa alguna. Sugiere que no vayamos hacia allí.
—Tal vez deberíamos evitarlo, Gurú-ji.
—¿Por qué? ¿Tienes miedo de ver sus cuerpos?
—¿Yo? No, en absoluto. Estoy acostumbrado, Gurú-ji, por Tailandia y todo eso.
Así que seguimos hacia delante, descendiendo por el lado de un río brillante. Y allí estaban los alemanes desnudos, la mayoría hombres, tumbados sobre el césped y paseando con naturalidad, pasando poca vergüenza. Los había visto en playas lejanas, me resultaba familiar su piel blanca, sus traseros arrugados. Pero aquí me sentía un tanto inquieto. Aquí, en esta ciudad de iglesias y chapiteles altos, esta exhibición no tenía sentido.
Prem comentó algo, y Gurú-ji me tradujo, todavía mirando hacia la orilla del río.
—Dice que lo llaman «cultura del cuerpo libre». No creo que sea libre, o culto. Están engañados. Hay un tiempo y un lugar y una edad para todo. Hay etapas de la vida en las que ciertas cosas son adecuadas. Un sadhu que medita desnudo en una jungla está verdaderamente desnudo. Ha dejado atrás toda cultura. Esta gente todavía está vestida en las trampas del lenguaje. Creen que son libres, pero están delimitados por su rebelión contra la vergüenza apropiada. Es cierto que vivimos en kaliyuga, cuando todo está patas arriba.
Había unas pocas mujeres entre la gente desnuda, y dos de ellas nos estaban mirando en ese momento. Una tenía el pelo claro, típicamente alemán, pero la otra tenía el pelo negro, espeso, rizado, y era muy alta. Seguro que era alemana, pero tenía la piel bronceada.
—Vamos —dijo Gurú-ji. Dobló las manos haciendo un gesto de namaste a las chicas—. Pensarán que las miramos por curiosidad lasciva.
Hizo girar su silla de ruedas. Mientras nos alejábamos, apartándonos del río, miré hacia atrás y la morena todavía nos observaba. Gurú-ji tenía razón, era una descarada, no tenía miedo a nada. Kutiya. Pero, para cuando volvimos a la entrada del parque, me había olvidado de ella. Estaba con Gurú-ji, y de mucho mejor humor de lo habitual. La irritación vino y se fue. Regresamos a la mansión, y tomamos una comida tranquila en el salón grande, los sadhus y Gurú-ji y yo. Y después nos sentamos de nuevo en el jardín cerca de los dormitorios, disfrutando de la luz del sol. Estaba somnoliento y relajado, contento, en absoluto triste. Si esto era un nodo en el tiempo, todas las probabilidades se habían reducido a este silencio. Estaba en paz.
—Hay algo de lo que no me has hablado, Arjun —comentó Gurú-ji de repente—. ¿Hay algo más?
Por supuesto que lo había. Debería haber hecho algo mejor que escondérselo. Siempre lo sabía. Y no solo conmigo: en su página web había testimonios de docenas, cientos de devotos de todo el mundo que hablaban de su capacidad para notar sus problemas, ver a través de sus vacilaciones. De alguna manera, lo sabía.
—Es algo muy pequeño, Gurú-ji. Después de todas las cosas grandes de las que hemos hablado, parece ridículo mencionarlo siquiera. Por eso me lo he callado.
—Arjun, nada es pequeño si te molesta. Un pequeño grano de arena puede parar una máquina potente. Tu conciencia controla el mundo que creas, y si tienes la mente tullida, tu mundo también se viene abajo. Así que, cuéntame.
—Es la chica.
—¿La chica musulmana?
—Sí.
—¿Qué pasa?
—Nada exactamente. Quiero decir, en estos momentos no la veo tan a menudo. Está muy ocupada con sus películas y su trabajo. Y yo también tengo mucho que hacer. Cuando nos encontramos, todo está bien. Es preciosa. Es obediente.
—¿Pero?
—Pero a veces tengo miedo. No sé. No sé si realmente me quiere. La miro y observo sus ojos, pero no lo sé. Dice que sí. Pero ¿me quiere?
Gurú-ji negó con la cabeza.
—Esa no es una pregunta pequeña, Arjun. Es una gran pregunta. Ni siquiera los sabios pueden mirar en el interior del corazón de una mujer. El mismo Vatsayayana escribió: «Uno nunca sabe lo profundamente enamorada que está una mujer, ni siquiera cuando es su amante». Eso es justo lo que pasa aquí, lo que te pasa a ti.
—Pero tú, Gurú-ji, ¿lo sabes?
—No, no lo sé. E incluso si te dijera «Sí, te quiere», ¿qué pasaría? ¿Estás seguro de que eso mismo sería cierto mañana? Las mujeres son volubles, Arjun. No pueden controlar sus emociones, son variables como la prakriti en sí misma. ¿Intentarías amar al clima por su constancia, o al río por permanecer en un lugar durante toda la eternidad? Este amor del cuerpo no es amor. Es solo un capricho momentáneo.
—Entonces ¿por qué regresa a mí? ¿Finge?
—Es implacable, Arjun. Mientras obtenga algo de ti, sentirás que podría amarte. Esa es la habilidad de la prostituta. Es una habilidad que surge de forma natural en las mujeres. No es culpa suya, deben actuar según de qué están hechas. Son débiles, y los débiles tienen ese tipo de armas: mentiras, evasivas, interpretaciones.
Debí de parecerle triste, o exhausto, porque se acercó más a mí, de forma que pudo descansar una mano sobre mi muñeca.
—Solo puedes conocer esa verdad experimentándola, Arjun. Si te hubiese dicho que no estuvieras con ella, me habrías obedecido. Pero habrías pensado que era un viejo malhumorado, desconfiado de los placeres. Pero ahora lo sabes. Has visto a través de la maya. Tenemos que ir más allá de esto. —Pellizcó la carne de mi muñeca entre un pulgar un largo índice—. Esto es útil, pero también nos ciega. El dolor que sientes ahora es la puerta a la sabiduría. Aprende de él.
Sabía que Gurú-ji tenía razón. Y sin embargo mi carne luchaba contra ello, contra esta decisión que sabía que debía tomar. El estómago me bulló con desesperanza. ¿Solo quedaba esta enorme sensación sombría que dejaba la ilusión evanescente del amor? Me sentía como si estuviese de pie en una interminable llanura abierta, en la que cada metro marrón y yermo estaba iluminado por una luz extraña, igualadora. Vi eso, y me estremecí para alejarme de su desolación.
—Sí, Arjun —continuó Gurú-ji—. Todo ha ardido, y todo lo que te quedan son cenizas. Pero esta desolación gris también es una ilusión, solo un paso en tu camino. Confía en mí. Sigue caminando conmigo. Más allá de este osario del romanticismo, hay paz y un amor más grande.
Y me mantuvo cerca, durante el resto del día. Estuvimos juntos hasta que me marché, aquella tarde a última hora. Me abrazó con fuerza y las últimas palabras que me dijo fueron:
—Ten fe, Arjun. No titubees en tu fe. Velaré por ti. No tengas miedo, beta.
No tenía miedo. Conduje por la noche, hasta Düsseldorf, y cogí un avión a Hong Kong. Seguí todos los procedimientos y protocolos, mis propios trucos aprendidos a lo largo de toda una vida, y las técnicas profesionales de espionaje que aprendí de K.D. Yadav, para asegurarme de que no me seguían. Lo hacía por costumbre, pero sabía que estaba seguro. Tenía la protección de Gurú-ji sobre la cabeza. En el avión, incliné el asiento bien hacia atrás y me dormí. Estaba muy cansado. En dos días había vuelto a nacer. Algo en mí había muerto, y ahora había algo nuevo en su lugar. Gurú-ji me había rehecho de nuevo. Durante aquel vuelo largo soñé con las manos de Gurú-ji. Esa era la parte de él que llevé conmigo, esa toma en primer plano. Él podía ser divino, pero sus manos eran de este mundo. Eran pequeñas, y muy blancas. Tenía las uñas absolutamente limpias. Cuando me desperté, me pregunté por qué no dejé de ver aquellas manos mientras dormía, por qué eran tan reales de forma vivida, tan presentes, tan humanas. Me había dado un nombre nuevo, y una visión nueva. Y juntos pondríamos en marcha un ciclo nuevo del tiempo.
Me esperaba una emboscada en Singapur. Primero fui a Phuket, al yate, y organicé el envío de Gurú-ji. En dos semanas, nuestros nuevos canales de comunicación estaban en su sitio y operativos e impermeables a las infracciones. Sin duda ese bastardo de Kulkarni me vigilaba de cerca, pero no iba a oír nada. Llamé a Pascal y Gaston, mis muy antiguos camaradas. Habíamos estado utilizando sus barcos y sus ampliados recursos (sí, habían crecido conmigo), pero en ese momento les dije que tenían que hacer personalmente un viaje para mí. Tenían que convertirse en tripulante y capitán, igual que en los viejos tiempos. Gaston se quejó, y se puso tan agresivo como un niño malhumorado. Tenía diabetes, dijo, y un disco desplazado desde hacía mucho que rebotaría a la mínima sacudida. Le dije que dejase de lloriquear como una vieja, que se pusiera un braguero y preparase su barco. Refunfuñó, pero hizo lo que se le decía. Me lo debía. Tardamos tres semanas en ponerlo todo en orden, y después salieron, Gaston y Pascal, con dos de sus mejores hombres. La recogida, cerca de la costa de Madagascar, fue cut-to-cut y sin problemas, y el viaje de vuelta fue apacible, sobre aguas en calma. Dejaron la carga cerca de Vengurla, y se fueron a casa. La gente de Gurú-ji recogió la entrega y la llevó más lejos, donde fuera que la necesitasen. Les pagué a Gaston y Pascal el triple de su tarifa habitual, y eso fue todo. Sin problema, sin alboroto.
Era momento de hacer un viaje a Singapur, pensé entonces. Quería ver a Zoya una última vez, para romper mi conexión con ella. Había superado mi necesidad de ella, había ido más allá del amor. Quería acabar con ella y decir adiós. No me quedaba más amargura ni enfado, y quería acabar con honor, sin confusiones ni resentimientos. No había visto a Arvind cara a cara últimamente, y no me gustaba dejar pasar demasiado tiempo sin sentarme con mis principales administradores. Por inútil que fuese esta carne, había cosas que solo aprendías de ella. De modo que volé a Singapur, dos días antes que Zoya. Cogí un vuelo que llegaba de noche. Arvind me recogió como de costumbre, y me llevó en coche al apartamento, siguiendo los procedimientos de seguridad habituales durante la ruta. Volvimos sobre nuestros pasos, buscando si alguien nos seguía o nos observaba, y cambiamos de coche a medio camino. Esta técnica profesional se había convertido en nuestro segundo estado natural para entonces, y lo hacíamos sin tener que pensar en ello. Había una luna llena suspendida a poca altura en el cielo sobre nosotros. Hablamos de negocios, e inversiones, y problemas de personal. Y cotilleamos un poco sobre uno de los lugartenientes de Suleiman Isa, Hamid. Este Hamid vivía en Karachi, y había tenido una aventura por correo electrónico y por teléfono con la mujer de uno de sus principales controllers en Bombay mientras el pobre maderchod se pudría en la cárcel. Arvind había escuchado recientemente una de las cintas a través de los pinchazos de la policía a los teléfonos de la esposa, e imitó a la randi jadeando y gimiendo mientras le decía a Hamid cómo le chuparía la pértiga.
—Bhai —dijo—, vivimos tiempos asombrosos. Su marido está en prisión. Y ella le manda fotos suyas por correo electrónico a Hamid, fotos de ella en biquini.
—Es buena para nosotros, esta técnica de gestión suya. Añade un nuevo sentido a lo que les decimos a los chicos: «Cuidaremos de tu esposa e hijos si tienes que ir a la cárcel por nosotros».
—Sí, bhai. Después de todo, en estos momentos, el marido lleva cinco años en la cárcel. Y una mujer tiene necesidades que han de ser atendidas.
Arvind estaba sacando la mano por la ventanilla del coche para meter una tarjeta en una ranura de la pared, para poder cruzar las puertas dobles de seguridad del edificio del apartamento.
—¿Sabes, bhai? Al final de la llamada, Hamid le suelta: «Nunca antes le he dicho esto a nadie en mi vida». Después dice, en inglés: «I love you». Y ella contesta, en inglés: «1 love you».
—Supongo que nunca se lo dijo a sus tres esposas, el bastardo.
Arvind sonrió.
—A lo mejor no en inglés.
Su propia esposa parecía gorda y feliz, de forma que sabía que había estado diciéndole que la quería en muchas lenguas. Sus hijos estaban dormidos, pero me detuve junto a sus habitaciones separadas para echarles un vistazo, al niño y a la niña. Le comenté a Suhasini que habían crecido desde la última vez que les vi, dos meses antes. No era solo adulación. Incluso estando tumbados, pude ver la longitud enorme de sus piernas. Solo tenían siete y cinco años. Llegarían al metro ochenta antes de terminar de brotar, estas flores extrañas del jardín de Arvind. Comí algo de arroz y dal, y hablé con los orgullosos padres de los pequeños mocosos veloces.
—Todo es por la proteína, bhai —explicó Suhasini, limpiándose la barbilla pesada con el final del pallu—. En nuestra época, en la India, no tomamos suficiente. Todos estábamos malnutridos. Ahora, si te informas, puedes darles a tus hijos lo que necesitan. Este crecimiento solo nos parece inusual a nosotros. En realidad, tan solo es normal.
Toda su proteína de Singapur estaba haciendo que se volviese una pelota de fútbol perfectamente redonda, pero no se lo dije. Elogié a sus hijos, y después me fui a la cama. Justo cuando estaba a punto de quedarme dormido, Zoya llamó desde Bombay.
—Lo siento tanto, bhai —se disculpó—. Me he retrasado.
Había terminado su rodaje a tiempo ese día, habían rodado en exteriores, y de vuelta a la ciudad, en la carretera, les paró un atasco de diez kilómetros. Tres camiones a toda velocidad habían chocado unos contra otros. Tardaron seis horas en limpiar el enmarañado desorden. Lo sentía mucho, y estaba muy asustada. Nunca antes había faltado a una cita conmigo.
Pero verdaderamente yo estaba más allá de la pasión y el enfado. Con tranquilidad, le dije que descansase bien por la noche y cogiese el vuelo al día siguiente, y después cerré los ojos y me quedé en reposo.
A la mañana siguiente estaba aburrido. Arvind y yo tuvimos nuestra reunión por la mañana, llamé a Bunty. Me ocupé del negocio, pero había programado el día para Zoya. Esperaba discusiones solemnes, tal vez algunas lágrimas. Ahora, no tenía nada que hacer. Vi algo de televisión. Jugué con los bachchas. Después llegó la hora de comer, y la gran cuestión a discutir fue dónde íbamos a encargar la comida. Arvind quería comida india, pero perdió la votación.
—Hay un nuevo restaurante cantonés en el Centro Comercial Singapur, bhai —comentó Suhasini, palpitando de glotonería—. Su comida es fantástica. Pero no la traen a casa. Dile que vaya.
—No está tan cerca —replicó Arvind—. Y hay tres restaurantes chinos aquí en esta calle.
—Yo iré —contesté.
—¿Qué? —preguntaron los dos al tiempo, ambos con el mismo desconcierto.
—Necesito salir —respondí.
—Pero bhai… —apuntó Arvind.
No necesitaba decir nada más. Nunca había salido en Singapur, ni una sola vez. En Tailandia, rara vez dejaba el yate. Salí para hacer el viaje a Alemania, pero se entendió que aquello fue un proceder único, de emergencia. Y aquí estaba, ofreciéndome a ir a por comida china.
—Necesito la excursión —expliqué.
Me conocía lo bastante bien como para no discutir.
—Enviaré a un par de chicos contigo.
—Arre, no, baba. —Me señalé la cara—. Estoy completamente protegido por esto. Ya no me conoce nadie.
Así que fui. Una vez en la carretera principal, dejé que el coche embistiese hacia delante. Aceleré, serpenteé y me sentí libre. Era agradable ser un hombre sencillo con una cara desconocida que iba a por comida china. Me resultó un auténtico placer este recado de sirviente: entrar en el restaurante y pedir la comida, pagarla, darle las gracias a la pequeña recepcionista china. Traté de imaginar qué vio ella: un indio treinteañero, limpio, con camiseta blanca brillante y pantalones cortos de color gris y zapatillas Nike blancas, bastante guapo pero sin embargo corriente. ¿Veía en mis ojos algo de quién era en realidad? Pero llevaba gatas de sol con los cristales teñidos de gris. Estaba a salvo.
Volví a acomodarme en el coche y encendí el aire acondicionado, y surgió rápido y potente, y tuve el pensamiento de que era un coche muy caro. La piel bajo mis muslos era tan suave como las mejillas de una chica joven. El coche era un Mercedes último modelo, con todos los últimos artilugios, incluido un sistema GPS. Ese bastardo de Arvind. ¿Por qué necesitaba un sistema GPS en esta ciudad pequeña chutiya? ¿Cómo se podía permitir todo esto? ¿Se estaba quedando demasiado dinero, sus porcentajes eran demasiado grandes? ¿O mentía acerca de sus diversos ingresos? Todo el trayecto de vuelta me vi asaltado por estas preguntas. Escuchaba el CD de International Dhamaka, y me preocupaba.
Todavía estaba pensando en el dinero cuando aparqué y subí por el ascensor. Mi banda iba bien, pero nuestra expansión se había ralentizado. Tal vez necesitaba introducir medidas de austeridad, imprimir en mis hombres la necesidad de control financiero y gestión de los recursos. De repente me di cuenta, entonces, de que tenía mucha hambre. Los paquetes de comida que sujetaba en ambas manos emanaban olor a especias y carne. El ascensor se detuvo en nuestro piso, y llamé a la puerta con la punta del pie. Abre, gaandu.
Entré. Había dos hombres en el pasillo, flanqueando la puerta del ascensor, de cara a ella.
No les conocía. Uno era chino, el otro indio. Ambos llevaban el pelo corto, recortado por los lados al estilo militar.
—¿Adónde vas? —preguntó el chino.
«¿Qué te importa, maderchod?», era lo que quería decir. Me surgía de las entrañas, pero estaba pensando. En aquella eternidad que se acurrucó en el interior de esa fracción de segundo, estaba pensando. Gracias a Gurú-ji. En vez de eso contesté:
—Comida.
Levanté las bolsas, con ambas manos.
—Entrega —dije—. Ático.
—No la necesitan —replicó el indio, en hindi—. Han salido.
Mi cuerpo quería darse la vuelta y correr. Entrar en el ascensor, bajar las escaleras, marcharme. Pero estaba pensando. «No les hagas desconfiar».
—Dinero —apunté—. Tienen que pagar.
—Lárgate —dijo el chino.
—Vete —añadió el indio.
Musité insultos en voz baja, me di la vuelta para entrar en el ascensor. Apreté un botón, y luego maldije un poco más.
El indio dio unos pasos hacia delante, puso una mano sobre la puerta.
—¿Trabajas para la gente del ático?
—No. Para Jardín de Wong.
—¿Cómo te llamas?
—Nisar Amir.
—Quítate las gafas.
Todavía llevaba mis Gucci. Dejé una bolsa, y me las quité. Me escudriñó la cara, me lanzó esa mirada de policía que piensa en miles de apradhis a los que recuerda por si coincide. No aparté la mirada, y traté de no odiarle. Estaba pensando: sé un chico de reparto.
—Está bien —concedió, y soltó la puerta.
Un pequeño sonido, zump, a goma y metal me ocultó de ellos, y me derrumbé contra el cristal en la parte trasera del ascensor. Me temblaban las piernas. Me llevé las bolsas de comida al sótano, agarrándolas como escudos contra el pecho. Me metí en el coche lujoso de Arvind, y me marché.
Tardé tres días en salir de Singapur, y fue difícil. No sabía quiénes eran esos hombres, quién me había encontrado en mi ático. Pero, después de registrar el apartamento, tenían mis pasaportes nuevos, de modo que tenían mi nueva cara. Solo tenía dos teléfonos móviles, y trescientos setenta y tres dólares de Singapur. Pero podía hablar con mis hombres, y tenía mi intelecto. Al final me fui con un pequeño bote de remos, que me llevó a otro barco, más grande, en el que me quedé tumbado bajo listones de madera, bajo la oscuridad con olor a pescado. Ese barco me llevó a través del estrecho de Johor hasta otro bote pequeño, que finalmente me dejó en una playa de Malasia. Al día siguiente estaba en Tailandia.
Estaba a salvo, pero Arvind estaba muerto. El día después de mi salida a por comida china, la policía de Singapur anunció que le había encontrado muerto, en el ático. Le habían disparado tres veces. A Suhasini le habían disparado una vez, en la cabeza. Los niños también habían muerto. La historia, según las autoridades de Singapur, fue que tuvo lugar una guerra con pistolas en el ático. Suhasini les había abierto la puerta a unos agresores desconocidos, y fue asesinada de inmediato. Arvind disparó a los atacantes, que contraatacaron, y en el fuego cruzado perecieron los niños. Y después cayó Arvind, bajo las descargas de los asesinos.
Eso fue. La policía de Singapur expresó su indignación ante este estallido sin precedentes de guerra de bandas salvaje en su ciudad jardín, y anunció una intensificación de los controles de inmigración. Tardaron cuatro días en abrirse paso a través del alias de Arvind, descubrir quién era en realidad, y entonces los periódicos de la India publicaron artículos de primera página sobre la matanza, y teorizaron sobre la identidad de los asesinos. Se lo atribuyeron a Suleiman Isa y sus lugartenientes, y elogiaron su plan y la audacia de ejecutarlo en el estricto Singapur, y publicaron planos de todas las habitaciones del apartamento, con pequeñas figuras pegadas disparándose entre sí. Y se preguntaban: «Pero ¿cómo logró escapar Ganesh Gaitonde?».
Me había escapado, sí. Pero ¿de quién? Era fácil creer que habían sido de nuevo los hombres de Dubai. Era demasiado fácil, demasiado automático. No dejé de recordar aquellos cortes de pelo. Aquellos dos hombres delante del ascensor, ¿no se habían comportado como policías, como soldados? Tal vez no fue Suleiman Isa quien llevó a cabo este golpe, tal vez fue el gobierno. Kulkarni y su organización estaban muy enfadados conmigo, quizá habían decidido que ya era hora de terminar esta operación en concreto, cancelar esta cuenta. Quizá habían decidido acabar con Ganesh Gaitonde. Yo mismo había realizado para ellos misiones exactamente como esta, cuando iban detrás de activos comprometidos. Retira a este hombre, decían, una vez fue nuestro pero ahora está contra nosotros. O al menos no está con nosotros. Y yo lo había hecho, había encontrado a algún pobre chutiya, en Katmandú, en Bruselas, en Kampala, y le había matado. A quienquiera que nombrasen, donde fuera. Lo hice. Y ahora iban a por mí.
No, no… me contuve antes de creer esto. No te lances a las conclusiones, me dije a mí mismo. No te hagas daño de esta forma, no creas que tu propio país te desprecia tanto como para querer que desaparezcas, te borres, acabes. Hablé con Kulkarni tres veces aquella semana, y siempre se mostró cortés, preocupado por lo sucedido. Dijo que estaba realizando una concienzuda investigación, y prometió que me pasarían de inmediato la información procedente de Singapur. Después de una conversación con él, solo tardaba cinco minutos en encontrar el veneno sutil en su miel. Sí, era tranquilizador, pero tal vez me estaba levantando para otro ataque. Tal vez ya tenía a los observadores en sus puestos, tal vez el fielding ya había comenzado, y estaban a punto de hacer caer mi wicket. Sí. ¿Quién me había descubierto en Singapur, quién tenía la dirección del ático, y los códigos de seguridad de la puerta del edificio y el ascensor, y suficiente conocimiento como para cortar la comunicación de las cámaras de vídeo alineadas en cada pasillo? ¿De dónde había salido la información? ¿Me había traicionado Zoya? ¿Por qué había perdido su vuelo? Sí, hubo un atasco de tráfico en la carretera aquel día, lo comprobé, pero ¿por qué salió tan tarde del plato? ¿O fue Arvind, hizo un trato con alguien, y después le traicionaron a él mismo? ¿A los asesinos les habían ordenado que thokoasen también a su fuente, para hacer un barrido limpio? Era posible. Todo era posible.
Bajo la luna llena tailandesa, yacía despierto luchando contra las posibilidades. Y cuando me levanté por la mañana, tenía miedo. Gurú-ji dijo que mi vida estaba en gran peligro, y yo sabía que no había pasado. Una vez más, después de años, empecé a llevar pistola. Al cabo de dos días, empecé a llevar una pistola adicional, atada al tobillo. Tenía el mejor chaleco antibalas del mundo, traído desde Estados Unidos, y lo llevaba bajo la camisa durante el día, reconfortado por su protección IIIA, que podría frenar el avance de las balas de una Magnum.44 antes de que me llegasen al pecho, a la espalda. Incrementé el número de centinelas armados en el yate, y les hice turnarse por equipos tres veces al día. A veces dormía en el barco, y a veces en varias casas en tierra, y variaba mis rutas. Tomé todas las precauciones posibles.
Mientras tanto, las calamidades no cesaban. Bunty me llamó una tarde, bastante apagado, no con su alegre forma de ser alegre.
—Bhai —me dijo—. Estoy en una clínica.
—¿Qué pasa?
Imaginé una docena de tragedias todas a un tiempo: sífilis, balas, sus hijos devastados por la malaria.
—Son Pascal y Gaston. Están aquí los dos, bhai. Ambos ingresados.
—¿Qué?, Gaston solo tiene diabetes, ¿verdad? ¿El otro se ha contagiado?
Eso le provocó una pequeña risa, una muy pequeña.
—No, bhai. Es algo más. Los dos están enfermos. Y también lo están los dos chicos que fueron con ellos en el barco en el último encargo. Están todos vomitando, una y otra vez.
Se refería al viaje que hicimos para el envío de Gurú-ji, aquel último y muy especial que había pedido. Apunté:
—Han comido algo de pescado en mal estado, los bastardos estúpidos.
—A Gaston se le está cayendo el pelo, bhai.
—Hace años que le pasa.
Bunty no respondió nada. Estaba muy lúgubre. Que se hubiese tomado el tiempo de ir a la clínica era bastante inusual en sí mismo. Era un hombre ocupado, me aseguraba de eso. Y ahora no se reía, este Bunty que cada día gastaba bromas sobre tipos a quienes disparaban en los golis. El estado de Gaston debía de ser muy grave de hecho, demasiado grave.
—De acuerdo —continué—, escucha, consígueles buenos médicos. Si hace falta dinero, lo pones. Cuídales.
—Eso es lo que pensaba, bhai. Llevan mucho tiempo con nosotros.
Estuvo alrededor de ellos los siguientes dos días, presionando a los médicos para que curasen a nuestros amigos. Mientras tanto, llamé al inspector Samant en Bombay y organicé dos eliminaciones para él, le di a dos controllers de Suleiman Isa en Bombay. Mató a esos controllers la misma noche, uno después de otro. Los bastardos de Dubai no habían reivindicado el golpe a Arvind, pero quería que supiesen que no estábamos durmiendo, que éramos muy capaces de responder en un lenguaje que entendiesen. Las eliminaciones proporcionaron una satisfacción, en especial porque Samant me mandó por correo electrónico fotografías del depósito de cadáveres de los bastardos muertos, con las cabezas abiertas por las balas. Pero el consuelo pasó rápido, y el miedo mantuvo su son de tambor constante, sordo.
—¿Te envío una chica? —preguntó Jojo aquel domingo por la tarde—. Tengo una o dos nuevas que pueden entretenerte.
—Arre, he terminado con todo eso.
—No te creo, Gaitonde. Tú mismo no te lo crees. ¿No vas a volver a tirarte a una chica? ¿En toda tu vida?
—Quizá lo haga, quizá no. Pero ya no es un asunto importante. He superado todo eso.
Soltó un gemido que sonaba a chillido, como un cachorro al sentir un dolor penetrante. Pensé que tal vez ella también estaba enferma de repente. Después estalló en un torrente de risa irremediable. Me aparté el teléfono del oído, y dije:
—Jojo, maderchod, escúchame.
Le resultaba imposible escuchar, y dejé el teléfono y esperé. Dejé pasar un minuto, y dos, y después cogí el teléfono. Ahora soltaba risitas ahogadas, pero tan pronto como dije su nombre volvió a empezar.
—Chutiya loca —solté, y colgué.
En aquel momento, la quise tener delante de mí para poder ponerle una mano en la garganta e interrumpir ese sonido sucio, quise sacudirla hasta dejarla en silencio con la cara roja mientras apretaba y apretaba. Caminé dando grandes zancadas por mi camarote, salí a cubierta y volví a entrar. Kutiya. Le había dejado ser demasiado familiar, demasiado informal conmigo. Quizá necesitaba que le diese una lección. Desde el principio le había permitido demasiado.
Estaba pensando esto cuando ella llamó.
—Saali —contesté.
—Lo siento, lo siento —empezó—. De verdad. Gaitonde, tienes que perdonarme. Ha sido tal sorpresa. Tú, entre toda la gente. Tú, que disfrutas tanto de las mujeres. Es difícil creer que estés diciendo esto.
—Gaandu, simplemente tienes miedo de perder mi negocio. Quieres que me gaste el dinero en otra Zoya, que la modele, para así obtener tu parte.
—Solo estoy intentando tranquilizarte, Gaitonde. Nunca habías estado así. Y una vez me dijiste que para dirigir una banda has de estar tranquilo y frío. Ahora no estás tranquilo.
Tenía razón. No estaba tranquilo. Estaba nervioso, preocupado, enfadado.
—Una chica no va a enfriarme ahora —repliqué—. Prueba otra cosa.
—¿Quieres oír algunas cartas?
No nos habíamos divertido con sus cartas de solicitud desde hacía mucho tiempo.
—Sí, sí —contesté—. Eso está bien. Lee una.
Tenía unas cuantas preparadas, justo allí en su escritorio. Llegaban como una llovizna continua, retrocediendo y fluyendo con los concursos de Rostro del Año y Hombre Internacional en televisión.
—De acuerdo. Escucha. ¿Quieres oír una del pueblo de Golgar, oficina postal Fofural, distrito de Dhar, Madhya Pradesh? ¿O quieres una de Kuchaman City, distrito de Nagaur, Rajastán?
—¿Fofural? No, no me lo creo.
—Quizá es Fofunal. Su letra en inglés no es muy clara. La dirección está en inglés. ¿Te leo su postal?
De modo que escribían en inglés en el pueblo de Golgar, oficina postal Fofu-maderchod-algo. La idea hizo que la cabeza me diese vueltas.
—No, deja al bhadwaya de Golgar. No tenemos noticias de Rajastán tan a menudo. Que hable el rajastaní.
—Sí. Se llama Shailendra Kumar. Escribe… —Fue más lenta en ese momento, mientras trataba de leer el Hindi—. Tiene una de esas cosas encima de la postal, Om evam saraswatye namah. Con pequeñas florituras por debajo.
—Bueno, nuestro Shailendra es un chico piadoso. Muy bien.
—Escribe «Querido/a señor/señora». Eso está en inglés. Después pasa al Hindi. «Me llamo Shailendra. Actualmente estudio doceavo curso. Opto por la profesión de modelo. Tengo dieciocho años. Mido metro ochenta. Tengo una personalidad impresionante. He participado en muchas obras escolares».
Jojo se detuvo. Sabía a qué esperaba: se suponía que en ese momento yo diría algo cortante, algo divertido sobre Shailendra, el actor gaon que soñaba con desfilar por una rampa en la gran ciudad. Después nos reiríamos juntos, nosotros dos, que habíamos escapado de nuestros propios gaons, y luego leeríamos un poco más. Pero hoy simplemente me sentía triste, al pensar en Shailendra, el héroe del distrito, con una personalidad de la que hablaban las chicas mientras paseaban por los campos, quizá incluso conducía una moto a veces, la moto de su tío. Era alto, así que pensó que debería ir a Bombay. Para hacerse más grande.
—Jojo —dije—. Estoy bastante cansado. Creo que debería intentar dormir.
—¿Tan pronto?
—Ya veremos —contesté—. Quizá me sienta mejor por la mañana. —Vacilé, después pregunté—: ¿Cómo estás tú, Jojo?
Eso la silenció por un momento, mi pregunta. Nunca lo había hecho antes.
—Arre, Gaitonde, estoy de primera. El negocio va un poco hacia abajo, además la economía va hacia abajo, nadie tiene dinero. Voy sobreviviendo.
—¿Tienes thoku?
—Por supuesto. Tengo dos. Puede que tú hayas acabado con las mujeres, pero yo todavía uso a los hombres para una o dos cosas. —Rió con su risa, y esta vez logró sacarme una sonrisa—. Aunque dan mucho problema, Gaitonde. Siempre queriendo esto y aquello. A veces me pregunto por qué me molesto. Ningún hombre puede satisfacerme como mi vibrador, de todas formas.
Entonces tuve que reírme.
—Eres una descarada.
Lo era. Aquella noche, más tarde, pensé en mi amiga Jojo. Otros habían venido y se habían marchado, habían muerto, se habían ido, pero Jojo —a quien nunca había conocido cara a cara, con quien nunca había comido, a quien nunca había tocado, nunca me había tirado— todavía estaba conmigo. A veces pasaban días sin que hablase con Jojo, pero siempre estaba allí conmigo, en mí. Era una descarada, me decía lo que pensaba de mis actos, me aconsejaba, me escuchaba. Me conocía, y en esos primeros días de mi terror, ella fue la única persona que nunca pensé que me hubiese traicionado. Simplemente jamás se me ocurrió que ella hubiese pasado información a los pistoleros, aunque era cierto que conocía mi vida más íntimamente que la mayoría. En ese momento me obligué a pensar en Jojo de forma objetiva, sacarla de mí mismo y mirarla como haría con un extraño: era una mujer de negocios, una productora, una madame, una mujer liberal en sus formas y sus pensamientos. De poca confianza ante cualquier evaluación lógica, pero confiaba en ella. Nada que pudiese imaginar —lo hizo por dinero, me entregó ante las amenazas de mis enemigos, lo hizo por capricho, lo hizo por error— podría sacudir la roca de mi confianza. Desistí en el intento. Era Jojo, y estaba en mi vida, enhebrada en ella como los tendones serpenteaban por el hueso. No sabía cómo había sucedido, o cuándo exactamente, pero sabía que sin ella me desmoronaría de forma árida y espectacular. Tenía que quedarse, tenía que estar conmigo.
No podía dormir aquella noche, y la llamé dos veces. Me contó más cosas sobre sus thokus, y me hizo reír a gusto. Después eran las cuatro de la mañana, y estaba despierto, y era demasiado tarde para volver a llamarla. Gurú-ji estaba viajando, y no estaba disponible. Pensé en subir a cubierta, pero estaba exhausto, tan cansado que podía seguir la pista de cada tirón que me subía desde las pantorrillas hasta los muslos. El reloj al lado de la cama había ralentizado su parpadeo hasta un latido lento, pausado, y después se paró del todo. El tiempo se había disuelto en una profundidad pegajosa de luz de luna, y yo flotaba en ella, una forma transparente, que se elevaba y se balanceaba hacia atrás, y atrás, por las nubes. Camino deprisa detrás de Salim Kaka, chapoteando por un pantano. Mathu está a mi derecha. Tenemos el oro, y nos estamos marchando. Estamos contentos. Hay agua por delante de nosotros, un pequeño arroyo que atraviesa el fango. Salim Kaka está al borde. Yo miro fijamente a Mathu, intentando verle los ojos. Salim Kaka tiene un pie dentro, en el agua. Tengo una pistola en la mano.
Arriba, salté de la cama. Abrí la puerta de un tirón y bajé el pasillo, llamé a las puertas. Desperté a los chicos, y los llevé arriba.
—Veamos una película —les dije.
Estaban confundidos, y somnolientos, pero no me hicieron ninguna pregunta. En diez minutos estuvimos sentados delante del televisor, y discutiendo sobre qué ver. Me ofrecieron Company, que todavía no había visto. Pero ya sabía la historia, sus traiciones, y conocía a sus intérpretes de verdad, Chotta Madhav y su viejo amigo de Karachi. Esa mañana no quiero ninguna de sus balas, su sangre. Así que rebuscaron, en las cajas de cintas y DVD, y al final acabamos con Humjoli.
Vimos a Jeetendra y Mehmood brincando por la pantalla, golpeando a sus enemigos mientras cantan One, two, chal shuru hoja, y me distraje de forma agradable con la risa que llenó la habitación. Era relajante mirar los colores vividos de los setenta, e incluso lo ceñido de los pantalones blancos de Jeetendra era reconfortante. Ese pasado era un país extranjero al que podía escaparme, un refugio que ya se había creado y que nada podía perturbar. Los dos días siguientes vimos Dil Diya Dard Liya, y Anand, y Haathi Mere Sathi. Cuando llegó la llamada de Mumbai, estaba viendo esa escena casi al final de Guide, esa escena en la que Rosie va a ver al guía mientras este ayuna hasta morir.
—Bhai, es Nikhil, desde Mumbai. El ayudante de Bunty.
Me limpié las lágrimas de la cara, y cogí el teléfono. Rara vez hablaba con el tal Nikhil, que para entonces llevaba cuatro años trabajando con Bunty. Nikhil informaba a Bunty, y Bunty me informaba a mí, esa era la cadena.
—¿Qué? —pregunté.
—Han disparado a Bunty, bhai.
—¿Quién?
—No lo sé.
Estaba tragando saliva una y otra vez, soltándome hipos al oído, y yo sabía que estaba a punto de vomitar.
—Nikhil —dije—. Siéntate. ¿Estás sentado? Siéntate. No te preocupes. Tengo hombres de camino. Solo dime qué ha pasado.
Me costó veinte minutos, y Nikhil babeó dos veces, pero le saqué la historia. Aquella mañana, Bunty había ido al hotel Maurya en Juhu, donde un especialista en la técnica tailandesa de sienes le dio un masaje. Después tuvo un desayuno de trabajo en la cafetería, e hizo que le envolviesen algo de tarta de chocolate para sus hijos. Esperó en el vestíbulo a que arrancasen su coche, y después bajó las escaleras hacia él, flanqueado por tres guardaespaldas. En la entrada, había tres porteros altos, con turbantes y de librea, abriendo y cerrando puertas, y también cuatro guardias de seguridad del hotel con trajes saharianos color gris. Entonces los cuatro guardias de seguridad metieron las manos bajo las camisas y sacaron Glocks, y dispararon a Bunty y a sus hombres, dos balas a cada objetivo. Fue terriblemente eficaz, y se hizo con esmero. Los guardaespaldas yacían derribados, echados sobre la calle y muertos. Bunty se había agachado para meterse en el coche, y le dieron a través de la puerta abierta. Eso fue lo que le salvó, agacharse, y su conductor. Las balas le dieron en la espalda y el cuello, en vez de en la parte trasera del cráneo, y cuando cayó boca abajo sobre el asiento, su conductor pisó el acelerador y se fue derrapando. Bunty quedó colgando y fue arastrado, y perdió cuatro dedos del pie derecho, pero vivió. El conductor lo sacó por la puerta del hotel, incluso mientras llegaban ráfagas por la ventana trasera y la parte izquierda. Uno de los porteros sikhs cargó contra los pistoleros, y consiguió una bala en el estómago por causar problemas. Pero para entonces los auténticos vigilantes del hotel corrían hacia la parte delantera del edificio, y había agentes de policía avanzando desde la chowki del cruce, y los pistoleros tenían que irse. Se fueron.
Se marcharon, y Bunty estaba vivo. Lo tenían en el Hospital Lilavati, entubado y conectado. Estaba resistiendo. Estaba luchando. Pero mis hombres tenían miedo, estaban enfadados y confundidos y perdidos. Noté el sabor de su pánico en el aire, su promesa como el primer matiz leve de la putrefacción. Hice lo que tenía que hacer, los dirigí. Trasladé a gente, hice llegar dinero, moví influencias. Para darles a mis hombres la impresión de que estábamos contraatacando, organicé dos eliminaciones en los dos días siguientes. Los hombres de Suleiman Isa que matamos eran funcionarios de bajo nivel, chusma, pero a veces la moral depende de las muertes necesarias de hombres pequeños. Así se hizo.
Pero yo conocía la verdad, que no sabíamos contra quién estábamos luchando. Incluso si los bastardos de Suleiman Isa se llevaron el mérito —cosa que hicieron— no había razón para creer que en realidad era una operación suya. No, eran unos mentirosos maderchod, y si decían que habían disparado a Bunty, definitivamente es que no lo habían hecho, que otra gente le había vigilado, le había estudiado a él y sus costumbres, y había intentado ejecutarle. Pero ¿quién? ¿Quién?
Sabía quién. Hablé con Nikhil al día siguiente, y después directamente con uno de los oficiales de policía que investigaban el caso, que me leyó los testimonios de los testigos oculares. Todos y cada uno de ellos hablaban de los cortes de pelo rasurados de los pistoleros. Uno de los porteros sikhs utilizaba la palabra fauji para describir a los bastardos. Y recordé a los dos tipos en el pasillo en Singapur, los que me pararon y me llegaron a interrogar mientras sus amigos hacían el trabajo sangriento en el apartamento de Arvind. Eran el mismo equipo, lo sabía, podía asegurarlo. Tal vez incluso eran los mismos hombres, a quienes sus jefes habían hecho volar desde Singapur a Bombay, una organización que me vigilaba y lo sabía todo sobre mí. Sabían dónde vivía y adónde iba y qué hacía, me estaban dando caza. Querían eliminarme. Me habían utilizado, había desempeñado una función, y ahora —porque había servido a mis propios intereses de una forma que no les gustó— querían borrarme, quitarme de en medio para que no quedase ni una mancha pequeña en sus archivos. Dejaría de existir, y fingirían que nunca lo había hecho.
Estaba seguro, casi seguro de que conocía a mis asesinos. Para estar totalmente seguro, necesitaba consultar a Gurú-ji. Necesitaba que viese la verdad y que me la contase. Pero estaba viajando, me dijeron, no estaba disponible, ni siquiera para mí. Dejé mensajes urgentes, pidiendo y suplicando que se pusiera en contacto conmigo. Pero no llamó, y me quedé solo. Estaba estupefacto. Siempre había podido contactar con él, incluso para preguntarle solo si el martes siguiente era buen día para comenzar una dieta nueva. Ahora, en el momento de la mayor de mis crisis, cuando mis aliados nos perseguían a mis hombres y a mí, Gurú-ji no estaba. Tuve tanta paciencia como pude, y después maldije a los sadhus con quienes hablaba por teléfono.
—¿Sabes quién soy? —preguntaba—. ¿Sabes lo cerca que estoy de él? Haré que te expulsen, que te exilien a un ashram en Africa, bastardo.
Pero insistían en que no sabían dónde estaba. Diez días después de que se volviese imposible contactar con él, apareció un mensaje en la página web de Gurú-ji explicando que estaba de retiro en un lugar no revelado, en una profunda meditación, que no se le podía molestar, pero que regresaría pronto, que traería de vuelta sabiduría nueva y más profunda para sus discípulos, que eran sus queridos hijos.
Pero soy tu hijo mayor, gaandu, ¿y dónde estás? Sí, le maldije directamente. Le necesitaba, y se había desvanecido sin decirme palabra. Lo sabía todo, debía de saber que se marchaba cuando se despidió de mí en Munich, una señal me habría bastado, una mano sobre el hombro, un simple toque en la mejilla. Pero se fue.
Cuatro días después de que disparasen a Bunty, me quedé más solo todavía: Gaston y Pascal murieron, uno por la mañana, otro por la noche.
—Los médicos dijeron que ahora saben lo que ha sido, bhai —me contó Nikhil—. Saben de qué han muerto. Los médicos dicen que enfermaron de radiación, bhai.
Tuve que preguntar qué era eso, eso de «enfermar de radiación».
Nikhil me lo explicó, lo que había averiguado por los médicos.
—Querían saber si Gaston y Pascal habían visitado una planta de energía nuclear recientemente, bhai. Como tal vez Trombay. O si habían bebido agua de un pozo cercano a Trombay, o comido pescado del arroyo Thane. O habían estado por las cercanías de la planta de Tarapur. Les dije: claro que no. ¿Por qué visitarían Tarapur Gaston y Pascal?
—¿Les dijiste algo, Nikhil?
—No, no, nada. Nada en absoluto, bhai. Les dije la verdad, que Gaston y Pascal eran hombres de negocios y padres de familia respetables. Que no se habían acercado a nada sucio como eso.
Pero habían ido de viaje hacía poco, en mar abierto. El océano no estaba sucio, pero quizá podías enfermar de radiación por lo que traías de los mares. Volví a llamar a Gurú-ji, y esta vez cuando no hubo respuesta hice que mis hombres fuesen a sus oficinas en Delhi, y a sus casas en Noida y Mathura. Sus sirvientes no sabían dónde estaba, sus sadhus no lo sabían, su madre dijo que no lo sabía. Se había marchado, desvanecido, como si de repente hubiese trascendido su cuerpo y se hubiese unido al universo. Pero los sadhus más próximos a él también habían desaparecido, Prem Shantam y todos los demás del grupo más allegado, los que viajaban con Gurú-ji y se ocupaban de él y cuidaban de él. Estaban viajando. Gurú-ji no había dejado la tierra, ¿iba a alguna parte? Pero ¿adónde? ¿Dónde terminaba su viaje, y cuándo?
Traté de razonar esto, recordar mis conversaciones con Gurú-ji y deducir mi camino de entre sus intenciones. Pero incluso mientras lo intentaba, sabía que mis esfuerzos eran inútiles, que mi mente corriente era incapaz de seguir —siquiera por un momento— sus comprensiones extraordinarias. Y mis pensamientos se sintieron hechos jirones, malgastados por el miedo y las mil preocupaciones de mi banda tambaleante. Tenía la atención hecha trizas, había demasiados problemas que atender, demasiados asuntos de reorganización que pensar y poner en práctica, demasiados hombres heridos y viudas a las que cuidar. No podía concentrarme en ningún tema, y me encontraba Ilutando en sueños enmarañados durante el día, e incapaz de dormir por la noche. Sabía que estaba en mala forma, y no había nada que pudiese hacer para estar mejor. Gurú-ji se había ido. Tenía miedo. Tenía terror a ir al baño porque me estremecía y me retorcía y dejaba hilos de sangre sobre la porcelana. Pascal había sangrado por unas úlceras que tuvo alrededor de la boca, había visto fotografías de su cara, sus ojos vidriosos. Pasé más y más tiempo en la habitación del ordenador, haciendo que los chicos me ayudasen a encontrar información sobre radiación y quemaduras y muerte. Por supuesto había leído en los periódicos que nuestro país tenía unas increíbles armas nuevas, y misiles que las lanzarían, pero nunca había sabido mucho sobre Trombay, o el uranio, o Nagasaki, pero entonces aprendí, aprendí rápido. Hablé con Jojo de todo esto, sobre el peligro en el mundo, en nuestras fronteras.
—Arre, Gaitonde —respondió—. Nadie va a lanzar esas cosas. Nadie está tan loco.
—Nunca se sabe. Puede que no estén locos y lancen una. Pueden tener sus motivos.
—¿Cuáles podrían ser esas razones, Gaitonde?
Estaba siendo de veras muy paciente conmigo, hablando conmigo de esto sin maldecir ni colgar el teléfono. Creo que sabía lo destrozado y cansado que estaba, y trataba de ser amable. Por lo general, no tenía paciencia con el miedo, o las fantasías, o lo que llamaba los terrores de los hombres. No quería hablarle de mi pánico, que avanzaba lentamente, sobre Gurú-ji y lo que podía habernos hecho pasar de contrabando y su desaparición, sobre todo porque yo mismo lo entendía muy poco. Solo tenía terror, e imágenes fragmentadas de fuego, siempre fuego. Quería que ella se fuera de Bombay.
—Nunca se sabe —comenté—. Puede que Pakistán haga algo. Y entonces nosotros haríamos algo. Algún general puede decidir que es buen momento para un ataque. Bombay es el primer lugar que golpearían.
—Somos amigos de los pakistaníes ahora mismo, Gaitonde. E incluso cuando nos gritamos los unos a otros, todo es espectáculo. Siempre hacen ruido, y luego hacemos ruido nosotros, bas. No te preocupes tanto, Gaitonde.
Intenté conseguir que se fuese de vacaciones a Nueva Zelanda, incluso que fuese a Dubai, de compras. Pero no, tenía trabajo en la ciudad, estaba produciendo y coordinando, y había dinero que ganar y gente a la que ver, simplemente estaba demasiado ocupada.
—Y si sucede, Gaitonde —dijo al final—, entonces, ¿qué? Todos tenemos que morir algún día. Y si Bombay desaparece, ¿dónde viviría? No puedo volver a mi pueblo. —Se rió—. ¿O quieres que vaya y me quede con como se llame en Kuchaman City? Oye, baba… si esta ciudad desaparece, desaparece mi oficina, desaparece mi casa, todo mi trabajo desaparece, lo que conozco desaparece. Así que, de todas formas, no hay nada por lo que seguir viva.
Y rechazó mis intentos de enviarla a Australia, y se echó a reír salvajemente cuando le dije que quizá podría extender su negocio a Londres. Contestó:
—No te preocupes tanto, Gaitonde. Lo vi en una película norteamericana el mes pasado: alguien lanza una gran bomba atómica en una ciudad norteamericana. Tuve miedo durante la película, después estuve bien. Eso solo pasa en las películas. Es demasiado filmi. Si pasa en una película, no pasará en la vida. Nadie va a provocar una dhamaka. Tú ya has hecho esa película. No te cargues de tanta tensión por nada, relájate. Vete a dormir.
Lo dejé estar, dejé que continuase y hablase de otras cosas. Pero tuve una idea. Me la reservé para mí, no se la conté, y puse a trabajar a mis hombres. Esta es nuestra prioridad máxima, les dije. Despilfarré dinero en el proyecto, trasladé material desde Tailandia y Bélgica al corazón mismo de Bombay. Seguí de cerca la construcción. Hacía que me mandasen fotografías por correo electrónico a cada hora, y observé cómo se alzaban los muros inmensamente gruesos formando un cuadrado preciso de oscuridad en un solar vacío en Kailashpada. Aquella penumbra surgía de una excavación enorme, hacía abajo en la tierra. Construí una casa segura, un refugio. Construí muros que resistirían el fuego, una profundidad enorme que alejaría el veneno de la piel de Jojo. Hice esa casa para ella, en caso de emergencia bajaría a ella. Me di cuenta de que, si pensaba en esa pequeña casa blanca por la noche, era capaz de irme a dormir. En el yate, eso es lo que hacía cada noche: después de asegurarme de que los equipos de centinelas se habían establecido, y los detectores de movimiento y el radar de seguridad de corto alcance se habían comprobado y ajustado y activado, me encerraba en mi habitación. Me aposentaba en un asiento cómodo sobre el suelo, y meditaba. Trataba de mantener la mente tranquila, concentrada en un punto, e intentaba experimentar la conciencia que era el universo, que era yo. Fui más allá de dioses y diosas, más allá del Krishna de piel azulada y sangrienta boca abierta con sus amenazas de disolución, viajé más allá de toda forma, hacia la esencia que yacía más allá del lenguaje. Después me metía en la cama. Me aovillaba casi completamente y entonces estaba en Bombay, en Kailashpada y en el interior de mi cubo blanco, estaba muy lejos por debajo de la superficie, estaba protegido y resguardado por buen acero grueso y el mejor y más resistente cemento del mundo. En este abrazo imaginario, al fin encontré la paz. Estaba seguro.