EL SEGUNDO FILO TAMBIÉN MATA

CARLOS M. FEDERICI

Carlos M. Federici ya ha aparecido anteriormente en las páginas de Nueva Dimensión (ver n.° 16). Esta vez, nuestro activo amigo uruguayo (ver páginas verdes en este número) nos habla de un crimen perfecto, muy de SF.

La cabeza de Klegg Zangwill tenía la forma de una enorme pera invertida. Estaba enteramente desprovista de cabellos, cejas, pestañas y dientes, pero, en cambio, el pulgar del Taxidermista le había insertado dos ojos de vidrio verde en cuyo fondo relucían oscuros fuegos.

Ahora se abría un tajo del color de la carne cruda recién rebanada en la mitad inferior de la cabeza de Zangwill: sonreía. Las sombras del pasillo ondulaban como si tuvieran vida a través de los accidentes de su piel.

—Adiós, Bubert —musitó Zangwill—. Buen viaje.

Klegg Zangwill había cometido el crimen perfecto.

Los pies del hombrecito no producían más ruido que las patas de un gato; y asimismo su vista parecía despreciar la oscuridad, como la del felino. Klegg Zangwill sabía muy bien donde pisaba.

Un siseo chirriante: Zangwill reía entre dientes.

Podía imaginarse al comisariote estúpido y de anchos mofletes, que se cansaría de rascarse la coronilla parado frente al cadáver y a la flor escarlata abierta sobre la pechera blanca.

Bubert había muerto, sin lugar a dudas, de un tiro en pleno corazón. Pero era inútil buscar huellas, porque no existían. No se podía iniciar ninguna pesquisa en procura del arma, pues no había arma alguna. Y no cabrían pruebas balísticas... ¡porque tampoco había bala!

La nudosa diestra de Zangwill deslizó la puerta corrediza del pequeño ascensor personal. Los ojos verde oscuro parpadearon ante el golpe de luz.

El trago amargo, se dijo. Pero era más seguro que las escaleras. Lo conduciría directamente al subsuelo..., y a la salida de servicio, que daba al penumbroso callejón de la Daga. Desagradable, pero necesario.

Ya lo tenía ensayado. Un descenso de apenas dos minutos, y por otra parte se podía distraer gozándose en la confusión del hipotético Comisario Mofletes. Entró.

De inmediato las paredes del cubículo se cerraron sobre él; pero apretó los párpados y respiró hondo cinco veces, y entonces dejó de temblar. ¡Maldita claustrofobia! Pero no iba a pensar en eso.

Mejor pensar en Bubert, se dijo, y en el flujo negruzco que ya se estaría coagulando.

—No te ríes más, ¿eh, Claude?

Claro que tampoco había llorado; y eso era lo único que le molestaba a Zangwill: el hijo de una gran perra no había sufrido como se merecía. Se había dormido plácidamente y había abandonado el escenario de sus brutalidades en un mutis silencioso... En fin, había que conformarse, nada es perfecto del todo. El hecho era que Claude Bubert no iba a ensuciar más el aire con su aliento aguardentoso, ni ofendería los oídos de nadie con aquel cacareo que le salía por la boca cuando pretendía reírse.

El índice enguantado de Zangwill tanteó para oprimir el último botón. Sintió un leve vahído al iniciarse el descenso.

La imagen del comisario cara-de-luna se movió bajo los párpados cerrados de Klegg Zangwill; pero conservaba su expresión aturdida. Pobre tipo. Daba lástima.

¿Pero quién entiende este infierno? ¿Cómo se puede matar a un hombre de un tiro en el pecho..., sin tiro?

Pobrecito comisario. Ignorante como una gallina... ¿Qué sabía del subconsciente?

—Infeliz —dialogó mentalmente Zangwill con su creación—. Con seguridad que te causan risa esos mistificadores que pretenden hipnotizar. Cómicos de la legua, según tú... Charlatanes de feria, ¿no?

Pobre desdichado, ciego. Claro que nunca habrás visto, como vi yo, brotar ampollas en la carne de un hombre dormido, cuando el hipnotizador le asegura que el lápiz con que lo toca es un hierro al rojo blanco. Ah...: el subconsciente. ¡Qué arma! El arma perfecta para el perfecto crimen.

—Bueno, una ampolla o dos, vaya y pase (la evidencia le rompería los ojos aún al más obtuso y Don Mofletes cede); ¡pero un disparo en el corazón ya es otra cosa y ésa no la trago!

¡Ah..., ser rutinario! ¡Ah, mentalidad de asbesto! ¿Qué sabes tú de las audacias del pensamiento, si apenas alcanzas a pensar lo suficiente como para llenar las formas...?

Tú ni imaginas los profundos estudios que consumen una vida entera y ajan la epidermis y el alma, en años y años de contracción sin paréntesis. No; tú prefieres llenarte las tripas y reírte como un ganso de lo que no entiendes. Igual que Bubert..., hasta que descubrió, más bien súbitamente, que había vivido equivocado. Muy a pesar suyo.

A ti también te va a pesar; aunque no tanto como a él, claro. Con un par de aspirinas y la bolsa de hielo en el cráneo lo arreglas. Desde luego, tu eventual ascenso se convertirá en algo bastante menos positivo; pero de eso no se muere uno.

Escucha, viejo: claro que unas ampollas son cosa muy diferente a una herida mortal. Pero todo se consigue. ¿Para qué está el progreso? ¿Y la ciencia, eh, gordito, para qué sirve, si no? Naturalmente que una quemadura es la «A» del hipnotista. Yo llegué hasta la «Z», y aún más. Y aquí entra la química (no todo ha de ser milagrerías, amiguito): una droga. Un pinchazo en la vena del codo, y listo el pollo.

Vamos..., ¡que no es tan difícil! Hasta tú debes estar enterado de la marcha de los tiempos... ¿No eres policía? La porra de goma es obsoleta. Ahora ustedes usan el «suero de la verdad». Más limpio.

Esto es similar, en cierto modo. Sólo que actúa directamente sobre el sector del cerebro que gobierna al subconsciente (ah..., ¡ése es mi secreto!); y así convencemos al sujeto de lo que se nos ocurra.

Y a tal punto, que su fisiología reacciona en consecuencia.

Pero la muerte es todavía un paso más.

Y he aquí el toque de genio (y supongo que sabrás disculparme la inmodestia): para obtener el efecto culminante es necesario que, en el instante preciso, el subconsciente del hipnotista sea tan receptivo como el del sujeto hipnotizado. En otras palabras (en tu lengua, gordito), que yo crea, como el sujeto, que hay una bala abriéndose camino hacia su corazón que está a punto de morir, que murió ya..., y él morirá. ¿Difícil de aceptar? ¡Pero no puedes negar el testimonio irrebatible de Bubert a favor mío!

El quid está en cómo lograrlo. Fácil. Una dosis algo menos potente de la misma droga que aplicamos a nuestro... paciente, y sanseacabó.

—Buen viaje, Bubert... Buen descenso.

Una garra de hielo estrujó el corazón de Klegg Zangwill.

Descenso.

¿No tendría que haber llegado ya?

Abrió los ojos, y el miedo lo cubrió como nieve derretida.

Estaba oscuro. ¡Y el ascensor no se movía!

Probó la puerta; primero cuidadosamente, luego con frenesí desesperado. Casi oía el entrechocarse de sus huesos.

¡Estaba atrapado entre dos pisos! Alguna falla en la corriente... ¡Atrapado! ¡Quién sabe por cuánto tiempo!

El sudor le corría rostro abajo, metiéndosele a chorros por entre el cuello de la camisa y descendiendo frío por la espalda erizada. No podía ser, no podía ser...

Por fin, la propia desesperación le dio el coraje necesario para encender un fósforo.

No llegó a gritar.

El Comisario Ezcurra no era mofletudo, sino enjuto y de mandíbula bastante prominente; sin embargo, se rascó la coronilla tal y como Klegg Zangwill lo previera.

—¡Pero quién entiende este merengue del diablo! —dijo también.

A su alrededor, cuatro pares de hombros se alzaron.

Ezcurra comenzó a pasearse de un lado para otro. Le reventaba no encontrar en quien desquitarse la rabia.

—Un muerto de un balazo en el corazón... ¡y no hay ni siquiera bala! Ya basta y sobra para rompernos la cabeza. ¿Pero es eso todo? ¡Ah, no; seguro que no! ¡Todavía falta lo mejor!

Ezcurra reflejó en la cara un asco profundo.

—¡A mí tenía que tocarme esto! ¿Cómo le voy a explicar al superintendente? Lo del balazo fantasma, vaya y pase... Pero lo del otro tipo, adentro del ascensor..., aplastado como por una prensa hidráulica... Como si las cuatro paredes se hubiesen juntado de golpe... haciéndolo tortilla... ¿Cómo se explica?

Claro, Ezcurra no era mofletudo pero sí ignorante, y no sabía del subconsciente; por eso habló tanto. De otro modo, se habría limitado a un solo comentario:

—Un arma temible, sí, señor. Sólo que tiene dos filos... ¡y el segundo filo también mata!