FASE 1
Yo soy un testigo digno de crédito; usted es un testigo digno de crédito; prácticamente, todos los hijos de Dios somos, según estimación propia, testigos dignos de crédito…, lo cual da lugar a que, de un mismo asunto, se tengan versiones e ideas muy diferentes. Casi las únicas personas que yo conozco que estaban completamente de acuerdo en todos los puntos sobre lo que vieron la noche del 15 de julio eran Phyllis y yo. Pero, como daba la casualidad de que Phyllis era mi esposa, la gente decía —a espaldas nuestras, naturalmente— que yo la había «convencido a pesar suyo», idea que sólo podía ocurrírsele al que no conociera a Phyllis.
La hora era las once y cuarto de la noche; el lugar, latitud treinta y cinco, unos veinticuatro grados al oeste de Greenwich; el barco, el Guinevere; la ocasión, nuestra luna de miel. Sobre estos datos no existe discusión posible. El crucero nos había llevado a Madeira, las Canarias, las islas de Cabo Verde, y había vuelto hacia el norte para enseñarnos las Azores en nuestro viaje de regreso a casa. Nosotros, Phyllis y yo, paseábamos por cubierta, tomando el aire. Del salón llegaban hasta nosotros la música y el jaleo del baile, y el crooner aullaba por alguien. El mar se extendía ante nosotros como una llanura plateada a la luz de la luna. El barco navegaba tan suavemente como si lo hiciera por un río. Nosotros contemplábamos en silencio la inmensidad del mar y del cielo. A espaldas nuestras, el crooner continuaba berreando.
—Estoy tan contenta que no siento como él; debe de ser devastador —dijo Phyllis—. ¿Por qué la gente, cuando forma masa, produce estos aterradores sollozos?
Yo no tenía respuesta preparada para eso, y ya había conseguido encontrar una a propósito cuando la atención de Phyllis quedó captada de repente por otra cosa.
—Marte parece enfadado esta noche, ¿no te has dado cuenta? Espero que eso no sea de mal agüero —dijo.
Miré hacia donde ella señalaba; un punto rojo entre miríadas de puntos blancos, y experimenté cierta sorpresa. Por supuesto, Marte siempre está rojo, pero yo nunca lo había visto tanto como aquella noche… aunque tampoco las estrellas, vistas desde casa, eran tan brillantes como lo eran aquí. Bueno, acaso en los trópicos fuera así.
—Sí, está un poco encendido —convine con ella.
Por unos instantes contemplamos el disco rojo. Luego, Phyllis dijo:
—Tiene gracia. Produce la impresión de que se va haciendo más grande.
Expliqué que eso era una alucinación producida por mirar fijamente. Continuamos mirando, e indiscutiblemente iba aumentando de tamaño. Además:
—Hay otro. No pueden ser dos Marte —dijo Phyllis.
Y no cabía duda de que era así. Un punto rojo más pequeño, un poco más arriba y a la derecha del primero. Ella añadió:
—Y otro. A la izquierda… ¿Lo ves?
También tenía razón en eso, y esta vez el primero brillaba como la cosa más notable y destacada del cielo.
—Debe de tratarse de un vuelo de aviones de cierta clase, y lo que estamos viendo es una nube de vapor luminoso —sugerí.
Observamos que los tres puntos se hacían, poco a poco, más brillantes y descencían por el cielo hasta situarse a poca distancia por encima de la línea del horizonte, reflejando en el agua un reguero rojizo que se dirigía hacia nosotros.
—Ahora, cinco —dijo Phyllis.
Desde aquel momento nos han pedido a nosotros dos que los describiéramos; pero acaso no estábamos dotados de una vista adecuada para los detalles, como algunas otras personas. Lo que nosotros dijimos en su momento, y lo que aún decimos, es que en aquella ocasión no existía un verdadero modelo visible. El centro era de color rojo fuerte, y la especie de pelusa que le rodeaba era menos roja. La mejor sugerencia que puedo hacer es que se trataba de una luz roja muy brillante, vista a través de una espesa niebla, que la rodeaba como un fuerte halo. Ésta es la mejor descripción que puedo hacerles.
Otras personas paseaban por cubierta, y, honradamente, acaso debería mencionar que ellas parecieron ver aquellas luces con forma de cigarros, de cilindros, de discos y de ovoides, e, inevitablemente, de platillos. Nosotros, no. Lo que es más: nosotros no vimos ocho, ni nueve ni una docena. Vimos cinco.
El halo podía ser o no podía ser debido al chorro de un avión a propulsión; pero no indicaba ninguna gran rapidez. Las cosas crecían de tamaño muy lentamente a medida que se acercaban. Hubo tiempo suficiente para que la gente regresara al salón y avisara a sus amigos para que las vieran; de ese modo, se formó un grupo de pasajeros a lo largo de la cubierta, mirándolas y haciendo conjeturas.
Por no tener escala a mano, no podíamos juzgar sobre el tamaño ni sobre la distancia a que se encontraban. De todo lo que podíamos estar seguros era de que descendían con gran parsimonia, como si no tuvieran prisa.
Cuando el primero de ellos tocó el agua, se produjo una especie de surtidor que se abrió en forma de pluma sonrosada. Luego, rápidamente, surgió otro chorro más bajo, pero más ancho, que había perdido el matiz sonrosado, y era simplemente una nube blanca a la luz de la luna. Empezaba a esfumarse cuando el ruido que producía nos llegó como un silbido seco. El agua que rodeaba el sitio burbujeó, hirvió y espumeó. Cuando el vapor de humo desapareció, nada quedaba por ver allí, excepto una mancha de turbulencia que se iba amortiguando paulatinamente.
Entonces, el segundo de ellos se introdujo en el mar, de la misma forma que el anterior y casi en el mismo sitio. Uno tras otro, los cinco se sumergieron en el agua con gran expansión de líquido y silbido de vapor. Luego este vapor de humo aclaró, dejando ver solamente unos cuantos parches contiguos de agua perturbada.
A bordo del Guinevere sonaron las campanas y cambió la pulsación de las máquinas. Empezamos a cambiar de ruta. La tripulación se dispuso a tripular los botes; los hombres se prepararon a arrojar los salvavidas…
Cuatro veces recorrimos lentamente el área, buscando. No había rastro de nada. El agua se extendía en torno nuestro, a la luz de la luna, tranquila, vacía, imperturbable…
A la mañana siguiente envié mi tarjeta al capitán. Por aquellas fechas yo tenía mi trabajo pendiente con la E. B. C., y le expliqué que, seguramente, estarían dispuestos a admitir un relato mío sobre los sucesos de la noche anterior.
Me dio la respuesta corriente:
—¿Querrá usted decir con la B. B. C.?
La E. B. C. era, por entonces, una emisora recién inaugurada. La gente, acostumbrada desde hacía muchísimo tiempo al monopolio que la B. B. C. ejercía sobre el espacio británico, encontraba aún dificultad en acostumbrarse a la idea de un servicio de radio competitivo. La vida hubiera sido mucho más sencilla también si alguien no hubiese tenido la idea, en los primeros momentos de la emisora, de titularla, contra viento y marea, la English Broadcasting Company. Fue una de esas tonterías que nos creó dificultades a medida que pasaba el tiempo y que nos llevaba a dar explicaciones como la que di entonces:
—La B. B. C., no; la E. B. C. La nuestra es una emisora de radio comercial, la más amplia de Inglaterra…, etcétera.
Y cuando ya hube aclarado eso, añadí:
—Nuestro servicio de noticias exige exactitud, y como cada pasajero tiene su propia versión de este hecho, espero que usted acceda a que le exponga la mía, accediendo usted, a su vez, a exponerme la suya, que será la oficial.
Asintió, aprobando mi punto de vista.
—Adelante. Explíqueme su versión —me invitó.
Cuando acabé, me enseñó la anotación que había hecho de su puño y letra en el diario de a bordo. Sustancialmente, coincidíamos en casi todo, en el hecho de que eran cinco y en la imposibilidad de atribuirle una forma determinada. Sus indicaciones sobre la rapidez, el tamaño y la posición de los objetos eran, lógicamente, de tipo técnico. Observé que habían sido registrados en las pantallas del radar, y que se tenía la pretensión de que eran aviones de tipo y modelo desconocidos.
—¿Cuál es su opinión particular? —le pregunté—. ¿Ha visto usted algo semejante a eso en anteriores ocasiones?
—No, nunca —respondió.
Pero pareció dudar.
—¿Por qué duda? —pregunté.
—Bueno, es que no hubo informe —dijo—. He oído hablar de dos casos, casi semejantes, el año pasado. Una vez fueron tres objetos, durante la noche; otra media docena, durante el día…, y ambos casos parecían ser lo mismo: una especie de pelusa azulada. Además, fue en el Pacífico, no por esta parte.
—¿Por qué no hubo «informe»? —pregunté.
—En ambos casos, sólo hubo dos o tres testigos… y a ningún marino le agrada crearse cierta reputación por ver «cosas», ¿comprende? Las leyendas circulan solamente entre la profesión, por decirlo así. Entre nosotros no somos tan escépticos como los hombres de tierra: de cuando en cuando suceden cosas extrañas en el mar.
—¿No puede usted sugerir una explicación que yo pueda citar?
—En el campo profesional, prefiero no darla. Sólo me atengo a mi informe oficial. Claro que, esta vez, el informe tiene que ser diferente. Tenemos un par de cientos de testigos… o más.
—¿Considera usted que vale la pena intentar una investigación? Tiene usted el sitio pespunteado.
Movió la cabeza.
—Hay mucha profundidad allí…, más de cinco mil metros. Es demasiada profundidad.
—¿Tampoco hubo en los otros casos rastro alguno de naufragio?
—No. Eso hubiera sido una prueba para llevar a cabo una investigación. Pero no hubo pruebas.
Hablamos un poco más, pero no pude obtener de él ninguna teoría. Así, pues, me fui a escribir mi relato. Más adelante, cuando llegué a Londres, grabé un disco para la E. B. C. Se radió aquella misma noche como relleno, sólo como una curiosidad que hizo fruncir las cejas a unos cuantos nada más.
Por tanto, fue una casualidad que yo figurase como testigo en esa primitiva etapa…, casi el principio, porque no fui capaz de encontrar ninguna referencia a fenómenos idénticos anteriores a los que me refirió el capitán. Aun ahora, años más tarde, aunque estoy bastante seguro de que aquello fue el principio, no puedo ofrecer pruebas de que no fuera un fenómeno aparte. Prefiero no pensar demasiado intensamente en cuál pueda ser el final que seguirá, con el tiempo, a este principio. También preferiría no pensar constantemente en el hecho en sí, aunque los pensamientos estuvieron siempre bajo mi control.
Empezó de forma tan confusa… Hubiera sido más evidente, y aun así es difícil ver qué se hubiera podido hacer eficazmente, aunque hubiéramos reconocido el peligro. El reconocimiento y la prevención no van necesariamente cogidos de la mano. Nosotros reconocimos bastante rápidamente los peligros potenciales de fisura atómica…; sin embargo, no podíamos hacer mucho respecto a ellos.
Si hubiéramos atacado inmediatamente…, tal vez. Pero hasta que quedó perfectamente establecido el peligro, no teníamos idea de que fuéramos a ser atacados, y entonces ya era demasiado tarde.
Sin embargo, no hay por qué pregonar nuestra negligencia. Mi propósito consiste en hacer un sucinto relato, tan exacto como me sea posible, de cómo surgió la situación presente, y, para empezar, diré que surgió de mala manera…
A su debido tiempo, el Guinevere atracó en Southampton sin que volviera a amenazarle ningún otro fenómeno curioso. No esperábamos ninguno más, pero el hecho había sido memorable. En efecto, tan bueno casi como para estar en condiciones de decir en alguna remota ocasión futura: «Cuando tu abuela y yo hacíamos nuestro viaje de luna de miel, vimos una serpiente de mar».
Aunque no fuera eso exactamente.
Sin embargo, fue una maravillosa luna de miel. Nunca esperé otra mejor. Y Phyllis dijo algo al respecto mientras paseábamos por cubierta, observando el bullicio de abajo.
—Excepto —añadió— que no veo por qué no la íbamos a tener tan buena…
Así, pues, desembarcamos, pensando en nuestro nuevo hogar en Chelsea, y yo volví a la E. B. C. el lunes siguiente por la mañana para descubrir que, in absentia, me habían rebautizado con el sobrenombre de Fireball Watson. Esto fue debido a la correspondencia. Me la entregaron en un gran paquete, diciéndome que «puesto que yo lo había inspirado, sería mejor que hiciera algo». Una carta, refiriéndose a un reciente experimento en las islas Filipinas, me confirmó lo que había contado el capitán del Guinevere. Algunas otras merecían tenerlas en cuenta también…, especialmente una que me invitaba a reunirme con su redactor en La Pluma de Oro, donde siempre es buena ocasión para comer.
Acudí a esa cita una semana más tarde. Resultó que mi anfitrión era un hombre dos o tres años mayor que yo, quien pidió cuatro copas de Tío Pepe, declarándome después que el nombre con el que me había escrito no era el suyo, sino que él era teniente aviador de la R. A. F.
—Como se dará cuenta, fue un pequeño truco —confesó—. Por el momento, me consideran como un individuo que ha sufrido una alucinación; pero si se presentan pruebas suficientes para demostrar que no fue así, entonces es casi seguro que lo conviertan en secreto oficial. Delicado, ¿verdad?
Convine que así debía ser.
—Sin embargo —continuó—, el asunto me preocupa, y si usted ha recogido pruebas, me gustaría conocerlas…, aunque tal vez no haga uso directo de ellas. Lo que quiero indicar es que no deseo estar en boca de nadie.
Asentí comprensivo. Y él continuó:
—Ocurrió hace tres meses. Realizaba uno de mis vuelos de reconocimiento a unos cuatrocientos kilómetros, aproximadamente, al este de Formosa…
—No sabía que nosotros… —empecé a decir.
—Hay innumerables cosas que no se dan a la publicidad, aunque no son estrictamente secretas —respondió—. Como le decía, yo estaba allí. El radar recogió esas «cosas» cuando yo aún no las veía, porque estaban detrás de mí, pero se acercaban a gran velocidad, procedentes del oeste…
Había decidido investigar, y ascendió para interceptarlas. El radar continuaba señalando a los aviones, exactamente detrás y encima de él. Intentó comunicar, pero le fue imposible ponerse en contacto con ellos. En aquel momento, consiguió ver el techo de las naves, semejantes a tres manchas rojas, completamente brillantes, aun a la luz del día; pero iban a una velocidad fantástica, mucho mayor que la de él, y eso que su avión marchaba a más de quinientos kilómetros por hora. Intentó de nuevo comunicarse con ellos por radio, pero sin éxito. Ellos le adelantaron, siempre por encima de él.
—Bueno —dijo—, yo me hallaba allí en misión de reconocimiento. Comuniqué, por tanto, a la base que se trataba de aviones de modelo desconocido, completamente desconocido…, si es que eran aviones…, y, como no querían entablar conversación conmigo, propuse atacarlos. O hacía eso o los dejaba marchar…, y en este caso, ¿para qué estaba allí en vuelo de reconocimiento? La base estuvo de acuerdo conmigo, recomendándome cautela…
Hizo una pausa.
—Lo intenté una vez más, pero maldito el caso que hicieron de mí y de mis señales. Y a medida que se iban acercando, más dudaba yo de que fueran aviones. Eran, exactamente, lo que usted indicó por la radio: una pelusa sonrosada, cuyo centro era intensamente rojo. Podrían haber sido, según mi opinión particular, soles rojos. De cualquier forma, cuanto más los observaba, menos me agradaban; así, pues, preparé las ametralladoras controladas por radar y dejé que me adelantaran… Cuando pasaron por mi lado, reconocí que debían de ser setecientos o más. Algunos segundos después, el radar captó los primeros, y las ametralladoras funcionaron… No hubo dilación ninguna. La cosa pareció estallar en cuanto las ametralladoras dispararon. ¡Y estallaron, muchacho! De pronto, se hincharon inmensamente, transformándose de rojo en rosa, de rosa en blanco, pero conservando algunos puntos rojos en diversos sitios. Luego, mi avión se vio envuelto en medio de la confusión y, acaso, tropezara con alguno de los restos. Durante algunos segundos me consideré perdido, y, probablemente, tuve mucha suerte, porque cuando conseguí recuperar el control me di cuenta de que descendía a gran velocidad. Algo se había llevado las tres cuartas partes de mi ala derecha y manchado el extremo de la otra. Así, pues, consideré que había llegado el momento de utilizar el propulsor, que funcionó con gran sorpresa mía.
Hizo una pausa para reflexionar. Luego añadió:
—No sé qué más decirle a usted sobre esto que sirviera de confirmación; pero hay otros puntos. Uno, que son capaces de volar a una velocidad inconcebible para nosotros; otro, que, sean quienes fueren, son altamente vulnerables.
Otra cosa que deduje de la información que él me proporcionó, y que tenía gran importancia, fue que no se desintegraron en secciones, sino que estallaron completamente. Y eso era algo que había que tener en cuenta.
Durante las semanas que siguieron recibí varias cartas, sin que añadieran nada al asunto; pero, luego, el caso empezó a tomar una importancia que me recordó la del monstruo de Loch Ness. Todo vino a parar a mí, porque la E. B. C. consideró que el caso de las bolas rojas me correspondía por derecho propio. Varios observadores se confesaron extrañados por haber visto pequeños cuerpos rojizos cruzando a gran rapidez; pero en sus informes eran extraordinariamente cautos. En realidad, ningún periódico le daba publicidad; porque, según opinión editorial, aquélla tenía demasiada semejanza con el caso de los platillos volantes, y los lectores preferían otras novedades más sensacionales. Sin embargo, las reseñas fueron acumulándose breve y lentamente…, aunque tardaron casi dos años en que adquirieran una publicidad seria y atrajeran la atención de la gente.
Esta vez fue un vuelo de trece. Una estación de radar, en el norte de Finlandia, lo captó primero, estimando su velocidad en unos dos mil quinientos kilómetros a la hora, y señalando que seguían dirección suroeste. Al pasar la información, describieron los objetos simplemente como «aviones no identificados». Los suecos los captaron cuando cruzaron su territorio, consiguiendo situarlos visualmente y describiéndolos como puntitos rojos. Noruega lo confirmó; pero consideró su velocidad por debajo de los dos mil doscientos kilómetros a la hora, aunque visibles a simple vista. Dos estaciones de Irlanda informaron su paso por encima de ellas, en dirección oeste-sudoeste. La más meridional de las dos estaciones dio su velocidad máxima en mil quinientos kilómetros por hora, advirtiendo que eran «perfectamente visibles». Un barco, situado a sesenta y cinco grados al norte, dio una descripción que coincidía exactamente con las primeras bolas de fuego, calculando que su velocidad era de casi mil kilómetros por hora. No fueron vistos por nadie más.
A partir de eso, hubo un rápido aumento de observaciones de bolas de fuego. Los informes llegaban de todas partes con tal abundancia que se necesitaba una gran imaginación para separar lo que valía de lo que no valía, aunque me di cuenta de que, entre ellos, había algunos que hacían referencia a bolas de fuego que descendían y penetraban en el mar exactamente igual que las observadas por mí… Claro que no podía estar seguro de que tales informaciones no tuvieran su origen en el relato que hiciera yo por la radio. Todo aquello olía a fantasía y no me enseñó nada. No obstante, me chocó un punto negativo: ni un solo observador decía haber visto una bola de fuego caer en tierra. Subordinado a eso, ninguna de esas caídas se habían observado desde la costa: todas, desde barcos o desde aviones que volaban sobre el mar.
Los informes sobre estas observaciones cayeron sobre mí durante un par de semanas en cantidades más o menos abundantes. Los escépticos comenzaron a disminuir; solamente los más obstinados sostenían aún que se trataba de alucinaciones. Sin embargo, tales informes no nos enseñaron más de lo que ya sabíamos. No había nada preciso. Frecuentemente, cuando se posee un arma, las cosas se ven desde un ángulo más consistente. Y eso fue lo que ocurrió a un conglomerado de bolas de fuego que arremetió contra un individuo que tenía un arma… literalmente hablando.
En este caso concreto, el individuo era un barco correo: el U. S. S. Tuskegee. Recibió el mensaje, desde Curaçao, de que una escuadrilla de ocho bolas de fuego se dirigía directamente hacia él, en el momento que zarpaba de San Juan de Puerto Rico. El capitán abrigó la ligera esperanza de que violaran el territorio, e hizo sus preparativos. Las bolas de fuego, fieles a su símbolo, proseguían su carrera en una mortal línea recta que las llevaría a cruzar por encima de la isla, y casi por encima del propio barco. El capitán observaba con gran satisfacción en el radar cómo se acercaban. Esperó hasta que fue indiscutible la violación técnica. Entonces dio orden de disparar seis missiles dirigidos con tres segundos de intervalo, y subió a cubierta para observar el oscurecido cielo.
Con sus gemelos vio cambiar seis de las bolas rojas, al estallar una tras otra, en grandes humaredas blancas.
—Bueno, ésas ya tienen lo suyo —exclamó, complacido—. Ahora será muy interesante ver quiénes protestan —añadió, mientras contemplaba cómo desaparecían hacia el norte las dos bolas de fuego que habían quedado.
Pero pasaron los días y no protestó nadie. Ni tampoco disminuyó el número de informes sobre las bolas de fuego.
Para muchas personas, aquella política de silencio indicaba sólo un camino, y comenzaron a considerar la responsabilidad tan buena como justificada.
En el transcurso de la semana siguiente dos bolas de fuego más, que tuvieron la poca cautela de pasar los límites de la estación experimental de Woomera, pagaron su temeridad, y otras tres fueron estalladas por un barco en las afueras de Kodiak, después de volar sobre Alaska.
Washington, en una nota de protesta a Moscú, en la que insistía sobre las repetidas violaciones de su territorio, terminaba por observar que, en los varios casos en que se habían llevado a cabo acciones radicales, lamentaba el dolor que hubiesen causado a los familiares de los tripulantes de las aeronaves, pero que la responsabilidad era, no de los que pilotaban dichas aeronaves, sino de quienes los enviaban con órdenes que violaban los acuerdos internacionales.
El Kremlin, tras unos cuantas días de gestión, rechazó la protesta, diciendo que no se sentían impresionados por las tácticas de atribuir a otros los propios crímenes de uno, y aprovechaba la ocasión para señalar que sus propias armas, recientemente descubiertas por los científicos rusos para garantizar la paz, habían destruido ya más de veinte de esas aeronaves sobre territorio soviético y que, sin vacilación alguna, concederían el mismo tratamiento a cualesquiera que fuera detectada en su misión de espionaje…
Así, pues, la situación no se resolvió. El mundo no ruso estaba dividido en dos partes: los que creían todo cuanto afirmaban los soviéticos y los que no creían nada en absoluto. Para los primeros, no existía problema alguno: su fe era inquebrantable. Para los segundos, la interpretación era menos fácil. Así, por ejemplo, ¿había que deducir de aquello que todo era mentira?… ¿O bien que cuando los rusos admitían haber destruido veinte bolas de fuego no habían hecho estallar, en realidad, más que cinco o seis?
Una situación violenta, constantemente punteada por cambios de notas, se alargó durante meses. Indudablemente, las bolas de fuego fueron más numerosas de las que se vieron; pero ¿cuántas fueron? ¿Cuánto más numerosas? ¿Cuánto más activas? Era muy difícil determinarlo. En varias partes del mundo se destruyeron, de cuando en cuando, algunas bolas de fuego más, y también, de vez en vez, se anunciaría el número de bolas de fuego capitalistas destruidas sobre territorio soviético, señalando las penas que sufrirían aquellos que ordenaban realizar espionaje sobre el territorio de la única verdadera Democracia del Pueblo.
El interés del público debía concentrarse en conservar la vida; y, como menguada novedad, se estableció una era de insistentes explicaciones.
Sin embargo, en el Almirantazgo y en los cuarteles generales de las Fuerzas Aéreas distribuidos por todo el mundo, las notas y los informes llegaban juntos. Las rutas se fueron dibujando sobre los mapas. Gradualmente empezó a surgir el diseño de algo.
En la E. B. C. yo era considerado como la persona más idónea en todo cuanto se relacionaba con las bolas de fuego, y aunque el asunto estuviera, por el momento, en punto muerto, yo conservaba mis archivos al día por si el caso revivía. Mientras tanto, contribuí en pequeña escala a realizar el cuadro mayor, que pasé a las autoridades, valiéndome de todos los retazos de información que consideré que podían interesarles.
Cierto día me encontré con que había sido invitado por el Almirantazgo para mostrarme algunos de los resultados.
Fue el capitán Winters quien me recibió, explicándome que, aunque lo que iban a enseñarme no constituía exactamente un secreto oficial, prefirirían que no hiciera uso público de ello. Cuando acepté tal condición, empezó a enseñarme mapas y cartas marinas.
El primero fue un mapa mundial cruzado de finas líneas, todas numeradas y fechadas con números diminutos. La primera ojeada me produjo la impresión de que una araña había hilado su tela sobre el mapa; en varios lugares había racimos de puntitos rojos, que se semejaban mucho a las arañas que la habían hilado.
El capitán Winters cogió una magnífica lupa y la dirigió sobre la región sureste de las Azores.
—Aquí está su primera contribución —me dijo.
Mirando a través de la lupa, distinguí entonces un punto rojo marcado con el número 5, y la fecha y la hora en que Phyllis y yo paseábamos por la cubierta del Guinevere y observamos las bolas de fuego desvanecerse en el mar. Había otros muchos puntitos rojos en aquella área, todos rotulados: la mayoría de ellos dirigidos hacia el nordeste.
—¿Cada uno de estos puntitos indica el descenso de una bola de fuego? —pregunté.
—De una o de más —me respondió—. Por supuesto, las líneas se refieren únicamente a aquellas de las que poseemos información suficiente para determinar la ruta. ¿Qué piensa usted de esto?
—Bueno —dije—, mi primera reacción ha sido darme cuenta de que existe un número considerablemente superior del que yo me imaginaba. La segunda ha sido preguntarme por qué demonios estarían agrupadas en sitios, como así se indica aquí.
—¡Ah! —respondió—. Sepárese del mapa un poco. Estreche los ojos y capte una impresión de luz y de forma.
Así lo hice, dándome cuenta de lo que quería decir.
—Áreas de concentración —dije.
—Cinco áreas principales, y otras de menor importancia. Un área densa al sudoeste de Cuba; otra, a mil kilómetros aproximadamente al sur de las islas de los Cocos; fuerte concentración en las afueras de Filipinas, Japón y las Aleutianas. No pretenderé que las proporciones de densidad sean las mismas… En realidad, estoy casi seguro de que no lo son. Así, por ejemplo, puede usted ver un número de rutas que convergen hacia un área al nordeste de las Falkland, pero allí sólo hay tres puntitos rojos. Es muy verosímil que eso signifique solamente que hay allí unas cuantas personas capacitadas para observarlas. ¿Nada le choca a usted?
Moví la cabeza, al no comprender qué quería decir. Sacó una carta barométrica y la extendió al lado del primer mapa. Miré.
—¿Todas las concentraciones se producen en áreas de aguas profundas? —sugerí.
—Exactamente. No existen muchos informes de descensos en lugares donde las aguas tienen menos de seis mil seiscientos metros, y ninguna en absoluto donde tienen menos de tres mil.
Medité sobre eso, sin que me llevara a ninguna conclusión.
—Bueno…, ¿y qué? —inquirí.
—Justamente —respondió—. ¿Y qué?
Durante un rato meditamos sobre la proposición.
—Todas descienden —observé—. No hay ningún informe sobre ascensión…
Sacó mapas a gran escala de varias áreas principales. Después de estudiarlos un rato, pregunté:
—¿Tiene usted alguna idea de lo que significa todo esto… o no quiere decírmelo, aunque la tenga?
—Sobre la primera parte de su pregunta, he de decirle que solamente tenemos un número de teorías, todas poco satisfactorias por una u otra razón; así, pues, la segunda parte no tiene contestación.
—¿Qué me dice sobre los rusos?
—No hay nada que hacer con ellos. En realidad, están tan preocupados como nosotros. Sospechar de los capitalistas es algo que ellos han mamado del pecho materno; ahora bien: no pueden concebir que nosotros estemos al cabo de algo, ni siquiera figurarse que el juego sea posible. Pero de lo que ambos, ellos y nosotros, estamos completamente convencidos es de que las cosas no son un fenómeno natural, ni que están realizadas sin un propósito determinado.
—¿Y no cree usted que sea otro país quien las lance?
—No… De eso no hay duda.
De nuevo observamos en silencio los mapas.
—La otra pregunta que parece evidente formular es: ¿qué hacen?
—Sí —respondió.
—¿No hay indicios?
—Vienen —respondió—. Quizá van. Pero seguramente vienen. Eso es todo.
Miré los mapas, las líneas entrecruzadas y las áreas llenas de puntitos rojos.
—¿Están ustedes haciendo algo relacionado con esto?… ¿O no debo preguntar?
—¡Oh! Ése es el motivo de que esté usted aquí. Iba a hablarle de ello —me contestó—. Vamos a intentar una inspección. Sólo que no consideramos el momento oportuno para explicarlo directamente por la radio, ni para darle publicidad; pero ha de recogerse en discos, y nosotros necesitaremos uno. Si sus jefes se consideran suficientemente interesados para enviarle a usted con algunos instrumentos, a fin de que realice el trabajo…
—¿En dónde se llevará a cabo? —inquirí.
Con un dedo rodeó una extensa zona.
—Pues… mi esposa siente apasionada devoción por el sol tropical, especialmente por el de la India Occidental —dije.
—Bien. Me parece recordar que su esposa escribió algunos relatos muy bien documentados —observó.
—Y es lo que la E. B. C., si no los consiguiera, lamentaría después —reflexioné.
Hasta que hicimos nuestra última visita y nos alejamos y perdimos de vista la tierra, no nos permitieron ver el objeto que se hallaba en un lecho construido especialmente para él, a popa. Cuando el teniente comandante encargado de las operaciones técnicas ordenó que levantaran la lona embreada que lo tapaba, fue una verdadera ceremonia de descubrimientos. Pero el revelado misterio constituyó algo así como un anticlímax: era simplemente una esfera de metal de unos tres metros de diámetro. En varias partes de ella estaban practicados agujeros circulares: ventanas semejantes a troneras. En lo alto se hinchaba formando una protuberancia que producía la impresión de un lóbulo de oreja macizo. El teniente comandante, tras contemplar aquello con ojos de madre orgullosa de su vástago, se dirigió a nosotros en plan discursivo.
—Este instrumento que están ustedes viendo —dijo, impresionado—, es lo que nosotros llamamos «batiscopio».
Hizo una pausa para apreciar el efecto causado.
—¿No construyó Beebe…? —susurré a Phyllis.
—No —me respondió—. Eso era una batisfera.
—¡Oh! —exclamé.
—Ha sido construido —continuó el teniente comandante— de forma que resista una presión de dos toneladas, aproximadamente, por centímetro cuadrado, dándole una profundidad teórica de mil quinientas brazas. En la práctica no pensamos utilizarlo a una profundidad mayor de mil doscientas brazas; de tal forma, conseguiremos un factor de seguridad de trescientos kilogramos por centímetro cuadrado, aproximadamente. Aunque este aparato supera considerablemente las hazañas del doctor Beebe, que descendió algo más de quinientas brazas, y de Barton, que alcanzó una profundidad de setecientas cincuenta brazas…
Continuó de esta forma durante cierto tiempo, dejándome algo detrás. Cuando vi que se había adelantado un poco, dije a Phyllis:
—No me es posible pensar en brazas. ¿Cuánto significan en metros?
Ella consultó sus notas.
—La profundidad que intentan alcanzar es de dos mil ciento sesenta metros; la profundidad que pueden alcanzar es dos mil setecientos metros.
—A pesar de todo, me parecen muchos metros —dije.
Phyllis, en cierto modo, es más precisa y práctica.
—Dos mil ciento sesenta metros son solamente dos kilómetros y pico —me informó—. La presión será un poco más de una tonelada y un tercio.
—¡Ay! No sé qué sería de mí sin ti.
Miré al batiscopio.
—De todas formas… —añadí, dudoso.
—¿Qué? —me preguntó.
—Bueno, aquel chico del Almirantazgo, Winters… me habló en términos de cuatro o cinco toneladas de presión…, queriendo decir, seguramente, a una profundidad de ocho o diez kilómetros.
Me volví al teniente comandante.
—¿Qué profundidad existe en el lugar adonde vamos destinados? —le pregunté.
—Se trata de una superficie llamada Cayman Trench, entre Jamaica y Cuba —respondió—. En algunas partes alcanza casi cuatro mil…
—Pero… —empecé a decir frunciendo el ceño.
—Brazas, querido —intervino Phyllis—. Es decir, unos siete mil doscientos metros.
—¡Oh! —exclamé—. Eso es… algo así… como siete kilómetros y pico, ¿no?
—Sí —respondió mi esposa.
—¡Oh! —exclamé otra vez.
El teniente comandante reanudó su discurso, como si se dirigiese a un público.
—Ése es el límite actual de nuestra potencia para hacer observaciones visuales directas. Sin embargo…
Hizo una pausa para hacer un gesto parecido al que haría un conjurado a un grupo de marineros y se quedó observándolos mientras ellos quitaban la lona de otra esfera similar, aunque más pequeña.
—Aquí tenemos un nuevo instrumento —continuó—, con el que esperamos poder hacer observaciones a una profundidad dos veces mayor a la alcanzada por el batiscopio, o quizás algo más. Es completamente automático. Además, registra las presiones, la temperatura, las corrientes y todo eso… y transmite sus lecturas a la superficie. Está equipado con cinco pequeñas cámaras de televisión: cuatro de ellas cubren toda la superficie de agua horizontal que lo rodea, y una quinta transmite la visión vertical debajo de la esfera.
Hizo una pausa.
—A este instrumento —continuó otra voz, excelente imitación de la suya propia— le llamamos «telebaño».
El chiste no es capaz de detener en su carrera a un hombre como el comandante. Continuó, pues, su discurso. Pero el instrumento había sido bautizado y se quedó con el nombre de telebaño.
Se ocuparon los tres días después de nuestra llegada al lugar señalado con pruebas y ajustes de ambos instrumentos. En una prueba, Phyllis y yo fuimos invitados a hacer una inmersión de mil metros, aproximadamente, metidos en el batiscopio, sólo para «que experimentáramos la sensación de aquello». No experimentamos envidia de nadie que hiciera una inmersión más profunda. Cuando todo estuvo a punto, se anunció oficialmente el verdadero descenso para la mañana del cuarto día.
Tan pronto como salió el sol, nos reunimos alrededor del batiscopio, colocado en su lecho. Lo dos técnicos navales, Wiseman y Trant, que harían el descenso, se introdujeron por la estrecha abertura que servía de entrada. La ropa de abrigo que necesitarían en las profundidades fue introducida detrás de ellos; porque, si se la hubieran puesto antes, no habrían podido entrar. A continuación se metieron los paquetes de provisiones y los termos con bebida caliente. Se despidieron por última vez. La tapa circular, transportada por la gavia, se abatió sobre ellos, ajustándose perfectamente, atornillándose y echándose los cerrojos. El batiscopio fue izado fuera de bordo, permaneciendo suspendido en el aire y balanceándose ligeramente. Uno de los hombres que iban dentro manipuló la cámara de televisión que tenía en la mano y nosotros aparecimos en la pantalla como vistos desde dentro del instrumento.
—Perfecto —dijo una voz desde el altavoz—. Puede comenzar el descenso.
La manivela comenzó a girar. El batiscopio descendía y el agua lo lamió. Al fin, desapareció bajo la superficie del mar.
El descenso fue tarea larga que no tengo el propósito de describir detalladamente. Con franqueza, visto en la pantalla del barco, era un hecho emocionante para los no iniciados. La vida en el mar parecía existir en unos niveles perfectamente definidos. En las capas más habitadas, el agua está llena de plancton, que constituye una especie de ininterrumpidos residuos de tempestad que lo oscurece todo, a menos que se acerque uno mucho. En los otros niveles, donde no hay plancton para comer, existen, por consiguiente, pocos peces. Como adición al aburrimiento producido por las limitadas visiones o por la vacía oscuridad, la continua atención a una pantalla enlazada con una cámara oscilante y que gira lentamente produce un efecto desagradable, rayando en el vértigo. Phyllis y yo nos pasamos la mayor parte del tiempo que duró el descenso con los ojos cerrados, confiando en que el altavoz telefónico atrajera nuestra atención hacia algo interesante. En algunas ocasiones salíamos a cubierta a fumar un cigarrillo.
No se hubiera podido elegir otro día mejor para la tarea. El sol pegaba fuerte en las cubiertas, que de cuando en cuando regaban para enfriarlas. La enseña colgaba floja del mástil, sin apenas moverse. El mar se extendía como una balsa de aceite hasta encontrar la bóveda del cielo, que estaba cubierto, al norte, sobre Cuba quizá, de un bajo banco de nubes. Tampoco se oía ruido alguno, a excepción de la susurrante voz del altavoz de la mesa, el suave y apagado chirrido de la cabria y, de vez en cuando, la voz de un estibador llevando la cuenta de las brazas.
El grupo sentado a la mesa apenas hablaba; ahora dejaba que lo hicieran los hombres que estaban bajando al fondo del mar.
A intervalos, el comandante preguntaría:
—¿Todo en orden ahí abajo?
Y, simultáneamente, dos voces responderían:
—Sí; sí, señor.
Una voz preguntó:
—¿Usaba Beebe un traje calentado por electricidad?
Nadie lo sabía.
—Me descubro ante él si no lo tenía —dijo la voz.
El comandante observaba con mirada penetrante los cuadrantes al mismo tiempo que la pantalla.
—Alcancen un kilómetro. Corto —dijo.
La voz de abajo contó:
—Novecientos noventa y ocho…, novecientos noventa y nueve… ¡Ya! Mil metros, señor.
La cabria continuaba girando. No había mucho que ver. De cuando en cuando se veían manadas de peces corriendo en la oscuridad. Una voz se lamentó:
—Hay un condenado pez que cuando dirijo la cámara hacia una tronera se asoma por la otra.
—Quinientas brazas. Han rebasado ustedes ya la profundidad adquirida por Beebe —dijo el comandante.
—Adiós, Beebe —dijo la voz—. Pero da la sensación de que es lo mismo.
Una pausa.
La misma voz dijo ahora:
—En estos alrededores hay más vida. Está esto lleno de calamares, grandes y pequeños. Probablemente los verán ustedes… Aquí hay algo, delante, al filo de la luz… Una cosa grande… No puedo precisarla… Tal vez sea un calamar gigante… ¡No! ¡Dios mío! ¡No puede ser una ballena!… En estas profundidades no puede haberlas…
—Es improbable, pero no es imposible —dijo el comandante.
—Bien, en ese caso… ¡Oh, sea lo que fuere, se está alejando! ¡Vaya! También nosotros hacemos un poco los mamíferos…
A su debido tiempo llegó el momento en que el comandante anunció:
—Ahora están ustedes rebasando la profundidad alcanzada por Barton.
Y añadió, con inesperado cambio de modales:
—Ahora, muchachos, todo depende de ustedes. ¿Se encuentran bien ahí? Si no están bien, no tienen más que decirlo…
—Estamos perfectamente, señor. Todo funciona bien. Continuaremos.
En cubierta, la cabria giraba pesadamente.
—Alcanzados los dos kilómetros —anunció el comandante.
Cuando tuvo confirmación de ello, preguntó:
—¿Cómo se encuentran ahora?
—¿Cómo está el tiempo ahí arriba? —fue la contestación.
—Muy bueno. Calma chicha. No hay olas.
Los dos de abajo conferenciaron.
—Continuaremos bajando, señor. Acaso tardemos semanas en encontrar un día con las magníficas condiciones de hoy.
—De acuerdo…, si los dos están seguros.
—Lo estamos, señor.
—Muy bien. Entonces, desciendan trescientas brazas más aproximadamente.
Hubo una pausa. Luego:
—Despoblado —observó la voz de abajo—. Ahora todo está oscuro y despoblado. No se ve nada. Es gracioso cómo están separados los niveles… ¡Ah! Ahora empezamos de nuevo a ver algo… Calamares otra vez…, peces luminosos… Poca concurrencia, ¿lo ven? ¡Oh Dios, Dios!…
Se interrumpió y, simultáneamente, algo semejante a un pez horroroso, de pesadilla, apareció en nuestra pantalla.
—Uno de los momentos más alegres de la Naturaleza —observó.
Continuó hablando y la cámara siguió dándonos visiones de increíbles monstruosidades, grandes y pequeñas.
Ahora, el comandante anunció:
—Paren ya. Mil doscientas brazas.
Cogió el teléfono y habló con cubierta. La cabria empezó a girar más lentamente, hasta que al fin se paró.
—Eso es todo, muchachos —dijo.
—¡Hum! —respondió la voz de abajo, tras una pausa—. Bueno, lo que veníamos a buscar aquí, fuese lo que fuere, no lo hemos encontrado.
La cara del comandante no mostraba ninguna expresión. Me era imposible decir si él esperaba o no resultados tangibles. Supuse que no. En realidad, me hubiera asombrado de que lo esperase alguno de nosotros. Después de todo, estos centros de actividad eran todos profundos. Y de ello parecía deducirse que la razón debía de encontrarse en el fondo. El ecograma dio el fondo de aquellos parajes a una profundidad de seis kilómetros aproximadamente más abajo de donde se encontraban en aquel momento los dos hombres…
—Atención, batiscopio —dijo el comandante—. Comenzaremos a subirlos. ¿Preparados?
—Sí; sí, señor. Todo dispuesto —dijeron las dos voces.
El comandante cogió el teléfono.
—¡Arriba!
Pudimos oír cómo la cabria empezaba a girar lentamente en sentido contrario.
—¡En marcha!… ¿Todo va bien?
—Todo correcto, señor.
Hubo un intervalo de diez minutos o más, en el que nadie habló. Luego, una voz dijo:
—Hay algo aquí, en el exterior… Algo grande… No puedo verlo claramente… Permanece justo en el límite de la luz… No puede ser esa ballena otra vez… En estas profundidades es imposible… Intento mostrárselo a ustedes…
La imagen de la pantalla se movió y, al fin, se detuvo. Pudimos ver los rayos de luz atravesando el agua y el brillante moteado de minúsculos organismos captado por el chorro de luz.
Al final, se adivinaba una mancha ligeramente mayor. Era difícil asegurarlo.
—Parece que nos está rodeando. También tengo la impresión de que nos están envolviendo en una especie de telaraña… ¡Ah! Ahora lo veo un poco mejor… Desde luego, no es una ballena… ¿Oiga?… ¿Lo ven ahora?…
Esta vez era indudable que captábamos un parche más iluminado. Era toscamente ovalado, pero indistinto. Era imposible darlo a escala.
—¡Hum! —dijo la voz de abajo—. Ése es seguramente nuevo. Puede ser un pez…, o quizás algo semejante a una tortuga. De cualquier forma, un monstruo de tamaño fenomenal. Ahora nos hallamos un poco más cerca de él, pero aún no consigo distinguirlo claramente, no puedo precisar ningún detalle. Lleva el mismo camino que nosotros…
De nuevo nos mostró la cámara una vista de la cosa cuando pasó por una de las troneras del batiscopio; pero no pudimos darnos cuenta de lo que era. La imagen resultaba demasiado pobre para estar seguros de que se trataba de algo.
—Ahora se eleva. Sube más de prisa que nosotros. Permanece fuera de nuestro ángulo de visión. Debía de haber una tronera en lo alto del aparato… Ahora lo hemos perdido de vista. Está en alguna parte, encima de nosotros. Tal vez…
La voz quedó cortada de pronto. Simultáneamente, hubo en la pantalla un breve y vivido resplandor que también desapareció. El chirrido de la cabria cambió mientras giraba con mayor rapidez.
Permanecimos sentados mirándonos unos y otros sin hablar. La mano de Phyllis apretó la mía y noté que temblaba.
El comandante inició el gesto de alargar la mano hacia el teléfono, pero cambió de idea y salió sin decir palabra. Ahora la cabria giraba a mayor velocidad.
Tardó mucho tiempo en reliar más de dos mil metros de grueso cable. El grupo sentado en el comedor se dispersó torpemente. Phyllis y yo subimos a proa y nos sentamos allí sin apenas hablar.
Tras lo que pareció una larguísima espera, la cabria aminoró su marcha. De común acuerdo nos pusimos en pie y juntos nos dirigimos a proa.
Al fin apareció el extremo del cable. Supongo que todos nosotros esperábamos ver el final deshilachado, con los cabos sueltos como si fuera una escobilla.
Pero no eran así. Los cabos estaban fundidos, formando un todo. Tanto el cable principal como los de comunicación terminaban en una masa de metal fundido.
Todos lo mirábamos fijamente, enmudecidos.
Por la noche, el capitán leyó el servicio y se dispararon tres salvas sobre el lugar.
El tiempo continuaba bueno y el barómetro se mantenía firme. A las doce de la mañana del día siguiente, el comandante nos reunió en el comedor. Parecía enfermo y muy cansado. Dijo, brevemente y sin emoción:
—Mis órdenes son continuar la investigación empleando nuestra máquina automática. Si podemos completar nuestros cálculos y nuestras pruebas y el tiempo continúa favoreciéndonos, reanudaremos la operación mañana por la mañana, comenzándola en cuanto amanezca. Estoy decidido a bajar la máquina hasta el punto de destrucción porque no habrá otra oportunidad para la observación.
A la mañana siguiente, la colocación en el comedor fue diferente a la de la primera ocasión. Nos sentamos de cara a una fila de cinco pantallas de televisión: cuatro para cada uno de los cuatro cuadrantes de la máquina y una para observar verticalmente debajo de ella. También había un tomavistas para fotografiar las cinco pantallas simultáneamente para el archivo.
De nuevo observamos el descenso a través de las capas oceánicas; pero esta vez, en lugar de comentarios, tuvimos una serie asombrosa de gorjeos, raspaduras y gruñidos recogidos por los micrófonos montados en el exterior del aparato. El fondo del mar es, en sus capas habitadas más bajas, un lugar, al parecer, de horrenda cacofonía. Hubo algo de alivio cuando se hizo el silencio al alcanzar los mil quinientos metros, y alguien musitó:
—¡Hum! ¡Y pensar que esos micrófonos nunca habían sufrido la presión!…
El despliegue continuó. Los calamares aparecían y desaparecían en las pantallas. Cientos de peces huían nerviosos; otros eran atraídos por la curiosidad: monstruosos, grotescos, enormes, que causaban daño a la vista. Y se continuaba bajando: dos mil metros, tres mil metros, cuatro mil, cinco mil… Al alcanzar esta profundidad, algo se hizo visible que atrajo la atención de todos hacia las pantallas. Algo en forma de óvalo, ancho, incierto, que se movía de pantalla en pantalla como si circundara a la máquina que descendía. Durante tres o cuatro minutos continuó mostrándose en una u otra pantalla, aunque siempre atormentadoramente mal definido y nunca lo bastante bien iluminado para que se pudiera estar seguro de su forma. Luego, gradualmente, subió hacia el extremo superior de la pantalla, terminando por desaparecer.
Treinta segundos después, todas las pantallas se oscurecieron.
¿Por qué no elogiar a la esposa de uno? Phyllis es capaz de escribir un relato tremendamente bueno… y éste fue uno de los mejores. Fue una lástima que no fuese recibido con el inmediato entusiasmo que se merecía.
Cuando estuvo terminado, lo enviamos al Almirantazgo para que lo examinaran. Una semana después nos llamaron por teléfono, citándonos. Nos recibió el capitán Winters. Felicitó a Phyllis por el relato tan bien como supo, como si no hubiese estado tan seducido por él como en realidad lo estaba. Sin embargo, una vez que estuvimos acomodados en nuestros asientos, movió la cabeza apesadumbrado.
—Siento tener que pedirle a usted que lo guarde durante una temporada —dijo.
Phyllis le miró desolada. Había trabajado concienzudamente en ese relato. No por dinero, claro está. Había intentado al escribirlo rendir un tributo a los dos hombres, Wiseman y Trant, que habían desaparecido con el batiscopio. Bajó la vista y se miró la punta de los zapatos.
—Lo siento —dijo el capitán—. Pero ya advertí a su marido que no se podía dar a la publicidad inmediatamente.
Phyllis levantó los ojos hasta él.
—¿Por qué? —preguntó.
Eso era algo que yo ansiaba saber también. Mis propios informes sobre los preparativos del breve descenso que ambos hicimos en el batiscopio y de los variados aspectos que no figuraban en el informe oficial sobre la bajada, también habían sido puestos en cuarentena.
—Explicaré lo que pueda. Es evidente que les debemos a ustedes una explicación —respondió el capitán Winters.
Se sentó, inclinándose hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y los dedos entrecruzados, y nos miró alternativamente.
—El quid del asunto…, y, por supuesto, ustedes se dieron cuenta de ello hace mucho tiempo…, está en esos cables fundidos —dijo—. La mente se tambalea un poco ante la idea de un ser capaz de morder esa maraña de acero…, y, al mismo tiempo, sólo puede admitirse comprensiblemente la posibilidad. No obstante, cuando surge la sugerencia de que existe un ser capaz de cortarlos como si fuera una llama de oxiacetileno, se retrocede. Se retrocede y, definitivamente, se rechaza.
Hizo una pausa.
—Ustedes vieron lo que sucedió a esos cables, y me imagino que estarán de acuerdo conmigo en que «eso» abre un aspecto a la cuestión completamente nuevo. Una cosa como ésa no es sólo un azar del descenso al fondo del mar…, y nosotros queremos saber más acerca de qué clase de azar es antes de darle publicidad.
Hablamos del asunto durante un rato. El capitán era comprensivo, pero tenía sus órdenes.
—Honradamente, capitán Winters…, y aparte del informe, si usted quiere…, ¿tiene usted alguna idea de qué puede haberlo hecho?
Negó con la cabeza.
—Con informe o sin informe, mistress Watson, no puedo dar ninguna explicación que tenga visos de verosimilitud…, y aunque esto no es para publicarlo, dudo de que alguien más del Servicio la tenga.
Así, pues, con el asunto en un estado nada satisfactorio, nos marchamos.
Sin embargo, la prohibición duró un tiempo más breve del que esperábamos. Una semana después, cuando íbamos a sentarnos a la mesa para comer, nos telefoneó. Phyllis cogió el auricular.
—¡Hola, mistress Watson! Me alegro de que sea usted. Tengo buenas noticias para ustedes —dijo la voz del capitán Winters—. Acabo de hablar con los directivos de la E. B. C. y les he dado permiso, en cuanto a lo que nosotros nos concierne, para que radien el relato de ustedes: es decir, la historia completa.
Phyllis le dio las gracias por la noticia.
—Pero ¿qué ha sucedido? —preguntó.
—Sea lo que fuere, el asunto ha trascendido. Lo oirán ustedes esta noche en las noticias de las nueve, y lo leerán mañana en los periódicos. Teniendo en cuenta las circunstancias, he considerado que ustedes debían quedar libres para actuar tan pronto como fuera posible. Sus señorías comprendieron el hecho… En efecto, quieren que el relato de usted sea radiado inmediatamente. Esto es lo que hay. Y les deseo un gran éxito y mucha suerte.
Phyllis volvió a darle las gracias y colgó.
—Bien. ¿Qué supones que ha sucedido? —inquirió.
Tuvimos que esperar hasta las nueve para averiguarlo. La noticia dada por la radio oficial era breve pero suficiente desde nuestro punto de vista. Informaba, sencillamente, que una unidad naval americana, que realizaba investigaciones en las profundidades de las aguas próximas a las islas Filipinas, había experimentado la pérdida de una cámara de profundidad, con una tripulación de dos hombres.
Casi inmediatamente después, la E. B. C. llamó por teléfono para decir muchas cosas sobre la prioridad. Alteró su programa y radió el relato.
El locutor nos dijo más tarde que el relato había sido un éxito. Radiado inmediatamente después del anuncio americano, conseguimos el máximo de interés popular. Sus señorías estaban encantadas también. Aquello les proporcionó la oportunidad de demostrar que ellos no iban siempre a la zaga del gobierno americano…, aunque no creo que hubiera necesidad de haber hecho a los Estados Unidos el regalo de una primera publicidad. De todas formas, a la vista de lo que siguió, supongo que no es de gran importancia.
Phyllis volvió a escribir una parte de su relato, haciendo más hincapié en lo referente a la fusión de los cables. A nuestras manos llegó una oleada de correspondencia; pero después de examinarse todas las explicaciones y todas las sugerencias ninguno de nosotros sabía más que antes.
Apenas podía esperarse que ocurriera otra cosa. Nuestros oyentes no habían visto nunca los mapas, y en este estudio no se le había ocurrido al público en general que hubiera podido haber alguna relación entre las catástrofes submarinas y el, en cierto modo demodé, tópico de las bolas de fuego.
Pero si, como parecía, la Marina Real estaba dispuesta simplemente a descansar durante una temporada y examinar el problema teóricamente, la Marina de los Estados Unidos no lo estaba. Extraoficialmente, nos enteramos de que ellos estaban preparándose para enviar una segunda expedición al mismo lugar donde ocurriera la pérdida del batiscopio. Nosotros solicitamos inmediatamente ser incluidos en ella, pero fuimos rechazados. No sé cuántas otras personas solicitaron lo mismo que nosotros, pero fueron bastantes para formar una segunda pequeña expedición. Nosotros no ocuparíamos tampoco sitio en esa otra. Todos los espacios estaban reservados a sus propios corresponsales y comentadores, que cubrirían también a Europa.
Bueno, era un espectáculo propio. Pagaron por ello. De todas formas, lamenté no haber ido, porque, aunque no creíamos verosímil que perdieran de nuevo sus aparatos, nunca se nos cruzó por la imaginación que perdieran también el barco…
Aproximadamente una semana después volvió uno de los hombres de N. B. C., que formaban parte de la expedición. Nos la compusimos para invitarle a comer y darle un poco de coba personal.
—Nunca presencié nada parecido —nos dijo—. Era como si el rayo hubiese surgido del fondo del mar. Sí, eso era lo que parecía. Las chispas corrieron por encima del barco durante unos segundos. Luego, llenó el aire con su volumen. Voló.
—Nunca oí nada semejante a eso —dijo Phyllis.
—Desde luego, porque no está en el informe —respondió—. Pero alguna vez será la primera.
—No es muy satisfactorio —comentó Phyllis.
Él nos miró.
—Puesto que sé que ustedes dos estuvieron en aquella partida de caza británica, he de suponer que saben ustedes para lo que estábamos allí.
—No me sorprendería —le contesté.
Él asintió.
—Escuche: a mí me han dicho que no es posible colocar una alta carga, algo así como un millón de voltios, para que estalle sólo un navio en alta mar; por tanto, debo aceptar eso. No es de mi incumbencia. Todo lo que digo es que si fuera posible, entonces supondría que el efecto sería aproximadamente el que yo vi.
—Habría cables aislados también… para las cámaras, los micrófonos, los termómetros y todo eso —dijo Phyllis.
—Claro que sí. Y había un cable aislado que unía la televisión con nuestra barca; pero no podía llevar esa carga y hacerla estallar…, lo cual hubiese sido una condenada cosa para nosotros. Eso me hubiera parecido a mí, que seguía al navio principal… si no hubiesen estado allí los físicos.
—¿No hicieron sugerencias alternativas? —pregunté.
—Claro que sí. Varias. Algunas hasta parecían convincentes…, pero para quien no viera lo que sucedió.
—Si está usted en lo cierto es, desde luego, una cosa muy extraña —dijo, pensativa, Phyllis.
El hombre de la N. B. C. le miró.
—Una agradable declaración británica…, pero bastante rara, aun para mí —dijo, modestamente—. Sin embargo, aunque ellos dan una explicación aparte para eso, los físicos están desconcertados aún por esos cables fundidos; porque, sea lo que fuere, la rotura de esos cables no pudo ser accidental…
—Por otra parte, ¿toda esa presión, toda esa…? —preguntó Phyllis.
El hombre movió la cabeza.
—No hago conjeturas. Necesito más datos de los conseguidos, aun para eso. Puede ser que los consigamos muy pronto.
Le miramos interrogadores.
Él bajó la voz.
—Puesto que sé que están ustedes metidos en el asunto, les diré, pero estrictamente para su capote, que ahora han conseguido un par de pruebas más. Pero no habrá publicidad esta vez… El último lote dejó mal sabor de boca.
—¿Dónde las consiguieron? —preguntamos simultáneamente.
—Una, en algún lugar cerca de las Aleutianas; la otra, en un lugar profundo, en la bahía de Guatemala… ¿Qué están haciendo sus gentes?
—No lo sabemos —respondimos honradamente.
Movió la cabeza.
—Es preferible que permanezcan atentos —dijo cordial.
Y permanecimos atentos. Durante las semanas siguientes permanecimos con los oídos muy abiertos para captar noticias de las dos nuevas investigaciones, pero hasta que el hombre de la N. B. C. pasó por Londres de nuevo, un mes después, no supimos nada. Le preguntamos qué había pasado.
Frunció el ceño.
—De Guatemala no sacaron nada en limpio —dijo—. El barco situado al sur de las Aleutianas estuvo transmitiendo por radio mientras se llevaba a cabo el descenso. Pero, de pronto, dejó de transmitir. Se consideró como pérdida absoluta.
El reconocimiento oficial de estos casos permaneció «bajo tierra», si es que este término puede considerarse aceptable para sus investigaciones submarinas. De cuando en cuando podíamos captar un rumor que demostraba que el interés no había decaído, y, de tiempo en tiempo, se hacían algunos intentos, aparentemente aislados, aunque tenían cierta relación entre sí, para dar sugerencias. Nuestros contactos navales aseguraban una cordial evasión, y encontrábamos que nuestros numerosos oponentes al otro lado del Atlántico no lo estaban haciendo mucho mejor con sus recursos navales. Lo consolador era que cualquier progreso que ellos hacían llegaba inmediatamente a nuestros oídos; así, pues, guardábamos silencio para dar a entender que estaban atascados.
El interés público por las bolas de fuego bajó a cero, y pocas personas se molestaron ya en enviar informes sobre ellas. Yo aún conservaba mis archivos al día, aunque eran tan poco representativos que, en realidad, no podía determinar cuál incidente era realmente pequeño en apariencia.
Según lo que yo sabía, los dos fenómenos nunca fueron relacionados públicamente, y en la actualidad ambos permanecen inexplicados, como si se tratara de una cosa que no tenía importancia.
En el transcurso de los tres años siguientes, nosotros mismos perdimos interés por el caso, hasta el punto de desaparecer casi por completo de nuestro pensamiento. Otros asuntos nos preocupaban. Tuvo lugar el nacimiento de nuestro hijo William… y su muerte, año y medio después. Para ayudar a Phyllis a superar esa crisis, me las agencié para procurarme la redacción de una serie de artículos sobre viajes, vendí la casa, y durante una temporada corrimos de un lado para otro.
En teoría, el contrato era mío; pero, en la práctica, lo que más gustaba a la E. B. C. eran los comentarios y las notas de Phyllis y la mayoría de las veces, cuando ella no estaba arreglando mis crónicas, trabajaba en sus propios relatos. Cuando regresemos a casa, nuestro prestigio había aumentado mucho, teníamos gran cantidad de material para trabajar y poseíamos la sensación de hallarnos en una situación más firme y estable.
Casi inmediatamente se registró la pérdida de un crucero americano en aguas de las islas Marianas.
El informe fue breve: un mensaje de agencia, ligeramente hinchado; pero había algo en ello…, sólo una especie de presentimiento. Phyllis lo leyó en el periódico, y le chocó también. Extendió el mapa y observó el área que rodeaba a las Marianas.
—En tres de sus cuatro costas, la profundidad es muy grande —dijo.
—El informe no da detalles exactos. Me sería imposible señalar con el dedo el punto sobre el mapa. Creo que la proximidad que indican está un poco fuera de la realidad.
—Será mejor que nos enteremos directamente —decidió Phyllis.
Así lo hicimos, pero sin resultado. No era que nuestras fuerzas estuvieran agotadas; pero parecía que había un apagón en alguna parte. No conseguimos más que una reseña oficial: este crucero, el Keweenaw, se había hundido, sencillamente, con buen tiempo. Habían sido recogidos veinte supervivientes. Habría una investigación.
Posiblemente la hubo. Nunca me enteré del resultado. El incidente fue, en cierto modo, sofocado por el inexplicable hundimiento de un barco ruso, que realizaba una misión nunca especificada, al este de las Kuriles, ese cordón de islas situado al sur de Kamchatka. Puesto que era axiomático que cualquier desgracia soviética se atribuyera, de algún modo, a los chacales capitalistas o a las reaccionarias hienas fascistas, este asunto asumió una importancia que eclipsó por completo la pérdida americana, y la acre insinuación continuó levantando ecos durante mucho tiempo. Entre el ruido de vituperación, la misteriosa desaparición del navio de reconocimiento Utskarpen, en el Océano Austral, pasó casi inadvertida fuera de su natal Noruega.
Le siguieron varios otros; pero yo ya no tengo mis archivos para dar detalles. Mi impresión es que fueron media docena de navios, todos, al parecer, dedicados, de una forma u otra, a investigaciones oceánicas, los que desaparecieron antes de que los americanos sufrieran una nueva pérdida en las Filipinas. Esta vez perdieron un destructor y, con él, la paciencia.
El ingenuo anuncio de que, puesto que las aguas circundantes de Bikini eran demasiado poco profundas para realizar una serie de pruebas de bombas atómicas submarinas, el lugar de tales experimentos sería trasladado en unos dos mil kilómetros, aproximadamente, más al oeste, posiblemente pudo engañar a una parte del público general; pero en la radio y en los círculos periodísticos se hicieron gestiones para determinar el hecho.
Phyllis y yo estábamos mejor situados ahora y también éramos afortunados. Emprendimos el vuelo, y pocos días después formábamos parte del complemento de un número de navíos que fondearon a una distancia estratégica del punto donde había desaparecido el Keweenaw, en aguas de las Marianas.
No puedo decir a ustedes cómo eran esas bombas de profundidad especialmente diseñadas, porque nunca las vimos. Todo lo que nos permitieron ver fue una balsa que transportaba una especie de cabaña de metal semiesférica que contenía la propia bomba, y todo lo que nos dijeron fue que era semejante a uno de los modelos más vulgares de bomba atómica, pero con una envoltura maciza que, si era necesario, resistiría la presión a diez mil metros de profundidad.
A las primeras luces del día de la prueba, un remolcador llevó a remolque la balsa, alejándose hacia el horizonte con ella. A partir de entonces, tuvimos que presenciar todo por medio de las cámaras de televisión automáticas montadas en boyas. De esta forma vimos cómo el remolcador abandonaba la balsa y se alejaba a gran velocidad. A continuación, hubo un intervalo mientras el remolcador se alejaba de la zona peligrosa y la balsa proseguía con calculado impulso hacia el lugar exacto donde desapareció el Keweenaw. La pausa duró por espacio de unas tres horas, con la balsa inmóvil en las pantallas. Luego, una voz por los altavoces nos informó de que el descenso de la bomba se realizaría dentro de treinta minutos, aproximadamente. Continuó recordándonoslo a intervalos, hasta que el tiempo fue lo suficientemente corto para empezar a contar al revés, lenta y pausadamente. Había una completa quietud en las pantallas mientras las mirábamos y escuchábamos la voz contando:
—… tres…, dos…, uno… ¡Ahora!
A la última palabra, de la balsa surgió un cohete, que arrastró un humo rojo mientras se elevaba.
—¡Bomba al fondo! —gritó la voz.
Esperamos.
Durante largo rato, según me pareció, todo estuvo intensamente quieto. En torno a las pantallas de televisión, nadie hablaba. Todos los ojos estaban fijos en uno u otro de los marcos, que mostraban la balsa flotando tranquilamente sobre el agua azul, resplandeciente de sol. No hubo señal alguna de que nada ocurriese allí, salvo la pluma de humo rojo que ascendía lentamente. A la vista y al oído, la serenidad era absoluta; para el ánimo existía la sensación de que el mundo entero contenía la respiración.
Y entonces sucedió… La tranquila superficie del mar vomitó repentinamente una enorme nube blanca que se fue extendiendo, e hirvió mientras ella se retorcía hacia arriba. Un temblor sacudió el barco.
Abandonamos las pantallas y corrimos al costado del buque. La nube se hallaba ya sobre nuestro horizonte. Aún continuaba retorciéndose sobre sí misma, de una forma que, en cierto modo, era obscena, mientras subía monstruosamene hacia el cielo. Sólo entonces nos llegó el ruido, como de un tremendo golpe. Mucho después vimos, extrañamente dilatada, la línea negra que era la primera ola de agua turbulenta que avanzaba hacia nosotros.
Aquella noche nos sentamos a la mesa de Mallarby, del The Tidings, y Bennell, del The Senate. Era la oportunidad de Phyllis, y ella los llevó más o menos a donde quería entre el primer plato y el asado. Discutieron largo rato sobre líneas familiares; pero, después de cierto tiempo, el nombre de Bocker empezó a sonar con creciente frecuencia y alguna acrimonia. Al parecer, este Bocker tenía cierta teoría sobre las perturbaciones submarinas que no había llegado a nuestros oídos, y no parecía tener buena reputación por otra parte.
Phyllis estaba al acecho como un halcón. Nunca hubiera adivinado uno que ella estuviese tan completamente en la oscuridad, por la forma judicial con que preguntó:
—Sin embargo, no se puede rechazar por completo la teoría de Bocker, ¿verdad?
Y frunció un poco el ceño mientras hablaba.
Produjo efecto. En poco tiempo estuvimos adecuadamente informados sobre el punto de vista de Bocker, y, si alguno de ellos adivinó hasta qué punto estábamos interesados, se enteró de ello por primera vez.
El nombre de Alastair Bocker no era completamente desconocido para nosotros, por supuesto: era el de un eminente geógrafo, un nombre que corrientemente iba seguido de varios grupos de iniciales. Sin embargo, la información que de él nos dio ahora Phyllis era, en cierto modo, completamente nueva para nosotros. Cuando reordenó y reunió todo, llegó a esto: Bocker había presentado, casi un año antes, un memorándum al Almirantazgo en Londres. Porque era Bocker, tuvo suerte de que lo leyeran en alguno de los altos niveles, aunque la clave de su argumentación era como sigue: los cables fundidos y la electrificación de cierto navio debían ser considerados como indiscutible prueba de inteligencia de ciertas partes más profundas de los océanos.
En esas regiones, condiciones tales como la presión, la temperatura, la perpetua oscuridad, etc., hacían inconcebible que cualquier forma inteligente de vida pudiera desenvolverse y desarrollarse allí…, y esta declaración la respaldó con algunos argumentos convincentes.
Había que presumir que ninguna nación era capaz de construir mecanismos que pudiesen operar a tales profundidades como las indicadas por la prueba, ni se podía comprender qué propósitos pudieran tener al intentar una cosa así.
Pero si la inteligencia en las profundidades submarinas no era indígena, entonces debía de provenir de otra parte. También debía de estar envuelta de alguna forma capaz de resistir una presión de toneladas por centímetro cuadrado…; con toda seguridad, dos toneladas en la presente prueba; probablemente, cinco o seis, y hasta siete, si era capaz de existir en las más hondas profundidades submarinas. Ahora bien: ¿existía algún lugar en la Tierra donde una forma móvil pueda encontrar condiciones para desarrollar tal presión? Evidentemente no.
Muy bien. Entonces, si no podía desarrollarse en la Tierra, debería desarrollarse en alguna otra parte…; digamos, en un amplio planeta donde la presión fuese normalmente muy elevada. Si era así, ¿cómo hacían para cruzar el espacio y llegar hasta aquí?
Entonces, Boker reclamó atención hacia las bolas de fuego, que habían sido motivo de especulación algunos años antes, y que aún se contemplaban en algunas ocasiones. Nunca se había visto descender ninguna de ellas sobre la Tierra; en realidad, no se había visto descender a ninguna en parte alguna, excepto en áreas de aguas muy profundas. Además, algunas de ellas, tocadas por los missiles, habían estallado con tal violencia que sugerían que habían sido conservadas a un grado altísimo de presión. También era significativo que esas bolas de fuego hubieran sido vistas solamente en las regiones de la Tierra en donde las condiciones de alta presión eran compatibles con el movimiento.
Por ese motivo, Bocker deducía que nosotros estábamos en proceso de sufrir, aunque casi ignorándolo, una especie de inmigración interplanetaria. Si se le hubiera preguntado el origen de ello, habría señalado a Júpiter como el planeta más verosímil de llenar las condiciones de presión.
Su memorándum terminaba con la observación de que tal incursión no necesitaba ser contemplada con hostilidad. A él le parecía que los intereses de un tipo de creación que existían en quince libras por pulgada cuadrada eran inverosímiles para que se comparasen en serio con los de una forma que requería varias toneladas por centímetro cuadrado. Por consiguiente, abogaba porque se debería hacer el mayor esfuerzo posible para llevar a cabo algo que significara un acercamiento armónico hacia los nuevos moradores de nuestras profundidades, con el ánimo de facilitar un intercambio de ciencia, empleando la palabra en su sentido más amplio.
Los puntos de vista expresados por sus señorías sobre estas explicaciones y sugerencias no fueron dados a la publicidad. No obstante, se sabe que no pasó mucho tiempo sin que Bocker arrancara su memorándum de sus antipáticos pupitres y que poco tiempo después lo presentara a la consideración del editor de The Tidings. Indudablemente, The Tidings, al devolverlo, actuó con su habitual tacto. El editor observó, sólo en beneficio de sus hermanos de profesión, lo siguiente: «Este periódico ha logrado subsistir más de un siglo sin una nota cómica en sus páginas, y no veo la razón de romper ahora su tradición».
A su debido tiempo, el memorándum apareció ante los ojos del editor de The Senate, que le echó una ojeada, pidió una sinopsis, alzó las cejas y dictó un cortés «lo siento».
A continuación, dejó de circular, y sólo fue conocido de boquilla en un círculo reducido.
—Lo mejor que puede decirse de él —decía Mallarby— es que incluye más factores que cualquier otro…, y que todo lo que incluye, incluso la mayoría de los factores, es de lo más fantástico. Nosotros debemos censurarlo por todo esto hasta que surja algo mejor… Es todo cuanto podemos hacer.
—Es verdad —dijo Bennell—. Pero, piensen lo que piensen sobre Bocker los hombres que ocupan la jerarquía naval, está bastante claro que ellos también han supuesto, durante algún tiempo, que hay algo sensato en él. No se dibuja ni se hace una bomba especial como ésa en cinco minutos, ¿comprenden? De todas formas, si la teoría de Bocker es o no es humo de paja, ha perdido su punto de apoyo principal. Esta bomba no era el acercamiento amistoso y simpático que él propugnaba.
Mallarby, tras hacer una pausa, movió la cabeza.
—Me he reunido con Bocker en diversas ocasiones. Es hombre civilizado, librepensador…, con las perturbaciones habituales de los librepensadores, que ellos creen, además, que son otras. Posee una inteligencia suprema, inquisitiva… Procura no sujetar su pensamiento medio cuando encuentra algo nuevo que señalar, y dice: «Es mejor machacarlo o suprimirlo, rápidamente». Lo cual es otra demostración de cómo actúa su pensamiento medio.
—Pero si, como usted dice —objetó Bennell—, creen oficialmente que la pérdida de esos barcos fue causada por una inteligencia, entonces existe en ello un motivo de alarma, y no puede usted considerar el asunto como algo tan fuerte como una represalia.
Mallarby movió la cabeza.
—Querido Bennell, no sólo puedo, sino que lo hago. Supongamos que algo descendiera sobre nosotros, procedente del espacio, colgado de una cuerda, y supongamos también que eso emitiera rayos en una longitud de onda que nos molestara extraordinariamente y, quizá, hasta nos causara daño. ¿Qué haríamos? Sugiero que lo primero que haríamos sería cortar la cuerda, despojándola de toda acción. Luego, examinaríamos el extraño objeto para averiguar, hasta donde nos fuera posible, todo lo referente a él. Y si alguno más seguía al primero, daríamos sin dilación los pasos necesarios para terminar con ellos…, lo cual podría hacerse con propósito de acabar, simplemente, con una molestia, o con cierta animosidad o mala fe, considerándolo como… una represalia. Ahora bien: ¿a quién, a la vista de ello, se debería culpar del hecho, a nosotros o a la cosa que llegó de arriba?
—Es difícil imaginar cualquier clase de inteligencia que no se resintiera de lo que acabábamos de hacer. Si ésta fuera la única profundidad donde hubo perturbación, no habría ninguna inteligencia que no se resintiera; pero éste no es el único lugar, como usted sabe. Desde luego que no. Así, pues, ese resentimiento muy natural, ¿qué forma tomará para que nosotros lo veamos?
—¿Cree usted, realmente, que habrá alguna clase de respuesta? —preguntó Phyllis.
Se encogió de hombros.
—Vuelvo a repetir mi hipótesis: supongamos que alguna acción violentamente destructiva descendiera del espacio sobre una de nuestras ciudades. ¿Qué haríamos?
—Bueno, ¿qué podríamos hacer? —preguntó, bastante razonablemente, Phillys.
—Pues lanzaríamos contra ella los medios más adecuados para desbaratarla, y con la mayor celeridad posible. No —continuó, moviendo la cabeza—, me temo que la idea de fraternidad de Bocker tenga las mismas posibilidades de prosperar que la de encontrar una aguja en un pajar.
Yo creo que eso era tan verosímil como Mallarby decía. De todas formas, si existió alguna vez alguna probabilidad, había desaparecido en el momento en que nosotros llegamos a casa.
En cierto modo, y al parecer durante la noche, el público puso «los puntos sobre las íes». El experimento poco entusiasta para representar la bomba de profundidad como una de una serie de pruebas, había fracasado por completo. Al vago fatalismo con que fue recibido la pérdida del Keweenaw y los otros barcos, sucedió una calurosa sensación de violencia, una satisfacción de que se había dado el primer paso hacia la venganza y una demanda para más.
La atmósfera era similar a la de una declaración de guerra. Los flemáticos y los escépticos de ayer se transformaron, de pronto, en férvidos predicadores de una cruzada contra la…, bueno, contra lo que quiera que fuese que había tenido la insolente temeridad de interferirse en la libertad de los mares. El acuerdo sobre este punto de vista cardinal fue virtualmente unánime desde que esa masa de especulación se irradió en toda dirección, de forma que no sólo las bolas de fuego, sino que cualquier otro fenómeno inexplicable ocurrido hacía años, fue atribuido del mismo modo al misterio de las profundidades, o, al menos, relacionado con él.
La ola de excitación que se extendió a lo ancho de todo el mundo nos alcanzó cuando nos detuvimos un día en Karachi, de regreso a nuestro país. El lugar hervía en cuentos sobre serpientes de mar y visitas del espacio, y era evidente que, cualesquiera que fuesen las restricciones impuestas a Bocker sobre la circulación de su teoría, muchos millones de personas habían llegado a una explicación similar por otros caminos. Esto me dio la idea de telefonear a la E. B. C. de Londres para averiguar si Bocker estaría decidido ahora a concederme la entrevista.
Me contestaron que otros habían tenido la misma idea, y que Bocker celebraría una rueda de prensa restringida el miércoles. Como a ellos les gustaría que nosotros estuviéramos presentes, nos buscarían invitaciones. Así lo hicieron, y llegamos a Londres con un par de horas de anticipación a la celebración de la misma.
A Alastair Bocker se le conocía por sus fotografías, pero ellas no le habían hecho justicia. La principal arquitectura facial, con sus cualidades de niño de edad mediana más bien llenito, las anchas cejas, el mechón de cabellos grises echados hacia atrás, la forma de la nariz y de la boca, eran familiares; pero las cámaras fotográficas, con su poca habilidad, no habían captado la viveza de sus ojos, la movilidad de su boca y de toda la cara, ni su calidad de movimientos semejantes a los de un gorrión, con lo que su personalidad quedaba mixtificada.
—Uno de esos crecidos muchachitos tan llenos de inquietudes —observó Phyllis, estudiándole antes que empezara la rueda de prensa.
Durante algunos minutos más, la gente continuó llegando y acomodándose; luego, Bocker anduvo hasta la mesa que estaba frente a ellos. La forma en que lo hizo daba a entender que no había acudido allí para atraerse a la gente ni ponerse de acuerdo con ella.
Cuando cesó el murmullo de voces, permaneció unos instantes mirándonos fijamente. A continuación, empezó a hablar, sin apuntes ni notas.
—No creo en absoluto que esta reunión tenga utilidad alguna —dijo—. No obstante, como yo no la he solicitado, no me interesa si tengo o no tengo buena prensa…
Hizo una pausa.
—Hace un par de años, habría agradecido la oportunidad de esta publicidad. Hace un año intenté obtenerla, aunque mis esperanzas de que nosotros fuésemos capaces de desviar el probable curso de los acontecimientos no eran, aun entonces, más que ligerísimas. Encuentro en cierto modo irónico, de todas formas, que ustedes me honren de este modo ahora que dichas esperanzas han desaparecido.
Hizo otra pausa.
—Tal vez haya llegado a ustedes una versión de mis argumentos, verosímilmente una versión mixtificada; pero trataré de resumirlos ahora, con el fin de que sepamos, al menos, de lo que estamos hablando.
El resumen difirió poco de la versión que nosotros conocíamos ya. Al final, hizo una nueva pausa.
—Ahora, espero sus preguntas, señores —dijo.
A tanto tiempo de distancia, no puedo pretender recordar qué preguntas se hicieron ni quiénes las hicieron; pero sí recuerdo que las primeras preguntas, de una fatuidad abrumadora, fueron barridas con gran agudeza. A continuación, alguien preguntó:
—Doctor Bocker, creo recordar que, originariamente, hizo usted algunos juegos deliberados con la palabara «inmigración»; pero sólo ahora habla usted de «invasión». ¿Ha cambiado de idea?
—Me la han hecho cambiar —respondió Bocker—. Por cuanto yo sé, tal vez hubiese sido, en intención, una inmigración pacífica solamente…, pero la prueba es que eso no es así ahora.
—Por tanto —dijo alguien—, lo que usted nos está repitiendo es nuestra vieja cantilena: que, al fin, estallará la guerra interplanetaria.
—Sí, puede ser expuesto así,… por los facciosos —dijo Bocker, tranquilo—. Es, con toda seguridad, una invasión… y desde algún lugar desconocido, ignorado.
Hubo otra pausa.
—Casi igualmente notable —continuó— es el hecho de que en este mundo buscador de sensaciones haya conseguido, por lo que es, sentar plaza casi irreconocida. Es sólo ahora, varios años después de su período inicial, cuando empieza a ser tomada en serio.
—De todas formas, a mí no me parece, ahora, que sea una invasión interplanetaria —observó una voz.
—Eso podría atribuirlo a dos causas principales —dijo Bocker—. Primero: constipación de la imaginación; segundo, influencia del difunto míster H. G. Wells.
Echó una mirada a su alrededor.
—Uno de los inconvenientes de los escritores clásicos —continuó— es que imponen un modelo de pensamiento. Todo el mundo los lee, resultando de ello que todo el mundo cree que conoce exactamente no sólo la forma en que debe realizarse una invasión interplanetaria, sino también cómo debe llevarse a cabo. Si un misterioso cilindro cayese en estos momentos, mañana, en las cercanías de Londres o de Washington, todos reconoceríamos en él inmediatamente un objeto propicio a sembrar la alarma. Parece haberse olvidado que míster Wells utilizó simplemente uno de los numerosos inventos que pudo emplear para una obra de ficción; así, pues, puede señalarse que no pretendió sentar una ley para la dirección de campañas interplanetarias. Y el hecho de que su elección permanezca como el único prototipo del lance en tantas mentes es el mejor elogio a su destreza en escribir lo que está en el pensamiento de todas esas mentes calenturientas.
Otra pausa.
—Existe gran variedad de invasiones contra las que no serviría para nada llamar a los marinos. Algunas de ellas serían más difíciles de detener que la de los marcianos de míster Wells. Y aún quedaría por ver si las armas que pudiéramos emplear para hacerles frente serían más o menos eficaces que las imaginadas por él.
Alguien señaló:
—Perfectamente. Aceptamos, como tema de discusión, que esto sea una invasión. Ahora bien: ¿podría usted decirnos por qué hemos sido invadidos?
Bocker le miró durante un buen rato; luego, contestó:
—Supongo que ese «¿por qué?» fue el grito de todos los países que fueron invadidos a lo largo de la Historia.
—Pero debe de haber una razón —musitó el que interrogaba.
—¿Debe de haber?… Bueno, supongo que debe de haberla en el más amplio sentido de la palabra. Pero de eso no se deduce que haya una razón que debamos comprender, aunque la sepamos. No creo que los americanos primitivos comprendieran mucho las razones que tenían los españoles para invadirlos… En realidad, lo que usted está preguntando es que yo debería explicar a ustedes los motivos que animan a cierta forma de inteligencia demencial. Modestamente, debo declinar el honor de hacer un loco de mí mismo. La forma de averiguar, aunque no la de comprender tal vez, hubiera sido entrar en comunicación con esas cosas de nuestras profundidades. Pero si alguna vez existió la posibilidad de hacerlo, me temo que ahora hayamos perdido ya la ocasión de conseguirlo.
El interrogador no se quedó satisfecho con eso.
—Pero si no podemos asignar una razón —dijo—, entonces con toda seguridad, todo el asunto se convierte en algo que se diferencia muy poco de un desastre natural…, algo semejante, digamos, a un terremoto o a un ciclón…
—Bastante cierto —estuvo de acuerdo Bocker—. ¿Y por qué no? Supongo que es justamente así como el pájaro se parece al insecto. Para el vulgo, envuelto en una gran guerra, tampoco existe mucha diferencia entre eso y un desastre natural. Sé que todos ustedes han enseñado a sus lectores a esperar explicaciones supersimplificadas de todo, sin excluir al mismo Dios, en palabras de una sola sílaba; así, la cosa va adelante, y satisface su inclinación por la sabiduría. Nadie les puede contradecir a ustedes. Pero si intentan colgarme sus explicaciones, les demandaré.
Pausa.
—Iré aún más lejos: sólo puedo creer en dos motivos humanos para la emigración a través del espacio, y, si fuera posible, en cualquier escala: uno sería la simple expansión y el engrandecimiento; el otro, huir de las intolerables condiciones del planeta humano. Pero esas «cosas» de las profundidades no son, con toda seguridad, humanas, sean las que fueren; de todas formas, sus razones y motivos pueden ser similares a los motivos humanos, aunque es mucho más verosímil que no lo sean.
Hizo otra pausa, mirando de nuevo en torno suyo.
—Escuchen: este «¿por qué?» es un gesto inútil de respiración. Si nosotros tuviéramos que ir a otro planeta, y la población que encontráramos allí nos recibiera a bombazos, el «¿por qué?» de nuestra ida allí no tendría ninguna importancia; sencillamente determinaríamos que, si no dábamos los pasos necesarios para detenerlos en su ataque, nos exterminarían. Y, posiblemente, hemos hecho algo parecido con esas «cosas» de las profundidades… La fuerza de la vida, de cualquier forma que se la considere, debe ser, colectiva o individualmente, la voluntad de sobrevivir, o muy pronto dejaría de ser.
—Entonces esto, según su opinión definitiva, ¿es una invasión hostil? —preguntó alguien.
Bocker le miró con interés.
—Mire, no hay que sacar las cosas de quicio. Lo que yo digo es que esto es una invasión, que es hostil ahora; pero que, de intento, no ha debido ser hostil… Y ahora —terminó—, todo cuanto les pido a ustedes es que convenzan a sus lectores que esto no es una broma, sino un asunto muy serio… Claro que hasta donde se lo permitan la política editorial y propietaria.
Lo que sucedió en realidad fue que casi todos los periodistas presentaron a Bocker como un excéntrico, subrayado con el siguiente comentario: «Es lo que uno sería capaz de creer si también fuese un excéntrico… Claro que uno no lo es: uno es hombre sensible…».
Existían indicios de que el espectáculo no era accidental. El público se hallaba en un estado que hubiese admitido todo, pero habíase desperdiciado la oportunidad de explorar la situación. No; hasta el momento no ocurría nada sensacional que interrumpiese el apaciguado proceso.
Luego, gradualmente, surgió una sensación de que ésta no era en absoluto la forma en que se había esperado una guerra interplanetaria. Por supuesto, de ahí a decidir que los culpables eran los rusos no había más que un paso.
Los rusos, dentro de su dictadura, siempre eran dados a sospechar de los beligerantes capitalistas. Cuando los rumores de la noción interplanetaria consiguiese de algún modo atravesar el telón de acero, se apresurarían a declarar que: a) todo aquello era mentira: sólo era una pantalla verbal de humo para encubrir los preparativos de los fabricantes de armamentos; b) que era verdad, y los capitalistas, fieles a su conducta, habían atacado inmediatamente a los no sospechosos extranjeros con bombas atómicas; c) que fuera verdad o no, la U. R. S. S. lucharía denodadamente por la paz con todas las armas que poseía, excepto las bacterias.
El balanceo continuaba. Se oía decir a la gente:
—¡Oh!… ¿Esa tontería interplanetaria? No me importa decirle a usted que, durante algún tiempo, me obsesionó; pero, naturalmente, ¡cuando ahora se empieza a pensar en ello!… ¿Asombrarse de que sea, realmente, un juego de los rusos?… Tendría que haber sido algo muy grande para que se emplease contra ello las bombas atómicas…
Así, pues, en un plazo de tiempo muy breve quedó establecido el status quo ante bellum hypotheticum, y nosotros regresamos a la comprensible base familiar de sospecha internacional. El único resultado duradero fue que el seguro marino subió un uno por ciento.
Un par de semanas después celebramos una pequeña reunión con comida. El capitán Winters se sentó a la derecha de Phyllis. Parecían estar en excelentes relaciones. Más tarde, en la intimidad de nuestro dormitorio, inquirí:
—Si no tienes demasiado sueño, podríamos hablar. ¿Qué te contó el capitán?
—¡Oh!, muchas cosas agradables. Creo que tiene sangre irlandesa.
—Bueno; pero, pasando a las cosas realmente interesantes que ocurren por el mundo… —continué impaciente.
—No fue muy locuaz, pero lo que me contó no era nada estimulante. Algunas cosas eran demasiado horribles.
—Cuéntame.
—Bueno, la situación principal no parece haber cambiado mucho en la superficie; pero, respecto a lo que está ocurriendo «abajo», se muestran cada vez más preocupados, más alarmados. No me dijo que, actualmente, la investigación no había hecho progresos; pero lo que dijo lo daba a entender.
Hizo una pausa.
—Por ejemplo, dijo que las bombas atómicas se habían desechado, por el momento al menos. Pueden utilizarse en lugares aislados solamente, y, aun así, la radiactividad se propaga fantásticamente. Los expertos en ictiología de ambos lados del Atlántico han puesto el grito en el cielo, porque dicen que es debido a los bombardeos el que ciertas manadas de peces hayan desaparecido de sus lugares acostumbrados. Maldicen las bombas por trastornar la ecología, en cualquiera de sus ramas, y afectar a las corrientes migratorias. Sin embargo, algunos de los ellos dicen que la fecha no es suficiente para estar absolutamente seguros de que sean las bombas quienes han causado tal trastorno; pero algo tiene que haber seguramente, y eso puede causar graves trastornos alimentarios. Así, pues, como nadie parece estar completamente convencido de que las bombas hayan cumplido la misión que todos esperábamos y, en cambio, han matado y espantado peces en grandes cantidades, se han hecho impopulares… Y hay algo más: dos de esas bombas que lanzaron a las profundidades han desaparecido.
—¡Oh! —exclamé—. ¿Y qué inferimos de ello?
—No sé. Pero los tiene muy preocupados, muy alarmados. Escucha: la forma en que operan es a base de una profundidad dada, forma sencilla y muy segura.
—¿Quiere eso decir que las bombas no han alcanzado nunca la verdadera zona de presión?… ¿Qué se han quedado enganchadas en alguna parte mientras descendían?
Phyllis asintió.
—Y eso hace que se muestren extremadamente ansiosos.
—Además, es incomprensible. No me sentiría muy tranquilo si hubiese perdido un par de bombas en perfecto uso —admití—. ¿Qué más?
—Han desaparecido inexplicablemente tres navíos de los que se dedican a la reparación de cables. Uno de ellos fue silenciado en mitad de un mensaje radiado. Se sabía que estaba, en aquellos momentos, extrayendo un cable defectuoso.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace seis meses, uno; hace tres semanas, otro, y el tercero, la semana pasada.
—¿No pudieron hacer nada para evitarlo?
—No pudieron…, aunque todo el mundo está seguro de que lo intentaron.
—¿No hubo supervivientes para contar lo ocurrido? —No.
Al cabo de un rato pregunté:
—¿Algo más?
—Déjame pensar… ¡Oh, sí! Están tratando de poner en práctica una especie de missil de profundidad dirigido que será altamente explosivo, aunque no atómico. Pero aún no han hecho las pruebas.
Volvía a mirarla con admiración.
—Eso es magnífico, darling. Eres una verdadera Mata Hari.
Phyllis ignoró la ironía.
—Lo más importante de todo es que me dará una tarjeta de presentación para el doctor Matet, el oceanógrafo.
Se puso en pie.
—Pero, darling, la Sociedad Oceanográfica ha amenazado más o menos con la excomunión a todo aquel que trate con nosotros después del último relato que hicimos… Eso forma parte de su línea anti-Bocker.
—Bueno. Pero resulta que el doctor Matet es amigo del capitán. Ha visto sus mapas sobre las incidencias de los globos de fuego, y es un medio convencido. De cualquier forma, nosotros no somos unos hinchas de Bocker, ¿verdad?
—Lo que nosotros creemos que somos no es necesario que lo crean otras personas. Sin embargo, si él lo desea… ¿cuándo podremos verle?
—Espero verle dentro de pocos días, darling.
—¿No crees que yo debería?
—No. Pero sería estupendo por tu parte que confiaras en mí.
—Sin embargo…
—No. Y me parece que ya es hora de que nos vayamos a la cama —dijo Phyllis, firmemente.
El comienzo de la entrevista de Phyllis fue, según informó, casi normal.
—¿La E. B. C.? —dijo el doctor Matet, alzando las cejas, como si fueran dos tapas de miniaturas—. Creí que el capitán Winters había dicho la B. B. C.
Era un hombre de cara ancha, casi barbilampiño, que daba a su cabeza el aspecto de pertenecer a una cara mucho más ancha aún. Su atezada frente era alta, y muy pulimentada hasta la coronilla. Según dijo Phyllis, le produjo la impresión de ser sobresaliente.
Ella suspiró para sí, comenzando la rutinaria explicación sobre la existencia de la English Broadcasting Company, manejándole con tacto hasta que consiguió llevarle a la posición desde donde nos considerase como personas suficientemente amables que se esfuerzan por superar las desventajas de ser consideradas como oráculo ligeramente de segunda clase. Luego, tras aclararle que cualquier material que pudiera suministrarnos permanecería en el más absoluto anonimato, se hizo más locuaz.
Lo malo fue, desde el punto de vista de Phyllis, que se expresó en un estilo completamente académico, empleando innumerables palabras raras y ejemplos que ella tuvo que interpretar lo mejor que pudo. En resumen, lo que quiso decir fue lo siguiente:
Hacía un año se empezó a informar sobre ciertas alteraciones de color (decoloración) en las corrientes de cierto océano. La primera observación de esta clase se había efectuado en la corriente de Kuroshio, en el Pacífico Norte… Se trataba de una suciedad desacostumbrada que flotaba hacia el noroeste y que se hacía menos visible a medida que se ensanchaba a lo largo del West Wind Drift, hasta que ya no era perceptible a simple vista.
—Se cogieron muestras y se enviaron para su examen, por supuesto, ¿y qué cree usted que resultó ser esa alteración de color, esa decoloración? —preguntó el doctor Matet.
Phyllis le miró, mostrando enorme expectación.
—Principalmente, limo radiolariano, pero con un apreciable porcentaje de limo diatomáceo.
—¡Qué cosa tan notable! —exclamó Phyllis, con seguridad en sí—. ¿Y qué cosa en el mundo produciría un resultado semejante?
—¡Ah! Ésa es la cuestión —respondió el doctor Matet—. Una perturbación en una escala tan notable… Sin embargo, en muestras tomadas al otro lado del océano, a lo largo de la costa de California, siempre hubo gran impregnación de ambos limos.
Y continuó, continuó, hasta que Phyllis consiguió, al fin, interrumpirle.
—Lo cual quiere decir que algo, no sólo fue, sino que aún es, que aún está allí abajo, ¿no?
—Sí, algo —respondió, de acuerdo con ella y mirándola fijamente. Luego, descendiendo rápidamente a la lengua vernácula, añadió—: Pero, para ser sincero con usted, solamente Dios sabe lo que es.
—Demasiada geografía —dijo Phyllis—, y demasiada oceanografía, y demasiada batiografía: demasiado de todas las «ografías». Afortunadamente, escapé de la ictiología.
—Cuéntame —dije.
Ella contó todo, con notas.
—Y me gustaría saber —concluyó— qué escritor sería capaz de hacer un relato con todo esto.
—¡Hum! —dije.
—No hay «¡hum!» que valga. Cualquier «ógrafo» daría una charla sobre esto para personas pasmadas y concienzudas; pero, aunque fuera inteligible, ¿dónde las conseguiría?
—Ésa es siempre la clave de la cuestión —observé—. Sin embargo, poco a poco van reuniéndose los trozos. Éste es otro trozo. De todas formas, tú, en realidad, no crees que volverás allá con ellos para completar tu relato, ¿verdad? ¿No te sugirió el doctor cómo podría encadenarse esto con el resto?
—No. Le dije que era muy extraño que todo pareciese haber sucedido últimamente en las partes más inaccesibles del océano, y unas cuantas cosas más por el estilo; pero no soltó prenda. Estuvo muy cauto. Creo que, en el fondo, lamentaba haberme concedido la entrevista; por eso se limitó a hechos comprobables. Nada halagador… por lo menos en la primera reunión. Admitió que podía comprometer su reputación de la misma forma que la había comprometido Bocker.
—Escucha —dije—: Bocker tiene que haberse enterado de todo eso tan pronto como cualquier otro. Debe tener sus puntos de vista sobre ello, y es muy probable que esté tratando de averiguar qué hacen ellos. Su selecta rueda de prensa, a la que nosotros asistimos, pudo ser muy bien una presentación. Podemos aprovecharnos de ello.
—Ten en cuenta que, después, se mostró muy esquivo —dijo Phyllis—. En realidad, nada tuvo de sorprendente. Sin embargo, nosotros no nos encontramos entre los que le atizaron públicamente… En verdad, fuimos muy objetivos.
—Echemos a suerte a ver quién de nosotros le telefoneará —ofrecí.
—Le telefonearé yo.
Así, pues, me recliné en mi sillón y escuché cómo Phyllis se las componía para aclarar al teléfono que ella pertenecía a la E. B. C.
He de decir en favor de Bocker que, habiendo expuesto ampliamente una teoría, de la que se hizo solidario, no había retrocedido ni un paso cuando se dio cuenta de que era impopular. Al mismo tiempo, no quiso verse envuelto en controversias de mayor alcance. Hizo esta aclaración cuando nos reunimos con él.
Nos miró fijamente, con la cabeza ladeada, el mechón de pelo gris cayéndole ligeramente hacia adelante y las manos con los dedos entrecruzados. Asentía meditativo, y, a continuación, dijo:
—Ustedes necesitan de mí una teoría porque nada puede explicarles este fenómeno. Perfectamente: tendrán una. No creo que la acepten; pero si hacen algún empleo de ella, les ruego que lo hagan anónimamente. Cuando la gente acuda de nuevo a mí, yo estaré dispuesto; pero ahora prefiero que mi nombre no se haga público en ningún reportaje sensacional… ¿Está claro?
Asentimos. Estábamos acostumbrándonos a este deseo general hacia el anonimato.
—Lo que nosotros tratamos de hacer —explicó Phyllis— es colocar en su sitio todas las piezas de un rompecabezas. Si usted puede ayudarnos a poner en el lugar adecuado alguna de ellas, se lo agradeceríamos eternamente. Si, por otra parte, usted cree que no debemos dar publicidad a su nombre…, bueno, ése es asunto suyo.
—Exactamente. Bien. Ustedes ya conocen mi teoría sobre el origen de las inteligencias de las profundidades marinas; así, pues, no volveremos sobre el asunto. Nos enfrentaremos con el actual estado de cosas. Según mi opinión, ocurre lo siguiente: habiéndose asentado en el lugar más conveniente para ellos, estas criaturas creían que podrían desenvolverse en ese lugar de acuerdo con sus ideas sobre lo que constituye una conveniente, ordenada y eventualmente condición civilizada. Están, ¿comprende?, en la situación de…, bueno, no: actualmente son pioneros, colonialistas. Una vez que llegaron sanos y salvos, se asentaron, improvisando y explorando su nuevo territorio. Lo que tenemos que averiguar son los resultados de su incipiente trabajo en la tarea.
—¿Qué están haciendo? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—¿Cómo sería posible decirlo? Pero, a juzgar por la forma en que los hemos recibido, hay que imaginarse que su primera labor será proveerse de alguna forma de defensa contra nosotros. Por tal motivo, necesitan, presumiblemente, metales. Sugiero a ustedes, por mi parte, que en algún sitio de las profundidades de Mindanao Trench y también en alguna parte de las profundidades del sureste de Cocos-Keeling Basin, encontraríamos, si pudiéramos llegar hasta allí, que se están realizando excavaciones, en progreso actualmente.
Vislumbré la razón de su demanda de anonimato.
—Bueno, pero… ¿trabajar los metales en semejantes condiciones? —insinué.
—¿Cómo podemos adivinar la técnica que ellos desarrollan? Nosotros mismos estamos plagados de técnicos que hacen cosas que al principio pudieron parecer imposibles en una presión atmosférica de ocho kilogramos por centímetro cuadrado; también existen cosas inverosímiles que podemos hacer debajo del agua.
—Pero cuando la presión se mide por toneladas, la oscuridad es continua y… —empecé a decir, pero Phyllis me interrumpió con esa decisión que me obligaba a callar y a no discutir.
—Doctor Bocker, hace un instante indicó usted dos profundidades —dijo—. ¿Por qué lo hizo?
Se volvió hacia ella.
—Porque ésa me parece la única explicación razonable donde pueden incluirse ambas. Puede ser, como míster Holmes hizo observar una vez al ilustre tocayo de su marido, «un error capital teorizar antes que se tenga una fecha»; pero es un suicidio mental emponzoñar la fecha que uno tiene. No sé nada, no puedo imaginar nada que pueda producir el efecto de que el doctor Matet hablaba, excepto alguna máquina excesivamente potente para las continuas excavaciones.
—Pero —respondí con poca firmeza, porque ya estaba molesto y cansado de verme anulado por el fantasma de míster Holmes—, si están haciendo excavaciones, como usted sugiere, ¿por qué se debe la decoloración al limo y no a la arenilla?
—Bueno, en primer lugar habrán tenido que extraer gran cantidad de limo antes de alcanzar la piedra; inmensos depósitos, lo más verosímil. En segundo lugar, la densidad del limo es poco mayor que la del agua, mientras que la arenilla, por ser más pesada, se posaría durante mucho tiempo en el fondo antes de alcanzar, por muy fina que fuera, alguna porción cercana a la superficie.
Antes que pudiera proceder contra eso, Phyllis me cortó de nuevo.
—¿Qué hay respecto a otros lugares? —preguntó—. ¿Por qué mencionó usted solamente esos dos, doctor?
—No sé si en otros lugares habrá habido también excavaciones; pero sospecho que, por sus situaciones, pudieran tener otros propósitos.
—¿Cuáles? —preguntó rápidamente Phyllis, mirándole con expectación muy juvenil.
—Comunicaciones, sospecho. Por ejemplo, el área donde empezó a surgir la decoloración en el Atlántico ecuatorial, aunque a bastante profundidad, se une con el Romanche Trench. Es una especie de garganta a través de las montañas sumergidas del Atlántico Rigde. Ahora bien: cuando se considera el hecho de que forma el único enlace profundo entre el Atlántico este y el Atlántico oeste, parecen algo más que una coincidencia esas señales de actividad que aparecen allí. En efecto, ello me sugiere fuertemente que algo de abajo no está a gusto con el estado natural de ese Trench. Es absolutamente verosímil que esté bloqueado en algunos sitios a causa de derrumbamientos de piedras. Puede ser que, en algunos lugares, sea estrecho y difícil; y es casi seguro de que, si existiera propósito de utilizarlo, fuera conveniente limpiarlo del limo depositado sólidamente abajo. No lo sé, claro está; pero el hecho de que algo está afincándose, sin duda alguna, en ese estratégico Trench, me conduce a pensar que, indudablemente, lo que está allá abajo se halla dispuesto a perfeccionar sus métodos para poder moverse en las profundidades…, de la misma forma que nosotros hemos perfeccionado los nuestros para movernos sobre la superficie.
Hubo una pausa mientras meditábamos sobre ello y sus implicaciones. Phyllis habló la primera.
—Bueno…, ¿y el otro lugar de que usted habló primero…, el del Caribe…, el que está al oeste de Guatemala?
El doctor Bocker nos ofreció cigarrillos, encendiendo el suyo.
—Bueno —respondió reclinándose en un sillón—, ¿no creen ustedes posible que un túnel que comunicara las profundidades de ambos lados del istmo ofrecería a un ser de las profundidades ventajas casi idénticas a las obtenidas por nosotros de la existencia del canal de Panamá?
La gente puede decir lo que guste de Bocker; pero nunca puede pretender, verídicamente, que el alcance de sus ideas sea mediano o nulo. Es más: nadie ha demostrado hasta ahora que esté equivocado. Su principal defecto está en que él, corrientemente, exponía unos hechos tan amplios y tan poco digeribles que se le quedaban a uno atragantados en el gañote… hasta en el mío, y eso que yo podría calificarme como hombre de enormes tragaderas. Esto tuvo, no obstante, una reflexión subsiguiente. En el clima de la entrevista, yo estuve ocupado principalmente en tratar de convencerme de que él quería decir, realmente, lo que decía, no encontrando más que mi propia resistencia para sugerir lo contrario.
Antes de marcharnos, nos dijo otra cosa que también nos dio que pensar.
—Puesto que ustedes están al tanto del asunto, ¿habrán oído hablar de que desaparecieron dos bombas atómicas?
Le contesté que sí.
—¿Y han oído hablar también de que ayer hubo una explosión atómica inesperada?
—No. ¿Fue una de ellas? —preguntó Phyllis.
—Así quisiera creerlo…, porque me molestaría mucho tener que pensar que pudiera ser otra cualquiera —contestó—. Pero lo extraño es que, a pesar de que una de ellas se perdió en las islas Aleutianas y la otra en el proceso de dar otra sacudida a las aguas del Mindanao Trench, la explosión tuvo lugar no lejos de Guam…, a más de dos mil kilómetros de Mindanao.