NUGENT BARKER
La curiosa aventura de míster Bond

(Curious Adventure of Mr. Bond)

Míster Bond trepó por las laderas boscosas del valle hasta la plena luz del día. Su capa Inverness, que hacía su corpulenta figura aún más prominente en la sombra que se extendía, a su espalda, sobre el suelo sembrado de hojas, estaba rota y cubierta de ramitas, púas y hojitas, y se paró con afectada inquietud para limpiarse. Después, se echó de nuevo el morral a la espalda y, mirando hacia adelante, guiñó los ojos al contemplar el terreno que se extendía ante él.

A lo lejos, cruzando la afelpada superficie de la meseta, se alzaba, en la linde del bosque, una casa, sosegada y luminosa, con su columna de humo.

Una casa…, una posada…, ¡lo que presentía en su corazón! La ansiedad volvió a acudirle, convirtiéndose en un manantial de deleites para él. Avanzando lentamente y echándose el ala del sombrero sobre los ojos, observó cómo se agrandaba y se destacaba la brillante muestra escarlata. Cuando, al fin, se halló debajo de ella, suspiró, sin apenas atreverse a creer en su buena suerte.

El reposo del Viajero —leyó.

Debajo estaba impreso el nombre del dueño: Crispín Sasserrach.

La quietud de la noche le quitó valor, y tuvo miedo de llamar a la ventana cubierta con una cortina. Ahora, por primera vez, cayó sobre el viajero todo el peso de su debilidad. Mirando la negra boca del pórtico, se imaginó que al fin estaba descansando, metido en la cama, tendido cuan largo era, durmiendo cuanto le daba la gana, sumido en el olvido gracias a su estómago satisfecho. Cerró los ojos y se estremeció un poco debajo de su capa; pero cuando miró de nuevo la entrada, allí estaba en pie Crispín Sasserrach, alzando un farol entre ambas caras: la de míster Bond, que era sonrosada, de boca grande, de mejillas hundidas y ojos que apenas reflejaban la luz del farol, y la del posadero, barbilampiña, ancha y ovalada, con labios delgados que se aprestaban en una sonrisa.

—Pase, pase —susurró el posadero—, pase. Ella ha hecho un estupendo caldo para la cena de esta noche.

Se volvió, riéndose entre dientes y alzando el farol por encima de su cabeza.

Míster Bond siguió la monstruosa espalda de su huésped a través del umbral de aquella posada perdida en tierras altas. El pasillo se hizo más ancho y se convirtió en vestíbulo, y allí, entre las sombras que se desplazaban de los rincones a medida que avanzaba el farol, se paró el posadero y levantó su gordezuela mano, como invitando a su huésped a escuchar. Entonces, míster Bond perturbó el silencio que reinaba en la casa con un sorbo y un suspiro. No solamente olía ya el «estupendo caldo» en aquel vestíbulo exterior, sino que lo paladeaba…, un complejo y sutil sabor, picante y fuerte como la miel, ligero como una tela de araña en el aire, que le pellizcaba en el estómago, llenándole los ojos de lágrimas.

Míster Bond miró fijamente a Crispín Sasserrach, a las sombras que se extendían más allá, volviendo luego a fijar los ojos sobre Crispín Sasserrach. El hombre permanecía en pie, con su ancha, ovalada y barbilampiña cara alzada hacia la luz del farol que llevaba en la mano; luego, impulsivamente, como si le repugnase cortar de golpe tan dulce anticipo, tiró al viajero de la capa y le condujo al agradable cuarto de estar, presentándole con un movimiento floreado de la mano a Myrtle Sasserrach, la joven, bonita y atareada esposa del posadero, la cual, en aquel momento, se hallaba en pie ante una mesa redonda de gran tamaño, bajo la maciza viga central del techo, con su negro cabello brillando a la luz de muchas velas y su gordezuela mano metiendo un cucharon, sin hacer ruido, en una sopera que humeaba.

Al ver a la mujer, cuyas largas pestañas se dirigían de nuevo hacia la sopera, míster Bond hundió la barbilla en el cuello de la camisa y pasó la mirada de ella a Crispín Sasserrach, fijándola finalmente en las revoluciones del cucharón. En un momento quedó establecido el orden en el cuarto de estar, y el posadero, con suaves y nerviosos gestos, sentó a su huésped a la mesa, cogió el cucharón de manos de su esposa, lo hundió en la sopera y confió el plato lleno a las manos de Myrtle, que en seguida empezó a andar hacia el viajero, con el humo del caldo subiendo hasta sus serios ojos.

Tras agradecer en silencio la atención, míster Bond alargó los labios como si susurrara: «cuchara».

—¡Oh, qué caldo tan estupendo! —murmuró vertiendo una gota en su pañuelo.

Crispín Sasserrach sonrió con delicia.

—Siempre digo que es el mejor del mundo.

Entonces, impetuoso, rompió a reír en falsete y envió un beso a su esposa. Un momento después, los dos Sasserrach, haciendo caso omiso del viajero, se inclinaron sobre sus respectivos platos llenos de caldo y se pusieron a discutir sobre cuestiones domésticas, como si no hubiera otra persona sentada a la mesa. Durante un buen rato, sus voces apenas fueron más altas que el sonido que hacía la sopa al ser absorbida; pero cuando el plato del viajero quedó vacío, Crispín Sasserrach, como una exhalación, volvió a convertirse en anfitrión atento y servicial.

—Bueno, señor ¿quiere repetir? —sugirió, cogiendo el cucharón y metiéndolo en la sopera, mientras Myrtle se levantaba de su silla y se dirigía por segunda vez hacia el viajero.

Míster Bond dijo que sí, y acercó su silla un poco más a la mesa. La vida había vuelto a su sangre y a sus huesos con redoblado vigor; sus pies eran tan ligeros como si los hubiera introducido en un baño de agua de pino.

—Aquí tiene usted, señor, la sopa. Myrtle se la llevará. ¡Dios todopoderoso, cómo me gustaría estar saboreando esta sopa por primera vez!

Apoyando los codos sobre la mesa, el dueño de la casa inclinóse sobre su humeante plato y comió de nuevo.

—¡Esta sopa es como vino! ¡Es vino, Dios mío! ¡Resucita a un muerto!

Excitado, su cara ovalada parecía más ancha que de costumbre, y sus rojizos cabellos, que formaban belicosos rizos, parecían más brillantes, como si alguien les hubiera prendido fuego.

Animado por la sopa, míster Bond empezó a describir minuciosamente su viaje por el valle. Su voz se hizo más potente; sus palabras, más prosaicas, como si estuviera hablando en su casa, entre sus familiares.

—Bueno, vamos a ver… ¿Por dónde iba? —repetía una y otra vez.

Y después:

—Me alegré mucho de ver su luz, no tengo por qué negarlo —dijo riéndose.

Entonces Crispín se levantó de la mesa. En su boquita apuntaba una ligera risa.

La tarde se pasó junto a la chimenea. Los leños crujían como disparos de pistolas cuando Crispín Sasserrach los arrojaba a las llamas. El viajero no hubiera deseado nada mejor que aquello: estar allí, junto al hogar, charlando animadamente con Crispín y observando tímidamente a Myrtle mientras quitaba la mesa; aunque, en verdad, entre sus familiares, míster Bond hubiese pensado en ayudar a sus mujeres en esa tarea. Encontró modestos y hasta bonitos los tristes ojos de Myrtle. La posadera fue apagando una por una todas las velas, y con cada apagón ella se hacía más etérea, mientras aumentaba el fulgor del pagano farol.

«Venga a sentarse con nosotros ya y charlemos», pensó míster Bond.

Myrtle se acercó a ellos en aquel momento.

Ambos le hicieron sentirse muy cómodo. Encontró encendido en su dormitorio un fuego de leños y una sopera de caldo en la mesilla de noche.

—¡Oh, qué exagerados! —exclamó en voz alta con petulancia—. No son refinados. Parecen unos colegiales.

Y, cogiendo la sopera, vertió su contenido en el trocito de jardín que se extendía debajo de su ventana.

La negra pared del bosque parecía hallarse a pocos metros de sus ojos. La habitación estaba llena de rayos de luna, fuego y vela, todo mezclado.

Míster Bond, deseoso al fin de descansar sin soñar, de dormir a pierna suelta, se volvió y examinó la habitación donde iba a pasar la noche. Contempló con alegría la cama de cuatro columnas, tan ancha como un cuartito pequeño; las pesadas sillas de caoba y los armarios, el alto y retorcido candelabro, sus velas medio consumidas, sin duda, por un huésped anterior; el techo, que podía tocar con la palma de la mano, y que tocó.

En la nebulosa mañana no pudo distinguir ni sombra del bosque, y al final de la somera escalera encontró el vestíbulo lleno de olor a caldo. Los Sasserrach estaban sentados ya en la mesa del desayuno, como dos niños, ansiosos de comenzar el día con su plato favorito. Crispín Sasserrach estaba levantando su cuchara y alargando los labios, mientras Myrtle removía el cucharón dentro de la sopera, con los ojos bajos. Míster Bond suspiró inaudiblemente cuando contempló de nuevo el lustroso y azabachado pelo de la mujer. También se dio cuenta de lo sana que era la piel de los Sasserrach. En ninguna de las dos caras podía descubrirse una mancha, ni en ninguna de las cuatro manos. Atribuyó esta perfección a las benéficas cualidades del caldo, así como a los aires de las tierras altas, y comenzó a hablar, con su disonante voz, sobre el tema de la salud en general. En mitad de la charla, Crispín hizo notar, excitadamente, que él tenía un hermano que regentaba una posada, situada a un día de jornada, a lo largo de la linde del bosque.

—¡Oh! —exclamó míster Bond aguzando el oído—. Así que tiene usted un hermano, ¿verdad?

—Claro que sí —murmuró el posadero—. Es muy conveniente.

—¿Por qué es muy conveniente?

—Pues por las posadas. Se llama Martín. Compartimos nuestros huéspedes. Nos ayudamos mutuamente. ¡Dios, un maravilloso espíritu de fraternidad!

Míster Bond miró con ira su caldo.

«Comparten huéspedes —pensó—. ¿Y a mí qué me importa eso?».

En voz alta dijo:

—Quizá me encuentre con él algún día, míster Sasserrach.

—¡Hoy! —gritó Crispín golpeando la mesa con la cuchara—. ¡Le llevaré allí hoy! Pero no se preocupe —añadió, viendo la mirada que echaba el otro y alardeando de haber comprendido con exactitud lo que quería decir—. Volverá de nuevo con nosotros. ¡No se preocupe! Pasado mañana…, el otro… ¡uno de estos días! ¿No es verdad que sí, Myr? ¿No es verdad que sí? —repitió saltando en su silla como un niño grande.

—¡Claro que sí! —respondió Myrtle Sasserrach a míster Bond, cuyos ojos estaban fijos en ella con molesta atención.

Un instante después, el posadero se levantó de su silla y se dirigió al vestíbulo. Desde allí llamó a Myrtle para que le preparara las botas. En la confusión de este bulle-bulle, míster Bond se inclinó con dignidad al jardín de la parte de atrás, que ahora le pareció más silvestre de lo que había supuesto… Un espacio, pequeño y cercado, con hierbas que le llegaban más arriba de las rodillas y cubierto de cardos, cuyos extremos punzantes se agarraron a su ropa cuando anduvo hacia la puerta de la cerca, al fondo de aquel desierto. Guiñó los ojos y caminó sobre el césped que se extendía entre él y el bosque. El sol lucía ya en el cielo sin nubes. Se preparaba un hermoso día. Míster Bond recorría con la mirada la barrera sin fin del bosque cuando oyó la voz del posadero que le llamaba en medio de aquel silencio.

—¡Míster Bond! ¡Míster Bond!

Volviéndose de mala gana y atravesando con todo cuidado el jardín para evitar la maraña de cardos, el viajero encontró a Crispín Sasserrach preparado para la marcha, en medio de un gran bullicio, con un vigoroso caballo uncido a un carro de dos ruedas, y a su mujer poniéndole la cara para que la besase.

—Sí, iré con usted —dijo míster Bond.

Pero los Sasserrach no parecieron oírle. Se paró un momento en el pórtico, mirando con el ceño fruncido la espalda de Myrtle y el hermoso potro, que parecía inclinar la cabeza hacia él con insolencia casi humana. Suspiró y, colgándose a la espalda el morral, se sentó al lado del cochero. El caballo era demasiado grande, inquieto entre las varas y perfecto en todo. Sin que Crispín dijera una palabra, el animal empezó a trotar por la senda.

Durante algún tiempo los dos hombres viajaron en silencio. Era el segundo acto de la aventura de míster Bond en la parte alta del valle. El viajero iba sentado muy erguido, llenando metódicamente de aire sus pulmones, mirando todo con sus ojillos y echando hacia atrás los hombros. En aquel momento empezó a hablar del aire de la montaña, pero no recibió contestación. A su derecha, la barrera del bosque se extendía más allá de donde podía alcanzar su vista, mientras que a su izquierda corría el borde del valle, a un par de kilómetros de distancia, sembrado aquí y allá de fresnos.

La monotonía del paisaje y el continuado silencio del posadero empezaron a hartar muy pronto a míster Bond, a quien gustaba hablar y que rara vez descansaba, a menos que sus ojos estuvieran ocupados en descubrir cosas nuevas. Hasta el caballo se comportaba con la silenciosa regularidad de una máquina; así que, junto al viajero, sólo el cielo luchaba por hacer progresos.

Las nubes surgían por todas partes, juntas o separadas, y al mediodía el sol cabalgaba entre blancos vellones de nubes, reluciendo a ratos perdidos sobre la húmeda gualdrapa del caballo. El bosque, abajo, y la extensión de áspero césped corriendo hacia el valle, se aclaraban y se oscurecían constantemente; pero Crispín Sasserrach no abrió la boca ni para susurrar, aunque algunas veces, entre dientes, escupía sin ruido por encima del borde del carro. El posadero habíase traído consigo una cacerola con caldo, y durante uno de aquellos intervalos soleados detuvo el caballo, sin decir palabra, y vertió el líquido en dos jarros de latón, que calentó en un infiernillo de alcohol.

A la débil luz del atardecer, cuando el caballo continuaba aún su camino, Crispín Sasserrach cuchicheaba entre dientes y el sueño estaba rondando al viajero, apareció en la senda, delante de ellos, una forma, y con ella llegó un tintineo de campanillas. Míster Bond se irguió en su asiento y miró. No esperaba encontrar, en aquel paraje olvidado de Dios, otro carro o carruaje. Vio a lo lejos, acercándose, un vehículo de cuatro ruedas, tirado por dos vivarachos caballos. Un hombre de cara delgada, con pantalones de montar y bombín, lo conducía. Los dos conductores se saludaron solemnemente, levantando el látigo; pero no aminoraron la marcha.

—Bueno…, ¿quién era? —preguntó míster Bond, tras una pausa.

—El criado de mi hermano Martín.

—¿Adonde va?

—A El Reposo del Viajero. Con noticias.

—¿De veras?… ¿Con qué noticias? —insistió míster Bond.

El posadero volvió la cabeza.

—Noticias para Myrtle —murmuró al viajero.

Míster Bond se encogió de hombros.

«¿Qué necesidad hay de hablar con semejante patán?», pensó.

Y una vez más se quedó amodorrado. La luna surgió en el horizonte, blanqueando la tierra, mientras que el posadero escupía de cuando en cuando en dirección al bosque, no volviendo a decir esta boca es mía hasta que llegó a la posada de Martín Sasserrach.

Entonces, Crispín saltó a la vida.

—¡Vuelva en sí! —gritó—. ¡Chis, míster Bond! ¡Despierte! ¡Vuelva en sí de una vez! ¡Hemos llegado a El Decapitado!

Míster Bond, alarmado por tanta energía, saltó al suelo. Su cabeza parecía tan grande como la luna. Oyó jadear suavemente al caballo y vio salir el vaho por su hocico, elevándose en el aire frío, mientras la blanca cara de Crispín Sasserrach se alzaba a la luz de la luna, silbando y gritando entusiasmado:

—¡Martín! ¡Martín! ¡Estoy aquí!…

La extraña barrera del bosque devolvió en varios ecos el nombre. En realidad, los rayos de la luna parecían estar llenos del nombre «Martín», y míster Bond experimentó un tremendo deseo de ver a ese Martín Sasserrach cuya muestra estaba colgada sobre la cabeza del viajero. Después de las repetidas llamadas de Crispín, apareció el dueño de El Decapitado, y míster Bond, que esperaba encontrarse ante un verdadero gigante, en el sentido físico de la palabra, se quedó pasmado al ver al individuo bajito y con gafas que surgió de la casa. Crispín Sasserrach se tranquilizó en seguida.

—Volveremos a vernos de nuevo —susurró a míster Bond cerrando los ojos y apretando la boca como si cayera en éxtasis.

Luego, empujó al viajero hacia Martín y, un instante después, se hallaba de nuevo montado en su carro. El caballo emprendió el regreso a El Reposo del Viajero.

Míster Bond no se movió de donde estaba, escuchando el ruido cada vez más apagado del caballo alejarse, y observando al dueño de El Decapitado… De pronto, se dio cuenta de que lo que estaba mirando eran los ojos color gris que se animaban detrás de las gafas del posadero.

—Nadie llega de la posada de mi hermano sin ser tres veces bien recibido. Se recibe bien no solamente por amor a Crispín y a mí, sino también por amor a nuestro hermano Stephen.

La voz era tranquila y clara como el rayo de luna, y el posadero se volvió para entrar en su posada sin que apenas hubiese una pausa entre las palabras y el movimiento. Míster Bond examinó con curiosidad el vestíbulo fuertemente iluminado, que, en tamaño y forma, era el doble que el de la posada de Crispín. Lámparas de petróleo graciosamente situadas alumbraban espléndidamente todo el vestíbulo. Y allí estaba Martín, subiendo la escalera, que a míster Bond le parecía la misma que la de la posada de Crispín Sasserrach. Martín era un hombre bajito. Se volvió una vez para mirar a su huésped, al que introdujo, al fin, en una clara y aireada alcoba. Allí con palabras corteses, de las que sus ojos, perdidos en otros pensamientos, parecían estar muy distantes, invitó a su huésped a lavarse antes de cenar.

Martín Sasserrach dio delicadamente de cenar a míster Bond la noche de su llegada, regalándole con platitos fritos de varias clases y siempre exquisitamente condimentados y adornados, y eso, junto con la casi cristalina limpieza de la habitación y la mesa, hacía apropiado el aspecto de químico que poseía el dueño. Se descorchó una botella de vino para míster Bond, el cual, como sabían perfectamente sus amigos y familiares, no tomaba más bebida que sidra embotellada. Durante la cena, el vino suscitó un breve momento de atención en Martín Sasserrach, quien miró con repentino interés a su huésped.

—¿El Decapitado? Sí, en efecto; existe una historia relacionada con ese nombre, si se le puede llamar historia.

Sonrió ligeramente, golpeando la mesa con la punta de un dedo, y un instante después examinaba una pieza de marfil, perfectamente labrada, que sujetaba la lista de manjares.

—¡Preciosa! ¡Preciosa! ¿Verdad que sí?… En efecto, hay muchas historias —terminó, como si el número de historias le excusara de malgastar su inteligencia con el relato de una de ellas.

Poco tiempo después de terminada la cena, se retiró, aludiendo al trabajo, que no le gustaba dejar para otro día.

Míster Bond se metió en la cama muy temprano aquella noche, sufriendo dispepsia y poniendo mala cara a la ausencia de calor hogareño que se notaba en su claro y eficiente dormitorio.

Los pájaros le despertaron a una alegre mañana otoñal. Respirando profundamente, se dijo que siempre le habían gustado mucho los pájaros, los árboles y las flores, y pronto se encontró paseando soñoliento por el jardín de Martín Sasserrach.

Comenzó por agradarle el adorno de los cuadros del jardín. Siguió los senderos en ángulo recto con dignificada crasitud: sus huesos estaban orgullosos de estar vivos.

Una verde verja al fondo del jardín atrajo la atención de míster Bond; pero al ver que le conduciría al selvático césped que se hallaba al otro lado y, más lejos, al bosque, del que podía ver las inmóviles copas de sus árboles por encima de la tapia particular, prefirió quedarse donde estaba, aspirando el intenso perfume de las flores y perdiendo con intensa delicia a cada inspiración y a cada paso, otra vaharada del caldo de Crispín.

El hambre le hizo regresar, al fin, a la casa, y empezó a recorrer las oscuras habitaciones. Se dio cuenta de que Martín Sasserrach era muy aficionado al marfil. Se detuvo para admirar los deliciosos objetos, objetos de marfil de todas clases, perfectamente labrados: cortapapeles, fichas de ajedrez, pinzas para la ensalada, caritas y bustos de grotescas apariencias, y también delicadas cajas adornadas con marfil.

El eco de sus pies sobre el pulimentado suelo intensificaba el silencio de El Decapitado…, aunque esta calma interior estaba llena de sonido cuando se la comparaba con la tranquilidad de la escena situada al otro lado de las ventanas sin cortinas. El afelpado césped aún no estaba iluminado por los rayos directos del sol. El viajero miró hacia los fresnos que se alzaban en el borde del valle. Más allá de ellos se extendía una alfombra de niebla, levantando el resto del mundo a la altura de la meseta, y míster Bond, recordando la casa y la ciudad que dejara a su espalda, empezó a preguntarse si estaba alegre o triste por haberle conducido sus aventuras a esta región perdida.

—Hace bastante frío para que me ponga el abrigo —dijo estremeciéndose.

Lo cogió del vestíbulo y se apresuró a salir de la posada. Le habían entrado deseos de pasear por el afelpado césped, pisarlo hasta llegar a los árboles, y, efectivamente, había recorrido alguna distancia, envuelto en sus pensamientos y en su antigua capa Inverness, cuando el golpe de un gong le hizo volver en sí, como un hilo ondulado en el aire.

«Escucha eso», susurró para sí mirando con intensidad la fila de fresnos en la que tenía puesto su corazón.

Luego, encogiéndose de hombros, regresó a El Decapitado, donde encontró al dueño sentado a la mesa del desayuno, perdido en sus pensamientos. La mesa tenía aún restos de la noche anterior.

—¡Ah, sí!… Sí… Es usted… ¿Ha dormido bien?

—Bastante bien —respondió míster Bond.

—Nosotros nos desayunamos aquí más bien temprano. Eso hace que el día parezca más largo. Stennet regresará más tarde. Fue a casa de mi hermano Crispín.

—¿Con noticias? —preguntó míster Bond.

Martín Sasserrach asintió con la cabeza cortésmente, aunque un poco tieso. Indicó a su huésped una silla junto a la mesa. El desayuno estaba frío, era escaso y se hizo en silencio. Las palabras eran cosas delicadas de expresar en esta atmósfera cristalina. La piel de Martín Sasserrach colgaba y tenía el color del marfil antiguo. De cuando en cuando, alzaba la vista para mirar a su huésped; pero sus ojos grises enfocaban algo más de lo meramente externo: parecía como si se alojasen en los propios huesos de míster Bond. En una de esas ocasiones, el viajero hizo burla de su apetito.

—Es el aire de las tierras altas —aseguró golpeándose el pecho.

El sol empezó a elevarse sobre la meseta. De nuevo se esfumó el posadero, murmurando sus excusas. El silencio flotaba en El Decapitado…, el jardín resplandecía lleno de sol, que ahora estaba más alto que el bosque, y los senderos de grava crujieron suavemente bajo los pies de míster Bond.

«Noticias para Myrtle», reflexionó, dejando que sus pensamientos retrocedieran al día anterior.

Y frecuentemente se sentía arrastrado a través de la casa, donde todo era tranquilo y espacioso: habitaciones polvorientas, que parecían de museo, desbordadas de luz solar, mientras que en todas partes sus ojos captaban aquellos objetos de marfil labrado, posesionándose de su vista tan completamente como el sabor del caldo de Crispín se había alojado en sus pulmones.

La comida fue también fría y silenciosa. El silencio se rompió solamente por el café que el dueño calentó en un infiernillo de alcohol, en un extremo de la mesa, y por una pregunta que hizo el viajero, a quien este Martín de escaso pelo, quitándose delicadamente unas motas de polvo gris de las solapas y de las mangas de su chaqueta, replicó diciéndole que era coleccionista de objetos de marfil desde hacía muchísimo tiempo y que aún continuaba aumentando su colección. Su voz salió apaciblemente de su boca y pareció, en realidad, arrastrarle fuera del soleado comedor, hacia su trabajo, que nunca dejaba para otro día… Ahora, la tarde empezaba a avanzar lentamente y reposaba bajo los rayos del sol. La hora era adormecedora.

—Vuelvo a sentirme indigesto —suspiró míster Bond, molesto.

En su casa, se hubiese quedado en su dormitorio, con las paredes cubiertas de papeles floreados y las cortinas color de rosa.

Salió del jardín y contempló la parte trasera de la casa. ¿Cuál de esas ventanas daba luz al dueño de la casa y a su trabajo? Escuchó el zumbido de un torno, el raer de un cuchillo…, y se preguntó, asustado, por qué se había detenido a escuchar tales cosas. Sintió el bosque a su espalda, y se volvió, viéndolo asomar por encima de la tapia particular. Impulsivamente, empezó a cruzar el césped que, más allá de la verja, estaba bañado por los rayos del sol; pero a unos cuantos metros del bosque, su ánimo decayó de nuevo: no pudo enfrentarse con la pared de árboles y, dando un grito, voló hacia la casa, entró en ella y cogió la capa.

Sus ojos miraban más allá de los fresnos, sobre la línea del horizonte, mientras paseaba sobre el aterciopelado césped. Ahora podía verse allí abajo, en la linde del valle, en la casa de sus vecinos, los Allcard, bebiendo café o té, y contándoles sus aventuras, especialmente esta aventura. No era frecuente que un hombre de su edad y de su posición en el mundo se alejase solo, en busca de alegrías o de tristezas. Escudrinó la distante línea de fresnos y asintió con la cabeza, murmurando:

—Llegaré hasta allí. Les contaré esta aventura, hasta que llegue.

Y les diría:

—¡Las cosas que podría haber visto si me hubiese quedado! Sí, Allcard, me sentí muy contento de bajar al valle aquel día, puedo confesarlo. Aunque no me importa admitir que estaba un poco asustado.

La palatina de su capa le acariciaba los hombros como la mano de un amigo.

Míster Bond no se encontraba todavía a mitad de camino de los fresnos cuando, mirando hacia atrás, vio, contra la oscuridad de la pared del bosque, un vehículo que se acercaba rápidamente a El Decapitado. Inmediatamente recordó, como un relámpago que cruzase por su mente, los ojos del criado Stennet, que iba y venía entre las posadas de los Sasserrach.

Se dio cuenta de que los ojos de Stennet estaban ahora fijos en él. El ruido de los cascos de los caballos llegaba hasta él como una ligera pelota botando sobre el césped. Míster Bond se encogió de hombros y se golpeó sus colgantes mejillas. Regresaba a El Decapitado, consciente de que los veloces caballos podían haberle alcanzado mucho antes de que él hubiese llegado a los fresnos.

—Pero ¿por qué he de pensar que esas gentes esperan que huya? ¿Y por qué ese pánico que experimenté en el jardín? Esta quietud mortal de la mañana me ha alterado los nervios.

El vehículo desapareció un poco antes que él llegara a la posada, sobre cuyo techado de tejas empezaba a asentarse la rojez de la tarde. El viajero estaba convencido ahora de que sería bien recibido, y este buen recibimiento parecía surgir de la puerta y correr para reunirse con él. Encontró un magnífico fuego de leños crepitando en la chimenea, y míster Bond, alargando las manos sobre las brasas, se sintió de repente descansado… y fastidiado. Intentó asegurarse… para gritar a Martín Sasserrach…, para preguntarle qué había traído una vez desde la meseta…; pero ahora lo único que deseaba era permanecer delante del fuego, esperando a que Stennet le trajera el té.

Un hombre empezó a cantar en el corazón de la casa. ¿Stennet? Los ojos y la nariz de halcón del individuo se hicieron de pronto visibles en el fuego. La voz que cantaba subió de tono…, apagándose, al fin, discretamente, y se oyó el ruido de pisadas en el vestíbulo… De nuevo estaba escuchando el viajero cómo crepitaban las llamas de la chimenea.

—Deje que le quite la capa, señor —dijo Stennet.

Míster Bond giró en redondo. Sus mejillas estaban encendidas por la ira.

¿Por qué necesitaban forzar esta hospitalidad hacia él, haciéndole sentirse como prisionero? Miró las largas piernas enfundadas en los pantalones de montar, los anchos hombros y la cara, que parecía más escarlata a causa del precipitado viaje. Casi gritó:

—¿Dónde está el bombín?

¿Miedo?… Quizá… Pero si miedo le clavó por un instante en el sitio, ahora había desaparecido. Se dio cuenta de que la voz debió de agradarle, una voz deferente, que rompió el frío e irreverente silencio de El Decapitado. La capa ya no estaba sobre sus hombros, sino colgada del respetuoso y doblado brazo de Stennet. Y…, ¡alabado sea Dios!…, la voz anunciaba que el té estaría dispuesto en seguida. Los ánimos de míster Bond volvieron a esta frase. Stennet y él estaban allí, confiadamente delineados.

—¿Chino? Sí, señor. Tenemos té chino —respondió Stennet.

—Y tostadas con mantequilla —dijo míster Bond, acariciándose suavemente la barbilla.

Algún tiempo después de tomar el té, le sacó de su amodorramiento la mano del criado, quien le dijo que en su habitación le estaba esperando un cacharro con agua hirviendo.

Míster Bond consideró que la cena de aquella noche sería espléndida, y lo fue. Los colores brotaron en sus mejillas cuando pusieron las fuentes delante de él. ¡Sopa de liebre! ¿Cómo sabían que era su sopa favorita? Con los entremeses, la entrada y el asado, sus manos, suaves y sonrosadas por el lavado, estuvieron más ocupadas que todos los días anteriores. El pollo era asado a la brasa. ¡Oh, qué deliciosas setas au gratin! La perdiz hizo brotar lágrimas de sus ojos. El budín hizo que se dirigiese de nuevo a Martín, para darle las gracias a Stennet.

El dueño hizo una reverencia con distante cortesía.

—¿Una partida de ajedrez? —sugirió cuando terminaron de cenar—. Mi último contrincante fue un hombre como usted, un viajero que recorría las posadas. Empezamos una partida. Pero ya se ha marchado. ¿Le importaría a usted ocupar su puesto?

Martín Sasserrach sonrió; su voz precisa, al sonar, pareció transmitir una oleada de acción a la delgada mano posada sobre el tablero.

—Yo muevo —susurró, jugando a continuación.

Había estado pensando la jugada durante una semana. Pero, aunque míster Bond trató de concentrarse en el problema colocado tan de repente ante él, no pudo apartar el pensamiento de su dispepsia posdigestiva, y con disculpas y gruñidos, retiró su silla.

—Lo siento por eso —dijo Martín sonriendo, y sus ojos recorrieron el tablero—. Lo siento mucho. Otra noche…, indudablemente…, con su amable colaboración…, otra noche…

La perspectiva de otro día en El Decapitado turbó y agradó a la vez a míster Bond mientras, jadeando, se retiraba para meterse en la cama.

—¡Ah Stennet! ¿Ha padecido usted dispepsia alguna vez? —le preguntó melancólico, al encontrarse con el criado en lo alto de la escalera.

Stennet chascó los dedos y bajó la escalera corriendo. Un minuto después se hallaba de nuevo a la puerta del dormitorio del viajero con una taza del famoso caldo de Crispín.

—¡Oh, eso! —exclamó míster Bond mirando la taza.

Luego, recordó sus excelentes efectos durante la indigestión sufrida en la posada de Crispín, y cuando al fin se tapó la cabeza con las mantas, se durmió con sueño reparador y no se despertó hasta la mañana siguiente.

Durante el desayuno, Martín Sasserrach le miró desde su sitio.

—Esta tarde —murmuró—, Stennet le llevará a la posada de mi hermano Stephen.

Míster Bond abrió los ojos.

—¿A otra posada? ¿Otra posada de ustedes, los Sasserrach?

—Crispín… Martín… Stephen… Exactamente tres. Un número perfecto… si se detiene a pensar en ello.

El viajero se dirigió al jardín. A las diez el sol lucía de nuevo, y al mediodía un calor estival caía sobre la meseta, calor que penetraba hasta el dormitorio de míster Bond. El silencio del bosque le empujó a la ventana, haciéndole alzar la cabeza y cerrar los ojos sobre aquella monstruosa masa de árboles. El miedo intentaba apoderarse de él. No quería ir a la posada de Stephen; pero transcurrieron las horas deprisa y el silencio huyó de la posada.

Durante la comida, a la que contribuyó su anfitrión con una agradable charla, el viajero notó que se iba apoderando de él la impaciencia de salir de aquella tercera etapa de su viaje, si tal etapa se llevaba a cabo. Se levantó de la silla sin miramientos y se marchó al jardín. Las asters estaban ahora respladecientes a la viva luz del sol. Abrió la verja de la tapia privada y anduvo por el afelpado césped que se extendía entre ella y el bosque. Mientras caminaba oyó un aleteo a su espalda, y al volverse vio una paloma que volaba desde una ventana del tejado. El ave pasó volando por encima de su cabeza, hacia el bosque, y se perdió de vista. Por primera vez recordó míster Bond haber visto una paloma haciendo un recorrido semejante cuando se hallaba paseando por el jardín de la posada de Crispín.

Sus pensamientos estaban siguiendo todavía a la paloma por encima del pavimento formado por las copas de los árboles del bosque, cuando oyó una voz que le llamaba en medio del silencio:

—¡Míster Bond! ¡Míster Bond!…

Dio la vuelta, dirigiéndose a la verja del jardín; entró en éste, lo cruzó y penetró en la casa. Se puso la capa y se colocó el morral a la espalda. Poco tiempo después se hallaba sentado junto a Stennet en el vehículo, oyendo a los dos caballos y recordando que Martín, en el último instante, se había marchado a su trabajo en lugar de despedir a su huésped.

Aunque nunca perdió el miedo a Stennet, míster Bond encontró en el criado de Martín un excelente compañero de viaje, siempre dispuesto a contestar cuando se le hablaba y hasta capaz de suscitar la curiosidad del viajero, a veces, durante el monótono recorrido.

—¿Ve esos fresnos que se elevan allí? —preguntó Stennet señalando con la cabeza hacia la izquierda—. Pertenecen a míster Martín. Es dueño de la mitad de los que se alzan en el camino hasta las posadas de míster Crispín y de míster Stephen. Y lo mismo ocurre a sus hermanos.

—¿Y qué hay respecto al bosque?

—Exactamente igual —respondió Stennet abarcando con la mano toda la parte de la derecha—. Como usted ve, es redondo. A cada cual le pertenece una tercera parte, como si fuera un gigantesco trozo de pastel.

Chasqueó la lengua y los caballos atiesaron las orejas, aunque aquel chasquido no fue más que una formalidad, pues los animales corrían a gran velocidad.

—¡Este coche es mucho más rápido que el de Crispín! —murmuró el pasajero notando que el viento le golpeaba la cara.

Aun cuando la tarde de aquel día de otoño estaba terminando, él miraba a su alrededor lleno de sorpresa.

Vio la luna elevarse por encima del valle.

Más tarde aún, pidió informes sobre los nombres de las tres posadas, y Stennet se echó a reír.

—Los señores están muy orgullosos de ellos, puedo asegurárselo. Románticos y un poco asustadizos, eso es lo que puedo decir de ellos. También poéticos. Ellos no dicen El Descanso del Viajero, sino El Reposo del Viajero, ¿comprende? Es más poético. No creo que fuese idea de míster Crispín. Creo que fue de míster Martín… o de mistress Crispín. Son muy inteligentes… El Decapitado es solamente una gracia retorcida que tuvo míster Martín… y, naturalmente, no significa nada más que lo que dice: un hombre sin cabeza. A continuación —añadió Stennet, silbando a los caballos, cuyos lomos resplandecían a la luz de la luna—, la posada adonde usted se dirige ahora: La Cabeza del Viajero… Bueno, las posadas se llaman algunas veces La Cabeza del Rey en honor del rey, ¿no es verdad? Míster Stephen hace algo mejor que eso. Dedica su posada al propio viajero.

Por entonces, habíase hecho visible en la lejanía un punto brillante de luz, y míster Bond fijó los ojos en él. Una vez el punto desapareció por un instante, y él se imaginó que la cabeza de míster Stephen había pasado por delante de la lámpara del cuarto de estar. Ante este cuadro, la cólera hizo presa en él, y se preguntó, molesto, por qué se había sometido tan humildemente a las órdenes…, no podía llamarlas de otro modo… de aquellos hermanos tan extrañamente hospitalarios.

Aventado por su ira, el punto brillante se iba haciendo mayor y más brillante, hasta que al fin adquirió el tamaño y la forma de una ventana iluminada, a través de la cual la cara de un hombre hacía muecas a la luz de la luna.

—Escuche, ¿qué es eso? —preguntó míster Bond bajándose del coche.

La Cabeza del Viajero, señor —respondió Stennet señalando hacia arriba.

Ambos levantaron la vista hasta la muestra que estaba sobre sus cabezas. Luego míster Bond miró al gran tamaño de la posada y examinó sus alrededores. La noche era muy oscura y vibrante, pero sin ruidos. El interminable bosque era semejante a una barrera de polvo blanco azulado, y el viajero estaba a punto de levantar la iracunda voz contra los hermanos Sasserrach, cuando del pórtico de la posada llegó una conmoción y apareció en la mancha de luz de la luna un hombre alto, de cara nada agradable agitando los brazos, y con un montón de niños siguiéndole a sus talones.

—Aquí está míster Stephen —susurró Stennet observando al que se acercaba.

El dueño de La Cabeza del Viajero sonreía agradablemente, enseñando sus dientes intensamente blancos, y cuando llegó a la altura del viajero, se tocó la frente con un gesto que era respetuoso e insufrible.

—¿Míster Bond, señor?

Míster Bond asintió y se inclinó, mirando a los hijos del posadero…, cabezudos, barrigudos…, seres primitivos que saltaban alrededor de su padre y tiraban de los pliegues de la capa Inverness.

Padre e hijos se agruparon alrededor del viajero, quien, perdido dentro del grupito, pronto se encontró en la entrada de La Cabeza del Viajero, que cruzó de prisa, arrastrado por su nuevo patrono, que le llevaba cogido del brazo, mientras dos de los niños se deslizaban por en medio de ellos y corrían delante para hundirse en las profundidades del vestíbulo. El lugar estaba mal iluminado y mal ventilado, y aunque míster Bond sabía por experiencia dónde se hallaría situado el cuarto de estar, sin embargo, después que cruzó el umbral no le encontró ninguna semejanza con aquellos otros dos cuartos de estar en donde habían transcurrido las dos primeras etapas de su curiosa aventura. La lámpara de petróleo, que se hallaba encima de la gran mesa redonda colocada en el centro de la habitación, no tenía pantalla; una mariposa nocturna difundía suaves sombras por todas partes, desde el techo hasta las paredes empapeladas, mientras que el armonio había empezado a lanzar notas discordantes con el regreso de los niños.

—Permítame que le quite la capa, míster Bond —dijo el dueño de la posada.

Y con sorprendente cuidado la extendió sobre uno de los amplios divanes, que parecían más grandes debido a sus muelles rotos y a la borra que se escapaba a montones por la tapicería rota; pero en seguida los niños cogieron la capa y la hubieran destrozado si míster Bond no se la hubiera quitado de las manos… Ante esta actitud del desconocido, los niños se alejaron cobardemente, mirándole con fijeza.

En medio de esta confusión, de personas y muebles, Stephen Sasserrach sonreía y se movía continuamente de un lado para otro; un gigante encorvado a quien nadie obedecía, excepto míster Bond. Era el tipo de hombre cuyo aspecto relacionaría el viajero con los verdugos de los tiempos antiguos, con el hombre del hacha de la Edad Media, austero, fiel, sencillo, excesivamente domesticado, con frente abombada y cejas alborotadas, y brazos musculosos y siempre listos para la acción. Stephen no mantenía el orden en su casa. El ruido era dueño de todos los rincones, aunque fuese poco el que se hiciese. Los niños llamaban a su padre Steve y le sacaban la lengua. Ellos también eran en sí cosas que no inspiraban cariño, y sus instintos naturales parecían aflorar a través de su piel, formando una costra superficial que producía repugnancia al viajero. Tres de sus nombres eran familiares a míster Bond. Allí estaba otra vez Crispín, Martín y Stephen, mientras que Dorcas y Lydia eran hermanas cuyas únicas virtudes eran su mutua devoción.

La cena en La Cabeza del Viajero fue casera y agradable al gusto. Stephen, el padre, la guisó, sirviéndola generosamente en platos desportillados. Se sentó a la mesa con una sucia camisa azul de cuello abierto. Sus nudosos brazos aparecían extraordinariamente tostados por el sol contra el azul de la camisa. Nunca permaneció callado, y esto sorprendió a míster Bond. Hablaba de prisa y casi para sí mismo, en voz baja y tosca, que siempre constituía un placer escuchar. A veces se quedaba callado, con los ojos cerrados, las cejas fruncidas, y su abombada frente se hacía aún más lustrosa cuando se ponía a pensar; en tales ocasiones, Dorcas y Lydia se escabullían hacia el armonio, mientras Crispín el joven y Martín el joven, justificados por el lamento del instrumento musical, saltaban de los divanes al suelo.

Vuelto en sí, al fin, Stephen el viejo golpeó la mesa con el puño, y se volvió en su silla para gritar a los niños:

—¡Marchaos, demonios! ¡Sacad la tabla y practicad, diablejos!

Inmediatamente, los niños sacaron una tabla gigantesca llena de agujeros, y cada uno de los niños empezó a tirar pelotas de madera contra la tabla, metiéndolas con asombrosa precisión por los agujeros y en los bolsillos que había detrás de ellos, a excepción de Dorcas y Lydia. En aquel momento, su padre les recordó:

—¡La luna está luciendo ya!

En seguida, los niños salieron corriendo de la habitación y míster Bond no volvió a verlos.

El ruido, el papel pintado de la pared y la mariposa golpeándose contra la única fuente de luz produjeron en el viajero un deseo irresistible de dormir. Ahora, sentado junto al fuego con Stephen, una vez terminada la cena, este deseo se hizo más intenso a medida que escuchaba hablar a aquel atractivo hombre de la camisa azul.

—¿Le gustan a usted los niños, míster Bond?

Míster Bond asintió con la cabeza.

—Los niños y los animales… —respondió soñoliento.

—Uno tiene que dejarles hacer lo que quieran —suspiró Stephen Sasserrach.

La tosca voz llegaba clara y suavemente a los oídos de míster Bond, hasta que al fin estalló, vigorosa, ordenando a su huésped que se fuera a la cama. Míster Bond se levantó de la silla, sonrió y dio las buenas noches. La mariposa le golpeó en la cara. Se preguntó dónde estarían los niños. No oía sus voces. Tal vez estuvieran durmiendo, como animalitos. Pero míster Bond encontró difícil imaginarse aquellos ojos en la cama, cerrados por el sueño.

Algunos minutos después, tumbado en su maciza cama, en esta tercera posada de los Sasserrach, con una vela apagada sobre la mesilla de noche y mirando hacia la ventana abierta, de la que corriera los pesados cortinones bordados, míster Bond se imaginaba que oía claros gritos de triunfo y ruido de golpes procedentes del bosque. Como se hallaba completamente insomne, se levantó de la cama y anduvo hasta la ventana. Miró el bosque, que se extendía más allá del afelpado césped. Poniéndose las manos en las orejas, se imaginó que los ruidos eran como los gritos que dan los niños mientras juegan…, pero más fuertes, como si el juego fuera mayor. Tal vez los lanzaban extraños animales. Cualquiera que fuese su origen, procedían de ese conglomerado de árboles cuyo silencio horadaban los rayos de luna.

«¡Oh, Dios! —pensó míster Bond—. Me pone enfermo la luz de la luna».

Y con movimiento brusco de la mano corrió los cortinones, aunque le fue imposible apagar los ruidos del bosque ni borrar la visión del afelpado césped iluminado por la luna. Ruido y visión juntos le llenaron de presentimientos, y sus mejillas se bambolearon cuando anduvo a tientas hacia la apagada vela. Debía bajar a buscar la capa Inverness; cogerla y quitarla de en medio antes que fuese demasiado tarde. En el cuarto de estar encontró a Stephen, aún sentado junto a la lámpara. El puño de Stephen, puesto sobre la mesa, estaba cerrado; lo abrió y se escapó de él la mariposa.

—Creo que se ha marchado y no se ha ido —exclamó Stephen, alzando los ojos y enseñando los dientes en una sonrisa—. ¿Es que no se irá?

—Perdone, vine por mi capa —dijo míster Bond. Estaba tirada sobre uno de los divanes. El fuego estaba apagado y el ambiente frío. El fondo de la habitación estaba sumido en la oscuridad. Una idea cruzó por la mente de míster Bond. Dijo, levantando la capa:

—Creo que la necesitaré en mi cama.

Y se puso a tamblar para demostrar el frío que sentía. La mariposa surgió de uno de los dobleces de la capa y voló alrededor de la habitación como una cosa maligna.

—Está bien, míster Bond, está bien.

El hombre cayó en una especie de abstracción. Su frente brillaba a la luz de la lámpara, y el viajero salió de la habitación, andando con dignidad, envuelto en su alegre bata y llevando colgada del brazo la capa.

Estaba a punto de subir la escalera cuando una voz le habló suavemente al oído, deseándole buenas noches.

¡Stennet! ¿Qué hacía el criado allí? Míster Bond alzó la palmatoria y miró asombrado la espalda del criado de Martín. El cuerpo penetró en las sombras, y el suave y acompasado tictac del reloj del abuelo, en el vestíbulo, atravesó el silencio y el miedo de los momentos que siguieron.

Míster Bond corrió a su dormitorio, se encerró con llave y empezó a vestirse. De nuevo le molestaba la dispepsia. ¡Si estuviera en la posada de Crispín! Apartó los cortinones y escudriñó la oscuridad. La sombra de la posada se extendía sobre el patio y el afelpado césped, y una de las chimeneas, inmensamente dislocada, se alargaba hasta el bosque. La propia pared boscosa estaba compacta de rayos de luna. De detrás de ella no llegaba ya el ruido de golpes, y el silencio hizo estremecer de nuevo a míster Bond.

—Escaparé en cuanto amanezca —susurró—, en cuanto se oculte la luna.

Como ya no tenía sueño, sacó de su morral un tomo de Mungo Park y completamente vestido, se sentó en un cómodo sillón con los cortinones corridos de nuevo y la vela colocada a su lado. A intervalos alzaba los ojos del libro, fruncía el entrecejo y recorría con la vista el grupo de tres pagodas, en rojo pálido, que se repetía interminablemente sobre el papel de la pared. El tranquilo dibujo le producía sueño, y de pronto se quedó dormido y empezó a roncar con la vela encendida.

A medianoche le despertaron unos fuertes golpes dados en la puerta. La vela parecía estar temblando de miedo, y míster Bond se sintió alarmado.

—¿Eh?… ¿Quién es? —preguntó en voz baja.

—¿Qué pasa? —preguntó más fuerte, con creciente terror.

—¿Qué es eso, en nombre de Dios? —susurró, mientras los golpes se hacían más sonoros.

Una astilla voló dentro de la habitación, y se dio cuenta inmediatamente de que había llegado el final de su viaje. ¿Era Stephen o Stennet, Stephen o Stennet, quien estaba al otro lado de la puerta? La vela chisporroteó cuando, desatinado, anduvo de un lado para otro. No tenía tiempo de pensar ni de actuar. Permanecía en pie, observando el filo del hacha que iba destrozando la madera de la puerta.

—¡Salvadme, salvadme! —murmuró juntando las manos.

Las alargó hacia la capa y luchó durante un rato con sus nervios hasta que consiguió ponérsela.

—¡Vamos, vamos! —murmuró mientras aumentaba con el terror su ira.

Toda la habitación se estremecía bajo los hachazos. Míster Bond se inclinó sobre la vela y la apagó de un soplo. En la oscuridad, un rayo de luz penetró por una de las hendiduras de la puerta y se posó en los cortinones de la ventana.

Míster Bond recordó la planta trepadora que, desde el jardín, subía hasta la ventana y, lo más rápidamente que le fue posible, saltó el alféizar, se agarró a la planta y se deslizó hasta el jardín en sombras de la posada. Apretando los dientes, echó a correr, mientras el ruido del hacha iba disminuyendo en sus oídos. En su carrera tropezó con las piedras que se interponían en su camino, un tubo de cinc le enganchó la capa y le hizo un desgarrón enorme; un trozo de alambre se le envolvió en los pies y tuvo que desenrollarlo con manos temblorosas… Aun corriendo, amparado por la sombra de la casa, alcanzó el afelpado césped, jadeando un poco, luchando con el deseo de mirar hacia atrás, avanzando hacia el bosque que se extendía bajo los rayos de la luna. Intentó pensar, y no pudo pensar más que en la forma y en la seguridad de la sombra sobre la que iba corriendo. Al fin, alcanzó el tejado de la posada, se desvió a un lado y corrió por la monstruosa sombra de la chimenea, no pensando en nada más, porque el bosque se hallaba muy cerca. Una avenida, iluminada por la luna, se extendía cegadoramente delante de él; la sombra de la chimenea entró en ella y se acabó: fue como si míster Bond fuera una bocanada de humo volando hacia las profundidades del bosque. Su sombra, que conseguía monstruosos retorcimientos de su indumentaria, le condujo a un espacio abierto, situado al final de la avenida. El grueso seto de árboles le envolvió en un silencio más profundo que ningún otro que míster Bond conociera. Allí, en ese claro, el silencio se desplegaba en el interior de un silencio. Parándose bruscamente y apretando las palmas de las manos contra sus costillas para amortiguar el dolor producido por su precipitada respiración, míster Bond no tenía ojos más que para la escena que se presentaba a su vista en el centro mismo del calvero: un grupo de postes o estacas, soportando cada uno una calavera humana.

—«La cabeza del viajero, la cabeza del viajero» —murmuró estremeciéndose de terror y volviendo la espalda a las calaveras.

Y allí estaba la silueta de Stephen Sasserrach, subiendo por la avenida y blandiendo el hacha como si fuera un leñador loco que viniera a derribar árboles.

La mente del viajero emprendió una desordenada carrera a través de los nombres de las tres posadas.

«La cabeza del viajero —pensó—, El Decapitado, El Reposo del Viajero…».

Se acordó de las palomas mensajeras que volaron por encima de él, de posada a posada; rememoró el polvillo de la solapa y de las mangas de la chaqueta de Martín…

Contempló la figura del hombre de la sucia camisa azul. Estaba parado ahora, tan inmóvil como un árbol, en la linde del calvero bañado por la luz de la luna. Pero los pensamientos de míster Bond, girando precipitadamente, se encontraron en un límite de luz más cegador que ése. Se detuvieron espantados. Y el viajero echó a correr, en un vuelo, más allá de las calaveras, tratando de esconderse fructuosamente en la pared más lejana de los árboles.

En ese momento, Stephen salió de su modorra lanzando un grito que fue a golpear contra los troncos de los árboles.

Los ecos fueron percibidos por míster Bond, quien, dando la vuelta para enfrentarse con su enemigo, luchaba por quitarse la capa, lo que consiguió al fin, y, sosteniéndola en la mano, procuró serenarse. Ahora estaba empeñado en mortal combate, blandiendo su capa como los gladiadores de los circos antiguos blandían sus redes. El hacha y la capa se enfrentaban: ésta, protegiendo y parando el golpe; aquélla, golpeando y hendiendo, bastante zafiamente, como en deporte. En torno a las calaveras, ambos hombres luchaban y jadeaban, ya en la sombra, ya en la plena luz que iluminaba la avenida. Sus sombras también peleaban, más encarnizadamente aún que ellos mismos.

Stephen gritó:

—¡Ya está bien!

Y, por primera vez desde que comenzó la pelea, descubrió sus dientes.

—¡Pe… pero usted es amigo mió! —tartamudeó míster Bond.

Y miró el reluciente filo del hacha.

—¡El mejor que tuvo usted jamás, míster Bond! —contestó Stephen Sasserrach.

Y retrocediendo un paso, el dueño de La Cabeza del Viajero cortó la cabeza del viajero.

El golpe de la cabeza sobre las ramitas, las hojas y el césped del calvero fue el primer ruido en la nueva y pacífica vida de míster Bond, pero él no lo oyó; para los hermanos Sasserrach fue, en sí mismo, una promesa de vida, la señal de que para ellos todo estaba listo ya para aplicar sus respectivos talentos, activa y felizmente, al inmediato futuro.

Stephen cogió la cabeza de míster Bond y, con delicados aunque también toscos dedos, la transformó en calavera, sonriendo con sencilla satisfacción cuando hubo terminado la labor; después, le colocó una preciosa etiqueta para su colección de primitivos: el experimento del juego era ver quién metería la pelota por las cuencas de los ojos. A su hermano Martín, el dueño de El Decapitado, le mandó el hombre sin cabeza, al cuidado de Stennet, y Martín, un suave día de otoño, redujo el cuerpo sin cabeza a esqueleto, sin preocupaciones de ninguna clase, y durante días y noches se dedicó a su trabajo con delicada precisión de sus dedos, labrando y modelando, manchándose la chaqueta de polvillo, creando sus figurillas y sus chucherías, sus cortapapeles y sus extrañas piezas de ajedrez. A su hermano Crispín, dueño de El Reposo del Viajero, le envió Martín el resto[2] del viajero, es decir, las partes blandas y porosas, las sobras, los recortes, las diversas piezas, todo el interior que llena la piel de un hombre y que le ayuda en la edad mediana a predisponerle hacia la dispepsia. Crispín recibió el paquete con su boquita apretada y llamó a Myrtle con su voz de falsete:

—¡Aquí está Stennet!

Ella contestó desde la cocina:

—¡Gracias, Cris!

Las manos de la mujer actuaron delicada y armoniosamente cuando fregaron la sopera. La parte de atrás de la posada estaba llena de reflejos de sol, y su cabello negro brillaba.

—La estación está ya muy avanzada —dijo cuando llegó la hora del té—. No creo que tengamos otro viajero antes de la primavera.

Pero se equivocaba. Aquella misma noche, cuando la luna se alzó por detrás del valle, Myrtle murmuró:

—Ahí llega uno.

Y continuó removiendo el cucharón dentro de la sopera.

Su marido se dirigió al vestíbulo y dio cuerda al reloj.

Cogió la palmatoria colgada en un clavo de la pared.

Fue a la puerta y la abrió a la luz de la luna, colocando la vela por encima de su cabeza.

—Pase, pase —dijo al desconocido que estaba allí—. Ella ha hecho un estupendo caldo para la cena de esta noche…