YENDO A CASA

A Sartaj le despertó un reportero que quería saber su opinión acerca del uso que Ganesh Gaitonde hacía de los políticos, la corrupción del sistema legal y los escándalos recientes en el departamento de policía. Sartaj cortó la corriente de preguntas con un seco «Sin comentarios» y colgó de golpe. Se dio la vuelta, apretó la cara contra la almohada, pero la luz se filtraba por sus párpados y la mente le daba vueltas. Con un suspiro se impulsó hacia arriba. Ser un famoso de segunda durante tres días no iba a ser fácil, podía verlo. Caminó alrededor de la cama, con los ojos medio cerrados, recordando cómo Gaitonde adoraba dar entrevistas. A ese bastardo le gustaba hablar, pensó Sartaj, y abrió de un empujón la puerta que daba al baño.

Para desayunar, Sartaj comió tres tostadas con mantequilla, una naranja pasada y chai que había estado demasiado tiempo en el fuego. En el Indian Express, Gaitonde era noticia de primera página, posando con confianza en lo alto de una montaña, y el artículo ocupaba tres columnas y era muy profundo, y Sartaj lo leyó todo, el repentino ascenso, el inmenso poder, las enemistades complicadas y las ejecuciones y las emboscadas, el juego completo. Se mencionaba a Sartaj Singh, por supuesto, como el líder intrépido del destacamento de policías, pero no había nada sobre la mujer muerta, ni una palabra. Por lo que el mundo sabía, Gaitonde había muerto solo.

El teléfono volvió a sonar. Sartaj dejó que lo hiciese, sufriendo el ruido discordante en la parte posterior del cuello. Estaba seguro de que era un periodista, pero finalmente se dio por vencido y descolgó.

—¿Inspector Singh?

Era el asistente personal de Parulkar, Sardesai, hablando con su medio susurro tan peculiar y tan nasal.

—Sardesai saab —contestó Sartaj—. ¿Va todo bien?

Por lo general, las llamadas desde la oficina de Parulkar las pasaba un operador fuera de su despacho. Sardesai solo llamaba cuando había que hacer un trabajo urgente, confidencial, o cuando se estaba tramando algún trapicheo departamental.

—Sí, no hay ningún problema. Pero a Parulkar saab le gustaría que viniera a su oficina lo antes posible.

—¿Ahora?

—Ahora.

Sardesai no le daría más información por teléfono. Incluso en persona, tenía fama de ser reservado, que era lo que un ayudante personal tenía que ser. Sartaj colgó, se apresuró a ir a la ducha. Conocía a Parulkar desde hacía mucho tiempo, y nunca llamaba a un subordinado a casa sin una buena razón. Había otros agentes que hacían eso, que trataban a los más jóvenes como a sirvientes. Pero Parulkar no tenía arrogancia, solo el orgullo necesario por el trabajo que hacían sus hombres. Por eso había prosperado. Así que cuando Parulkar llamaba, Sartaj iba, rápido.

Los hijos de Katekar estaban de pie a su lado. Abrió los ojos y ellos se arrodillaron, riendo, junto a la chatai y tirándole de los dedos del pie. Ambos llevaban pantalones cortos de color gris, planchados, camisas blancas y corbatas a rayas azules y rojas. Ambos tenían la misma raya afilada en el pelo, a la izquierda y absolutamente recta.

—¿Dónde está vuestra madre? —murmuró Katekar.

Tenía la boca llena de un sabor a cebolla que se había vuelto ácido y nada agradable.

—Se ha ido al mercado de verduras —contestó Rohit.

—Formamos fila fuera exactamente dentro de cinco minutos.

Escaparon volando cuando se levantó gruñendo y fingiendo una embestida, y en la cocina se echó agua en la cara y los hombros. Le estaban esperando fuera, con la espalda contra la pared, los pies separados y las manos sujetas a la espalda. Se pusieron firmes y Katekar les inspeccionó los zapatos, las camisas y la organización de los libros en las carteras azules. El ritual se completó cuando les dio diez rupias a cada uno. Katekar hizo que rompieran filas, y los dos niños bajaron el callejón con su padre siguiéndoles, Mohit estaba contento con sus diez rupias, pero Katekar sabía que Rohit había comenzado a pensar que solo eran diez rupias, y a anhelar todas las cosas del mundo que diez rupias no podrían comprar. Un hombre se acercó con un escúter tras doblar la esquina y los dos hermanos se quedaron a un lado para dejarle pasar. Katekar vio el vello dorado en la mejilla de Mohit con el primer sol, y apartó la mirada con rapidez, temeroso del futuro que presionaba su corazón y lo llenaba.

—¿Papá?

—Rápido, rápido —dijo—. O perderemos el bus.

Después de decirles adiós con la mano y ver cómo el autobús 180 se internaba en el tráfico, Katekar compró un ejemplar de Loksatta y lo dobló bajo el brazo. Lo leyó mientras hacía cola para el aseo municipal, con una lata de aceite Dalda llena de agua descansando entre los pies. Explota bomba en Israel, cuatro muertos. Fuego cruzado en la Línea de Control, situación tensa en Srinagar. Timadora engaña a amas de casa con joyas en Chatkopar. Los grandes jefes del Partido del Congreso niegan rumores de luchas internas. Había un artículo en primera página sobre Gaitonde, sobre su larga carrera de salvarse de milagro y salir corriendo. Por qué se había matado Gaitonde, se preguntaba el periodista sin poder articular ninguna teoría. A su alrededor, los vecinos de Katekar cotilleaban y se reían, pero todo el mundo sabía que a él tenían que dejarle con su periódico. Cuando la fila avanzó movió la lata con agua sin apartar la vista de las noticias.

Después de su turno en el aseo, caminó por el lado de la línea de hombres, relajado y desahogado. Se explayó saludando a cada uno, pero no se paró a cotillear. Se fue a casa, y llegó justo a tiempo. Shalini estaba deslizando el gran candado de acero para abrirlo cuando él dobló la esquina. Katekar cerró la puerta tras él, pasó el pestillo. Se quitó la kurta, la puso en el último gancho a la izquierda, que era el lugar acostumbrado.

—Hay bastante agua para tu baño —dijo Shalini desde la cocina.

Le pasó una toalla verde, pero cuando se giró hacia la cocina él le tocó el cuello, justo donde se doblaba para unirse al hombro. Ella se estremeció, y se rió.

—No —dijo, pero cuando Katekar se tumbó sobre su chatai, ella se acurrucó con fuerza sobre él.

Él movió la mano de ella —haciendo sonar las pulseras— hasta su entrepierna. Ella apretaba la cabeza con fuerza contra el pecho de él. Incluso después de todos estos años, no podía mirarle, él sabía que ella no le dejaría girar su cara hacia la suya, todavía no, pero él exhalaba lentamente mientras los tintineantes sonidos vidriosos entre ellos iban más rápido y se convertían en un pequeño repique. Shalini se desplazó y con un gesto rápido se quitó el sari, y ambos se movieron uno contra otro, para alcanzarse, hasta que ella lo encontró. Él descansó las manos sobre las caderas de ella y cerró los ojos. Después notó sus labios, pequeños y tibios y ágiles, sobre la línea de su barbilla.

Shalini lo despidió con un puñado de prasad del templo Devi Padmavati. Katekar comió los tiernos pedazos de coco con un placer especial.

La religión era asunto de las mujeres y también la lacra de la nación, pero la carne lechosa del coco era una ofrenda voluptuosa de cualquier modo, y sentía un cosquilleo en los hombros al caminar.

El camino era estrecho, lo bastante estrecho en algunas partes donde Katekar podría haber tocado las paredes de ambos lados con las manos extendidas. La mayoría de las puertas de las casas estaban abiertas, por el aire. Una abuela estaba sentada en el escalón de entrada, sujetando en el regazo a su nieto desnudo, aceitado de forma oscura, riendo ante el capullo desdentado color rosa de la sonrisa del pequeño. Katekar dobló una esquina, pasó por el lado de una tienda diminuta donde se vendían cigarrillos, paquetes de champú, paan, pilas, y después se apartó para dejar pasar a una hilera de mujeres jóvenes, lo que las chicas hicieron de forma ordenada sobre la curva de la alcantarilla, maquilladas y apropiadamente vestidas con salvar-kamiz para acudir a tiendas y oficinas. Katekar observó el susurro de la tela roja y amarilla. Tenía un pie apoyado sobre una cañería de más de cinco centímetros que recorría la parte inferior del muro. El comité del tnohalla había reunido dinero para colocar esta tubería secundaria de agua el año pasado, pero solo funcionaba cuando la presión de la tubería principal, la municipal, que estaba abajo cerca de la carretera, era buena. Ahora estaban reuniendo dinero para una bomba.

En Maganchand Road los thela-valas ya tenían la fruta apilada en montones altos, y los vendedores de pescado estaban colocando bangda y bombil y paaplet sobre sus tablas. La hora punta había hecho el tráfico más denso. En la parada de bus Katekar se quedó de pie cerca de un grupo disperso de gente. Abrió el periódico y leyó el editorial, que iba sobre el fracaso del estado civil en Pakistán. Cuando llegó el bus de dos pisos, Katekar dejó que la multitud corriera delante de él. El revisor terminó por cortar la afluencia que daba empujones e hizo sonar el timbre. El autobús dio bandazos hacia delante, y Katekar levantó una mano, y el conductor le hizo un hueco en el escalón con un gesto rápido y respetuoso de la cabeza. Katekar cogía este autobús desde hacía ocho años, desde que se había comprado la kholi, y todos los conductores de la ruta sabían que era policía. Este revisor, que se llamaba Pawle, pasó junto a Katekar y tras caminar hasta la parte trasera haciendo sonar la perforadora de billetes entre los pasajeros, recorrió el camino de vuelta hacia la parte delantera. Katekar oyó el sonido con que caían las monedas pequeñas. A los ciudadanos les encantaba quejarse del horror del tráfico por la mañana, que se superaba a sí mismo cada año, pero Katekar disfrutaba con el enorme bullicio de millones de personas en movimiento, los trenes locales circulando a toda velocidad con gruesos grupos de cuerpos colgando de manera precaria de las puertas, el ruido de pasos y el zumbido sonoro de la multitud en el interior del vestíbulo de techos altos de Churchgate Station. Le hacía sentirse vivo. El estruendo impaciente de las bocinas vibraba en sus antebrazos. Se inclinó hacia fuera del bus, desplazando su peso contra la barra de metal en la que se apoyaba. Un grupo de estudiantes se apresuró y brincó entre los coches, llamándose unas a otras y riendo. Katekar tamborileó con los dedos a un lado del autobús, y cantó entre dientes: Lat pat lat pat tujha chalana mothia nakhriyacha…

Había una mujer en el despacho de Parulkar. Makand, el tipo del CBI que se había hecho cargo del búnker de Gaitonde, también estaba sentado frente a la mesa de Parulkar, con la cabeza tan lisa como el acero gris. Sartaj se quedó de pie muy quieto y firme hasta que Parulkar le pidió que se sentase.

—Necesitan tu ayuda, Sartaj —comenzó Parulkar—, por un asunto del caso Gaitonde.

—Señor —contestó Sartaj, y mantuvo la espalda recta.

—Ellos te dirán lo que necesitan.

Sartaj asintió.

—Sí, señor.

Se giró en la silla hacia Makand y se inclinó hacia delante en lo que confiaba que fuera el grado correcto para mantener despierto el entusiasmo. Pero quien habló fue la mujer.

—Queríamos hablar con usted sobre la muerte de Gaitonde.

Tenía la voz seca, firme. No se había perdido detalle, era consciente de que de forma automática se había asumido que iba a hablar él.

—Sí —respondió—. Sí, mm… señora.

—Es la DCP Mathur —presentó Parulkar—. DCP Anjali Mathur. Está a cargo de la investigación.

Sartaj se daba cuenta de que a Parulkar le hacía gracia lo de ella y él, las ironías del mundo nuevo en el que estaban viviendo.

Anjali Mathur asintió, y habló sin mirar a Parulkar.

—¿Recibió una llamada ayer comunicándole el lugar en el que encontraría a Gaitonde?

—Sí, señora.

—¿Por qué usted, inspector?

—¿Señora?

—¿Por qué cree que recibió usted la llamada?

—No lo sé, señora.

—¿Conocía a Gaitonde con anterioridad?

—No, señora.

—¿Nunca le había conocido?

—No, señora.

—¿Reconoció la voz por el teléfono?

—No, señora.

—Habló con él un buen rato antes de entrar en la casa.

—Estábamos esperando el bulldozer, señora.

—¿De qué hablaron?

—Habló él, señora. Contó una larga historia sobre cómo empezó su carrera.

—Sí, su carrera. He leído su informe. ¿Dijo por qué estaba en Mumbai?

—No, señora.

—¿Está seguro?

—Sí, señora.

—¿Dijo algo más sobre su propósito, sobre esa casa? ¿Cualquier otra cosa?

—No, señora. Estoy seguro.

La DCP Anjali Mathur estaba interesada en Gaitonde, y buscaba detalles, pero Sartaj no tenía ninguno que darle. La miró de manera insulsa y esperó.

Al final ella habló.

—¿Qué hay de la mujer muerta? ¿La conocía?

—No, señora. No sé quién es. Lo escribí en el informe. Mujer desconocida.

—¿Tiene alguna idea?

Estaba la teoría de Katekar sobre randis filmi, pero no se basaba en nada más sustancial que la ropa de la mujer muerta. Sartaj había visto las mismas prendas en algunos clubes muy caros de la ciudad. No había motivo para suponer que la mujer era una prostituta.

—No, señora.

—¿Está seguro?

—Sí, señora.

Era escéptica, firme en la evaluación que hacía de Sartaj, y él soportó su examen sin alterarse. Notó que estaba a punto de decidirse.

—Inspector, necesito que haga un trabajo para nosotros. Pero, primero, ha de saber que no somos del CBI. Estamos con el RAW. Pero esta información solo es para usted. Nadie más necesita saberlo. ¿Está claro?

No estaba nada claro por qué el RAW, el afamado Departamento de Investigación y Análisis —con su halo de misterio encubierto y su reputación exótica— se sentaba aquí, en el despacho de Parulkar. Ganesh Gaitonde era un gran criminal, de modo que, sí, la Oficina Central de Investigación debería investigarle, eso tenía sentido. Pero se suponía que el RAW luchaba contra enemigos extranjeros del Estado, fuera de las fronteras de la India. ¿Por qué estaban aquí, interesados en Kailashpada? Y esta Anjali Mathur no parecía una agente secreta internacional. Pero tal vez ese era el asunto. Tenía el rostro redondo, liso, la piel clara. No llevaba sindur en el pelo, pero las mujeres ya no marcaban su feliz estado de casadas, la exmujer de Sartaj nunca lo llevó. Sartaj tenía la molesta sensación de estar metiéndose en aguas de corrientes rápidas, de estar girando a merced de corrientes completamente desconocidas, de forma que practicó el principio de Parulkar de educado servilismo sarkari.

—Sí, señora —respondió—. Muy claro.

—Bien —replicó ella—. Averígüelo. Averigüe quién era esa mujer.

—Sí, señora.

—Debe de conocer lo que se cuece por aquí, así que averígüelo. Pero nuestra implicación en este asunto debe ser estrictamente confidencial. Queremos que trabaje en esto para nosotros, usted y el otro agente, Katekar. Solo ustedes dos. Y solo ustedes dos tienen conocimiento de esta misión. Nadie más en la comisaría sabrá nada. Se trata de asuntos de seguridad al más alto nivel. ¿Está claro?

—Sí, señora.

—Mantenga la investigación tan en secreto como pueda. Primera prioridad, han de averiguar quién era esa mujer, cuál era su relación con Gaitonde, qué estaba haciendo en esa casa. Segundo, necesitamos saber qué estaba haciendo Gaitonde en Mumbai… por qué estaba aquí, cuánto tiempo llevaba aquí, qué ha hecho mientras estaba aquí.

—Sí, señora.

—Encuentre a cualquiera que trabajase con él. Pero proceda con discreción. No podemos permitirnos hacer mucho ruido. Silencie todo lo que haga. Es natural que se interese por Gaitonde después de haberlo encontrado. Así que, si alguien pregunta, tan solo diga que está aclarando algunos cabos sueltos. ¿Está claro?

—Sí, señora.

La mujer deslizó un sobre grueso por encima de la mesa. Era blanco y liso, con un número de teléfono escrito con tinta negra en el centro.

—Me informa a mí, y solo a mí. Este sobre contiene copias de las fotografías del álbum que encontramos en el escritorio de Gaitonde.

Y fotografías de la mujer muerta. También están las llaves que llevaba en el bolsillo la mujer muerta. Una parece la llave de una puerta, la otra es de un coche, Maruti. La tercera llave no sé para qué es.

Las llaves estaban en un aro de acero.

—Sí, señora.

—¿Alguna duda? ¿Alguna pregunta?

—No, señora.

—Llámeme al número que está en el sobre si tiene alguna pregunta, o información que dar. Parulkar saab me ha dicho que es uno de sus oficiales más dignos de confianza. Estoy segura de que obtendrá buenos resultados.

—Parulkar saab es amable. Lo haré lo mejor que pueda.

Shabash —dijo Parulkar, con un aspecto bastante inexpresivo e indescifrable—. Puedes irte.

Sartaj se puso de pie, la saludó, cogió el sobre y salió a paso rápido. Fuera, bajo la luz brillante de la mañana, parpadeó y se quedó unos instantes cerca de la verja por un momento, calculando el peso del sobre que tenía en la mano. De modo que el incidente de Gaitonde aún no estaba cerrado. Tal vez todavía había golpes maestros que dar, y laureles que ganar. Tal vez el gran Ganesh Gaitonde aún tenía regalos que darle a Sartaj. Todo esto estaba muy bien, ser elegido para llevar a cabo esta investigación secreta por los intereses de la seguridad nacional, pero Sartaj estaba intranquilo. La urgencia de Anjali Mathur de alguna forma olía a miedo. Gaitonde estaba muerto, pero su terror seguía vivo.

Sartaj se estiró, balanceó los hombros de lado a lado y le pegó un manotazo a una mosca que le pasó zumbando cerca de la cara. Bajó deprisa la escalera y fue a trabajar.

El despacho de Majid Khan estaba abarrotado de representantes de una asociación local de comerciantes. Protestaban por la vergonzosa inactividad policial ante la avalancha de llamadas de extorsión que habían recibido sus miembros desde hacía pocos meses. Sartaj se hizo con una silla en la parte trasera de la habitación y oyó cómo Majid les tranquilizaba y calmaba y a cambio les pedía ayuda.

—No podemos hacer nada si no nos llaman, si ceden y les pagan —dijo—. Pero díganoslo de forma oportuna, y lo haremos lo mejor posible.

Quince minutos así y al final los comerciantes se levantaron todos juntos, movieron sus barrigas de posición y se marcharon, pero no antes de que su presidente, el tipo especialmente mantecoso que mascaba paan, mencionara que, junto a la carga del miedo constante, había tenido que asumir muchos gastos importantes por la boda de su hija al mes siguiente. Incluso en estos momentos duros, la boda iba a tener que ser respetablemente cara, en estos tiempos la gente esperaba mucho, y después de todo, el diputado saab iba a acudir, Ranade saab iba a acudir. El comerciante-presidente hizo una amplia reverencia al estrechar la mano de Majid, pero obvió su proximidad con el diputado saab, y por tanto la posibilidad de que fuera capaz de causar traslados de policías a puestos lejanos y áridos.

—Bastardos —lanzó Majid sin apasionamiento cuando el despacho se vació de comerciantes.

—Bastardos —concedió Sartaj, levantándose para ir a sentarse en una silla frente al escritorio.

La madera todavía estaba tibia tras haberse sentado sobre ella un comerciante, y Sartaj cambió de postura con incomodidad.

—Pues he oído que has tenido una reunión muy importante con una gente muy importante del CBI.

—Sí, sí.

Que Majid supiera lo de la reunión no era sorprendente, pero a Sartaj a veces todavía le asombraba la rapidez con la que las noticias circulaban por comisaría.

—Sobre eso quería consultarte, jefe. Mira.

Sartaj colocó las fotografías del álbum de Gaitonde encima del escritorio de Majid.

—¿Conoces a alguna de estas mujeres?

Majid se acarició el bigote con ambas manos, comprobando que tuviera estilo y estuviera pulcro.

—¿Actrices? ¿Modelos?

—Sí. O algo parecido.

Majid hojeó las fotografías.

—¿Tiene que ver con Gaitonde?

—Sí. Solo es por curiosidad.

—Estás intentando ser discreto, amigo mío. Pero no me lo cuentes. No quiero saber.

Majid sacudió la cabeza.

—Me suenan una o dos, pero no podría decirte cómo se llaman. Bombay está repleto de chicas así. Cada una se parece a la siguiente. Vienen y van.

—¿Y esta?

Esa era la muerta, en un primer plano. Tenía el aspecto de estar muerta sin ninguna duda, con los labios azules y los hombros desnudos inertes y una completa indiferencia por la cámara que la observaba de cerca.

—¿Esta es la mujer que estaba dentro de la casa de Gaitonde? —preguntó Majid en voz baja—. ¿La que están ocultando de los periódicos?

—Sí.

Majid recogió las fotografías y las deslizó para devolvérselas a Sartaj. Se echó hacia atrás, y dobló los brazos por encima del pecho.

—No, baba, no lo sé. No sé nada. Y tú ten cuidado, Sardar-ji. No te hagas el valiente. Parulkar saab intentará protegerte, pero él mismo tiene problemas. Pobre hombre, no es lo bastante buen hindú para los rakshaks.

—¿Dónde nos coloca eso a ti y a mí? —preguntó Sartaj—. No soy muy buen hindú.

Majid sonrió ampliamente, enseñando los dientes, lo que le hizo parecer un niño, a pesar de la grandiosidad espantosa de su bigote.

—Sartaj —dijo—, ni siquiera eres un buen sikh.

Sartaj se puso de pie.

—Debo de ser bueno en algo. Pero todavía no sé en qué.

Majid soltó a borbotones su risa larga, lenta.

—Arre, Sartaj, solías ser bueno con las mujeres. Así que si quieres saber cosas de estas mujeres, pregunta a otras mujeres.

Sartaj hizo un gesto desdeñoso de despedida con la mano y se marchó. Pero no podía negar que Majid —siendo como era un pathan de pies grandes que se movía pesadamente— acertaba con la idea de preguntar a mujeres por otras mujeres. Sin embargo, era temprano por la mañana, y las mujeres y la seguridad nacional tendrían que esperar hasta más tarde. Primero había que investigar un asesinato.

—Toda esta zona apesta —dijo Katekar mientras arrastraba el Gypsy a un espacio estrecho de aparcamiento entre dos camiones.

Era cierto que había un olor fuerte que él y Sartaj tuvieron que soportar mientras descendían por la calle, pero Sartaj pensó que era un poco injusto por parte de Katekar señalar esta zona como especialmente hedionda. Toda la ciudad apestaba en algún momento u otro. Y después de todo, los ciudadanos de Navnagar tenían que acumular su basura en alguna parte. No era culpa suya que la colección de camiones municipales viniera solo una vez cada quince días, para hacer una marca en esa protuberancia ondulante de basura que tenían a la izquierda.

—Paciencia, maharaja —apuntó Sartaj—. Saldremos pronto del hedor.

Katekar rehusó dejar pasar la amargura. Sartaj entendía que estaba siendo huraño no por el olor, sino por el hecho de estar allí, en Navnagar. Así que un muchacho de Bangladesh había sido asesinado por sus yaars, ¿y qué? Era un caso pequeño con pocas posibilidades, y sobre el papel se podría investigar con facilidad, de igual forma que sobre el papel los camiones municipales pasaban puntualmente cada mañana. A nadie le preocuparía mucho que este caso quedase sin resolver, de modo que era estúpido estar aquí fuera, soportando la peste y lo odioso de estos extranjeros. Pero Sartaj quería investigar. Se decía a sí mismo que era la ambición propia de un agente por resolver casos y progresar, aunque solo fuera un poco, pero sabía que también era simple tozudez. No le gustaba que matasen a gente en su turno, y odiaba pensar que los asesinos podían llegar a escapar. Sabía que Katekar lo sabía, que no era ni siquiera el idealismo lo que conducía a Sartaj en ciertos casos. Era tan solo una keeda que tenía. Habían pasado por esto muchas veces, Sartaj siguiendo de forma obstinada una pista y Katekar desaprobándolo pero manteniéndose cerca por detrás. A veces Sartaj se preguntaba por qué Katekar sencillamente no pedía trabajar con otro, o incluso un traslado a un puesto más cómodo. Necesitaba el dinero, seguro. Y, sin embargo, Katekar siempre seguía el ritual de desagrado, e iba de todos modos. En ese momento, Sartaj se salió de la calle y comenzó a subir la cuesta, con la seguridad de que Katekar iba a su izquierda, flanqueándole ligeramente rezagado.

Navnagar por la mañana estaba un poco menos abarrotado, pero Sartaj todavía notaba la presión de las kholis sobre él mientras maniobraba para abrirse camino por los callejones. La gente permanecía de pie a un lado y se apretaba contra las paredes cuando veían su uniforme, y aun así tenía que girar el torso para evitar darse de bruces con ellos. En esta ciudad, los ricos tenían algo de espacio, y la gente de clase media tenía menos, y los pobres no tenían ninguno. Por este motivo Papa-ji se había retirado a Pune, decía que quería poder despertarse y mirar hacia fuera en amplitud, sentirse como si todavía quedase un espacio vacío en el mundo. Papa-ji había encontrado su pequeño trozo de césped, y un huerto tras la casa, pero Sartaj sospechaba que en ocasiones había echado de menos las calles como túneles de los barrios bajos de Mumbai, las casuchas que avanzaban cada año, cada cuarto añadido para ganar terreno que permanecía allí. Lo cierto era que nunca había dejado de acordarse de todo aquello.

Papa-ji nunca contó una historia específica sobre Navnagar, quizá porque aquí nunca había pasado nada espectacular o particularmente grotesco. Pero con bastante frecuencia le había contado a Sartaj que el camino hacia un apradhi pasaba por la familia. Encuentra a la madre y al padre, le decía, y encontrarás al ladrón, al asesino, al falsificador. Así que Sartaj y Katekar estaban en Navnagar, buscando a los familiares de Bazil Chaudhary y Faraj Ali, que habían matado a su amigo Shamsul Shah. Como era de esperar, los parientes directos de los asesinos habían volado. Cogieron todas las pertenencias que pudieron, y, tras echar el cerrojo a sus kholis, se habían esfumado el día del asesinato. Sartaj y Katekar rompieron los cerrojos, y en el interior de los kholis encontraron colchones viejos, sacos de yute vacíos y una vieja fotografía a color de la familia de Bazil Chaudhary. En la foto, Bazil Chaudhary era solo un niño de diez años con camiseta color rojo brillante, pero ahora Sartaj sabía qué aspecto tenían los padres. No dudaba que los encontraría, antes o después. Eran pobres, tendrían que vender la kholi, dependerían de sus contactos en Navnagar para sobrevivir. Desaparecer era mucho más difícil de lo que la gente normalmente pensaba. La tarea, para el policía, consistía en recoger los hilos de sus vidas, y seguirlos.

Los interrogatorios en Navnagar aquella mañana arrojaron algo de información, nada que diese un vuelco al caso pero todo bastante importante. Los vecinos bangladeshis de la víctima y de los apradhis eran hoscos y reservados, y declararon no saber nada. Después de que Katekar se cerniese sobre ellos, y Sartaj amenazase con un viaje a la comisaría de policía y una deportación rápida, concedieron que tal vez sabían algo, algo muy insignificante. Tanto Shamsul —el muerto— como Bazil trabajaban de mensajeros, y Faraj tenía trabajos temporales aquí y allá. Sin embargo, de unos meses a esta parte los tres tenían mucho dinero, y nadie sabía por qué o cómo.

Sartaj y Katekar habían buscado en las kholis vacías, donde encontró escasa evidencia de dinero. Las familias de los apradhis se habían llevado sus lujos. Pero en la casa del chico muerto había un televisor en color totalmente nuevo, y un hornillo grande de gas en la zona de la cocina, y cacharros de acero brillante, y el padre entonces confesó que el hijo asesinado había comprado una kholi nueva pocos días antes.

—Era un buen chico —afirmó Nurul Shah.

La kholi era muy pequeña, solo una habitación dividida por una sábana roja descolorida. Tras la cortina, Sartaj podía oír a mujeres susurrando y murmurando. Necesitaban más espacio, y el buen chico lo había conseguido para ellos. La familia estaba a punto de mudarse a la nueva kholi cuando el hijo fue cruelmente apartado de ellos.

—Pero —apuntó Sartaj—, un lugar nuevo, grande, eso debió de costar mucho dinero.

Nurul Shah bajó la cabeza y miró el suelo. Tenía el pelo blanco y poco tupido y hombros tensos curtidos por toda una vida de trabajo duro.

—Los vecinos dicen que la familia se volvió rica de pronto —siguió Sartaj—. Dicen que su hijo trataba bien a sus hermanas. Dicen que le compró gafas nuevas a su madre.

Las manos de Nurul Shah estaban entrelazadas, y las puntas de los dedos en ese momento se volvieron blancas por la presión. Empezó a llorar, sin hacer ni un solo ruido.

—Creo que —siguió Sartaj—, si miro detrás de la cortina, encontraré otras cosas caras. ¿De dónde sacó su hijo todo este dinero?

—Eh —retumbó Katekar—, el inspector saab ha hecho una pregunta. Contéstele.

Sartaj puso una mano sobre el hombro de Nurul Shah, y aguantó hasta que al hombre se le pasó el pánico repentino del contacto.

—Escuche —dijo con mucha suavidad—. No les va a pasar nada a usted o a su familia. No estoy interesado en molestarles. Pero su hijo ha muerto. Si no me lo cuenta todo, no puedo ayudarle. No puedo encontrar a los bastardos que lo hicieron.

El hombre estaba asustado por los policías que estaban en su casa, por lo que había pasado y lo que podría pasar, pero estaba tratando de encontrar el valor para hablar.

—Su hijo estaba haciendo algún negocio, alguna hera-pheri. Si me lo cuenta todo, les encontraré. De lo contrario escaparán.

Sartaj se encogió de hombros y se puso derecho.

—No lo sé, saab —contestó Nurul Shah—. No lo sé. —Estaba temblando y doblado hacia delante—. Le pregunté a Shamsul a qué se dedicaba, pero nunca me contó nada.

—¿Él y esos dos, Bazil y Faraj, estaban haciendo algo juntos?

—Sí, saab.

—¿Había alguien más?

—Estaba Reyaz bhai.

—¿Otro amigo?

—Era más mayor.

—¿Cuál es su nombre completo?

—Solo sé eso: Reyaz bhai.

—¿Cómo es?

—No le he visto nunca.

—¿Dónde vive?

—Cuatro callejones más abajo, saab. En la parte de la calle principal.

—Vive aquí en Navnagar, en la bura bengalí, ¿y nunca le ha visto?

—No, saab. No sale mucho de su casa.

—¿Por qué?

—Es de Bihar, saab —contestó Nurul Shah, como si eso fuese una explicación.

Pero el tipo de Bihar también se había ido de su kholi, y ya había una nueva familia viviendo allí. Sartaj y Katekar encontraron al casero, un tamil corpulento que vivía en la otra parte de Navnagar. Había encontrado la habitación vacía el día del asesinato, y al día siguiente la limpió y la alquiló de nuevo. No, no sabía nada de este Reyaz excepto que había pagado por adelantado, y que no hubo problema. ¿Qué aspecto tenía Reyaz? Alto, delgado, rostro joven pero con todo el pelo blanco. Sí, el pelo completamente blanco. El hombre podía tener cuarenta, cincuenta, cualquier edad. Hablaba con soltura, era seguro que tenía estudios. No había dejado nada en la kholi a excepción de algunos libros que el casero vendió esa misma tarde a una tienda de papel y raddi que estaba en la calle principal. No, no sabía de qué eran los libros.

Así que Sartaj y Katekar se quedaron de pie al borde de Navnagar, bajo el pequeño mundo que contenía.

—Muy bien —dijo Sartaj observando la pendiente en bancales y desordenada de los rústicos tejados de hojalata—. Así que el tipo de Bihar es el jefe.

—Él lo planea todo. Estos tres, esos son sus chicos. —Katekar se secó la cara con un pañuelo azul enorme, y después la parte trasera de cuello y los antebrazos—. Ellos consiguen el dinero.

—¿Haciendo qué? ¿Fraude? ¿Robo? ¿O son los pistoleros de alguna banda?

—Tal vez. Pero nunca he oído algo así, gente de Bangladesh en una banda.

—Estos chicos crecieron aquí, probablemente serán más indios que cualquier otra cosa. Pero el tipo de Bihar es la clave. Es mayor, es profesional. Vive de forma discreta, no alardea de su dinero, se larga a toda prisa y el primero cuando hay problemas. Dondequiera que esté, estarán esos chicos.

—Sí, saab —replicó Katekar. Apartó el pañuelo—. Así que encontremos al de Bihar.

—Encontremos al de Bihar.

Lo de perseguir al tipo de Bihar tendría que esperar hasta que Sartaj cumpliera con ciertas obligaciones. Ser policía a menudo era un asunto disperso que requería dejar de lado un trabajo para atender otro. Lo que Sartaj tenía que hacer en ese momento era estrictamente extraoficial y no tenía nada que ver con ningún caso, y tenía que hacerlo él solo. Dejó a Katekar en comisaría y condujo hacia el sur hasta Santa Cruz. Iba a encontrarse con Parulkar en un deslumbrante edificio nuevo que había justo al salir de Linking Road, cerca de la heladería Swaraj. Sartaj aparcó detrás del edificio y se quedó maravillado con el mármol verde del vestíbulo, y el ascensor de acero pulido. El apartamento en el que Parulkar le esperaba se suponía que era de una sobrina de este. Esta sobrina trabajaba en un banco, y su marido trabajaba en importación-exportación, pero apenas pasaban de los veinte, y el apartamento era muy grande y muy caro. Las letras doradas de la placa decían «Namjoshi», pero Sartaj estaba seguro de que el piso de tres habitaciones en realidad era de Parulkar. La soltura con que se sentaba con las piernas cruzadas en el enorme sofá del salón, como un voluminoso sabio vestido de caqui, mostraba bien a las claras que era un hombre con absoluto control de sus principales bienes y de su propio destino.

—Pasa, pasa, Sartaj —dijo Parulkar—. Tenemos que darnos prisa.

—Lo siento, señor. El tráfico está mal.

—El tráfico está mal siempre.

Pero Parulkar no estaba reprendiendo a Sartaj, era paternal y paciente, atento solo a su propio horario frenético. Señaló un vaso helado de agua que estaba sobre la mesa. Sartaj quitó la cubierta de papel de plata y bebió, y siguió a Parulkar por la amplitud en penumbra del salón, hasta un dormitorio.

Parulkar cerró la puerta tras ellos y rodeó la cama alta y blanda hasta la otra parte del cuarto. Abrió un armario, y sopesó una bolsa de marino.

—Hoy son cuarenta.

—Sí, señor —respondió Sartaj.

Parulkar quería decir cuarenta lakhs. Eran las recientes ganancias extraoficiales de Parulkar, que Sartaj trasladaría a Worli, y entregaría al asesor de Parulkar, Homi Mehta, que las canalizaría a una cuenta suiza y cobraría solo una comisión muy razonable. Sartaj transportaba el dinero de Parulkar cada pocas semanas, y hacía mucho que había dejado de sorprenderse por las cantidades. Parulkar era, después de todo, el comisario de una zona muy rica. Era un destino muy fértil, y Parulkar bebía a fondo de su fuente de dinero borboteante. Era un asalariado ávido, pero no avaricioso, y se mostraba muy cuidadoso con el despliegue de dinero. Su ayudante personal, Sardesai, manejaba la recaudación del dinero, pero Sardesai desconocía lo que pasaba con el dinero una vez se lo daba a Parulkar. Parulkar se lo daba a Sartaj, quien se lo pasaba a Mehta, el asesor. Sartaj solo sabía que entonces, de alguna manera, el dinero desaparecía de la India y reaparecía en el extranjero, donde descansaba seguro y acumulando intereses en divisas.

Parulkar volcó el efectivo sobre la colcha y le dio la bolsa a Sartaj.

—Ochenta fajos de billetes de quinientas rupias —anunció.

Confiaban por completo el uno en el otro, pero este era su ritual cada vez que el dinero se enviaba al asesor. Sartaj recogió un pesado bloque de dinero y lo metió en la bolsa. Haría esto ochenta veces mientras Parulkar observaba, y después haría el recuento de la forma acordada.

—¿Qué vas a hacer con el asunto de Gaitonde? —preguntó Parulkar, mientras miraba las manos de Sartaj.

—Iba a preguntarle sobre eso, señor.

Parulkar estiró las piernas sobre la cama y volvió a adoptar su postura meditabunda.

—No sé tanto sobre la banda de Gaitonde. Había un tipo llamado Bunty que le llevaba los negocios en Mumbai. Un tío listo, los hombres de Suleiman Isa le dispararon, lo dejaron en silla de ruedas, pero era el hombre de confianza de Gaitonde, siguió al frente desde su silla de ruedas. Hubo un tiempo en el que simplemente podías ir a Gopalmath y ver a Bunty, pero después de que le disparasen se escondió. Pregúntale a Mehta el número de ese Bunty, lo tendrá.

Mehta, el administrador, era neutral en las guerras de bandas. Todas las partes usaban sus servicios de forma imparcial, y lo valoraban del mismo modo.

—Sí, señor.

—Pero, claro está, la mejor información sobre Gaitonde puede venir de sus enemigos. Deja que haga un par de llamadas y te pondré en contacto con alguien. Alguien que está muy, digamos, informado.

—Gracias, señor.

Lo que Parulkar quería decir es que utilizaría sus contactos dentro de la banda de Suleiman Isa para conseguir que alguien hablase con Sartaj. Teniendo en cuenta que las conexiones de Parulkar con esa banda se remontaban a años atrás, incluso décadas, la fuente que le proporcionaría a Sartaj sería sin duda una situada muy alto. Así que este era un gran favor, uno más en la larga sucesión de atenciones que Parulkar le había ofrecido a Sartaj.

—Cuarenta, señor —dijo Sartaj, metiendo el último montón en la bolsa—. Señor, ¿de qué va todo esto? Gaitonde está muerto, ¿por qué quieren saber de él ahora?

—No lo sé, Sartaj. Pero ten cuidado. Lo que entiendo por mis fuentes es que la IB también está implicada en el asunto Gaitonde.

—¿La IB, señor? ¿Por qué?

—¿Quién sabe? Pero parece que toda esta investigación es en realidad una operación conjunta. La IB está dejando que el RAW se haga cargo de los detalles, así que el RAW habla contigo y conmigo. Cuando estas agencias grandes se implican en un caso, los simples policías han de vigilar sus espaldas. Haz tu trabajo, pero no intentes ser un héroe para ellos.

Sartaj cerró la cremallera de la bolsa. De modo que se interesaban por la desaparición de Gaitonde no solo agentes internacionales. La Agencia de Inteligencia, con su ámbito de contraespionaje doméstico, también tenía curiosidad. Todo eso hizo que Sartaj se sintiera bastante pequeño.

—Claro que no, señor. Nunca soy un protagonista. No tengo la altura necesaria.

Parulkar se meció hacia delante y hacia atrás, soltando una risa sofocada.

—Hoy día, incluso gente muy bajita se convierte en protagonista, Sartaj. El mundo ha cambiado, querido amigo.

Sartaj pensó por un momento que Parulkar recitaría un pareado, pero Parulkar tenía prisa, y lo dejó en «querido amigo» y mandó al dinero y a Sartaj a seguir su camino. Solo dijo, «Recuerdos de mi parte a bhabhi-ji», y levantó una mano, y eso fue todo.

Mientras conducía hacia Worli, Sartaj pensó en Papa-ji. La mayoría de la gente recordaba al padre de Sartaj como un hombre alto, pero solo medía poco más de un metro setenta. Su postura erguida, sus brazos musculados y su bigote glorioso y, sobre todo, su turbante siempre perfecto, todo eso le confería una estatura que le magnificaba en el recuerdo. Sartaj, su hijo, era casi tres centímetros más alto, pero sabía que ni con mucho era tan imponente, en cuanto a persona o reputación, como Papa-ji. Papa-ji era honesto. Siempre había insistido en el turbante más apretado, el traje de mejor calidad, pero había logrado mantener el estilo con su sueldo, y había llevado la misma chaqueta azul cruzada durante una década de bodas y actos oficiales. Tras su muerte, Sartaj encontró la chaqueta en un baúl, cuidadosamente rodeada de bolas de naftalina y envuelta en papel de seda. Y en ese momento, mucho después de la muerte de Papa-ji, los extraños todavía le decían a Sartaj: «Oh, ¿eres el hijo de Sardar Saab? Era un buen hombre». Un año atrás, en Crawford Market, un comerciante de diamantes le dio unos golpecitos en el hombro a Sartaj, y le dijo compungido:

—Beta, tu padre era el único policía honesto que he conocido nunca.

Sartaj asintió, y murmuró:

—Sí, era un buen hombre. —Y se marchó, con los hombros rígidos.

Sartaj torció a la derecha hacia el malecón, después hizo un giro rápido en forma de U frente a un autobús y regresó a la calzada. El supermercado que tenía a su derecha estaba abarrotado de niños vestidos de uniforme que compraban helados. Tenían aspecto de estar en tercero o cuarto, pero sus carteras eran enormes y muy pesadas. Eran demasiado jóvenes todavía para saber que las plazas en las facultades de medicina se compraban y vendían, que los documentos para entrar en las facultades de Administración de Empresas se filtraban con cuentagotas a quienes se lo podían permitir. Sartaj tiró de la bolsa marinera de Parulkar desde el asiento delantero y caminó con lentitud entre los niños. Cuando tenía la edad de ellos, ya conocía a Parulkar desde hacía más de un año. Entonces Parulkar era un subinspector joven, delgado, el chela predilecto de Papa-ji. A Papa-ji le gustaba Parulkar, pensaba que era inteligente y trabajador y entregado. A menudo llevaba a Parulkar a cenar a casa, y decía:

—El chico está soltero y necesita alimentarse de buena comida casera de vez en cuando.

Pero Ma en realidad nunca había aguantado a Parulkar. Se mostraba amable, pero no confió en él desde el principio.

—Solo porque escucha tus historias sin cesar crees que es tu devoto hhaht —le decía a Papa-ji—. Pero toma nota de mis palabras, estos marathas son demasiado listos.

No servía de nada decirle que Parulkar no era un maratha, sino un brahman. Ella seguía:

—Sea lo que sea, va de listo.

Su antipatía por Parulkar se había intensificado con el continuado ascenso de categoría, y, cuando superó el rango de Papa-ji y siguió ascendiendo, dejó de hablar sobre Parulkar del todo. Solo le llamaba «ese hombre», y ni siquiera discutió cuando Papa-ji habló de los destinos de los hombres, y cómo cada uno de nosotros debería estar agradecido con lo que Vaheguru otorga.

Sartaj subió las escaleras estrechas que había junto al supermercado y que conducían hasta la oficina diminuta de Mehta. Mehta había trabajado toda la vida en estos pequeños cuatro cubículos, y vivía muy cerca, en un apartamento espacioso pero sencillo con vistas al mar. Era un caballero parsi arreglado, discreto, vestido en ese momento, como siempre, completamente de blanco.

—Arre, Sartaj, ven, ven —dijo, alargando la mano por encima de la mesa para un apretón rápido, flojo.

Era delgado pero elegante, y Sartaj siempre admiraba el corte de su fino pelo gris. Homi Mehta le recordaba de alguna forma las películas en blanco y negro que ponían en televisión los domingos por la tarde, era fácil imaginarlo recorriendo el malecón en un Victoria negro.

—Esto es de parte de saab —comenzó Sartaj, y puso sobre el escritorio la bolsa marinera.

—Sí, sí —respondió Mehta—. Pero ¿cuándo vas a traerme algo de tu propio dinero, joven? Necesitas ahorrar para el futuro.

—Soy un hombre pobre, tío —replicó Sartaj—. ¿Por qué ahorrar, cuando apenas hay bastante para sobrevivir?

Esta era la conversación que Sartaj y Mehta tenían cada vez que Sartaj le visitaba, pero hoy Mehta no estaba dispuesto a dejarle ir tan pronto.

—Arre, ¿qué me estás contando? ¿El hombre que cogió a Ganesh Gaitonde no ha conseguido siquiera un poco de dinero?

—No había recompensa.

—Algunas personas cuentan que conseguiste una buena cantidad desde Dubai por meter una bala en la cabeza de Gaitonde.

—Tío, yo no maté a Gaitonde. Se disparó él mismo, Y nadie me pagó.

—Está bien, baba. No he dicho nada. La gente, ya sabes, la gente lo dice.

Mehta estaba contando el dinero de Parulkar: dejaba los fajos en montones ordenados en la parte derecha del escritorio. Era un hombre meticuloso, y escrupuloso en su recuento. Mucho tiempo atrás, durante uno de sus primeros encuentros, le había dicho a Sartaj:

—En un mundo que carece de honradez, soy un hombre completamente honesto.

Lo había dicho sin orgullo, solo como la afirmación de un hecho. Le había explicado a Sartaj que al final todo movimiento de dinero dentro y fuera del país dependía de los asesores. También se les llamaba «gerentes»; en Delhi eran «directores», pero sea cual fuere el nombre que se les daba, todo dependía de su honestidad. El dinero procedía de tratos secretos y chanchullos, sobornos y desfalcos, extorsiones y asesinatos, y los gerentes se ocupaban de ello con discreción e integridad. Hacían que se desvaneciese y hacían que volviese a aparecer. Eran los magos secretos cruciales para todo negocio, y por tanto conocían a todo el mundo.

—Tío, necesito ayuda —dijo Sartaj.

—Cuéntame.

—Parulkar saab dijo que podías saber cómo puedo entrar en contacto con uno de los hombres de Gaitonde.

—¿Cuál?

—Bunty.

El viejo no soltó nada. Se limpió los dedos con un pañuelo, y comenzó otro montón.

—Tendré que preguntarle —contestó—. ¿Qué tengo que decirle?

—Solo quiero hablar con él. Quiero hacerle unas preguntas sobre Gaitonde.

—Quieres hacerle unas preguntas sobre Gaitonde. —Mehta asintió, y cuadró el último montón de dinero—. De acuerdo. Tienes un móvil nuevo, apúntame el número.

Sartaj se rió, y escribió en un bloc de notas. El viejo Mehta no se perdía una, incluso el bulto pequeño en el bolsillo del pecho. Al final Sartaj había sucumbido y se había comprado un teléfono móvil, tras años insistiendo en que eran muy caros y las tasas demasiado altas. Finalmente, había pagado demasiado por un Motorola diminuto, solo porque era plateado y muy elegante. El teléfono aún estaba brillante y sin usar, y todavía no le había dado el número a nadie, pero Homi Mehta era un anciano sabio y agudo.

—Aquí tienes, tío —respondió Sartaj—. Gracias.

—De acuerdo. Cuarenta en total —replicó Mehta, dando unas palmadlas al dinero.

Sartaj se puso de pie.

—Bien. Te veo la próxima vez.

—La próxima, tráeme algo que ahorrar para ti. Piensa en tu vejez.

Sartaj levantó una mano, y dejó a Mehta y al dinero. Hubo un tiempo, cuando Sartaj todavía estaba casado con Megha, en que Mehta siempre le decía que ahorrase para sus futuros hijos. Tras el divorcio Mehta dejó de decir eso y comenzó con recordatorios sobre la edad y el paso del tiempo. Debo de estar comenzando a parecer viejo de verdad, pensó Sartaj.

Ahora había un grupo diferente de niños en la tienda, más mayores, de poco más de diez años, más experimentados y tímidos que los anteriores. Bebían Pepsi y Coca-Cola y se susurraban unos a otros. Sartaj ando medio camino hacia el jeep, después regresó a la tienda y compró un Chocobar. Había otros helados disponibles ahora, más elaborados, pero a Sartaj le gustaba el viejo sabor de la marca Kwality a chocolate ligeramente aceitoso con vainilla por debajo, era el sabor de su infancia. Los adolescentes se codeaban unos a otros: no te pierdas al divertido policía sardar masticando un Chocobar. Sartaj sonrió y se puso a caminar, y para cuando llegó al jeep estaba lamiendo el palo de madera desnudo. Lo partió con los dientes, como siempre hacía cuando era niño, lo tiró y se puso a conducir.

El tráfico de hora punta se enroscaba por las calles hasta almidonarse en una masa espesa. Sartaj se acomodó para el largo trayecto en coche. Había un brillo violento en el aire por encima del metal de los techos de los coches, y después una quietud repentina cuando los conductores apagaban los motores para esperar. Sartaj despegó la espalda sudada del asiento, y con los antebrazos sobre las rodillas y la cabeza colgando observó fijamente el negro polvoriento de sus zapatos. El sol acumulaba su calor intenso sobre su hombro y su cuello, pero no había ningún lugar donde escapar de él. A través de la ventana un conductor de autobús le miraba sin interés, y cuando Sartaj se encontró con su mirada él la apartó, cambiando de postura en el asiento elevado. Más allá de él, un maniquí apretaba la cadera hacia delante por detrás de un cristal. Sartaj siguió los escaparates de las tiendas, y se fueron desvaneciendo en el resplandor del cielo, e imaginó la longitud inmensa de la isla, toda ella clavada y quieta en esta hora punta multitudinaria de la tarde, atascada y moviéndose a sacudidas y pequeños rebotes. Suspiró, se sacó el teléfono del bolsillo y marcó.

—¿Ma? —dijo.

—Sartaj.

—Peri pauna, Ma.

Jite raho, beta. He leído sobre ti en el periódico.

—Sí, Ma.

El estruendo de los motores al encenderse barrió la calle, y Sartaj le dio al contacto.

—Habiendo atrapado a un criminal tan grande, ¿por qué no había ninguna foto tuya?

—Ma, el trabajo es lo importante —contestó Sartaj, divertido con ella y con su propia pomposidad—. Nada de fotos en el periódico.

Esperó expectante su réplica aguda, pero ella ya había cambiado de tema.

—¿Desde dónde me llamas?

—¿Dónde? Mumbai, Ma.

—No, quiero decir, ¿dónde en Bumbai?

No se perdía una, esta mujer de policía. Sartaj contestó:

—Estoy en el coche volviendo de Worli.

—Ajá, ¿así que por fin tienes móvil?

—Sí, Ma.

A ella le resultaban indiferentes los avances tecnológicos, y decía que no quería un vídeo porque no sabría cómo manejarlo, pero hacía tiempo que quería que Sartaj tuviera móvil.

—¿Cuál es el número? —preguntó.

Sartaj se lo dio, y añadió:

—Recuerda, no hagas llamadas en horas de trabajo.

Ella se rió.

—Yo estaba trabajando antes de que tú nacieras. Y siempre eres tú quien me llama desde el trabajo. Como ahora.

—Sí, sí.

Estaría sentada en el sota del pequeño salón, con las piernas hechas un ovillo, sujetando el enorme auricular negro contra la oreja con una mano pequeña. Sartaj podía oír su sonrisa. Había perdido peso este año pasado, y a pesar de las arrugas finas y el pelo blanco, a veces parecía la muchacha delgada que Sartaj había visto en fotografías.

—Pero ahora no estoy trabajando. Tan solo estoy atrapado en el tráfico.

—Es imposible vivir en ese Bumbai ahora. Tan caro. Y demasiada gente.

Era cierto, pero ¿adónde más se podía ir? Tal vez, muchos años después, habría una casa pequeña para Sartaj en alguna otra parte. Pero en ese momento le resultaba difícil imaginarse estar lejos de forma permanente de esta ciudad desordenada, imposible. Unas vacaciones cortas, de vez en cuando, era todo lo que Sartaj necesitaba.

—Este sábado, Ma. Iré a Pune.

—Bien. No te he visto en meses.

Sartaj había ido a Pune exactamente hacía cuatro semanas, pero sabía evitar discusiones.

—¿Necesitas algo de aquí?

No quería nada para sí misma, pero tenía una lista de cosas para mausis y taus y sobrinos y sobrinas. No servía de nada decirle a Ma que esas cosas seguramente estaban disponibles ahora a buen precio en una ciudad grande como Pune, porque ella sabía de tiendas específicas de Mumbai que había que patrocinar, e instrucciones que dar a ciertos tenderos que conocía desde hacía décadas. Sartaj siempre llegaba a Pune con una bolsa para su ropa y una maleta llena de ropa de niño y militáis y aperitivos salados y champús para que Ma los diera a sus numerosos allegados y personas queridas. Vivía cerca de la familia en Pune, y Sartaj confiaba en ella para que le mantuviese al día sobre la red de familiares que se alargaba hacia arriba, hasta el Panjab y más allá. Pensó en ella como inextricablemente arraigada a esa familia, mientras él mismo estaba distanciado, no separado pero de alguna forma evadido, como un planeta que se había alejado demasiado de su sol. Le gustaba escucharla contar historias de enemistades familiares y tragedias antiguas, mientras pudiera evitar ser arrastrado al interior de su gravedad fatal y convertirse en un participante. Al acordarse de un libro de canciones infantiles que quería que Sartaj le llevase, le vino a la cabeza el relato de su chacha, que solía insistir en que podía hablar inglés. Sartaj lo había oído muchas veces antes, pero le gustó volver a escucharlo y se rió en todos los momentos adecuados.

En Siddhi Vinayak le dijo adiós a Ma, y se recostó en el asiento, sonriendo. Era bueno tener ganas de hacer el viaje a Pune. Una multitud se arremolinó en la entrada de Siddhi Vinayak Street, anfitriona de fieles que traían sus ruegos y súplicas y gratitud. El templo se alzaba hasta su aguja dorada, llevando con facilidad simetrías enormes hasta el cielo. Sartaj se preguntó si Ganesh Gaitonde tendría algún otro lugar al que ir desde la ciudad, alguna ciudad o pueblo que llamase su lugar de origen. Le preguntaría a Katekar.

Al final, Ganesh Gaitonde había dicho algo sobre Dios y la creencia. Para entonces, Gaitonde ya sabría seguro si existía un Dios en quien creer, o no. A Sartaj no le preocupaba especialmente el alma de Gaitonde, pero sabía que era momento de ir y echar un vistazo a su cadáver, el suyo y el de la mujer muerta. Había estado evitándolo, pero tendría que ir. Sartaj maldijo a Ganesh Gaitonde, y siguió conduciendo.

A la mañana siguiente, Katekar protestó por la visita a Gaitonde, como Sartaj esperaba. El hombre estaba muerto, dijo Katekar, y él y la mujer seguirían muertos, así que no era necesario acercárseles ahora, para nada en absoluto.

—Te puedes quedar fuera —le contestó Sartaj—. Pero ya tendrías que estar acostumbrado a los cadáveres.

El depósito era un antiguo edificio de arenisca, picado y manchado pero todavía hermoso con sus arcos altos y manipostería florida. Se alzaba, tamizado de verde, bajo una enorme banyan en la parte trasera del Hospital KD. Sartaj dejó que Katekar bajase hasta la puerta del hospital, bordeó el edificio y aparcó cerca de una pared teñida de paan. Junto a todo su racionalismo, Katekar sentía horror por el depósito de cadáveres, su doctor y ayudantes, la luz esmeralda bajo el árbol banyan.

Decía que todo el sitio olía, que podía olerlo desde la otra parte del complejo hospitalario, que había un miasma amarillo que se te deslizáis dentro de la ropa y se hundía en tus bolsillos y permanecía. Sartaj más bien disfrutaba con este inesperado recrudecimiento de la superstición profunda en el entorno sólido de Ganpatrao Popat Katekar, hombre de ciencia. Le daba a Sartaj algo a lo que echar mano cuando Katekar adoptaba un aire de superioridad despectivo ante los variados romanticismos de Sartaj.

Sartaj pasó por el lado de la ventanilla de información, con el pequeño grupo de hombres ansiosos que habían venido buscando a familiares y amigos desaparecidos. Recorrió un pasillo oscuro y atravesó unas puertas de cristal doble en las que se leía «No pasar». Un ayudante vestido con pantalones marrones y camisa estaba sentado tras una mesa de metal rayada, bajo la borrosa luz de los fluorescentes. Le dijo salaam a Sartaj, que respiró hondo, pestañeó una vez y cruzó otro par de puertas vaivén, en esta ocasión de madera pintada de verde. La habitación al otro lado era bastante grande, grande como un salón de banquetes grande, bien iluminada por dos claraboyas cuadradas y dos hileras de fluorescentes. El suelo era de piedra marrón lisa, que se inclinaba hacia el centro hasta desembocar en un sumidero cuadrado. Había dos cuerpos morenos, ambos de varón, desnudos sobre las mesas de piedra que estaban a la izquierda. Habían desprendido la parte superior del cráneo de uno de ellos con un corte redondo preciso que le hacía parecer un personaje de dibujos animados al que habían desenroscado la cabeza. El cerebro descansaba como un montículo gris y pulcro sobre una bandeja que había junto a su codo. Y ahí, a la derecha, estaba el doctor Chopra, analista en el abismo, trabajador eficiente. Extraía intestinos y los dejaba en una bandeja grande. Sartaj apartó la cara.

—¿Doctor Chopra?

—Ah, Sartaj. Espera, espera.

Sartaj observó la pared, siguió las grietas en el yeso gris arriba hasta el techo y después de vuelta hacia abajo. Y luego los barrotes oxidados de la ventana cerrada, los contó y examinó su grosor. Mientras tanto se producían ligeros sonidos de succión a su derecha, y un pequeño chirrido húmedo. La primera de las muchas veces que Sartaj había venido aquí, la casa de disección del doctor Chopra, se obligó a mirar, partiendo de la base de que un policía debía observarlo todo, cualquier cosa, todo aquello que conforma el mundo, hay que afrontarlo todo con estoicismo, sin repugnancia ni perversa fascinación. Y había visto lo que el doctor Chopra exponía, había sido capaz de observarlo, y no era tan horroroso después de todo, solo el complejo mecanismo de relojería interior del cuerpo, una maquinaria fluida que poseía una armonía intrincada, austera. Pero las superficies de los cuerpos le siguieron y se quedaron con él en su sueño, la suave curva de piel del tercer dedo de una mano cerrada en un puño, el tatuaje tribal en la barbilla de una mujer, la salpicadura carmesí de un pintalabios sobre el labio inferior, apenas visible pero inequívoco. Acumuló fragmentos de los muertos, recuerdos diminutos de sus vidas que costaba algún esfuerzo acarrear, y al final decidió que ya no tenía el orgullo de un hombre joven, que reservaría la voluntad para el trabajo, para sus propios casos. Así que no volvió a mirar.

—Listo —dijo el doctor Chopra.

Sartaj oyó el chasquido de los guantes de goma, y se dio la vuelta, manteniendo la cabeza alzada. Vio el rostro del hombre muerto, y lo miró fijamente por un instante. Después vio la mata espesa del pelo del doctor Chopra. El doctor era el hombre más peludo que Sartaj había conocido nunca. Apenas eran las doce, y las mejillas y mandíbula del doctor Chopra ya estaban sombreadas, y una gruesa mata de pelo negro subía desde el pecho hacia el cuello. Se estaba lavando las manos en una pileta.

—Doctor saab —comenzó Sartaj—, necesito ver a Gaitonde y a su amiga.

—Bien —contestó el doctor Chopra—. Están en la cámara frigorífica.

—¿Ya se les ha hecho la autopsia?

—Arre, Gaitonde era un bhai importante, ¿verdad? Él y su amiga pasaron delante en la cola. —El doctor Chopra se rió con una risa genuina y llena de satisfacción—. ¿Quiere que haga que los chicos les traigan de la cámara? Será más rápido si vamos nosotros allí.

Había desafío en su postura, en la forma en que levantaba la ceja poblada y sobresaliente: si puedes aguantarlo, señor policía. La cámara frigorífica era lo que Katekar más detestaba. Había estado dentro solo una vez, cuando él y Sartaj estuvieron mirando el cuerpo de un khabari. Katekar entró en la cámara, se puso una mano sobre la boca y se dio la vuelta y se fue, se fue hasta el árbol banyan. Sartaj permaneció dentro y encontró el cuerpo que andaban buscando. Sartaj lo había hecho antes, podía hacerlo ahora. Se encogió de hombros.

—No hay problema con la cámara frigorífica.

Un pasillo en sombras conducía a la cámara, a través del resplandor desdibujado de la tarde. Sartaj entrecerró los ojos, y caminó, y entonces no hubo forma de evitar el olor. Cruzaron una puerta, y se adentraron en un largo pasillo oscuro, y el olor se apretó contra sus mejillas.

Las ventanas se mantenían cerradas contra el calor, contra el latido del sol, y el aire en el interior de la entrada estaba atracado por la exhalación fuerte, rotunda, de las dos hileras de cuerpos amontonados frente a las paredes y envueltos en sábanas a doble fila. Las sábanas estaban húmedas y el suelo por debajo de las pilas viscoso, resbaladizo.

Sartaj saludó con la cabeza a los ayudantes que se sentaban tras el escritorio al final del pasillo. Podía sentir un hipo que serpenteaba en la parte posterior de su garganta, y no quería abrir la boca.

—Inspector saab —dijo un ayudante, levantándose—. Cuánto tiempo.

Estaba leyendo una novela en hindi, y su amigo escribiendo una carta. Ambos se pusieron de pie.

Sartaj habló despacio, vocalizando:

—Huele peor que la última vez —comentó mientras pasaba al lado del escritorio.

—Arre, saab —contestó el ayudante que tenía la novela—, espere a que el aire acondicionado vuelva a romperse. Entonces olerá algo de verdad.

—Espere a que llueva y las filtraciones comiencen a traspasar las paredes —añadió el otro con gran satisfacción—. Entonces sí que se divertirá.

Encontramos cierto placer al pensar en cómo empeoran las cosas, pensó Sartaj, y después al imaginar cómo se pondrá peor de forma inevitable. Y sin embargo sobrevivimos, la ciudad continúa a trompicones. Quizá un día simplemente se desmorone, y había también una cierta satisfacción en ese pensamiento. Deja que el maderchod golpee.

El doctor Chopra saludó con la cabeza a sus ayudantes. La puerta que daba a la habitación fría era de acero brillante, muy pulcra y nueva y prometía alta tecnología y esterilidad. El ayudante lector tocó el pesado pomo de la puerta, se tocó la garganta y pronunció un mantra. Agarró el pomo, tiró de él, y la puerta se abrió en un balanceo.

—Adelante —invitó el doctor Chopra.

En el interior estaban las hileras revueltas de cuerpos que Sartaj recordaba. Yacían desnudos sobre el suelo alicatado, apretados unos encima de otros, hombro contra hombro, hombro encima de hombro, de un lado al otro de la amplia habitación. Estaban cosidos por la parte frontal, con puntos curvos y anchos de hilo negro grueso allí donde se había hecho la incisión larga para la autopsia. Piel oscura, oxidada, convertida en algo tan densamente opaco como el fango, vello púbico puntiagudo, petrificado. Sartaj estaba pensando, en realidad aquí no hace frío. Lo llaman cámara frigorífica pero hay restaurantes más frescos, la habitación del piso superior del dance bar Delite es más fresca. Podía oír la ráfaga sorda, entrecortada, del aire acondicionado.

—Las señoras están allá —explicó el doctor Chopra.

En este osario, más allá de toda carnalidad, se preservaba la decencia. Las señoras estaban apiladas una encima de otra en una especie de cabina pequeña a la izquierda, con su propia puerta de metal. Los ayudantes llegaron allí y movieron los cuerpos, arrastraron y tiraron de ellos, y algo chocó contra la puerta produciendo un soniquete contento. Sartaj se preocupó por las manos de los ayudantes, lo tocaban todo sin guantes, esperaba que se lavasen las manos después.

—Saab —dijo el escritor de cartas.

La habían encontrado.

Sartaj dio un paso atrás. Tenía los zapatos pegados al suelo.

Se le veía la habitual incisión larga por la parte delantera. Los labios se habían vuelto del color azul pálido agrietado de las velas viejas, y se habían separado de los dientes. En la foto de la autopsia en el archivo sus pómulos estaban aplastados, y apenas visible la afilada nariz. Pero la nariz se había roto una vez, tenía una pequeña marca. Muerta era sencilla, pero había músculo sobre sus hombros y a lo largo de sus costados, y Sartaj vio en ella la postura desenvuelta de una bailarina, elogiada y orgullosa de su figura.

—Mujer muerta desconocida —leyó en una hoja grande el doctor Chopra—. Metro sesenta y uno, cuarenta y nueve kilos, pelo negro a la altura de los hombros, ojos negros, cicatriz de diez centímetros en la rodilla derecha, comió por última vez unas ocho horas antes de la muerte, causa de la muerte: trauma por un único disparo en el esternón; la bala ascendió en ángulo y salió por la cuarta vértebra dorsal, causando un daño masivo en los pulmones y la médula espinal. La muerte fue instantánea.

Muerte instantánea. Sartaj se preguntó si ella la habría visto venir, el cañón levantado y el ojo enrojecido de Gaitonde detrás.

—¿No hay marcas distintivas aparte de la cicatriz?

—Ninguna.

—De acuerdo —contestó Sartaj.

A veces el cuerpo del fallecido te enseñaba cosas que no sabías antes, pero aquella había sido una historia corta. Ella no estaba muy marcada por la vida.

—¿Y Gaitonde? —preguntó al doctor Chopra, dándose la vuelta.

—Gaitonde. Sí.

Sartaj siguió al doctor Chopra por la habitación, por el pequeño pasillo entre los cuerpos. Había flujos de líquidos por el suelo, corrientes de albúmina ligera y secreciones espesas ennegrecidas. Sartaj colocó con cuidado un pie, después el otro. Gaitonde yacía en medio de una hilera, indistinguible del resto a no ser por la destrucción de su cabeza. La carne interior que había quedado expuesta se había vuelto negra.

—Metro sesenta y siete, sesenta y ocho kilos, ha sobrevivido a dos heridas de bala. —El doctor Chopra señaló con el dedo—. Resulta interesante: una en las nalgas. El gran Gaitonde debía de estar corriendo cuando le dispararon. La otra herida fue en el hombro izquierdo, aquí.

Sartaj se inclinó sobre Gaitonde, y comprobó que tenía un perfil fino y una frente noble. Nació para ser un rey, pensó Sartaj, o tal vez un sabio. Debía de haberse mirado en el espejo y preguntado en qué se convertiría.

El doctor Chopra se estaba acariciando el vello del dorso de la mano derecha. Un aire acondicionado se puso en marcha con un pequeño estruendo, y un olor fétido empezó a ascender desde Gaitonde y el resto de cuerpos.

—Gracias, doctor saab —terminó Sartaj, ya había tenido suficiente.

Se enderezó y se fue, caminando deprisa.

Se puso de lado para pasar junto a los ayudantes, que estaban levantando a la mujer muerta para volver a introducirla por la puerta de la cabina. Pasó a su lado. La luz se filtraba por los ángulos de la puerta principal, y en el resplandor Sartaj vio sobre el suelo un jirón destrozado de carne negra, un pequeño trozo de mandíbula pegado a tres dientes. Pasó por encima de él y huyó para entrar en la luz del sol.

—¿Está bien? —preguntó el doctor Chopra.

Sartaj estaba de pie junto a la banyan, con una mano sobre su corteza veteada, respirando.

—¿Por qué no pueden mantener ese lugar gaandu frío? ¿Por qué?

—Los aparatos de aire acondicionado se rompen, el cableado es viejo y los fusibles saltan, y la población es demasiado grande. El depósito es demasiado pequeño.

Sí, era injusto culpar al buen doctor Chopra. De ninguna manera era culpa suya que no hubiera suficiente dinero o electricidad, que el lugar fuera demasiado pequeño y, desde luego, que hubiera demasiados muertos.

—Perdone, doctor —contestó Sartaj.

Hizo un gesto amplio en el aire, un movimiento torpe que lo abarcó todo.

El doctor Chopra asintió y sonrió.

—Gracias —añadió Sartaj.

—Espero que le haya sido útil.

—Sí, sí. Muy útil.

Mientras caminaba hacia el jeep, Sartaj ya no estaba seguro. Ahora el deseo de ver los cadáveres, que solo un poco antes le había parecido tan coherente, se le antojaba extraño. ¿Qué había averiguado? Sartaj no tenía ni idea. Había sido una pérdida de tiempo. Estaba deseando alejarse, estar de vuelta en comisaría, pero fue incapaz de entrar en el jeep. Subió a un bordillo hecho de medios ladrillos pintados dentro de lo que quedaba de un jardín, encontró una zona de hierba marrón muerta y se limpió la suela de los zapatos, los restregó hacia atrás y hacia delante hasta que los tallos se rompieron con pequeños chasquidos y su corazón machacado se asentó y se calmó.

Shalini estaba cocinando cuando Katekar llegó al hogar. Limpiaba en casa de un médico en Saat Bungla, pero solo en una casa, no como otras que tenían tres trabajos jhadoo-katka, o cuatro. Era bueno conseguir dinero del médico, pero habían decidido que ella necesitaba estar en casa cuando llegasen los niños, en casa a mediodía y a primera hora de la tarde para que pudieran sentir su presencia y ella pudiera tenerlos vigilados. Pero el dinero era muy bienvenido. Y era bueno conocer a un médico con una clínica, para momentos en que hubiera una necesidad especial. Katekar extendió su estera y almohada. Shalini estaba cocinando, y a él le gustaba el movimiento de sus gestos, lo arrullaban, el tintineo de las cucharas, la ráfaga del ataque del cuchillo adelante y atrás, el borboteo rápido de las llamas sobre el hornillo, el chisporroteo saltarín cuando lanzaba un puñado de goda masala. Estaba cómodo, con el movimiento tranquilo del aire del ventilador de mesa puesto en «Lento». Hacia la siesta con facilidad durante el día, almacenaba el sueño como un camello acumulaba el agua. En la vida de un agente de policía, era necesario. Respiró hondo y profundo.

Cuando se despertó estaba oscuro dentro de la kholi, y se oía el bullicio de la tarde fuera en el callejón. Giró la muñeca, eran las seis y media.

—¿Dónde están los niños? —preguntó.

No necesitaba girar la cabeza para saber que Shalini estaba sentada en la puerta de entrada.

—Jugando —contestó ella.

Él se sentó, se frotó los ojos. El hornillo vibraba mientras ella lo agitaba, y entonces él le vio la cara, de pronto emergió como el bronce entre la sombra.

—Se están peleando —dijo él, y no le hizo falta añadir que no se refería a los niños.

—Sí.

Amritrao Pawar y su esposa Arpana vivían dos kholis más abajo, y habían estado peleándose de forma continua durante once años. Cuatro años después de casarse, Pawar se hizo con otra mujer. Arpana se marchó, regresó con sus padres, y le aseguraron que tan solo era algo provisional, que Pawar había dejado a la otra mujer y que todo había acabado. Regresó, pero después la otra mujer tuvo un niño, y ahora Pawar mantenía dos casas. Él y Arpana se negaban a romper, se negaban a acercarse más o a separarse, peleaban y peleaban. Para los vecinos de Arpana, la otra mujer era todavía la otra mujer, Arpana no la había llamado por su nombre en once años, y Pawar nunca hablaba de ella.

Katekar y Shalini bebieron té sentados uno frente al otro. Ella tenía el kaande pohe que a él le gustaba sobre un plato situado entre ellos.

—Hablé con Bharti ayer —dijo ella.

Bharti era su hermana pequeña, y estaba casada con un comerciante de restos de metal en Kurla. Aparentemente había mucho dinero en los restos de metal, porque Bharti siempre venía de visita con un sari nuevo. El año pasado, había ido el día anterior a Gudi-Padwa llevando brazaletes nuevos de oro de un grosor y resplandor llamativos, y sujetando no solo guirnaldas de batasha sino cajas grandes, fragantes, de puranpoli y chirote para los niños. Katekar observó a sus hijos lamerse los dedos brillantes, dulces, y observó el rostro de su mujer mientras apartaba las cajas y un sari nuevo para ella, y le maravilló cómo la generosidad puede ser la más sutil de todas las armas, en especial entre hermanas. Así que en ese momento tomó un sorbo largo de té.

—¿Sí? —contestó.

—También van a comprar la kholi de al lado —contó Shalini.

—¿En la chawl?

—¿Dónde si no?

La réplica surgió rápida y aguda, y ella no apartó su mirada socarrona. De modo que ahora su hermana y su cuñado echarían paredes abajo, combinarían habitaciones, tendrían un hogar que sería lo bastante caro como para contener la idea que tenían de sí mismos.

—Tienen tres hijos —apuntó Katekar—. Necesitan el espacio.

Shalini resopló y recogió el plato de galletas.

—¿Qué, esos pequeños taporis necesitan un palacio donde vivir?

Se levantó y empezó a recoger cucharas, a retirar cuencos ruidosamente.

—Bharti ha sido una gandula desde que era así de alta. Esos dos nunca piensan en el futuro. Sus hijos se echarán a perder, espera y verás.

Adoraba a sus sobrinas y sobrino, los ahogaba con abrazos y se ablandaba más con ellos que con sus propios hijos, y Katekar lo sabía bien. Así que se puso la camisa, los pantalones. Ella ya había fregado y colgado la olla. Katekar le sonrió.

—Ayer oí un chiste —dijo.

—¿Qué?

—En una ocasión Laloo Prasad Yadav conoció a unos hombres de negocios japoneses que habían venido a Bihar. Los hombres japoneses de negocios le dijeron: «Jefe-ministro-ji, su estado tiene enormes recursos. Dennos carta blanca durante tres años y convertiremos Bihar en el próximo Japón». Laloo pareció muy sorprendido. Les contestó: «¡Y se supone que los japoneses sois muy eficientes! ¿Tres años? Denme carta blanca durante tres días y convertiré Japón en el próximo Biliar».

—No es muy gracioso. —Pero estaba sonriendo.

—Arre —animó Katekar—, lo que pasa es que tu familia nunca ha tenido sentido del humor.

Este era un tema que habían explorado durante años: la familia de él era derrochadora pero le gustaba la diversión, la de ella era ahorradora pero aburrida. Variaciones de esta teoría incorporaban a los niños, Rohit se parecía a Katekar. Mohit a su madre. En ese momento Shalini pensó en sus hijos.

—Cuando salgas, ¿puedes parar en la tienda de Patil?

Patil era un sastre que tenía una tienda a dos calles, metida en un edificio alto y estrecho que se alzaba sobre lo que en un tiempo había sido un muro derruido y una alcantarilla sin usar. Patil rellenó la alcantarilla, cerró la parte trasera, puso un techo, y ahora sentaba a dos sastres a tiempo completo ante máquinas de coser. Hacía buenos uniformes para los niños, lo bastante resistentes como para que Mohit pudiera llevar lo que se le quedaba pequeño a Rohit.

—Hoy no —contestó Katekar—. Lo recogeré mañana. Pantalón corto y camisa, ¿verdad?

—Sí —confirmó Shalini.

Su irritación se había desvanecido. Le gustaba que lo recordara, y él se daba cuenta.

Fuera, las nubes se aposentaban en lujosos escalones color naranja. Era demasiado pronto para la lluvia, pero Katekar podía sentir cómo se aproximaba. El cielo era un espectáculo histriónico, pero nadie se detenía a mirarlo. Katekar caminó con brío, eficiente al cruzar en diagonal una curva para llegar a la parada del bus. Estaba pensando en el sexo. Había sido bastante infiel durante los años inmediatamente posteriores a su boda con Shalini, antes de que naciese Rohit. Ahora, cuando miraba atrás todo le parecía una locura febril, las visitas que hizo a dance bars y el dinero que gastó en chicas, en habitaciones mugrientas, en taxis tarde por la noche. Shalini apenas era una niña entonces, y él posaba su cabeza en el arco del cuello de ella todas las noches y encontraba, en la forma que las manos de ella tenían de agarrarle los hombros, un hambre que respondía, tranquila y de forma más cuidadosa que la suya pero igual de insistente, igual de intensa. Y sin embargo él acudía a otras mujeres, randis. No había motivo para ello sino una urgencia ante el ofrecimiento de vientres desconocidos, anónimos, bajo nylon barato, transparente. Era una especie de locura común, aceptada por los hombres del mundo, y al menos tuvo el sentido y el conocimiento —incluso en aquellos días lejanos cuando las propias chicas se sorprendían ante su cuidado— de ponerse siempre condón. Después de que naciese Rohit, después de haber sujetado el cuerpo diminuto de su hijo contra el pecho y haber sentido el peso enorme, ineludible, de su propio amor le resultó casi imposible gastar su dinero bien merecido en cualquier otra parte. Estaban estas nuevas urgencias, que se anteponían a todos los deseos: uniformes escolares, libros, zapatos, aceite para el pelo, bates de criquet, tardes en Chowpatty. No obstante, pasó incluso después de haber llegado a conocer la cantidad de felicidad infantil contenida en un billete de veinte rupias, en dos kulfis mientras el sol se ponía sobre un mar en calma, todavía acudía a mujeres, a pesar de sus dos hijos y los dos futuros que estaba construyendo. Pero había sucedido rara vez, mujeres que podían contarse con los dedos de una mano en diez años. Los hombres, decía Shalini a veces, hay locura en los hombres. Él siempre se quedaba callado, pero quería decir: la locura está en sus huesos, no en sus corazones, no en sus mentes. La lógica no talla, solo se agota a veces, está un poco cansada y quiere tumbarse. Pero yo lucho por ella.

En el maidan tenía lugar lo que parecía ser una docena de juegos de críquet, con canchas orientadas unas frente a otras y muy juntas. Fielders de varios partidos corrían a la vez y unos detrás de otros. Debía de haber un par de cientos de niños corriendo unos junto a otros, en esta franja estrecha de tierra amarilla atestada de gente remetida entre una nullah fangosa y la pared trasera de un shamshan ghat municipal. Katekar caminó junto a la pared, rozando el hombro derecho contra las intrincadas volutas de grafitis y posters arrancados. A veces le preocupaba que los niños jugasen separados por una pared de cuerpos quemándose, de nubes de humo que depositaban ceniza impura sobre las canchas. Pero se necesita un lugar donde quemar a los muertos, y la única alternativa era jugar en el extremo de la basti, en la calle abierta junto al tráfico que pasaba. En cualquier caso, hoy no había fuegos, ni humo. Ya no había más muertos por hoy. Mohit estaba sentado sobre un pequeño montículo, junto a un grupo de chappals. Miraba hacia el mar, soñador y feliz, y Katekar sintió que algo se apretaba en su pecho y cedía paso. Rohit era el hijo parecido a su padre, seguro de sí mismo y práctico, a menudo divertido, pero era Mohit, con su introspección pensativa, el que preocupaba a Katekar. La ambición de Rohit y su enojo podrían meterlo en problemas, pero ¿qué sería del pequeño y sensible Mohit? ¿Qué pasaría con esa dulzura? Katekar se puso en cuclillas junto a él.

—¿No juegas? —preguntó Katekar.

—Papa.

Mohit se encogió de hombros, y empezó a morderse el labio inferior, lo que hacía cuando tenía vergüenza.

—Está bien —contestó Katekar, con un golpecito en el hombro de Mohit.

Les había dicho a menudo, a sus hijos, que los deportes desarrollaban el carácter.

—¿No te apetece?

Mohit negó con la cabeza, rápido. Katekar quería preguntar: ¿en qué estabas pensando justo ahora? ¿Qué veías en la tajada pequeña del horizonte acuoso entre los edificios? Pero sonrió y frotó la cabeza de Mohit.

—¿Dónde está tu hermano?

—Allí.

Rohit estaba lanzando, fue una bola tapida, un poco salvaje pero con buena velocidad. El bateador la perdió por completo, apenas la vio, y el uricket-keeper la cogió con suavidad y se la devolvió a Rohit con el mismo movimiento. Rohit trotó de regreso al wicket, despacio y pensando en el siguiente lanzamiento. Era un buen jugador, Katekar lo veía sencillamente por su aplomo natural, su confianza y precisión científica cuando hacía gestos a sus fielders, tú a la izquierda, un poco más, sí, ahí. Rohit vio a su padre en ese momento, se paró en seco. Y Katekar le vio estremecerse por un solo instante, apretar el ceño fruncido con resentimiento al ser interrumpido, invadido por el aplomo de su padre. Después sonrió y siguió adelante. Katekar le devolvió el gesto con un movimiento por encima de la cabeza: lanza. Rohit regresó a su línea, ocupó su puesto y, a pesar de que el lanzamiento estuvo bien, la pelota fue larga. La siguiente fue corta.

Katekar se levantó.

—Mohit —dijo—. No lleguéis tarde a casa. Estudiad bien. Os veré mañana.

—Sí, Papa —respondió Mohit.

Katekar apretó el hombro de Mohit y se marchó de allí deprisa. Estuvo tentado, pero no giró la cabeza para ver jugar a Rohit.

El PS1 Kamble acudió para la redada en el dance bar Delite.

—Seré vuestro hombre secreto —dijo, y rió con fuerza ante su propio ingenio, porque en el Delite le conocían mejor que a algunas de sus bailarinas. Siempre se sentaba en la cabina central de cara a la pista de baile, y siempre había gastos especiales en su cuenta. En la furgoneta, de camino al Delite, estaba de un humor glorioso, y les contó chistes.

—¿Cómo metes a treinta marwaris en un Maruti 800? Lanzas dentro un billete de cien rupias.

Los agentes en la parte posterior de la furgoneta, incluyendo dos mujeres, se rieron.

Sartaj preguntó:

—¿Por qué estás tan contento, Kamble? ¿Cómo va el marcador hoy?

Kamble sacudió la cabeza, y se quedó callado con expresión engreída, y después volvió a estar jovial. Siguieron conduciendo, hacia el sonido de su risa. En el Delite, después de haber aparcado la furgoneta, y mientras esperaban la hora acordada, Kamble salió del edificio con un whisky y agua. Apartó a Sartaj a un lado, lejos de los agentes, y le hizo caminar un pequeño trecho por la calle. Desprendía un fuerte olor a alguna loción para después del afeitado con aroma a almizcle, y llevaba una camiseta blanca de Benetton con mangas a rayas verdes, metida por dentro de unos vaqueros azules. Se inclinó hacia atrás y levantó un pie cada vez, luciendo un par de zapatillas de deporte impresionantemente complicadas y coloridas.

—Unas zapatillas muy musst, ¿verdad? —preguntó—. Mucho. ¿Extranjeras?

—Sí, jefe. Nike.

—Muy caras.

—El gasto es todo relativo. Cuando tienes dinero en el bolsillo, los gastos se vuelven pequeños. Sin dinero, los gastos son grandes.

—¿Conseguiste tener dinero en el bolsillo?

Kamble contempló a Sartaj por un momento, con la cabeza inclinada sobre el vaso.

—Suponga… —dijo—. Suponga que un brillante y joven agente de policía tuviera un khabari, uno muy útil que apareciera con información solo de vez en cuando, pero siempre con información ekduttt sólida.

—¿Qué tipo de khabari es ese? ¿Quién?

—Da igual el khabari. No importa. Lo que importa es que el agente joven e inteligente ha conseguido un soplo esta mañana: un ladrón local de poca monta llamado Ajay Mota tiene un alijo de móviles robados en su kholi. Son móviles totalmente nuevos, ¿entiende?, conseguidos durante un robo hace tres días, en una tienda en Kurla.

—Muy bien. Así que el agente va y arresta a Ajay Mota.

—No, no, no. Eso es demasiado sencillo, jefe. No, el khabari sabe dónde vive ese Ajay Mota. Pero el agente no quiere pillar al bastardo todavía. No, invierte algo de tiempo, se viste de paisano, coge al khabari, espera fuera de la basti de Ajay Mota y hace que el khabari señale al bastardo cuando sale con una bolsa sobre el hombro. Es un riesgo, por supuesto… ¿qué habría pasado si Ajay Mota hubiera ido por otro camino? Pero no lo hace. El agente deja atrás al khabari, y sigue a Ajay Mota. Otro riesgo, seguirle en medio del tráfico ajetreado. No es fácil, pero el agente tiene una moto, y Ajay Mota va en coche. De forma que el coche del apradhi circula durante diez minutos, después el apradhi se baja, entra en una tienda. Sale al cabo de veinte minutos, con la bolsa sobre el hombro. Así que ahora el agente le coge, khatakhat, lo agarra por el cuello, le enseña un revólver, dos bofetadas, estás arrestado, bhenchod, ¿quieres cooperar? Después, sin pausa, el agente le hace entrar en la tienda, lo empuja por la espalda, y ahí está el comerciante de mercancías robadas, con los teléfonos robados frente a él. Así pues, el oficial tiene dos arrestos, las mercancías robadas se recuperan y la bolsa de Ajay Mota hay cuarenta mil rupias.

—¿Solo cuarenta mil? ¿Cuántos teléfonos había?

Kamble se rio, vació el vaso, y alcanzó las últimas pocas gotas alargando la lengua. Estaba muy satisfecho.

—No importa cuántos teléfonos hubiera, Sartaj saab. Lo que importa es que se atrapó a los hombres malos —contestó, poniéndose de pie muy derecho, moviendo un dedo—. Necesito rellenar el vaso, jefe. Una y otra vez —y se fue, tarareando para sí mismo.

Sartaj pensó en el triunfo de Kamble mientras llevaban a cabo la redada. Kamble tenía razón, se había atrapado a los malos. El propio Kamble habría cogido una buena parte del dinero, probablemente alrededor de la mitad de lo que había en la bolsa, y tal vez uno o dos teléfonos. El dinero era una recompensa por su excelente mantenimiento del orden, por su vigilancia y asunción de riesgos. Lo había hecho bien hoy, y lo estaba celebrando. Se lo merecía.

La propia redada del Delite fue muy disciplinada. Shambhu tenía a las cinco chicas que esperaban para ser arrestadas formando una fila ordenada en su despacho. Estaban comiendo paya y hacían bromas sobre los policías y sus palos, mientras el resto de ellas salía afuera para coger sus habituales taxis ya acordados para que les llevasen a casa. Formaban un grupo reluciente, llamativo, la mayoría jóvenes, algunas de ellas bastante bonitas con su espeso maquillaje para la pantalla grande, orgullosas de las elegantes curvas de sus cinturas.

Shambhu se acercó caminando hacia Sartaj, seguido a pocos metros por Kamble. Eran amigos, de edad parecida, ambos culturistas, pero donde Shambhu estaba delgado y cincelado, Kamble tenía masas y bultos grandes, redondeados.

—Muy bien, saab —informó Shambhu—. Arresto listo.

Una de las agentes estaba de pie junto a la furgoneta, y la otra abrió la puerta del Delite y gritó. Las arrestadas salieron desfilando a la calle y se encaramaron en la parte trasera de la furgoneta, balanceándose al subir mientras sus elegantes tacones relucían bajo la luz roja del letrero de neón de Delite.

—¿Van a hacer ese… ese paseo? —le preguntó Katekar a Shambhu.

—Una expedición —respondió Shambhu—. Un paseo es lo que haces cuando vas a la tienda de paan de la esquina.

—Expedición, sí, ¿tú vas?

—Mañana.

—No te caigas de una montaña.

—Se está más seguro allí que aquí, jefe.

Sartaj observaba a Kamble, que estaba tarareando. Tenía los pies muy separados y los hombros echados hacia atrás y los codos hacia fuera. Sartaj caminó a su alrededor.

—Coméntale al agente joven que he dicho: buen trabajo.

Kamble sonrió burlón.

—Lo haré, jefe.

Volvió a tararear, y en esta ocasión Sartaj pudo distinguir la canción: Kya se kya ho gaya, dekhte dekhte. Kamble levantó los brazos, agachó la cabeza y bailó un par de pasos. Tum pe dil aa gaya, dekhte dekhte.

—Nos vamos —anunció Sartaj—. ¿Vienes?

—No —respondió Kamble. Inclinó la cabeza sobre un hombro, señalando hacia atrás hacia el Delite—. Tengo una cita.

No todas las chicas del Delite habían sido arrestadas o se habían ido a casa.

—Pásalo bien —apuntó Sartaj.

—Jefe —replicó Kamble—, siempre lo hago.

Sartaj golpeó a un lado de la furgoneta, y se pusieron en marcha.

—Sartaj saab —oyó que gritaba Shambhu tras él—, usted también podría pasarlo bien, señor. Debería pasarlo bien de vez en cuando. La diversión es buena.

Kamble se estaba riendo, Sartaj pudo oírle.

Solo cuando estuvieron de vuelta en comisaría descubrieron que habían arrestado a seis bailarinas, no a cinco. Las chicas se sentaban en fila sobre un banco en la sala de interrogatorios y Sartaj se dio cuenta de que eran seis, y que la sexta era Manika. Ella inclinó la cabeza y le miró con recato con el chunni sobre la cabeza, toda ella enormes ojos oscuros y timidez, y las otras chicas estallaron en risas. Sartaj respiró hondo y salió de la sala.

—Esta debe de ser la idea de diversión de Kamble y Shambhu —le dijo a Katekar.

—Yo no tuve nada que ver con ello, señor —contestó Katekar.

Katekar tenía una cara muy seria, y Sartaj le creyó. Pidió:

—Hazlas entrar una a una. Me sentaré aquí.

—Sí, señor, una a una.

Katekar se quedó de pie junto a la puerta, y las agentes, mujeres, trajeron a las chicas una a una, y también se retiraron a la puerta. Sartaj escribió los nombres: Sunita Singh, Anita Pawar, Rekha Kumar, Neena Sanu, Shilpa Chawla. Tenían todos los nombres listos para él, y estaban relajadas y para nada perturbadas por él, y solo vacilaron cuando arrastró las fotografías del álbum de Gaitonde y las pasó ante ellas una a una. Todas negaron con la cabeza, resueltas e inexpresivas.

—No, no, no —contestó Shilpa Chawla cuando le mostró las fotografías de la mujer joven, las poses sonrientes e insinuantes bajo las luces suaves.

—Mira la foto antes de decir que no —pidió Sartaj. Dio un golpecito con el índice a la foto de una mujer joven que llevaba un sombrero azul—. Mírala.

—No la conozco —respondió Shilpa Chawla, con la mandíbula tensa.

Cuando le mostró la foto de la mujer muerta, que había guardado para el final, Shilpa Chawla se echó hacia atrás en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Por qué me pregunta? ¿Por qué me enseña todo esto? No sé quién es.

Shilpa Chawla, con su pseudónimo de estrella de cine por partida doble, estaba indignada y enfadada y asustada, y Sartaj no tenía evidencia de que estuviese mintiendo.

—De acuerdo —le dijo a Katekar—. Trae a Manika.

Era mayor que las otras, tal vez tuviera treinta y pocos, aunque tenías que fijarte con mucha atención para verlo, e incluso entonces la edad radicaba en su confianza ligeramente cansina, en la rectitud de su espalda y el interés sincero que le concedía a Sartaj. Junto a la puerta, Katekar y las agentes se sonreían de forma burlona unos a otros, y Sartaj se alegró de que estuviesen demasiado lejos para oír a Manika.

—¿Cómo está? —preguntó ella en inglés.

—Tengo algunas preguntas que hacerle, señora —replicó Sartaj, y su hindi era cortante.

—Pregunte —concedió ella.

Era morena, delgada, muy alta, quizá metro setenta y tres, y no exactamente guapa, pero tenía hoyuelos y empujaba la barbilla hacia fuera y los ojos estaban vivos por completo, y ponía incómodo a Sartaj.

—¿Conoce a estas mujeres?

Manika hojeó las fotografías, prestando mucha atención a cada una.

—¡Oh —exclamó al mirar la tercera—, qué fea es esa blusa! Mire esos volantes en las mangas, parece una broma. Y la chica es guapa. Alguien tiene que enseñarle a vestirse.

—¿La conoce?

—No —respondió Manika, y cogió las fotografías restantes de la mano de él y se echó hacia atrás en la silla.

Llevaba un conjunto de ghagra-choli negro con detalles plateados por todos lados, y la parte delantera de la choli era gruesa a causa de eso, como una armadura sobre la tela fina. Era la única que había ido con sus ropas de baile.

—¿Quiénes son estas mujeres, inspector saab? —Ahora volvía a ser recatada—. ¿Chicas con las que quiere entablar amistad?

—¿Conoce a alguna de ellas?

Estaba en silencio, y había dejado de mover las manos. Sartaj sabía que miraba a la mujer muerta.

—¿La conoce?

Negó con la cabeza.

—Es muy importante que me lo diga si lo sabe.

—No, no lo sé. ¿Qué le ha pasado?

—La han asesinado.

—¿Asesinado?

—Disparado.

—¿Ha sido un hombre?

—Sí, ha sido un hombre.

Ella puso las fotografías boca abajo sobre la mesa.

—Claro que ha sido un hombre. A veces no sé por qué nos preocupamos por usted. De verdad que no lo sé.

Sartaj podía oír el zumbido de los fluorescentes en el pasillo de afuera, y los pasos a lo lejos en la parte delantera de la comisaría.

—Tiene razón —contestó—. La mayor parte del tiempo yo tampoco lo sé.

Había un escepticismo evaluador en la ceja levantada de ella, no hostilidad, solo una cierta incredulidad cansada.

—¿Me puedo ir ahora? —preguntó con suavidad.

—Sí. ¿Qué nombre apunto?

—El que quiera.

Sartaj empezó a escribir, pero se detuvo cuando ella se puso de pie. El chunni se deslizó desde su hombro cuando se dio la vuelta, y él vio que la choli estaba atada en la espalda por cintas negras, exponiendo las curvas finas del filo de sus hombros y la larga columna morena de su espalda. En la pista de baile debía de dar vueltas, pensó Sartaj, y hacer arder esos ojos mirando por encima del hombro a los hombres en las cabinas, a los hombres que miraban fijamente en la oscuridad.

—Se lo diré —pronunció desde la puerta.

En los cuatro pasos desde la silla había recobrado su sonrisa burlona, su ironía exultante.

—¿Decirme qué?

Regresó a la mesa, giró las fotos boca arriba y pasó la de la mujer muerta, apartó otras con una larga uña roja, mientras se sujetaba y apretaba el chunni con la otra mano.

—Esta —dijo.

—¿Qué pasa con ella?

—Tendrá que ser muy bueno conmigo —respondió—. Se llama Kavita, o al menos así es como se hacía llamar cuando bailaba en Pritam. Participó en algunos vídeos y dejó de bailar. Luego oí que estaba en alguna serie. Después de conseguir la serie vivía en Andheri East, en un PG. Siempre fue muy afortunada, esa Kavita. No muchas chicas como nosotras llegan tan lejos Ni una entre mil. Diez mil.

—Kavita. ¿Está segura de que es ella? ¿Es su verdadero nombre?

—Claro que estoy segara. Y tendrá que preguntarle a ella si es su verdadero nombre. ¿Va a ser bueno?

—Sí, por supuesto que lo soy.

—Está mintiendo, pero es un hombre, así que le perdona ¿Sabe por qué se lo he contado?

—No.

—El hombre que hizo esto es un rakshasa. Y no se sienta demasiado bien, usted también es un rakshasa. Pero tal vez atrape a ese rakshasa.

le castigue.

—Tal vez —contestó Sartaj.

El hombre que lo había hecho había sido atrapado, y sin embargo había escapado, y Sartaj nunca había estado seguro acerca del castigo, porque siempre parecía demasiado grande o demasiado pequeño. Los atrapo porque eso es lo que hago, y ellos corren porque eso es lo que hacen, y el mundo sigue girando. Pero no dio esta explicación a Manika, así que dijo:

—Gracias.

Después de que ella se hubiese ido, después de que hubiesen subido al grupo en la furgoneta y las hubiesen mandado de vuelta a casa, Sartaj dejó a Katekar en la esquina de Sriram Road, a un paseo cómodo de distancia de su casa. Katekar levantó la mano a la altura del pecho y se giró, y entonces Sartaj preguntó:

—¿Qué aspecto tiene un rakshasa?

Katekar se inclinó y se apoyó en la ventanilla.

—No lo sé, señor. En televisión tienen pelo largo y negro, cuernos.

dientes puntiagudos a veces.

—¿Y van por ahí comiendo gente?

—Creo que ese es su principal trabajo, señor.

Ambos rieron. Habían pasado el día trabajando, y habían hecho algún pequeño progreso en sus investigaciones, así que estaban contentos.

—Sería agradable tener de eso durante algunos interrogatorios —apuntó Sartaj—. Cuernos, y dientes como los lobos.

Pero de camino a casa a Sartaj se le ocurrió que la mayoría de la gente que interrogaba estaba tan asustada que debía de tener los caninos más grandes de lo normal. Era el uniforme lo que los aterrorizaba, lo que traía de vuelta todos esos cuentos sobre brutalidad policial acumula dos por muchas generaciones. Incluso quienes buscaban ayuda hablaban con cautela de los policías, y quienes no necesitaban ayuda trataban de ser abiertamente amistosos por si alguna vez la necesitaban. Los policías eran monstruos, apartados del resto. Pero Parulkar le había dicho a Sartaj en una ocasión: «Somos hombres buenos que debemos ser malos para mantener a hombres peores bajo control. Sin nosotros, no quedaría nada, solo habría una jungla».

Una bruma baja, amarilla, revoloteaba por detrás de los edificios mientras Sartaj conducía. Las calles estaban tranquilas. Sartaj imaginó a los millones de ciudadanos durmiendo, seguros una noche más. La imagen le proporcionó algo de satisfacción, pero ni por asomo tanta como solía. No podía decir si era porque se había vuelto más rakshasa o menos. Aun así, tenía un trabajo que hacer, y lo hacía. Ahora necesitaba dormir. Se fue a casa.