DONALD E. WESTLAKE
Viaje a la muerte

(Journey to Death)

A pesar de no ser nuevos para mí los viajes por mar, nunca he conseguido acostumbrarme al balanceo ni al cabeceo de los barcos, especialmente por las noches. Por tal razón, normalmente duermo muy poco cuando cruzo el Atlántico, siendo incapaz de cerrar los ojos hasta que he alcanzado un estado de extenuación tal que ya no me es posible conservarlos abiertos. Desde que los negocios me obligan a realizar viajes a Norteamérica, mi esposa me recomienda que, de cuando en cuando, viaje en avión; pero me temo que sea demasiado cobarde para aceptar tal medio de transporte. El balanceo de un barco me produce mareo y trastornos cerebrales; pero el solo pensamiento de viajar por los aires me produce verdadero pánico. Así, pues, un viaje por mar es, de dos males, el menor; por consiguiente, después de tantos años, me enfrento con mi insomnio con la calma de una vieja resignación.

Sin embargo, es imposible permanecer tumbado en la cama despierto, con los ojos fijos en el techo, todas las noches que dura la travesía entre Dover y Nueva York, y hasta la lectura llega a constituir, al fin, un fastidio. Por eso, en muchos de mis viajes me he visto obligado a pasear por cubierta, observando los millones de lunas reflejadas en las aguas que me rodean.

Por esta razón, fue delicioso descubrir, en esta última y postrera travesía, durante la tercera noche de viaje, a un individuo que padecía de insomnio como yo. Se llamaba Cowley. Era un hombre de negocios americano, más joven que yo; quizá de cuarenta y cinco o cincuenta años. A mi juicio, era un hombre recto y sensible, y gocé de su compañía, a avanzada hora de la noche, cuando todos los pasajeros dormían y nos encontrábamos solos en medio de un mar silencioso y vacío. No hallaba en él defecto alguno, excepto un ocasional ejemplo de humor casi irónico y de cierto mal gusto, una referencia a los cuerpos destruidos en el armario de Davy Jones, o algo por el estilo.

Pasábamos las noches conversando, paseando por cubierta o en el salón de billar, juego que a ambos nos gustaba mucho, aunque los dos no éramos unos ases. Como nuestra incompetencia en el juego era la misma, solíamos pasar muchas horas en la enorme sala de billar, situada en la misma cubierta de mi camarote.

La octava noche de viaje transcurrió en este salón, donde fumamos tranquilamente nuestros habanos y jugamos nuestra partidita, esperando pacientemente a que amaneciera. Era una noche fría y ventosa. El viento, helado y húmedo, pasaba por encima de las olas como un friolero y solitario fantasma que busca la tierra. Nosotros habíamos cerrado todas las ventanas y puertas del salón, prefiriendo una atmósfera viciada por el humo de los cigarros antes que se nos helasen los huesos.

Hacía solamente quince minutos que estábamos en el salón cuando se produjo la catástrofe. No sé qué pudo ser: una explosión en las misteriosas y gigantescas máquinas, ocultas en alguna parte del buque, o tal vez un inesperado choque con una mina, que aún deambulaba a la deriva, de la segunda guerra mundial, o… Fuese lo que fuere, el silencio de la noche quedó roto repentinamente por un tremendo y poderoso sonido, un rugido, un estampido que embotó los sentidos y paralizó el cuerpo, y todo el barco, el Aragón, se estremeció y tembló con violento y repentino espasmo. Cowley y yo fuimos arrojados al suelo, y, en todas las mesas, las bolas de billar chocaron y rodaron de un lado para otro, como si su nerviosismo y su temor fueran iguales a los nuestros.

El barco pareció aminorar la marcha, pararse e inmovilizarse mientras el tiempo se detenía. Me puse en pie, escuchando la voz del silencio absoluto, de un mundo roto repentinamente, sin tiempo ni movimiento.

Me volví hacia la cerrada puerta principal del salón, que daba sobre cubierta, y vi allí, mirándome, una cara espantosa y terrible, una mujer, inmóvil dentro de su bata de noche, cuya boca estaba abierta, gritando. Avancé hacia ella, sin dejar de mirarla a través del cristal de la puerta, y el tiempo comenzó a marchar de nuevo. El barco empezó a moverse, a balancearse, y mientras yo luchaba por mantener el equilibrio, observé que la mujer era arrebatada como por una mano invisible, desapareciendo en el vacío, y unas furiosas olas golpearon contra la ventana.

Fue como si un ascensor se hubiese estropeado y se precipitara desde el piso más alto. El agua hervía y echaba humo por la parte exterior de la ventana, y yo me agarré a la pared, enfermo y aterrado, dándome cuenta de que nos estábamos hundiendo, hundiendo, y que dentro de unos segundos estaría seguramente muerto.

Un estremecimiento final y cesó todo movimiento. El barco formaba un ligero ángulo, el suelo estaba inclinado y nos hallábamos en el fondo del mar.

Parte de mi mente gritaba de horror y de miedo; pero otra parte de ella estaba tranquila, como si estuviese alejada de mí, separada de mí; como si fuese un cerebro independiente de este frágil y sentenciado cuerpo. Esta parte de mi mente, que nunca antes había conocido, pensaba, conjeturaba, razonaba… El barco reposaba en el suelo del mar, eso era evidente. Pero ¿a qué distancia de la superficie? ¿A qué profundidad? No mucha, seguramente, porque la presión del agua hubiera hecho saltar el cristal de las ventanas. ¿Estaba la superficie lo suficientemente cercana para que me atreviera a abandonar el buque, este salón, este bolsillo de aire comprimido? ¿No cabía la esperanza de luchar, de abrirme camino hacia la superficie, antes de que mis pulmones estallaran, antes de que mi necesidad de oxígeno me hiciera abrir la boca y dejase que el agua me ahogara?…

No había posibilidad para mí. Moriríamos en seguida. Yo no era joven. No había posibilidades para mí.

Un sollozo me recordó a Cowley. Me volví y le vi caído en el suelo, apoyado contra una pared. Al parecer, había rodado hasta allí cuando se hundió el barco. Ahora se movía, débilmente, y con una mano se tocaba la cabeza.

Corrí hacia él, ayudándole a que se pusiera en pie. Al principio, no se dio cuenta de lo que había sucedido. Oyó la explosión, se cayó y su cabeza chocó contra el filo de la mesa de billar. Era todo lo que sabía. Le expliqué nuestra situación. Me miró fijamente, incrédulo.

—¿Hundidos?

La impresión tornó lívida su cara, lívida y tensa, como arcilla seca. Se volvió y echó a correr hacia la ventana más próxima. En el exterior, la débil luz de nuestra cárcel iluminaba tenuemente las agitadas aguas que nos rodeaban. Cowley giró de nuevo hacia mí.

—Las luces… —dijo.

Me encogí de hombros.

—Tal vez haya otros salones sin inundar aún —respondí.

Cuando terminé de hablar, las luces parpadearon y se hizo la oscuridad.

Esperaba que Cowley se sumiera en el pánico, como a mí me había sucedido; por el contrario, sonrió irónico y exclamó:

—¡Qué forma de morir!

—No tenemos por qué morir —dije—. Si hay supervivientes…

—¿Supervivientes? ¿Y qué si los hay? Nosotros no estamos entre ellos…

—Serán rescatados —dije, repentinamente esperanzado—. Sabrán dónde se ha hundido el barco. Y mandarán buzos…

—¿Buzos?… ¿Por qué?

—Siempre lo hacen. Inmediatamente. Para salvar lo que puedan, para determinar las causas del naufragio… Envían buzos, sí. Aún podemos salvarnos…

—Si hubiera supervivientes —dijo Cowley—. ¿Y si no los hay?

—Entonces, seremos hombres muertos.

—Usted sugiere que esperemos, ¿verdad?

Le miré sorprendido.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Terminar de una vez. Podemos abrir la puerta…

Le miré fijamente. Aparentaba estar tranquilo. En sus labios permanecía aún la sutil sonrisa.

—¿Es usted capaz de rendirse tan fácilmente?

Su sonrisa se amplió.

—Supongo que no —respondió.

De nuevo se reavivaron las luces, para apagarse otra vez. Miramos hacia el techo, observando las apagadas bombillas. Por tercera vez se encendieron e inmediatamente se apagaron. Nos hallábamos a oscuras, una oscuridad inclinada, solos debajo del agua.

En las tinieblas, Cowley dijo:

—Supongo que está usted en lo cierto. No hay nada que perder, excepto la razón. Esperaremos.

No le contesté. Estaba perdido en mis propios pensamientos: pensaba en mi mujer, en mis hijos, en mi familia toda…, en mis amigos de ambos continentes, en la tierra, en el aire, en la vida. Ambos permanecíamos en silencio. Incapaces de vernos el uno al otro, incapaces de ver nada en absoluto, parecía imposible conversar.

No sé cuánto tiempo permanecimos sentados allí; pero, de repente, me di cuenta de que ya no estaba tan oscuro. Podía distinguir vagamente algunas formas dentro del salón; fui capaz de distinguir el cuerpo de Cowley, sentado en otra silla.

Mudó de posición.

—Debe de ser de día —dijo—. Un día de sol… en la superficie…

—¿Cuánto tiempo…, cuánto tiempo supone usted que nos durará el oxígeno? —pregunté.

—No lo sé. El salón es muy grande… y estamos solos los dos. Lo suficiente para morirnos de hambre, supongo.

—¿De hambre?

Lo comprendí en seguida al darme cuenta de lo hambriento que estaba. Era un peligro en el que yo no había pensado. Preservarnos del agua, sí. En la cantidad de aire que teníamos, también. Pero no se me había ocurrido hasta ahora pensar en que carecíamos en absoluto de alimentos.

Cowley se puso en pie y comenzó a pasear por el oscuro salón, errando y estirándose sin descanso.

—¡Presuntos supervivientes! —exclamó de pronto, como si la primera parte de nuestra conversación no se hubiera interrumpido, como si no hubiese habido pausa alguna—. Presuntos supervivientes… y presuntos buzos… ¿Cuánto tiempo cree usted que tardarán en recogerlos? Acaso los supervivientes sean rescatados hoy. ¿Cuándo vendrán los buzos?… ¿Mañana?… ¿La próxima semana?… ¿Dentro de dos meses?…

—No lo sé.

De pronto, Cowley se echó a reír. Fue algo insólito y estridente en aquel salón herméticamente cerrado, y comprendí que no se hallaba tan tranquilo como fingía.

—Si esto fuera una novela —dijo—, llegarían para rescatarnos en el último minuto. En el momento preciso. En eso, las novelas son maravillosas. Están repletas de últimos minutos. Lo malo es que en la vida sólo existe un último minuto: el minuto antes de morir.

—Hablemos de otra cosa —dije.

—No hablemos de nada —respondió.

Se paró junto a una de las mesas de billar y cogió una bola. En las tinieblas, le vi lanzar la bola al aire, recogerla, lanzarla otra vez, recogerla y lanzarla, recogerla y lanzarla… De pronto, dijo:

—Puedo resolver con facilidad nuestro problema. Con sólo lanzar esta bola contra el cristal de la ventana…

Me puse en pie de un salto.

—¡Déjela en la mesa! —grité—. ¡Si a usted le tiene sin cuidado su vida, recuerde, al menos, que yo quiero vivir!

Otra vez se echó a reír, y arrojó la bola sobre la mesa. Durante un rato volvió a pasearse. Al fin, se hundió en su sillón.

—Estoy cansado —dijo—. El barco está ahora inmóvil. Creo que podré dormir.

Yo temía dormirme; temía que Cowley esperase a que yo estuviera dormido para abrir la puerta o para lanzar la bola de billar contra la ventana. Me volví a sentar, vigilándole tanto tiempo como me fue posible; pero mis párpados empezaron a cerrarse, a pesar del miedo…, y, al fin, me quedé dormido.

Cuando me desperté, estaba otra vez oscuro, la oscuridad de una medianoche nubosa, la oscuridad de la ceguera. Me puse en pie, estirando mis miembros entumecidos, y me sentí más tranquilo. Escuché la acompasada respiración de Cowley. Dormía descuidadamente.

Se despertó cuando de nuevo había luz, cuando la oscuridad absoluta quedó dispersada otra vez por un fulgor grisáceo y opaco, como el que se observa a última hora de la tarde; una media luz engañosa, que hace ver a los ojos detalles donde sólo hay contornos, formas vagas y montones confusos.

Cowley gruñó y se desperezó, volviendo lentamente a la vida. Se puso en pie y comenzó a mover los brazos, haciendo arcos definidos.

—Tengo hambre —murmuró—. Se me caen las paredes encima.

—Tal vez vengan hoy —dije.

—O tal vez no vengan nunca —me respondió.

De nuevo empezó a pasearse por el salón, dando vueltas a su alrededor. Al fin, se detuvo.

—Leí en una ocasión —dijo como si hablase para sí mismo— que el hambre siempre es mayor después de no hacer la primera comida, y que después de estar dos o tres días sin probar bocado la necesidad de ingerir alimentos disminuye.

—Yo también lo creo así. Hoy tengo la impresión de no sentir tanta hambre como ayer.

—En cambio, yo, sí —dijo, malhumorado, como si yo tuviera la culpa—. Yo tengo hoy el doble de hambre que ayer. Sufro retortijones de estómago… y tengo sed —se paró delante de la ventana, mirando hacia afuera—. Tengo sed —repitió—. ¿Por qué no abro la ventana y dejo que entre el agua?…

—¡Apártese de ahí! —grité.

Eché a correr a través del salón y lo separé violentamente de la ventana.

—Cowley, ¡por amor de Dios! ¡No pierda la cabeza! Si tenemos calma, si tenemos paciencia, si nos unimos fuertemente para esperar, aún podemos ser salvados. ¿No quiere usted vivir?

—¿Vivir? —se rió en mi cara—. Morí anteayer —me empujó y volvió a hundirse en su sillón—: Estoy muerto —dijo con amargura— muerto, y mi estómago no lo sabe. ¡Oh, maldito este dolor! Martin, créame: podría soportarlo todo, podría estar tan tranquilo y tan sólido como una roca si no fuera por estos terribles dolores de estómago. Tengo hambre, Martin. Si no como pronto, perderé la razón. Sé que la perderé.

Me quedé mirándole, sin saber qué decir ni qué hacer.

Sus modales cambiaban bruscamente, instantáneamente, sin ritmo ni razón. Ahora, de repente, empezó a reírse otra vez, con esa insólita y estridente risa que arañaba mi columna vertebral, que era para mí más terrible que el peso del agua que estaba al otro lado de la ventana. Continuó riéndose, y dijo:

—He leído que hombres aislados, solos, sin comida, encontraban al fin la única solución a su hambre.

No le comprendí.

—¿Cómo? —le pregunté.

—Comiéndose unos a otros.

Le miré fijamente. Mi pecho se estremeció de horror y se me secó la garganta. Intenté hablar, pero mi voz era ronca, y sólo pude murmurar:

—¿Canibalismo?… ¡Dios mío, Cowley!… ¿No querrá usted indicar…?

Otra vez se echó a reír.

—No se preocupe Martin. No creo que pudiera. Si fuera posible guisarle a usted, acaso considerase el hecho. Pero crudo…, ¡no! No creo que nunca tenga tanta hambre como para eso…

Sus modales cambiaron de nuevo. Ahora se puso a maldecir.

—Pronto me comeré la alfombra, mi ropa, ¡algo!…

Se quedó silencioso, y yo me senté tan lejos de él como pude. Me propuse permanecer despierto, sin importarme el tiempo, sin importarme lo que sucediera. Aquel hombre estaba loco, era capaz de todo. No dormiría. Miré con temor a la oscuridad que nos invadía de nuevo poco a poco.

El silencio quedaba roto de cuando en cuando por algún murmullo ocasional de Cowley, que me llegaba, a través del salón, ininteligible, como si se farfullara a sí mismo horrores que yo trataba de no imaginarme. Al fin, se hizo el oscuro absoluto, y yo esperé, aguzando el oído; esperé a oír moverse a Cowley, porque yo sabía que surgiría el ataque. Su respiración era regular y suave; parecía dormido, pero no podía confiar en él. Yo estaba prisionero con un loco; mi única esperanza de sobrevivir era permanecer despierto, vigilándole cada minuto hasta que llegasen los rescatadores. Y los rescatadores llegarían. No iba a soportar todo esto por nada. Vendrían, tenían que venir…

El terror y la necesidad me mantuvieron despierto durante toda la noche y todo el día siguiente. Cowley durmió muchas horas, y cuando se despertó, se contentó con murmurar por lo bajo o con permanecer en silencio.

Pero yo no podía estar despierto siempre. Cuando volvió la oscuridad nocturna, cuando terminó el tercer día sin que llegara la solución, una espesa niebla empezó a envolverme, y aunque luché contra ella, aunque sentía el horror en todos mis órganos vitales, la niebla se cerró a mi alrededor y me quedé dormido.

Me desperté sobresaltado. Era otra vez de día, y no podía respirar. Cowley estaba echado sobre mí, con las manos alrededor de mi cuello, apretándome, evitando que el aire penetrara en mis pulmones, y noté que mi cabeza estaba a punto de estallar. Mis ojos se salían de sus órbitas, mi boca se abría y cerraba desesperadamente. La cara de Cowley, indistintamente sobre mí, resplandecía de locura; sus ojos me taladraban, su boca colgaba formando una mueca espantosa.

Cogí sus manos, pero me tenía bien agarrado. No pude separarlas. No me era posible aspirar aire, aire… Dirigí mis manos hacia su cara… y mi corazón palpitó de miedo mientras luchaba. Mis dedos tocaron su cara, su cara sudorosa, escurridiza… Ataqué sus ojos. Mi dedo se hundió en su ojo, y él, dando un grito, me soltó. Cayó hacia atrás, con las manos en la cara, y yo sentí la caliente gelatina de su ojo en mi dedo.

Salté de la silla, buscando alocadamente la forma de escapar; pero el salón estaba hundido en el agua. Nos hallábamos prisioneros juntos. Se acercó de nuevo a mí, con sus dedos engarfiados para cogerme, con su terrible cara llena ahora de sangre, que manaba del hueco donde había estado su ojo izquierdo. Eché a correr, y la respiración zumbaba en mi garganta cuando aspiraba el aire. Jadeando, me aparté corriendo de él, con los brazos extendidos, y tropecé con una de las mesas de billar. Mis manos tocaron un palo, lo cogí, me volví y golpeé a Cowley con él. Cowley cayó hacia atrás, aullando como un animal, pero arremetió de nuevo contra mí. Gritando, le hundí el palo en su boca abierta.

El palo se partió en dos: parte quedó en mis manos; parte, incrustada en su boca. Y empezó un grito que terminó en un espantoso estertor. Cayó de boca al suelo, y el trozo de palo le atravesó, saliéndole por la nuca.

Me volví, desplomándome sobre la mesa. Estaba terriblemente enfermo, me dolía el estómago, tenía seca y apretada la garganta, con grandes ansias de vomitar; pero hacía tanto tiempo que no comía, que no podía echar nada. Permanecí tumbado, tosiendo, escupiendo, sintiéndome espantosamente mal…

Habían pasado tres días y aún no habían venido. No tardarían en venir. El aire empezaba a escasear. Casi no podía respirar. Y me encontré hablando conmigo mismo, y más de una vez cogí una bola de billar y estuve mirando largamente a la ventana. Estoy deseando la muerte cada vez más, y sé que eso es una locura. Por tanto, han de llegar pronto…

Y lo peor de todo es el hambre. Cowley se ha ido, se ha ido para siempre…, y yo estoy hambriento otra vez…