LA ESPUMA DEL SOL
GERARD KLEIN
Gérard Klein, al que algunos califican como el Bradbury europeo, es un poeta de la soledad y de la melancolía. Este relato, uno de los más representativos de dicho autor, nos hace vivir y sentir las introvertidas emociones y reflexiones del protagonista frente a una situación angustiosa y extraordinaria.
Ilustración de FRANÇOIS RIGHI
Aquello atravesó el calor de la noche como una vela de fuego desplegada en un cielo sombrío y tranquilo a fuerza de humedad. Iluminó todo el pueblo durante dos segundos, despertó a los niños, hizo abrirse las ventanas; aparecieron cabezas en el estremecido tumulto de los postigos, y voces aún enmohecidas. Se parecía a un cohete escapado de una alegre fiesta, yendo un poco más aprisa que una flecha incendiada, un poco más lento que un relámpago. Cayó sin ruido. Después, las cumbres enteras de las colinas próximas se abrasaron y los grandes árboles ardieron totalmente. El viento de la mañana trajo un olor a resina quemada y el sonido de la sirena de los bomberos.
Durante todas las noches del verano, el pueblo había dormido con el sueño opaco de una bestia, y he aquí que de pronto se despertaba, zumbante como una colmena. Era un espectáculo raro. Los motores sonaban, los faros parpadeaban, timbres, sirenas, llamadas, ruidos de ruedas en un sendero lejano, pasos precipitados.
Como en el cine.
—Es divertido —pensó Vincent. Durante todas las noches, se tendía en el techo de tejas calentado por el sol del verano y contemplaba las estrellas. No cambiaban nunca. Y sus pensamientos empezaban a fluir muy suavemente, a crecer, a vivir por sí mismos. Las estrellas eran la espuma de la noche. Durante horas, había esperado que se estremecieran, sin apercibir nunca nada, ni siquiera el estallido silencioso de un fuego muriendo a una distancia imposible de imaginar. Las estrellas no tenían destino, se decía Vincent. Estaban fijadas en su lugar sobre el manto desplegado de la noche, y esperaban.
Y he aquí que el bosque ardía, que una estrella mal clavada había caído del cielo y que el pueblo se agitaba. Y aquello se apagaría como lo hacen todas las cosas en el mundo, salvo las estrellas, y el pueblo volvería a dormir con su sueño agitado, colectivo, estremecido, de animal inquieto.
Pero aquello no había sido una estrella. Las estrellas no se descuelgan del cielo. Y algunos afirman que son enormes, más grandes aún que nuestra Tierra.
El coche rojo de los bomberos se arrastraba por la pequeña carretera que conducía hacia el bosque. Su motor zumbaba y jadeaba. Sus faros se sobresaltaban, inútiles, en la luz del incendio.
Vincent se estiró; la luz del incendio hacía palidecer las estrellas. Pero no era nada que fuera comparable a la luz del sol. Era una luz amarilla y vacilante, en cierto modo hostil. Era una luz viva y agresiva. La luz del día era solamente engañosa.
El coche de los bomberos se había detenido al borde de la carretera, lo más cerca posible del fuego. Algunos hombres corrían por el linde del bosque. Otros desenrollaban una larga serpiente negra. Gritaban palabras que ni ellos mismos oían en el ronquido regular del incendio. De tanto en tanto un árbol se derrumbaba, se replegaba sobre sí mismo como si considerara que ya había despedido la suficiente claridad y deseara dormir en la oscuridad de las cenizas. «Todos esos árboles que habríamos abatido mañana o cualquier otro día», pensó Vincent. Debería sentirse desolado, pero no era así. Se sentía curiosamente feliz, sin duda porque era de noche. Durante el día, habría echado a correr con los otros, hacha en mano, y habría gritado y batido las chisporroteantes hogueras con una brazada de follaje. Pero aquella noche nada le concernía.
—Vincent —llamó una voz.
No respondió. Pensaba en lo que había caído del cielo. El fuego no le interesaba. Los bosques de toda la Tierra podían arder y hacer fundirse los hielos de los polos. Pero algo había atravesado el cielo, franqueado la atmósfera, visto las estrellas desnudas, sin su caparazón de gases, y había venido a estrellarse tan cerca, tan cerca.
—Si pudiera hablarle a esta cosa —pensó Vincent.
—Vincent... ¿no crees que deberías ir?
—Tal vez.
«No siento deseos», pensó; «¿Qué podría hacer allá abajo? Correr y agitarme. Cavar una trinchera, elevar un muro de tierra. O penetrar en el fuego y ver, sacar esa cosa que viene del espacio, de la verdadera noche».
—Voy —dijo—. Esperadme. Voy.
Se dejó deslizar a lo largo del techo. Las rugosas tejas rozaron su espalda; después sus piernas pendieron en el vacío y se detuvo un instante, luego saltó. Era una extraña impresión dejarse ir en aquella oscuridad y caer, durante un sexto de segundo, sin sentir nada a su alrededor y con la aprensión del choque en el interior de su cabeza. No saltaba de muy alto, pero cerró los ojos y, durante aquel sexto de segundo, derivó él también, ciego, inerte, en el vacío, como un meteoro entre las estrellas.
Tomó su camisa, que colgaba de la manija de una contraventana, y se la puso. Después se volvió y vio la gran sombra grotesca de la casa, que el fuego dibujaba sobre el abrupto flanco de la colina.
—Un minuto —gritó.
Dio la vuelta a la casa corriendo. El bosquecillo ardía muy tranquilamente, convenientemente aislado. Hombres con brillantes cascos lo rodeaban. Las chispas ascendían rectas en el aire sin viento y se abismaban en el fuego, para volver a surgir en un movimiento perpetuo. Los demás descendieron la colina hacia la carretera. Y, mientras corría tras ellos, Vincent reflexionaba. «Algo que ha estado mucho más cerca de las estrellas que cualquier hombre» pensaba. «Me gustaría tener un pedazo, apenas un destello, para percibir el olor del vacío y el del fuego de aquellas regiones inmóviles.»
Antiguos sueños acudieron a su mente. Cuando era niño, se había jurado construirse más tarde un enorme telescopio, y examinar todas las estrellas y contar todos los planetas. No era curiosidad científica. Era solamente la necesidad de algo lejano y diferente, y, de un modo indefinible, inmutable y antiguo. Y más tarde, había soñado construir y guiar cohetes, pero cohetes silenciosos, ligeros, negros y rápidos. Nada más que sueños.
La carretera estaba repleta de coches mal aparcados, bicicletas, gentes que esperaban y no sabían qué, y se movían dificultosamente en la humedad de la noche. No habían podido conciliar el sueño tras sus ventanas cerradas a causa del calor y de las moscas, y habían acogido el incendio como una especie de liberación y aquella luz en la colina como una puerta que desembocaba en la tranquilizadora seguridad del día.
Una radio portátil tarareaba una cancioncilla conocida. Circulaban algunas botas de cuero llenas de vino tibio.
Vincent se abrió camino en aquella amalgama de gentes y de aparatos. El ruido de las voces no le alcanzaba. Observaba el fuego. Los grandes árboles que bordeaban el bosque se habían consumido casi completamente. Las enormes brasas de sus troncos se veían aún rojizas, pero el verdadero incendio se había hundido en el monte. El bosque era una especie de fruto cuyo núcleo brillaba a través de una carne gris, roja y transparente. Vincent llegó al lindero mismo del fuego. El calor era casi intolerable, pero, en su opresiva inmovilidad, tenía algo fascinante. Ceñía la piel por todas partes, como lo hubiera hecho una ola de arena invisible, bloqueando los músculos, impidiendo todo movimiento, fijando e inmovilizando la mirada.
El calor hacía daño a los ojos. No había nada que Vincent pudiera ver salvo un horno brillante y los rastros de fuego de las ramas devoradas en un instante.
Vincent se volvió. Los bomberos, los espectadores y sus perros, sus vehículos, sus gestos y sus conversaciones parecían engullidos por la luz. Después oyó la sirena. Aullaba extrañamente en el apacible estruendo del fuego. Los faros del coche horadaban curiosos túneles de luz en la parte oscura, polvorienta y lejana de la carretera. Era un coche forastero. Hasta aquel momento, el fuego había sido una especie de reunión familiar, una apacible partida improvisada entre vecinos. De pronto, se convirtió en una cosa seria e importante.
El coche se detuvo en el camino de tierra. No tocó a nadie por milagro, y nadie protestó por cansancio. Se detuvo con un largo chirrido de neumáticos, gemido de frenos, gong cascado de las portezuelas al cerrarse, voces en un altoparlante: «Despejen los bordes del bosque. Despejen los bordes del bosque», mecánicamente, sin tregua, como si fuera el propio sonido de los pulmones del coche aspirando y exhalando.
Era un coche negro, con una larga antena y, delante, un banderín sucio que colgaba. Tenía una forma inquietante de brillar. Dos hombres habían descendido de él. El mayor llevaba un atuendo oscuro y demasiado estrecho. El otro un traje claro. Algo duro, decidido, emanaba de él. Profesionalmente.
—¿Quién dirige las operaciones, aquí? —preguntó el hombre del traje claro. Su voz era seca.
—El alcalde, imagino —dijo lentamente Vincent. Estudiaba la camisa limpia, la corbata nueva, las mejillas bien afeitadas y los ojos fríos. Hundió sus manos en los bolsillos y comenzó a balancearse sobre los talones.
—¿Es usted uno de los bomberos?
—No —dijo Vincent—. Soy leñador. Tan solo durante el verano. Vivo allá arriba —hizo un gesto vago—. He venido para ver si necesitaban de mí. Yo... yo quisiera saber qué es lo que ha caído del cielo.
—Más tarde —dijo el hombre del traje claro—. Más tarde. ¿Puede conducirnos?
No había ningún lugar adonde pudiera conducirles. Se encontraban casi en el lindero del bosque. Bajo sus pies crujían hierbas y hojas ennegrecidas, frágiles. Avanzaron algunos pasos. El hombre viejo permanecía un poco atrás, mirando fijamente el fuego, con aspecto extasiado.
—¿Ha habido heridos? —preguntó el hombre del traje claro.
—No, que yo sepa —dijo Vincent.
«¿Qué puede hacer —pensó— que nosotros no hayamos hecho ya? ¿Por qué ha venido desde su lejana habitación, allá en una ciudad lejana? ¿Por qué ha sido despertado por un timbre inoportuno, mientras intentaba dormir o soñar, sabiendo que ese sueño huracanado no le aportará más que pesadillas? ¿Es tan importante? ¿Hay algo que yo ignoro, que todo el mundo ignora salvo él, y que explica su tono, su actitud, su vestido, su coche? Importa poco», se dijo finalmente.
—Algo ha caído del cielo —dijo el viejo. Su voz parecía casi extinguida. Sus ojos no abandonaban el fuego y sus dedos se crispaban nerviosamente en los botones de su atuendo—. ¿No ha sido así? Cuénteme cómo ha pasado. —Había una especie de plegaria en el tono gastado de su voz. Hablaba débil y distintamente, y parecía improbable, después de cada una de sus palabras, que pudiera proferir aún un solo sonido. Era la especie de voz con que se habla mientras se duerme.
—Lo he visto, pero no sé nada de ello —dijo Vincent. Se sentía cansado—. Uno no puede ni contar ni siquiera retener cosas así.
—No era un cohete —dijo muy suavemente el viejo—. Al menos, no uno de los nuestros. Lo sabría si hubiera sido uno de los nuestros. Tal vez haya venido del otro lado. Han hecho grandes progresos estos últimos tiempos.
—Preste atención a lo que dice, Baldini —dijo el hombre del traje claro—. Aquí no estamos seguros de nadie.
«Sabios», se dijo Vincent, «sabios que trabajan en laboratorios encerrados, bajo la protección de un ejército, tras una doble hilera de alambradas. Y cuando se asoman a la ventana, no ven más que amplias explanadas de cemento, y hombres que llevan armas pesadas y brillantes.»
—¿Dentro de cuanto tiempo se hará de día? —preguntó el hombre del traje claro.
Vincent examinó el cielo.
—Dentro de una hora, poco más o menos.
—Supongo que no podremos hacer nada hasta entonces. En fin, es preciso que esperemos el equipo especial. ¿Tiene usted algunas preguntas que hacer, Baldini?
—No —dijo el viejo—. No.
No quitaba los ojos del fuego. Miraba, más allá del fuego, algo que ardía silenciosa y misteriosamente.
—Lo mejor que podemos hacer es volver al pueblo. Veremos al alcalde más tarde. ¿Qué piensa usted de ello, Baldini?
—Nada —dijo Baldini. Vincent miraba cómo el fuego se reflejaba en sus ojos.
Giraron sobre sus talones y se dirigieron al coche.
—Esperen —gritó Vincent.
Se detuvieron.
—Puedo serles útil —dijo Vincent—. Conozco el pueblo y las gentes. Querría ir con ustedes.
El hombre del traje claro lo escrutó como si lo viera por primera vez.
—¿Lo llevamos con nosotros, Baldini?
—Haga como quiera.
—Venga —dijo el del traje claro. Había un asomo de disgusto en su voz.
Vincent se acurrucó al fondo del coche, entre el viejo y un hombre uniformado. Dos o tres veces, echó una ojeada al retrovisor, buscando el persistente relumbrar del incendio. El vehículo botaba pegado a la cuneta y rozaba los arbustos. Sus faros revelaban en el último momento a las gentes que marchaban tranquilamente por en medio del camino y los evitaba en un sobresalto último. Alcanzaron el pueblo cuando el cielo adquiría el tono sucio de la madrugada. Rodaron sin detenerse hasta la plaza central. Después descendieron y se instalaron en un pequeño café. Observaron al patrón preparar el café, sin hablar. Bebieron el líquido ardiente mientras miraban por la ventana hacia el día que azuleaba. Después, el del traje claro se levantó y pidió por el teléfono.
Habló por teléfono mientras miraba a Vincent. Su mirada se fijaba a menudo muy lejos, después volvía a Vincent.
—Quieren hablarle, Baldini —dijo.
El viejo tomó el teléfono. No dijo nada. La luz del fuego se veía aún en sus ojos. Escuchaba. Parecía sonreír.
—Vieron algo en el cielo, ayer noche —dijo, colgando.
Algo en el cielo. Las palabras le complacían. Algo en el cielo.
—¿Entonces? —dijo el del traje claro.
—Venía de muy lejos. Lo habían seguido ya la noche anterior, y están buscando informes más antiguos.
—¿Los otros?
—Ni nosotros, ni los otros. Esto no era un cohete, por otro lado. Al menos, no que yo sepa. Esto no venía de la Tierra.
«Lo sabía», pensó Vincent con una especie de fervor que lo sorprendió. «Todo este tiempo contemplando las estrellas... quizá me hayan enviado una señal, algún mensaje.»
—Esto venía del espacio —dijo el viejo. Las palabras se deslizaban apenas entre sus labios delgados y húmedos, como si las saboreara—. Del espacio.
Y echó la cabeza hacia atrás, y contempló el techo, blanco y cuarteado, y más allá de las fisuras, del yeso, del techo y de la atmósfera, más allá de las nubes y de las estrellas, algún techo inmutable y definitivo, y se echó silenciosamente a reír.
—He aquí pues lo que he deseado hacer, durante tanto tiempo —dijo finalmente Vincent—: mirar a través de un telescopio y conducir cohetes. Y no he hecho nada semejante. He practicado toda clase de oficios; he visto toda clase de países y de cielos, pero jamás, jamás, he visto agrandarse y palpitar las estrellas en el espejo de un telescopio.
—Comprendo —dijo el viejo—, comprendo.
Tenía un ligero acento. «Sin duda viene del Sur», pensó Vincent. Quizá también él, durante las largas y cálidas noches, contemplaba las estrellas bajo cielos más puros.
—Hace años que estudio el cielo —dijo Baldini. Sus largos dedos arañaban la mesa sin que se diera cuenta y sus ojos escrutaban los de Vincent; parecían pequeños fuegos ardiendo al fondo de dos pálidas cavernas que se abrían en un acantilado de yeso—. Y no sé por qué lo hago. Miro las estrellas, y ellas no se preocupan de mí. Diseco el sol, y él no es ni más cálido ni más frío. Me pregunto si no he perdido el tiempo. ¿Puede quererse durante tanto tiempo alguna cosa o a alguien sin ni siquiera recibir de él una sonrisa?
Levantó su vaso y bebió un poco de cerveza tibia.
—Estoy contento de haberle encontrado —le dijo a Vincent.
—Yo también —dijo Vincent.
Se miraron y sonrieron, y vaciaron sus vasos.
—Supongo —dijo Baldini— que hay allá arriba un lugar para los extranjeros. Para todos los extranjeros. Yo siempre me he sentido un extranjero. En todas partes. Aquí. Incluso allá donde nací. He viajado mucho. He visto más ciudades y oído hablar más lenguas que nadie sin duda en mi país natal. Pero en ninguna parte estaba en mi casa. He trabajado para los unos y para los otros, pero nunca trabajaba para mí. Ni en el fondo para nadie. Creo que, desde hace cuarenta años, no he mirado ni una sola vez las estrellas, no, realmente ni una sola vez. Usted sí. Le envidio por ello.
«Usted también es un extranjero, a su manera. Supongo que nos comprendemos. Algo como gotas de agua siempre deslizándose, lloviendo, rodando sobre las hojas o hundiéndose en el mar, pero sin detenerse nunca en ninguna parte, absorbiendo y refractando constantemente la luz del mundo sin asimilarla nunca. Supongo que ambos esperábamos algo, y tal vez está ahí, cociéndose muy lentamente en ese fuego, cociéndose majestuosamente y esperando a que nosotros lo degustemos. Siento un poco de miedo hacia lo que vamos a encontrar.
—Yo también —dijo Vincent.
Hablaban desde hacía tan largo rato y habían bebido tanta cerveza tibia que la cabeza les giraba un poco. Habían recorrido juntos millares de años-luz y removido juntos galaxias enteras. Habían explorado juntos mundos desconocidos y peligrosos.
Eran, se dijo Vincent, dos chiflados repitiéndose verdades primordiales, agitando los más viejos sueños de cada ser humano. Había gente que se había sentado cerca de ellos, había bebido y se había ido sin ni siquiera prestarles atención. Sus palabras no habían sido más que viento. Vincent se sintió indeciblemente descorazonado, vacío. No había nada allá arriba, en el espacio, nada salvo un desierto oscuro y hostil, constelado de luces brillantes y hostiles, y sin el menor calor, ni la menor vida, ni siquiera el menor enemigo. El vacío no era más que la trágica réplica de la Tierra. Inconsciente e impotente. Más un ligero chirrido de vieja mecánica que comienza muy suavemente a descomponerse y a derrumbarse. Pero incluso esto no era más que palabras.
Y, en el fondo, lo que ellos deseaban era aquel vacío, aquella ausencia, aquel desierto sembrado de pozos de color, frío, inerte, inhumano y extraño, definitivo y muerto. Eran las arenas de Marte y el polvo de la Luna, y los mares vírgenes del espacio, los vapores del sol y la delicada arquitectura de la superficie de los cometas. Era a aquel mundo al que pertenecían, pensó Vincent, ahogado en el fondo de un vaso de cerveza, asfixiándose bajo el pegajoso calor, rechazando un vago sollozo en el fondo de su garganta, derivando hacia un océano de tristeza barata, escuchando y hablando, bebiendo, con las luces del fuego danzando a su alrededor.
La plaza estaba inundada de gente y aparatos. La gente miraba cómo dormían los aparatos. A ratos, una sirena mugía y se sobresaltaban, parecían dispuestos a huir, giraban la cabeza y buscaban una salida posible en caso de peligro. Después se calmaban y comenzaban de nuevo a devorar con los ojos el brillo de los cromados, las grandes pinzas que pendían al extremo de los brazos de acero, las escafandras de amianto que parecían hombres vaciados, sorbidos por algún pulpo gigantesco, escafandras con un ojo único de mica translúcida, los detectores zumbando como colmenas. Cámaras. Focos apagados. Motores.
Y hombres armados.
—Supongo que el incendio se extinguirá por sí mismo antes de media tarde —dijo Baldini, mientras avanzaban hacia el bosque.
Vincent asintió con la cabeza, sin abrir los labios. Se sentía curiosamente relajado, sin el menor asomo de excitación. Algo estaba a punto de llegar, algo terriblemente importante para la ciencia y la historia, y tal vez incluso también para los hombres. Pero esto había pasado sobre él como una lluvia de verano en un tumulto exterior de relámpagos y truenos, y se había ido, dejándolo interiormente indiferente.
Era algo que había experimentado cien veces, imaginado con los menores detalles; una voz extraterrestre franqueando el vacío y alcanzando la Tierra, una nave extraterrestre posándose sobre la hierba, y unos seres extraterrestres descendiendo de ella; pero era ahora un acontecimiento abstracto y lejano, muerto antes de haber nacido, matado tal vez por el pueblo demasiado pequeño y demasiado triste, o tal vez asfixiado bajo todos aquellos ingenios, aquellos técnicos, aquellas medidas y aquellos planes.
Como una voz al teléfono, esperada durante todo un día, presente en cada timbrazo estéril y súbitamente ausente desde el momento en que alcanza al fin, amortiguada, sin labios y sin pulmones, la membrana del auricular.
Abandonaron el coche. El bosque estaba aún rojizo. Pero su linde era gris y sucia, ya que los torrentes de agua de las mangueras convertían las cenizas en una pasta blanda, sin consistencia, sin color definido, y que se parecía a una monstruosa cataplasma aplicada a la tierra alrededor de un abceso de fuego. Nubes de vapor ascendían verticalmente en un aire sin viento. No se podía distinguir nada en aquella confusión roja y blanca. Hacía mucho calor, incluso tras los frescos tentáculos de agua. Los espectadores venidos del pueblo se situaban en las alturas de los alrededores, cercadas por alambradas resplandecientes. De los altoparlantes surgían órdenes. Esperar. Baldini y Vincent se sentaron en un declive.
Después, Baldini empezó a hablar en el micrófono de un magnetófono. Una voz frágil y el girar regular de las bobinas.
Vincent se tendió en la hierba. «En el fondo, detesto soñar», pensó, precisamente antes de dormirse.
Llegó la tarde. Pero el incendio no se apagó. Ya no quedaba ni una onza de madera que pudiera arder, pero la colina permanecía tan brillante como una enorme brasa velada de vapor. La cosa, al caer, había abierto un cráter que parecía lleno de lava hirviente. En el límite de la tierra y del fuego yacían los restos ennegrecidos de los grandes árboles, como mojones hincados en la tierra que se aplastaban poco a poco bajo el choque permanente de toneladas de agua.
—La temperatura no disminuye —dijo Baldini.
Su rostro estaba crispado. Se mantenía al extremo del cráter, y retrocedía cada dos o tres minutos para respirar una bocanada de aire más fresco. Pero apenas transpiraba. La piel de su rostro seguía siendo fresca y pálida.
—No lo comprendo —dijo Baldini.
Después oyeron un fragor. El calor se hizo intolerable. La gente empezó a gritar, tras Vincent y Baldini, en una zona fresca y húmeda, en un polo alejado de aquellos trópicos. La tierra seca tembló bajo sus pies. Vincent y dos bomberos saltaron hacia atrás.
—Esperen —gritó Baldini—, no lo comprendo.
Un protoplasma de fuego surgió del núcleo resplandeciente. El agua dejó de surgir de las mangueras.
Después, el suelo se hundió. El fuego rodó hacia ellos, reconquistó las formas negras de los árboles quemados, chapoteó sobre el suelo en una marea de sol. La arena empezó a fundirse, muy cerca, estallando y crepitando.
—Baldini. Corra.
—No lo comprendo —dijo Baldini, lentamente.
Retrocedía muy despacio, paso a paso. Después se volvió y gritó algunas palabras que nadie comprendió. La arena se vaporizó en el aire. Baldini ascendió a toda velocidad el talud. Echó a correr. Daba la espalda al fuego y corría con toda la velocidad de sus torpes pies.
—Sálvense, aprisa.
Los bomberos abandonaron sus mangueras y se dispersaron. Vincent sujetó a Baldini por el brazo y lo obligó a detenerse. Percibió a través de la delgada tela un temblor inquietante. No era ni la fatiga ni el miedo, pero Vincent lo comprendió mientras sus dedos empezaban a temblar a su vez, una especie de angustiada excitación, de vibración insoluble de los huesos y de los nervios. Aquella especie de temblor que se experimenta contemplando sin fin las estrellas, mirando el rostro sin máscara del espacio y adivinando los contornos entintados de las nubes estelares.
—Sálvese —dijo Baldini.
Y Vincent supo que Baldini había deseado saber, hasta el punto de avanzar en el fuego para conocer en una última milésima de segundo aquella cosa que había caído del espacio. «Pero esto —se dijo Vincent, mientras corría arrastrando al sabio —no hubiera servido de nada. No es algo que se pueda conocer en una milésima de segundo, ni siquiera en un millar de años, ni siquiera en sus propios sueños. No es nada que sea preciso conocer en sí mismo, no es ningún conocimiento que sea preciso guardarse para sí. No hay más que, en el fondo de los cerebros, el sueño extinto de un tal conocimiento que hace legítima la soledad».
El suelo se hundió. Vincent cayó hacia adelante y arrastró a Baldini en su caída. La tierra era ardiente bajo sus manos. Alguien llamaba. Jadeó. Una mata de hierba se inflamó a su izquierda.
Después, un chorro de agua helada se aplastó contra su espalda y contra su nuca. Volvió a levantarse, chorreante, sacudió a Baldini, y lo empujó hacia adelante. Ascendió una pared casi vertical tan aprisa como si hubiera corrido. Continuó andando entre la gente durante largo tiempo. Después notó que le arrancaban su caparazón de cenizas coaguladas, la sintió que se deslizaba sobre él y caía, y sintió frío.
—Soy un extraterrestre —pensó Vincent bajo la tienda de oxígeno, mirando la transparencia guateada del techo de plástico—. Soy un extraterrestre, y , por lo tanto, el único en este planeta parecido a sí mismo. Respiro un fuego suave. Nos hallamos en el fondo de una extraña colección de extraterrestres. Y he aquí que alguien superextraterrestre viene a golpear en nuestra puerta. No respira más que un fuego pesado. No me es ni más ni menos extraterrestre que el primer ser humano venido. Tal vez no está más vivo que él o tan muerto como él. Pero no puedo comprenderle. Ni siquiera puedo imaginarle. No puedo siquiera saber si está vivo, si piensa, si imagina. Tampoco puedo saberlo en lo que concierne al primer ser humano venido. Puede que los seres humanos no posean la menor existencia real. Puede ser también que no sean más que piedras labradas. Les soy demasiado extraño como para poder decidir. Pero les puedo prestar una vida, ideas, actos, un sueño y sueños. Puedo imaginar que han visto París, Londres o Roma y, de hecho, imagino que las han visto como yo mismo las he visto; sé que es un error, pero puedo permitirme el lujo de cometerlo. Habitamos mundos distintos, pero próximos. Interiormente somos unos perfectos extraños, pero nuestro exterior es un poco común.
«Pero, con relación a esa cosa que arde, no puedo hacer nada. No he visto el espacio como ella, ni las mismas estrellas; la noche no tiene para nosotros la misma intensidad. El número de números no es el mismo. Somos extraños, no porque seamos diferentes, sino porque habitamos espacios diferentes. Yo no puedo haber nacido en el seno de una estrella, haber vivido en un mundo de hielo, haber derivado un millón de años entre la nada, haberme fijado al flanco de un cráter de la Luna o haber sido llevado bajo la forma delicada de una espora por el silbante viento de Marte.
«Durante tanto tiempo he sabido que yo era un extraño, y me tendía por la noche sobre un techo para mirar fijamente a las estrellas y decirme que mi país se encontraba allá arriba, inaccesible, y que era mi país puesto que era inaccesible. Y ahora que ha empezado a derrumbarse sobre la Tierra, que ha franqueado el espacio, he aquí que la distancia sigue siendo la misma y que esta esperanza es irremediable.»
—No lo comprendo —pensaba Baldini bajo la lechosa blancura de la tienda de oxígeno—. No lo comprendo.
El tiempo era un mosaico de instantes, y había creído leer su sentido general, había creído descifrar esa escritura secreta de los astros, pero una nueva llave caída del cielo había hecho derrumbarse la casa recientemente construida en el momento mismo en que penetraba en ella. Y el tiempo no era nuevamente más que una serie de segundos prendidos, de letras contrastadas que se leían de un modo aquí y de otro modo allá abajo.
Vincent parpadeó. Respiró a fondo e hizo mover sus dedos. Llevaba ropa seca, pero demasiado ancha. Tenía la impresión de ser un niño que acababan de sacar del río y que han metido en la cama olvidando reñirle.
Saltó de la cama y salió de la tienda. Casi era de noche, pero el fuego incrustado en las colinas iluminaba el cielo. El cráter había crecido inmensamente. En el centro de una vasta marmita de arena hirviente y de vidrio coagulado, el fuego palpitaba en un torbellino. Un helicóptero zumbaba como un insecto alucinado por una luz. Hileras de camiones ronroneaban por las carreteras cercanas.
—Me alegro de ver que va mejor —dijo el hombre del traje claro. Sus rasgos estaban distendidos. Una sombra negra cruzaba su mentón y sus mejillas.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Vincent—. ¿Señor...?
—Ferrier. Mi nombre es Ferrier. No lo sabemos. No sabemos nada. Baldini tampoco. Acabo de hacerle despertar. No ha podido decirnos nada. Casi nada.
—El cráter crece, ¿no es verdad?
—Usted lo ha dicho. Lo hemos inundado de agua, regado con nieve carbónica, hemos desencadenado sobre él el azote de una explosión. Pero crece. Demasiado aprisa. Engullirá el pueblo pasado mañana si continua desarrollándose a esta velocidad.
—¿No consiguen apagarlo?
Las manos de Ferrier se cerraron y se abrieron.
—Lo hemos intentado todo. ¿Podemos apagar las estrellas?
«Una ceniza mal apagada que ha atravesado el vacío —se dijo Vincent—. O una espora de fuego que ha traído de más allá del espacio su vida propia y extraña de llamas. Una escoria extraterrestre escapada por descuido de cualquier caldera del vacío y que amenaza con destruirnos. ¿Realmente por descuido?
¿Quizá la Tierra entera iba a abrasarse y a ponerse a llamear en el vacío? ¿Tal vez estallaría como una fruta madura para hundirse al final de un periplo de años en el sol? ¿Quizá los hombres no fueran ya la semana próxima más que vapores con alas de polvo extendidos por el espacio?
El cráter parecía pertenecer a otro mundo. Era otro mundo desarrollándose en la superficie de la Tierra, un desierto gris con floraciones de brasas, con hendiduras humeantes; en su superficie, rocas de contornos fundidos brillaban aquí y allá, como si la erosión del viento y del agua no hubiera sido más que una caricia ya olvidada. Y la luz del sol palidecía bajo el estallido del fuego.
«Tal vez, para esa cosa extraterrestre —pensó Vincent—, la Tierra no sea más que oscuridad y silencio, frío y hostilidad. Tal vez intente desesperadamente calentar esta costra glacial tal como se sopla en los labios de un muerto con la esperanza de comunicarle el calor de la vida. Quizá la Tierra se halle en trance de renacer, a su manera.»
El cráter se revelaba como de una belleza quizá mayor que la de cualquier paisaje terrestre familiar. Reunía el calor de los desiertos, la profundidad luminosa de los altos fondos marinos y la coloreada y geométrica inhumanidad de los minerales. Ni siquiera la menor vida. Un esplendor limpio, puro, de muerte total. Era extraño y significativo ver a los hombres parpadear o proteger sus ojos ante aquel estallido. ¿Cuántos de entre ellos sentían realmente deseos de saber lo que yacía en el centro de aquella minúscula estrella?
Dos tal vez.
Los otros sentían miedo.
«Baldini y yo», pensó Vincent.
«¿Por qué no siento miedo?
«Porque no espero nada más. Porque mi futuro, lo único que poseía, se hallaba en el cielo, y ahora ha caído a la Tierra.»
«Jamás he querido a la vida, en el fondo —pensó Vincent, limpiándose el sudor de su frente—. Me gustaba vivir para pensar, para ver, para nada más. Quizá hubiera valido más que hubiera sido una piedra, un bloque ígneo y errante, rebotando de órbita en órbita, abandonando un poco de mi sustancia a lo largo del tiempo y en el curso del espacio, cruzando y volviendo a cruzar mi propia huella sin saberlo jamás, ciego bajo la luz de las estrellas, sordo en el choque de los mundos, en el seno del silbido de las ondas, fluyente e inmóvil. Esto es lo que intentaba ser, durante todos esos veranos, mirando desde mi techo el deslizar de las estrellas.
«Y Baldini, ¿cuál era su sueño?
«No lo sabré jamás —se dijo Vincent—. Habríamos contemplado juntos las estrellas durante cien años, y tampoco lo hubiera sabido. No es posible que él admire esta... cosa tanto como yo. Haga lo que haga, piense lo que piense, sigue siendo un científico. Querría poseerla para desmenuzarla, pesarla, analizarla. Yo querría solamente pedirle a esa cosa permiso para mirarla.»
—¿Por qué no han enviado a nadie allá dentro? —preguntó bruscamente Vincent.
—¿Está usted loco? Nadie puede esperar sobrevivir en ese infierno.
—Yo no estoy tan seguro —dijo lentamente Vincent—. No creo estar loco. Yo... yo querría ir.
—¿Sabe lo que ha dicho Baldini al despertarse? Dadme una escafandra, dadme una escafandra. Es preciso que vaya allá.
—Es demasiado viejo —dijo rápidamente Vincent—. No regresaría. No le deje partir. Ya lo haré yo. Déme una escafandra. Se lo ruego. Estoy sano, puedo hacerlo. Soy lo suficientemente resistente como para sobrevivir.
Ferrier sacudió la cabeza.
—No se excite. Usted no sabe lo que es esto. No dejaré a nadie ir hasta allá. No antes de mucho tiempo.
—Esto no se enfriará jamás. ¿No ve usted que está ganando terreno? ¿No ve que sus toneladas de agua son inútiles? Mañana o pasado mañana devorará el pueblo. Hoy, los periódicos no consagran a esta cosa más que el final de una columna en la tercera página. Pero mañana, cuando el pueblo arda, cuando las paredes se fundan muy lentamente, cuando se evaporen los techos, ¿qué cree usted que dirán? ¿Y la semana próxima, cuando un mar de fuego cubra la superficie de la Tierra? Será demasiado tarde. Es preciso saber el mayor número de cosas posibles desde ahora.
—Pensamos que esto no se extenderá —dijo Ferrier con cansancio—. Hemos tomado las medidas necesarias. El pueblo será evacuado mañana si hace falta. No es necesario enviar a nadie al suicidio allá dentro. Esto es suficiente. Ahora cálmese.
—¿Y si esto no se apaga? —preguntó Vincent.
Los dedos de Ferrier se crisparon.
—No sé lo que haremos entonces —dijo Ferrier—. ¿Y usted?
El fuego no se apagó. Sus rugidos ahogaron los rumores del pueblo y, cuando llegó la noche, su luz apagó la claridad de las estrellas. La noche fue tan pesada y tan tórrida que Vincent apenas durmió. Escuchaba el progreso obstinado del fuego en las grietas del suelo, la vibración de las bombas y el silbido del vapor. E intentaba imaginar aquel ruido mil veces ampliado y cubierto un instante por un inmenso e insignificante clamor humano.
Después, el amanecer ablandó las sombras, apagó el reflejo de los cromados. Pero el fuego seguía ardiendo. Los periódicos mencionaban el acontecimiento en grandes titulares provistos de espléndidos puntos de interrogación. Una mala foto mostraba a Baldini y Vincent corriendo bajo una lluvia de cenizas. El pie precisaba que Baldini era el mejor científico de su especialidad, sin precisar cuál era, y que Vincent había escrito ya una novela abstracta. A continuación de lo cual Ferrier le habló de su pasión por Mallarmé, le citó algunos de los versos que había escrito antes de volverse hacia la física; se descubrieron amigos comunes.
Descendieron juntos hacia el pueblo, a pie. Lo atravesaron enteramente, escuchando apenas el sonido de sus voces, atentos al menor signo. El pueblo estaba silencioso, muerto, como de costumbre. Pero reinaba en él, mezclada con el calor, una atmósfera de espera. Las contraventanas se entreabrían furtivamente. No se planteaba ninguna pregunta, pero ojos inquietos espiaban las siluetas cansadas de los extranjeros. Viniendo de los corrales, de la parte trasera de las casas, se escuchaban voces temerosas, apagadas, coléricas. Los muelles de un viejo coche gruñían bajo la ciclópea masa de cestos de mimbre llenos a reventar de reliquias envueltas en trapos. Un gato gemía en el interior de una caja de cartón repleta de agujeros irregulares. Era un pueblo lleno de gente vieja y de cosas viejas.
Desembocaron en la plaza y buscaron un café que no estuviera lleno de uniformes. Se sentaron en una terraza casi desierta, sombreada por naranjos enanos plantados en cajas de madera pintada, pidieron cerveza y husmearon el olor de gente partiendo de vacaciones que flotaba en el aire.
—No hay más poesía que la metafísica —prosiguió Vincent. Sus ojos registraban los huecos de las ventanas con postigos medio cerrados, las paredes de ladrillos superespolvoreados de brillante mica y las puertas altas y estrechas de madera seca y oscura.
—Demasiados poetas no valen más que por su estilo. Pero el estilo en sí mismo no tiene sentido más que si expresa una concepción del mundo. No puede ser hermoso en sí mismo. Puede tan solo transcribir lo más exactamente posible el terror o la alegría o el absurdo que se encuentra en el mundo. Puede indicar si se considera el universo como una construción estética o como una trampa, o como las dos cosas a la vez. Es la concepción la que lo hace todo. El resto no es más que medio. El problema es saber si es posible tener una concepción del mundo.
La plaza estaba dividida en dos regiones extranjeras casi hostiles. En una, los técnicos, los periodistas y los turistas, en las terrazas de los cafés, bebían, hablaban, reflexionaban, encerrados en sus inquietudes, sus preocupaciones y sus terrores. Garabateaban cifras y palabras, contemplaban bruscamente la iglesia, único edificio de piedra, gris y vieja aunque no tuviera más de un siglo, o miraban fijamente por encima de los techos el cercano penacho de vapor. Después volvían a sus reflexiones, a sus palabras y a sus angustias de más allá y de ninguna parte.
—Podemos dudar muy ampliamente de ello —continuó Vincent. Sus ojos habían errado un corto instante mientras su boca permanecía abierta—. La metafísica no es probablemente más que un juego verbal. Nos presta un destino, un lugar de donde venir, un lugar a dónde ir. Nos otorgamos gracias a ella problemas, una inutilidad, una esencia o una existencia. Da a nuestra vida un valor religioso o incluso un valor dramático, lo que viene a ser tal vez lo mismo. Es también grandiosamente reconfortante el sentirse el blanco de un Destino, con una gran D, protegido por los dioses. Cuestión de temperamento. Jugar con las palabras es expresar la idea de que cualquiera juega con la especie humana o con las estrellas. Atenerse a la sintaxis, es asegurar que existe un orden absoluto y preestablecido.
La otra parte del pueblo estaba poblada por los habitantes del pueblo, casi indiscernibles de los umbrales, de las ventanas o de las viejas mecedoras en las cuales estaban sentados, confundidos con los ladrillos de las paredes a las cuales se adosaban. Se movían poco, apartaban una mosca de tanto en tanto con un gesto lento; hablaban en voz baja como si sus labios estuvieran gastados. Esperaban, bajo su piel del color de la tierra quemada. Su actitud, su forma de hablar, de estar sentados, decía no. Los extranjeros podían llevarse lo que fuera, hacer lo que quisieran, importaba poco. Aquello resbalaría sobre la superficie del pueblo como la lluvia sobre las tejas de los tejados. Los hombres, sentados ante sus casas, husmeaban un cierto olor a irremediable que impregnaba el pesado aire. Pero por anticipado, fuera lo que fuese lo que llegara, lo rehusaban o lo negaban en bloque.
—La metafísica no tiene probablemente realidad fuera de las ideas de las cuales está hecha —dijo Vincent—. Y en consecuencia, la poesía, o de un modo más general la literatura, tampoco. Nuestro verdadero problema es probablemente estar desprovistos de todo destino, y nuestra condición es forjarnos perpetuamente uno para olvidar esta ausencia. Aceptamos ser desgraciados con tal de que esto nos lleve a alguna parte. Sin embargo, esto no nos lleva jamás a ninguna parte, pese a lo que digan los poetas. Una estrella cae del cielo e imaginamos que desea aplastarnos. Los poetas se apresuran a prestarle toda clase de buenas razones. Y convencen a un amplio público de nuestra destrucción. Prueban con ello que son vagamente conscientes de que el hecho aflictivo de nuestra destrucción no tiene valor más que si alguien admite este valor. Chapoteamos, y ellos ven algo de grandeza en este fango. De la necesidad hacen virtud. Morimos, y ellos transfiguran esta lógica conclusión en heroico abandono. O bien le gritan a lo absurdo del universo. Es hermoso luchar solo contra un universo absurdo y desorganizado, con tal que la galería cuente los puntos. Si el universo fuera realmente absurdo, los poetas lo serían también hasta el punto de no darse cuenta de ello. Ni siquiera es absurdo. No es nada. Es la negación al poder último. Se contradice sin vergüenza. La metafísica es su contradicción más magistral, más estética. De todos modos, considerada como una elaboración de destinos posibles aunque gratuitos, no se halla desprovista de encanto. Se convierte en una especie de droga salutífera que puede impedirle a la especie humana el hacer daño.
Vincent bebió un poco de cerveza. Se alzó ligeramente, posó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia Ferrier. Pero su mirada estaba más allá. Buscaba por encima de los techos la columna blanca de vapor. Hacía años que no había hablado así, y durante esos años, había intentado no recordar nunca el tiempo en que escribía durante toda la noche, cuando intentaba describir un perfume flotando en el aire, una nota musical con una intención determinada, un tono del cielo, una mancha en una pared o el desigual deslizarse del tiempo, y se estrellaba contra la barrera de las palabras, se daba cuenta de que no detentaba jamás más que un aspecto de la realidad y un aspecto fútil, y que la vida, o fuera lo que fuese lo que importaba, pasaba entre las mallas de la red de sus frases; había intentado olvidar el momento en que se había dado cuenta de que la realidad no era más que un encadenamiento de artificios, de trucos, una caricatura de sí misma cíclicamente repetida según modas más y más ridículas, pero tan complicada que no era matemáticamente posible agotarla. Ya que se había dicho entonces que era inútil pintarla o que esto era engañarse voluntariamente. Se había encerrado en sí mismo, rehusando ver a nadie, releyendo sin fin sus páginas garabateadas con la esperanza de descubrir en ellas un mentís. Después se había vuelto hacia las cosas sencillas, puras y precisas, las que no dejaban el menor lugar para las ideas, e imposibles de convertir en palabras, como el espacio o las estrellas, como el frío de una noche invernal, o la dureza diamantina y casi ideal de un camino helado. Y poco a poco, pese a que su desconfianza con relación al mundo real permanecía, había dejado de preocuparse de traducirlas, de convertirlas en impresiones. Se había contentado con experimentarlas, pero siempre a través de una distancia enorme de vacío, y era por esto, pensaba, que las estrellas estaban tan próximas a él como la hierba múltiple, indefinible, de los caminos.
—¿Cree usted —dijo lentamente— que las estrellas deben el menor precio a la poesía o a la metafísica? Son para nosotros el objeto de interminables sueños, la fuente de insolubles problemas y el tema de versos insoportables. Y sin embargo permanecen siendo bellas, bellas en sí mismas, e ignorándolo. ¿Ha imaginado usted nunca una estrella describiendo sus propios destellos? He mirado durante tanto tiempo las estrellas que he esperado en un tiempo llegar a convertirme como ellas, impermeable a toda metafísica y a toda literatura. Pero no era posible. Yo no era una estrella. Yo no tenía ningún destino. No iba a trazar sin fin en la negrura puntos de luz. Y me pregunté si nosotros, los hombres, no somos el objeto de alguna siniestra maldición que nos priva de todo destino, de toda obligación de cumplir el motivo por el cual podemos haber sido creados. Pero esto ya es metafísica. He comprendido que no podemos salirnos de ello, que uno no puede negarse a sí mismo, que se puede esperar apenas no existir, pero que es inútil ya no existir una vez se ha existido en el transcurso de los años. He probado el sabor acre del fracaso, como dicen los poetas. No sé si es definitivo. No se puede estar seguro de ello en tanto que uno existe. Pero supongo que durará tanto como las estrellas. Para todos los hombres y para mí, es este un fracaso definitivo, y las estrellas son su testigo.
Sus dedos se crisparon ligeramente. Acarició el pie de su vaso.
—Entonces, compréndalo, cuando alguna cosa cae del cielo, un fragmento de estrella, ustedes quieren precipitarse, y poco importa el calor o el hielo, el vacío o la asfixia, y preguntar, implorar: «¿Tienen ustedes un destino?», o aún: «¿Son ustedes semejantes a mí?», un poco como cuando a los quince años uno golpea a la puerta de todos los libros, o como a los veinte se querría amar a todas las mujeres, para apercibir una respuesta, para saber si, más allá del papel, tras las sonrisas y los gestos, hay alguien o algo gigantesco, y... grotesco... una burla. Se tiene miedo de comprender y aún más de no comprender, se teme una carcajada o una negativa definitiva. Poco a poco, uno se cansa. No sé exactamente cuándo ya tuve bastante. Finalmente partí, pero fue mucho tiempo después. Partí cuando las cosas se decantaron en mí. Otros seres cohabitaban entonces en mi cerebro. Uno iba a comenzar de nuevo ridículamente todas aquellas cosas, y el otro sabía que era inútil. Entonces huí y comencé a interrogar a las estrellas. Lo había hecho siempre, pero en sueños, y lo ignoraba. Las estrellas, al menos, forman un libro siempre abierto y son otros tantos ojos siempre acogedores.
—Comprendo.
—Entonces, prométame que me dejará ir.
—No —dijo Ferrier.
—Prométame que, si la situación se agrava, me enviará antes que a cualquier otro.
—Está deseando que todo el planeta arda.
—Tal vez. ¿Por qué no habría de desearlo? Escuche. Usted necesita un héroe. Lo tiene en la mano, y no hace nada.
—Usted no es un héroe. Usted es un loco.
—Sin duda —dijo Vincent—. Sin duda.
Intentaba desgarrar con sus ojos aquel algodón de vapor que lo rodeaba.
Se mantenía al borde de un mar de fuego, y no tenía ninguna esperanza de penetrar jamás. Era humano. No podía ignorarlo. Podía ser que el cegador brasero guardara una respuesta que satisfaciera su soledad o su inquietud, pero jamás la obtendría.
Vacilaba al borde de un desierto rojizo cubierto de una capa de cenizas, y a través de las mallas de aquella inmensa red se filtraban innumerables palpos de fuego. Los bloques ennegrecidos habían sido casas, chimeneas, huecos de puertas, ventanas licuefactadas espejeando como copos helados por una fría noche de diciembre. Las cortinas, los jirones de tela amarillenta, los volantes se habían volatilizado, los recuerdos, las fotos y sus marcos, los juguetes, los libros andrajosos, los cojines bordados, los arcones esculpidos por algún artesano muerto que reposaba bajo aquella capa de lava en un cementerio a su vez difunto, los relojes dando su propio tañido, las pilas de trapos blanqueados para siempre, emprendían el vuelo en copos de humo. Vincent sentía el calor ascender a lo largo de sus palmas, a lo largo de sus mejillas, oía chisporrotear el caucho de sus botas en un canto de insecto, y la superficie de sus ojos se desecaba mientras contemplaba el fuego.
«¿Qué puedo hacer —pensaba Vincent—, sino reflexionar hasta sentir dolor de cabeza? ¿Hay alguien allá abajo? ¿Cómo podría saberlo, yo, entre todos los habitantes de la Tierra?»
Se trataba, como en un juego infantil, de penetrar en una vasta sala oscura, con el corazón latiendo fuertemente, e intentar adivinar si había alguien escondido en la penumbra, algún enemigo presto para surgir, algún amigo presto para reír, y volcar obstáculos invisibles a su paso, sillas solapadas, o golpear contra las mesas y pensar, pensar sin pausa en aquel dulce y angustioso descubrimiento de una pieza conocida y reencontrada de pronto. La Tierra era ordinariamente una morada oscura y triste. Y he aquí que una luz caída del cielo la iluminaba. Y era preciso pensar y buscar, en aquella luz cegadora, con los párpados fuertemente cerrados, las manos extendidas hacia adelante, una presencia o una ausencia.
«Una nave del espacio —pensó Vincent—. ¿Existe, pues? ¿Hay alguna otra cosa que pueda arder sin cesar durante varias noches y varios días?
Vio a Ferrier acercarse, desde más allá de la superficie árida de los prados secos. Vio los tallos de hierba romperse bajo sus pies como cerillas quemadas. Oyó los granos de arena chirriar como grillos en el calor del verano. Vio la luz reflejarse, roja, en la piel pálida de Ferrier, en la frente blanca de Ferrier, y en el fondo de los ojos tranquilos y claros de Ferrier.
—¿Está usted dispuesto todavía? —preguntó Ferrier en un soplo, cuando estuvo lo suficientemente cerca como para que Vincent pudiera distinguir las arrugas que se formaban ahora bajo sus ojos y las bolsas de piel gris y lacia hinchadas por las preocupaciones, por las noches sin sueño y los fantasmas de aquellas casas ardiendo.
—Sí —dijo Vincent, temblando ligeramente. Pero no era ni de miedo ni de frío, era un temblor inexplicable como el que había sacudido a Baldini.
—No puedo forzarle —dijo Ferrier.
—Se lo he pedido.
Vincent se volvió hacia el brasero, evitando mirar a Ferrier. Sus manos se deslizaron por sí mismas en sus bolsillos.
—Hemos tomado todas las preocupaciones necesarias. Se halla usted perfectamente. Tiene los conocimientos requeridos. Puede salir con bien de ello. Sabe lo que tiene que hacer.
—Quizá —dijo Vincent—. No estoy seguro.
El cansancio de Ferrier se acentuó en sus rasgos.
—Nadie lo sabe. Desde hace días discuten y discuten, allá abajo.
—¿Cómo podrían saberlo? —dijo Vincent—. Pero yo iré hasta allí y veré, y si puedo traeré hasta aquí un pedazo, un fragmento de sol, un estallido helado de fuego o, si usted quiere, la piedra filosofal.
—Hay una prima —dijo Ferrier—. Una prima muy grande.
Parecía enfermo. Vaciló. Por un instante, creyó que el suelo temblaba e iba a engullirlos en sus hornos subterráneos. Creyó que la Tierra iba a expandirse en el espacio en estallidos muy pronto apagados, que el mundo entero se esfumaría en penachos de humo.
—No tengo herederos —dijo Vincent.
Sonrió. El viento levantó un racimo de chispas a ras de la hendidura que separaba las tierras frías del inmenso horno.
—Bien —dijo Vincent—, vamos.
Estaba encerrado en una escafandra como en una caja. O más bien como en una hilera de cajas. Sus dedos, sus manos, sus brazos, sus piernas, su cuerpo, su cabeza, estaban aprisionados en una serie de estuches acolchados, estuches de amianto y de mica. En su pecho, pintada de rojo, dormía la salamandra de los bomberos. No distinguía a través de la mica coloreada más que un mundo oscuro e incierto, lleno de acechanzas. «Pertenezco ya al mundo del fuego —pensó—. Aquí ya no soy más que un extranjero.» Después pensó: «Soy un insecto. Voy a lanzarme al interior de la llama de la vela, contra el cristal ardiente de la lámpara. He girado durante demasiado tiempo alrededor de la luz como una polilla alocada, contemplándola durante todas las noches a través de una saludable barrera de espacio. Es demasiado tarde para huir.»
Tenía miedo. Sentía contra sus músculos, sobre su piel, las pequeñas llamas que iban a lamer y chupar la médula de sus huesos, transformando su sangre en un polvo amarronado, a vitrificar sus ojos en su cráneo.
—¿Me oye? —gimió un insecto muy cerca de su oído.
—Le oigo —dijo, con la boca seca, sin percibir el sonido de su voz.
La grúa lo sujetó y lo llevó por los aires. Lo presentó al fuego, como una ofrenda. Después, su largo brazo chirriante descendió, lentamente, suavemente, como un pico de pájaro al extremo de un largo cuello, delicado y gracioso. Lo depositó en la parte baja del acantilado, en el dominio del sol.
—¿Hola? —dijo Vincent comenzando a andar, levantando un pie con esfuerzo, posándolo con delicadeza en un mar de cristal fundido, en el fondo de aquel océano de fuego.
—Sí —crepitó una voz.
—Todo va bien.
Ahora veía claramente. No estaba en absoluto deslumbrado. Avanzaba como sobre la gran explanada fuertemente iluminada de un baile, entre millares de sombras, espiando, escuchando millares de silbidos, de crujidos, de chapoteos, de estallidos secos y sordos, como si avanzara entre millares de personas, escuchando palabras cuchicheadas, fragmentos de conversación, notas aisladas de música.
El aire era frío en su garganta, los guantes de amianto eran ligeros alrededor de sus dedos.
—¿Me hallo en la buena dirección? —preguntó.
—Siga recto —murmuró la voz—. Más lentamente. Preste atención a las posibles hendiduras. Desde aquí apenas distinguimos nada. Pero usted tiene que poder verlas.
Llevó su mano a su cintura y tomó el bastón ignífugo. Tanteó el suelo con un gesto inseguro, ante él, cegado por aquella luz.
—¿Hola? —dijo la voz de insecto.
—Escucho —dijo. La costra de arena fundida crujía bajo el peso de sus botas.
—Quería desearle buena suerte —dijo la voz.
—¿Quién es?
Un silencio.
—No importa. No me conoce.
Resbaló y cayó. Sus dedos tantearon el suelo para encontrar su bastón. Se apoyó en él para levantarse de nuevo.
—¿Hola? —preguntó la voz, inquieta.
—Todo va bien —dijo—. He caído. No ha ocurrido nada.
Sus pulmones se ahogaron. Dejó caer algunas gotas de agua en su garganta, abrió el oxígeno al máximo.
—¿Quién es? —preguntó—. ¿Es usted, Baldini?
—No —dijo la voz.
—¿Es una mujer? ¿Tiene cabellos negros como el espacio y ojos brillantes como las estrellas?
—¿Esto puede ayudarle? —preguntó la voz—. ¿Mi voz es deformada hasta ese punto? ¿Mis ojos y mis cabellos importan tanto?
—Está usted tan lejana —dijo, izándose a una roca ennegrecida, seguro de no equivocarse—. Pertenezco a otro mundo.
—Procure no quedarse en él —dijo la voz.
Hablaron así, mientras él avanzaba. E imaginó a los hombres, con los auriculares en los oídos, percibiendo el ínfimo sonido de su voz, vigilando en sus pantallas el minúsculo punto oscuro que era él en aquella jungla de fuego. Y él era el ser de otro planeta, hablando con un ser de la Tierra, y los hombres se sorprendían de poder comprenderlo y de que su mente estuviera tan cercana a la suya, algo que ellos nunca habían sabido, ni se habían atrevido a soñar, algo que jamás habían imaginado, mientras él contemplaba los mundos del cielo rodeados por la noche. Avanzaba en una niebla púrpura y palpitante parecida a un mar de sangre demasiado fluida y demasiado ligera como para llenar las venas de un ser viviente, mientras los hombres se arrastraban como gusanos por la superficie helada de un mundo oscuro.
—Ya voy —le gritó a lo que lo esperaba en el corazón de aquella fruta de fuego caída sobre la Tierra, al seno del duro e hirviente núcleo de átomos desencadenados.
—¿Hola? —crepitó la voz—. ¿A quién le está hablando?
Vincent se detuvo. Se apoyó en su bastón y cerró los ojos. Pero la luz atravesaba sus párpados, dibujando en sus retinas el entrelazado de las minúsculas venas.
—Hola —dijo—. Hablaba a alguien.
—Ciertamente —dijo la voz, irónica.
—Me hablaba a mí mismo —dijo Vincent, tras un instante.
Y después:
—¿Cree usted que haya alguien aquí dentro?
—¿Qué entiende por aquí?
Sin duda los hombres se inclinaban sobre sus indicadores, pensó Vincent, y vigilaban las temblorosas agujas de sus registros dibujando sobre los rollos de papel milimetrado, telas de araña atrapando al tiempo, las vacilantes curvas de su vida. Tanto de oxígeno. Tal temperatura. La arena se funde, el plomo se evapora, el aire está cargado de acero pulverizado.
—No lo sé —dijo Vincent—. No lo sé. Alguien venido de allí arriba, del cielo, del espacio, de todo lo que usted quiera.
Quería decir: alguien mejor que nosotros, más sabio, alguien al que he estado esperando durante todos esos años, todas esas noches, con los ojos vueltos hacia las estrellas, despiertas mientras todo dormía sobre la Tierra, alguien cargado de distancia y de eternidad, alguien helado y ardiente; pero la voz de insecto que cantaba en el auricular no podía saber, y se detuvo. El miedo comenzó a invadirle. ¿Quizá no hubiera nadie allá abajo, ante él, en aquella tormenta tan caliente que el desierto que franqueaba no era con relación a ella más que una extensión helada? ¿Quizá su gesto no sirviera de nada? Tal vez sería rechazado hacia atrás, entre los hombres; exilado de un reino de fuego, sin la menor certeza, y con los ojos demasiado quemados para seguir apercibiendo la luz de las engañadoras estrellas.
—Hábleme —pidió a la voz—. Dígame cualquier cosa.
La voz no era más que un murmullo, un débil hilillo de palabras deslizándose entre despeñaderos de ruidos y playas de silencio, una lluvia diáfana, una sombra fresca. Hablaba de gente a las que no conocía y detallaba sus defectos y sus cualidades, aquellos que habían nacido y aquellos que habían muerto y cómo habían vivido, imitaba los acentos infantiles y los temblores de las bocas desdentadas, describía las ciudades sumergidas en la pereza del pasado verano.
Vincent apresuró el paso. Se dirigía hacia el deslumbrante centro del cráter, un nido de estrellas, algo como el sol recogido en lo más profundo del mar.
—Gracias —le dijo a la voz—. Gracias.
La voz era una vibración serena, un susurro tranquilo, como el canto de un mundo lejano, aquello que había estado esperando durante todos aquellos años y todas aquellas noches, las impasibles estrellas. Era un frágil temblor en lo más profundo de un auricular que el menor toque de fuego podía destruir. Vincent comprendió de pronto por qué y para quién debía alcanzar el corazón del fuego y tener éxito. No era por los hombres que lo habían enviado y que ignoraban ellos mismos qué era lo que debían salvar.
Era por aquel canto de insecto.
Una voz humana.
Alojada junto a él en su escafandra, examinando con sus ojos la enorme brasa del suelo, sondeando con su bastón la profundidad de los riachuelos de lava.
Danzando a su alrededor, precediéndole, guiándole en las calles de aquellas ciudades que el fuego lamería mañana, habitando en su piel de amianto y sin embargo distinta de él.
—Yo soy yo —dijo Vincent—, y usted está allá, sujetándome por la mano.
—Yo estoy allá —dijo la voz—. No tiene usted nada que temer.
Y, bruscamente, se hizo débil, decreció y murió.
—¿Hola? —gritó Vincent.
Sin respuesta.
Tal vez el calor había destruido su antena, o quizá acababa de penetrar en otro dominio, inaccesible a las ondas de los hombres, poblado de silbidos, de crujidos, de largos murmullos y de gritos lúgubres. «He nacido en una estrella —pensó Vincent—. Soy el habitante de una estrella, inmóvil, mudo, ciego, e, imagino, más allá de una extensión casi inconcebible de espacio, muy lejos a mi espalda o por encima de mí, en un pequeño planeta frío, hay seres que piensan, y buscan, y levantan los ojos hacia el cielo donde yo vivo y hacia mi estrella, y esperan un signo, un mensaje cuchicheado, un parpadeo, un brillo secreto, a lo largo de los años y a lo largo de las noches. «Y yo no puedo hacer nada. Estoy solo. He cerrado el círculo, apretado el lazo.»
En aquel mismo momento, se encontraba quizá en las dos extremidades a la vez de un puente frágil y tenso, lanzado por encima del vacío, esperando y escuchando y mirando a los dos extremos de aquel puente invisible, vacilando en aventurarse por aquel paso tan estrecho como el filo de un hacha.
«Ya no puede ocurrirme nada más», pensó.
Después los vio, mientras se deslizaba y trastabillaba por la superficie, pulida como un espejo, de las rocas fundidas y las nebulosas endurecidas. Había franqueado el puente. Torrentes de luz se hundieron en él por las puertas muy abiertas de sus ojos. Quiso llevar su guante a su rostro, pero era demasiado tarde para huir u ocultarse. Ellos estaban allí; tres llamas en el seno de una gran oscuridad, tres reflejos de luz en la pared de un sótano, la espuma de las estrellas, los hijos del vacío. Creyó que se había quedado ciego. Ya no distinguía nada más que sus formas danzantes. Después, sus nervios reaccionaron. Supo que ellos le hablaban. Lenguas de luz eran sus labios, sus palabras eran vibraciones rápidas como el aleteo de una abeja, su respiración estaba hecha de torbellinos. Sus nervios temblaron y se estremecieron. Les oyó con sus ojos.
Ellos hablaron.
Sus voces vibraban como el acero calentado al blanco, rugían como un volcán, chisporroteaban como sarmientos secos ardiendo en una chimenea de ladrillos rojos.
No venían ni de Mercurio, ni de Venus, ni de los desiertos de Marte, ni de las trastornadas extensiones de Urano, que se parece a una enorme bola de algodón rodando en el cielo, ni de Saturno, al que su anillo tiene encerrado por miedo a que sus brumas se desvanezcan, ni de Neptuno en el cual el frío ha helado incluso el Tiempo, ni siquiera Plutón que es una perpetua noche invernal. No venían de otra estrella ni de otra galaxia.
Venían del Sol, dijeron.
Habían descendido hasta las tierras frías para saber si los seres pensantes podían habitar esos mundos desheredados. Habían escrutado durante largo tiempo la noche del espacio, después se habían lanzado.
Se sentían felices de no haber venido en vano.
Le dijeron cómo era el sol y cómo habían venido en sus alas tejidas de radiaciones, zumbantes de fotones. Le mostraron las maravillas del fuego, los torbellinos opacos de las nubes de hidrógeno abrasado, el oscuro esplendor de los estanques negros del sol, las explosiones, las locas danzas de los electrones, las fiestas y los navíos de velas incandescentes deslizándose por los lagos de lava, la transformación de los meteoros venidos de lo más profundo del cielo, mermando, redondeándose en una forma más y más perfecta y disolviéndose en un instante, a medida que se iban aproximando al sol. Vio los caminos de la luz que corrían de una a otra estrella, se perdían en los mundos muertos, enlazaban las galaxias. Le dijeron que todos ellos diferían de unos a otros, que poseían cada uno un color personal y resplandeciente, pero que, todos juntos, eran blancos, y que esta era la luz que preferían.
Oyó su canto con sus ojos, los aullidos del viento desgarrando las velas de gases inflamados, las palpitaciones del corazón cálido del sol. Olió con sus ojos el perfume de los vapores del cobre. Palpó con sus ojos el delicado contorno de los entorchados de luz.
—Estamos vivos— le dijeron—, y somos eternos.
Veían la Tierra, dijeron también, como un desierto inmóvil, una esfera pesada e infernal. Condolían sinceramente a sus habitantes. Pero su desgracia había terminado.
Dijeron que iban a despertar a la Tierra de su largo sueño, extraerla de su larga penitencia, que iban a devolverla a la luz. Describieron los alegres cantos del fuego que liberaría a la Tierra. Vincent se abatió.
—No —gritó—. No.
Le miraron, sorprendidos.
Quizá pudieran comprenderle, esperó Vincent. Quizá pudieran captar tras sus ojos las imágenes formadas en su mente.
Y la voz estaba con él. La voz había entrado en su oído y se había alojado en su cráneo. Y ahora le insuflaba lo que debía decir, le sugería miles de imágenes, rebuscaba en su memoria y extraía recuerdos olvidados.
—Me gustaría lo que queréis hacer —dijo—. Me gustaría esta voz de las estrellas cuchicheando en el tiempo, y esta estallante calma, esta explosiva paz, la he soñado durante tanto tiempo... Me gustaría recorrer el cielo de un mundo a otro incluso en un polvo impalpable, incluso en la cola de los cometas, estoy de acuerdo con vosotros. Lo he estado mientras vosotros no habéis llegado aquí, pero...
Y les habló de la hierba y del frescor del agua, y del sonido de una voz en el aire frío de una mañana de invierno, de las hojas de los árboles y de las manos humanas, del brillo del acero, les habló del toque duro y suave del mármol, la transparencia de la lluvia. Les describió las ciudades, el placer de perderse en la noche, el ruido de los pasos, una calle sonora, la luz lejana y deseable de las estrellas, vista desde allá abajo como desde el fondo de un pozo. Les habló del cálido contacto de una piel, el calor de una mirada, algo que era otra cosa más que un movimiento de moléculas.
Les explicó las maravillas de la nieve, los cristales de hielo colgando en los bordes de las ventanas, el frío cortando como un cuchillo y despertando los pulmones entumecidos por el otoño. Les habló de todo aquello que jamás había visto, de las extensiones heladas, de las auroras boreales, del sol brillando a medianoche a ras del horizonte, de la profundidad glauca de los mares, cálida en su oscuridad, poblada. Les explicó lo que era él y porqué los había esperado durante tantos años y tantas noches, les explicó la voz y el porqué sentía miedo, ahora que ellos habían venido.
—Comprendemos —dijeron ellos, juntos los tres, en tres colores distintos.
Les dijo que no era necesario sentirse resentidos hacia los hombres.
Después esperó, ansioso.
—Comprendemos —repitieron ellos.
Les dijo que no quería que ellos partieran, que no sabía exactamente lo que quería, que los había esperado durante demasiado tiempo y que su espera había muerto bruscamente en él, que existía una diferencia tan grande entre ellos y él, que le gustaría partir con ellos pero que no podía hacerlo, que moriría en aquel vacío y aquel calor, en aquel resplandor y en aquel silencio. Y que había creído que el espacio no era un muro infranqueable y que sabía ahora que había obstáculos peores que el vacío, abismos más grandes que la distancia.
—Adiós —dijeron ellos.
Se diluyeron.
—No os vayáis —gritó—, aún no, no ahora —pero ellos ya habían partido, un resplandor en el cielo, una lámpara que se apaga en la Tierra.
Empezó a castañear los dientes. El vapor de su respiración se condensó y se heló en el cuadrado de mica de su traje refrigerante formando flores de escarcha. Se dejó caer al suelo. Temblaba en el centro de un hogar apagado, de un gran fuego alegre muerto, en el fondo de un vasto océano de cenizas que el viento recién vuelto hacía danzar en el aire.
«Se han ido —pensó—, todo ha terminado, se han ido, todo ha terminado —no podía impedir que las palabras danzaran ante sus ojos en una zarabanda de resplandores. Hundió sus manos en las cenizas, eran un polvo gris y ligero, se sintió lleno de cenizas.
«Las estrellas», pensó, y toda aquella ceniza se coaguló en él, se precipitó en una mezcla triste e insulsa.
Percibió un crujido insólito, un chirrido contra su piel, un ligero dolor. Llevó sus enguantadas manos a sus oídos, olvidando la escafandra.
—¿Hola? —chirrió un insecto, al otro lado de un muro de cartón. Se levantó, apoyándose en el bastón ignífugo. Sus botas se hundieron blandamente en las cenizas.
—Hola —dijo, desde lo más profundo de la repentina noche—. Deseadme buena suerte —se detuvo un momento y escuchó, pero nadie respondió—. Voy a explorar ahora vuestro mundo.
Título original:
L’ÉCUME DU SOLEIL
© Denoël
Traducción de P. Domingo