GANESH GAITONDE ES RECLUTADO
Permanecí impotente todos los días y todas las noches de mi luna de miel. Mientras el suelo se inclinaba bajo nosotros, me encorvaba sobre mi mujer, masturbándome, maldicióndola, maldiciendo al mar por una puta asquerosa, pero a pesar de todos mis esfuerzos estaba flácido de forma inevitable y asombrosa. Estábamos en una embarcación, un barco llamado Peshwa, de camino hacia Goa. Mis hombres me habían obligado a ir de luna de miel. Tras la muerte de Paritosh Shah, habíamos matado a siete hombres de Suleiman Isa como represalia inmediata, incluyendo a Phul Singh, uno de sus pistoleros principales importado directamente de Uttar Pradesh. Después acabaron con dos de nuestros hombres, pero su respuesta pareció menos contundente, y yo estaba seguro de que se acercaba más. Mientras tanto, a medida que pasaban los días después de mi boda, Chotta Badriya estaba cada vez más horrorizado por mi falta de interés en la luna de miel.
—¿Cómo puedes quedarte aquí en este sucio agujero en tu raat y la mañana más preciosa? Tienes que ir a algún sitio bonito. Todo tiene que empezar siendo hermoso. ¡Suiza!
Continuó con su cantinela sobre Suiza hasta que le amenacé con mandar sus golis a Suiza por delante de mí. Sería una locura por mi parte irme en medio de una guerra. Y sin embargo la campaña diaria de Chotta Badriya a favor de noches con rosas por todos lados y días hermosos tuvo su efecto gradual. Estamos en la era moderna, dijo, estarás en contacto constante por teléfono. Después de todo, incluso Suleiman Isa dirigía sus operaciones por control remoto desde Dubai, dijo, y solo estarás fuera unos pocos días. Además, Paritosh Shah era un hombre de rituales y costumbres, que creía que todo debía hacerse de la forma en que se hizo ayer y el día anterior, conocía todos los rituales que marcaban el progreso de un hombre desde la concepción hasta los festejos tras su muerte. Después de la muerte de Paritosh Shah, habíamos seguido las prescripciones establecidas hasta los detalles más minúsculos, alimentamos a cien brahmanes aunque hubiese bastado con una docena, y ahora Chotta Badriya señalaba que si me casaba por Paritosh Shah, era mejor que tuviese una luna de miel por Paritosh Shah. Intentó enviarme a Singapur en avión, y acepté Goa en barco. Muy romántico, comentó, en barco y todo en lugar de algún hotel aburrido. Sí, sí, contesté. Este plan era el que menos me disgustaba porque el viaje era corto, y siempre podría desembarcar y regresar deprisa, si se me necesitaba. Tres días para ir, dos días en Fort Aguada, tres días para volver, luna de miel hecha. Excepto que no lo estaba haciendo.
No podía hablar con los chicos, que estaban en el camarote de al lado, por supuesto que no podía hablar con ellos. La segunda noche volvió a quedar claro que no pasaba nada, que todos los tirones y caricias que me hacía a mí mismo, ese invocar en el camarote que se balanceaba a toda mujer, toda chica, toda puta que había bajaoado alguna vez, e imaginar desesperadamente a toda estrella filmi a quien había desabrochado en sueños, nada de esto iba a lograr ni la más mínima chispa en mi lauda muerta. Estaba hecha un ovillo avergonzado contra el muslo, en carne viva por mi frotamiento. Me acurruqué contra la pared del camarote. Al final logré soltar:
—Esto nunca me había pasado antes. Debe de ser el barco, todo este subir y bajar y dar vueltas como una carrera de mela, me pone enfermo.
Ella estaba callada. Estaba tumbada dándome la espalda, el hombro encorvado hacia la ventana redonda iluminada por la luz de las estrellas. Se llamaba Subhadra. Eso era lo que sabía de ella. Le miré el brazo, la estrechez huesuda de su hombro, y en su postura girada y alejada estaba seguro que había desprecio, diversión. Me incorporé, y me dolieron las costillas al respirar profundamente, de tal bocanada furiosa de rabia que tragué. Cuando giré la cabeza de forma más directa hacia ella, tuve que forzar los músculos, estaban muy tensos por el enfado. Quería decir: eres tú, tu chut estrecho, con tus famélicas costillas delgadas de kutti. Quería agarrarla por el cuello y zarandearla hasta que la cabeza se le moviese hacia atrás y hacia delante y gritarle: ¿a quién se la podrías levantar? La habría matado, la habría arrojado al agua lejos de cualquier parte, y me habría olvidado del matrimonio para siempre, sin importar lo que los amigos hubiesen dicho o querido, Mi cuerpo quería asesinar, y había una presión en la parte inferior de mi columna que se doblaba y palpitaba y quería partirla en dos. La habría matado. Pero entonces habló:
—¿Has estado alguna vez en un barco antes?
Sí, había estado en un barco. Me había zambullido en valles de pizarra y agua en un barco que traqueteaba, había matado a un hombre, un amigo, me había llevado su oro. De repente me entraron ganas de contarle mi viaje por los mares.
—Sí —contesté—. Hace mucho tiempo, cuando era un muchacho, cuando vine por primera vez a Bombay. Hice un viaje.
Ahora se giró hacia mí. Estaba sorprendida, creo, por el entusiasmo con el que hablé, yo que no le había dicho más que una docena de frases en tres días.
—Aquella fue mi primera vez en un barco, y la primera vez que salí del país —continué.
Le hablé de Salim Kaka, Mathu, pero ahora que estaba escuchando, con la mejilla apoyada en las dos manos dobladas, me di cuenta de que no podía contarle el final de la historia, no podía contarle lo de los disparos en la oscuridad, los pies de Salim Kaka trillando el agua, aquel final verdadero que fue el comienzo de todo para mí. Nunca se lo había contado a nadie, y no podía contárselo precisamente a ella, la pequeña Subhadra que estaba atemorizada por mi audacia. Le conté el final alternativo, el final público: partimos hacia casa, añorando la seguridad y el olor de nuestra propia tierra, y en el camino la policía de aquel país extranjero nos tendió una emboscada, por el chivatazo que les había dado Suleiman Isa, por supuesto, y Salim Kaka cayó en el curso de la batalla, cayó con el pecho abierto por las balas de ametralladora, pero dejamos a quienes nos habían tendido la emboscada muy atrás, y conseguimos llegar a casa. Con el oro. Ella suspiró cuando terminé, dejó salir el primer sonidito de satisfacción que oí por su parte. Le toqué el hombro, y la noté tensa. Pensó que estaba a punto de empezar otra vez con mis tirones y presiones contra ella, pero no tenía corazón para hacerlo. No tenía coraje para hacer otro intento. Mantuve la mano sobre su hombro, y nos levantamos y nos dejamos caer juntos, y el movimiento prolongado del agua llegó hasta nosotros, y lentamente ella se encontró a salvo bajo la palma de mi mano, y se relajó.
—¿Qué hay de ti? —pregunté—. ¿Has estado en el mar antes?
Me contó un viaje que hizo de niña a Elephanta, cómo se puso enferma en el bote y trató de alcanzar la orilla pero arruinó su vestido amarillo nuevo, lo despiadadamente caliente que estaba el agua, que yacía inmóvil como un espejo brillante y le hacía daño en los ojos, cómo a su padre le robaron del bolsillo en el viaje de vuelta. Pero le saqué provecho al mar. El mar podía ser tanto una suerte como un desastre, quizá. Le dije eso y oí en su susurro un tenue «sí», y después nos dormimos.
Una vez que empezó a hablar, siguió y siguió. Se despertaba hablando y no paraba nunca. Era difícil saber de lo que hablaba, porque hablaba de todo, los dolores de estómago de su hermana, Indira Gandhi, ir al aeropuerto a ver cómo los aviones despegaban y aterrizaban, Kati Patang, un ventilador de mesa chirriante del que su padre se negaba a librarse, el peligro de la malaria en la estación de lluvias, el mejor vendedor de bhelpuri en Juhu Chowpatty, naufragios en ríos crecidos. Iba de un tema a otro de una manera que tenía perfecto sentido cuando lo escuchabas, pero que se volvía locamente incoherente e imposible de contar cinco minutos después. Pasarían horas así, con el revoloteo saltarín de su charla. Me parecía relajante. Nos sentábamos en cubierta, bajo un toldo a rayas azules y blancas, ambos con gafas de sol y ella todavía resplandeciente con sus joyas brillantes de novia, y escuchaba el canto del mar contra el barco, y hablaba. Era un zumbido agradable que me vaciaba la mente, que mantenía mi humillación nocturna a una distancia segura. Mis hombres se mantenían a una distancia respetuosa cerca por si les llamaba pero no a la vista. Me dije a mí mismo que estaba pensando, planeando, analizando, que las horas que pasaban se dedicaban a considerar el problema de Suleiman Isa, el problema de cómo extender más la banda, el problema de qué dirección tomar en el futuro, pero en realidad me estaba arrullando en un sueño despierto. Estaba en completo reposo. Estaba quieto.
A medio día de Goa, mi meditación entumecida se vio interrumpida por Chotta Badriya. Subió haciendo ruido por las escaleras metálicas, y en su traqueteo veloz había miedo, pude notarlo. Me lo encontré en las escaleras, a un tercio del recorrido hacia abajo.
—¿Qué? —pregunté.
—El capitán dice que acaba de oír las noticias. Es malo, bhai.
—¿Qué es?
—Ayer por la tarde derribaron la masjid.
No necesitaba decir qué masjid, durante meses se había hablado solo de una masjid, un antiguo y lejano edificio en ruinas que ahora era el pivote alrededor del cual saltaban los partidos políticos, el objetivo de procesiones de miles de personas, el indicio permanente de antiguas injusticias. Pensaba que todo era bastante ridículo, que todo el asunto y la pelea no eran nada sino ardides de los políticos. Pero si se había destruido, su caída nos sacudiría a todos. Eso estaba muy claro.
—¿Y? —pregunté.
—En Bombay, bhai, las cosas están mal —contestó Chotta Badriya—. Hay disturbios.
En Goa, fuimos en coche desde el muelle hasta el aeropuerto, y volamos de regreso a Bombay. Desde el aeropuerto de Goa, intenté contactar con nuestros controllers en Bombay, pero la docena de números que marqué estaban apagados.
—La policía debe de haber desconectado los teléfonos —comentó Chotta Badriya.
Era probable, lo hacían a veces cuando empezaban los problemas. Los rumores en el aeropuerto hablaban de autobuses en llamas, francotiradores disparando desde los tejados a las multitudes de abajo, hombres y mujeres a quienes se daba caza en los callejones y se asesinaba. Quería volver a Bombay antes de que Suleiman Isa se aprovechase, antes de que aquellos bastardos vinieran contra nosotros con todo lo que tenían bajo la cobertura del caos. Durante un disturbio, una guerra puede salir al descubierto, y cuando un cuerpo cae o se incendia una casa, nadie es responsable. Un disturbio es tiempo libre para un asesinato libre. No era momento para dejar a mi banda sin timón, sin cabeza, así que volamos de vuelta. Cuando subimos al avión noté que tenía los golis sudados. Las hileras de asientos estaban todas vacías, todos los pasajeros habían cancelado, solo nosotros queríamos volar hacia los disturbios de Bombay. Me senté temblando en el asiento, y tenía la entrepierna húmeda; ¿volaría este aparato chirriante, este autobús maderchod con alas? Pero volé. Volé a toda velocidad, hacia Bombay y mis responsabilidades. Recorrimos a toda velocidad el asfalto negro, traqueteando y dando tumbos, y le dije a Subhadra:
—Habla, habla.
Comenzó con una mueca de pánico, y su terror no era por el repentino arco ascendente del avión, sino por verme empapado de sudor de miedo, su marido-Ravana convertido en un hijra que soltaba vómito y al que se le caían los mocos. Hice arcadas en una bolsa de papel, y ella se sentó erguida en el asiento y me puso una mano sobre el hombro. Sabía que le resultaba desagradable, la humedad pegajosa, fría, del miedo de su marido. Y vaya marido, no el rakshasa imponente que ella se había imaginado entrando en su lecho de casada, por cuya reputación su mente había dado vueltas, abrumada, no aquel rey sino un payaso impotente. Pero era consciente de sus deberes. Habló.
Cuando el avión se ladeó sobre Bombay, se detuvo. Me incliné sobre ella y ambos apretamos las caras contra el plástico, y de la costa cubierta de barro surgió una dispersión de islas, y después pude ver carreteras con claridad, edificios, la forma de las colonias y las extensiones de territorios marrones de los bastís. Por detrás de nosotros pude oír a los chicos discutir:
—Aquello de allí es Andheri.
—Maderpat, ¿dónde está Andheri? Aquello es la isla de Madh, ¿no lo ves?
Después todos se quedaron callados. Una espesa serpiente negra de humo crecía desde un asentamiento de la costa y se retorcía hacia el centro, hacia otra humareda oscura, curvada… la ciudad estaba en llamas.
En todo el trayecto hacia abajo no se dijo ni una palabra. Los edificios caían hacia nosotros a gran velocidad, pero no tenía miedo, estaba tratando de ver qué era lo que se había destruido, qué estaba ardiendo. Todos estábamos callados. Los edificios del aeropuerto estaban abarrotados de pasajeros amontonados sobre el suelo, durmiendo con la cabeza reposando en bolsas y maletas. No se movían taxis, ni autorickshaws. Los teléfonos todavía estaban sin línea, así que no había forma de llamar a nadie en Gopalmath. Por un momento pareció que no había salida hacia Gopalmath, pero Chotta Badriya salió a la carretera y deambuló entre las hileras de taxis hasta que encontró a los conductores apiñados cerca de la chowki de la policía. Tras media hora de persuasión y mucho blandir miles de rupias, uno de ellos pareció tentado, y de ese modo Chotta Badriya lo llevó aparte y le dijo que no tuviera miedo, que iba a transportar a Ganesh Gaitonde. Por supuesto eso tranquilizó al conductor, y de ese modo nos metimos en el taxi, nosotros seis, y en coche nos adentramos en el silencio enorme. El esfuerzo del motor parecía demasiado ruidoso, y cuando le dije al conductor que fuese más deprisa, más deprisa, me di cuenta de que estaba susurrando. Aquel día no había nadie en ninguna carretera, ni una persona, los bastís cerca de la autopista del aeropuerto estaban callados, los hoteles en la carretera estaban en silencio, las ventanas de los edificios de apartamentos tenían los postigos cerrados. Tenía miedo, lo teníamos todos menos el conductor del taxi, que ganaba confianza cada vez que giraba bajo mi protección. Pero yo sabía que no teníamos armas, y si una muchedumbre de cientos de personas hubiese venido aullando sobre nosotros, nos hubiese envuelto con cuchillos y estacas y barras y espadas, todos habríamos muerto. En aquel silencio que temblaba por el asesinato, podría haber gritado mi nombre y la turba no obstante me habría cortado la garganta. Contra el odio alimentado de sangre ningún nombre era una protección. Cerca de Gopalmath vimos cuerpos, dos cuerpos. Yacían en forma de cangrejo al borde de la carretera, cerca de una zapatería. La sangre había salpicado el hierro ondulado del postigo, sobre el dintel levantado.
—Disparos al cerebro —comentó Chotta Badriya.
Tenía razón. Ambos eran disparos en la cabeza. Me preguntaba si ambos eran musulmanes. El letrero sobre el dintel decía que la tienda era el Emporio de Zapatos Zuleikha. Transitamos haciendo crujir la calle, sobre esquirlas de cristal, zapatos, astillas, vi cómo ondeaban las páginas del cuaderno de rayas de un niño. Subhadra tenía los ojos cerrados. Entonces giramos la esquina habitual a la izquierda, bajando hacia la bastí. Esa calle había sido allanada, la habían reconstruido y repavimentado solo dos meses antes. Ahora estaba cubierta de piedras sueltas, rocas, ladrillos. Alguien había librado una batalla allí. Una caja quemada que era un coche apoyaba su metal carbonizado contra una farola. Hubo un grito a nuestra izquierda, y de la primera fila de casas de Gopalmath apareció un hombre, señalándonos con un dedo acusador. En la otra mano sujetaba una espada, una curva danzante de plata.
—Eh, Bunty —llamó Chotta Badriya, y Bunty agachó la cabeza asombrada, y corrió hacia el taxi, seguido por los chicos de Gopalmath.
Bhai, bhai, gritaban. Todos iban armados, engalanados con espadas y lathis y pinchos y barras y cuchillos y pistolas. Pregunté: ¿qué ha pasado aquí? Vinieron los landyas, bhai, allí de la basti de Janpura, dijeron que uno de los nuestros había apuñalado a uno de los suyos, así que les enseñamos, bhai, les hicimos volver corriendo a su humedad apestosa. Y esos dos en la esquina con Naik Road, bhai, son cosa de los policiyas, dos bam-bam directos a la cabeza, incluso la policía sabe lo que está bien y lo que está mal en este momento. Y se daban golpes unos a otros en el hombro, todos ellos, empujándose y cayendo y riendo como si hubiesen ganado un partido, todas sus caras vivas de sudor y juventud y victoria. Y pregunté: ¿qué hay de los musulmanes de Gopalmath, qué ha pasado con ellos, están bien? En la zona este de la basti teníamos tal vez sesenta familias musulmanas, la mayoría de sastres y trabajadores de fabricas, algunos de sus hijos trabajaban para mí. Pero cuando pregunté por ellos mis hombres se encogieron de hombros. ¿Qué?, volví a preguntar, ¿están bien? Se han ido, bhai, contestaron.
—¿Adónde? —pregunté—. ¿Adónde se han ido?
Nadie lo sabe, bhai. Se han ido. Huyeron. Escaparon.
—¿Alguien les hizo algo? ¿Qué pasó?
Tan solo se fueron, bhai.
—¿Y sus casas?
Tomadas, bhai. Ahora otra gente vive en ellas.
—¿Quién? ¿Algunos de vosotros?
Sí, algunos de nosotros, bhai.
El rostro de Chotta Badriya estaba rígido. Era inmensamente respetado en nuestra banda, y hasta ahora su religión nunca había importado. Le cogí del brazo, lo aparté.
—No escuches a estos idiotas —le pedí—. No te lo tomes a pecho. Son jóvenes y se han vuelto locos con todo esto. No saben lo que dicen.
Pero tenía los ojos llenos.
—Habría dado la vida por cualquiera de ellos —contestó—. Pero ¿ahora soy solo un landya para ellos? Bastardos. ¿También querrán mi casa?
—Badriya —dije—, es un mal momento. No te enfades. Usa la cabeza, mantente trío. Escúchame. Tan solo escúchame a mí, solo a mí.
Tenía las manos sobre su hombro, y al final me dejó abrazarle. Le mandé a su casa con su familia con cuatro de mis mejores hombres, todos armados, y les dije que si le pasaba algo a Chotta Badriya o a cualquiera de su familia, les dispararía yo mismo.
Después miré alrededor, a las casas de Gopalmath. Durante una tregua en mi propia guerra dejé mi casa, y volví para encontrarla como campo de batalla de un conflicto más grande. Ellos, alguien, habían trazado fronteras en mi vatan. Mis vecinos ahora eran refugiados, habían huido de espadas desenvainadas, de cuerpos disparados en el cerebro. Aquí estaba mi Gopalmath, la morada de mi corazón, la ciudad que había hecho construir, ladrillo a ladrillo, donde había paseado con mis amigos, con los brazos sobre los hombros, con el olor a gajras y agua que caía del cielo, donde había encontrado mi madurez, mi vida. Aquí estaba el edredón brillante de sus tejados, estirándose desde la hondonada del valle hacia arriba de la montaña, esta extensión vibrante de marrón y azul y rojo entretejidos por los callejones arqueados, como hebras, aquí estaban los numerosos y angulosos alcances de las antenas de televisión, captando sus reflejos fieros del sol que se cernía sobre ellas. Todo yacía desolado. Y en el preciso borde del horizonte, hacia el sur, una mancha de humo. Bajo aquel cielo insoportablemente brillante llevé a la novia a casa.
Los disturbios terminaron tres días después. Mi impotencia continuaba. Limpiamos las calles, reunimos a los heridos, di dinero a las familias de quienes estaban en el hospital, y mientras tanto Subhadra se instaló en mi casa y pasó a ser «Mami» para mis hombres. En días se convirtió en su confidente y simpatizante y con quien cuchicheaba y quien me contaba los problemas de ellos, y la mediadora si yo me enfadaba. De repente la casa estaba limpia, y aparecieron dioses y diosa en todas las habitaciones, y de pronto mi estómago se sentía más ligero y más contento con la comida que tomaba, y todas mis camisas estaban en una hilera limpia y planchada en el armario, y no obstante tenía miedo todo el tiempo. Cuando oía su voz en la habitación de al lado, amable y Huida y con un ritmo como el de las campanas, temía que le estuviese contando a alguien lo inútil que era yo, cómo ni siquiera me acercaba a ella, cómo me quedaba tumbado en mi lado de la cama con los brazos sobre la cabeza, cómo le decía que siguiese hablando hasta que me quedase dormido. No, no lo contaría. Pero quizá se escaparía, alguna mujer de la basti haría un comentario, una broma guasona sobre la felicidad de Subhadra, un jueguecito de palabras con una pequeña travesura, sobre los lechos conyugales y las noches y hombres crueles y extremidades doloridas, y Subhadra se reiría, con total inocencia, y parlotearía, pero, oh, nosotros no hacemos eso. No lo hará, no puede. No puede, no puede, no puede. Huía de su voz, del no puede, del peligro, y pasaba el día yendo en coche de reunión en reunión. Comía en restaurantes caros y baratos, me sentaba en los dance bars y observaba aburrido cómo las chicas daban vueltas. Pero ninguna de ellas me ponía en marcha.
Chotta Badriya se dio cuenta. Había estado callado, había estado preocupado por lo que había pasado, por la masjid y los días que siguieron, pude verlo. Así que me mantuve cerca de él, lo llevé a todas partes. Y pude ver que estaba intentándolo, que por mi bien estaba luchando consigo mismo. Intentaba cuidarme.
—Bhai, en el fondo esas bailarinas son poca cosa. Tengo algo mucho mejor para ti.
—¿Mucho mejor? ¿Dónde?
—Actrices, bhai. Estrellas.
—Todas estas quieren ser estrellas, chutiya.
—No, no, bhai. Actrices de verdad. Te lo prometo.
En aquellos tiempos, todo el mundo se estaba convirtiendo en productor de televisión. De repente los comerciantes de aceite y los propietarios de taxis hacían series de televisión. Uno de ellos era primo de Chotta Badriya, y le había hablado a Chotta Badriya sobre una mujer que era modelo y agente de actrices, y que también intentaba ser productora de televisión. Naturalmente, esta mujer tenía contacto con muchas chicas jóvenes, todas preciosas y frescas y jóvenes y nuevas en la ciudad, batallando por hacer fortuna.
—¿De forma que ella les ayuda a luchar un poco con los hombres, y a conseguirles y conseguir para ella misma algo de dinero? —pregunté.
—Exacto, bhai. De lo contrario, ya sabes lo difícil que es en esta ciudad. ¿Cómo puede sobrevivir una actriz joven, sola en esta ciudad? Ella las ayuda, bhai, las ayuda.
—Bueno, debemos ayudarlas también. ¿Y cómo se llama esta santa?
Jojo. Un nombre extraño, pero las chicas que mandaba eran de hecho de más categoría que la randi común. Eran educadas, y algunas de ellas hablaban inglés. Con ellas tenía éxito. Con ellas se me ponía dura con facilidad, y era profundamente capaz. Con ellas hacía acrobacias y maniobras fuertes y guerreaba hasta que se desplomaban en el campo de batalla. Pero en casa no era nada. Inspeccioné a fondo a mi mujer, no perdí detalle de su sonrisa un tanto torcida, el corte recto de sus cejas, su ligero olor a polvos de maquillaje y pasta de dientes, y descubrí que era de mi agrado. La deseaba. Pero no la tenía. Mi fuerza se desvanecía cuando estaba en la seguridad de mi propia cama, y no tenía recursos. Leía los anuncios de clínicas en las vallas publicitarias y en la parte de atrás de las revistas, las promesas del vigor que proporcionaban tabletas y pociones, pero era incapaz de decírselo a nadie, ni siquiera a Chotta Badriya. Me daba vergüenza. Descolgué el teléfono y llamé a una de las clínicas, pedí hablar con el vaid, pero querían dinero y querían saber mi nombre, y la mujer al otro lado del teléfono era rápida y brusca, y la llamé gaandu y colgué de golpe. Entonces Subhadra entró con un vaso de leche, y me la bebí, y pensé con amargura: sí, me podría tirar a esa randi del teléfono, pero todo lo que puedo hacer es beber la leche de mi mujer. Así que cumplí con las chicas de Jojo, una detrás de otra.
Pero me di cuenta de que cuando estaba lejos de Subhadra, sin poder oírla hablar, tenía incluso más miedo. Tal vez estar en casa era lo mejor, tal vez mi presencia cerca la constreñiría un poco, impediría que le hablase a nadie de mis fracasos. Así que regresaba. Y la encontraba feliz en su casa. Esa era la verdad, parecía feliz, era feliz. Su matrimonio era una broma, en el centro tenía un vacío flácido, pero iba de aquí para allá con las llaves en el pallu y hacía ruido con los cacharros en la cocina y daba órdenes a los sirvientes y me regañaba por la comida, y parecía contenta. Florecía mientras nosotros nos preocupábamos por las ruinas de la mezquita, mientras los periódicos desplegaban antiguas historias de resentimiento y los discursos retorcidos de los políticos. Las revistas publicaban mapas del país adornados con brotes puntiagudos de pequeñas explosiones de caricatura, cada detonación diminuta representaba un disturbio, cuerpos, ladrillos, espadas, y mientras tanto yo era infeliz, y ella feliz. Una noche, fue de un lado a otro de nuestro dormitorio y se sentó a mi lado.
—Me enterado de lo de tu amigo —dijo Subhadra.
—¿Quién?
—Tu amigo Paritosh Shah.
Estaba sentada a mi lado, agarrando la manga de mi kurta.
—Todos los chicos me cuentan sin parar cómo hizo que te casases, la buena influencia que fue para ti. Habíame de él.
Así que le hablé de cómo le llevé oro, de su panza enorme, su sentimiento por el dinero, su amor por el juego de ganar, nuestras aventuras juntos, su gusto por las fiestas y los rituales y las celebraciones, su necesidad de volar alto. Me escuchó, con la mano sobre mi manga, la cabeza agachada pero los ojos mirándome brillantes y parpadeando, con mechones de su pelo sueltos e iluminados por la lámpara que había atrás, cada filamento resplandeciente, formando una pequeña rueda de luz sobre su cabeza.
—Y aquel amigo mío motu —dije—, no hacía nada sin rezar, rezaba si tenía que ir de Colaba a Worli, rezaba si tenía que robar un crore. Y después le mataron.
—¿Tú les mataste a ellos?
—¿Matar a quién?
—¡A quienes le mataron!
Hablaba de matar a hombres, esta virgencita, como si estuviese hablando de cortar pollos.
—Matamos a algunos de ellos.
—No, pero ¿a quienes de verdad lo hicieron?
¿Cómo explicarle que no era precisamente fácil descubrir con exactitud quiénes apretaron los gatillos y golpearon con martillos? ¿Qué iba a entender de recopilar información, casas seguras, montar faroles dobles y triples, preparar el campo y lurkao a los hombres? Había hecho la pregunta sencilla: ¿castigaste a los que realmente lo hicieron? No había una respuesta sencilla. Y entonces pensé, mirando el sindur en su pelo y la confianza plena en sus ojos, que había hecho la única pregunta que valía la pena contestar. Le había fallado a Paritosh Shah. Había matado a algunos de los hombres de Suleiman Isa, y lo entendí como una venganza. Pero coger a hombres al azar y destruirles no era una venganza. Paritosh Shah se había preocupado por mí, me había querido, me había casado y establecido, y yo había abandonado su recuerdo, había dado excusas a su alma sobre los castigos que había ejercido sobre sus enemigos, mientras sus asesinos de verdad andaban sueltos. Por eso estaba maldito en el matrimonio que él me había arreglado. No podría consumar mientras su alma no se consumase, mientras buscase descanso. Mi falta de totalidad era un reflejo directo de la suya. Me reí. Había sido Subhadra quien me había mostrado esto, Subhadra también era el nombre de la hermana del dios que Paritosh Shah adoraba. Tenía cierto sentido, de verdad lo tenía. Salté. Me incliné hacia delante y besé a mi mujer. Me sentí rejuvenecido, renacido. Salí corriendo a las salas de reuniones, y llamé a mis hombres, desperté a Chotta Badriya.
—¿Qué hemos hecho últimamente para descubrir qué pistoleros siguieron a Paritosh Shah? ¿Hemos ofrecido dinero? ¿Cuánto? ¿A quién hemos preguntado? ¿A quién hemos capturado?
En una hora hice planes nuevos, puse en marcha esquemas nuevos, dupliqué y tripliqué el flujo de dinero que haría que las lenguas se soltasen, hablé con policías y miembros de bandas y pistoleros y khabaris, recopilé nombres y medios nombres y sombras de nombres, direcciones, rumores de insatisfacciones e intrigas. La casa zumbaba y cantaba y sentí cómo mi fuerza se extendía por Bombay como la electricidad, por mí hablaban mujeres y hombres, corrían, se movían con pautas que yo había puesto en marcha, había lanzado con amplitud la red de mi ser, y recogería en ella a los asesinos, los colocaría dentro. No podían escapar. Mírame, Paritosh Shah, bhai, gordo. Tendrás que restablecerme a mí mismo. Te daré a tus asesinos, y tú me darás a Subhadra, mi matrimonio, me devolverás, a mí mismo.
Y entonces los disturbios volvieron sobre nosotros. Nos llegaban noticias de nuevos asesinatos desde callejones angustiados, desde carreteras que todavía lloraban antiguas heridas: musulmán acuchillado aquí, hindú asesinado allá, y después los trabajadores mathadi acuchillados y asesinados, una familia quemada hasta morir, y el torbellino nos arrastró de nuevo. De nuevo las calles vacías y el largo silencio de la tarde y el golpeteo apresurado de muchos pies corriendo sobre la tierra y el sol balanceándose en lo alto, y gritos, gritos que subían hasta nuestras ventanas con traqueteos minúsculos, y noticias sobre hombres y mujeres y niños rociados con gasolina y quemados vivos, y Subhadra acurrucada en una esquina, y el brusco repiqueteo de los disparos a lo largo de la noche. Coloqué a mis hombres en las periferias de Gopalmath, por turnos, y les dije que se quedasen quietos, vigilasen, custodiasen. Después de tres días Bunty vino a verme con quejas.
—No puedo controlar a los chicos, bhai —empezó—. Quieren hacer algo.
—¿Hacer qué? —contesté bruscamente—. ¿Salir ahí y matar ancianas? ¿Para qué? ¿Por un viejo edificio vacío?
Agachó la cabeza.
—Nos están matando.
—¿Y?
—¿Bhai?
—Parece que tienes algo más que decir.
—Los chicos dicen… algunos de ellos preguntan si bhai está con nosotros, o con los musulmanes.
Así que, inevitablemente, aquí estaba: nosotros o ellos. ¿Era yo nosotros o ellos?
—Estoy con el dinero —respondí—. Y en esto no hay ganancias. Diles eso.
Y sin embargo la pregunta se quedó conmigo, en aquellas noches de matanza. ¿Nosotros o ellos? ¿Quién era yo, que siempre había considerado a los aspirantes a agresores de la mezquita y a sus defensores igual de idiotas? Ahora la mezquita se había venido abajo, y todo el mundo se había convertido en un agresor de aquello y defensor de esto, tenías que escoger si eras nosotros o ellos. Pero ¿qué era yo? Pensé en ello, esperé que Paritosh Shah me dijera algo, y frené la sangría. Mientras tanto algunos de mis hombres me abandonaron. Estaban frustrados por mi posición estática, el hecho de que no hiciese nada. Envueltos en la bruma espumosa de la furia que ascendió de las tiendas en llamas, de los cuerpos en las alcantarillas, salieron armados con espadas, y pistolas. Sacaron a hombres de los coches y les acuchillaron hasta matarlos, violaron a mujeres que encontraron acurrucadas en casuchas y después les cortaron la garganta, utilizaron queroseno y cerillas de la cocina y quemaron vivos a los rezagados, dispararon a niños. De modo que en aquellos días de invierno perdí a mis leales soldados por esta masacre de nosotros y ellos, esta matanza que no era una batalla. Me dejaron y sintieron desprecio por mí, porque me mantuve aparte. No necesitaba que Bunty me lo contase. Estaba perdiendo izzat, estaba perdiendo poder, estaba perdiendo la banda que había construido y defendido de tantos depredadores.
Bipin Bhonsle me ofreció una salida. Vino un domingo por la mañana en un jeep adornado con banderas color azafrán. Iba seguido por dos Ambassadors, también repletos de sus rakshaks, cada uno armado de forma diversa. El propio Bipin Bhonsle llevaba abiertamente una espada, que apoyó a un lado de la silla en mi baithak.
—Un diputado armado en plena calle —dije—. Cómo ha cambiado el mundo.
—Hoy vamos a volver a cambiarlo, bhai —contestó, frotándose la cara.
Estaba hinchado, exhausto, y apestaba. Su camisa púrpura estaba manchada y arrugada, colgando por la parte delantera, y pude ver los pliegues sudados de su barriga.
—Ya basta. Vamos a enseñarles a esos bastardos landya.
Esperé. Pero parecía haberse quedado dormido en un sueño con los ojos abiertos, con la barbilla sobre el pecho. Tenía la frente cubierta de mechones de pelo lacio, su habitual peinado con tupé estaba destruido por completo. Lo que quería enseñarles a los musulmanes seguía sin decirse. Al final pregunté:
—¿Bipin saab?
Habló sin parpadear, sin modificar su desgarbada postura como de estatua.
—La palabra vino de arriba: enseñad a los maderchods. Así que les enseñamos.
—¿La orden vino de arriba?
—De muy muy arriba —bostezó—. Corté una cabeza. Quiero decir que la corté limpiamente, ¡zas!, así. Tuve que coger la espada con las dos manos. RebotÓ dos veces, la cabeza. Lo gracioso es la sangre. Llega lejos. Como desde un pichkari, por todas partes. Todos los chicos estaban corriendo, escapando de la sangre. La cabeza no parecía sorprendida o algo. La cabeza no tenía expresión.
—Le enseñaste.
—Sí. Pero tú estás aquí sentado, seguro en tu casa, Ganesh bhai.
—Para mí la palabra no vino de arriba, Bipin saab.
—Los landyas mataron a Paritosh Shah. Y aun así no quieres hacer nada.
Podría haber señalado que aunque Suleiman Isa era bastante musulmán tenía muchos hindúes trabajando para él. Y también que Suleiman Isa no tenía nada que ver con las familias musulmanas que vivían abajo en la carretera, y que cortarles la cabeza a ellas no le haría sangrar a él. Pero tan solo dije:
—No gano nada haciendo esto.
Me miró, giró sus ojos enrojecidos hacia mí.
—Yo te traeré beneficios. Tengo mucho que hacer, así que te propondré un trato rápido. Hay una basti musulmana en Abarva. ¿La conoces?
—Detrás del edificio blanco de seguros de vida. Sí.
—El terreno pertenece a un socio mío. Lo compró hace tres años, buen precio, buena zona para desarrollar, pero no puede sacar esas barriadas maderchods del terreno. Conexiones de agua, electricidad, lo tienen todo. Dicen que llevan años ahí, y toda esa habitual tontería bhenchod. Así que, sácalos Redúcelos a cenizas. Pagaremos veinte lakhs.
—Bipin saab, Bipin saab. Esa tierra vale cuatro crores, fácil.
—Veinticinco, entonces.
—Necesitaré muchos hombres.
—Tus chicos pueden quedarse lo que encuentren.
—¿Lo que encuentren en alguna casucha miserable, mientras el fuego ruge sobre sus cabezas?
—Treinta.
—Un crore.
Bhonsle rió.
—Te daré sesenta lakhs.
—Hecho.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—De acuerdo. Hazlo rápido. Mantendremos esta temporada abierta tanto tiempo como podamos, pero en algún momento le dirán al ejército que empiece a disparar, que no haga solo marchas con la bandera, y entonces las cosas se podrán difíciles.
Se puso las manos sobre las rodillas y tomó impulso para levantarse, pero se quedó inclinado por un momento, retorciendo la espalda.
—¿No vas a ofrecerme algo de beber?
—Bipin saab, debería haberte preguntado. —Grité hacia el pasillo—. Arre, traed agua, té, algo frío.
Bipin Bhonsle sonrió.
—Estaba pensando en whisky. O ron. Pero eres el mismo, bhai. Agua-agua todo el tiempo.
—Me mantiene alerta.
—El whisky me mantiene fuerte —contestó Bipin Bhonsle, y recogió su espada—. El agua es mala para mi corazón.
Levantó la espada, me señaló con ella.
—Es bueno que estés con nosotros —dijo.
Y con eso se fue haciendo aspavientos al bajar las escaleras, taconeando de forma brusca con los talones en cada escalón. El jeep giró haciendo gruñidos tensos, y después se marcharon. Y ahora yo estaba con nosotros, estaba contra ellos.
Esta es la manera elegante de quemar una bastí: lo haces de noche, desplazas una docena de coches llenos de hombres hacia el este, hacia el extremo de la bastí en el edificio de seguros de vida, y allí lanzas un ruidoso asalto frontal. Tus hombres disparan pistolas y blanden espadas ante los hombres de la bastí, que salen de sus casuchas a aguantar una lucha desesperada, sus rostros son caricaturas enloquecidas bajo las hileras de faros. Mientras tanto, a lo lejos, en el extremo suroeste de la bastí otro grupo de nuestros hombres está cerca de las casuchas y casas agrupadas. Nuestros hombres son hábiles y sigilosos, se acercan y pueden escuchar los gritos y maldiciones del extremo de los seguros de vida, y sueltan botellas llenas de gasolina, botellas cebadas con trapos empapados de gasolina. Se oye el leve tintineo de cristal y los pequeños destellos de chispas florecen en nos crecidos que corren de forma fluida por los tejados, bajando paredes, entrando por las ventanas. Ahora habla el fuego, se queja feliz y ronco mientras come, no hay forma de pararlo. No hay teléfonos, no va a venir el cuerpo de bomberos, ni la policía. Los defensores ya no están defendiendo, corren, se esconden en las esquinas, ahora iluminadas por el resplandor brillante sobre los tejados. Tus hombres les persiguen, matan a algunos de ellos, los otros huyen hacia sus mujeres, sus hijos que gritan, y salen corriendo para huir del fuego, se tambalean y se caen y se ponen en pie y se van, desaparecen. Se han ido. Las llamas se columpian con facilidad de casa en casa, y nuestro trabajo ha terminado.
Por la mañana, la fachada oeste del edificio de seguros de vida estaba tiznada de gris, y donde hubo una basti había un campo de rescoldos vacío, pinchado aquí y allá por jambas ennegrecidas, una cañería retorcida.
Dos días más tarde me entregaron el pago completo. Vino en montones de billetes nuevos envueltos en plástico, que yo rompí para repartirlos a los chicos. Para entonces casi todos habían vuelto conmigo. Durante los cuatro días siguientes despejamos dos terrenos más. Y todos estábamos satisfechos, yo, los chicos, Bipin Bhonsle. Los disturbios son útiles de todo tipo de maneras, y para todo tipo de gente.
Finalmente, la tercera semana de enero, pararon los incendios y los asesinatos, bajo las balas de la policía y el ejército, y bajo las órdenes de los jefes de Bipin Bhonsle, y el jefe de estos. Al final había demasiados cadáveres incluso para el superior más supremo, y el rugido tambaleante del caos que se aproximaba era demasiado ensordecedor, de modo que paró. La ciudad se arrastró y se sacudió y comenzó a limpiar los escombros, los bulldozers barrían los terrenos vaciados y los cimientos excavados, se levantaron los cuerpos de las alcantarillas, de los montones de basura, y el tráfico volvió a arremolinarse por las calles. Aquí estábamos, volviendo lentamente a la normalidad. Y yo estaba restablecido. Sí, fui capaz. Llegué una noche tarde a casa después de una reunión con Bipin Bhonsle, de cobrar más dinero que nos debía del trabajo de la época de disturbios, de hablar de proyectos nuevos, y me quité los zapatos y me recosté en la cama, con la cabeza descansando en las almohadas recién bordadas de Subhadra, que eran rojo oscuro. Había cambiado los muebles de la habitación, para que pudiésemos dar a una ventana doble mientras estábamos acostados. Podía ver mi bastí oscurecida y las estrellas en lo alto. Subhadra me trajo la leche, después se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama para mirar cómo me la bebía. Tomé unos sorbos, y ella apoyó la barbilla sobre la mano y tarareó suavemente.
—¿Cuál es esa canción? —susurré.
La noche estaba tan silenciosa, tan frágil y fría, tan ensombrecida, que solo podía susurrar.
Subhadra levantó los ojos para mirarme, y siguió tarareando.
—¿Qué, saali? ¿Qué canción es?
Sonrió, pequeña y traviesa, y me sacó la lengua. Y continuó tarareando.
Le cogí el brazo de forma juguetona, pero soltó un gritito teatrero y se retorció para apartarse.
—Déjame —dijo—. Duele.
—No actúes demasiado —respondí, soltándola—. Apenas te he tocado.
—No —replicó—. Eres fuerte. —Se frotó el brazo con energía—. Mira, me has dejado marca.
—No veo nada.
—Incluso los chicos lo dicen.
—¿Qué dicen?
—Que no sabías lo fuerte que eras. Ayer decían: por fin demuestra su verdadera fuerza. Ahora sabemos que es un verdadero líder hindú.
—¿Hindú?
—Sí. —Ella miraba hacia abajo, hacia su brazo pálido, donde la piel mostraba una floración suave por mis dedos—. Dicen: ahora les está mostrando a esos bastardos lo que un bhai hindú puede hacer.
Había un río inclinado en el cielo, una curva de luz sinuosa. Estaba el cielo arriba, y nosotros debajo. Había hindúes, y había musulmanes. Todo se presenta en pares, en opuestos, tan brutales y tan hermosos.
—Cierra la puerta —le dije.
Entonces preguntó:
—¿Qué?
—Me has oído.
¿Qué me pasó entonces? Hasta ese momento, toda mi vida, me había sentido como un fantasma, mil fantasmas deambulaban dentro de mi cuerpo, cada uno de ellos igual de posible y cada uno de ellos más perdido que el otro. Venía de ninguna parte y me había hecho un nombre, pero siempre había sentido que estaba haciendo un papel, muchos papeles, y que podría cambiar de este nombre a otro con facilidad, que si era Ganesh Gaitonde hoy, bien pojaría convertirme en Suleiman Isa mañana, y después en cualquiera de los hombres a los que había matado. Había sentido ira, y dolor, y deseo, pero siempre me había resistido a permitir que los fragmentos en mi interior se asentasen y adoptasen una configuración, una forma. Había llevado a hombres a creer en mí, en Ganesh Gaitonde, y secretamente siempre les despreciaba por creer en mí, porque yo no era nada. No creía en nada. No me comprometía con nada. Y por eso era un hombre fantasma, capaz de copular de forma desenfrenada con putas, trataba de convertirme en algo real en aquellos chuts empapados, pero no era apto para el matrimonio. El matrimonio es confianza. El matrimonio es fe. El matrimonio es totalidad. Ahora podía verlo, había sido incapaz para el matrimonio, incompleto, imperfecto y por tanto impotente. Pero todas las carreteras que había recorrido, creyendo que estaba solo, todos aquellos caminos irregulares me llevaban de forma inevitable a pertenecer, a la certeza de convertirme en algo, una cosa. Había quemado bastís, y de ese modo había elegido, me había visto obligado a elegir una parte del campo de batalla, el viejo y astuto Paritosh Shah se salió con la suya después de todo. Ahora estaba preparado. Sabía quién era. Era un bhai hindú. Así que me cerní con suavidad sobre mi mujer, mi mujer, notando el latido de mi pulso seguro de sí mismo en cada parte de mi cuerpo. Entré en ella. Su grito se estremeció sobre mis hombros. Después había sangre, en las sábanas, en mis muslos. Estaba contento. Le dije a Paritosh Shah: no me he olvidado de ti. Encontraré a tus asesinos. Dormí profundamente, tumbado sobre la evidencia de mi victoria, hasta última hora de la tarde.
Me había despertado, y me sentía recompensado por haber despertado a mí mismo. Esta recompensa trajo consigo una maldición. Era una cinta de vídeo, y en ella se alcanzaba a ver de forma momentánea al hombre que había traicionado a Paritosh Shah, que lo había entregado a nuestros enemigos. La cinta me llegó de una de nuestras fuentes en Dubai, un hombre llamado Shanker que trabajaba en una tienda de productos electrónicos llamada Televisión y Electrodomésticos Mina. El jefe de Shanker, el dueño de esa Televisión Mina, tenía un negocio aparte grabando en vídeo compromisos y bodas y fiestas, y en noviembre le llamaron para acudir a una fiesta en el restaurante giratorio encima del Hotel Embassy, para grabar una fiesta shandaar, registrar para la posteridad una fiesta de cumpleaños pequeña pero increíblemente cara, completa con Govinda, llegado desde Bombay en avión para bailar. El dueño de Televisión Mina grabó afanosamente, captó los brindis borrachos de champán; a los hombres de pie en pequeños semicírculos con sus trajes brillantes, agarrando vasos retacones llenos de whisky escocés; las mujeres aparte, en un amplio grupo desperdigado por los sotas, el resplandor de sus diamantes, que acuchillaban el objetivo con sus destellos rápidos; y Govinda bailando, girando y bajando, sus zapatos blancos reflejados en el suelo de mármol negro; y el chico del cumpleaños, Anwar, tercer hermano de Suleiman Isa. Y Suleiman Isa, sí, el bastardo en persona, balanceándose con el ritmo de Govinda pero sin expresión en el rostro, sin vida. El hombre de Televisión Mina llevó el vídeo de vuelta a la tienda, le habían pedido que hiciera tres copias. Se lo pasó a Shanker, le dijo que sacase las copias. Shanker hizo cuatro. Se quedó una, y la trajo a Bombay cuando vino de visita a comienzos de febrero. Se la dio a Bunty, y Bunty le dio dinero. Y aquí estaba, la cinta, ahora en mi televisor, en mi despacho.
Suleiman Isa tenía un rostro ancho, desinflado, con una barba rala a lo largo del filo de la mandíbula, y un bigote perfilado. En el vídeo llevaba una camisa blanca con cuello redondo, y un traje gris oscuro con bordados elaborados en las solapas. No podía decir qué estaba bebiendo, pero comía kebabs de un plato y dejaba los palillos en una hilera organizada en el borde de la mesa. Pulcro, metódico. Miré la cinta hasta tarde por la noche, volviendo a los fragmentos de Suleiman Isa una y otra vez. Chotta Badriya lo miraba conmigo, y contamos en la fiesta a cuatro de los hermanos, conocíamos sus caras por las fotografías de archivo de la policía. Al final, Chotta Badriya empezó a bostezar a cada minuto, y le mandé a casa a dormir. Observé de nuevo a Suleiman Isa, cómo se lavaba las yemas de los dedos en un cuenco pequeño de latón, y les daba golpecitos sobre una servilleta para secarlos. Ahora era tarde, y era tarde en la fiesta del vídeo. Hacía rato que Govinda se había ido, e incluso Suleiman Isa se había ido. De todos modos, la cámara deambulaba, captando a hombres despanzurrados en los sofas, sin zapatos, las corbatas aflojadas. Uno de ellos vio la cámara, tomó impulso para levantarse, le costó tres intentos, levantó los brazos y trató de girar como Govinda y se cayó, las piernas levantadas golpeando contra una mesa. Un vaso se hizo añicos contra el suelo. Mucha risa. Eran secuencias que no había visto antes, siempre habíamos vuelto a las de Suleiman Isa y los hermanos. Pero ahora lo vi completo, quería echar un vistazo a todo antes de dormir. Al borracho lo levantaron del suelo dos de sus amigos, y entonces los tres caminaron hacia delante, saltaron izquierda-derecha-izquierda, con los brazos de unos sobre los hombros de los otros. La cámara rodó una panorámica a la izquierda de ellos, de pasada, y un hombre sentado en una silla la esquivó, deslizó la silla para apartarla y salir del encuadre, alzó su hombro izquierdo y apartó la cara bruscamente del objetivo, de mí. Y después la cámara volvió a la derecha, y encontró a los tres tipos bailando.
Pero retrocedí. Busqué a tientas el mando, apreté botones. Había algo en el hombro grande del hombre, algo en su cuerpo que fluyó sin esfuerzo incluso cuando se apartó de la vista con una sacudida, algo muy seguro de sí mismo. No estaba asustado, era un gesto natural, solo quería asegurarse, simplemente no quería que la cámara le viese. Ahí estaba, apenas un instante borroso, era bueno, pero no tan bueno, no lo bastante bueno; detrás de él había una placa de vidrio ennegrecido, una ventana alta y afuera la oscuridad, en un borde inferior pude ver farolas lejos abajo, pero en su brillo fluido también vi un rostro, una nariz afilada, un mentón largo, un cuello fuerte, la rápida oscilación ondulante de una cadena de oro con un relicario brillante al final: era Bada Badriya. El hermano mayor de nuestro Chotta Badriya, el fiel guardaespaldas de Paritosh Shah. Era él. Era él. Fue tan rápido, apenas alcancé a verlo, pero estaba seguro. Y después no lo estuve. Cuando pasé la cinta a cámara lenta, haciéndola avanzar de forma entrecortada fotograma a fotograma, el rostro se quebró en bloques de luz y partes de oscuridad, y se volvió informe ante mis ojos forzados. Me pegué a la pantalla. ¿Era una nube pálida de luz cambiante, o era él? En los fotogramas inmóviles, solo se veía esta nubosidad vaga, esta nada. Pero cuando lo hacía pasar a velocidad normal, ahí estaba, era Bada Badriya, estaba seguro.
Me quedé hasta la mañana, ignoré las llamadas somnolientas de Subhadra y fui hacia atrás y hacia delante de aquel momento, de la silla a cualquier cosa que estuviera más allá del borde de la cámara, hasta que sentí el movimiento de él en mis hombros y caderas, sabía lo que era apartar suavemente una silla, tener reflejos que veían con claridad cómo se acercaba una amenaza, el objetivo de una cámara o el cañón de una pistola, y músculos que se estiraban y se daban prisa con esa elegancia, era él, sabía por qué lo hizo. Por el dinero, por el ascenso, por la ira de ser para siempre un guardaespaldas, por el desprecio hacia el hombre al que protegía, por saber que sus propios músculos eran grandes, por la sensación de que él mismo merecía algo mejor. Y Suleiman Isa le dio dinero, lo sabía, y le prometió mucho más. Suleiman Isa le ofreció a Bada Badriya una nueva versión de Bada Badriya, más grande, mejor. Y de esa forma murió Paritosh Shah. Viendo la cinta lo supe.
Saqué la cinta, apagué la luz y recorrí el pasillo hacia mi dormitorio. A medio camino me paré, me quedé aturdido, agarrando la cinta contra el pecho. Sabía lo que tenía que hacer con Bada Badriya, eso era sencillo. Era tan bueno como si ya se hubiera hecho. Pero ¿qué había del joven, el hermano menor, Chotta Badriya, mi Chotta Badriya? ¿Qué pasaba con él, el que me llamaba «bhai» cada día? ¿El que en ese preciso momento estaba dormido en su casa ni a cinco metros de la mía, de esta casa que habíamos construido juntos? Confiaba en él, no dudaba de él ni un segundo. ¿Qué hacer con él, que me era fiel? Cuando su hermano muriese, cuando yo matara a su hermano, lo sabría. Incluso si Bada Badriya apareciera decapitado en una cuneta lejana, en Thane, en la maderchod Delhi, incluso si le dijera a Chotta Badriya que lo había hecho Suleiman Isa, al final se preguntaría, me miraría a la cara y dudaría de mí… Suleiman Isa le informaría, le mandaría vídeos y fotos de Bada Badriya fraternal con él en Dubai, y Chotta Badriya se acordaría de Paritosh Shah y de mí, me miraría y sabría que no tuve elección, que tuve que hacerlo, y me detestaría. Tal vez aceptase que su hermano se había equivocado, pero después siempre se quedaría junto a mí, detrás de mí, y me despreciaría. No podría ser de otro modo. Así son los hermanos, esto es lo que crece en el útero, este vínculo ineludible, este odio. ¿Sería fiel si dejase ir a su hermano? ¿Se quedaría conmigo si perdonaba, olvidaba?
Cerré la puerta de mi cuarto. Subhadra preguntó adormilada:
—¿Eres tú?
—¿Quién más iba a ser, idiota? —respondí con brusquedad—. ¿Suleiman Isa?
Me tumbé rígido a su lado, incapaz de contener la furia de mi respiración. Ella se recogió, tímida, asustada. Y yo tenía la cinta de vídeo bajo las yemas de los dedos, los pies de Govinda bailando, y en el zumbido apretado de mi sangre supe que todos los regalos son traiciones, que nacer es ser engañado, que no nos dan nada sin quitarnos algo más grande, que convertirse en Ganesh Gaitonde, el bhai hindú, era en sí mismo un asesinato, era el asesinato de otras mil y una identidades, y tenía agua en los oídos, el bramido del agua revuelta iluminada por la luna, y algo surgió de mi garganta, un quejido en voz baja.
—¿Qué pasa? —susurró mi mujer.
Me giré hacia ella, me subí encima, le estiré el camisón hacia arriba y oí cómo saltaban botones y se rasgaba la ropa, entré en ella a la fuerza. Sus jadeos, sus gritos se perdieron en el júbilo frenético de mi ira, en los gruñidos que bramaba desde mi amargura.
Hice que me trajeran a Bada Badriya al día siguiente. Mis hombres lo recogieron en su nueva gasolinera de Thane. Tenía una reputación, era conocido por sus hombros, por el truco que hacía de levantar sobre su cabeza a un hombre sentado en una silla. Así que fueron seis de los chicos. Si causa problemas, les dije, disparadle en la pierna, pero traédmelo vivo. Le esperaron en un dhaba pequeño próximo a la gasolinera, y la verdad es que él pasó por su lado de camino al coche, con un guardaespaldas. Se había convertido en un hombre de negocios, el guardaespaldas ahora con guardaespaldas. Bada Badriya se estaba agachando para mirar detrás de la rueda cuando mis hombres derribaron a su pistolero, lo dejaron sin sentido con una tubería de casi un metro. Y después todos apuntaron las pistolas hacia Bada Badriya, hacia sus piernas, y si él hubiera desenfundado habría muerto en ese momento, con los muslos picados por una docena de balas. Todos temblaban nerviosos. Pero él estaba inmóvil. Los chicos se mostraron chulos y despectivos cuando lo trajeron, muy engreídos, enérgicos por el alivio de no haber empleado balas en el camino. Bunty, que les había dirigido, dejó una pistola sobre la mesa con un golpetazo y me dijo con su acento panjabí:
—Bhai, tenía una Glock pero no se acercó a ella. Y el chodu se considera un guardaespaldas. Vino en silencio.
Todavía estaba callado, Bada Badriya, sentado en una silla en el trastero donde los chicos lo habían colocado. Se puso de pie cuando entré, y tuve que mirarle.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunté.
—¿Hacer qué? —replicó, levantando una mano hacia mí, con la palma hacia arriba.
Hasta ese momento no tenía un plan preciso. Solo quería mirar a Bada Badriya a los ojos, y ahora, mirando, viendo la inocencia furtiva que estaba tratando de pegar sobre su miedo, el patético amago de actuación, mi furia se volvió inmensa. Creció en mi estómago y me dolieron las costillas por ella, y grité, rugí:
—Te vi. Te vi, maderchod. Te vi bailar.
—¿Bailar? ¿Qué, dónde?
No podía aguantarle más, su pecho amplio, su vida fornida, su cara de niño pequeño.
—Mátale, Bunty. Mátale.
Y Bunty lo hizo.
Chotta Badriya me estaba esperando en Alibag. Le había mandado allí la noche anterior, a recoger cuatro lakhs en efectivo que uno de nuestros controllers tenía para nosotros. Ve y coge el dinero, le había dicho, y comprueba a ese controller, hay algo en él que no es de fiar, no confío en él. Tengo una sensación con ese bastardo, le había dicho. Y le dije que se quedase en Alibag, yo tenía una propiedad allí, un bungaló en la playa, iría a reunirme allí con él. Quería que Chotta Badriya no estuviese en el camino, no tuviera contacto y no se le pudiera tocar, no quería que alguien descolgase un teléfono y le llamase para contarle que habían cogido a su hermano. Quédate allí en el bungaló, relájate, pásalo bien, le dije. Iré y me reuniré contigo. Y él contestó, sí, bhai, ven, necesitas relajarte.
Así que fui al bungaló con Bunty, con tres hombres. Condujimos durante tres horas, una tarde espesa de tráfico y polvo. Apreté los ojos para cerrarlos poco después de dejar Kailashpada. Cuando los abrí, los campos se habían ampliado, llenos de construcciones nuevas. Observé cómo se deslizaba una montaña a través de la neblina polvorienta a mi derecha. Giramos hacia el este, por la carretera, y después de nuevo hacia el sur. Dormí. Y después el mar relució delante de nosotros, una inmensa llanura abierta brillante con puntos nítidos, metálicos, de luz del sol.
Chotta Badriya nos llamó desde el balcón del bungaló. Salí del coche, me desperecé y le sonreí. Llevaba un bañador rojo, brillante frente a la pared blanca inclinada del bungaló, y el estómago le bamboleaba ligeramente sobre el elástico rojo. ¿Cuándo se había vuelto gordo? ¿Cuándo, en la última década? Nos habíamos visto tan a menudo y tan de cerca que había dejado de reparar en él. ¿De verdad ves la piel de tu mano derecha? Pero entonces vi su pelo corto, su barriga, su matrimonio, sus hijos, su amor por las películas, su pasión por la ropa buena, su lealtad conmigo.
En la planta de arriba, volcó el dinero sobre la cama.
—Sin problemas, bhai —dijo—. Está todo aquí. No creo que tengamos problemas con el tipo.
—Eso es bueno —contesté—. Necesito mear.
—Por allí —indicó. Y mientras iba hacia el baño—: ¿Quieres un poco de chai?
—Sí —respondí, y cerré la puerta.
Le oí gritar por el pasillo: dos chais, algo de comer, rápido, rápido. El espejo encima del lavabo estaba roto, faltaba una mitad entera, dejando solo la madera en bruto por debajo. Intenté orinar, me sacudí, pero incluso después de tres horas no había nada, estaba seco. Aun así, vertí jarras de agua en la taza. Mantén la normalidad, me dije a mí mismo. No le asustes. Le debes eso. Comprobé mi pistola, después me la coloqué de nuevo bajo la camisa, al final de la espalda. Habían pasado años, literalmente muchos años, desde que había usado un arma. Y mi experiencia había sido con revólveres, revólveres baratos, no las buenas automáticas austríacas que tenía ahora. Bunty había tenido que instruirme: así es como se desliza hacia dentro el pasador, bhai, y después tiras hacia atrás, el seguro está aquí. Dijo, con una mirada de compasión, no tienes que hacerlo, bhai, sabes que puedo hacerlo yo, bhai. Y yo respondí, no. No.
Abrí la puerta. Chotta Badriya estaba sentado en la cama, apartando el dinero, apilándolo con cuidado dentro de una bolsa de viaje azul.
—¿Va todo bien, bhai?
—¿Bien?
—Pareces un poco… cansado. ¿Problemas de estómago?
—Sí. Ando descompuesto.
—En nuestro clima, se ha de tener mucho cuidado. Hay demasiados gérmenes por todas partes, la comida se echa a perder rápido. Y comemos fuera demasiado, ¿sabes?, toda esa comida grasienta. Si tomas comida casera, mantienes una dieta ligera, es mucho mejor para el estómago.
—Toda tu dieta coqueta y sin embargo tienes eso —dije, señalando a su barriga.
Echó la cabeza hacia atrás y se rió, y cogió con ambas manos los pliegues regordetes de su panza y los levantó.
—Sí, bhai —contestó, sonriendo—. Tengo esto. ¿Qué se le va a hacer? Nos hemos vuelto ricos.
—Nos hemos vuelto viejos.
—Todavía somos jóvenes, bhai —replicó, y estaba a punto de continuar, pero entonces sonó un traqueteo en la puerta, y Bunty entró de espaldas, llevando una bandeja. La dejó encima de la cama, y al darme una taza de té vi que tenía las pupilas pequeñas e inquisitivas. No dije nada, y cerró la puerta con mucha suavidad al marcharse, y en ese momento se produjo un leve zumbido de tensión en la habitación, que Bunty había suscitado con su andar cauto. O tal vez estaba en el latido de mi sangre. Chotta Badriya aún miraba hacia la puerta.
—¿Qué decías? —pregunté, y mi voz sonó demasiado fuerte.
Volvió a mirarme, y tenía la boca pequeña y concentrada mientras buscaba la idea, y después se relajó con una amplia sonrisa.
—Lo he olvidado del todo, bhai.
—Idiota —le dije—. Bébete el chai.
—Ahora estos engordan de veras, bhai —me contó, sorbiendo la taza.
Levantó una bhajiya marrón reluciente del montón que había en la bandeja.
—Hay más aceite en una de estas cosas del que tu cuerpo necesita durante un año.
Volvió a ponerla con cuidado en el plato y dio un trago grande de chai.
—Cómetela.
—¿Qué?
—Cómetela —repetí.
Sentía una especie de odio por el montón de bhajiyas, una atracción asesina por ellas, que sabían exactamente cuánto poder tenían sobre él. Apartó el plato, malhumorado.
—Son malas para mí, bhai. Me he vuelto gordo.
—Cómetelas, cómetelas —insistí—. Te estoy dando permiso.
—¿Sí?
—Sí.
Cogió una, la levantó hacia la luz del sol, examinó las espirales marrones de la bhajiya y las bifurcaciones complicadas. Dio un mordisco lento, y cerró los ojos por un instante.
—Mmmm —dijo—. Coge una, bhai.
—No, come tú. ¿Puedes comerte todo el plato?
—¿Todas estas?
—Todas.
—Fácil. No son tantas.
—Entonces, acábatelas.
—No, ¿todas?
De verdad parecía chotta en ese momento, con los labios relucientes y las mejillas sorprendidas y la cara de niño, todo brillante.
—Es una orden.
Empezó a comer, sentado con las piernas cruzadas encima de la cama. Lanzó por encima de las bhajiyas salsa carmesí reluciente de una botella, y después sujetó el plato cerca del pecho y agachó la cabeza hacia ellas. Ahora, pensé. Pero la pistola estaba enredada en algún lugar detrás de mí, podía notarla punzándome en la columna. Tendría que ponerme de pie, sacarla. No, no. Que termine. Cuando termine. No ahora.
En ese momento ya había desaparecido medio montón. Me levanté, caminé hacia la ventana. La parte superior blanca de mi coche me lanzaba de refilón a los ojos una llamarada de luz, y me giré y los entrecerré. El sol se estaba poniendo, y la orilla negra se extendía de derecha a izquierda, todo eran rocas y bordes que empujaban hacia arriba. Los árboles estaban completamente quietos, no se movía ni una hoja. En algún lugar más allá había otros países, millones de personas durmiendo. Los vi acurrucados unos contra otros, desnudos, con los rostros relajados. Detrás de mí Chotta Badriya estaba comiendo. Necesité darme la vuelta. Quizá todavía no había acabado. Pero si lo había hecho levantaría la vista, me estaría mirando. Me controlé, respiré, otra vez, y el tenue remolino del mar estaba cerca, y me giré. Todavía estaba comiendo. Le quedaban dos bhajiyas. Tenía los carrillos llenos, hinchados y moviéndose. Ahora le quedaba una bhajiya. La pistola llegó a mi mano con facilidad. La balanceé hacia arriba. La balanceé hacia arriba, y fui cuidadoso, ceremonial y correcto. Consigue un equilibrio adecuado. Apunta bien. No escuches nada. Solo mira el objetivo, nada más. Ese espacio estrecho de piel morena justo encima y delante de la oreja, justo antes de que empiece el pelo.
Su sangre chisporroteó. El tiro debió de retumbar, pero por el túnel largo y sofocante de mi propósito no oí nada, y al momento siguiente supe que la sangre de un cráneo recién partido echa espuma, que suena a un silbido ligero. Es un siseo pequeño, rápido, que tartamudea. Solo dura un momento.
Bunty empujó la puerta para abrirla lentamente, guiado por su pistola. La bajó. No había necesidad de hacer un segundo disparo.
Era feliz. Ahora podía entender lo que quería decir Paritosh Shah cuando me decía que necesitaba asentarme, por qué siempre me ensalzaba las virtudes del matrimonio. Me había asentado, me sentía en mi lugar, arraigado, sujeto a mi tierra de un modo que jamás había experimentado antes. Sabía quién era, ya no sentía que estaba tratando en todo momento de convertirme en Ganesh Gaitonde, que buscaba a tientas los contornos de Ganesh Gaitonde. Con Subhadra a mi lado, y el haber aceptado que era un bhai hindú, que era algún tipo de hindú, me sentí real. Ya no era un marido con la espalda doblada, agobiado —todavía estaba con las mujeres de Jojo— y no era un adorador de dioses y diosas, pero ahora los chicos me entendían, y venían conmigo y se sentían cómodos. Era un líder con quien podían identificarse. Nuestros efectivos volvían a su fuerza normal. Por primera vez en mi vida, experimenté satisfacción. Al principio me desconcertó, este charco de calor dentro del pecho. Sí, Subhadra se deleitaba con los actos diarios necesarios para ser una esposa, ordenaba y reordenaba los utensilios de cocina en hileras escalonadas, relucientes, daba saltos de un lado a otro para elegirme la ropa por la mañana y la recogía alegremente del suelo por la tarde. Se paseaba con eficiencia por la casa, con las llaves tintineando en su cintura. Era esbelta, no exactamente guapa pero con un aspecto agradable, y cuando la miraba no me sentía acosado por el deseo cargado de furia que algunas randis me provocaban. Quería sentarme con Subhadra, observar la tarde desde nuestro balcón, comer algo de ghavan y beber chai. Fuera, nuestras luchas y guerras continuaban como antes, pero no me sentía consumido por estas batallas como antes. Ganamos, a veces perdimos, pero todavía éramos fuertes, y estábamos creciendo, de forma que era feliz.
Pero estaba rodeado de problemas corporales. Mi estómago seguía mal, sentía un dolor creciente que me venía a menudo, a última hora de la tarde, un sentimiento de congestión en el bajo vientre, y después de expansión, como si algo estuviese intentando salir. Gases, diagnosticaron los médicos, y prescribieron tabletas y comida ligera. Pero solo lo aliviaba el whisky escocés, hacía que mis tejidos se calmasen, alejaba las presiones repentinas que amenazaban con romperse. No podía permitir que los chicos me vieran beber, así que Bunty dispuso otro bungaló para mí, muy cerca en Juhu, justo bajando la calle desde el Holiday Inn. Iba un día sí y otro no a este refugio junto al mar, donde Bunty guardaba una botella de Johnny Walker en un armario con llave, y soda en la nevera. Me sentaba solo en la terraza al atardecer, y bebía. Dos pequeños tragos era lo que me permitía a mí mismo. La bebida era tranquilizante, pero conllevaba ataques de nostalgia. Había tardes en las que lloraba por los primeros tiempos con Paritosh Shah, cuando éramos pobres y jóvenes, cuando nos enfrentamos a probabilidades insalvables y derrotamos a villanos monstruosamente fuertes. ¿Adónde habían ido a parar aquellas mañanas, en las que reuníamos nuestras armas para una buena pelea? ¿Dónde estaban nuestros amigos de aquellas tardes brillantes? ¿Dónde estaban las canciones de nuestra primavera efímera? Bebí y escuché números antiguos y recordé. Chala jaata hooti kisi ki lihuti me, dhadakte dil ke tarane liye…
Mientras tanto, Bunty trataba de aprender todo lo que necesitaba para dirigir nuestros complicados asuntos. Empezó con nosotros como pistolero, se hizo notar pronto en nuestra guerra con Suleiman Isa, y ahora era mi controller principal y de confianza. Estaba repleto de seguridad en sí mismo y de energía.
—Todo el mundo sabe lo que hiciste, bhai. Desde Matunga hasta Dubai, lo han oído. Saben que encontraste a los bastardos de Suleiman Isa y que los echaste abajo. Tu compañero ahora está resarcido por completo. También ganaste esta.
Lo dijo para animarme cuando estaba callado durante largas horas en el coche. Yo sabía que había ganado. Y también sabía que en este mundo no había victoria sin otra pérdida, más grande, oculta en su interior, que en nuestro triunfo ya estábamos acorralados por algún desastre. Sabía que se acercaba algo. Se acercaba Suleiman Isa. Les dije a los chicos que tuvieran cuidado, aumenté la seguridad en Gopalmath, le prohibí a Subhadra que saliera de casa. Ni siquiera al templo, le dije. Tienes que quedarte en casa. Pareció apesadumbrada pero obedeció.
Veintiún días después del día de la muerte de Chotta Badriya, un viernes, a primera hora de la tarde, explotaron las bombas. Me enteré de la primera minutos después de que hubiese ocurrido, llegó una llamada telefónica de uno de los chicos, llamaba desde la ciudad sollozando, bhai, había un pie sobre la calzada, hubo un sonido, un estruendo enorme, y no sabía qué era y la gente estaba corriendo y nadie sabía qué estaba pasando y giré corriendo una esquina con ellos y estaba este pie sobre la calzada, bhai, tan solo yacía allí, cortado por la espinilla, no había sangre, y entonces alguien señaló la esquina, miré, la Bolsa no está, la Bolsa, ha explotado, ha estallado. Hubo una explosión, bhai, una bomba, una bomba.
Le calmé, le dije que se fuera a casa. Después llegaron más detonaciones, en el mercado de cereales Masjid Bunder, en Nariman Point, y tenía al teléfono a Bunty de camino a la comisaría de Goregaon, hacia la jefatura, y estaba marcando y una y otra vez salía el tono de ocupado, y después los teléfonos se quedaron sin línea, y sin embargo llegaron noticias, una explosión cerca del cuartel general de los rakshaks, ahora frente al silencio súbito, entumecido de la calle, se oyeron ráfagas rápidas de gritos. En ese momento había chicos corriendo arriba y abajo de la calle, y madres recogiendo a sus hijos, un coche se detuvo, y se oyeron pies corriendo y Bunty entró corriendo con más noticias, habían muerto pescadores en Mahim por un ataque, habían caído bombas del cielo, había hombres desembarcando con ametralladoras. Le dije a todo el mundo que entrase en casa, cerrase con llave, y puse a mis hombres en guardia, los armé y los destaqué en las periferias de Gopalmath. Por la tarde supimos la forma en que había sucedido: no eran maleantes armados del mar, sino que habían sido granadas lanzadas sobre la Colonia Fisherman, y doce bombas habían levantado nubes de cemento a lo largo de toda la ciudad, un zumbido catastrófico y rotundo doce veces en dos horas había rasgado las cabezas de hombres y mujeres y niños, había matado a cientos de ellos, mutilado a miles. En televisión los edificios destrozados se mantenían eviscerados, en el interior todo el metal hundido y retorcido, y los ministros y policías decían que se estaba realizando una investigación, lo decían una y otra vez. Pero en Gopalmath, mi mujer se acurrucaba contra mí, contenida y agradecida, y yo sabía lo que susurraban fuera en las calles: Bhai lo sabía, sabía que iba a pasar algo. Sí, lo supe. Sí. Llevaba lo bastante en este campo de batalla como para aprender sus ritmos, los sones del tambor de sus narrativas. Nos veíamos arrastrados por las oleadas del relato, y muchos murieron, y yo viví. Había cavado agujeros profundos para muchos, pero sobreviví porque había llegado a sentir el orden subterráneo de causa y consecuencias, sabía en mis carnes dónde caería el próximo rayo blanco como el hueso. Estaba despierto. Estaba jugando el juego.
Cuando los investigadores de la policía anunciaron que Suleiman Isa y su gente habían planeado y ejecutado las explosiones de bombas, tenía perfecto sentido, encajaba limpiamente como una rueda en un surco enlodado. Por supuesto, por supuesto. Lo sabía todo por nuestro policía paltu antes de que se anunciase por televisión que en el fermento y la hinchazón de la ira después de que se destruyese la mezquita, después de los disturbios, musulmanes jóvenes de Bombay habían volado a Dubai y después a Pakistán, que habían sido entrenados por los pakistaníes, que los contrabandistas veteranos de Suleiman Isa habían traído por mar paquetes grasientos de RDX, que los aprendices habían hecho bombas completas de RDX con temporizadores y las colocaron en coches y escúters, que distribuyeron estos vehículos por las zonas más concurridas y más conocidas de la ciudad, y después siguió la masacre. Esta era su venganza por los disturbios, por los muchos musulmanes que fueron asesinados.
Hubo una pequeña guerra, mi guerra inevitable con Suleiman Isa, la guerra entre nuestras bandas. Este combate había sido largo, era eterno. Ahora sus conexiones con una guerra mayor se estaban volviendo evidentes. El juego era multidirectional, entretejido y seductor e infinitamente peligroso. Oí lo del envío de bombas por parte de Suleiman Isa y me reí, y dije, por supuesto. Y me pregunté a mí mismo: ¿adónde voy ahora? ¿Cuál es el siguiente movimiento? ¿Qué viene hacia mí?
Tardó un tiempo, muchos meses, pero vino, con bastante seguridad. Vino un día después de que naciera mi hijo. Gopalmath estaba brillante y bullicioso por la celebración, y mi casa estaba llena de visitas, Yo mismo no me sentía del todo bien por las desconocidas ráfagas de alegría que se daban en mi estómago, por la hinchazón sin precedentes de emoción cálida, imposible de contener, que sentía al mirar la carita arrugada de mi hijo.
En medio de todo este alboroto, llamó Bipin Bhonsle y pidió una reunión. Ahora no solo era diputado sino líder del partido, así que teníamos que tomar precauciones y doblar las precauciones, y nos encontramos en un lugar de veraneo en Madh Island. Habían alquilado un bungaló privado, alejado de todas las otras cabañas, y nos estaban esperando cuando llegamos en coche al anochecer. Nos sentamos bajo las palmeras, bajo el cielo que aquí fuera parecía invadido de estrellas. Bipin Bhonsle bebía cerveza, que yo rechacé. Con él había un hombre al que presentó como señor Sharma. Este Sharma era uno de esos brahmanes de piel clara de Uttar Pradesh, con la voz muy suave en el hindi pretencioso de All-India Radio. Llevaba una kurta marrón larga y estaba sentado con las piernas cruzadas en su silla, con mucho aplomo, como si estuviese practicando yoga.
—Sharma-ji es un socio nuestro de Delhi —presentó Bipin Bhonsle.
Movió los dedos del pie y se lanzó kajus a la boca y bebió. Durante unos pocos minutos habló sobre recientes batallas políticas, rivales a los que había humillado, beneficios que había logrado. Después les hizo gestos a sus hombres para que volviesen a las sombras, y sacudió su silla chirriante de aluminio hacia mí, y se inclinó para acercarse de forma confidencial. Tenía el pecho gordo y abultado bajo la camisa brillante.
—Sharma-ji necesita tu ayuda, bhai —dijo—. Es muy buen amigo mío. No en nuestro partido, claro, pero nos entendemos el uno al otro.
—¿Qué clase de ayuda?
—Estos musulmanes, ya sabes.
—Sí —contesté—. ¿Qué pasa con ellos?
—Esta guerra no ha terminado, bhai —apuntó—. Están aquí. Están creciendo. Volverán a venir contra nosotros.
—O vosotros iréis contra ellos.
—Después de lo que ha hecho ese bastardo de Suleiman Isa, tendremos que machacarles. Viven aquí pero son pakistaníes maderchod de corazón, bhai. Es la pura verdad.
—¿Qué queréis de mí?
Esta vez habló Sharma-ji.
—Necesitamos armas.
—Los pathans mueven armas a través de Kutch y Ahmedabad. Os venderán lo que queráis.
—Son pathans, bhai saab —replicó Sharma-ji, y bajo la entonación suave había hierro—. No podemos confiar en ellos. Queremos nuestro propio conducto. Queremos un suministro estable.
—Deben de haber bandas en el norte.
—Nadie tiene una organización como la tuya. Queremos traer el material por mar. Necesitamos a alguien que entre las armas. Ellos tienen a Suleiman Isa.
—¿Y vosotros me queréis a mí?
—Exacto.
Me recosté en la silla, me estiré. Suleiman Isa era el don musulmán, así que yo era el bhai hindú. Era necesario. Encima de nosotros la luna estaba baja, llena y suave. Respiré, e inhalé la fragancia del jazmín. Qué hermoso, pensé. Es un mundo terrible, pensé, y es un mundo perfecto.
—Hay mucho dinero en esto, bhai —continuó Bipin Bhonsle—. Y sabes que deberías estar con nosotros. Tenemos que proteger el dharma hindú. Tenemos que hacerlo.
—Relájate —contesté—. Lo haré. Soy vuestro.