ADOBE JAMES
El camino a Mictlantecutli
(The Road to Mictlantecutli)
La cinta de asfalto…, en cierto momento negro, ahora gris por los años de implacable sol…, se alargaba como el recorrido de la flecha de un arco que no tuviera fin; en la distancia, los espejismos, como los sueños, saltaban a la vida, deslumbraban y, silenciosamente, se disolvían cuando se acercaba el rápido automóvil.
Riachuelos de sudor recorrían la cara de Hernández, el conductor. A primeras horas de aquel día, cuando se hallaban en la buena tierra, se había mostrado simpático, expansivo, hasta genial. Ahora conducía rápidamente, apresuradamente, casi enfurecido, ansiando que no le cogiera la noche en aquella tierra inhóspita.
—Los buitres de este execrable distrito son tan flacos que no los hay iguales[3] —murmuró, guiñando los ojos a los últimos resplandores del sol poniente.
Sentado junto a él, el hombre llamado Morgan sonrió a esa observación: «Hasta los buitres son flacos en este piojoso país».
Hernández poseía sentido del humor; por tal razón…, y por esa razón solamente…, Morgan lamentaba tener que matarle necesariamente. Hernández era policía… de la Policía Federal mexicana, y le conducía a la frontera de los Estados Unidos, donde Morgan sería entregado a los tribunales para que le colgaran, en Texas, del extremo de una larga cuerda.
«No —pensaba Morgan, y sabía que su pensamiento era cierto—. No me colgarán esta vez; la próxima quizá, pero ahora, no».
Hernández era un estúpido y sólo sería cuestión de tiempo el que cometiera un error.
Completamente relajado, Morgan estaba adormilado; sus esposadas manos descansaban sobre sus muslos…, esperando…, esperando…, esperando.
Eran casi las cinco cuando Morgan, con el aguzado instinto del hombre cazado, sintió que acaso estuviera cerca el momento de su libertad. Hernández experimentaba cierto malestar, como resultado de haberse bebido dos botellas de cerveza después del almuerzo. El policía se vería obligado a pararse. Y entonces Morgan actuaría.
A la derecha, se fue elevando gradualmente una hilera de suaves pendientes desde la llana superficie del desierto.
Morgan preguntó, fingiendo estar molesto:
—¿Hay allí algo?
Hernández suspiró:
—¿Quién sabe?
Sí, la meseta, al otro lado de la montaña, suponíase peor que a este lado.
—¡Es imposible!
Nadie puede vivir allí, excepto unos cuantos indios salvajes que hablan un idioma que ya era viejo cuando llegaron los aztecas. No está escrito, ni es suave, sino incivilizado…, regido por Mictlantecutli.
Ahora, lentamente, mientras las sombras se alargaban, la tierra fue cambiando alrededor de ellos. Por primera vez desde que salieron de Agua Lodoso pudieron ver señales de vegetación: arbustos, cactos, matorrales. En vanguardia, como si fuera un centinela solitario, se alzaba un gigantesco cacto saguaro de casi dieciocho metros de altura. Hernández aminoró la marcha del coche y se paró a la sombra del cacto.
—Estire las piernas si lo desea, amigo, ésta es la última parada que haremos antes de llegar a Hermosillo.
Hernández se apeó, dio la vuelta al coche y abrió la portezuela para que bajara su detenido. Morgan se deslizó fuera del coche y permaneció en pie, estirándose como un gato. Mientras el mexicano se ponía a orinar contra el cacto, Morgan anduvo hacia lo que al principio le parecía ser una tosca cruz clavada en la arena. La observó atentamente. La cruz no era más que un poste indicador… maltratado por todos los vientos y medio destrozado por las garras de los buitres, a los que servía de pértiga.
Hernández se apartó del cacto y se unió a él. También miró el poste, con los labios apretados de forma extraña.
—Linaculan…, ciento veinte kilómetros. No sabía que existía un camino.
De pronto, una luz se hizo en su cerebro.
—¡Ah, sí! Ahora recuerdo. Esta carretera debe de ser la antigua Real Militar, el camino militar que conducía desde el interior a la costa oriental.
Eso era todo cuanto Morgan necesitaba saber. Si Linaculan estaba en la costa oriental, entonces Linaculan significaba la libertad. Bostezó de nuevo. Su impasible rostro era el retrato de la indiferencia.
—¿Preparado, amigo?
Morgan asintió.
Tan preparado como puede estarlo un hombre que va a ser ahorcado.
El mexicano se echó a reír y escupió en el polvo.
—Vamos, entonces.
Anduvo hacia el coche, permaneciendo junto a él con la portezuela abierta, esperando a su prisionero. Morgan caminó, balanceándose, hacia él, con los brazos levantados como si se protegiese del agobiante calor de la tarde que moría. Cuando hizo un movimiento fue como una serpiente que se lanza sobre su supuesta víctima. Sus manos esposadas cayeron, salvajemente, sobre la cabeza de Hernández. El policía gritó, derrumbándose en la arena. Morgan cayó sobre él inmediatamente; sus manos buscaron, y encontraron, la pistola que sabía que estaba en el cinturón del mexicano. Luego, se puso en pie… separándose cuatro pasos del cuerpo tumbado en el suelo.
Hernández movió la cabeza atontado, guiñó los ojos y empezó a incorporarse. Había conseguido ponerse de rodillas cuando la fría voz de Morgan le paralizó.
Morgan decía:
—Adiós, Hernández. No me guarde rencor.
El mexicano levantó la cabeza y vio la muerte.
—¡Dios…, Dios!… ¡No!…
Eso fue cuanto dijo. La bala del 42 se le incrustó encima de la ceja del ojo izquierdo y, dando un salto, cayó unos tres metros más atrás, impulsado por la fuerza de la bala. Se retorció, sus piernas golpearon levemente el polvo y se quedó inmóvil.
Morgan se dirigió a él, moviendo la cabeza tristemente.
—Me equivoqué con él. No daba la impresión de ser un cobarde que iba a suplicar por su vida.
Suspiró ante la falta de dignidad del muerto…, sintiendo casi como si hubiera sido traicionado por un amigo leal.
Se agachó y comenzó a registrar el cadáver. Encontró una cartera que contenía una placa de policía, quinientos pesos y una fotografía en color de una rolliza mexicana rodeada de tres niñas sonrientes y de dos niños simpáticos y agradables, con cierto empaque. Morgan gruñó a la vista de la foto y continuó el registro.
Halló las llaves de las esposas atadas a la blanca y callosa planta del pie del muerto.
El crepúsculo comenzaba a teñir de color rojo bronceado los picos de las montañas mexicanas cuando Morgan cargó con Hernández y lo metió en el portaequipajes del coche. Regresó hacia el poste que viera antes. A continuación de los kilómetros estaban escritas las palabras ¡Cuidado!… ¡Peligroso!
«¡Qué broma! —pensó—. ¿Podría haber algo más peligroso que ser ahorcado?».
¿O que interpretar el papel del zorro perseguido por la Policía internacional?
Él había sido atrapado y sentenciado a muerte cuatro veces en su vida y, no obstante, continuaba siendo un hombre libre. Y… delante de él no habría nada, absolutamente nada, en este insignificante sendero polvoriento que pudiera interponerse a los deseos de Morgan, a las reacciones de Morgan, ¡a la pistola de Morgan!
Se sentó tras el volante del coche y lo puso en marcha. El sendero era más salvaje de lo que pareciera a primera vista, pero nadie transitaba por él. Recorrió en breve espacio de tiempo los primeros cincuenta kilómetros, y fue capaz de correr lo suficiente como para que el polvo se extendiese detrás de él como la cola de una cometa que colgase, luminosa, a la mortecina luz.
El sol llegó a la línea del horizonte; pero, cuando Morgan comenzaba a subir la hilera de montañas, se presentó a su vista otra vez…, dándole la impresión de ser el maligno e inflamado ojo del dios de la ira, que empezaba a despertarse de nuevo.
Morgan subió la cuesta hasta la cima de la montaña y empezó a bajar por el otro lado hacia el valle. Aquí, la oscuridad abrazaba a la tierra. Se paró. Junto al sendero, el terreno formaba un insondable barranco.
Arrojó a él el cadáver de Hernández y permaneció observando cómo rodaba y saltaba de roca en roca, hasta que, al fin, lo perdió de vista entre las sombras de un bosquecillo de mezquitas, a unos treinta metros más abajo.
Morgan puso en marcha el coche. Encendió los faros cuando la oscuridad se hizo más intensa en torno suyo.
De repente, cuando alcanzó el valle, vio que el sendero ya no era un sendero…, sino un camino de cabras lleno de baches que atravesaba el desierto.
Los cinco kilómetros siguientes fueron para el coche como cinco mil. Morgan se veía forzado a cambiar a primera o a segunda cuando se le presentaban baches que parecían barrancos. El centro del camino estaba sembrado de piedras puntiagudas, tan afiladas, que arañaban la parte baja del vehículo, produciéndole miles de rasguños, como si fueran uñas aceradas.
¡Y el polvo! El polvo estaba en todas partes…, colgaba como una espantosa nube negra alrededor de él. Se metía en el coche y lo tapizaba como si fuera terciopelo. Se colaba por las ventanillas de la nariz de Morgan y penetraba en su garganta hasta que le cortaba la respiración, haciéndole imposible tragar.
Minutos después, por encima del olor de polvo le llegó el de agua hirviendo… el vapor de agua…, y comprendió que el refrigerador del coche se había roto. Fue entonces cuando Morgan se dio cuenta de que el vehículo nunca llegaría a Linaculan. Aprovechando el último fulgor, apenas perceptible, en el horizonte, recorrió con la vista el terreno, buscando alguna señal de vida…, y sólo vio la grotesca silueta de los cactos y de los achaparrados arbustos del desierto.
El cuentakilómetros le indicó que llevaba recorridos ochenta kilómetros cuando la saltarina y vacilante luz de los faros iluminó la solitaria figura de un sacerdote que caminaba lentamente por un lado del camino. Los ojos de Morgan se estrecharon cuando sopesaron el valor de ofrecer un asiento en el coche al padre.
«Será estúpido», pensó.
El hombre podía ser un bandido, el cual podría sacar y utilizar con éxito un cuchillo mientras Morgan se concentraba en el camino.
El padre se agrandaba a la luz de los faros. No se volvió hacia el coche; parecía como si estuviera totalmente ajeno a la proximidad del vehículo.
Morgan pasó por su lado sin aminorar la marcha. La figura se perdió inmediatamente entre el polvo y la oscuridad de la noche mexicana.
De pronto, como si varios muelles hubiesen saltado en su cerebro automáticamente, todos los instintos de Morgan empezaron a gritarle. Algo estaba mal…, terriblemente mal. Le habían preparado una especie de trampa. La sensación le era familiar, ya que le habían preparado otras trampas anteriormente. Sonrió con la boca torcida, sacó la pistola del bolsillo y la colocó en el asiento de al lado, tras haberla preparado.
Los cinco kilómetros siguientes le parecieron interminables mientras esperaba, casi ansiosamente, que saltase la trampa. Como no sucedía nada, se enfureció y empezó a maldecir contra su fantasía. El olor a aceite caliente y a vapor de agua se intensificaba, y el motor comenzaba a funcionar mal. Morgan miró el indicador de temperatura y vio que la aguja hacía rato que se hallaba en la zona peligrosa.
Y fue en ese momento, en que su atención estaba distraída, cuando la rueda delantera izquierda tropezó con una piedra en punta que se clavó profundamente en el neumático, rajándolo. El vehículo comenzó a zigzaguear, yendo de un lado para otro sin dirección, como enfurecida y apaleada fiera. Morgan pisó el freno hasta el fondo, pero sabía que era ya demasiado tarde. El coche patinó, se ladeó hacia la derecha, vaciló un instante en el borde del camino, y luego…, como si fuera una película proyectada a cámara lenta…, rodó hasta el final del declive.
Lo último que vio Morgan fue una piedra monstruosa que se levantaba en la noche como un gigantesco y pétreo puño de Dios.
Algún tiempo después recobró el conocimiento, pero continuó tumbado en el suelo con los ojos cerrados. Alguien le mojaba la frente y le hablaba. ¡Un hombre! ¿Probablemente… el sacerdote? Escuchaba la jadeante respiración del hombre. No se oía otro ruido. Estaban solos.
Morgan abrió los ojos. Estaba oscuro, pero no tanto como antes. A través de las altas y poco espesas nubes se filtraba un ligero rayo de luna. El sacerdote… de sotana negra y moreno de cara… estaba a su lado.
—Señor, ¿se encuentra bien?
Morgan flexionó los músculos de sus piernas, movió los brazos y los hombros y giró la cabeza de un lado a otro. No le dolía nada; se sintió sorprendentemente bien. Bueno, no había por qué dejar que lo supiera el otro hombre. Permitiría que el sacerdote creyese que Morgan estaba dañado en la espalda y era incapaz de moverse con rapidez… Luego, cuando él actuara con presteza, cogería al otro desprevenido.
—Me duele la espalda.
—¿Puede ponerse en pie?
—Sí…, creo que sí… Ayúdeme.
El sacerdote se inclinó; Morgan agarró la mano que le ofrecía y, quejándose fuerte, se irguió.
—Ha tenido usted suerte de que yo viniera hacia aquí.
—Sí, le estoy muy agradecido.
Morgan se tocó el bolsillo. La cartera continuaba allí. La pistola había desaparecido. ¿Cómo no estaba en su bolsillo? Entonces recordó que la había puesto en el asiento del coche, a su lado. Bueno, no iba a buscarla en la oscuridad… Ya encontraría otras armas.
—¿Adonde se dirige usted? —le preguntó el sacerdote.
—A Linaculan.
—¡Oh, sí!… Una ciudad magnífica.
El sacerdote estaba muy cerca de Morgan, mirando al americano. La luna deslizaba sus rayos, de cuando en cuando, por entre las nubes. Hubo un momento de luz, sólo un momento, pero suficiente. De pronto, por primera vez en muchos años, Morgan tuvo miedo…, se asustó de los ojos del padre: eran demasiado negros, demasiado penetrantes, demasiado fieros para un sacerdote.
Morgan retrocedió tres pasos…, lo suficientemente lejos del sacerdote para que los ojos de éste se perdieran en la oscuridad.
—No tiene por qué tener miedo —le dijo el sacerdote con toda calma—. No he de hacerle daño. Sólo puedo ayudarle.
Su voz sonaba sincera. Parte del nerviosismo de Morgan comenzó a ceder. Mentalmente oliscó el viento; el olor de la trampa estaba allí pero no tan fuerte como antes. Tras unos instantes, volvió a él parte de su antigua petulancia.
«¿Adonde iremos?», pensó.
Se hallaba a menos de la mitad de camino de Linaculan; por tanto, parecía prudente continuar, a menos que… hubiera antes otro medio de transporte.
Morgan preguntó:
—¿Es Linaculan la ciudad más próxima? —Sí.
—¿Va usted también allí?
—No.
Esperanzadoramente preguntó:
—¿Tiene usted iglesia por aquí cerca?
—No. Pero frecuentemente recorro este camino.
—¡Por amor de Cristo!… ¿Y por qué recorre usted este inhóspito camino?
—Por la misma razón que mencionó usted: por amor de Cristo.
Morgan se hallaba ahora completamente tranquilo. El padre era un ser sencillo. Brusco, pero sencillo.
—Bueno —dijo casi de buen humor—. Tengo ante mí un largo camino que recorrer. Ya lo ve usted.
Morgan creyó observar que la expresión del sacerdote se suavizaba con la observación.
—Recorreré con usted parte del camino.
—De acuerdo, padre. Mi nombre es… Dan Morgan. Soy americano.
—Sí…, lo sé.
La respuesta sorprendió a Morgan por un instante; luego, se dio cuenta de que las sospechas renacían de nuevo en él. Era evidente que el sacerdote había registrado sus cosas mientras estaba inconsciente… y acaso supiera dónde estaba el revólver.
Comenzaron a caminar en silencio. La luna, ese extraño globo de fría luz blanca, ganó la batalla a las nubes, y ahora lucía brillantemente detrás de ellos. Largas y afiladas sombras se extendían a lo largo del sendero delante de los dos hombres. Las faldas de la sotana del padre hacían unos ruiditos susurrantes a cada paso que él daba. Sus sandalias claqueaban en el espeso polvo del sendero.
En un esfuerzo por entablar conversación, Morgan le preguntó:
—¿Qué distancia hay desde aquí a Linaculan?
—Una gran distancia.
—Pues yo creía que estaba sólo a unos cincuenta kilómetros —estalló Morgan.
—Las luces de las farolas de Linaculan están a cincuenta y cuatro kilómetros del sitio donde usted se estrelló.
Bueno, ésa era una excelente noticia. Con suerte, Morgan habría recorrido esa distancia mañana por la tarde…, y, entonces, sería fácil tomar otro coche. Empezó a apretar el paso. El sacerdote ajustó su paso al de él.
A veces, la luna quedaba oculta por una hilera de cerros, desapareciendo sus sombras. La oscuridad que entonces les rodeaba era algo tangible, cálido, inquietante, miedoso, como el interior de un ataúd cerrado. Morgan miró su reloj. Estaba parado en las ocho y dieciocho minutos; al parecer, sufrió un golpe cuando se estrelló con el coche. No sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente; pero sí que llevaban andando por lo menos dos horas…; así, pues, acaso estuvieran alrededor de medianoche.
Eran dos figuras negras…, casi dos sombras…, que caminaban por un inhóspito sendero. Subieron un cerro de escasa altura y de nuevo quedaron bañados por los rayos de la luna. A Morgan le gustó esto. La oscuridad había sido demasiado oscura; le había producido la impresión de que eran cosas… invisibles, irreales, cuando se ocultó la luna.
Empezaron a bajar la ladera opuesta del cerro y la oscuridad volvió a reptar hacia ellos…
—¿No tienen ustedes ninguna luz en este lugar olvidado de Dios? —preguntó Morgan irritado.
El padre no contestó. Morgan repitió la pregunta, y su voz estaba llena de amenazas inútiles.
Tampoco obtuvo respuesta. Morgan se encogió de hombros y se dijo: «¡Al infierno contigo, intratable y católico amigo! ¡Ya me ocuparé de ti más adelante!».
El sendero bajaba por la larga pendiente del cerro. La noche…, la verdadera, horrible y opresora noche de la claustrofobia, estaba completamente cerrada.
Caminaron por una hondonada durante bastante rato antes de alcanzar otro cerro… Esta vez, ningún rayo de luna los acogió… La única claridad procedía de un opaco globo que se adivinaba detrás de las nubes del horizonte. Pero fue suficiente para mostrar una bifurcación del sendero.
Morgan, titubeante, preguntó:
—¿Cuál lleva a Linaculan?
El sacerdote se paró. Las fieras y negras pupilas de sus ojos se habían agrandado. En efecto, eran tan grandes que daba la impresión de haber desaparecido todo el blanco de sus ojos. Extendió los brazos para ajustarse la sotana, y en aquel momento produjo la sensación de ser un demonio negro que extendía las alas para devorar a su víctima. Aun en la semioscuridad, captó una sombra…, la negra y alargada sombra de una cruz.
El instinto asesino surgió de nuevo en Morgan.
—Conteste a mi pregunta —rugió—. ¿Qué sendero va a Linaculan?
—¿Tan poca fe tiene usted?
La voz de Morgan se quebró por la furia.
—Escuche, mal educado: usted se ha negado a contestar a mis preguntas… y hasta a entablar conversación. ¿Qué tiene que ver la fe con eso? Dígame solamente cuánto me falta para llegar a Linaculan. Eso es todo lo que quiero de usted. No salmos ni sermones. ¡Nada! ¿Comprende?
—Todavía le queda mucha distancia que recorrer…
Su voz sonó extraña, y Morgan tuvo la sensación de que se había efectuado un cambio en la actitud del padre. Un momento después, Morgan lo oyó también: el lejano tamborileo de los cascos de un caballo.
La luna…, como si sintiera curiosidad…, se abrió paso por última vez entre las nubes. Al principio, fue sólo una sombra que se movía a través del paisaje; pero, a medida que se acercaba el caballo, Morgan pudo ver el animal, sus crines y su cola ondeando como banderas negras a su alrededor. Era una bestia magnífica, quizá la más grande que jamás viera…, negra como la noche e inmaterial como un trueno.
Sin embargo, lo que cortó la respiración de Morgan fue la muchacha. Montaba el animal como si formara parte integrante de él. Los rayos de la luna jugaban con ella, porque iba completamente vestida de blanco, desde las botas y los briches hasta la blusa de largas y anchas mangas y el sombrero estilo español. No obstante, su cabello era negro…, negro como el ala de un cuervo, y ondeaba alrededor de ella como suave nube de ébano.
Brutalmente, tiró de las riendas, haciendo que el bruto se parase delante de ambos hombres. El caballo relinchó; Morgan retrocedió de un salto, nervioso, pero el sacerdote no se movió de su sitio.
—Bien, padre —dijo la muchacha, sonriendo, y al mismo tiempo golpeando sus briches con el látigo—. Veo que ha cobijado bajo su ala a otro desgraciado.
Puso un extraño acento en la palabra «desgraciado». Morgan no sabía si enfurecerse o asombrarse. Esperaba, observando silenciosamente el dramático coloquio entablado entre las dos personas. Tal vez todo fuera algo preparado de antemano…, parte de una trampa. No importaba… No existía para él un peligro inmediato. Así, pues, por el momento, estaba contento de hallarse allí gozando de la vista del magnífico cuerpo de la muchacha.
A veces, la muchacha se sentía molesta por la mirada de Morgan. Sus propios ojos, contestando, se volvían tan atrevidos e insolentes como los del hombre. Echó hacia atrás la cabeza y se rió.
—Está usted en malas manos, mi amigo americano. A este hombre —dijo, señalando con la cabeza al sacerdote— le llaman entre el pueblo el Malasombra. Cada vez que se halla en el camino ocurre un accidente. Usted habrá tenido algún tropiezo esta noche, ¿verdad?
Morgan asintió; luego, miró de reojo al sacerdote.
El padre, sin embargo, observaba a la muchacha. Ella se echó a reír ante su escrutinio.
—No se enfurezca, viejo. No tiene que temerme. ¿Por qué no sigue su camino? Yo me preocuparé que el americano alcance su destino.
El sacerdote tendió la mano a Morgan.
—No debe ir con ella. Es el demonio, el demonio personificado.
Hizo tres cruces en el aire.
No cabía duda de la decisión que Morgan había tomado. El padre había dicho que ella era «el demonio». Viniendo de un sacerdote, era una verdadera recomendación. Además, sólo un idiota continuaría andando por un camino oscuro cuando existía una probabilidad de ir montado a caballo, de entablar una agradable conversación, de…, en realidad, una promesa, si él había interpretado correctamente su mirada… ¡o algo más! Dudó, como animal que teme verse cogido en una trampa.
La muchacha acarició, afable, el sudoroso cuello del caballo.
—¿Adonde quiere usted ir?
—A Linaculan —contestó Morgan.
—No está demasiado lejos. Suba. Le llevaré a caballo hasta la granja de Mictlantecutli…; desde allí puede solicitar ayuda.
Sus labios estaban entreabiertos. Parecía hallarse sin respiración, mientras esperaba su respuesta.
Morgan se volvió al sacerdote.
—Bueno, gracias por su compañía, padre. Volveré a verle en alguna ocasión.
El sacerdote dio dos pasos rápidos hacia Morgan y le puso una mano en el hombro, suplicándole:
—Quédese a mi lado. Le digo que ella es el demonio.
La muchacha soltó una carcajada.
—Son dos contra uno, clérigo. Pierde otra víctima.
—¿Víctima?
Los ojos de Morgan se estrecharon. Durante todo el camino estuvo atento al viejo sacerdote. Pero algo sonaba a falso. Entonces se preguntó: Si el padre era un ladrón y un asesino, ¿por qué no le hizo «la faena» mientras estaba inconsciente?
El sacerdote miró por encima del hombro hacia la luna. Dentro de algunos segundos volvería de nuevo la oscuridad. Se hurgó dentro de la sotana y sacó una cruz de marfil de un tamaño reducido.
—La oscuridad vuelve. Agárrese a esta cruz. Créame. No vaya a Mictlantecutli. Representa su última oportunidad.
—Vamos, aléjese de él, viejo loco —gritó la muchacha—. Las autoridades darán cuenta de los locos que, como usted, molestan y asustan a los viajeros por este camino…, evitándoles que lleguen a su destino.
El sacerdote no prestó atención a la muchacha. Imploró una vez más a Morgan, y ahora su voz era fuerte, mientras observaba cómo desaparecía por detrás de la montaña el último trozo de luna.
—Aún es tiempo…
La muchacha, bruscamente, tiró de las riendas y clavó las espuelas en los flancos del caballo. El animal relinchó, poniéndose a dos patas, como si desafiara a las estrellas. Cuando volvió a su posición normal, el caballo se hallaba entre el sacerdote y Morgan. La cara de la muchacha resplandecía mientras sonreía y sacaba un pie del estribo.
—Vamos, amigo. Ponga un pie aquí y monte detrás de mí.
Se alargó una mano para ayudarle, y al inclinarse se le abrió la blusa. Morgan sonrió y le cogió la mano. Se alzó y quedó montado detrás de ella.
—Rodee mi cintura con el brazo y sujétese —ordenó la muchacha.
Morgan, feliz, obedeció. El cuerpo de la muchacha era flexible, delicioso de abrazar, y un suave olor a algún perfume exótico se desprendía de su cabello.
Morgan miró al sacerdote. La cara del anciano era, una vez más, impenetrable.
—Hasta la vista, padre. Y no se preocupe.
La muchacha no esperó respuesta. Aguijoneó los flancos del caballo con las espuelas y el animal se lanzó al galope, destrozando la oscuridad de la noche.
—Agárrese fuerte —gritó la muchacha—, agárrese fuerte.
Galoparon durante casi diez minutos antes que la muchacha tirara de las riendas para obligar al caballo a aminorar la marcha. Al ponerse al paso, Morgan sintió de nuevo la atracción del cuerpo de la muchacha y el deseo se acrecentó aceleradamente en su interior. Lo estaba experimentando durante mucho rato y ahora no había nadie a su alrededor que lo contuviese… La muchacha habíase mostrado tan lasciva que le hizo creer que aceptaría sus avances. Cabalgaron en silencio, roto solamente por el jadear del caballo, el ruido de los cascos en el polvo y el crujir del cuero de la montura. Subrepticiamente, la mano de Morgan empezó a subir poco a poco por el pecho de la muchacha, que no protestó. Eso le hizo ser más atrevido. Al fin, sintió el suave roce de la carne de sus senos bajo la blusa de seda.
Todo fue más fácil de lo que Morgan hubiese creído. Ella tiró, sencillamente, de las riendas del caballo y se volvió en parte.
—Podemos parar aquí… si quiere.
La voz de Morgan fue gutural. Su cuerpo temblaba de deseo cuando dijo:
—Sí quiero.
La muchacha se deslizó del caballo, y Morgan se halló a su lado inmediatamente. Los brazos de ella le rodearon el cuello; sus labios se incrustaron en los suyos en una brutal parodia de amor; sus dedos se clavaron en sus hombros cuando las manos de Morgan recorrieron su cuerpo solicitando más intimidad. Ella gimió, descompuesta, mientras Morgan, desmañadamente, casi le arrancaba la ropa. Luego, sólo con el desinteresado caballo pastando junto a ellos y los brillantes ojos de las estrellas parpadeando en la altura, se juntaron sus cuerpos en violenta colisión de implacable lujuria.
Morgan notó la flojedad de su cuerpo cuando despertó. Ésa fue su primera impresión. La segunda fue que aún estaba abrazado a la muchacha. La tercera…, un fortísimo y horrible olor a putrefacción.
Abrió los ojos.
Y gritó.
Fue un grito que surgió involuntariamente de su alma, porque allí, a la débil luz de un próximo amanecer, pudo ver que estaba abrazado al putrefacto cadáver de una mujer…, un cuerpo del que la carne se desprendía a grandes jirones como hígado podrido, del que la mueca de la muerte dejaba ver unos dientes retorcidos y unas cuencas vacías.
Morgan, de un brinco, se puso en pie. Le palpitaba atropelladamente el corazón como si quisiera escaparse de su cuerpo, como una máquina que ha perdido el control y acelera, acelera su marcha hasta romperse en pedazos. A su boca subió un sollozo, como lamento dolorido de un animal apaleado. Y sus ojos giraron alrededor de sus órbitas como los de un loco atormentado por fantasmas.
—Yo…, yo…, yo…, —jadeó.
Fue todo lo que pudo decir. Empezó a bajar hacia el sendero. Se cayó dos veces, hiriéndose manos y piernas con las afiladas piedras de la superficie.
—Yo…, yo…, yo…
Y entonces salieron atropelladamente de su boca las palabras que más deseaba decir:
—¡Que alguien… me ayude!… ¡Socórranme!…
A su espalda oyó el ruido de los cascos del caballo. Era la muchacha: estaba viva… ¡y entera! Sonreía, tranquilizadora.
—¿Adonde va usted? —le preguntó.
Luego, haciendo un mohín malicioso:
—¿Dónde está su ropa?
—Yo…, yo…, yo…
Morgan no podía hablar.
—Venga —dijo ella.
Morgan negó con la cabeza. No podía dominar sus pensamientos; pero algo era seguro: sabía que no iría con la muchacha.
—¡Venga!
Esta vez fue una orden imperativa. La muchacha no se divertía ya con su desnudez ni con su asustada inarticulación.
Morgan quería obligarse a volverse y echar a correr, pero su cuerpo no respondía a sus órdenes mentales. En lugar de eso, montó como un autómata en el caballo.
—Así es mejor —dijo la muchacha, apaciguada—. Claro que debería haberse vestido…, pero no importa. —Y miró hacia el este—. La noche casi ha terminado. Debemos darnos prisa. Hay algo que necesita usted ver antes que lleguemos al rancho de Mictlantecutli.
Fustigó al caballo con el látigo y el animal emprendió una carrera a través de la oscuridad, haciendo huir la negrura del firmamento.
Ahora, tras ellos, empezaba a aclararse el cielo. La aurora iba surgiendo en el desierto mexicano. A la cercana luz del nuevo día, Morgan pudo ver un poste que le era familiar. Y luego, fuera del sendero, al final del barranco, vio su coche. Cauteloso, el caballo empezó a bajar el declive hasta que estuvieron al lado del destrozado vehículo.
Los feos buitres de cuello rojizo chillaban y batían las alas cuando se acercó el caballo. Varios de ellos volaron por encima de lo que parecía ser unas cuerdas blancas y alargadas que colgaban fuera de las ventanillas del coche. Unas cuantas de aquellas aves emprendieron el vuelo…; las otras, arrogantes y sin miedo, retrocedieron solamente unos pasos.
—Pero…, pero…, ¿qué están haciendo aquí? —preguntó Morgan—. En el coche no había nadie, excepto yo.
Notó cómo el cuerpo de la muchacha se estremecía al compás de la silenciosa risa. Ella señaló con el dedo y con un movimiento de ojos. Morgan pudo descubrir la figura empalada en el eje del volante. La fría ondulación de horror que experimentaba aumentó de nuevo a su alrededor. El cuerpo le era familiar…, ¡demasiado familiar! Morgan sollozó cuando la muchacha hizo que se acercase más el caballo. Los buitres habían atacado antes que nada los ojos de aquella cara…, como tenían por costumbre…; los intestinos del hombre muerto colgaban por fuera de la ventanilla abierta, y eso había dado lugar a la pelea entre los pajarracos.
Morgan vio la ropa. El muerto estaba vestido tal y como él lo había estado. Llevaba el mismo reloj de pulsera. ¿Qué terrible pesadilla era aquello? «Despierta, despierta, despabila», se decía mentalmente. Pero la pesadilla, más real que la propia vida, permanecía. El muerto era Morgan, no cabía duda alguna.
La mente de Morgan empezó a desvariar, la locura se apoderaba de él. Comenzó a perder el control de sí mismo. Gritó, gritó como un demente.
A este grito, la muchacha gritó también y fustigó al caballo, que salió corriendo por la pendiente arriba del barranco.
Allí, en el sendero, estaba el sacerdote.
—Ayúdeme, padre. Ayúdeme. Que Dios me ayude… —gimió Morgan, mientras la saliva se le escapaba por las comisuras de su desmadejada boca.
—Eligió usted mismo. Lo siento.
—Pero yo no sabía lo que era Mictlantecutli.
—A Mictlantecutli se le conoce por muchos nombres: Diábolo, Demonio, Diablo, Satanás, Lucifer, Mefistófeles… El nombre particular del Ángel del Mal no tiene importancia nunca, porque todos los preceptos son siempre los mismos para todos los países. Usted abrazó al demonio; usted eligió la lujuria terrenal. Ahora carezco de poder para ayudarle. Adiós.
Morgan sintió y luego oyó la risa de la muchacha… estridente, maniática, satisfecha. Su látigo golpeó con fuerza el cuello del caballo y sus espuelas se clavaron en sus flancos hasta hacer que sangraran. Galoparon sendero abajo… Galoparon, galoparon, galoparon hacia la noche… De nuevo volvió el hedor, y, con el viento, empezaron a desprenderse jirones de la carne de la muchacha.
Ella se volvió…, lentamente esta vez…, y Morgan vio la horrible mueca de una calavera.
Se inclinó hacia un lado, incapaz de hacer frente a la aparición, y gritó, una vez más, pidiendo ayuda al sacerdote. Muy atrás, lejos en la distancia…, como si estuviera viendo algo en otro mundo…, Morgan percibió la solitaria figura del sacerdote en lo alto de un cerro, caminando hacia el este, hacia el naciente sol, hacia un nuevo día…
Cuando Morgan le volvió la espalda de nuevo, sollozando y dándose cuenta ahora de la desesperada futilidad de la esperanza, habían alcanzado ya el borde de la noche… y la opresiva oscuridad los atrapó para engullirlos.