INVESTIGANDO A LAS MUJERES

Al día siguiente, Sartaj se unió a Parulkar en su ejercicio matinal. Caminaron en círculos alrededor de Bradford Park, una órbita pequeña en la intersección de siete calles cerca de la casa de Parulkar. Eran las cinco y media, y la hierba bajo los pies estaba un poco húmeda. Parulkar llevaba deportivas de color rojo debajo de sus vaporosos pajamas blancos y avanzaba rápido alrededor de la circunferencia, adelantando primero a los demás que caminaban y doblándolos después. Sartaj se tenía que esforzar para seguirle.

—No entiendo la enseñanza de las escuelas nuevas —comentó Parulkar—. ¿Cómo es que Ajay tiene cinco y medio y no es capaz de leer? Presumen de ser la mejor escuela de Mumbai. Tuvimos que emplear docenas de contactos para que el niño entrase, ya sabes.

Ajay era el nieto de Parulkar, y cursaba el último año de jardín de infancia en la muy nueva y muy moderna escuela Dalmia.

—Es un nuevo sistema de enseñanza. No quieren presionar a los niños.

—Sí, sí, pero al menos que les enseñen a leer «gato» y «pato». Tú y yo tuvimos presión, y no hemos salido tan mal.

Pasaron junto a los guardaespaldas de Parulkar y comenzaron otra vuelta.

—A mí toda aquella presión no me fue muy bien, señor. Me aterraban aquellos exámenes.

—Arre, no eras tan malo. Era solo que siempre tenías otras cosas en mente, criquet y películas y después, Dios mío, chicas. —Parulkar sonrió burlón—. ¿Te acuerdas de aquella vez en la que tuve que hacer guardia mientras estudiabas?

Eso fue cuando Sartaj tenía quince años. Se había acostumbrado a salir por la ventana durante las horas de estudio intensivo, y al final Parulkar se presentó voluntario para echarle un ojo la noche antes de su examen de matemáticas. Se lo pasaban bien en realidad, con dosis regulares de batido de Nescafe, y naranjas y plátanos pequeños, y Parulkar había demostrado tener talento para condensar problemas complejos en preguntas simples. Sartaj aprobó el examen con una nota de cincuenta y ocho sobre cien, la más alta que nunca había conseguido en matemáticas.

—Sí, señor. Y vimos al chowkidar durmiendo.

Le habían arrojado cáscaras de naranja al chowkidar, que estaba profundamente dormido, y ahora se rieron como lo hicieron entonces.

—Vayamos a los negocios, Sartaj.

—Sí, señor.

Eso significaba que estaban llegando al final del paseo, que en su mayor parte procuraba mantener liberado de distracciones laborales.

—Tengo un contacto para ti de la banda-S. Se llama Iffat-bibi Es la tía materna de Suleiman Isa. Durante mucho tiempo, ella ha sido su principal controller aquí en Mumbai. Es vieja, pero no te dejes engañar por eso. Es muy inteligente, muy despiadada, ha sido uno de sus activos principales.

—Sí, señor.

—Este es el número en el que puedes localizarla. —Parulkar le deslizó un papel doblado a Sartaj—. Siempre está ahí por las tardes. Espera tu llamada.

—Gracias, señor. Es un gran contacto, señor.

Parulkar se encogió de hombros, agitó la mano quitándole importancia.

—Y ten cuidado. Cualquier información que te dé no es gratuita. Antes o después te pedirá algo. Así que no le prometas nada que no puedas dar.

—De acuerdo, señor.

—Una mujer interesante. Hubo un tiempo, me dijeron, en que los hombres morían por ella. Pero cuando yo la conocí ya era vieja. Y lo que pensé fue que tenía que haber sido preciosa, pero nunca fue el trofeo de ningún hombre. Si un hombre moría por ella, ella lo provocaba. No había duda al respecto. Ninguna duda en absoluto.

—Tendré cuidado, señor.

El paseo de Parulkar había terminado, pero se dirigió a su coche la misma velocidad. Sartaj le vio marcharse, y pensó que en realidad nunca había correspondido a Parulkar por todo lo que le había dado.

«Nada en la vida es gratuito» había sido una de las primeras lecciones de Parulkar, pero Sartaj nunca sintió haber devuelto el mismo valor.

Tal vez algún día todo sería merecido.

Aquella mañana, Sartaj y Katekar siguieron la pista de Manika hasta la lustrosa Kavita, que tiempo atrás había bailado en un bar llamado Britain, para dar luego el salto extraño hasta los escalones más bajos del mundo del espectáculo. Se llamaba en realidad Naina Aggarwal, y era de Rae Bareli. El gerente del dance bar Pritam miró la fotografía y les dijo el nombre de la serie en la que estaba actuando: 47 breach Candy. Veía la serie cada jueves, estaba muy orgulloso de ella, aunque no había vuelto a contactar con él una vez que empezó a aparecer en televisión. El propietario de Jazz Films, que producía 47 Breach Candy, le dio a Sartaj el número de teléfono y la dirección de la chica y le dijo que mirase el programa, que estaba funcionando muy bien, TRP muy altas, críticas muy buenas, era muy entretenido, basado en un programa norteamericano pero completamente indianizado, completamente de nuestra cultura. Naina Aggarwal ya no vivía en Andheri East, sino en un apartamento en Lokhandwalla con otras tres chicas, todas trabajaban en televisión. Era menuda, más guapa que en la foto, y empezó a llorar incluso cuando Sartaj le preguntó de dónde era, qué hacía su padre, si tenía hermanos o hermanas. El rímel le había ennegrecido toda la cara hasta la barbilla para cuando él dijo:

—Sabemos que has estado implicada en una actividad muy mala. Pero no vamos a acosarte. Si nos ayudas.

Asintió a toda prisa, sujetando las manos apretadas frente a la boca. Se sentó en la cama, encogida, y el miedo empezó a apoderarse de ella en aquella habitación que había logrado ganarse por sí misma. Sobre la cama había un estante atornillado a la pared, y estaba repleto de fotografías de gente de Rae Bareilly con camisas brillantes, y Sartaj reconoció al padre de ella, director de colegio. Procedía de una familia muy respetable, y había bailado en el bar solo durante dos meses, cuando acababa de llegar a la ciudad y el dinero había empezado a escapársele de las manos más rápido de lo que ella creía posible. Asintió con ganas. Estaba desesperada por lograr que la policía se fuera de su habitación antes de que sus compañeras de piso y vecinos supieran que estaba implicada en asuntos policiales desagradables, que en una ocasión había bailado en un bar sórdido.

—Mira —pidió Sartaj. Puso la fotografía de la mujer muerta sobre la cama junto a Naina—. ¿Conoces a esta persona?

Estaba aterrorizada, pero no podía apartar la mirada de la foto.

—Está bien. Tan solo dinos su nombre.

Le costó tragar varias veces, tres intentos, hasta que lo pudo soltar.

—Jojo.

—¿Jojo? ¿J-o-j-o?

—Sí. ¿Qué le ha pasado?

—Está muerta.

Naina dobló las piernas sobre la cama y pareció muy joven. La serie en la que actuaba estaba llena de intriga y adulterios y asesinatos, pero Sartaj vio claro que sería incapaz de preguntar cómo había muerto Jojo.

—No te preocupes —siguió Sartaj—. No vamos a implicarte en nada de esto si eres sincera con nosotros. ¿Cuál era su apellido?

—Mascarenas.

—Jojo Mascarenas. ¿Y trabajabas para ella?

—Sí.

—¿Cómo?

Sin levantar la cabeza de las rodillas, Naina intentó un pequeño encogimiento de hombros.

—Es representante de modelos y productora. Me recomendaba a agencias, me conseguía participaciones en vídeos.

Sartaj fue muy suave y amable en ese momento.

—Pero eso no era todo, ¿verdad?

Katekar estaba apoyado contra la puerta, dejaba que Sartaj manejase el interrogatorio. Con los años, habían descubierto que en ciertas situaciones relacionadas con mujeres la preocupación y cuidado de Sartaj funcionaban mejor que las herramientas directas de intimidación y las voces elevadas. Empleaban la habilidad de cada uno de manera imparcial, en función del contexto y el caso. Así que ahora Katekar se mantenía apartado en la esquina y muy quieto.

—Naina-ji —dijo Sartaj—, esto es un asunto muy serio. Asesinato. Pero no puedo protegerte si no eres totalmente sincera conmigo. No te preocupes. Te prometo que no te implicaré en esto en absoluto, tu nombre nunca saldrá a relucir. Solo trato de investigar sobre la tal Jojo. No me interesas para nada, no corres peligro. Así que, por favor, cuéntame.

—Ella… ella me encontraba clientes.

—Clientes.

En ese momento lloró con fuerza, se dobló hacia delante, temblando. Se marcharon diez minutos más tarde, con el número de teléfono y la dirección de la oficina de Jojo Mascarenas, y algunos hechos: Jojo era representante de modelos, y también era propietaria de una productora de televisión, producía programas, y si no había alguna producción en marcha, papeles o campañas, podía conectar oferta y demanda, enviar a las jóvenes, bellas y necesitadas a los ricos y exigentes, todo era cuestión de un par de buenas fotos y unas pocas llamadas telefónicas, era sencillo, era eficiente y todo el mundo conseguía lo que quería.

Sartaj y Katekar esperaron el ascensor en un pasillo en sombras.

—De esa forma la llorosa Naina consiguió la serie —concluyó Katekar—. Después de todo ese baile.

—Sí —replicó Sartaj—. Pero ¿qué pasa si la serie fracasa estrepitosamente?

—De vuelta a Rae Bareilly.

El ascensor sin luz llegó y entraron, y después de que Katekar hubiera hecho sonar la puerta plegable de metal tres veces para cerrarla, fuerte, bajaron a través de bandas fugaces de luz.

—Nadie regresa nunca a Rae Bareilly —apuntó.

Y aunque ella lo hiciese, pensó Sartaj, ¿la acogería de vuelta Rae Bareilly? Había transitado todo el camino hasta Lokhandwalla, y hasta 47 Breach Candy, y hasta Jojo, y Jojo la había enviado a otros lugares.

—¿Es hora de llamar a la Dilli-vali, señor? —preguntó Katekar.

Barras alargadas de color negro se deslizaban por su rostro.

—Todavía no —contestó Sartaj—. Quiero saber quién era la tal Jojo.

Jojo Mascarenas era pulcra. Llevaba muerta cinco días, pero su apartamento estaba limpio, seguía brillante y fregado y lustroso. Había una hilera de cucharones de metal relucientes en la pared de la cocina, colgados de ganchos de metal por orden gradual de tamaño. Los dos teléfonos y el contestador sobre la barra junto a la mesa de comedor estaban alineados de forma precisa, y las superficies alicatadas del baño del pasillo brillaban con un azul profundo.

—Esta mujer ganaba dinero —comentó Katekar.

Pero tenía cuidado con él. La dirección de la oficina que les habían dado terminó siendo su apartamento, en el tercer piso de Nazara, en Yari Road. Ganaba dinero pero ahorraba: el primer dormitorio pequeño a la derecha del pasillo era su oficina de producción, abarrotada con archivadores y tres escritorios y un ordenador y dos teléfonos y una máquina de fax, todo en elegante orden, todo necesario para el trabajo que hacía. Ni siquiera su dormitorio era lujoso, solo un simple colchón doble sobre un soporte bajo, sin cabecera. Había un espejo alto en la pared, y una mesa frente a él, cubierta por filas de cosméticos, y un taburete negro. No había sofás de piel, ni lámparas de araña, ni estatuas de oro, ninguno de los derroches que Sartaj había llegado a esperar de la gente que comerciaba con imágenes y cuerpos. Cuando introdujo en la cerradura la llave que había llevado en el bolsillo, mientras la giraba con suavidad, esperaba ver un burdel filmi satinado en rojo, o un desorden abandonado, pero no este refugio sobrio, este hogar y oficina tan sosegado. Le dejó perplejo.

—Muy bien —dijo Sartaj—. Registrémoslo.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Katekar.

—Quién era esta mujer.

Katekar se puso a trabajar, pero era impaciente, rápido, desaprobaba. Sartaj sabía que prefería la narración escueta, mordaz, de un caso de asesinato ordinario, donde tenías un cuerpo, un desconocido asesino o asesinos, y buscabas un motivo. Aquí había dos muertos, evidentemente uno había matado al otro, ¿y qué importaba cuál fuese su relación? ¿Cómo lo ibas a saber? ¿Por qué debería importarte? ¿A quién le importaban un gángster y una proxeneta? Katekar permanecía callado, pero Sartaj sabía que estaba maldiciendo. Era un caso aaiyejhavnaya según Katekar, Sartaj estaba seguro, y una mujer de Delhi aaiyejhavnayi, todo esto era jhav.

—Jhav-jhav-jhav —murmuró Sartaj mientras trabajaba.

Primero registró el dormitorio, porque era lo más fácil. Cualquier cosa de utilidad estaría en la oficina, pero había que mirar en el dormitorio, así que fue a ello. Había un armario empotrado en la pared a todo lo largo de la habitación, y tenía dos apretadas hileras de saris, blusas, ghagras, pantalones, vaqueros, camisetas, camisas. Seguían un orden, una lógica femenina y muy personal que Sartaj no podía entender del todo, pero que le recordaban con intensidad las gradaciones por el color de las camisas en su armario, de rojo a azul. El armario de Jojo le hacía parecerse a ella. Le agradó su gusto por los zapatos, el cuidado que tenía con la piel, su entendimiento de las funciones diferentes del calzado, por qué era necesario tener tres pares de zapatillas de deporte, de las de repuesto a las supertecnológicas, y le gustó que las hubiese colocado en el extremo derecho de la más baja de las tres hileras escalonadas de sandalias y botas y chappals y zapatos de tacón. El apartamento era sencillo, estaba casi desnudo, pero la ropa era exuberante. Sartaj lo aprobó.

Tal como esperaba, no encontró nada de especial interés en el dormitorio. En el baño rosa había una multiplicidad de champús y jabones, y dos bragas y un sujetador que colgaban de la barra de la cortina. Había más ropa y algunos platos y lámparas viejas en los altillos encima del armario de la ropa, y maquillaje y varios tipos de hilo y agujas de coser en los cajones del tocador, así como un montón de Femina y Cosmopolitan y Stardust y Elle junto a la cama, pero eso era todo. Katekar estaba acabando con el salón cuando Sartaj salió al pasillo.

—Su bolso estaba detrás de la barra de la cocina —dijo—. En el suelo. Simplemente lo había dejado allí.

—¿Había algo dentro?

—Pintalabios y chorradas, eso es todo. No hay carné de conducir, solo una tarjeta de votante y una tarjeta del PAN.

Sacó las tarjetas. Juliet Mascarenas, decían ambas. Pero esta fue la primera vez que Sartaj la vio sonreír. Estaba muy animada en ambas fotos, brillando perezosamente ante la cámara, segura de que sabía algo sobre ti.

—¿Algo más? —preguntó Sartaj.

—Nada. Pero no hay fotos.

—¿Fotos?

—Fotos. No hay ni una en toda la casa. Nunca he conocido a una mujer que no pegue fotos por todos lados.

Katekar tenía razón. Cuando Megha le dejó, se llevó muchas fotos y aun así Sartaj pasó una tarde de domingo metiendo fotos en una caja de zapatos, arrancándolas de las paredes. Y Ma tenía paredes repletas de ellas, historias de la familia y sus ramificaciones, todas expuestas, todas las conexiones y pérdidas.

—Tal vez las tenga archivadas.

Y entraron en la oficina. Haba un archivador negro, cuatro compartimentos de altura. Las carpetas estaban etiquetadas cuidadosamente: «Anuncio de Zapatos D’Souza»; «Campaña Restaurante Sharmila». El piso inferior estaba repleto, pesaba, salió con lentitud.

—¿Actores? —preguntó Katekar.

—Sí, y actrices.

Los hombres estaban a la derecha, las mujeres a la izquierda, en hileras alfabéticamente organizadas de fotos brillantes, con el currículum grapado por detrás. Anupama, Anuradha, Aparna. En realidad, todavía no eran actrices, sino jóvenes y optimistas. Llenas de esperanza. Y había gran cantidad de ellas, simplemente había demasiadas. La mayoría no tendría éxito, pero seguían viniendo y viniendo a esta ciudad de oro. De este excedente y esta hambre, de esta ecuación simple, surgía el negocio de Jojo. Siguieron registrando, abriendo cajones y levantando archivos de los estantes. Había un armario de metal de media altura, que se abrió con la tercera llave del aro de Jojo, y dentro encontraron sus libros de cuentas, sus talonarios, sus extractos bancarios, y joyas en una caja de metal: dos collares de oro, tres pares de brazaletes de oro con diferentes diseños, una sarta de perlas, pendientes de diamantes y un montón enmarañado de plata.

—¿Dónde está el dinero en efectivo? —preguntó Katekar—. ¿Dónde lo guarda?

El efectivo era con lo que los clientes pagaban sus deudas por cierto producto. El negocio legal de televisión de Jojo producía algo de dinero negro, pero la mayoría provenía de cheques bancarios legítimos. El pequeño negocio paralelo a la prostitución generaba solo dinero en efectivo, por supuesto, grandes cantidades. Pero no estaba en el armario de metal. Y tampoco podía estar en el banco. ¿Dónde estaba, pues? Sartaj salió al pasillo, dio una vuelta por la cocina y el salón. Apartó de la pared un grabado enmarcado. Era una escena de bosque, pero bajo el claro verdeante solo había pared. Se quedó de pie al borde de la bañera y dio golpecitos a los azulejos del techo. Todo era sólido, no había huecos escondidos, no había compartimentos secretos detrás del tanque de agua suspendido encima de la puerta. De regreso al pasillo, Sartaj vio que Katekar había apartado de las paredes los armarios y las mesas de la oficina y estaba de rodillas comprobando los bordes del suelo. En el pasado, habían encontrado dinero en escondites sutiles, en huecos construidos de forma precisa, había pericia en esta ciudad para esconder dinero, los constructores habían perfeccionado el arte de estanterías y cabeceras trabajadas que se deslizaban al tocar un botón secreto para descubrir dinero empaquetado. En una ocasión descubrieron lingotes de oro en bolsas cosidas en los bajos de cortinas de rico brocado rojo. Se llamaba dinero negro, pero Sartaj siempre pensaba en él como gris: era ilegal y una plaga, pero los impuestos eran legales y también eran una plaga, así que lo buscaba aunque nunca sintió desprecio por quienes lo acumulaban. De todos modos, Jojo conseguía su dinero en efectivo de la venta de jovencitas para los apetitos bochornosos de los hombres, y por eso su dinero era más negro que la mayoría, a pesar de la limpieza que practicaba en su vida. ¿Dónde estaba, ese dinero maloliente, ese montón de papel con olor a sábanas ásperas de hotel y sudor seco? ¿Dónde? No en el baño rosa, y no dentro del colchón. Sartaj sacó la ropa del armario y la lanzó sobre la cama, creando un lujoso montón de carmesí sedoso y blanco y verdes oscuros. Tanteó las paredes del armario, primero con golpecitos y después apretando con las manos, y se impregnó del olor de ella, del aliento de su cuerpo y de sus perfumes. Se quedó de pie por un momento con las palmas de las manos planas sobre el techo del armario, y después salió y se sentó en la cama. Descansando sobre una cascada de blusas y faldas, preguntó: ¿dónde lo has escondido? ¿Dónde? El lugar más probable era el baño, porque era fácil construir detrás de los azulejos, pero era un tópico demasiado antiguo: Hema Malini y Meena Kumari y otra docena de protagonistas habían sido pilladas con dinero en efectivo en sus váteres, y Jojo era más compleja que eso. Sartaj estaba seguro de ello.

Echándose hacia atrás, comenzó a ver el sentido de los zapatos. Había tres niveles de escalones construidos en la parte inferior del armario, en la misma madera, extendiéndose a lo largo de casi todo el mueble. El escalón inferior, extremo derecho, era el más informal, zapatillas de deporte y chappals de goma brillante Bata y después chappals de Kolhapur, una gran variedad de ellas. El segundo escalón eran zapatos cómodos, prácticos, profesionales pero resistentes, y fáciles de llevar para toda una jornada de trabajo. Pero el extremo a la izquierda del segundo escalón daba paso a las botas, resistentes, con cordones gruesos y largos y gran cantidad de la actitud requerida, y después el estante superior comenzaba a la derecha con un par de botas negras con tacones afilados de aguja y puntas suaves que debían de alcanzar hasta la mitad de los muslos de Jojo. A partir de ahí los tacones se iban volviendo más delicados y peligrosos, el empeine y las tiras más y más delgados, y Sartaj vio cómo el par que estaba más a la izquierda, el último del estante superior, apenas sí eran zapatos, diáfanos, de un color ámbar ardiente, con tacón afilado como un cuchillo y una única tira diagonal. Aunque los llevase puestos, el pie de Jojo parecería descalzo.

—Bien hecho, Jojo —soltó—. Eso son zapatos, Jojo.

Se levantó, apartó los zapatos del estante del medio, y agarró la tabla y tiró de ella. Era firme. Inclinó la cabeza y escudriñó, y pudo ver el suelo y la parte trasera del armario bajo los estantes. La hilera superior iba de las botas a los zapatos de tacón, y Sartaj dijo:

—Vas de derecha a izquierda. Jojo.

Se inclinó más abajo, extendió los brazos, agarró los extremos del estante superior, y tiró. Seguía siendo firme, y al deslizar los dedos notó una ranura, dos ranuras, una a cada lado. Recorrían los laterales de los estantes, justo debajo del borde sobresaliente del estante superior, una altura como la del grosor de un dedo, unos pocos centímetros de largo: asas. Sartaj tenía la nariz a dos centímetros de uno de los zapatos negros de tacón de Jojo, y el pulso le zumbaba. Te tengo. Te tengo. Agarró las asas y tiró hacia atrás. Nada, no cedía. Firme. Pero notó un pequeño movimiento en la parte superior del asa derecha, una contracción bajo sus dedos. Apoyó la base de la mano en la parte superior del estante y apretó, como si estuviese presionando el freno muy duro de una moto, y sí, sí, un movimiento firme, un pestillo cedió. Lo hizo en ambas partes y tiró hacia atrás y todo el conjunto, los tres estantes con los zapatos encima, todo el montaje se desprendió de la parte trasera del armario. Sartaj se movió hacia atrás, sonriendo burlón, desperdigando chappals y botas y sandalias de tiras.

—Ay, Katekar —gritó—. Katekar.

Juntos, escudriñaron contentos el compartimento de medio metro de profundidad en el que Jojo había escondido sus secretos. Estaba, por supuesto, el dinero en efectivo: montones ordenados de paquetes de billetes de cien rupias y quinientas rupias, empujados hasta el fondo, a la izquierda. Katekar lo midió con profesionalidad extendiendo el pulgar y el dedo índice de la mano izquierda.

—No es mucho —dijo—. Cinco o seis lakhs. Parte de ello parece igual que el alijo de Gaitonde.

Los paquetes de quinientas rupias a los que se refería eran todos nuevos, con el envoltorio del Banco Central de la India, y estaban apilados del mismo modo en un envoltorio de plástico.

—Gaitonde debió de pagarle —comentó Sartaj.

—Por sus servicios de randi.

A la derecha, también contra la parte trasera del nicho, yacían tres álbumes negros de fotos, uno encima del otro. Pero Sartaj no sentía ninguna urgencia, ningún deseo de cogerlos, de abrirlos y escarbar en la vida oculta de Jojo. Estaba concentrado en el dinero, y sabía que Katekar también. Lo podía oír en el lento arrastre de la respiración de Katekar, comprimido por la posición incómoda en cuclillas y hacia delante. El dinero en efectivo era muy problemático: seis lakhs en dinero negro descubiertos en el apartamento de una mujer muerta era por lo general un obsequio para los policías buenos. No toda la cantidad… el regalo sorpresa podían ser cinco lakhs, y un lakh tendría que ir para el panchnama y por tanto a las fauces del gobierno, con eso era suficiente. Nadie haría preguntas incómodas sobre el dinero negro de una madame muerta. La cantidad era lo bastante pequeña para que nadie notase su ausencia, y de esa manera no se violarían las normas de Katekar en cuanto a la prudencia. Nadie se daría cuenta, a menos que Jojo llevara un registro, o le hubiera hablado a alguien sobre su alijo. Improbable, pero posible. En un caso tan apremiante, con Delhi pendiente y el RAW implicado, era demasiado riesgo. Una única mirada entre ellos bastó para tomar la decisión.

—Albumes —dijo Sartaj con brío, y los sacó.

La primera foto del primer álbum mostraba a una Jojo más joven, menor en muchos años y de mucha menor experiencia. Llevaba un vestido rojo, un vestido de niña en realidad, con el cuello recto y la cintura alta, y parecía tener unos dieciséis años. Estaba sentada en un sofá negro, con la manos entrelazadas con las de una niña más mayor, una mujer joven con la misma sonrisa amplia. Las páginas siguientes mostraban a la misma pareja, riendo sobre una cama, a la orilla del mar, en un balcón frente a los elevados edificios de Mumbai perfilados contra el horizonte.

—Hermanas —comentó Katekar.

—Cierto —replicó Sartaj—. Pero ¿quién saca todas las fotos?

Siguió hojeando las páginas de felicidad y amor. Después había una página sin nada, toda blanca. Pero tiempo atrás ahí hubo una fotografía, todavía podía ver la huella que había dejado bajo el plástico transparente. La página siguiente volvía a mostrar a las dos hermanas, esta vez en Hanging Gardens. Pero faltaba una foto cada dos páginas o así, y más o menos por la mitad del álbum, las hermanas celebraban un cumpleaños. En realidad no era una fiesta, solo estaban ellas, regalos sobre la mesa del comedor y una tarta rosa con mucho glaseado blanco.

—Diecisiete —apuntó Katekar.

Con su rapidez mental para los números había calculado las llamas brillantes de las velas.

Al volver la página, Sartaj se encontró con otro hueco, esta vez sin huella de imagen. El resto del álbum estaba vacío. De repente, no había más fotografías. Sartaj puso el álbum aparte y pasó al siguiente. Este iba hacia atrás en la niñez. Las hermanas vestían camisas blancas y faldas negras de colegio. Y luego aparecían de pie, descalzas, sus coletas idénticas emergiendo rectas como alas, felices frente a una casa con un pesado dintel de piedra y puertas gruesas de madera y en el interior un patio iluminado por el sol.

—Pueblo —observó Sartaj—. Pero ¿dónde?

—Sur —respondió Katekar—. En algún lugar del sur. Konkan.

Ahora estaban en un estudio, las hermanas, con el mismo vestido infantil azul de mangas abullonadas y enormes estallidos de puntilla en la garganta, y su madre estaba con ellas. Iba de negro sobrio, un vestido con mangas hasta las muñecas, y la cabeza brillaba con corrientes de color gris, y las luces hacían resaltar el crucifijo que llevaba en el cuello y lo hacían resplandecer. Estaba sonriendo, pero con prudencia.

—No hay padre —observó Sartaj.

—No hay padre en absoluto —completó Katekar—. ¿Qué es, una granja?

Las hermanas jugaban debajo de árboles, en arboledas rebosantes de luz verde, corrían entre largas hileras de plantas con las hojas anchas que se ondulaban por los bordes.

—No lo sé —contestó Sartaj.

No sabía nada sobre árboles, o plantas, o granjas. Eso era otro mundo.

El último álbum era del tipo anticuado que ya nadie hacía, con gruesas páginas negras, y la primera foto estaba sujeta a la página por pequeñas esquinas negras, elegantes lengüetas, Sartaj no podía recordar cómo se llamaban. Pero tanto él como Katekar dijeron al unísono:

—El padre.

El padre estaba sentado con esa rigidez especial que hombres y mujeres de generaciones pasadas adoptaban frente a las cámaras, la formalidad ante un acontecimiento extraño, y llevaba un uniforme blanco. Tenía los hombros echados hacia atrás, y apoyaba el puño ensortijado en la cadera.

—La marina —dedujo Katekar.

—Marina mercante.

El padre tenía los ojos de sus hijas, grandes y directos. De hecho, en el siguiente par de páginas solo tenía una hija, de pie entre él y su esposa, cogiendo las manos de ambos. Y de repente, en una página nueva, la recién llegada. Con las manos y los pies hacia la cámara, sonriendo sin dientes, con el pelo fino y la cara redonda. La niña se estiraba hacia el nombre que estaba encima de la foto, el nombre escrito a mano sobre la página negra con tinta blanca y en una letra bordeada de florituras y marcas decorativas: Juliet.

—¿Ju-li-et? —se extrañó Katekar.

—Sí —respondió Sartaj—. Como la de Romeo.

La risa de Katekar fue larga y contundente.

—¿Así que Juliet se convirtió en Jojo? ¿Y Gaitonde era su Romeo?

Lo pronunció «Rom-io», y Sartaj pensó que su satisfacción era injusta y fea, y sus risotadas rasparon la base de su cráneo. En ese momento pensó que Katekar era muy grosero y ganwar y ordinario, y no se preocupó de corregirle. Sartaj se sentía protector con la-que-fue-Juliet, antes de que llegase a existir Jojo. Y la vio crecer en las páginas siguientes, bajo el cuidado de su hermana y su madre. Poco después de que Jojo empezase a andar, la madre comenzó a vestir a las dos hermanas igual, con vestidos idénticos y el mismo peinado y la misma cinta para el pelo. La primera foto de ellas dos con el mismo conjunto era un retrato de estudio, frente un telón de fondo de la Torre Eiffel. Estaban de pie cogidas de la mano bajo un arco elegante que se abría a un cielo rojo, y bajo la imagen podían leerse dos nombres escritos con tinta blanca, «Mary» y «Juliet», separados por una elaborada floritura.

—Mary Mascarenas —pronunció Sartaj.

Era la hermana.

Esta forma de vestir a la par terminó cuando Juliet tenía diez años, o tal vez once, en las últimas fotos del álbum. En la fotografía de ese cumpleaños, llevaba el pelo corto en una elegante melena, mucho más corta que la de Mary, y un collar de cuentas brillantes de color claro. El vestido era el mismo que el de su hermana, pero de alguna forma era distinto. Lo llevaba mejor. Juliet había empezado a hacerse valer, sabía quién era y se estaba resistiendo a su madre. A Sartaj le gustó la exhuberancia como de puntillas de su postura, su descaro. Y después estaba la seria Mary.

En la gruesa libreta de direcciones de Jojo, en la M, Sartaj encontró «Mary» y números de teléfono del trabajo y de casa, y una dirección en Colaba. Pero el número era viejo, anticuado, Sartaj sabía que la central telefónica de Colaba se había digitalizado al menos hacía siete, ocho años. ¿Jojo no había hablado con Mary en ocho años? Tras reflexionar un instante, pusieron el apartamento en orden, las cosas de vuelta a sus posiciones originales, todo menos el armario del dormitorio. Entonces Sartaj hizo la llamada a la Delhi-vali.

Se sentaron en la oficina de Jojo y esperaron. Sartaj giró lentamente en la silla de Jojo y pensó en las hermanas y sus peleas. Ma hablaba a menudo de su propia hermana mayor, Mani-mausi, y de su tozudez, su estúpido rechazo comunista a recibir ayuda de una empleada fija a pesar de la enfermedad prolongada y la debilidad, qué pasa si se vuelve a desmayar y se cae por las escaleras o algo así, cuántas veces le habré dicho que venga aquí y se quede conmigo, pero es tan tozuda… Sartaj jamás pudo soltarle que ella, Ma, la hermana pequeña, no era menos terca, no menos protectora de su propia independencia quisquillosa, no menos devota de la casa que había construido, de sus paredes altas, sus suelos tenuemente resplandeciente y las luces familiares, sus pasillos tranquilos.

Jojo también se había construido un hogar para ella misma, y lo había hecho con esfuerzo. Junto al fregadero de la cocina, en un armario pequeño a ras de suelo, habían encontrado una caja de herramientas, y dos filas de latas de pintura de distintos colores. Había pintado las habitaciones ella misma. En la nevera, había recipientes de plástico llenos de restos de comida. Jojo no tiraba nada. A pesar del lujo de sus zapatos, era frugal. También era enérgica, pensó Sartaj. Lo podías ver en las fotos. Debió de ser buena en lo que hacía.

La Delhi-vali llegó rápidamente. Estuvo allí en veinte minutos, tal vez incluso menos, en un Ambassador negro. Desde la ventana del salón de Jojo, Sartaj y Katekar vieron llegar el coche al complejo del edificio, de prisa. Se oyó una rápida sucesión de portazos, y apenas dos minutos después llamaron a la puerta.

Anjali Mathur precedía a su gente, respirando fuerte. Hoy su salvar-kamiz era marrón oscuro. El hombre que iba justo detrás de ella era Makand, el que había echado a Sartaj del búnker de Gaitonde.

—¿El dormitorio? —preguntó Anjali Mathur.

Sartaj se lo indicó. Por teléfono, ya le había dicho el nombre de Jojo, su profesión, sus profesiones, y lo del nicho secreto en el armario, y lo de su hermana llamada Mary. El número que había marcado era de una línea fija, pero la llamada debía de haber sido reenviada al teléfono móvil que ella llevaba en la mano izquierda.

—¿Pueden esperar fuera? —Levantó el hombro mientras recorría la habitación.

Uno de sus lacayos de pelo corto ya estaba agarrando el pomo de la puerta, y Katekar apenas había llegado a la puerta cuando esta se cerró con firmeza. Él y Sartaj esperaron de pie en el pasillo, demasiado desconcertados como para estar enfadados.

No había nada que hacer, sino esperar, y eso hicieron.

—Esos chutiyas que van con ella son los mismos —comentó Katekar— del día de Gaitonde.

Sartaj asintió. Los tres hombres que iban con Anjali Mathur habían estado en el búnker de Gaitonde, y todos llevaban el mismo corte de pelo y los mismos zapatos. ¿Qué zapatos llevaba ella, con el salvar-kamiz marrón? No se había percatado, todo había sido demasiado rápido. Algo sumamente acertado, estaba seguro, plano y resistente. Ella era de ese tipo, con el pelo recogido con fuerza hacia atrás y el dupatta echado de forma eficaz y el bolso cuadrado de piel marrón con las correas fuertes, lo bastante grande como para llevar lo que fuera que una agente internacional llevaba en sus misiones. El aire frente al ascensor estaba viciado y muy caliente, y Sartaj sintió cómo se le acumulaba el sudor en los antebrazos. Comenzó a respirar profundamente, con un ritmo que había desarrollado en mil operaciones de vigilancia. Si podía hacerlo bien de verdad, el calor y el sudor se alejarían, y el tiempo se replegaría en sí mismo hasta arremolinarse en la tranquilidad, y se sentiría liberado del mundo mientras estuviera quieto en él. Pero tenía que conseguir hacerlo bien. Respiró, y pudo oír a Katekar en el otro extremo de la puerta, también tratando de hallar reposo en la calma apremiante. Sudaron juntos, y después de un rato respiraron juntos. Sartaj estaba flotando, viraba hacia otro lado y se desvanecía por las habitaciones de su niñez, donde con concentración ansiosa blanqueaba sus deportivas para la gimnasia de la mañana, y se lo enseñaba a Papa-ji, que insistía mucho en el blanco perfecto, mucho más que cualquier monitor de la escuela, porque había inculcado en su hijo la lección urgente de que el mejor conjunto podía arruinar su efecto gracias a un par de zapatos descuidados, mientras que un conjunto normal podía volverse glorioso por unos suaves mocasines de borlas marrón oscuro brillantes como espejos. ¿Qué había hecho Ma con los zapatos de Papa-ji, esas columnas ordenadas de negro y marrón en el estrecho armarito especial en el lado izquierdo del ropero? ¿Y qué había sido de sus trajes, de esa lana teñida por bolas de naftalina que olía a laderas de montaña cargadas de lluvia? Todo regalado, empaquetado. Todo perdido, incluso una camiseta filipina que un amigo había traído de Manila, y que resaltaba el bigote blanco de Papa-ji y la curva de su barba, que había llevado con una elegancia fascinante el día de su sesenta y siete cumpleaños con pantalones de sarga color gris y un turbante negro azabache. Sartaj rompió a reír de admiración cuando le vio bajar por el camino de grava frente a la casa. Pero más avanzada la tarde, de regreso del restaurante, subieron tres tramos de escaleras en un nuevo centro comercial, y Papa-ji tuvo que parar en el segundo rellano para recobrar el aliento, y Sartaj apartó los ojos, para mirar fijamente por una ventana unos carteles de neón, y escuchó el leve sonido alterno, vibrante, la vida todavía encontrándose a sí misma, funcionando, y tuvo miedo.

—¿Inspector Singh? —Era Makand, asomando por el pasillo su cabeza gris en forma de bala—. Entre, por favor.

La invitación era solo para Sartaj.

Anjali Mathur estaba sentada tras la mesa del comedor. Señaló la botella de agua fría y los vasos sobre la mesa.

—Disculpe que le haya hecho esperar fuera. El caso es tal que tenemos que ser muy cuidadosos.

El resto de su pequeña armada estaba ausente del salón. Registrando el dormitorio, tal vez. Sartaj se sirvió un vaso, bebió, y esperó. El agua estaba deliciosamente fría. Estaba contento de beber y estar tranquilo porque no tenía ni idea de qué tipo de caso era. Anjali Mathur tenía unos ojos muy directos, muy brillantes, y en ese momento esperaba para decirle algo. Se sirvió otro vaso, y esta vez lo bebió con lentitud, a sorbos. Si el caso era tal, del tipo que fuera, no tenía nada que ganar si hablaba. Dio un sorbo, y miró justo detrás de ella, sin refutar su mirada, pero informal y bebiendo y todavía sin ceder.

Ella cambió ligeramente de postura, y se instaló en la más tenue de las sonrisas.

—¿Quiere saber cuál es el caso?

—Me contará lo que necesito saber —contestó Sartaj.

—No puedo contar mucho. Pero puedo decirle que es muy gordo.

—Sí.

—¿Qué le parece eso?

—Me asusta.

—¿No está entusiasmado por haber sido escogido para trabajar en un caso grande?

Sartaj echó atrás la cabeza y se rió.

—El entusiasmo es una cosa. Pero los casos grandes pueden engullir a inspectores pequeños.

Ahora fue ella la que sonrió de oreja a oreja.

—Pero ¿trabajará en él?

—Hago lo que me dicen.

—Sí. Siento no poder decirle mucho más. Pero digamos que incumbe a la seguridad nacional, un gran peligro para la seguridad nacional.

De nuevo, ella esperaba que él dijera algo.

—¿Entiende lo que digo?

Sartaj se encogió de hombros.

—Ese tipo de cosas siempre me parecen filmi. Por lo general lo más excitante que hago es arrestar a taporis locales por extorsión. Un asesinato aquí y allí.

—Esto es real.

—Vale.

—Y muy grande.

—Entiendo.

Sartaj no entendía en absoluto, pero si era el tipo adecuado de caso grande, tal vez no fuera malo estar relacionado con él. Tal vez habría reconocimientos y menciones de honor por haber hecho cosas pequeñas para un caso grande.

—Necesitamos saber más sobre lo que Jojo y Gaitonde estaban haciendo juntos. Cuál era el negocio que tenían juntos.

—Sí.

—A Jojo la encontró muy rápido. Shabash. Pero necesitamos saber más. Presione la investigación por el lado de Gaitonde. Siga a sus socios, sus empleados, a cualquiera que encuentre. Mire a ver qué dicen.

—Eso haré.

—Haré que alguien de la comisaría de Colaba compruebe el número de teléfono de la hermana, y, cuando la hayamos localizado, vaya y hable con ella, mire qué puede sonsacarle sobre Jojo.

—¿Tendré que hablar con la hermana?

—Sí.

Era imposible investigar sin modificar lo que estabas investigando, sin que los sujetos se volviesen precavidos. Y Anjali Mathur, por razones que no iba a revelar, estaba deseando que sus sospechosos creyesen que esta era una investigación local. Sartaj pensó que tenía un buen rostro de investigadora, curiosa pero neutral, sin revelar nada.

—Muy bien, señora —contestó—. ¿Puedo decirle dónde murió su hermana?

—Sí. Averigüe si sabe algo de los tratos de su hermana con Gaitonde. Y como antes, infórmeme directamente a mí. Solo a mí. A ese número de teléfono.

Y eso fue todo, por lo que se refirió a las instrucciones y aclaraciones de Anjali Mathur. Sartaj cogió la botella y un vaso de la mesa, y lo llevó al pasillo para Katekar, a quien para entonces el sudor empapaba hombros y espalda. Estaba mucho menos fastidiado que Sartaj por el calor del verano, le daba igual caminar unos tres kilómetros en una tarde de mayo, pero sudaba mucho más. Sartaj atribuía esta resistencia al calor a toda una vida de preparación: Katekar había crecido sin ni siquiera un ventilador, y de esa forma sobrevivía alegremente las olas de calor. Todo era cuestión de a qué estabas acostumbrado. Katekar bebió un vaso de agua.

—¿Hemos terminado? —preguntó con una pequeña inclinación de cabeza sobre el hombro izquierdo, que incluía al apartamento, a Jojo y a Anjali Mathur.

—Todavía no —respondió Sartaj.

Katekar no dijo nada.

—Bébetelo todo —dijo Sartaj, sonriendo burlón—. Tenemos mucho que hacer. La seguridad nacional depende de nosotros.

En comisaría había alguien más que quería hablar sobre seguridad nacional con Sartaj. Su nombre era Wasim Zafar Ali Ahmad, y estaba impreso en hindi, urdu e inglés en la tarjeta que le dio a Sartaj. Bajo el nombre había un título, «Trabajador Social», y dos números de teléfono.

—Me sorprendió oír, inspector saab —comenzó—, que había estado dos veces en Navnagar y no había contactado conmigo. Pensé que quizá era difícil encontrarme. Por lo general no estoy en casa. Me muevo mucho, por trabajo.

Sartaj giró la tarjeta con las yemas de los dedos y la dejó en la mesa.

—Fui a la bura bengalí.

Estaban sentados en el escritorio de Sartaj, uno frente al otro.

—Que está justo en Navnagar. Trabajo mucho allí.

Tenía unos treinta años, este Ahmad de nombre largo, un poco rellenito y un poco alto y muy seguro de sí mismo. Había estado esperando a Sartaj en la parte delantera de la comisaría y le había seguido al entrar, con la tarjeta preparada. Llevaba una camisa blanca con pequeños bordados blancos en los puños, impecables pantalones blancos y una expresión resuelta.

—¿Conoces al chico que mataron? —preguntó Sartaj.

—Sí, le había visto algunas veces.

Sartaj también había visto a Ahmad, estaba seguro. Le resultaba familiar, y sin duda iba y venía por comisaría, los trabajadores sociales lo hacían a menudo.

—¿Vives en Navnagar?

—Sí. En la parte de la carretera. Mi familia fue una de las primeras allí. En aquellos tiempos, la mayoría de la gente venía de Uttar Pradesh, de Tamil Nadu. Los de Bangladesh… ellos vinieron más tarde. Demasiados, pero ¿qué se puede hacer? Así que trabajo con ellos.

—¿Y conocías a los apradhis? ¿Y a ese tipo de Bihar que era su jefe?

—Solo de vista, inspector saab. No lo bastante como para saludarle. Pero conozco a gente que los conoce. Y ahora este asesinato que han cometido. Es muy malo. Vienen de fuera y hacen cosas malas en nuestro país. Y arruinan el nombre de gente buena que es de aquí.

Se refería a los indios musulmanes, que sufrían una difamación y un odio ampliamente extendidos y difundidos por los fundamentalistas hindúes. Sartaj se recostó, se frotó la barba. Wasim Zafar Ali Ahmad era sin duda interesante. Como la mayoría de los supuestos trabajadores sociales, quería prosperar, convertirse en un gran hombre en la zona, un hombre con contactos que atrajesen a la clientela, un hombre que pudiese llamar la atención de los partidos políticos como organizador local y voluntario y finalmente candidato potencial. Los trabajadores sociales se habían convertido en diputados o incluso congresistas, costaba mucho tiempo pero se había hecho muchas veces. Ahmad tenía el don del político para decir tópicos sin sonar ridículo. Parecía lo bastante inteligente, y quizá tenía el empuje y la crueldad.

—Así que —contestó Sartaj—, por el bien del país y de los buenos ciudadanos, ¿quieres ayudarme en este caso?

—Claro, inspector saab, claro.

La alegría de Ahmad al ser comprendido surgía de su estómago, de todo su cuerpo. Puso los codos encima de la mesa y se inclinó hacia delante, hacia Sartaj.

—Conozco a todo el inundo en Navnagar, e incluso en la bura bengalí tengo muchos contactos, trabajo con esa gente, les conozco. Así que puedo preguntar tranquilamente, ya sabe. Intentar averiguar qué dice la gente, qué sabe la gente.

—¿Y qué sabes tú ahora? ¿Sabes algo?

Ahmad se rió con satisfacción.

—Arre, no, no, inspector saab. Pero estoy seguro de que puedo descubrir algo aquí y allí, alguna cosita.

Y se recostó, regordete y satisfecho.

Sartaj cedió. Ahmad no era lo bastante estúpido como para derrochar buenas propinas por nada, o a sus fuentes.

—Bien —replicó Sartaj—. Te estaré agradecido si puedes ofrecer alguna ayuda. ¿Y hay algo que yo pueda hacer por ti?

Entonces se entendieron el uno al otro.

—Sí, saab, la verdad es que lo hay.

Ahmad dejó de lado su encanto y planteó sus condiciones con tranquilidad, sin rodeos.

—En Navnagar hay dos hermanos, chicos jóvenes, uno de diecinueve, el otro de veinte años. Todos los días molestan a las chicas cuando van a trabajar, les dicen esto y lo otro. Les pedí que parasen, pero entonces me amenazaron. Han dicho claramente que me romperán los brazos y las piernas. Podría actuar contra ellos yo mismo, pero me he refrenado. Pero cuando el agua comienza a cubrirle a uno, inspector saab…

—¿Nombres? ¿Edad? ¿Dónde los encuentro?

Ahmad ya había escrito los detalles con cuidado en su agenda, y arrancó la página para Sartaj con sumo esmero. Proporcionó descripciones y detalles de la familia, y después se disculpó.

—Ya le he quitado bastante tiempo, saab —dijo—. Pero por favor llámeme en cualquier momento, de día o de noche, si necesita algo.

—Llamaré después de haber visto a estos dos —contestó Sartaj.

—Los ciudadanos de Navnagar estarán muy contentos, saab, si puede salvar a sus hermanas e hijas de este problema diario.

Con eso, Wasim Zafar Ali Ahmad se puso una mano en el pecho y se retiró. Había invocado a la gente de Navnagar, pero tanto él como Sartaj sabían que los dos hermanos tenían que ser castigados porque Ahmad así lo quería. Esta era la primera ofrenda en su relación, esta prueba de confianza y buena voluntad. Sartaj agarraría a estos Romeos del borde de la carretera, cuya principal ofensa era sin duda no su acoso a las mujeres que pasaban sino su falta de respeto hacia Ahmad. Sartaj se ocuparía de ellos, y Ahmad le daría algo de información. Entonces a Ahmad le verían en la basti como un hombre con contactos en la policía, y su nombre sonaría y más gente acudiría a su puerta, en busca de su auspicio y ayuda, y a cambio inflaría su influencia. Si todo le iba bien, tal vez en unos pocos años sería Sartaj quien le llamase a él «saab». Pero todo eso quedaba muy lejos, y primero estaba esta pequeña tarea de escarmiento a los hermanos acosadores sexuales. Todas las granes carreras comenzaban con estos intercambios pequeños y se mantenían gracias a ellos. El interés mutuo era el aceite lubricante que hacia funcionar la pequeña y gran maquinaria del mundo, y Sartaj lo utilizaría para mandar a los criminales patinando hacia el cautiverio. Notó de qué modo la excitación le pellizcaba en el cuello y por los antebrazos, ese estremecimiento antiguo que llegaba a él cuando sentía que un caso se abría. Bueno, bueno, esto era bueno. Era absurdo esperar un éxito, pero Sartaj no podía evitar saborear la anticipación. Encontraría a los asesinos, los atraparía, ganaría: la idea de la victoria despertó en su pecho como un ardor diminuto, y tomó energía de ella todo el día.

Aquella tarde, frente a un vaso de whisky escocés, Sartaj le habló a Majid Khan de su nueva fuente de nombre tan largo. Majid no era bebedor, pero tenía una botella de Johnny Walker Etiqueta Negra para Sartaj. Sartaj bebía de ella cada vez que iba a cenar, y esa tarde estaba dependiendo demasiado de ella, tragando con glotonería. Le estaba hablado a Majid de Wasim Zafar Ali Ahmad mientras los hijos de Majid ponían los platos sobre la mesa y su madre hacía ruido con las cucharas en la cocina.

—Sí, conozco al tal Ahmad —dijo Majid—. En realidad, conozco a su padre.

—¿Cómo?

—Lo encontré durante los disturbios, justo al lado de la carretera en Bandra. Yo iba a Mahim con cuatro agentes. Desde lejos, vi a esos tres bastardos de pie encima de algo. Las calles estaban vacías por completo, ¿sabes?, y solo la carretera vacía y esos tres. Así que le dije al conductor: vamos, vamos. Y aceleramos, y tan pronto como vieron el jeep, los tres chutiyas se fueron corriendo. Entonces vi a ese hombre tumbado en el suelo, ¿sabes?, barba gris, kurta blanca limpia, topi blanco, solo un viejo caballero musulmán. Había intentado correr, le habían alcanzado, derribado. Estaba muy asustado, pero no estaba herido.

—Lo hubiera estado. Si no le hubieses salvado. Muerto.

—Arre, no le salvé. Pasamos por allí por casualidad.

Majid no estaba siendo falsamente modesto, comentaba hechos sin más. Se rascó el pecho, y bebió de su vaso de nimbu pani.

—De cualquier forma, lo pusimos en la parte trasera del jeep, nos lo llevamos. No pudo hablar durante una hora. Pero desde entonces viene cada Bakr’id a mi oficina, me trae algo de gosht, pico algo y le mando de vuelta con ello. Pero viene sin falta. Un viejo agradable.

Estaban de pie en la terraza del apartamento de Majid en un octavo piso, apoyados en el parapeto. Había una luna llena perfecta colgada a baja altura por encima de los rectángulos escalonados de los tejados, sobre el borde oscuro de las tierras bajas acuosas y la hilera de kholis con techo de hojalata y el mar más allá. Sartaj no podía pensar en la última vez que había visto la luna llena. Quizá necesitas estar a esta altura para verla, pensó, alto por encima de las calles.

—¿Su hijo nunca ha ido con el padre? ¿Para darte las gracias y pedirte ayuda?

—No.

—Tío listo.

Ahmad demostraba su inteligencia al no presumir del hilo de gratitud que ataba a su padre y a Majid, tirando de él. Estaba actuando a su manera, a través de Sartaj, el inspector local. Si Ahmad pudiera hacer felices a Sartaj y los agentes, ellos le recomendarían a Majid, quien tal vez haría posible que Ahmad ganase influencia y llevase a cabo actividades de legalidad cuestionable, aportando prosperidad y mayor desarrollo.

—Sí —contestó Majid—. No es un inocente como su padre.

—Los inocentes tienen muy buena suerte a veces, ¿no?

—A veces. El padre dijo que tenían algún familiar que fue asesinado en los disturbios. Un primo hermano.

—¿Primo cercano?

—No, lejano, al parecer. El viejo armó mucho lío con eso la primera vez que vino a verme. Le dije que tenía suerte de que solo hubiera sido un primo lejano. En este país, si miras a cualquier familia el tiempo suficiente, encontrarás a algún primo lejano cuya suerte se ha torcido. Si no es en este disturbio, entonces en algún otro.

Era cierto. Sartaj había oído historias de su propia familia, sobre gente que abandonaba casas en medio de la noche.

—Vamos, vosotros dos —llamó Reshana desde dentro.

Tenía en la mano el bol de plástico familiar con su tapa ajustada y diseño de rosas rojas. Había estado preparando rotis en la cocina. Habría hecho la khima antes, por la tarde, con la ayuda de su sirvienta, y entre las dos conseguirían una delicia o un desastre. Siempre era una lotería, y Sartaj tiró de la silla contento por el whisky que había bebido. Imtiaz y Farah se daban codazos el uno a la otra al sentarse. Los conocía desde que eran niños, y ahora que habían crecido el pequeño apartamento parecía más pequeño.

Imtiaz le pasó un bol.

—Tío, ¿has visto la página web de la CIA? —preguntó.

—¿La CIA, de los americanos? —indagó Sartaj.

—Sí, tienen una web, y te dejan mirar en sus documentos secretos.

Farah estaba sirviendo raita en un cuenco para Sartaj.

—Si te dejan leerlo no es secreto, idiota. Tío, se pasa horas buscando artículos raros y hablando con chicas por Internet.

—Cállate —pidió Imtiaz—. Nadie está hablando contigo.

Majid sonreía.

—¿En esto gasto miles y miles de rupias, para que mi hijo pueda hablar con chicas en América?

—Europa —replicó Farah—. Tiene una novia en Bélgica, y otra en Francia.

—¿Tienes novias? —preguntó Sartaj—. ¿Cuántos años tienes?

—Quince.

—Catorce —corrigió Farah. Sonriendo—. Apuesto a que les ha dicho que tiene dieciocho.

—Al menos parece que tengo dieciocho. No como alguna gente que se comporta como si todavía tuviese once.

Farah alargó la mano por debajo de la mesa, e Imtiaz hizo un gesto de dolor. Levantó el brazo.

—Las uñas de las mujeres —dijo, con aspecto de estar muy satisfecho de sí mismo— son más mortales que las de los hombres.

—Parad, vosotros dos —terció su madre—. Dejad comer al tío.

Sartaj comió y se sintió aliviado al descubrir que aquella tarde algo se había salvado del caos culinario.

—¿Nuevo corte de pelo? —le preguntó a Farah.

—¡Sí! Eres el único hombre del mundo que se daría cuenta. Mi querido Papa tardó tres días en notar por qué tenía un aspecto diferente.

—Muy bonito —concedió Sartaj.

Se la veía decididamente guapa, y Sartaj se preguntó si tendría novios en Bélgica, o incluso en Bandra. Pero se guardó la pregunta para sí mismo, sabiendo que Majid era muy liberal, pero que su tolerancia para el romance desenfadado no se extendía a su hija. Gastaría dinero ganado con el sudor de su frente en un ordenador para sus hijos, para su hijo, pero ese bigote de caballería no era solo afectación. Los chicos bajo el embrujo del nuevo aspecto de Farah tendrían que ser realmente temerarios para trepar el muro de su castillo de ocho pisos de altura. Ahora estaba radiante, y Sartaj estaba seguro de que había chicos cuyo miedo se desvanecería ante semejante brillo. Él mismo había trepado algunas paredes mucho tiempo atrás, y había hecho frente a padres feroces por un rostro precioso.

Después de cenar, Rehana le llevó a Sartaj una taza de té y se sentó a su lado en el sofá. Tenía los mismos pómulos anchos que sus hijos, y un peso llevadero. En la fotografía enmarcada en dorado que había en la pared era una novia delgada, con alheña, pero incluso entonces, incluso con la cabeza inclinada de manera formal, tenía los mismos ojos brillantes.

—Bueno, Sartaj. ¿Tienes novia?

—Sí —contestó Sartaj—. Sí.

—¿Quién? Cuéntame.

—Una chica.

—¿Y qué otra cosa podía ser una novia? ¿Una pina? Sartaj, para ser policía, eres un mentiroso muy muy malo.

—Es un tema aburrido, bhabhi.

—Mi hijo no piensa eso.

Su hijo había bajado a la tienda de la esquina con su marido y su hija a comprar helado.

—Sartaj, todavía no eres tan viejo. ¿Cómo vas a seguir viviendo así? Necesitas una familia.

—Hablas como mi madre.

—Porque las dos tenemos razón. Ambas queremos que seas feliz.

—Lo soy.

—¿Qué?

—Feliz.

—Sartaj, cualquiera que te mire se da perfecta cuenta de lo feliz que eres.

Y contemplándola en su remanso de satisfacción, Sartaj pensó que podría haber dicho lo mismo sobre ella. En ese momento tuvo plena conciencia de la fatiga empapada, sudada, de su propio cuerpo, su amargura de whisky. Se enfadó porque el momento profesional del día se viese arrastrado a aquella discusión inútil sobre la felicidad con la feliz Rehana. Un golpe en la puerta le salvó de nuevas investigaciones sobre la naturaleza de la felicidad.

—Helado —se oía—. Helado.

Tomó un bol de helado, y huyó.

Un zumbido violento despertó a Sartaj de un sueño en el que volaba atravesando océanos para encontrarse con mujeres extranjeras. Tenía un argumento complicado que incluía madres vigilantes y jeeps veloces, pero se esfumó tan pronto como abrió los ojos. Se medio incorporó, desconcertado, y no pudo pensar de dónde venía el ruido. Por un momento cayó en que el timbre de la puerta se había estropeado, pero entonces se acordó del móvil. Lo buscó a tientas sobre la mesa al lado de la cama, lo tiró y tuvo que subirlo por el hilo del cargador. Al final no abrió.

—¿Sartaj saab?

—¿Quién es? —Ladró Sartaj.

—Bunty, saab. Alguien me dijo que quería hablar conmigo.

—Bunty, sí, sí. Me alegra que hayas llamado.

Sartaj balanceó los pies hasta el suelo y trató de serenarse, recordar una estrategia para hablar con un hombre de Gaitonde. Pero no podía recordar si ya había pensado una, y al final simplemente dijo:

—Quiero verte.

—El rumor es que disparó a bhai.

—Yo no disparé a Gaitonde. Olvida los rumores. ¿Qué te parece, Bunty?

—Mi información es que ya estaba muerto cuando usted entró.

—Tienes buena información, Bunty. Todo fue muy extraño. ¿Por qué se suicidaría un hombre como él?

—¿Es de eso de lo que quiere hablar?

—De eso y de otras cosas. Te lo diré cuando te vea.

—¿Qué sé yo de por qué se suicidó?

—Oye, Bunty. Solo quiero hablar contigo. Si me ayudas, podría ayudarte. Gaitonde está muerto, los chicos de Suleiman Isa te estarán buscando. He oído que parte de tu propia gente ya se ha separado.

—Es un juego que he jugado durante muchos años.

—Cierto, pero ¿ahora? ¿Solo? ¿Hasta dónde podrás correr?

—¿Quiere decir en mi silla de ruedas, saab? —La voz de Bunty era ronca, con un pequeño silbido de esfuerzo al final de cada respiración. Quizá era la forma en que tenía que sentarse, alguna opresión en los pulmones. Pero no estaba triste, solo le hizo gracia—. Puedo ir más rápido con este trasto que la mayoría de los hombres corriendo.

Sartaj se levantó, contento con la oportunidad de ser curioso y amable.

—¿De verdad? Nunca he visto una silla de ruedas así.

—Es extranjera, saab. También sube y baja escaleras. Puedo hacer todo tipo de cosas.

—Es asombroso. Debe de ser muy cara.

—Bhai me la dio. Le gustaban las cosas así, actualizadas.

—¿Así que era un hombre moderno?

—Sí, muy moderno. Pero es muy duro mantener en marcha esta silla, ¿sabe? Aquí nadie sabe cómo arreglarla, y las piezas de repuesto y todo tienes que traerlo de vilayat. Se estropea demasiado.

—No está hecha para las condiciones indias.

—Sí. Como uno de esos coches nuevos. Parecen buenos, pero al final solo un Ambassador te puede llevar a cualquier pueblo al que quieras ir.

—Queda conmigo, Bunty. Tal vez pueda llevarte a tu pueblo sin peligro.

—Nací aquí en Mumbai, en GTB Nagar, saab. Y tiene demasiadas ganas de verme. Quizá Suleiman Isa le ha pedido que me mande a casa.

—Bunty, pregúntale a cualquiera. No tengo contacto con Suleiman Isa ni ninguno de sus hombres.

—Está próximo a Parulkar saab.

—Puede ser. Pero no hago ese tipo de trabajo para él, Bunty. Lo sabes. Soy solo un hombre sencillo.

Sartaj se puso de pie, caminó hacia los pies de la cama. Estaba empujando demasiado fuerte a un hombre que solo trataba de mostrarse más hábil que la muerte en su veloz silla de ruedas.

—Escucha, si no quieres quedar, no hay problema. Solo piénsalo, ¿de acuerdo?

—Sí, saab. Tengo que ir con cuidado, especialmente ahora.

—Sí.

—Pero puedo ayudarle por teléfono, saab. ¿Qué quiere saber?

De modo que Bunty mantenía abiertas sus opciones con Sartaj, por si necesitaba ayuda más adelante. Tenía problemas propios, después de todo, y quería mantenerse vivo. Sartaj se relajó, agitó los hombros para aflojarlos y estiró el cuello. Ahora tenían la posibilidad de establecer una relación.

—Dime, ¿de veras no sabes nada de por qué Gaitonde eliminó su propio wicket?

—No, saab. No lo sé. De verdad que no lo sé.

—¿Sabías que había vuelto a Bombay?

—Lo sabía. Pero no le había visto en semanas. Solo hablábamos por teléfono. Se estaba escondiendo en ese sitio.

—¿Esa casa?

—Sí. No iba a salir.

—¿Por qué?

—No lo sé. Siempre era cuidadoso.

—¿Cómo sonaba por teléfono?

—¿Sonar? Como bhai.

—Sí, pero ¿estaba triste? ¿Feliz?

—Estaba un poco khiskela. Pero él siempre estaba así.

—¿Khiskela cómo?

—Como si tuviera el cerebro lleno de cosas. A veces hablaba conmigo durante una hora de algo que no tenía nada que ver con el negocio, solo hablaba y hablaba.

—¿De qué?

—No lo sé. Un día fue sobre ordenadores en los viejos tiempos. Dijo que había ordenadores y superarmas en el Mahabharata, y siguió hablando y hablando sobre Ashwathamma. No le escuché. Incluso antes, cuando vivía en su barco, le gustaba hablar mucho rato por teléfono. Era un derroche de dinero enorme. Pero él era bhai, así que solo decías, haan, haan, y él seguía.

—¿Quién era la mujer que estaba con él?

—Jojo. Le mandaba piezas.

—¿Le mandaba?

—Sí. Piezas de primera clase para bhai. Solía hacer que volasen a Tailandia o donde quiera que estuviese. Vírgenes. Jojo era la proveedora.

—¿Vírgenes haciendo todo ese recorrido desde aquí?

—Sí, a él le gustaban las vírgenes indias.

—¿Cuántas?

—No lo sé. Una vez al mes quizá.

—¿Y Jojo también era su mujer?

—Era una bhadwi. Él también debió de desvirgarla. Era una de sus aficiones.

—¿Por qué volvió a Mumbai, Bunty?

—No lo sé.

—Eras su hombre principal en Mumbai, Bunty. Claro que lo sabes.

—Yo solo era uno de sus Números Dos.

—Me dijeron que eras el más próximo a él.

—Me quedé con él.

—¿Y los otros le dejaron? ¿Por qué?

Hubo un chisporroteo leve en la línea, de celofán y cartón, y Sartaj esperó mientras Bunty se encendía un cigarrillo y daba una calada.

—Algunos se fueron. El negocio iba hacia abajo —explicó Bunty.

—¿Por qué?

—Ahora no importa.

Esta era la clave del asunto. Sartaj lo sabía por lo reacio que se mostraba Bunty a ceder, por su tranquilidad estudiada. Con cuidado, muy despacio, Sartaj dijo:

—Tienes razón. Bunty. Ahora no importa, así que cuéntame.

Bunty se sacó el cigarrillo. Dejó salir el humo, resolló un poco. Sartaj esperó.

—Saab, el negocio va hacia abajo para todo el mundo.

—Pero más para la banda de Gaitonde que para las otras. Bunty, no seas chutiya. Si eres honesto conmigo, seré claro contigo. Cuéntame.

—Bhai no se estaba concentrando en el negocio. Nos tenía a todos corriendo por aquí y por allá.

—¿Detrás de qué?

Bunty se rió de repente.

—Nos tenía persiguiendo a un sadhu. Decía que teníamos que encontrar a un hombre sabio.

—¿Qué sadhu? ¿Persiguiendo dónde?

—Tres sadhus en total, y uno era el líder. De verdad, saab, no puedo contarle más.

—¿Por qué no?

—No sé mucho más.

—Dime lo que sabes.

—No así, saab.

—Pues veámonos.

—Saab, hable con Parulkar saab.

—¿Sobre qué?

—Quiero entregarme. Pero ellos provocarán que me eliminen, saab.

Tenía sentido, pero Bunty quería venir. Estaría más seguro bajo custodia, y la cárcel le protegería de sus muchos enemigos. Pero tenía miedo de ser ejecutado antes de que su nombre siquiera apareciera en una lista de arrestos.

—Si tienes algo bueno que darnos —contestó Sartaj—, estoy seguro de que Parulkar saab cuidará de ti.

—Lo tengo todo, saab. Estuve con bhai mucho tiempo.

—De acuerdo. Hablaré con Parulkar saab. Después quiero saber quién era ese sadhu, el líder.

—Cuando esté a salvo, saab, contaré todo lo que sé. Le daré su nombre. Soy el único que lo sabe.

—Bien. Voy a hablar con Parulkar saab, y te diré lo que me diga. Dame un número de teléfono.

—Estoy llamando desde un teléfono público, saab. Y no estoy en Mumbai. Yo le llamaré.

—Bueno.

Bunty debía de estar muy asustado para tener tanto cuidado incluso al buscar una forma de refugio seguro.

—¿Cuándo estarás de vuelta?

—El lunes, saab.

—Llámame el lunes por la tarde, y te contaré lo que diga Parulkar saab.

—Sí, saab. Ahora voy a cortar.

Bunty colgó, y Sartaj preparó chai y reflexionó sobre las rarezas de la vida de un gángster. Que la muerte pudiera llegar de pronto era un dato conocido, pero lo que a Sartaj le chocaba y le parecía penoso era que Bunty estuviese tratando de confiar en Parulkar, su depredador más temido. A lo largo de los años, Parulkar había sido responsable de la caza y captura de muchos de los hombres de la banda-G. Había utilizado sus muchas fuentes para conseguir información y localizar el paradero de los funcionarios de Gaitonde, y había mandado a sus equipos para atraparlos y matarlos. A menos que los muertos fueran pistoleros de primera o eminentes Números Dos, los periódicos informaban de sus muertes en historias de un párrafo al final de las últimas páginas. Bunty sería considerado como mención de página principal en las secciones de la ciudad, tal vez. Por su silla de ruedas especial, quizá, si no su muerte.

Sartaj se terminó el chai, y después llamó a la Delhi-vali, para hablarle de la investigación sobre Gaitonde.

—¿Un sadhu era el líder del grupo? —preguntó Anjali Mathur.

—Sí, señora.

—¿Qué sadhu? ¿Había un nombre?

—No, señora. La fuente se negó a dar ninguna otra información en este momento. Podré saber más en pocos días.

—De acuerdo. Esto es muy raro. Sabíamos que Gaitonde era muy religioso, que llevaba a cabo pujas con bastante frecuencia. Pero no sabemos de sadhus relacionados con él. ¿Y por qué estaría buscando a ese hombre?

—No lo sé, señora.

—Ya.

Se quedó callada. Sartaj esperó. Se estaba acostumbrando a la deliberación lenta de Anjali Mathur.

—Tengo una dirección para usted —dijo—. Apúntela.

—¿La hermana?

—Sí, la hermana. Se ha mudado. Ahora está en Bandra.

Antes de ir a ver a la hermana a Bandra, Sartaj paró en la comisaría. Tenía que hacer una llamada telefónica. El pedazo de papel que le había dado Parulkar con el contacto de la banda-S solo tenía un número de teléfono, sin nombre. Sartaj tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse. Iffat-bibi. Sí, eso era. Iffat-bibi, que era la tía materna de Suleiman Isa y su cómplice criminal. Sartaj no pudo imaginar un rostro para ella mientras marcaba, pero cuando contestó al teléfono y le oyó la voz, de inmediato pensó en la Begum Akhtar. Era la misma dulzura curtida en la voz, ese desengaño del viejo mundo que emergía flotando de los álbumes de vinilo, lleno de dolor pero fuerte como el filo de una daga avadhi curva.

—¿Así que eres el hombre de Parulkar? —preguntó.

—Sí, señora.

—Arre, no me llames así, no seas tan formal conmigo. Después de todo, eres el hijo de Sardar Saab.

—¿Le conocía?

—¿Desde cuándo? —replicó Iffat-bibi—. Le conocía desde que era un rangroot joven, casi. Era tan guapo, baap re.

Papa-ji nunca le había hablado a Sartaj de Iffat-bibi, pero tal vez ella era del tipo de mujer sobre la que los padres nunca hablan a sus hijos.

—Sí, era muy cuidadoso con la ropa.

—A tu padre —dijo Iffat-bibi— le encantaba el reshmi kebab de un local de nuestra propiedad que se llamaba Ashiana. Pero ese restaurante ya no existe.

Sartaj se acordaba de los kebabs, pero no sabía que Iffat-bibi tuviese nada que ver con ellos. Iffat-bibi quería contar historias sobre Sardar Saab. Contó que en una ocasión este encontró a un chico indigente de doce años merodeando por la Estación Victoria, y utilizó su propio dinero para comprarle comida y reservarle un billete de tren de vuelta al Panjab.

—Sardar Saab era un buen hombre —suspiró—. Muy recto y sencillo.

Sartaj miró su mano, miró el kara de acero en su muñeca y la marca que había dejado en el transcurso de la vida, y asintió.

—Sí.

Esperó.

—Deberías venir a visitarnos alguna vez. Te daré reshmi kebabs mejores que los del Ashiana.

—Sí. Iffat-bibi. Algún día iré.

Iffat-bibi había guardado las formas, y en ese momento estaba dispuesta a descender a los negocios.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Necesito información sobre Gaitonde.

—¿Ese maderchod?

Fue un impacto oír la palabra en esa voz que prometía una canción, y entonces Sartaj entendió que pudiera ser consejera y ayudante de un bhai, y no solo una abuela indulgente que ofrecía comida.

—Nos molestó durante años. Me alegro de que al final te ocupases de él.

—No lo hice, bibi —respondió Sartaj—. Pero hábleme sobre él. ¿Qué tipo de hombre era?

Era un maquinador, un bellaco cobarde, contó ella. Huyó de una pelea y traicionó a sus propios hombres. Era un libidinoso pecador que utilizaba y destrozaba a chicas jóvenes.

—Pero dirigía una banda grande, bibi.

Ella reconoció que era un buen director, y que amasó algo de dinero en sus tiempos. No, no sabía qué estaba haciendo de vuelta en la ciudad. Lo último que había oído es que había ido a esconderse a Tailandia o Indonesia, el bastardo. Contó historias sobre Gaitonde, sobre sus perfidias. Había matado a gente inocente, diciendo que eran amigos de Suleiman Isa. Era un insecto.

—Bibi, ¿sabe de algún sadhu que tuviera contacto con él?

—¿Sadhu? No. Todo eso de rezar y la piedad, todo era una farsa. Nunca hizo ni una pizca de bondad para nadie en su vida, ojalá arda.

Sartaj le dio las gracias y terminó:

—Ahora me tengo que ir, bibi.

—¿Estás hablando con alguien del entorno de Gaitonde?

—Aquí y allá, bibi.

Ella se rió.

—Bien, no me lo digas si no quieres, beta. Pero si tienes algún problema, ven a mí. Después de todo, eres el hijo de Sardar Saab.

—Sí, bibi.

—Llámame alguna vez. Soy una mujer vieja, pero mantente en contacto. Puedo ser de utilidad. Te doy mi número personal, escribe.

Sartaj apuntó el número y el nombre en su agenda, y pensó que, aquella anciana parlanchína no le sería de mucha utilidad. No tenía nada útil que ofrecerle, o tal vez él no tenía nada que ella pensara que valía para intercambiar buena información. Colgó el teléfono y salió a la comisaría buscando a Katekar. Ahora tenían que visitar a otra mujer.

Mary Mascarenas se sentó sobre la cama y tembló. Se sostenía a sí misma por el estómago, envolviéndose firmemente con los brazos, e inclinó la cabeza y se agitó. Sartaj esperó. Tal vez se había peleado con Jojo, quizá incluso había deseado que su hermana muriese, pero ahora que había sucedido, una parte de su vida se había derrumbado, y temblaba por la amputación. No tenía sentido intentar hablar con ella hasta que pasase la agitación, así que Sartaj y Katekar esperaron, mirando a su alrededor por el pequeño apartamento, en realidad una habitación con una cocina adjunta, y un armario como baño. Tenía una colcha verde y negra sobre la cama individual, algunas plantas pequeñas en el alféizar de la ventana, un antiguo teléfono negro rotatorio, dos cuadros enmarcados en la pared, una dari estampada en gris en el suelo. Sentado en la solitaria silla de madera a los pies de la cama, Sartaj vio cómo se había construido un refugio para sí misma. Las paredes eran de color verde claro, y estaba seguro de que las había pintado ella misma, para complementar el verde más oscuro de las plantas y las junglas verde esmeralda de los cuadros, donde las casitas se asentaban en medio de follaje exuberante y los papagayos revoloteaban entre las copas de los árboles. En ese momento el sol brillante de Mumbai se deslizaba por las persianas blancas y prendía los matices que Mary Mascarenas había arreglado para ella misma, y la caída reluciente y sobresaltada de su pelo le ocultaba la cara.

Katekar puso los ojos en blanco. Entró en la cocina sin hacer ruido, y Sartaj pudo ver cómo estiraba y giraba la cabeza. Estaba haciendo inventario. Después iría al baño, y con cuidado tomaría nota de los cubos, cepillo de dientes, cremas faciales. Esto era algo que tenían en común, esta fe en los detalles, en los pormenores. Sartaj se había dado cuenta la primera vez que Katekar le informó, muchos años atrás, sobre un carterista que trabajaba la línea de Churchgate a Andheri Station. Katekar habló con monotonía de su nombre, edad, altura, y después añadió que el bastardo se había casado tres veces, y que sentía debilidad por la papri-chaat y la faluda, en la basti donde se había criado era bien sabido. Le cogieron tres semanas más tarde, en el Mathura Dairy Farm cerca de la estación de Santa Cruz, con la cabeza inclinada sobre un plato de bhelpuri tras una tarde provechosa en hora punta, sentado frente a una novia bizca que iba bien encaminada para convertirse en la esposa número cuatro. La observación atenta no siempre acarreaba arrestos y éxito, pero lo que Sartaj apreciaba era la comprensión esencial de Katekar sobre el hecho de que existen muchas formas de describir a un hombre, que decir que es hindú, pobre, un criminal, todo esto no ofrece algo de donde agarrarse, sostenerse. Solo cuando sabes cuál es su champú favorito, qué canciones escucha, a quién y cómo le gusta chodo, qué paan come, solo entonces le atrapas, le tienes, incluso si nunca le arrestas. De forma que Katekar estaba en el baño de Mary en ese momento. Sartaj estaba seguro de que estaba oliendo su jabón.

—¿Por qué? —preguntó ella de repente.

Se apartó el pelo de la cara, lo echó hacia atrás con enfado.

—¿Por qué?

Tenía los pómulos de su hermana, una línea de la barbilla más rellena, redonda, todo desdibujado en este momento por la pérdida. No estaba llorando, pero todavía temblaba, tratando de calmarse hasta que Sartaj solo vio temblar las puntas de los dedos, y la barbilla.

—La señorita Mascarenas estaba implicada en actividades nefarias con el don de la mafia Ganesh Gaitonde —respondió él—. A consecuencia de ello…

—Ya le oí antes —replicó ella—. Pero ¿por qué?

¿Por qué todo? Quería saber. ¿Por qué un agujero de bala en el pecho, por qué un suelo de cemento, por qué Ganesh Gaitonde? Sartaj se encogió de hombros.

—No lo sé —respondió.

¿Por qué matan los hombres a las mujeres? ¿Por qué se matan unos a otros? Eran preguntas que le mordían a veces, pero las ahogaba en whisky. De lo contrario, ¿por qué no preguntar por qué la vida? Ese camino llevaba a abismos veloces, a las tentaciones de grandes alturas. Mejor hacer el trabajo. Mejor meter a un apradhi en la cárcel, y después, cuando pudieras, a otro. Katekar estaba en la puerta del baño, los ojos animados por la luz del sol.

—No lo sé, señorita —repitió Sartaj.

—No lo sabe —repitió ella.

Asintió pesadamente, como si esto confirmase alguna gran sospecha.

—La quiero —dijo.

—¿Señorita?

—La quiero —repitió con lentitud, con paciencia muy forzada—, para el entierro.

—Sí, por supuesto. La entrega del cuerpo en ocasiones resulta difícil, cuando la investigación sigue en marcha, ¿entiende? No obstante lo arreglaremos para que le den el cuerpo. Pero necesito hacerle algunas preguntas.

—En estos momentos no quiero contestar ninguna pregunta.

—Pero son preguntas sobre su hermana. Acaba de decir que quiere saber lo que le pasó.

Se limpió la cara y se sentó un poco hacia delante y de repente fue él el objeto de estudio. Los ojos de ella eran de un marrón más claro de lo que le parecieron al principio, y en un instante él fue capaz de ver las motas dispersas en ellos. En ese momento se sentía muy incómodo, el examen de ella era descarado, directo y largo, y al menos la posición de él debería protegerle de la intimidad inesperada de una mirada interminable. Pero no pudo apartar la vista. Al final ella preguntó:

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Inspector Sartaj Singh.

—Sartaj Singh, ¿alguna vez ha perdido a una hermana? —Su voz se elevó—. ¿Alguna vez han asesinado a su hermana?

Su completa falta de miedo era irritante. Los ciudadanos, y en especial las mujeres, siempre se contenían con los policías, cuidadosas, asustadas, formales. Mary Mascarenas era desdeñosamente informal. Pero acababa de perder a su hermana, y por eso él respiró hondo y contuvo su irritación.

—Señorita, siento preguntarle este tipo de cosas en un momento así…

—Entonces no lo haga.

—Es un asunto muy importante. Es un caso que afecta a la seguridad nacional —añadió Sartaj.

Y después no pudo pensar en nada que decir. Sentía que estaba equivocado de alguna forma, y por tanto enfadado. Mary Mascarenas no parecía asustada, pero tampoco era soberbia. Estaba triste, cansada, y verdaderamente no esperaba nada de él excepto más sufrimiento. Tan solo iba a ser muy terca, y gritarle no iba a ayudar. Sartaj respiró hondo.

—Seguridad nacional. ¿Entiende?

—¿Va a pegarme?

—¿Qué?

—¿Va a romperme los huesos? ¿No es eso lo que hacen?

—No, no lo hacemos —contestó Sartaj de forma brusca.

Se contuvo, se calmó y levantó una mano.

—Señorita, arreglaremos lo de la entrega del cuerpo. También había algunas pertenencias, que ahora están incautadas, para la investigación. Pero al final le serán entregadas. La llamaré por teléfono cuando todas las gestiones estén hechas. Aquí tiene el número de la comisaría donde puede ponerse en contacto conmigo.

Con cuidado puso su tarjeta a los pies de la cania, justo en el borde, y se dio la vuelta.

Por las escaleras Katekar giró la cabeza hacia Sartaj.

—Hablará, señor.

—¿Por qué estás susurrando?

Por lo general Katekar era la amenaza corpulenta, la promesa de que se avecinaban bofetadas, mamporros y patadas, y Sartaj hacía el papel de amigo comprensivo, el rostro inesperadamente benévolo y barbudo de la autoridad. Con las mujeres siempre era amable. Pero Mary Mascarenas se había mostrado hostil, y Sartaj estaba irritado. Desde el fondo del patio miró hacia arriba a su puerta, que se estaba cerrando mientras él miraba. Mary tenía un buen PG pequeño en la parte trasera de una casa vieja en una calle residencial tranquila, protegida del sol por las ramas entrelazadas de dos árboles viejos. La casa era uno de esos tesoros inesperados que todavía sobrevivían en Bandra, una vieja casita gris con contraventanas de listones y herrajes en los balcones y molduras blancas en puertas y ventanas. El patio estaba cubierto de hojas que crujían bajo los pies. Todo muy bonito, e irritante.

Pero Katekar tenía razón, ella acabaría hablando. Sartaj recorrió la calle. Ella alimentaría su enfado, se diría a sí misma qué bestia era ese inspector sardar, qué bastardo, pero al final solo se quedaría con su culpa, y necesitaría contarle lo que había pasado, qué había sido de Mary y Juliet Mascarenas. Se confesaría a él porque tenía que hacerle entender. El perdón no era lo que necesitaban en realidad los supervivientes, siempre era demasiado tarde para eso. Lo que querían era solo que alguien con uniforme, con toga, alguien con tres leones en el hombro dijera: sí, veo cómo sucedió, primero pasó esto, y después aquello, de forma que usted hizo esto y luego lo otro. De ese modo ella hablaría. Pero ahora era momento de dejarla sola. Ahora era momento de salvar el cuerpo que estaba listo para ser incinerado, de manera que Mary Mascarenas pudiera enterrar a su hermana. La gente acumula grandes reservas de pequeñas dignidades, pequeñas ilusiones. Mary Mascarenas nunca vería la cámara frigorífica, él le evitaría ver lo que sucedía en realidad con las hermanas muertas. Dejad que entierre a Jojo. Después hablaría.

Sartaj se protegió los ojos del sol y miró detenidamente el mar a lo lejos, el marco cambiante de azogue visible entre los árboles y los dos edificios de abajo. Era tarde, hora de ir a casa, con su propia familia.

Prabhjot Kaur estaba sentada en un sillón de su dormitorio y escuchaba su hogar. La casa estaba a oscuras. Por la noche parecía más grande, los contornos familiares se replegaban con una oscuridad en movimiento, una ausencia de luz que de alguna manera estaba viva con esquirlas fantasmales de color. Prabhjot Kaur podía oír cómo dormía Sartaj. Estaba a bastante distancia, atravesando el pasillo y debajo de él, pero en este momento podía oír muchas cosas: el suave traqueteo de la vieja mesa de comedor, el constante tip-tap, tip-tap de las gotas del grifo detrás de la casa de su vecino, el movimiento escalofriante de los animales pequeños bajo el seto frente a la casa, el murmullo de la noche misma, esa vibración lenta y viva que hacía más grandes todos los otros sonidos. En medio de todo ello, oía fuerte la respiración de su hijo. Sabía cómo se tumbaba, recto sobre la espalda con la cabeza inclinada hacia un lado, y una almohada agarrada contra el pecho. Había llegado tarde, con dos bolsas sobrecargadas como de costumbre, cansado por el viaje en tren pero también por mucho más, ella podía verlo. Después de un baño rápido, Sartaj comió el rajma-chawal con el que ella lo esperaba, lo comió en silencio, con alivio. Ella se sentó en la mesa frente a él, reconfortada por la manera familiar en que él comía el arroz de izquierda a derecha, sistemáticamente, y a menudo dando golpecitos a la comida con el tenedor, ordenándola. Lo hacía cuando era un niño pequeño, con el tenedor cogido en diagonal con el puño. Rajma-chawal era su comida favorita, su placer de los domingos, y le gustaba el arroz con mucha cebolla frita.

Le hacía preguntas de vez en cuando, si habían arreglado la gotera lenta en la pared del baño de Bombay, si le había escrito una carta a su chacha-ji de Delhi. Lo que quería no eran tanto las respuestas de Sartaj como el sonido de su voz. Cuando hubo terminado, él se recostó, en calma, con los dos brazos colgando flácidos a los lados de la silla, pestañeando con lentitud. Ella recogió el plato.

—Ve a dormir, beta —dijo.

El sillón en el que estaba sentada ahora era viejo, el mueble más viejo de la casa. Lo habían remendado, reenhebrado, retapizado, le habían puesto QuickFix, lo habían operado, lo habían salvado para ella. El padre de Sartaj lo había llevado a casa una tarde, tiró de él lentamente desde la parte trasera de un tempo, mostrando una gloriosa sonrisa de dientes relucientes ante su ¿Qué-es-esto? ¿Cuánto-dinero-has-gastado? Tardó una hora en convencerla de que se sentara en él, que admitiese que no era demasiado incómodo. Fue la primera cosa grande que compraron juntos, la primera pieza de su casa que no había venido con la dote. Ahora la noche era un vasto territorio desconocido que exploraba sola, una llanura empujada por el viento que hacía retroceder sus horizontes eternamente, y prefería sufrirla recostada en su sillón, porque daba pereza estar en la cama cuando estaba despierta. Pero no, no era cierto, no era sufrimiento sin diluir y puro, aunque a veces la soledad hacía sonar un zumbido metálico de langostas detrás de sus ojos, le llenaba el estómago con un vendaval de arena obstinado, afilado y cruel. Había algo más que le impedía vivir con su hijo, o mudarse a la expansión espaciosa de la casa de su hermano justo al bajar la calle y a la derecha, al calor alborotado de sobrinas y sobrinos y peleas a gritos y caras manchadas de kulfi. Era algo tan gigantesco que lo guardaba para sí misma. Pero lo sentía, tarde por la noche, oculto tras los contornos de su rostro, que tocaba y sentía como si fuera una máscara, mientras saboreaba, lentamente, el placer indescriptible de estar sola.

Entonces agitó la cabeza enfadado por ese deleite, lo apartó. Tardó todo un minuto en levantarse del sillón, cuatro movimientos separados de brazo y cadera y piernas. No hacía falta encender la luz para caminar hacia el pasillo y bajar. La cómoda estaba a la izquierda, los platos buenos en el primer cajón, y, en el segundo, los platos caros con estampado de azucenas que le gustaba por los círculos nítidos formando espirales de color azul brillante, y por su hombro derecho, el brillo de las fotografías que podría enumerar y recordar, una foto de boda laminada con plástico duro, el rojo de su sari oscurecido hasta volverse negro brillante, podía acordarse de los zapatos de dos colores del fotógrafo y su cabeza escondida detrás de una tela negra, y su joven devar con corbata roja y sonrisa picara. «Vamos, Pabi-ji, ¿dónde está esa risa encantadora?».

Después se produjo un resplandor de luz clamoroso, y ella logró una sonrisa que ahora sobrevivía, más allá de todo deterioro. Y estaba Sartaj a los diez años, con un turbante azul demasiado grande para su cabeza y un blazer azul con botones nuevos de latón reluciente, lo que no se podía ver en la foto era su rodilla izquierda bajo los pantalones de franela, que se había herido aquella mañana con un ramal de alambre de espino, subiendo una valla para tomar un atajo por un terreno vacío de camino al autobús de la escuela, lo que ella le había dicho cien veces que no hiciera. Después vinieron las inyecciones del tétano, y el helado que su padre le había comprado, toda una barra de vainilla Kwality, el favorito de Sartaj. Tenían los mismos gustos, padre e hijo, la misma necesidad urgente de tener un brillo de espejo en la piel de los zapatos, una chaqueta nueva año sí y año no. Al final del pasillo, él, el padre, estaba de pie con el telón de fondo gris de estudio con su penúltima chaqueta, un tweed con trama verde y negra, que llevaba con una camisa blanca y un pañuelo verde sedoso, ahora la barba era de un blanco suave contra el que al final no luchó con tintes y colores.

Una barba blanca tiene un aspecto totalmente distinguido, le había dicho ella dos veces al día durante meses sin fin, hasta que la había creído, y ahora ella lo dejó atrás y se quedó de pie en una puerta, y Sartaj dormía, respirando con rapidez.

Él habló en ese momento, murmurando algo contra la sábana amontonada al lado de su cabeza. A los pies de la cama, ella se inclinó con lentitud y encontró, en el suelo, sus pantalones, camisa, ropa interior. Sartaj estaba diciendo algo, ella oyó con claridad la palabra «barco». Cerró la puerta con cuidado porque él querría dormir hasta tarde, y los sirvientes llegaban pronto. De camino al baño dio la vuelta a los bolsillos de Sartaj y encontró un pañuelo, y lo puso todo en el cubo de lavar para la bai.

En su sillón oyó el golpeteo del lathi del vigilante en la última vuelta de la carretera, era el momento. Hacía una ronda larga por el grupo de casas cada hora. Y escuchando, oyó el crujido más diminuto del resentimiento que se alzaba por sus huesos, un roce muy pequeño de resistencia, apenas audible en medio de la música más grande de la felicidad, de una vida no sin dolor pero bien vivida: hogar, marido, hijo, y ella la esposa. Era impropio, después de todos estos años y años, esta chispa invencible y sombría que surgía de las ropas en el suelo, este pequeño chorro de enfado por tener que hacer siempre cosas por los hombres, siempre. Sí, impropio, en especial con Sartaj tan cansado, buscando comodidad, que había acudido a ella. Ella lo sabía. Él le había dicho que dormía profundamente en esta casa, dormía mejor. Durmió magníficamente en su propia habitación aquella primera noche mucho tiempo atrás, debía de tener seis años, tal vez un poco más cuando por fin tuvieron un apartamento con un cuarto para él, con una pequeña terraza que daba al pequeño jardín donde ella cultivaba rosas y tendía saris y uniformes mojados sobre una cuerda. ¿Cuánta ropa había lavado en aquellos primeros tiempos, cuántos días azules de detergente Rin y pantalones cortos azules vueltos y calcetines a conjunto, mientras algunas mañanas había contenido ese crispante picor de enfado, enterrándolo con firmeza y profundidad bajo avalanchas alborotadas de amor? Prabhjot Kaur hizo retroceder los pensamientos, puso las manos sobre la madera vieja de los apoyabrazos y las apretó con fuerza, y meció la cabeza hacia atrás y hacia delante, y trató de pensar en unas vacaciones en las colinas, ella y Karamjeet y su hijo paseando por una cresta empinada y curva, pero en lugar de eso veía una casa en una ciudad muy lejos, infinitamente más lejos ahora que estaba al otro lado de una frontera nueva, y una larga valla alambrada que relampagueaba con electricidad mortal, y esa casa tenía contraventanas pintadas de verde y un baithak enorme en la parte delantera con mobiliario todo nuevo, y, después de atravesar un pasillo oscuro que conducía del exterior al interior, había un patio tapiado rodeado de arcos y habitaciones. En ese patio estaban el padre y la madre de Prabhjot Kaur, sus dos hermanos mayores y sin dos hermanas. Y una de esas hermanas era Navneet, querida y la mejor de todos, y ahora perdida para siempre. Navneet-bhenji se había ido, ido. Con ambas manos, Prabhjot Kaur se limpió la frente, la cara. No tenía sentido recordar. Las historias ya se habían escrito, y lo que había pasado, había pasado. Estar viva, tener una familia, venía con esta inevitable ración de dolor. No había forma de escapar de la vida, y tratar de desear que se alejara el sufrimiento solo lo hacía más presente. Respiró hondo: soportarlo. Acarrearlo todo, las pequeñas insatisfacciones de cada día y las enormes tragedias insufribles de mucho tiempo atrás, acarrearlo todo con la ayuda y gracia de Vaheguru. Acarrearlo todo por aquellos a los que amas. Prabhjot Kaur respiró hondo e intentó pensar en las tareas del día siguiente.

Su respiración era regular, lenta. Desde el jardín de afuera llegaba ese golpeteo continuo, la pequeña salpicadura explosiva del agua sobre las piedras.