CONOCIENDO LA BELLEZA
Zoya Mirza era una mujer difícil. Fue difícil encontrarla, difícil hablar con ella por teléfono, difícil reunirse con ella. Sartaj intentó explicarle esto a Anjali Mathur, que parecía creer que un inspector de policía armado con la majestuosidad espantosa de la ley y fotografías incriminatorias debería ser capaz de interrumpir la vida de glamour y viajes de una estrella de cine y someterla a un interrogatorio.
—Tal vez podría hacerlo —replicó Sartaj—, si algo de esto fuese oficial. ¿Aún no somos oficiales?
—No, todavía no tengo nada que pueda llevarle a mi jefe —contestó Anjali—. Solo la vaga posibilidad de una conexión entre un gángster y una estrella de cine. Nada especial.
Sartaj no podía discutir eso. Que la gente filmi a menudo estaba conectada con bhais era algo que sabían los niños de los pueblos remotos. No era noticia. Si salía a la luz, la información perjudicaría la imagen impecable de atractivo sexual casto de Zoya Mirza, sí, y tal vez haría que el continuado arco ascendente de su carrera se retorciese, pero todavía no había explicación de por qué Ganesh Gaitonde había regresado a Bombay. Ni los comienzos ligeramente humeantes de una historia que explicase por qué había construido un cubo de cemento en Kailashpada, por qué había disparado a Jojo y después se había volado la cabeza por la mitad.
—¿Todavía quiere que investigue en silencio? De modo que no puedo pedirle a mi jefe que la haga ir a comisaría. Quiere que vaya y hable con ella en privado. Solo ir y hostigarla. Estas estrellas de cine tienen conexiones en las altas esferas —comentó Sartaj—. Si llama a algún ministro y me suspenden, tampoco podrá llevarle eso a su jefe.
—No lo hará. Tiene las fotos.
—Es un riesgo.
—Uno pequeño.
Sin embargo el riesgo es más grande que los beneficios que obtengo por desarrollar esta investigación, quiso decir Sartaj. Había llamado a Anjali Mathur al número de Delhi que le había dejado, y ella descolgó al primer tono. Sus formas al teléfono eran enérgicas, y escuchó su informe y con tranquilidad le sugirió que hablase con Zoya Mirza. Muy sencillo, muy eficiente. Sartaj respiró hondo, dejó salir el aire.
—Tal vez todo parece pequeño desde Delhi, señorita Anjali. Pero verdaderamente soy un hombre pequeño. E incluso los riesgos pequeños son grandes para mí.
Se quedó callada por un momento. En general, era una mujer callada, comedida en su persona y su forma de vestir. Pero en ese momento Sartaj pudo notar cómo tomaba una decisión, y cuando habló había un apremio decidido en su voz.
—Lo entiendo, pero hay algunas circunstancias que necesita saber.
—Necesito todas las circunstancias. No se me ha contado absolutamente nada.
—Se lo estoy contando ahora. Escuche. Esa casa en la que encontró a Gaitonde, eso era un refugio nuclear.
—¿Un qué?
—Un refugio para protegerse de una bomba. Un arma atómica. El edificio se construyó según un modelo arquitectónico muy conocido. Está en libros, y se puede encontrar por Internet.
—¿Por qué necesitaría eso? ¿Aquí?
—Eso es lo que quiero saber.
El auricular estaba tibio contra el oído de Sartaj. Estaba sentado en la parte trasera de una cafetería pequeña en la calle principal del mercado en Kailashpada, y el tráfico de la mañana discurría. Un autobús escolar se tambaleó hacia la derecha y se acercó a la acera en la que una fila de niñas con uniforme azul recogían sus pesadas bolsas de libros. Un autorickshaw se apretó contra el autobús. La vida normal, en una mañana normal. Sartaj pensó en el cubo de Gaitonde, en aquel terreno a dos calles y tres giros de distancia, y sintió cómo el terror se instalaba en su pecho, como un goteo de agua fría. Tosió para aclararse la garganta.
—¿Hay una amenaza? ¿Lo sabe?
—Ha habido una percepción de amenaza generalizada, acerca de que algún grupo militante podría emplear un arma portátil en una zona urbana. Uno de los grupos de Cachemira. O del noroeste. Pero no, no hay información específica. No hay una amenaza en particular.
Había una película. Sartaj no la había visto, pero sí los anuncios en televisión. Un grupo militante colocaba una bomba nuclear en Delhi. El protagonista lograba prevenir el desastre por segundos, parando el temporizador de cuenta atrás verde fosforito justo cuando marcaba el cero. Eso era una película, pero el cubo de Gaitonde era real. Sartaj había apoyado las manos en él. Se incorporó, relajó los hombros. Intentó pensar.
—Señora —continuó—. Señora, si Gaitonde sabía algo acerca de una amenaza, ¿por qué no se lo dijo a su departamento? Según tenemos entendido, había una relación.
—No había relación.
Fue cortante, y rápida. Sartaj comprendió que había traspasado los límites de la corrección departamental, que ella no podía y no admitiría dirigir a Gaitonde, principalmente no por una línea abierta de teléfono.
—Seguíamos el rastro de sus movimientos —contestó—. Descubrimos que estaba entrando armas de contrabando en el país. Y entonces le perdimos la pista. Luego apareció en Bombay.
—¿En esa casa?
—Sí. Hablando con usted. Tal vez intentaba hablarle de la amenaza, antes de que entrase.
Así que quizá él sería el responsable si hubiese una bomba de verdad en su ciudad. Una bomba de verdad en esta ciudad de verdad. ¿Qué era lo que estuvo tratando de contarle Gaitonde al final, cuando Sartaj se apartó para que pasase el bulldozer? Sartaj cortó a Gaitonde en medio de una frase, cortó su historia y después lo encontró muerto. Pero hacía mucho calor, y Gaitonde fue muy arrogante, detrás de su puerta de acero.
—Pero han pasado muchos meses —apuntó Sartaj—. No ha sucedido nada. Ha dicho que no había una amenaza en particular.
—Sí. Pero todavía me gustaría saber qué estaba haciendo allí. ¿Por qué construyó esa casa?
Sartaj había empezado a sentir frío de una manera extraña.
—Hablaré con Zoya Mirza —dijo—. Lo intentaré.
—Bien. Estoy segura de que puede hacerlo. Hay otro punto interesante.
—¿Sí?
—El efectivo que encontró en el apartamento de Jojo es falso.
—¿Aquellos billetes? ¿Todos?
—Sí. Son falsificaciones de muy buena calidad. Las hacen al otro lado de la frontera, en Pakistán. Las han introducido en el país en cantidades considerables en los últimos ocho, diez años. A menudo se emplean para financiar operaciones que la gente pone en marcha aquí. Tienen un uso extendido.
—Jojo tenía muchos de ellos. En paquetes intactos.
—Cierto. Interesante en sí mismo. Pero también nos hemos dado cuenta de que las tintas y el papel son mucho mejores en billetes recientes. Todos los billetes de Jojo pertenecían a uno de estos lotes nuevos, que todavía no son tan comunes. Una de las únicas ocasiones en que se ha incautado un lote grande de estos billetes nuevos fue durante una redada de la IB y la policía de Meerut con gente implicada en el tráfico de armas. Pasó lo siguiente: un autobús de transporte estatal golpeó a una furgoneta Matador en las afueras de Meerut, el conductor de la furgoneta murió. La policía local encontró a otro pasajero todavía vivo, y veintitrés rifles de asalto en la parte de atrás, bajo el suelo. Interrogaron al pasajero al día siguiente, y les contó que no sabía para quién estaba trabajando, se suponía que solo tenía que recoger la furgoneta en Delhi y llevarla a Meerut. No sabía nada más. Pero pudo darles el paradero de los hombres que le habían contratado para el trabajo en Delhi. De esa forma, la policía hizo una redada en una casa de Delhi. Consiguieron a tres hombres más, ciento treinta y nueve rifles AK-56, cuarenta pistolas, casi dieciocho mil balas de munición y diez lakhs en efectivo.
»E1 interrogatorio de todos los apradhis reveló otros nombres, otras conexiones. Cuando se siguieron estas pistas, y después de penetrar en muchas capas, finalmente se puso de manifiesto que el proveedor original de las armas en Bombay era Gaitonde. Ese fue el alcance de aquel caso, nos condujo hasta el tráfico de armas de Gaitonde. Tras su muerte, en mis investigaciones, leí el archivo de aquel caso. Pensé en echar un nuevo vistazo al efectivo incautado. Y sí, los diez lakhs estaban todos en esos billetes pakistaníes nuevos.
—¿Y quiénes eran esos hombres que arrestaron en Delhi?
—Pertenecen a una organización clandestina hindú llamada Kalki Sena, de la que nunca habíamos oído hablar antes. Se están preparando para una guerra, dijeron en sus declaraciones. Leí algo de la información que se encontró en la redada. Van a establecer una rashtra hindú, parece ser. Después de la guerra, que será el final espantoso de la kaliyuga, habrá una nación perfecta, dirigida según los antiguos principios hindúes.
—Ram-rajya.
—Ram-rajya, sí.
—Y esta guerra, ¿contra quién va a ser?
—Musulmanes, comunistas, cristianos, sikhs. Cualquiera a quien no le guste esta nación perfecta. También los dalits militantes. Los rifles iban de camino a Bihar, a algún ejército privado de derechas dirigido por terratenientes.
—¿Cree que Gaitonde también era parte de esta organización? Siempre se presentó como un don laico.
—Sí. De modo que tal vez solo hacía negocios con estos Kalki Senavalas, nada más, no tenía relación con su política. Los apradhis de Delhi no pudieron contarnos más, solo eran una célula con un trabajo específico. Quienquiera que esté dirigiendo esto lo hace bien, colocando muchos enlaces. Así que Gaitonde quizá estaba implicado a nivel ideológico, o quizá no. Quiero saberlo. Y quiero saber, ese refugio nuclear, ¿por qué?
—Sí. Hablaré con la actriz.
Ahora Sartaj también quería saber, quería algunas respuestas a todas estas preguntas, algún motivo para ese cubo. Si alguien iba a hacer una guerra contra él y su familia y su gente, quería saber quiénes eran los bastardos, y cómo estaban relacionados con Ganesh Gaitonde.
—Bien.
Sartaj respondió con un rápido «De acuerdo, adiós», y salió a la luz del sol. Era bueno sentir el calor de la mañana. Tenía la espalda dolorida de dormir replegado sobre un hombro, pero incluso el malestar era bienvenido. Era bueno estar vivo. Sintió benevolencia por los tenderos con sus calculadoras a mano y sus santuarios al barrudo de Ganesha, las vallas publicitarias con sus listas de bienes y servicios, las robustas mujeres maratha vestidas de verdes y azules brillantes dando grandes zancadas con energía para ir a trabajar, los tres golfillos jugando al criquet con una pelota roja de goma y un palo. Sartaj entornó los ojos, y trató de ver las secuelas de una explosión nuclear, qué quedaría de este bazar. No pudo. Recordó las imágenes del thriller de bombas, la nube marrón que mostraron en una película dentro de la película, el viento mortal. Pero era difícil hacerlo real, aquí en esta calle. Imposible de imaginar, imposible de creer. Y sin embargo, estaba aquí. Aquí en Kailashpada.
Las tiendas en el mercado de Rajgir Road estaban abarrotadas de legiones de mujeres jóvenes comprando ropa para las nueve noches del Navratri. Sartaj aminoró e inclinó la moto hacia la izquierda, donde condujo por el borde de la calle, disfrutando la emoción y alegría de las chicas que le esquivaban entrando y saliendo de las boutiques. Seguramente Devi estaría encantada con toda esta energía juvenil, esta felicidad femenina. De cualquier forma, reanimó a Sartaj, le libró de la bomba. Alguien se rió, y el sonido fue como una canción repentina que flotó sobre el gruñido y el tirón del tráfico. Sartaj se giró para buscar la risa, y pudo distinguir unos enormes ojos oscuros reflejados en la ventana de un coche, un destello en movimiento, solo eso, y después la moto estaba a centímetros de distancia de la parte trasera de un autorickshaw y él viraba bruscamente y de forma salvaje hacia el pavimento. El motor murió, y Sartaj paró de forma segura, y no pudo ver nada al borde de la calle aparte del lateral grande y rojo de un bus, y a la izquierda una valla publicitaria se alzaba unos dieciocho metros sobre él, transportando el rostro escorzado de una modelo iluminada de azul hasta el cielo. Se quedó quieto por un momento, sonriendo por su propia idiotez, el corazón un poco acelerado por el aviso cercano. Un montante que sujetaba la valla publicitaria formaba con otro poste de metal un triángulo que apuntaba hacia abajo, y a través del triángulo Sartaj pudo ver la parte superior de su propia cabeza en la ventana de una tienda. Ay, Sardar-ji, se dijo a sí mismo, contrólate, yaar. ¿Qué pasa contigo?
Siguió conduciendo, decidido a pensar solo profesionalmente ahora, y con calma, y con lógica. Iba a reunirse con Rachel Mathias, la Rachel examiga de Kamala y una enemiga en potencia armada con demasiada información. Todavía no había decidido cómo iba a jugar el encuentro. No había caso oficial, y no tenía pruebas con las que acusar a la amargada Rachel, de modo que el propósito de la visita era solo reunir información, y tal vez agitar un poco las aguas turbias y ver qué salía burbujeando. Podía ser un policía agresivo, aterrador, o podía ser un nuevo amigo discreto que trataba de atender los intereses de Rachel, no los de la loca de Kamala. La investigación a menudo suponía desempeñar varios papeles, a veces de forma simultánea. Si puedes introducirte en los prejuicios de la sospechosa, presentarte como una solución a sus problemas, hablará. Sartaj lo había hecho bastante a menudo, así que ahora no necesitaba prepararse demasiado, pensarlo todo por adelantado. Bastaba un repaso rápido de los hechos esenciales mientras conducía: dos amigas, una casada, la otra muy sola; un hombre; una pelea. Muy sencillo. Pero Sartaj sabía bastante de peleas de mujeres como para saber que nunca eran tan sencillas como podían parecer en un resumen. Tal vez el guapo Umesh tan solo había sido la gota que colmó el vaso y desencadenó esta guerra particular, tal vez las tensiones se habían estado tramando durante años. Tal vez las hostilidades en realidad se debían a algo más. No asumas nada, se advirtió a sí mismo mientras aparcaba. Permanece alerta. Deja de pensar en Navratri y Durga y Lakshmi y Saraswati.
Pero las diosas estaban bien representadas en el salón de Rachel Mathias, que estaba abarrotado de lo que claramente era arte caro, algunas antigüedades. Había esculturas y cuadros y, en la pared más alejada de la ventana, una gigantesca puerta doble de madera que debía de haber pertenecido a un haveli grande. Estaba apoyada contra la pared formando un ángulo afilado, arrancado de su contexto pero aun así increíblemente hermoso con sus azules y rojos y amarillos brillantes y oscuras franjas cruzadas de hierro con remaches incrustados. Sartaj sabía que todos los cuadros de la pared, incluso los modernos, costarían más que sus ingresos anuales. Megha habría sabido quiénes eran los artistas, todos ellos, pero el único arte que Sartaj reconoció era un grabado de Raja Ravi Varma de una enjoyada Lakshmi, elegante y voluptuosa. Mucho tiempo antes, en una de sus primeras citas, Megha le llevó a una exposición de arte y le habló de Raja y sus trabajos, y a Sartaj le encantaba aquella Lakshmi desde entonces.
Ahora quedaba claro que Lakshmi había bendecido esa casa, ese apartamento dúplex en Juhu. Le dio a Sartaj una idea para su ángulo de ataque. Cuando Rachel Mathias apareció, él se presentó y dijo sin alterarse:
—Estamos buscando a gente que parece tener activos desproporcionados a los ingresos.
—¿Dinero negro, quiere decir? ¿Asuntos de impuestos?
Esta Rachel era de constitución generosa, pero no daba la impresión de ser perezosa o indisciplinada. Su corpulencia había sido adquirida de forma honesta, por herencia y por la edad. Era bastante atractiva, con su pelo corto, eficiente, y manos bien arregladas. Miraba a Sartaj sin apartar la vista, sin delatar nada. Sí, esta era una mujer que podía tener autocontrol pero también sentir emociones muy profundas, era una persona que sentiría un insulto hasta lo más profundo del hueso, y después tendría el coraje de vengarse.
—Sí, señora —contestó Sartaj—, estos son solo pasos preliminares, ¿entiende? Le damos a la gente una oportunidad para explicarse.
—¿Está diciendo que tengo demasiados activos? ¿Que gasto demasiado dinero?
Sartaj hizo un movimiento amplio con el brazo alrededor y hacia arriba.
—Este apartamento, señora. Todos estos cuadros y objetos. Su estilo de vida.
—¿Mi estilo de vida? Mi exmarido les ha metido en esto, ¿verdad? Todavía está intentando hacerme sufrir porque tuvo que darnos este apartamento. Después de dejarnos a mí y a sus dos hijos por alguna puta de veinte años, ¿piensa que debería quedarme sentada en casa cada noche?
—Señora…
—No, escúcheme. No nos da lo bastante para cubrir una cuarta parte de lo que sus hijos necesitan. Cualquier otra paise que gasto, me la gano. Todos estos muebles y objetos de arte que ve se deben a mi negocio. Trabajo duro.
—¿Interiorismo?
—Sí. Y ahora voy a abrir una galería de arte con otros dos socios.
—Muy bien. Pero todavía queda el asunto de demasiado dinero, tal vez. Han surgido preguntas.
—¿Dónde? Oiga, hacemos todos nuestros negocios de forma legal. Mi contable tiene cada recibo, una copia de cada cheque de cada cliente. Podemos enseñarle todo lo que quiera.
Rachel llevaba una camisa suelta de lino de color blanco, con pantalones grises de la misma textura. El conjunto resaltaba el marrón rico de su magnífica piel, y el ámbar más suave de sus ojos. Tenía las manos colocadas con elegancia sobre una rodilla, pero ahora estaba preocupada. Sartaj siguió presionando.
—Señora, no hay ningún negocio que se haga por completo de forma legal. En especial, el interiorismo. Es un asunto de proporción. Si no notamos que ha habido suficiente cooperación, por supuesto tendremos que investigar como es debido.
—¿Qué quiere?
Sartaj se estiró, y con mucha tranquilidad preguntó:
—¿Posee una cámara de vídeo?
—¿Qué?
—Una cámara de vídeo, señora. Para sacar vídeos, ya sabe, de bodas, entregas de premios, fiestas… —Imitó la acción de grabar—. Hoy en día es muy común.
—Sí. Tenemos dos. Una es vieja, la otra nueva. Pero, qué…
En ese momento estaba muy confundida, y —pensó Sartaj— un tanto asustada. Había llegado el momento para un poco del viejo lathi de la policía. Se inclinó hacia delante, y la miró fijamente hasta que empezó a cambiar de postura en su precioso diván de estilo mogol. La hostilidad en sus ojos aparecía con facilidad cuando la convocaba, surgía de un depósito inagotable de desprecio por los malhechores y los que quebrantaban las normas, y sabía que también se le estaban tensando los hombros y enrojeciendo las mejillas.
—¿Por qué dos cámaras de vídeo, señora? ¿Para qué necesita tantas?
—Pagué la nueva con tarjeta de crédito, puede ver…
—Eso no es lo que he preguntado. ¿Para qué usa las cámaras?
—Como usted dijo, en celebraciones. Cuando vamos de vacaciones. Cosas así.
—¿Le ha dado la cámara a alguien más? ¿La ha prestado?
—No. Pero ¿por qué pregunta?
—Hay un caso de chantaje que estoy investigando. Se ha utilizado una cámara de vídeo.
La observó con cuidado, y en ese momento estuvo seguro de que había golpeado en alguna veta de miedo potencialmente rica. Ella estaba al borde del diván, había olvidado el porte.
—Hay algún indicio de que puede estar conectada con el caso.
—¿Yo? ¿Cómo? ¿De qué está hablando?
Sartaj negó con la cabeza.
—Señora, será mejor que hable ahora.
Rachel quería, él pudo darse cuenta, pero se agarró una mano sobre la otra y tragó y al final farfulló:
—No tengo nada que decir.
Estaba seguro de que había oído la frase en alguna serie de televisión. Se levantó. No iba a conseguir una confesión completa solo por presentarse en casa de una sospechosa. Había sucedido, pero no iba a pasar con esta. Necesitaría aplicar más presión, tal vez con indicios firmes tomados de cualquier parte. Mientras tanto, Rachel Mathias se sumiría en una preocupación que desquicia los nervios, lista para romperse.
—Como quiera —terminó Sartaj—. Aquí tiene mi tarjeta. Por favor, llámeme si cambia de opinión.
De camino a la puerta, Sartaj vio, sobre una mesa con la parte superior de mármol, una foto de dos niños riendo frente a un fondo de montañas verdes.
—Sus hijos —comentó—. Son unos niños muy guapos.
Pero esto solo pareció asustar más a Rachel. Se estremeció. Ahora Sartaj se estaba divirtiendo.
—Y el marco tampoco está mal —continuó—. Plata, y bastante pesada. Una antigüedad, a menos que esté equivocado. Y aunque lo esté, aun así es bastante caro.
Deslizó un dedo por la parra de hojas anchas que recorría los bordes del marco y después la dejó con un:
—Estaremos vigilando su casa.
En el ascensor se sintió bastante victorioso. Era una sospechosa interesante, esta mujer que se había rehecho tras ser abandonada por su esposo, que había construido una nueva vida. ¿Quiénes eran los coconspiradores que le estaban haciendo las llamadas a Kamala? ¿Cómo los había encontrado, contratado? Sería interesante averiguarlo. Sartaj y Kamble caminaban en direcciones opuestas por la calle frente al cine Apsara, en hora punta. Estaban buscando al golfillo de Kamala Pandey, un chico de edad y apariencia indeterminada que llevaba una camiseta roja de DKNY JEANS, que iba vestido de rojo cuando le cogió a ella el dinero del chantaje mes y medio antes, que tenía un diente negro en la boca. Kamble se había mostrado escéptico acerca de sus posibilidades de éxito, y malhumorado, pero estaban aquí fuera buscando. Eran casi las seis, y la muchedumbre se movía y se aglomeraba sobre la acera. Las bocinas de los coches hacían una fanfarria que animaba el corazón de Sartaj. Pyaar ka Diya era la película que ponían en el Apsara, y era un éxito. Sartaj lo notaba en la tranquilidad relajada, postclímax, de los espectadores que salían del cine, y en el entusiasmo feliz de quienes entraban. En ese Apsara, al menos esta tarde, la llama del amor todavía estaba encendida. Sartaj se hizo a un lado al cruzarse con una pandilla de estudiantes ocupados en marcar con sus teléfonos móviles.
—Peli jhakaas, yaar —dijo uno de ellos por teléfono.
Había niños y niñas mendigando y trabajándose a la multitud, levantando las manos y probando con su discurso.
—Hola, tiíta, dame algo, solo una rupia, tiíta. Una rupia, tiíta, tengo mucha hambre. Por favor, tiíta.
Los chokras llevaban una variedad de camisetas harapientas y banians, pero ninguna camiseta roja. Sartaj siguió su camino por la calle, todo el trecho hasta la esquina donde la multitud se aligeraba, y después volvió. Ya conocía las caras de los estraperlistas, que se paseaban por la acera haciendo su propio lanzamiento:
—Bolo, gallinero dos cincuenta, patio de butacas uno cincuenta.
Kamble vino cruzando la calle, esquivando a los coches. Hoy iba todo vestido de negro, incluyendo unos zapatos negros nuevos con una especie de forro plateado sobre altos y complicados tacones. Levantó la barbilla hacia Sartaj, y Sartaj se encogió de hombros.
—¿No? —preguntó Kamble—. He visto tres camisetas rojas, pero no en un chokra. Una era una prenda bonita pequeña y circular, el pelo le caía a la chica sobre el gaand, y estas… —Ahuecó las manos y las levantó frente al pecho—. Bonitas. ¿Ha visto a los estraperlistas?
—Sí.
—También hay un toli de maars de carteras en aquella parte. ¿Ve a aquel chutiya con pantalones azules? Es el que habla. ¿Y allí, a la izquierda, el viejo con el periódico? No, no, allí. Es el que las levanta.
Había un tipo con aspecto de abuelito bien afeitado y camisa blanca muy respetable y recién planchada que se movía sin llamar la atención.
—Luego, por allí, está el que las recoge.
Ese era más joven, delgado y elegante con gafas de sol y camisa gris holgada.
—Ah, ahí van.
El de los pantalones azules se acercó a una familia, madre y padre ejecutivo y dos hijos, y habló con el padre. Dio la impresión de que le preguntaba alguna dirección. El padre señalaba hacia la calle, haciendo movimientos con la mano, ve a la derecha, ve a la izquierda. Pantalones azules le tocó en el hombro, gracias. Y en ese preciso momento el abuelo hizo su jugada, pasó junto al padre por detrás.
—La tiene —sido Kamble—. ¿Lo ha visto? Tiene la cartera. —Tenía la voz ahogada de admiración.
Sartaj había visto un movimiento de la mano del abuelo entre los cuerpos, eso era todo.
—Budhau es muy bueno —contestó—. Papi no lo sabe todavía.
—No lo sabrá hasta que intente pagar el helado. Espero que no tenga las entradas del cine en la cartera. Ah, ahí está el pase.
El abuelo y el de las gafas de sol pasaron uno junto al otro, se rozaron los hombros.
Gafas de sol se apartó paseando, con la cartera ya bajo su camisa.
—¿Vamos? —preguntó Kamble—. Cojamos a esos bastardos.
—No, déjalo. Tenemos otras cosas de que preocuparnos.
Un arresto o dos siempre eran bienvenidos, pero Sartaj no quería causar un alboroto frente a los chokras. Cualquiera de ellos podría ser el chico de la camiseta roja. Sartaj no quería que supieran que era policía hasta tenerle.
—Así no vamos a conseguir al chico de la camiseta roja —soltó Kamble—. Pillemos a un par de amigos suyos. Hay muchos de esos pequeños bastardos circulando. Les preguntaremos a ellos. Dos minutos y dos bofetadas y hablarán.
—O quizá no lo hagan. En cualquier caso, harás que se vaya corriendo hasta Nashik. Ten paciencia, amigo. Es un pobre chico que vive en las calles. Llevará su camiseta roja mañana, si no lo hace hoy.
—Quizá. O quizá se compró una azul nueva con el dinero que le dieron los apradhis. Pero ¿cuánto tiempo nos vamos a quedar?
—Hasta que termine la hora punta. Otra media hora. Cuando el público se vaya, nos iremos.
—Bien.
—Espera un momento.
Sartaj se metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono, que ahora parecía un poco gastado. Dio un golpecito a las diminutas teclas negras.
—Hola, ¿saab?
—Sartaj. ¿Cómo estás? —saludó Parulkar.
—Estoy bien —contestó Sartaj—. Estoy haciendo una investigación, señor, y necesito algo de ayuda.
—Sí.
—Estoy en Goregaon, señor. En un cine. Hay un equipo de maars de carteras trabajándose a la multitud, un tipo mayor con dos chicos. El que las levanta es el mayor, unos sesenta y cinco, setenta años. Es muy bueno.
Parulkar se quedó callado un momento. Uno de sus muchos talentos policiales era que tenía la memoria como uno de los ayudantes de Yama, nunca olvidaba un delito, ni siquiera el más pequeño. Recordaba a apradhis de hacía cuarenta años, te podía contar sus historias familiares. Un chico que robó una bicicleta para dar una vuelta encontraba su fechoría anotada de forma permanente en los registros ineludibles del recuerdo de Parulkar, para volver a salir a la luz cuando era un anciano.
—Ese maar de carteras —dijo entonces Parulkar—, ¿está calvo? ¿Es un tipo grueso?
—No, señor. Pelo blanco, buen corte. Aspecto muy respetable.
—Ah, sí. ¿Metro sesenta y cinco, metro setenta? ¿Se encorva un poco hacia delante, como si estuviese a punto de desplomarse?
—Sí, señor. Parece muy inofensivo.
—Es Jayanth. K. R. Jayanth. Tiene unas manos fantásticas. Solo le hemos arrestado dos veces, en el setenta y nueve y en el ochenta y dos. Entonces vivía en Dharavi, solía trabajar trenes de la línea del oeste, con un abono de primera clase. Llevaba unas gafas que le daban aspecto serio, llevaba un maletín y todo. Llevó a su hijo a Estados Unidos, por México creo. El hijo trabajaba de taxista, consiguió un permiso de residencia y trabajo. Jayanth decía que ganaba ochenta mil dólares al año, como conductor. Me dijo él mismo que se había retirado. Eso fue en el ochenta y ocho, ochenta y nueve. No le he visto desde entonces.
—Está trabajando otra vez, señor.
Parulkar soltó una carcajada.
—Es difícil quedarse sentado en casa, ¿sabes?, después de retirarte. Y este Jayanth tiene mucha habilidad. No quedan muchos como él hoy día. Ahora todos quieren dar un golpe y coger el dinero. Nadie tiene ya esa dedicación.
—Eso es cierto, señor.
Sartaj le dio las gracias a Parulkar y se guardó el teléfono. Kamble se había imaginado parte de la información de Parulkar por lo que había oído a medias, y Sartaj le completó el resto.
—Maderchod —soltó Kamble—, ese Parulkar es bueno.
—Sí. Es el mejor.
—Y de nuevo en ascenso. Es como una especie de jhamoora de circo, lo derribas, lo tumbas, y vuelve a asomar la cabeza de pronto.
—Está muy cualificado, Kamble. Tiene mucha experiencia y es muy astuto.
—Claro que es muy astuto, amigo, es brahman. Es brahman y tiene astucia y recursos y una familia en buenos puestos.
Sartaj se rió.
—¿Y tú solo eres un sencillo chico dehati?
Kamble era dalit, y nunca lo mencionaba, pero a veces tenía cosas que decir sobre OBC y marathas y brahmanes.
—Estoy aprendiendo, Sardar-ji, solo estoy aprendiendo de gente como Parulkar. —Ahora Kamble sonreía—. Las noticias son que se ha distanciado de la banda de Suleiman Isa, y se ha alineado con los rakshaks. Después de tantos años cerca de la banda-S, se ha pasado por completo al otro bando. Y por eso de repente los rakshaks lo quieren tanto. ¿Es verdad?
Sartaj también había oído ese rumor. Se encogió de hombros.
—Tendrás que preguntarle a él.
—Jefe, no hace falta preguntar. Ya me ha enseñado mucho. Ya he aprendido que consigues dinero, haces contactos, asciendes, consigues más dinero, más contactos, entonces logras poder real, después haces más dinero, luego…
—Lo pillo —replicó Sartaj—. Lo pillo, gurú.
—No, no, no soy gurú de nadie, todavía no. Pero Parulkar saab es mi gurú, aunque no lo sepa. Soy como Eklavya, solo que voy a mantener mi pulgar y mi lauda y cualquier otra cosa maderchod. —En ese momento la sonrisa de Kamble era lo más amplia y feroz posible.
Sartaj no pudo evitar devolverle la sonrisa. Kamble era capaz de ser terriblemente serio y risueño al mismo tiempo. Era un autoproclamado badmash, pero uno encantador.
—Volvamos al trabajo.
Pero Kamble enganchó los pulgares en las presillas del cinturón y se balanceó hacia atrás y hacia delante sobre los talones. Miraba hacia abajo a sus zapatos científicos.
—Jefe —dijo al final—, ¿de verdad cree que hay una bomba en la ciudad?
Sartaj le había contado a Kamble lo del refugio nuclear de Gaitonde de camino al Apsara. Se sintió muy preocupado, bajo el sol inclinado de la tarde, y quiso contárselo a alguien, y Katekar estaba muerto.
—No lo sé —contestó—. Tal vez Gaitonde pensó que había algún peligro de bomba.
—Pero eso fue hace meses. Si quisieran hacernos volar, lo habrían hecho hace meses y meses. Un día, phataak, tal cual. Todavía estamos aquí, así que eso quiere decir que no hay bomba.
—Sí, suena lógico.
Era una buena lógica. Tal vez Gaitonde tuvo una percepción de amenaza inmediata. Pero el tiempo había pasado, y Gaitonde estaba muerto, y la amenaza no se había materializado. De modo que tal vez le habían engañado, tal vez se había vuelto loco.
—No hay bomba, yaar.
—Una idea loca.
Kamble asintió, y Sartaj asintió también. Después Kamble regresó a su lado de la calle. Sartaj hizo otro barrido por la acera, avanzando en diagonal hacia la pared y después de vuelta hacia la calle mientras caminaba. Sabía que habían estado tratando de tranquilizarse el uno al otro con todo ese cabeceo, y sabía que los dos estaban asustados. Ambos eran policías, y sabían que la catástrofe no se anunciaría o actuaría de forma previsible, como en las películas. Estaba esa mujer que fue a Bandra Reclamation con su familia para una feria divertida. Los niños querían ir a la Noria Gigante, así que los padres, que los adoraban, estuvieron de acuerdo. La madre era joven, bonita y muy orgullosa de su pelo perfecto, largo, de un negro oscuro radiante. Ese domingo lo llevaba suelto hasta la cintura, cayendo como un manantial fragante. La noria los subió, aceleró, la noria hizo que el pelo de la madre volase, la noria enredó el pelo de la madre alrededor de un rayo de la rueda que giraba, y la noria arrancó de un tirón todo el cuero cabelludo de la madre. O eras un padre próximo a la jubilación, estabas haciendo tus cosas un día, comprando verduras y chocolate tranquilamente y la llave inglesa de un electricista se caía del decimoséptimo piso de un edificio Daihatsu nuevo, rebotaba en dos capas de andamiaje, caía en picado y se enterraba en tu cráneo. Eso pasó en Worli, cuando Sartaj llevaba dos meses como subinspector. Las bombas caían así de repente. No podías notar su presencia antes de que explotasen, no te hacían sentir un cosquilleo en la piel, no tenían olor. También sucedió aquel día, aquel viernes lejano en 1993, cuando los teléfonos empezaron a sonar en la comisaría en Worli. Y Sartaj aceleró en su moto, seguido por una furgoneta, y condujo por encima de las aceras, al lado del tráfico estancado, hacia la Oficina de Turismo. Había hombres y mujeres caminando, corriendo y después caminando de nuevo. Y un espeso humo gris más allá, un silencio sin pájaros. Sartaj bajó de una patada el caballete, y corrió por la calle, por el lado de un Fiat verde que dejaba al descubierto sus tripas herrumbradas como un cangrejo boca arriba. Después empezaron a resbalarle los pies, y miró abajo, y estaba caminando sobre sangre, chapoteando en ella.
Basta. Tan solo basta. Sartaj hizo chasquear los nudillos, y los pequeños estallidos le devolvieron a la acera por la que estaba caminando en ese momento, hacia el Apsara y Pyaar ka Diya y los carteles, donde a pareja protagonista rendía homenaje a la pose de Raj-Nargis con la espalda arqueada, en Awaara. Concéntrate en el problema que tienes entre manos, se dijo Sartaj a sí mismo. Haz el trabajo. Observa a la multitud, mira atentamente las caras. Sartaj lo hizo, pero fue incapaz de librarse por completo de los recuerdos, de los trozos de cuerpos que había desparramados entre los escombros. La parte de arriba de un brazo, un pie. Sí, las bombas simplemente caían. Explotaban. Sartaj llegó al final de su ronda, y dio la vuelta y volvió a hacerla.
Kamble volvió a cruzar la calle un poco antes de que hubiese pasado la media hora. La mayoría del público se había metido en el Apsara, o se había ido a casa, pero algunos de los chokras todavía estaban rondando. Sartaj observó a Kamble cruzando la isleta, y le preocupó su falta de paciencia. Era bueno tener fuerza, y a veces el coraje era necesario, pero el requisito principal del trabajo era ser capaz de pasar innumerables horas terminando tareas pequeñas, aburridas, tal vez sin sentido. Katekar nunca habría querido dejar el Apsara tan pronto. Pero Katekar estaba muerto.
—¿Crees que los kattus lo hicieron? —preguntó Kamble.
—¿Qué?
—La bomba. Si hay una bomba en la ciudad, tienen que haberla traído los musulmanes.
—Sí. Cierto. Deben de haber sido los musulmanes.
—Pues vayamos a hablar con esta Zoya kutiya. Tal vez sepa algo. Si vamos directos a su casa, no puede impedirnos entrar. Después de todo, somos policías.
Después de todo. Era verdad.
—Cálmate. No sirve de nada ir deprisa. Tenemos tiempo. Tú mismo lo has dicho, han pasado meses. Incluso si hay una bomba, todavía no ha estallado. No va a estallar esta noche. O mañana por la mañana.
Kamble escupió en la alcantarilla. Estiró los hombros hacia atrás.
—Claro. No estoy diciendo eso. Pero tan solo podríamos ir y hablar con la randi. ¿Y qué si actúa como una gran estrella de cine? Eso es todo lo que es, una randi. De todos modos, avíseme cuando necesitemos acción.
—Lo haré. No podemos citarla en comisaría, tenemos limitaciones. Tenemos que pensar cómo aproximarnos a ella. No queremos asustarla.
—Bien, bien. ¿Hemos acabado aquí? Me voy a buscar una mujer. Demasiada tensión con la bomba, bhai saab.
—Solo un momento más. Tengo una idea.
Sartaj estaba observando, al otro lado de la calle, a K. R. Jayanth, el distinguido maar de carteras, paseando con tranquilidad hacia la parada del bus, lamiendo un cucurucho. Todo el mundo, por lo visto, se quería dar un gusto después del trabajo.
—Vamos.
Sartaj fue delante al cruzar la isleta, y se le acercó a Jayanth por la derecha. Igualó el paso de Jayanth, y caminó muy cerca de él, como un amigo tomando el aire de la tarde. Jayanth seguía tranquilo, a Sartaj le gustó darse cuenta. Era un veterano, y era probable que fuese razonable. Jayanth tan solo se alejó ligeramente hacia la izquierda, y siguió con su cucurucho. Pero entonces Kamble estaba en el otro lado, empujándole hacia dentro.
—Namaste, tío —saludó Sartaj.
Jayanth saludó con la cabeza.
—Eres policía —dijo.
Sartaj se tuvo que reír, por el puro placer de conocer a un profesional consumado.
—Sí —respondió—. ¿Has conseguido bastante dinero hoy?
Jayanth le dio un mordisco al cucurucho.
—No sé de qué me hablas.
Sartaj le puso una mano en el hombro.
—Arre, tío. Te hemos estado viendo trabajar toda la tarde. Con los dos chicos. Sois muy buenos.
—¿Qué chicos?
—Uno con camisa azul, otro con gafas oscuras. Vamos, tío Jayanth, no me fastidies ahora. Has salido del retiro, estás trabajando duro. No hay nada de malo en eso.
—No me llamo Jayanth.
Sartaj le dio un cachete a Jayanth en la cara. Fue un golpe breve, con el dorso de la mano que había estado apoyando sobre el hombro de Jayanth, pero hubo algo de nudillos y movió a Jayanth hacia atrás. Kamble miraba fijamente, indignado, su pie derecho, que ahora tenía una salpicadura grande de helado por la parte delantera.
—Llevemos al bastardo de vuelta a comisaría —comentó—. Allí se acordará de quién es.
En esta calle concurrida, solo una mujer había visto el golpe. Ahora se alejaba de ellos deprisa, lanzando miradas de horror a Sartaj. Llevaba una bolsa de malla llena de verduras y sindur rojo brillante en el pelo. Sartaj ignoró el impulso de explicarle: «Este es tan solo el lenguaje que hablamos, no le pasará nada malo de verdad al anciano agradable». Se giró hacia Jayanth.
—Bueno, tío. ¿Quieres volver a comisaría con nosotros?
—Está bien. —Jayanth arrojó el cucurucho vacío—. Soy Jayanth. No te conozco.
—Sartaj Singh.
—No trabajas en esta zona. ¿Cuánto quieres?
—¿Tienes un arreglo con los agentes locales?
Jayanth se encogió de hombros. Claro que tenía un acuerdo con los chicos locales, pero no iba a revelar información.
—No queremos molestarte de esa forma —contestó Sartaj—. Ni arrestarte. Nada de eso. Pero necesitamos que hagas un trabajo para nosotros.
—Soy un hombre viejo.
—Sí, tío. Pero en realidad no tienes que trabajar. Tan solo mantener los ojos abiertos.
Sartaj le contó que tenía que buscar a un chokra con camiseta roja con tal y cual logo, que tenía que descubrir el nombre del chokra, y a ser posible dónde vivía. Que no tenía que alarmar a Camiseta Roja, ni darle a entender de ninguna forma que le estaban buscando policías grandes, horribles y violentos. Que llamara a Sartaj o a Kamble a este y este número tan pronto como tuviese una pista sobre el chico.
—No puedo ir por ahí mirándoles la boca a los chicos —dijo Jayanth—. Creerán que soy algún pervertido, son muy listos.
—Lo sé, tío. Tan solo busca la camiseta roja. Después habla con él. Ten paciencia. No apresures nada. Solo haz tu trabajo habitual, y mantén los ojos abiertos.
—De acuerdo —contestó Jayanth.
—Estará aquí —añadió Kamble.
—Por supuesto —soltó Jayanth de mala manera.
Los chokras callejeros eran muy territoriales, todos tenían señaladas sus esquinas y zonas, hasta fronteras trazadas en medio de las calles. Y defendían sus regiones con tanta fiereza como generales batallando en tierras sagradas, todo el mundo lo sabía.
—Pero ¿crees que llevará la misma camiseta? —Y después, a Kamble—: ¿Qué estás haciendo?
Kamble estaba abriendo el bolsillo del pantalón de Jayanth y tanteándolo.
—No te preocupes —replicó—. No te estoy robando la cartera. No te preocupes. Y no te preocupes por el chokra. Tan solo mantente alerta, no dejes de mirar. Aparecerá. —Sujetó una cartera de piel marrón, gastada hasta que se le había pasado el lustre y solo quedaba la piel desnuda—. No llevas mucho dinero, tío.
A Jayanth no se le escapaba ni una.
—Hoy en día hay demasiada delincuencia en las calles —contestó.
Kamble rió con admiración.
—Seiscientas rupias, y una foto de… ¿Qué dios es este?
—Murugan.
—Ni carné de identidad, nada en absoluto.
En la otra parte, en el otro bolsillo de Jayanth, algo se arrugó bajo los golpecitos suaves de Sartaj. Sartaj rebuscó con el índice, y sacó una carta del interior, doblada dos veces.
—Malad —observó Sartaj.
La carta en sí estaba escrita en algún alfabeto incomprensible del sur, pero la dirección estaba en inglés.
—Estás trabajando muy cerca de casa, tío.
—Soy un hombre viejo. No puedo viajar muy lejos.
Kamble le devolvió la cartera.
—De todos modos te fuiste de Dharavi. Apuesto que tienes un apartamento bonito en Malad. Para ser un anciano ganas una buena cantidad de dinero. Incluso si no continúas haciéndolo tú mismo.
Jayanth se estremeció un poco ante la hostilidad de Kamble con ojos redondos y brillantes, y bajó la vista.
Sartaj anotó la dirección.
—En cualquier caso, ¿por qué estás aquí fuera, tío, a esta edad? ¿Tu hijo América-vala ya no te ayuda?
Jayanth movió la cabeza de un lado a otro, y pareció tan triste como cualquier padre filmi que ha soportado toda una vida de disputas familiares e ingratitud y tragedias.
—Ahora él mismo tiene hijos —respondió—. Sus propias responsabilidades.
—¿Se casó con una americana?
—Sí.
Sartaj golpeó con suavidad a Jayanth en el hombro, volvió a hablarle de la misión, y le mandó seguir su camino. Kamble parecía decididamente insatisfecho, y Sartaj sabía que estaba pensando en las seiscientas rupias de la cartera de Jayanth.
—¿Una mujer? —preguntó Sartaj.
—¿Qué?
—Creía que ibas a buscar una. Para aliviar la tensión de la bomba.
—Sí, sí. Hay mucha tensión hoy en día. Incluso los apradhis te cuentan historias de su tensión.
—Así que deberías conseguir dos mujeres. Por la tensión doble.
Kamble lanzó los hombros hacia atrás y descansó las manos apretadas sobre las caderas, igual que Netaji sobre un pedestal.
—Tiene razón, amigo —replicó—. Tendré no dos, sino tres mujeres esta noche. Por la triple tensión.
Sartaj observó cómo se marchaba pavoneándose, obligando a los compradores vespertinos a apartarse y dejarle un rastro de emperador. Tal vez cuando fuese un poco más viejo y estuviese un poco más derrotado sería un buen policía. En esos momentos era un gallito y estaba muy asustado por ese nuevo peligro del que se había enterado hoy. Sartaj también estaba asustado, pero había pasado mucho tiempo con miedo, y no esperaba sentir ningún alivio. Una acción rápida, contundente, tal vez podría producir la ilusión de sentirse cómodo, pero solo sería temporal. Tenías que aprender a vivir con miedo, con su lengua roja y su guirnalda de cráneos. Sartaj giró a la izquierda y subió paseándose por la acera. Estaba en el trabajo, se quedaría en él otra media hora. La bomba podía esperar.
La ciencia y arte del acercamiento era algo que Sartaj había aprendido a una edad muy temprana, en su propia casa. La gente intentaba acercarse a su padre el inspector, por lo general, gente en apuros, gente que necesitaba ayuda. De forma que se aproximaban a través de amigos y familiares y colegas, a través de amigos de amigos y contactos políticos. En una ocasión, una mujer amenazada por el marido del que se había separado se acercó a través del director del instituto de Sartaj. Encuentras una conexión con el objeto al que quieres acercarte, y después pones en movimiento favores y obligaciones a través de ese contacto, de forma que la persona a la que te acercas siente que tiene que ayudar, o al menos escuchar. El acercamiento era el modo en que funcionaba la vida, pasar por la vida significaba rasguear las cuerdas de esta red y transitar por sus numerosos caminos.
Así que el acercamiento era una habilidad que Sartaj tenía, pero el problema era que nunca antes había intentado acercarse a una estrella de cine. Como cualquiera en Bombay, conocía a algún proveedor que de vez en cuando suministraba comida para rodajes de películas, dos extras de Grado A y un primo lejano cuyo mejor amigo tenía un tío que era productor de cine. Ninguno de estos contactos le llevaría a una habitación con Zoya Mirza sin alterarla. Esto es lo que les había contado a Mary y a Jana aquella noche tarde, en un maidan lleno de gente bailando y luces brillantes. No pudo salir de comisaría hasta muy tarde, pero ellas habían insistido en obtener un informe en persona sobre la situación de Zoya Mirza. Así que se reunió con ellas en Juhu, en las Fiestas de Guru-ji Patta Mandal’s Grand Navratri. Fuera, los carteles de gala prometían «El más grande dandia raas jamás visto», y aunque Sartaj no creyese que fuera literalmente cierto, pensó que al menos había tres mil bailarines en ese terreno. Cuando llegó a la sede, llamó al móvil del marido de Jana, y todavía le costó quince minutos encontrarles, junto al puesto de Coca Cola. Sartaj había deambulado, bastante embelesado, en medio del resplandor y la neblina de ghagras rojas y azules y verdes. Los bailarines giraban haciendo oscilar ampliamente los palos dandia, y Sartaj estaba aturdido por el perfume y la risa tintineante, por la cantante y su Pankhida tu uddi jaaje. Entonces vio a la alta Jana haciéndole gestos con la mano por encima del río ondulante de cabezas enjoyadas. No vio a Mary hasta que estuvo justo a su lado, e incluso cuando la vio no la reconoció, ni siquiera con una mirada completa y prolongada. Solo cuando ella sonrió y dijo «Hola» supo que era ella.
Jana sonreía.
—Parece una gujju behn auténtica, ¿verdad?
—Sí —contestó Sartaj.
Mary llevaba una ghagra azul, y un chunni azul oscuro que relucía con plata, y llevaba el pelo recogido hacia arriba con una especie de prendedores nacarados. Tenía los labios pintados de rojo brillante.
—Ni siquiera te había reconocido.
—Sé que no lo habías hecho. Pero en realidad no es un disfraz tan complicado.
Sartaj pensó que era bastante profundo, pero asintió y le dio un apretón de manos al marido de Jana, Suresh, que estaba resplandeciente con una kurta carmesí y una media chaqueta jari. Suresh levantó al pequeño Naresh, que iba vestido exactamente como él. Sartaj acarició la cabeza del niño, consciente todo el tiempo de que Mary le estaba mirando.
—Toma —dijo Jana.
Le dio una Coca Cola a Sartaj, y después fue por delante para llevarles hasta un grupo de sillas a la izquierda. Envió a Suresh con Naresh, se sentó cómodamente, hizo que Mary lo hiciera a su lado y se giró hacia Sartaj:
—Ahora cuenta.
Las dos se quedaron bastante descontentas cuando quedó claro que Sartaj no tenía nada que contar sobre Zoya Mirza.
—¿En la policía sois siempre tan lentos? —preguntó Mary.
Tenía la espalda recta y las manos en las rodillas, como una maestra.
—Claro que lo son, baba —replicó Jana—. ¿Alguna vez has intentado dar parte de algo en una comisaría?
Ambas estaban tomándole un poco el pelo, y Sartaj aceptó la crítica con una sonrisa. Levantó las manos abiertas y contestó:
—Sería diferente si esto fuera oficial. Tengo que andar con mucho cuidado.
—Obviamente, tendremos que arreglarte esto también —comentó Mary—. Jana, ¿esa chica Stephanie que solía trabajar en Nalini y Yasmins no tiene una hermana que maquillaba para Kajol?
—Sí, sí. Pero ¿dónde trabaja ahora?
Sartaj se recostó y observó con admiración cómo Jana ahuecaba una mano sobre un oído y se colocaba el móvil en el otro. Ahora sonaba una versión garbaizada de «Chainya Chainya» palpitando por los altavoces, y por debajo de eso Jana siguió el rastro de aquella chica Stephanie. Le pasó el teléfono a Mary, que siguió un par de pistas. Sartaj se sentía contento al observarlas, admirarlas mientras desarrollaban su investigación. Era una peculiar avanzada hacia un lado, un interrogatorio que no se acercaba necesariamente a Stephanie, sino que se movía a su alrededor. Jana y Mary mantuvieron una conversación atenta sobre la exmejor amiga de Stephanie, que había trabajado en Nalini y Yasmin’s. Hablaron del novio de esta amiga, y un viaje de compras que ella había hecho hasta ese nuevo centro comercial en Goregaon, y su plan de hacer un viaje a Goa en invierno. Hasta donde sabía Sartaj, esto no tenía absolutamente nada que ver con Stephanie, o con Zoya Mirza. Pero Jana y Mary se apoyaron una cerca de la otra y hablaron de la exmejor amiga con gran intensidad y completo placer. En el transcurso de las varias llamadas de teléfono, se enteraron de cosas de otras mujeres y sus vidas, otros trabajos y matrimonios y nacimientos. En ese momento, Mary hablaba con alguna mujer sobre la angioplastia de su abuela. Colgó y le dijo a Sartaj:
—Es demasiado tarde, todo el mundo se ha ido a dormir. Pero tendremos un contacto con esa Zoya Mirza para mañana.
—Un contacto de maquillaje —replicó Sartaj.
—¿Te ríes de nosotras? —preguntó Mary—. Aquí estamos, tratando de ayudarte, ¿y te estás riendo de nosotras?
—No, no, no me río. Os admiro a las dos, en realidad. Sois muy impresionantes, cómo descubrís las cosas.
—Suresh siempre dice que hablo demasiado —apuntó Jana—. Dice que hablo y hablo de cosas que son totalmente irrelevantes. Dice que si quiero ir de A a. C. no tengo por qué hablar de L, M y Z.
Mary se hizo hacia atrás y adoptó la pose de Suresh, llena de un desagrado de superioridad.
—Vosotras las mujeres, para ir de Churchgate a Bandra pasáis por Thane.
Sartaj y Jana se echaron a reír. Era una imitación muy buena de Suresh, captaba con exactitud su pose y su forma de hablar rápida, a golpes. Incluso después de hablar con Suresh solo dos minutos, Sartaj se pudo dar cuenta. Suresh salió justo entonces de entre la multitud, y dijo:
—He dejado a Naresh con Ma. —Y se quedó bastante perplejo mientras su mujer y Mary y Sartaj se morían de risa.
Jana se levantó y puso una mano sobre el hombro de Suresh.
—Vamos a bailar —propuso—. ¿Venís?
Sartaj se sintió aliviado de que Mary negase con la cabeza. Había pasado mucho tiempo desde que había bailado dandia, y estaba seguro de que no quería meterse en este mar en espiral de expertos.
—Id vosotros —contestó Mary—. Estoy un poco cansada.
Jana y Suresh se desvanecieron en las ruedas de bailarines que daban vueltas; ahora eran cuatro, una dentro de la otra.
—Muy bonito —comentó Sartaj.
Lo era, bajo la aureola de los focos color bronce, este conjunto de círculos brillantes.
—Se conocieron aquí —contó Mary—. Jana y Suresh. El padre de él es uno de los organizadores.
Sartaj recordó haber conocido a Megha en noches garba, en una época tan lejana que era antigua. La música no era tan disco, entonces.
—¿Hace mucho tiempo que vienes?
—Desde que conocí a Jana, hace cuatro años. Es divertido. Me gusta arreglarme y salir.
Sartaj tuvo que devolver la sonrisa de ella, muy satisfecha.
—Mezclándote con los gujaratis.
—Son gente agradable.
—Excepto cuando asesinan a musulmanes.
—Eso es cierto con todo el mundo, ¿no? Incluso los musulmanes asesinan a gente a veces. Los cristianos lo hacen.
—Sí. No quería decir que… Lo siento. Suresh parece un buen hombre.
—Está bien. —Se giró en la silla para mirar a Sartaj directamente—. Crees que todo el mundo es un asesino.
—Cualquiera puede convertirse en uno. Disculpa, disculpa. Esta no es conversación para una garba. Es solo la forma en que los policías vemos las cosas.
Mary no parecía afectada, ni lo más mínimo.
—¿Y qué más ves en una garba? Cuéntame.
—Las noches del Navratri son buenas para los carteristas, la verdad. Robos de collares y todo eso. Y se maneja mucho dinero, ya sabes, a quinientas rupias por ticket en algunos lugares, es una gran suma. La gente se ve tentada, la gente que está manejando el dinero.
—La vida es así, llena de tentaciones.
—Cierto. Esa es la otra parte. Chicos y chicas en estas fiestas. Incluso las familias más ortodoxas traen a sus hijas solteras a estas garbas. No las ves una vez se meten en ese… ese revoltijo. Así que los chicos las encuentran. ¿Sabes?, cada año, uno dos o tres meses después del Navratri, todas las clínicas de la ciudad dan parte de un aumento en los abortos.
—¿De verdad?
—De verdad. De verdad, nosotros, la policía, deberíamos ocuparnos de todo eso.
—¿Quieres tener policías vigilando a los chicos y las chicas en las garbas?
—Si hubiese bastantes policías, tal vez no sería tan mala idea. Está empeorando.
—A lo mejor los chicos y las chicas creen que está mejorando.
Mary estaba exageradamente seria, y de repente Sartaj se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo. De forma asombrosa, descubrió que se había sonrojado.
—No, tienes razón —replicó, bajando la vista y frotándose la nuca—. Es muy fácil volverse anticuado estos días. Sueno como mi padre. También era policía.
—¿Aquí en Bombay?
—Sí. Aquí. De hecho, ¿sabes?, a Suresh no le habrían gustado sus historias. También era una de esas personas que no pueden llegar a Bandra sin visitar Thane.
—Pensaba que los policías eran escuetos.
—Oh, él podía ser escueto. Pero siempre decía que lo que quedaba fuera del informe final del caso era el caso en realidad. Así que podía estar hablándote de un robo en Chembur, y de repente estabas en Amritsar. Mi madre solía reírse de él.
—¿Dónde está tu madre ahora?
De modo que Sartaj le habló de la casa en Pune, y las ventajas de tener a Ma cerca de la familia y el gurudwara, y después le contó uno de los interesantes casos de asesinato de Papa-ji que en efecto se extendió desde Colaba hasta Hyderabad. Tal vez no estaba tan lejos como Amritsar, pero pensó que ella captaría la idea. Mary no dijo mucho, pero las dos preguntas que hizo fueron directas al corazón del maldito asunto. Solo cuando Jana y Suresh volvieron —con su hijo dormido sobre el hombro de Suresh— Sartaj se dio cuenta de que había pasado más de una hora. Hacía rato que pasaba de la medianoche. Sartaj salió con ellos, el pequeño grupo, y los vio entrar en un autorickshaw y les dijo adiós con la mano. Se quedó de pie con la espalda apoyada contra la puerta de la garba, ornamentada, cargada de flores, las manos sobre las caderas, y pensó en Mary Mascarenas. Era silenciosa y complicada, y resultaba sorprendentemente fácil hablar con ella. Era inteligente, y no le gustaba ponerlo de manifiesto. Tenía opiniones, y era perseverante. Con una ghagra gujarati estaba brillante y de alguna manera modesta y pequeña y exuberante. Era un problema, de algún modo. O al menos era perturbadora. Era peligrosa. Daba miedo mirarla.
Tomándose el chai a la mañana siguiente, Sartaj decidió que toda la amenaza de bomba era ridícula. Le avergonzó haber tenido miedo, creer algo que de forma tan obvia había imaginado una mujer crédula que casualmente era agente secreto. Y de todas formas estos espías eran de una tribu paranoica, eran una casta de guerreros secretos que siempre veían una mano extraña en cada crimen, y a un terrorista en cada esquina. Sartaj se tomó el chai, y no tuvo miedo. Era una mañana de frío anormal para esa época, justo a finales de septiembre, y se sintió alegre y lleno de energía. Se sentó cerca de la ventana con su segunda taza y el Dainik Jagran, y observó a los pájaros elevándose en círculos desde la ciénaga hasta el cielo abierto. Las noticias eran malas, o tan malas como de costumbre, había más tensión en la frontera, se había producido un ataque con granadas en Jammu, la coalición que gobernaba en el centro se tambaleaba de nuevo y amenazaba con desintegrarse. Las cosas se desmoronaban, pero Sartaj se puso de pie en la ducha y se enjabonó el pecho y cantó bhumro bhumro con la radio del apartamento de abajo. Podía oír niños en el apartamento de arriba, riendo y cantando también. Era una buena mañana.
Le sonó el móvil justo cuando estaba cerrando la puerta delantera. Hoy estaba seguro de sí mismo. Estaba seguro de que era Mary, no alguien de comisaría. Apretó un botón y contestó:
—¿Hola, hola?
—Hola —dijo Mary, y Sartaj se rió en voz alta—. ¿Estás muy contento hoy?
—Hola, Mary-ji —contestó Sartaj—. Disculpa, disculpa. Acabo de oír una canción por la radio, y a unos niños que también la cantaban.
—¿Eso te ha hecho reír?
Notaba que ella estaba sonriendo.
—Sí. Es un poco loco, lo sé. Ya sabes lo que dicen de los sardars.
Ella se rió, después paró de golpe.
—Pero todavía no son las doce en punto.
—Deberías verme entonces.
—Te he visto en pleno día, y no estabas contento en absoluto. Estabas aterrador.
—Estaba investigando, tengo que poner esa cara.
—Pon otra cara para Zoya Mirza, ¿de acuerdo? O de lo contrario huirá de ti corriendo.
—¿Zoya? ¿Has encontrado un acceso?
—Por supuesto. Y dónde está rodando hoy y mañana. Apunta lo siguiente.
Sartaj anotó, en su agenda, el nombre del maquillador de Zoya Mirza y su número de busca, y el nombre del productor al frente y su número de móvil.
—Este maquillador, Vivek, es tu principal contacto. Sabe que vas a ir, y ha hablado con producción. Todo lo que saben es que eres policía y gran fan de Zoya Mirza, que de verdad quieres conocerla.
—Eso es cierto.
—¿Eres fan?
—Sí.
—Tú y el resto de los indios. Solo recuerda quién ha hecho posible que te encuentres con tu Zoya. Así que llámanos tan pronto como vuelvas de tu encuentro con ella. Hoy, no mañana. No lo olvides.
—No lo haré. Gracias. Parece que tú también eres fan.
—Solo queremos saber. Todo.
—No te preocupes. Te llamaré.
—Estaré esperando.
Media hora más tarde, parado en un semáforo en Andheri, acalorado por el chorro de contaminación del tubo de escape de un autobús BEST, Sartaj todavía pensaba en Mary. Estaba ansiosa por conocer la vida de las estrellas de cine. Todo el mundo quería saber sobre las estrellas, sobre lo que hacían y no hacían. Incluso quienes manifestaban odiar las películas y a la gente filmi, esos antifilmis criticaban a las estrellas con una intensidad venenosa que revelaba mucha información, tanto actual como del pasado. Y Mary tenía una curiosidad personal, había perdido a una hermana, y tal vez Zoya Mirza revelaría algo esencial y esclarecedor sobre Jojo. De modo que Mary tenía muchos motivos para esperar su llamada. Pero él tenía un día de trabajo que desempeñar, ladrones y bandobasts que investigar antes de llegar a las estrellas de cine, incluso cuando realmente quería hacerle algunas preguntas a Zoya Mirza. Quería la información. Pero las estrellas de cine y Mary tendrían que esperar. Ahora Sartaj estaba sudando, y ahora creía un poco en la bomba, había vuelto y se cernía en el aire a cierta altura sobre él, como una rata con dientes de aguja acechando sin ser vista en la hierba espesa. Podía sentir que estaba cerca, podía sentirla sobre los antebrazos y la espalda justo debajo del cuello. La maldijo con sinceridad, por fin, y fue al trabajo.
Tal y como fue todo, Sartaj y Kamble pudieron ir a Film City aquella tarde, bastante antes del turno de tarde de Zoya Mirza. Condujeron pasando AdLabs, y subieron la colina hasta un palacio enorme. Zoya era la actriz principal en una película de época con muchos artistas, uno de los primeros grandes espectáculos de peleas de espadas y balanceos desde lámparas de araña que se rodaba en décadas. Vivek. el maquillador, los sentó en sillas plegables detrás del palacio y les dio cutting-chais y les habló del proyecto.
—Es muy distinta, esta película. Es como Dharamveer, solo que totalmente actualizada y moderna. Enormes efectos especiales. Todo este palacio va a elevarse por el aire y luego vuela y se ve en medio de un lago. Han planeado grandes escenas de lucha, las van a generar todas por ordenador. El protagonista tiene una pelea enorme con una cobra gigante de cien cabezas.
—¿Y qué papel hace Zoya? —preguntó Sartaj.
—La señora es una princesa —contestó Vivek—. Pero sus padres, el maharaja y la maharani, son asesinados cuando ella es pequeña, y crece en la jungla con una familia de caciques. Nadie sabe quién es ella.
Kamble dio un ruidoso sorbo al té.
—¿Una princesa junglee? —preguntó—. Muy bueno. ¿Cómo va vestida?
Vivek llevaba gafas y era delgado y muy serio, y en ese momento la sincera mirada lasciva de Kamble le estaba poniendo claramente incómodo. Por supuesto no le diría a un policía que era un gaandu lujurioso, así que se encogió un poco y contestó:
—El vestuario es muy bueno, lo hace Manish Malhotra.
Sartaj le dio una palmada a Vivek en el antebrazo.
—Manish Malhotra es el mejor. Estoy seguro de que la señora tiene un aspecto maravilloso. ¿Cómo es trabajar para ella?
—Es muy buena persona.
—¿Lo es? Lo parece —contestó Sartaj.
Vivek observó a Sartaj a través de sus gafas muy estilosas con montura azul, y Sartaj le devolvió una sonrisa de forma inocente.
—Por supuesto es preciosa. Pero siempre he pensado que por sus papeles puedes decir que es una buena mujer.
La cautela de Vivek retrocedió, y se incorporó.
—Sí. Es muy generosa, ya sabe.
—¿Te ayudó?
—Me dio una oportunidad. Nos conocimos cuando ella estaba haciendo un anuncio. Cuando se convirtió en estrella no me olvidó.
—Entonces, llevas mucho tiempo con ella.
—Sí.
—Tienes un buen trabajo, viajando por todo el mundo con una estrella de cine. Yo nunca he salido del país.
—Treinta y dos países hasta el momento —contó Vivek, vivaracho y dispuesto—. La semana que viene nos vamos a Sudáfrica.
Kamble preguntó con suavidad:
—¿Habéis pasado mucho tiempo en Singapur?
—Sí, sí, la señora ha rodado mucho allí. —La pregunta no suscitó ningún miedo, ni ansiedad por estropear la devoción de Vivek hacia su señora—. Es un lugar muy bonito. Hemos hecho muchos rodajes de moda allí. A la señora le gusta mucho, está muy limpio y cuidado. También nos hemos quedado de vacaciones, a veces.
Sartaj se terminó el té, y se estiró.
—Entonces debe de tener amigos allí.
Vivek se quedó desconcertado.
—No lo sé. Ella y yo no nos quedamos en el mismo hotel. ¿Qué quiere decir?
Sartaj le dio un golpe en la rodilla.
—Nada, yaar. Yo voy a veces a Pune, así que tengo amigos allí. ¿Crees que ella podría vernos ahora?
—Creo que todavía la están entrevistando. Pero el rodaje está casi listo. Iré a ver.
Sartaj mantuvo su expresión de gratitud entusiasta hasta que Vivek desapareció tras girar una esquina de la pared del palacio. Tres trabajadores estaban pintando de modo uniforme una parte de esa pared de color oro. Una docena de hombres estaban desparramados sobre la hierba cerca de ellos, y unas cuantas mujeres se sentaban en círculo a la sombra de una caravana grande. Sartaj no diría que se estaba preparando un rodaje, mucho menos que estaba casi listo.
—Ese bastardo chashmu no sabe nada —comentó Kamble—. Ha hablado con demasiada facilidad de Singapur.
—Sí. Debían de tener mucho cuidado, Gaitonde y ella.
Kamble se rascó el pecho. En la muñeca llevaba un brazalete de cobre.
—Gaitonde, el gran don hindú —dijo—. Claro que tenía que ir con cuidado con su novia musulmana. Maderchod mentiroso.
—Tener una chica musulmana no te arruina la reputación. Y Suleiman Isa, él ha tenido chicas de todas las religiones. No se casan con ellas, ¿verdad? Así que tal vez Gaitonde trataba de proteger a Zoya. No puedes convertirte en Miss India si tu novio es un bhai.
—Son todos unos mentirosos chutiya, ocultando por aquí y ocultando por allí —comentó Kamble—. Yo tuve una chaavi musulmana, ya sabe, hace dos años. No ocultamos nada a nadie. Yaar, era preciosa. Me habría casado con ella.
—¿Qué pasó?
—No tenía dinero para casarme. Una chica así necesita un apartamento, ropa buena, una buena vida. Su familia encontró a algún chutiya que trabajaba para una empresa en Bahrain. Ahora ella está ahí. Con una hija.
—¿Es feliz?
—Sí.
Kamble se inclinó hacia delante y colocó los codos sobre las rodillas, y miró desde el valle pequeño hasta las colinas ascendentes. De pronto estaba melancólico, perdido en el recuerdo de su chica perdida.
—Eh, Devdas —dijo Sartaj—. De todas formas no te habrías casado con ella. Tenías casi otras cien chaavis por probar.
Pero Kamble se negó a animarse, y Sartaj pensó que se pondría a cantar una canción triste en cualquier momento. Si eliminabas a los carpinteros que daban golpes, y los montones de tablillas de madera junto al palacio, y a las mujeres chismorreando, era un paisaje adecuado para una canción, coloreado de color azafrán suave por la puesta de sol. Había hierba, y árboles, y colinas que habían filmado varias veces para hacerlas pasar por las cumbres del Himalaya. Sartaj trató de pensar en una canción triste adecuada para Kamble, pero solo pudo recordar los números de un Dev Anand cantarín: Main zindagi ka saath nibhaata chala gaya. Volvía a sentir el miedo alrededor, el susto por la bomba acechaba por alguna parte bajo el muro del palacio. Tal vez solo era la ansiedad subterránea provocada por estar en Film City, no muy lejos de donde varios niños y adultos habían sido asesinados y engullidos por la diligente dotación de leopardos salvajes que había en el parque. Eran leopardos reales, sí, no filmi. Tal vez por eso estaba asustado. Pero también estaba incomprensiblemente alegre. Todo era bastante curioso.
—Vamos, vamos, por favor. —Vikek les hacía gestos desde la puerta—. La señora estará en el plato en un minuto. ¿Quieren ver el rodaje?
Dentro del palacio, había un revuelo zumbante de actividad. Bajo las bóvedas y las ventanas de arcos altos, los hombres laminaban y martillaban y serraban. Sartaj pasó sobre nidos de cables, y alrededor de matorrales de metal. Tuvo que agacharse para pasar bajo una sábana de lona, y desde los altavoces una voz dijo «Luces», y Sartaj entró en una sala de audiencias con columnas que resplandecían de oro y verde. Había estatuas de guerreros y doncellas a tamaño natural bajo las columnas, y el medio techo estaba cubierto por una celosía densa de cristal centelleante. Había dos lámparas de araña gigantes, una multitud de cortesanos vestidos de satén y un trono. Sartaj todavía siguió serpenteando entre un montón de miembros del equipo hasta llegar a una fila de sillas plegables, y entonces Vivek se movió: esperad.
—Ese es Johnny Singh —comentó Kamble.
—¿Quién?
—El director.
Se refería a un hombre corpulento que en ese momento se sentaba en una de las sillas y miraba de forma fija y atenta un monitor.
—Y ese es el director de fotografía, Ashim Dasgupta.
—Eres un experto en cine —comentó Sartaj.
—Las chicas quieren meterse en las películas, muchas de ellas.
Sí, las barbalas de Kamble habrían querido, muchas de ellas, convertirse en Zoya Mirza. Habrían hecho cualquier cosa, lo habrían arriesgado todo para estar aquí. Ahora que el resplandor de las luces había abandonado un poco sus ojos, Sartaj pudo ver que las estatuas eran de yeso pintado, no de piedra. La pintura de oro sobre las columnas estaba espesa, solidificada. El cristal del techo era probablemente alguna especie de cristal barato, o plástico. Sobre él, entre las filas de luces que colgaban de puentes de trabajo desvencijados, había piernas que colgaban, y caras mirando fijamente. Y, sin embargo, en la pantalla todo esto se cristalizaría en un resplandor de otro mundo, un palacio perfecto. Sartaj pensó: a Katekar le habría encantado esto, le habría gustado el suelo sucio, y los diamantes de aspecto barato en los turbantes de los nobles.
—¡Silencio! ¡Silencio! —bramó el altavoz, y en el silencio repentino Zoya Mirza bajó al plato.
Entró, en realidad, por la izquierda, pero también podría haber bajado flotando de los cielos Tecnicolor en una lluvia de flores fragantes. Era muy alta, delgada y fuerte, pero iba oculta por un chal oro brillante, tenía el pelo suelto y muy largo, y la curva alargada de su cuello dejó a Sartaj sin aliento.
—Baap re —susurró Kamble—. Mai re.
Sí, Sartaj volvió a creer en el encanto del cine. Se quedaron mirando mientras Zoya hablaba con el director y dos asistentes, mientras Vivek le mimaba el pelo y el rostro. Una mujer se arrodilló y le hizo algo al borde inferior de la falda de Zoya, que llegaba solo a medio camino hasta la rodilla. Apareció otro par de actores, una pareja más mayor con trajes reales, y el director habló con ellos y con Zoya, haciendo gestos desmañados con las manos. Kamble susurró sus nombres, los nombres de los actores y sus pedigrís, sus actuaciones y sus éxitos. Después Zoya se retiró el chal, y Kamble se calló del todo. Era el tipo de vestimenta de princesa junglee que Sartaj recordaba haber visto en calendarios en su infancia, con la parte de arriba de un bikini en alguna piel beige suave sujeta con tiras a la espalda, y una falda a juego que bajaba mucho más abajo de su ombligo por la parte de delante y le recorría las caderas, ceñida de verdad. El maharaja y la maharani tomaron posiciones junto al trono, y Zoya se giró hacia ellos y caminó, y la curvatura interminable de su cadera oprimió la garganta de Sartaj. Sí. El plato era falso, pero Zoya Mirza no lo era. Claro que Mary y Jana tenían razón en cuanto a los procedimientos múltiples, los milagros de la tecnología que habían logrado su belleza maravillosa de talla mundial, pero a Sartaj no le importaba. Zoya Mirza era artificial, y su mentira era más cierta que la naturaleza en sí misma. Era real.
La escena era la siguiente: la princesa, que ignoraba su propia ascendencia real, llegaba a la gran capital y la elevada corte, en busca de un guerrero misterioso que la había cortejado en las agrestes laderas de las montañas para ella familiares, y después había desaparecido. Y ahí estaba ella en las grandes cortes del maharaja, que era —aunque ella todavía no lo sabía— un usurpador y el asesino de sus propios y confiados padres. Había dos líneas de diálogo. «¿Quién eres, kanya?», y «Soy la hija del Sardar Matho, que gobierna el bosque al oeste de sus fronteras». La segunda línea, que se rodó primero, costó ocho tomas y cuarenta y cinco minutos. Zoya la dijo caminando hacia delante, subiendo la hilera de escaleras con poca pendiente que conducía al trono. Estaba bastante heroica. Después hubo una pausa de veinte minutos mientras movían la cámara de sitio. Vivek ofreció más té y galletas. La señora no quería que la molestasen, todavía. Estaba trabajando.
—Esta historia es como ese programa de televisión —comentó Kamble—. ¿Cómo se llamaba? ¿Con todos los rajas y ranis y traiciones y espías?
—Chandrakanta —contestó Sartaj—. Buen programa.
—Esto es mucho más grande que Chandrakanta —contestó Vivek, con orgullo considerable—. Los efectos especiales en Chandrakanta tenían un aspecto muy barato. Tenemos a dos expertos de Hollywood que volarán hacia abajo para el momento culminante. Y de todas formas, los escritores me explicaron que tomaron mucho más de Bankim Chandra.
—¿Quién? —preguntó Sartaj.
—Un escritor bengalí antiguo —contestó Vivek—. Escribió una novela titulada Ananda Math.
—Creía que de eso ya se había hecho una película bengalí —apuntó Kamble.
Estaba masticando las galletas de coco.
—Nunca lo había oído —replicó Sartaj.
Era agradable estar en un plato de rodaje y discutir sobre tomas y efectos especiales y diálogos y novelas bengalíes antiguas. Incluso Kamble ya no estaba impaciente. Mirar a Zoya Mirza era más que pasar el tiempo, era tranquilizador de forma profunda.
La grabación del contraplano, del maharaja, solo costó dos tomas. Después se produjo un gran movimiento y gritos de nuevo, y se movieron luces y reflectores. Vivek siguió a Zoya fuera del plato, y volvió corriendo diez minutos más tarde.
—Vengan —anunció—. La señora les verá ahora.
En primer plano, también era extraordinaria. El maquillaje era un poco exagerado, pero Sartaj entendía que era por las luces y la cámara. Entre los pómulos terriblemente afilados y la plenitud llena de los labios, había una tensión perfecta que no tenía nada que ver con el maquillaje. Sartaj y Kamble se sentaron uno junto al otro en la roulotte de Zoya, en un hondo sofá de piel que había empotrado en la pared. Ella salió de un vestidor privado, envuelta en una bata blanca inmaculada, y se sentó en una silla. Vivek se quedó de pie junto al hueco de la escalera, bastante sonrosado por su admiración hacia la señora.
—Esa falda junglee se veía maravillosa —le dijo a ella, sin perder de vista a Sartaj.
—Sí, mucho —respondió Sartaj.
—Didi, son grandes fans —siguió Vivek—. Han llegado a mí a través de Stephanie, ¿te acuerdas de ella? Todo porque querían conocerte.
Zoya lucía el tipo de sonrisa que la gente empleaba fingiendo atención y poder para indicar humildad. Sartaj la había visto mucho en políticos.
—Voy a hacer de agente de policía el próximo año —contó ella—, en la nueva película de Ghai-sahib. También yo soy una fan de la policía. Aparecí en un estreno benéfico para la Asociación de la Policía cuando fui Miss India.
—Me acuerdo. Necesitamos su ayuda otra vez.
—Por supuesto trataré de ayudar de todas las formas posibles. Pero estoy muy ocupada durante los próximos seis meses…
—No hemos venido para pedirle una aparición en persona —contestó Kamble, muy tranquilo. No se movió en absoluto, pero parecía que los hombros se le hinchaban un poco, y de pronto era peligroso. Todo era por sus ojos apagados y sosos, la rigidez de la mandíbula—. O una donación.
Zoya captó el cambio de humor de inmediato, pero Vivek respondió con una risa.
—Solo quieren autógrafos, didi —comentó.
Sartaj apoyó una mano en el antebrazo de Vivek, para levantarse.
—Solo queremos hacerle una o dos preguntas —le dijo a Zoya, dando un paso hacia ella.
A ella no le gustó que se le acercase, pero se negó a estremecerse. Él le susurró al oído:
—Sobre Ganesh Gaitonde.
—Vivek —respondió resueltamente—, espera fuera.
—¿Didi?
—Espera fuera. Y no quiero que me molesten.
Sartaj empujó con suavidad a Vivek hacia la puerta, la cerró ante su rostro con los ojos como platos y corrió la cortina roja con firmeza en el recuadro de la ventana. En ese momento, Zoya entendió que debería indignarse, y se puso de pie. Echó los hombros hacia atrás, y pareció muy elegante, pero tuvo que agachar la cabeza, bajo la pendiente del techo bajo. Sartaj pensó que eso echaba un poco a perder el efecto.
—¿Por qué iba a preguntarme nada de un hombre así? —replicó—. ¿Qué quiere decir con esto?
—No se moleste —apuntó Kamble. Tenía las manos sobre los muslos, y los pies plantados y bien separados—. Lo sabemos todo. Sabemos lo de esa Jojo. Sabemos que Gaitonde la hizo volar a varios lugares.
—Señora —retomó Sartaj—, solo necesitamos un poco de cooperación por su parte.
—Oigan, fui modelo, y conocí a mucha gente…
La expresión desdeñosa de Kamble fue magnífica, miró a Sartaj como un tipo odioso y cínico. Soltó un gruñido a modo de risa que crispó los antebrazos de Sartaj, y elevó el índice de Zoya.
—Escuche —soltó Kamble—. Puede que crea que es una gran estrella de cine, que puede escaparse de todo. No queríamos hacerle pasar vergüenza al hacerle ir a comisaría, por eso hemos venido. Pero no se imagine que puede escapar de nosotros. No crea que somos idiotas. Enviamos a Sanjay Dutt a la cárcel, usted también puede acabar allí. Seis meses en una celda pequeña sin todo este aire acondicionado, y toda su charbi caerá.
—Bas, bas, suficiente —le dijo Sartaj a Kamble. Para Zoya, ponía su cara amable, comprensiva—. Señora, sé que está asustada. Y quiere mantener su vida en privado. Está en su derecho. Pero él tiene razón, sabemos demasiado de su conexión con Gaitonde como para que nos oculte nada. Tenemos documentos que prueban que pagaba sus viajes. Tenemos copias de su antiguo pasaporte, bajo el nombre de Jamila Mirza. Tenemos copias de billetes de avión.
Kamble sacó un fajo de fotocopias de un sobre marrón y las agitó enseñándoselas.
—Sabemos lo de Singapur —apuntó—. Aquí está.
Ella cogió los papeles. Era muy fuerte, tenía —bajo ese exterior sinuoso— una voluntad inflexible. Sartaj podía notarlo, sabía que el andar imperioso de la princesa junglee era también el de Zoya. Pero todo su control de sí misma, toda su habilidad para interpretar, no podía evitar el destello de enfado y miedo que brotaba de sus ojos. De hecho, algo pasó en Singapur. Kamble había marcado un gol. Había llegado el momento de la compasión.
—Señora, créame, no necesitamos nada de usted sino algo de información. No hay caso contra usted, no hay acusaciones. Por favor, siéntese.
Permaneció de pie, bastante quieta.
—Nadie en nuestro departamento aparte de este agente y yo sabe nada sobre su relación con Gaitonde. No le revelaremos nada a nadie. Solo necesitamos que nos hable de él, cualquier cosa que sepa sobre los amigos y las conexiones y el negocio de Gaitonde. No necesitamos saber nada de usted.
—A menos que nos cause problemas —añadió Kamble.
—Estamos bajo presión para encontrar información sobre las actividades de Gaitonde —continuó Sartaj—. Si no podemos conseguir nada, nos veremos obligados a contarles a nuestros superiores sus lazos con él. Eso puede volverse algo embarazoso para usted. —Respiró profundamente—. Hay una cinta de vídeo, señora.
—¿Una cinta de vídeo? —preguntó ella. Habló con la voz muy bajita.
—Gaitonde grababa sus actividades. —Sartaj podía notar la mirada de Kamble fija sobre su cuello, y mantuvo la atención centrada en Zoya con firmeza—. Hay una cinta de vídeo de usted. Con él. Haciendo cosas.
Ella se sentó, se hundió en la silla, sin control y sin elegancia. De repente las rodillas se doblaron como si fueran de goma debajo de ella, y se sentó. Se había derrumbado, la tenían. Sartaj tragó un sabor como a pegamento viejo en la boca, y se sentó, justo al borde del sofá, junto a Kamble. Zoya miraba hacia abajo, tenía los tobillos torcidos. Sartaj se inclinó hacia delante.
—Es un vídeo muy explícito. Parece que usted no era consciente de que la estaban grabando, que se hizo con cámara oculta. Lo muestra todo, todo.
En ese momento ella no ocultó su furia.
—¿Dónde está la cinta? —Soltó—. Les pagaré por ella. ¿Cuánto quieren?
Sentía desprecio no solo por Ganesh Gaitonde, el novio traidor, sino también por esos dos policías que amenazaban la vida que había ganado por sí misma.
—Ya sabe que no queremos dinero —contestó Sartaj—. Solo información.
—¿Entonces me darán la cinta? ¿Y todo lo demás?
—Sí. Todo, señora. No tenemos panga con usted. Le deseamos paz y muchas películas. Somos fans.
Zoya no se sintió muy consolada por su fervor. Les miró, y recompuso sus miembros desorganizados, y volvió a convertirse en estrella de cine.
—Aquí no —contestó—. Mi diseñador de vestuario estará aquí en un minuto.
—Sí, señora. Hay demasiada gente aquí. —Sartaj se puso de pie—. Díganos dónde reunirnos.
—Mi turno acaba a las once y media. Vengan a las doce.
Les dio una dirección, un número de móvil, y después se despidió de ellos.
—De acuerdo —terminó—, ahora váyanse, por favor.
Cerró la puerta tras ellos con firmeza.
—Randi —soltó Kamble—. Zorra. Deberíamos sacarle algo de dinero.
Sartaj se estiró. Su perspectiva del palacio revelaba las tornapuntas y el andamiaje bajo las paredes. La estructura puntiaguda era hermosa de manera extraña a media luz, como una especie de planta artificial gigante tipo cactus que hubiera echado raíces en esa ladera.
—No seas avaro. Hacer esto ya es peligroso. Deberíamos salir de aquí.
No se veía a Vivek por ninguna parte, así que siguieron su camino por el plato, por el lado de las multitudes inexplicables de trabajadores que estaban de cháchara. Kamble esperó hasta que estuvieron fuera junto a las motos.
—¿Va a volverse más peligroso —preguntó— cuando descubra que no hay ningún vídeo?
—No —respondió Sartaj—. Ya se ha puesto en una situación comprometida al admitir que puede existir un vídeo.
—Cierto. Eso ha sido una buena idea. —Kamble se ató el casco verde—. De forma que cuando todo esto haya acabado, cuando no haya más peligro… ¿podremos sacarle algo de dinero?
Sartaj golpeó el estárter, aceleró el motor y dejó que se asentase.
—Esta sobrevivió a Ganesh Gaitonde, amigo. Conoces a muchas mujeres, pero soy mayor que tú. Escúchame. Si se siente atacada de forma demasiado terrible, devolverá el ataque. Consigue tu dinero de alguna otra parte.
—De acuerdo, de acuerdo, hágase amigo de ella. Sea bueno con ella. —La sonrisa de Kamble era muy maliciosa—. No conseguiré el dinero. Tal vez usted pueda conseguir algo más de ella. Le veré en comisaría.
Se marchó haciendo ruido, pero no sin girar la cabeza para soltarle a Sartaj una risotada de despedida. Sartaj salió inclinado hacia la calle y le siguió. No servía de nada protestar por la acusación, Zoya era hermosa y despampanante. Y Sartaj había sentido su belleza, pero de una forma claramente impersonal. No había ninguna esperanza en su placer, y ningún dolor, ninguna de esas puñaladas cortantes de deseo. Pero se había sentido golpeado por su capacidad de recuperación, su fuerza, cómo había tratado con el problema de dos policías hostiles, con este desastre inesperado que amenazaba su carrera, sus posesiones, su vida. Se las había arreglado, desde luego. Zoya Mirza era alguien que resolvía los problemas, veía una dificultad, cedía ante ella por un momento y después buscaba soluciones. Era mejor tener mucho cuidado con esa serenidad, en especial cuando tú mismo eras el problema.
Sartaj condujo hacia la calle. Kamble ya se había desvanecido de su vista, entre los camiones y los enjambres de autorickshaws de la tarde. Quizá había una chica esperándole, dos chicas. Era un gran devoto de la belleza, como Sartaj había sido una vez. Si Zoya Mirza ya no te embriaga de deseo, pensó Sartaj, es que de verdad te estás haciendo viejo. Viejo. Viejo, cansado. Pero no se sentía triste, solo aliviado de forma extraña. El tiempo le había visitado con sus estragos, y lo había agotado, pero le gustaba la sensación de estar destartalado. Era apacible. Siguió con tranquilidad por la carretera, y condujo hacia el crepúsculo, tarareando Vahan kaun hai tera, musafir, jayega kahan?
En comisaría, Sartaj trabajó sin parar en papeleos para el juzgado y llamadas e informes. Justo después de las once llamó Kamala Pandey. No había tenido nuevas llamadas de los chantajistas, pero quería saber acerca del progreso de Sartaj.
—Estamos trabajando en ello, señora —le dijo Sartaj—. No se preocupe.
—Pero ¿qué está haciendo? —preguntó ella.
—Estamos siguiendo pistas. Estamos siguiendo algunas líneas de investigación. Estamos hablando con nuestros informantes.
Sartaj lo dijo con mucha labia, mientras rellenaba el formulario de un caso de robo. Era la frase habitual, y él la había recitado mil y una veces antes. Pero Kamala Pandey no estaba bastante satisfecha con eso. Se oyó un murmullo de fondo, y después volvió con Sartaj, ahora irascible.
—Pero ¿quién? ¿Ha tenido algún avance?
Avances. Sartaj se reclinó.
—¿Con quién está hablando?
—¿Dónde?
—Está hablando con alguien, señora. ¿Quién es? No debería hablarle del caso a la gente.
—No le estoy hablando a nadie del caso. Estoy en un restaurante con amigas, y una de ellas ha venido y me ha preguntado algo. Ahora se ha ido. Así que puede contarme los detalles.
—Señora, no puedo revelar los detalles de una investigación en curso —contestó Sartaj, con severidad—. Por favor tenga la seguridad de que estamos trabajando muy duro. De hecho estoy trabajando en su caso ahora mismo.
Eso no era exactamente cierto, pero le había dedicado bastantes horas al asunto, y estaba cansado, y a punto de enfadarse mucho.
Entonces se oyó de nuevo el murmullo sobre el auricular, pero Kamala no quería presionar más.
—Lo siento —contestó—. Solo estoy nerviosa.
—No hay motivo para estar nerviosa —respondió Sartaj—. Contactaré con usted tan pronto como sepa algo. Y, señora, necesito una foto suya, para enseñársela a los testigos que puedan haber visto el intercambio de dinero. No se preocupe, seré del todo discreto. No le diré a nadie quién es. Tan solo envíemela por mensajero a mi casa. Hoy si es posible, mañana como tarde.
Se mostró reacia, pero Sartaj fue muy firme. Le dio su dirección, colgó y volvió a su formulario.
Kamble se volvió claramente hostil cuando Sartaj le contó la llamada de Kamala Pandey, Se encontraron a las doce y media, como habían planeado, enfrente de la calle del edificio de Zoya Mirza en Lokhandwalla. Kamble se estaba bebiendo una cerveza rápida antes de subir al apartamento de Zoya. Había estado trabajando en dos casos desde que se habían separado y estaba bastante cansado y de mal humor. Insistió en que necesitaba una botella de cerveza antes de volver al trabajo. Así que estaban sentados en una pared divisoria de poca altura al otro lado de la calle de la puerta de Zoya, solo dos amigos relajándose en la oscuridad.
—Así que la kutiya creída está dando vueltas por toda la ciudad, yendo a restaurantes y bares —dijo Kamble sobre Kamala—. Sin duda encontrará pronto otro mashooq. Todas son así, estas ricas rápidas, lo dan por ahí gratis. Cuando empiezan a dar, ya sabe, no pueden parar.
—Creo que sentía amor por ese Umesh.
—Entonces, ¿por qué quedarse con ese marido gaandu? ¿Solo por el piso y el dinero?
—Estaba intentando romper con Umesh.
Kamble dio un trago largo, gorgoteando.
—Si le ama, entonces, ¿por qué?
—No siempre te gusta la persona de la que te enamoras.
—Eso es cierto, sí.
Los pómulos anchos de Kamble estaban salpicados de luz de luna y la sombra de las palmeras bajo las cuales estaban sentados.
—Estuvo aquella chica, una o dos veces pensé que moriría en mis manos.
—¿Una de las bailarinas?
—Sí. Era bailarina, aquella originaria de Rae Bareli. Casi me destruyó, aquella. Estaba como loco. Y le digo algo, parecía tan inocente como una diosa. Mejillas como malai fresca.
—¿Así que no la mataste?
—No, tan solo la dejé marchar. Y eso después de que hubiese gastado cada rupia que gané, durante siete meses. Ella y su familia bhenchod. Fueron buenos llevándose mi dinero. Algunas de esas chicas lo llevan en la sangre desde que nacen, el talento para hacer dinero. Como esta Zoya. Lo he comprobado, los pisos en su planta cuestan un crore y ochenta lakhs.
—Algo de eso debe de ser el dinero de Gaitonde.
—Claro. Pero aun así. Uno ochenta. ¿Y lleva en el cine cuánto, tres, cuatro años? Esta gente es asombrosa.
—¿Qué gente? ¿Los actores?
—Arre, no, jefe. Los musulmanes. El imperio mogol terminó, Pakistán se hizo para ellos, pero viven aquí como reyes.
—Kamble, saala, ¿has estado en la bura bengalí últimamente? ¿O en Behrampada? Esos pobres gaandus no viven en palacios.
—Viven aquí, ¿na? Y ocupan cada día más terreno, y su población sigue creciendo. Y en las películas, piense cuántos Khans hay, todos los protagonistas principales.
—¿Porque esos Khans tienen buen aspecto? ¿Y son buenos actores?
—Sí, baba, son guapos. Esta Zoya es una chabbis de verdad.
—¿Y tu novia musulmana?
—Era una phatakdi, sí. No estoy diciendo que no sean atractivos como personas, o que no puedan ser buena gente. Sé que Majid Khan es amigo suyo. Es un buen hombre. Pero, entienda, como pueblo…
—¿Qué?
—No viven en paz con nadie. Son demasiado agresivos, demasiado peligrosos. Para ser un sardar, es demasiado indulgente con ellos.
Sartaj estaba cansado. Era tarde, y llevaba en pie desde las seis, y había oído estos argumentos toda la vida.
—Creo que estás loco, y que tú mismo eres bastante agresivo —contestó, poniéndose de pie—. Y soy indulgente con todo el mundo.
Kamble se alegró de estar de acuerdo.
—Demasiado indulgente para ser policía. —Inclinó la botella bien hacia atrás sobre la boca, después la tiró entre los arbustos—. Ahora estoy listo para Zoya.
Cruzaron la calle y las puertas inmensas negras y doradas de Havenhill. Los vigilantes les estaban esperando, y les hicieron gestos para que pasasen directamente. El edificio era un bloque enorme rosa pastel, treinta y tantas plantas sobre los bungalós de los alrededores. Havenhill era una construcción reciente, incluso más nueva que los bungalós, que se habían abierto paso en la ciénaga solo diez años antes. Era una morada adecuada para una estrella de cine sobresaliente, esta Havenhill con su vestíbulo grande y tenebroso, de mármol italiano, y los ascensores de acero pulido. Sartaj y Kamble se elevaron en un susurro milagroso de la tecnología moderna, hasta arriba del todo, y mientras salían una voz femenina con acento les decía que era la planta treinta y seis. La puerta de Zoya era sencilla, tan solo madera negra y lisa tras una estructura metálica negra, pero dentro, el salón era inmenso. Dos arañas enormes colgaban sobre dos zonas separadas donde sentarse, y una mesa de comedor larga, lustrosa, estaba repleta de flores blancas. El anciano que les había dejado pasar —Sartaj no podía decir si era el padre o el tío de Zoya o un sirviente mayor— les hizo sentarse en un sofá blanco y se desvaneció. Las cortinas de gasa eran blancas. El color favorito de Zoya era, al parecer, el blanco.
Entró majestuosa y descalza, pero en ese momento en absoluto como una princesa junglee. Llevaba una blusa holgada totalmente blanca y pantalones blancos largos y sueltos. Llevaba el pelo hacia atrás de forma austera desde un rostro completamente carente de maquillaje. Y aun así estaba espléndida, no había otra palabra para decirlo. Sartaj notó a Kamble en tensión detrás de él. Fuesen cuales fueran tus ideas sobre algún concepto colectivo sobre un pueblo, no había forma de escapar de los encantos embriagadores de esta persona, en especial si eras joven y gallito y demasiado musculoso.
—Vengan —indicó.
Les llevó a otra habitación blanca, esta con dos paredes de ventanas de cristal que iban desde el techo hasta el suelo. Sartaj se sentó en una silla de acero inexplicablemente cómoda y se sintió como si estuviera flotando lejos de las luces brillantes y el mar lejano. Kamble estaba muy callado, muy contenido. Sartaj pensó, sí, saala, así es como viven los ricos. Una sirvienta, esta vez una mujer joven, trajo una bandeja con vasos de agua, y después cerró la puerta. Zoya se sentó, perfectamente preparada y perfectamente iluminada, dando la espalda a la noche.
—Creo —comenzó— que no hay cinta de vídeo.
Sartaj se mantuvo callado. Siguió mirándola, pero notó que Kamble se movía.
—Oiga —contestó, y fue áspero—. ¿Cree que le estamos tomando el pelo?
Zoya no estaba intimidada. Niveló la caída de sus pantalones.
—No, creo que hablan muy en serio. Pero lo he pensado. Si tuvieran una cinta, me habrían mostrado un poco, como me enseñaron las fotografías. Él nunca tuvo mucho interés en grabar vídeos nuestros, y sé lo que le gustaba. Nunca fue tímido conmigo, me habría contado que quería hacer uno. No lo habría hecho con una cámara oculta. Así que no hay vídeo. A menos que estén haciendo uno ahora. ¿Es así?
—No.
Sartaj se permitió una mirada a la derecha: Kamble estaba atónito, al fin impresionado por Zoya Mirza.
—¿No hay cámaras de vídeo ocultas? —insistió Zoya—. ¿Estilo tehelka? Es necesario que me lo digan, ya saben.
—No, no estamos grabando nada —respondió Sartaj—. ¿Y usted?
Ella se rió, y fue de verdad, una diversión que le llenó la garganta.
—No soy tan idiota. Me sorprendieron antes, y cometí el error de admitir una conexión con ese hombre, pero no quiero que nada de esto salga a la luz, y no quiero enemistarme con ustedes. ¿Qué quieren? ¿Dinero? ¿Cuánto?
Al final Kamble habló.
—No, señora —replicó, muy sosegado—. No queremos dinero. Solo información. Para una investigación sobre las bandas. No tiene nada que ver con usted.
Chico listo, pensó Sartaj. La paz es mucho mejor que la guerra, en especial cuando tu contrincante revela recursos inesperados.
—Señora, no queremos ponerla en ninguna situación incómoda. Pero necesitamos ayuda con nuestro problema.
Ella permitió que un atisbo fino de desprecio se asomase a sus ojos.
—No sea tan educado. Todavía son policías, y en realidad no tienen elección. Si hablo con ustedes, ¿me darán el material que tienen?
—Sí.
—¿Y no hay más?
—No.
No le creyó, y quiso que él lo supiera. Pero ahora estaba preparada para hablar. Cruzó los brazos por el estómago, y se reclinó.
—¿Qué quieren?
—¿Cuándo conoció a Gaitonde? ¿Cómo?
—Hace mucho tiempo. Hace ocho, nueve años. A través de una amiga.
—¿Qué amiga?
—¿No lo sabe?
—Puede. Quiero saberlo por usted.
Le sacudió manteniéndole la mirada antes de transigir.
—Jojo —contestó.
—De acuerdo —replicó Sartaj—. De modo que ¿cuál era la naturaleza de su relación con Gaitonde?
Estaba claro que ella pensó que era una pregunta estúpida, pero había entendido que se suponía que tenía que proporcionar incluso las respuestas obvias.
—Me mantenía. Estaba sola en Bombay.
—¿Jojo sacaba tajada?
—Ellos tenían su acuerdo. Lo que fuera que me diese era entre él y yo.
—¿Cómo se encontraba con él? ¿Dónde? ¿Con qué frecuencia?
Zoya tenía una memoria precisa, y entonces les dio un buen informe: al principio le veía quizá una vez al mes, siempre en Singapur. Siempre se quedó en el mismo hotel. Una llamada de teléfono tarde por la noche era la señal para coger un ascensor de carga hasta el garaje del hotel, donde una limusina estaría esperando. Pasaba el tiempo con Gaitonde en un piso que pertenecía a uno de sus socios, Arvind. En ese piso solo estaba Suhasini, la esposa de Arvind, nadie más, ni siquiera sirvientes. Nunca se encontró con Gaitonde en Bombay, ni en ninguna otra parte en la India. El piso era enorme, y Gaitonde y ella se quedaban en la mitad de arriba, en el ático. De los socios de Gaitonde, solo conocía a Jojo y a Arvind. Después de convertirse en Miss India, estuvo bastante ocupada y la frecuencia de sus encuentros disminuyó. Cuando trabajaba en su primera película hablaban con frecuencia por teléfono, tras la película incluso ese contacto disminuyó, pero sí, le vio unas cuantas veces después de eso. Nunca rompieron la relación, no hubo peleas o desacuerdos, pero se produjo una relajación lenta. Gaitonde parecía preocupado hacia el final, y después desapareció del todo. Hasta que apareció muerto en Bombay, con Jojo muerta. Y eso era todo.
Sartaj la llevó de vuelta a la gente que había conocido a través de Gaitonde, y estuvo segura… eran Jojo, Arvind, Suhasini. Nunca vio al conductor de la limusina. Sartaj comprobó que la logística funcionaba de forma eficaz, con soltura, exactamente lo mismo cada vez.
—Teníamos que mantenerlo en privado —dijo Zoya—. Y era muy bueno con la seguridad.
—¿Sobre quién hablaba? Debió de mencionar algunos nombres, alguna gente.
—No hablaba conmigo.
—¿Cómo puede ser? Pasaron mucho tiempo juntos. Era su novia secreta. Le gustaba. ¿Qué le decía?
—Ya se lo he dicho, no mucho. Yo no hablaba, en general. Al principio no decía mucho porque le tenía miedo. Después me di cuenta de que le gustaba callada, eso era lo que prefería. Así que me quedé callada.
—De modo que debe de haber escuchado mucho. ¿De qué hablaba él?
—¿A mí? No mucho. Maquillaje, mi carrera. Películas y la industria del cine. Lo que yo debería hacer después. —En ese momento miraba hacia abajo, a sus manos, y bajo la luz que brillaba en lo alto su rostro era una máscara de oro—. Él pensaba que lo sabía todo. Yo decía mucho que sí y asentía con la cabeza.
—¿Cómo era Gaitonde?
—¿Qué espera? Era Ganesh Gaitonde. Era tan solo como él mismo.
—Señora, pero usted le conocía. De verdad. Debe de saber cosas sobre él que el resto de nosotros no sabemos. Algunos detalles.
—Hacía el papel de Ganesh Gaitonde incluso cuando estaba solo consigo mismo. Creo que era igual cuando estaba solo conmigo que cuando estaba en la durbar con sus hombres. Aquella voz, y sentado de aquel modo…
Se repantigó hacia atrás en la silla, subió los hombros, una mano agresiva y ahuecada gesticuló hacia Sartaj, como si quisiera apretarle los testículos.
—Ay, Sardar-ji. ¿Qué, crees que puedes subirte a mi barco y mangonearme, shanne? ¿Sabes quién soy? Soy Ganesh Gaitonde.
Ante el redoble solemne del nombre tanto Sartaj como Kamble se echaron a reír. Imitaba aquella voz de forma precisa, la que Sartaj oyó aquella tarde hacía mucho tiempo, llena de engreimiento retumbante, incluso a través de un interfono con sonido metálico.
—Señora —contestó Sartaj—, es demasiado buena.
Zoya aceptó el tributo como lo que merecía, con una ligera inclinación de cabeza. Todavía era Gaitonde, sin embargo. Cogió un teléfono imaginario, marcó con su dedo pequeño.
—¡Arre, Bunty! ¡Maderchod! Estás sentado en Bombay comiéndote toda la malai y poniéndote gordo, y tardas meses en hacer trabajos que deberían hacerse en una semana. ¿Qué ha pasado con ese khoka que esperábamos de Kilachand esta semana?
Sartaj le concedió otra risa de admiración.
—Señora —dijo—, ¿así que hablaba con un tal Bunty en Bombay?
—Con frecuencia.
—¿Recuerda detalles?
—¿Detalles de…?
—De lo que hablaban.
—No, intentaba no escuchar. Todo era acerca de khokas y petis y encontrarse allí con tal y llamar a tal otro. Principalmente hacían sus negocios en el apartamento de Arvind, en el piso de abajo. Pero por la noche, cuando se suponía que yo estaba dormida, a veces Gaitonde se sentaba en el balcón y hablaba por teléfono. Oía retazos, pero en general era aburrido. No puedo recordar detalles. Solía fingir que dormía mucho, tan solo me tumbaba allí y cerraba los ojos y pensaba en mi carrera. Entonces solía hablar por teléfono.
Gaitonde debía de planear asesinatos, delitos y extorsiones, pero para una joven hermosa que soñaba con el estrellato, quizá eso resultaba aburrido. Sartaj sonrió de modo alentador.
—Así que estaba Bunty, con quien hablaba. ¿Quién más? Por favor, piense, cualquier cosa puede ayudarnos. Incluso cualquier nombre.
Zoya se enderezó, salió de su despatarramiento a lo Gaitonde. Se puso una mano en la barbilla y proyectó concentración.
—Realmente no puedo acordarme. Siempre había tres o cuatro teléfonos. Había un teléfono para Bunty. Sí, sí, me acuerdo. Había un Kumar en otro teléfono aparte, un Kumar Saab o señor Kumar.
—Muy bien, señora —contestó Sartaj. Kamble estaba escribiendo en un cuadernito—. Eso está muy bien. Señor Kumar.
—Creo que había otra gente en Bombay, en Nashik. Por supuesto hablaba con Jojo a menudo. A veces me hacía saludarla. Luego había alguien en Londres, un tal Trivedi-ji o algo así. Había unos pocos más. No me acuerdo. Después había un teléfono solo para su gurú.
—¿Gaitonde tenía un gurú?
—Sí, hablaba con él tanto como con Jojo, creo.
—¿Quién era este gurú?
—No lo sé. Le llamaba «Gurú-ji».
—¿Desde dónde llamaba el gurú?
—No lo sé. Desde todas partes, creo. Recuerdo que Gaitonde una vez le dijo que fuera a Disneylandia.
—¿Disneylandia?
—Disneylandia, Disneyworld. Uno de esos. Y en otra ocasión este Gurú-ji estaba en Alemania.
—¿De qué hablaban?
—Cosas espirituales. Del pasado y el futuro. Dios, creo. Gaitonde consultaba al gurú sobre shaguns y mahurats y cuándo iniciar proyectos y todo eso.
De modo que Gaitonde tenía un gurú. Era famoso por su devoción, sus pujas de cuatro horas, sus donaciones para fiestas religiosas y centros de peregrinación, así que tenía sentido que tuviese un gurú. Claro que tenía un gurú.
Sartaj llevó a Zoya al inicio, a su primer encuentro con Jojo, y después hacia Gaitonde y después de nuevo a los días con él, y a las noches en las que fingía dormir y él telefoneaba. Los detalles eran sistemáticos, y salían a la luz los mismos nombres: Arvind, Suhasini, Bunty. De verdad parecía que Zoya Mirza construyó una relación con Ganesh Gaitonde únicamente a través de aquellos encuentros en un apartamento de Singapur, y mediante llamadas de teléfono. Él financió su ascenso como modelo, y después su primera película. La manera exacta en la que Zoya se benefició de sus viajes al extranjero solo se reveló con lentitud, mientras Sartaj investigaba más allá de la renuencia de ella. Se mostraba reticente respecto a sus colegas en la industria del cine, pero Sartaj podía ser implacable incluso siendo cortés. Era una digna contrincante, y él tenía una mano débil, y estaban en casa de ella, así que fueron atrás y adelante. Pero al final él obtuvo lo que pensó que era una aproximación a toda la historia. Se miraron mutuamente, Zoya y él, bastante agotados.
—¿Nada más, señora? —preguntó—. ¿Cualquier cosa sobre Gaitonde?
—¿Qué más queda por decir?
—¿Nada más sobre el gran Ganesh Gaitonde? ¿Cómo era?
—¿Grande? —Se encogió de hombros—. Era un hombre pequeño tratando de actuar como un gran protagonista —contestó.
Como todos nosotros, pensó Sartaj, y que Vaheguru nos libre de los juicios de nuestras novias.
—De acuerdo —apuntó—. Gracias, señora.
—¿Tiene los papeles?
Kamble se puso de pie y alargó un sobre, y después observó a Zoya con admiración mientras ella ojeaba los folios y las fotografías.
—De verdad es muy alta —comentó.
—¿Estos son los originales? —preguntó ella a Sartaj.
—Es lo que encontramos en el apartamento de Jojo, todo.
Era mentira, y ella lo sabía. Pero en ese momento Sartaj se estaba poniendo de pie, ya no de forma natural y flexible, y no había nada que ganar con pelearse con él justo ahora. Zoya dejó el sobre encima de una mesita de cristal, y se llevó los brazos a la espalda, y de repente pareció cansada y de alguna forma aniñada.
—Le contaré una cosa —dijo—. En realidad no mido metro ochenta.
—Arre, ¿de veras? —preguntó Kamble—. Sí lo mide, estoy seguro.
—No.
Caminó detrás de ellos hacia la puerta, y por el pasillo.
—En realidad solo mido uno setenta y nueve. Pero Jojo le dijo a todo el mundo que medía metro ochenta, y todo el mundo lo creyó. Todos los medios hicieron mucho alboroto sobre eso. Ahora no puedo librarme de ello, este asunto del metro ochenta.
Sartaj pudo ver que Kamble se estaba midiendo contra el hombro de ella. Kamble preguntó:
—¿Por qué querría hacerlo?
—Algunos de los protagonistas, ya sabe, no quieren actuar con una chica alta. Les hace parecer pequeños.
—No —contestó Kamble con indignación.
Sartaj pudo ver al final del pasillo, junto a la puerta de la cocina, al anciano que les había abierto la puerta. Estaba sacándole brillo a un plato de plata y les observaba.
—Es cierto —insistió Zoya—. Sé que he perdido papeles muy buenos solo por esto. Esos tipos simplemente tienen miedo, y sin embargo dominan la industria. —Levantó los hombros y los dejó caer.
—Vivimos tiempos tristes —comentó Sartaj.
—Una auténtica kaliyuga —añadió Kamble, con cierta introspección taciturna.
A Zoya le hizo gracia.
—Él solía decir eso todo el tiempo.
—¿Quién, Gaitonde? —preguntó Kamble.
—Sí. Él y su Gurú-ji solían hablar de la kaliyuga todo el tiempo. De eso y el fin del mundo.
Sartaj tuvo cuidado de dejar pasar el momento, para no parecer demasiado ansioso.
—¿Qué más decían sobre esto? —indagó, con mucha delicadeza.
—No lo sé. Usaba esa palabra hindi para decirlo, ¿cómo es? ¿Para qayamat?
—¿Pralay? —apuntó Kamble.
—Sí. Pralay. Hablaban sobre eso.
—¿Diciendo qué? —Kamble también habló sin darle importancia, pero para entonces Zoya ya se había dado bastante cuenta de la atención que le dedicaban.
—¿Por qué? ¿Qué es?
—Por favor, señora —comentó Sartaj—, solo estamos interesados en todo lo que Gaitonde dijera o hiciese. Díganos.
—No me acuerdo, exactamente. Se suponía que estaba dormida. Y era todo tan aburrido… No escuchaba demasiado.
—Aun así —insistió Sartaj—, debió de oír algo. Sobre pralay.
—No sé. Creo que solían hablar de cómo estaba llegando. Gaitonde solía preguntar si lo era, y creo que Gurú-ji decía que sí. Algo acerca de las señales que había por todas partes.
—Hablaban de cómo estaba llegando el pralay… ¿Cuáles eran esas señales?
Sartaj esperó. Zoya negó con la cabeza.
—De acuerdo, señora. Gracias por su tiempo —dijo Sartaj—. Y si se acuerda de cualquier cosa más sobre esto, o cualquier otra cosa relativa a Gaitonde, por favor llámeme. Es muy importante. Y si podemos ayudarla en algo, por favor llame también. Cualquier problema, cualquier cosa, por favor llámenos.
Zoya cogió la tarjeta que él le dio, pero estaba inquieta.
—¿Por qué, qué les preocupa de todo eso? ¿Por qué quieren saber sobre Gaitonde? Está muerto.
—Tan solo estamos realizando una investigación sobre actividades de bandas, señora —respondió Sartaj—. No hay nada de qué preocuparse. Está muerto, sí.
La dejaron preocupándose por su Gaitonde muerto. En el ascensor se quedaron los dos callados, sudando de pronto tras el frescor uniforme del apartamento blanco de Zoya Mirza. Su imagen en los medios era impecable de verdad: no había romances ni escándalos, y nunca respondía cuando otras heroínas hablaban pestes sobre ella en las revistas. Y todo esto lo había construido sobre unos cimientos proporcionados por Ganesh Gaitonde. Zoya es bastante brillante, pensó Sartaj. Los guardias estaban dormitando en la puerta, y la luna se había desvanecido, dejando atrás solo los círculos naranjas de las farolas. Cerca de las motos, al final Kamble habló:
—No tenemos ningún hecho, en realidad.
—Solo que Gaitonde tenía un gurú, es lo único nuevo. Nada con lo que molestar a Delhi, en serio. Llamaré por la mañana.
—Nada por lo que preocuparse.
—No sabía que eras religioso, Kamble.
—¿Qué?
—Todo eso que has dicho sobre la kaliyuga.
—¿Cree que este mundo en que vivimos es otra cosa que kaliyuga? Todo está patas arriba, jefe. Esa mujer de allá arriba, viviendo en ese apartamento enorme, sola. Dos policías van a su casa, y se encuentra sola con ellos en medio de la noche. No tiene allí a un padre o un hermano, nadie.
—Creo que puede cuidar de sí misma.
—Eso es lo que quiero decir, bhai. Y sí, lo soy.
—¿Qué?
—Religioso.
—¿Budista?
—¿Por qué supone eso? No, soy terco. No voy a abandonar nada, voy a obtener respeto y cualquier otra cosa que quiera de esos bastardos tnanuvadis. ¿Quiénes son ellos para decir lo que es un hombre, qué nivel hindú tiene? Bhenchods. Mi padre también era así. Por ese motivo, algunas personas de nuestra comunidad se pelearon con él.
Se despidieron el uno del otro levantando la mano. Acelerando por una calle vacía en Goregaon, Sartaj trató de imaginarse el pralay. Intentó ver una tormenta de fuego levantando los cuerpos que duermen en los escalones y las aceras, un viento terrible aplastando los edificios, derrumbándolos. Las imágenes no permanecieron, el miedo se alejó con un parpadeo. La vida estaba alrededor por todas partes, demasiada.
Y sin embargo, Sartaj no se pudo dormir durante una buena hora y media. Se quedó tumbado y enroscado en la cama, inquieto. Gaitonde tenía un gurú. Había algo que se burlaba en la mente de Sartaj, algo que se escondía más allá de su alcance pero que de todas maneras le tocaba. Bebió un poco de agua y se estiró y se giró sobre el costado izquierdo, lejos de la ventana. El pralay se alejó del todo, pero dejó atrás un vacío en el que fragmentos al azar del pasado de Sartaj se perseguían unos a otros, una vacuidad en la que su mente se aceleraba. De esta ráfaga crepuscular surgió un rostro que se quedó con él, y Sartaj se aferró con facilidad a Mary Mascarenas y entró flotando en el sueño.
A la mañana siguiente, Sartaj hizo dos llamadas telefónicas muy temprano, la primera a Anjali Mathur en Delhi. Anjali Mathur escuchó su informe sobre Zoya y el gurú de Gaitonde y el pralay, y dijo algunas palabras alentadoras y un tranquilo gracias. Le pidió que siguiera investigando, y colgó. Bajo la luz brillante del sol por la mañana temprano, el pralay parecía bastante absurdo, y Sartaj sintió desprecio por el iluso de Gaitonde y su gurú iluso.
Sartaj se recostó en la silla, chasqueó los nudillos y se preparó para la siguiente llamada. No estaba exactamente nervioso, no. Quería llamar a Mary, y se sentía como un oso saliendo de una hibernación excesiva a la luz del sol resplandeciente, desorientadora. En su día había sido bastante meloso, capaz de flirtear con mujeres de un momento a otro, y preguntarles con maña. Ahora estaba sentado ante la mesita, intentando hacer un guión. Resistió el impulso de escribir algunas líneas y pensó: Sartaj, en qué lallu te has convertido. Tan solo descuelga el teléfono y hazlo. Pero no lo hizo. Se levantó, bebió un vaso de agua y volvió a sentarse. En ese momento tuvo que admitir que aunque no estaba nervioso, no de la forma en que solía estarlo a los trece años, estaba asustado. ¿De qué estaba asustado? No solo de los posibles desastres, del rechazo o lo desagradable o la traición, sino también de las cosas buenas. Temía la sonrisa repentina de Mary, el tacto de su mano. Era mejor vivir en una cueva, tapiado y cómodo.
Cobarde gaandu, deberías avergonzarte de ti mismo. Agitó los brazos desde el hombro hasta la muñeca, descolgó el teléfono y marcó. Mary respondió, y él le dijo a toda prisa que al día siguiente tenía que ir en coche hasta Khandala por una investigación, y que quería contarle lo de su encuentro con Zoya Mirza, y que pensaba que tal vez ella podría acompañarle a Khandala, puesto que mañana era lunes y sabía que era su día libre, y que podrían salir de la ciudad, para una especie de picnic con sabor a Zoya Mirza. Incluso mientras lo estaba diciendo, se dio cuenta de que todo era muy rebuscado, que lo que tenía que contarle sobre Zoya Mirza no requería un viaje largo en coche y una comida en algún café de montaña. Se detuvo. Esperaba que no aceptase, o que quisiera que la persuadiera más, pero ella estuvo de acuerdo con bastante sencillez y le preguntó a qué hora pasaría a recogerla.
Sartaj llevaba un par de meses sin conducir el coche, de modo que aquella tarde le hizo una revisión rápida, y lo animó con elogios, y el coche retumbó al ponerse en movimiento. Condujo por la zona durante media hora, hasta que se sintió satisfecho de que la vieja khatara todavía fuese capaz de traquetear sin parar. Limpió el coche a fondo, comprobó el aceite y la batería y a la mañana siguiente se sintió bastante preparado. Salieron a las siete y media. Mary llevaba vaqueros negros y camiseta blanca. Sartaj era muy consciente de la mano de ella sobre el asiento a su lado, no muy lejos, y el olor de su champú. Condujeron por Sion, relativamente poco abarrotado tan temprano. En Deonar, el agolpamiento denso de edificios al final se abrió, y el cielo apareció de pronto, vasto y gris, y a lo largo del panorama que se extendía más allá Sartaj pudo ver las montañas. Sintió que la infancia le causaba un cosquilleo en el estómago, y quiso cantar, vamos de vacaciones, vamos de vacaciones. Pero no, Mary pensaría que estaba loco. De todos modos, estaba sonriendo, y Mary le vio y sonrió también. Corrieron sobre el agua turbia del mar, formando un arco en lo alto, en el puente, y atravesando grupos de edificios de apartamentos, y luego Sartaj vio los edificios color pastel, brillantes por delante, altos y muy nuevos, y supo que casi estaban en la autopista.
—Parecen tartas —comentó Mary—. Un edificio debería aparentar que alguien vive en él, no parecer una tarta.
—Es el estilo moderno —contestó Sartaj—. ¿Tienes hambre? ¿Quieres coger algo en el McDonald’s?
—No, no. Estoy bien. Vamos.
Hizo un gesto como si volase, arriba y abajo en los Ghats, y Sartaj supo que quería estar en las montañas tanto como él. Pagó el peaje, y después se marcharon.
El tráfico en la autopista era ligero, y era bueno estar en la carretera amplia, sintiendo el roce del viento. A la khatara también parecía gustarle, esta extensión inesperada, que parecía extranjera, de carretera lisa, amplia, que habían dejado caer sobre el áspero paisaje ghati. El coche tomaba la delantera, vibrando violentamente mientras Sartaj le dejaba alcanzar la velocidad máxima.
—¿Cuántos años tiene esta cosa? —preguntó Mary.
—Años y años. Pero sigue funcionando.
Redujo, y cambió de carril. Incluso cambiar de carril aquí era un placer, los conductores parecían volverse un poco más civilizados cuando llegaban a la autopista. Y había tantos carriles, todos cómodamente amplios y organizados de forma perfecta.
Pero más adelante, cuando llegaron a las pendientes más bajas, los coches hacían cola tras un behemot de camión tumbado de lado, de parte a parte de los carriles. El tráfico todavía se movía, y cuando pasaron junto a la obstrucción vieron que la parte trasera del camión estaba combada y ondulada, y un mar de naranjas se había derramado sobre el alquitrán. Las ruedas del coche pasaron por una zona fangosa por un momento, y después la dejaron atrás.
—La última vez que vine por la autopista —comentó Mary— vi cinco accidentes.
—Estos idiotas no han visto una autopista en su vida, solo han conducido en condiciones indias. De forma que ven una carretera grande y perfecta, se entusiasman, van demasiado rápido, no saben cómo manejar sus vehículos. Bas, se acabó.
—Al menos este no ha cerrado toda la carretera.
Ahí estaba. Mary Mascarenas era una optimista, o al menos no era pesimista. Sartaj sintió cómo se ruborizaba por el bienestar, sentado a su lado. Sí, la carretera todavía estaba abierta. En ese momento no hablaron mucho, él se contentó con señalarle una inexplicable fila de camellos caminando lenta y pesadamente por una carretera lateral, una chica gorda caminando sobre un bund entre los campos. Atravesaron túneles y salieron al sol, y se oía el tamborileo fluido del motor, el silbido de los coches que pasaban.
Llegaron al Rincón Acogedor a las nueve y media. El Rincón estaba compuesto de cuatro casitas apiñadas al borde de una urbanización, con una oficina en la parte delantera de cemento totalmente nuevo pintado de un color rosa inquietante. Había casas nuevas en la cuesta a ambos lados del Rincón Acogedor, de forma que ya no era tan acogedor. Sin duda ofrecían la vista brumosa de delante, diseccionada por cables eléctricos, así como una agradable vista del río. Khandala se había llenado de construcciones nuevas, y ya no era el refugio arbolado al que Sartaj hacía viajes con novias de la facultad. Pero al menos el recepcionista de orejas peludas que se estaba quedando calvo resultaba familiar de un modo tranquilizador, con su aburrimiento hastiado y su tosquedad.
—Escriba el nombre —ladró, haciendo girar el libro de registro sobre el mostrador.
Sartaj le sonrió a Mary, y explicó que era policía, que no quería una habitación, que quería hacer algunas preguntas. El calvito de orejas peludas se sintió contuso por Mary.
—Es mi ayudante —dijo Sartaj—. Ahora saque sus registros.
La investigación duró media hora. Sartaj encontró el nombre de Umesh Bindal con bastante facilidad, firmaba con una floritura y dos puntos bajo una curva grande. Los otros nombres en aquellas fechas eran a menudo ilegibles y, Sartaj estaba seguro, la mayoría inventados. «S. Khan» daba su dirección como «Bandra, Mumbai», y no dejaba más información. Si hubiera sido el hombre de la cámara, observando a Umesh y Kamala en su paseo de amantes saciados por el sendero, no habría forma de seguirle la pista. Sartaj hizo que Calvito apartase los registros y les llevase a dar una vuelta por las casitas. Mary les siguió en silencio.
Habló cuando estuvieron fuera, de vuelta en el coche y dirigiéndose hacia la colina.
—¿Encontraste lo que querías? —preguntó, mientras su brazo golpeó contra el de él cuando hizo un giro repentino.
Él negó con la cabeza, y esperó hasta que estuvieron sentados en la mesa de un restaurante, al borde de un precipicio. Había una brisa que ascendía del suelo escalonado del valle, y Sartaj se sintió maravillosamente relajado y hambriento.
—No esperaba encontrar nada —contestó.
Y después le habló de las investigaciones, de percibir el camino que tienes por delante, buscar a tientas por el camino que tienes por delante y obtener pistas entendidas a medias, pruebas que no servirían de prueba pero que sabías que eran la verdad.
No es como en las películas —explicó—. En realidad, la mitad de las pesquisas son casualidad. Como nosotros saltándonos las fotos de Zoya, y vosotras sabiendo exactamente lo que eran.
—¿Así que dependéis de mujeres al azar para ayudaros a encontrar a gángsters por casualidad? Eso no es muy reconfortante para el pobre público.
Le picaban los ojos por la diversión.
—Aaaaaah, pero tengo que estar abierto a las mujeres al azar, ya lo ves. Tienes que ser capaz de escuchar, de ver en realidad.
—Me doy cuenta de que pasas mucho tiempo escuchando a mujeres.
Sabía que le estaba tomando el pelo, pero no pudo evitar protestar.
—No, no, no de esa forma en absoluto.
Ella empezó a reírse, y él se rió con ella. Comieron neer dosas descomunales con sambhar muy picante. Sartaj dejó limpio su plato y se recostó. Se sentía bastante contento y en paz con el mundo. Gaitonde estaba muerto y lejos, y si había una bomba era débil, era solo una estratagema de historia de terror. Sartaj levantó la vista, hacia las laderas verdes cubiertas de maleza y hacia la distancia más allá de las cimas de las montañas, y comentó:
—Es tan relajante salir de esa ciudad… Sería agradable vivir en un pueblo, ¿sabes? Estar cerca de la tierra, el aire puro. El estrés sería mucho menor.
Mary estaba inclinada hacia un lado, con la barbilla apoyada sobre una mano.
—Tú en un pueblo. Eso habría que verlo.
—¿Por qué, por qué? Sería un buen granjero.
Ella negó con la cabeza, con delicadeza.
—No digo que sea solo por ti. Crecí en un pueblo, y no podría volver. ¿Sabes cómo es de verdad?
Entonces le habló de levantarse en una casa de ladrillos rojos con techo alicatado, por el parloteo de los loros al amanecer, y andar a trompicones mientras se te caían los ojos hasta el establo detrás de la casa. El baño era un recinto sin puerta adjunto al establo, con agua en una baan grande de cobre incrustada en la pared, sobre un fuego. No había váter, solo los campos de usal. Detrás de la parte trasera del establo también había un pozo, y más allá, una hilera de cocoteros y los arrozales. Un río bordeando y descendiendo hasta el mar, brillando, y el olor de las flores de jazmín. Cafe y appams a las ocho, paes a las diez. El día en el colegio, el parloteo en konkani y kannada y tulu por la carretera curva y sucia. Comida, y la eternidad de la tarde, saltando con Jojo sobre el suelo rojo de la plataforma frente a la casa. El rosario resbalando entre los dedos de su madre, el rezo de la tarde durante una hora entera, las bendiciones de los mayores. Cena sentada sobre el suelo lustrado, Madre sobre su monai inclinándose mucho sobre el plato. La oscuridad completa, apabullante, cuando se apagaban los faroles. En la cama a las nueve. Y a dormir.
—Sin electricidad, sin televisión, ni siquiera creo que tuviésemos radio hasta que tuve catorce o quince años.
—Tienes razón —replicó Sartaj—. Suena muy tranquilo, pero no creo que pudiera vivir allí.
—No podrías —contestó Mary—. Ese pueblo ya no está allí, para volver a él. Ha cambiado todo por completo.
Sartaj estiró los brazos sobre la cabeza, hizo ejercicio con la columna, suspiró.
—Es tarde. Tengo algo de trabajo que hacer en comisaría. Deberíamos irnos —dijo—. De vuelta a Bombay.
—No me has hablado de Zoya Mirza. Jana se enfadará si vuelvo sin noticias.
De modo que le contó el encuentro con Zoya Mirza mientras bajaban en coche, sin ir rápido, sin prisa. La ciudad se acercaba, no de forma dramática, solo inevitable. Las casuchas y casas y edificios desperdigados se reunieron en una masa densa. Sartaj tenía la sensación de estar llegando a una gravedad más grande, y se alegró de ello. Era el hogar. Mary estaba sentada cómodamente, con las rodillas levantadas, no tan lejos en el asiento como antes.
En casa de ella, se quedaron de pie uno frente al otro, torpes de repente. Sartaj tenía una mano sobre el coche, y la otra a un lado de forma incómoda.
—Zoya, ¿es guapa? —preguntó Mary.
Sartaj se encogió de hombros.
—Está bien. No es mucha cosa.
Mary alargó la mano para codearle ligeramente en el antebrazo.
—Eres más elegante con las mujeres de lo que aparentas. Pero en realidad es guapa, ¿verdad?
—Arre, no estoy diciendo eso. Está bien, bas. Alta y todo eso, pero solo está bien. ¿Sabes que en realidad no mide uno ochenta? Jojo se lo inventó. Mide metro setenta y nueve.
—Oooooooh —replicó Mary, bastante encantada con el detalle—. A Jojo le gustaba hacer cosas así.
Se miraron de pasada, y el silencio se hizo más largo.
—Debería irme —comentó Sartaj.
—Bien —contestó Mary—. Me… me ha gustado el paseo en coche.
—Sí, a mí también.
—Bien, adiós.
—Adiós.
Ella dio un paso hacia él. Se quedó bastante parado por un momento, y entonces alargó la mano. Ella sonrió, y se la estrechó. Debería besarla en la mejilla, pensó Sartaj, pero para entonces ella se había girado y se había alejado de él. La observó subir las escaleras, la saludó con la mano y se fue conduciendo hacia la comisaría riéndose de sí mismo. ¿Dónde se había ido toda aquella desenvoltura, aquellos antiguos movimientos de Sartaj-el-infalible-Singh? Habían desaparecido por completo, dejándole hecho un bhondu total. No estoy envejeciendo bien, pensó. Pero estaba muy alegre, y tarareó mehbooba mehbooba todo el camino hasta el trabajo.
Anjali Mathur le llamó a las once aquella noche, mientras todavía estaba trabajando en comisaría.
—No hay ninguna mención a un gurú en todos nuestros archivos sobre Gaitonde —le dijo—. ¿Esa mujer estaba segura de ello?
—Sí. Mencionó muchas conversaciones.
—Extraño. Debió de haberlo mantenido oculto.
—Muy oculto. Mantuvo oculta a Zoya. Debió de haber mantenido muchas cosas ocultas. Era bueno en eso.
—Sí. He hecho una búsqueda en nuestras bases de datos con la palabra «pralay». No salió nada. Así que entonces busqué «qayamat». Lo encontré tres veces, todas en la literatura sobre una organización. Hay una organización militante llamada Hizbuddeen. Son muy misteriosos, nunca han capturado o matado a ninguna de su gente. Ni quisiera sabemos dónde están radicados, dónde operan. Pero hemos encontrado información suya en redadas a otros grupos islámicos en el valle de Cachemira, en el Panjab, al noroeste por la frontera de Bangladesh. Esa Hizbuddeen ha suministrado dinero y armas a estos grupos, aparte de eso no sabemos nada de ellos. Parece que emergen por primera vez justo por la época de la guerra de Kargil. Ahora, su información promete «qayamat» de forma específica, y habla de las señales de los últimos días. Citan versículos del Corán: «Más y más cerca de la humanidad llega su juicio: sin embargo no le prestan atención y se dan la vuelta». Ahora, esto es interesante. Mencionan Mumbai de forma específica, en cada uno de los panfletos.
Sartaj podía oírla pasando hojas. Por la puerta abierta, podía ver el extremo de un banco, un vestíbulo vacío y un jardín cubierto de maleza bordeado por un muro.
—Aquí —siguió Anjali Mathur—. Dice: «Un gran fuego se llevará a los infieles, y comenzará en Mumbai». Esta línea se repite en los demás panfletos con cambios menores. «Un fuego comenzará en Mumbai y arrasará el país». Pero siempre se menciona Mumbai.
Sartaj estaba indignado.
—¿Qué tienen estos bastardos contra Bombay? ¿No mencionan ninguna otra ciudad?
—No. Solo hablan de la nación de la India como dar-ul-harb, y sobre la destrucción que se le avecina. Insisten en la destrucción. El nombre de la organización viene de «hizbul», que es «ejército de», y «deen», que creo que aquí se usa en el sentido del Juicio Final. La palabra también puede significar «religión» o «conducta», pero en este caso se En este asunto de Gaitonde, no había justicia, ni redención. Solo tenía la esperanza de obtener alguna explicación de lo que había ocurrido, y este miedo creciente. Ahora Sartaj tenía miedo, lo tenía de verdad. Ahora que estaba descansando, el miedo regresó, amplificado por las imágenes de desastres de las películas en inglés, de ciudades enteras arrasadas por un fuego de efectos especiales. Trabaja, se dijo a sí mismo, trabaja en ello. Haz tu trabajo. Así que Sartaj cerró los ojos y descansó la cabeza en la parte de atrás del sofá y sujetó el vaso, y dejó que los pedazos y fragmentos de información recorriesen su cabeza y su cuerpo. No podía forzar nada, no podía imponer una respuesta. Si estuviese lo bastante tranquilo, si no tuviese miedo, si abriese la mente y el corazón y las tripas, se configuraría una forma. Solo debía tener paciencia.